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36 cosas que hay que hacer para que una familia funcione bien - Leopoldo Abadía - Evange Ludu

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DEDICATORIAS INICIALES
PRIMERA DEDICATORIA
de febrero de 2011. Desayuno en Madrid con Ana Rosa, Olga y David, de Espasa.
Muy cariñosos, como siempre. Pero el cariño tiene trampa. Es el envoltorio en el
que, con su mejor sonrisa, me dicen que quieren que escriba un libro para antes del
verano. Que saldrá en octubre, pero que prefieren tener el manuscrito el 30 de junio. O
sea, que no se acaban de fiar de mí.
11 de febrero de 2011. Me pongo a escribir. No sé a qué velocidad iré. Pero creo
que Ana Rosa, Olga y David se han merecido que les dedique este libro.
Se lo han merecido porque ellos, solo ellos, han sido los responsables de que yo sea
famosete. Yo he hecho lo que he podido, pero los verdaderos promotores han sido ellos.
Me han apretado, sonrientes. Me han animado, sonrientes. Me han reñido,
sonrientes. Y después, sonrientes, me han dicho: «¡Qué bien te ha salido!».
A uno le gusta que le echen piropos, pero uno sabe la parte del piropo que se le
debe a uno y la que se le debe a otros.
Y de verdad, Ana Rosa, Olga y David. En mi caso el 99,999 % es vuestro.
¡Gracias de todo corazón!
(Y, por cierto, he acabado de escribir el libro el día 10 de septiembre. Perdonad, por
favor, una vez más).
SEGUNDA DEDICATORIA
El encargo que me hicieron fue que escribiese un libro sobre la familia. Luego lo
estropearon un poco, cuando me dijeron: «Porque de eso sí sabes». De donde se
deducía que ellos daban por supuesto que de economía, que es de lo que he escrito hasta
ahora, no tengo ni idea.
Bien pensado, de familia sé algo. Porque me casé en 1958 y, desde entonces hasta
hoy, han pasado 53 años, y si uno no aprende nada en 53 años lo mejor es que se
dedique a otra cosa en la que no pueda hacer mucho daño, porque está claro que su
capacidad de aprendizaje es absolutamente nula.
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Y, entonces, pienso que este libro necesita una segunda dedicatoria, a mi familia.
Pero no a mi familia en bloque, que hoy, 11 de febrero de 2011, está compuesta por mi
mujer y yo, 12 hijos, 11 yernos y nueras, y 40 nietos y medio, o sea, un total de 66. No:
en bloque, no. A cada uno, sí. Porque mi familia no es una masa de gente, aunque a
alguno le pueda parecer eso cuando ve una foto en la que estamos casi todos (porque
todos es difícil).
Mi familia está compuesta por personas individuales. Y quiero dedicarles el libro a
ellas. A cada uno de ellas.
Empezando por mi mujer, por supuesto, porque si ella no me hubiera dicho que sí,
que quería salir conmigo a tomar algo en el Gran Hotel de Zaragoza el 3 de abril de
1957, cuatro días después de habernos conocido, y si no hubiera puesto cara de sorpresa
(falsa) cuando me declaré el 18 de abril (porque entonces los chicos nos declarábamos a
las chicas), y si no hubiera dicho que necesitaba seis días para pensárselo (nunca he
sabido por qué tenían que ser seis), y si al cabo de seis días no me hubiera dicho que sí,
y si aquel mismo día no hubiéramos fijado la fecha de la boda, fecha que cumplimos con
un día de retraso porque la iglesia estaba comprometida, pues ni familia ni nada.
Y, ahora, yo sería un soltero muy majo, de 78 años, lleno de manías, que le caería
simpático a la gente, pero a cuyas espaldas dirían: «Sí, sí, muy simpático, pero no se
come un rosco».
Bueno, pues este libro es para cada uno de los miembros de mi familia, incluida esa
personica que lleva tres meses en el vientre de mi nuera Helena y a la que ya le han oído
el corazón, el mismo corazón que, de aquí a unos años, latirá aceleradamente cuando
conozca a una chica, se declare, la chica le diga que se lo pensará seis días y, al final,
acepte su amor. Bueno, pues a esa personica, también.
TERCERA DEDICATORIA
Hay una persona que se merece dos dedicatorias. Una, por ser hijo mío, y otra, por
ser mi manager, o sea, mi jefe, el que me lleva por la calle de la amargura, el que me
exige, el que no me admite ninguna frivolidad, el que se oculta y deja que todos los
aplausos me los lleve yo.
Mi hijo Gonzalo, el hijo número 11, ha sido mi gran descubrimiento. Es periodista,
tiene una agencia de comunicación y se dio cuenta, en un momento dado, de que tenía
un buen cliente en casa. El cliente era yo.
Gonzalo es un profesional como la copa de un pino. Mi mujer dice que, si montase
un negocio, se lo encargaría a Gonzalo.
Yo, como ya lo he montado (sin querer), también lo digo.
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No he querido incluirlo en la primera dedicatoria porque los de Espasa se merecen
una dedicatoria propia. Está incluido en la segunda, porque es uno de los 66 miembros de
mi familia. Pero ahora tengo que hacer una solo para él, porque las negociaciones con
Espasa son cosa suya. Y las conferencias, las entrevistas, las apariciones por televisión,
que me pare la gente por la calle para pedirme autógrafos..., todo se lo debo a él, única y
exclusivamente. Yo me limito a obedecer. (Y, a veces, me cuesta un poco, bien lo sabe
Dios).
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U
ALGUNAS ADVERTENCIAS
ADVERTENCIA PRIMERA
na vez acabadas las dedicatorias, empiezo con las advertencias. La primera es que
no acaba de ser exacto eso de que yo sé «de la familia».
Yo sé bastante «de mi familia», subrayando el mi. Porque mi familia es como es
porque mi mujer y yo somos como somos y, a medida que los hijos se han ido haciendo
mayores, porque ellos son como son.
Digo esto porque en el manejo de una familia (iba a poner «gobierno», pero no me
gusta) no hay cosas copiables. Cada familia es distinta, como todos somos distintos.
Hace muchos años, mi amigo Rafael, padre de una familia más numerosa que la
mía, tuvo una ocurrencia, que consistió en publicar en una revista el organigrama de su
familia. Allí aparecía el padre (él) como presidente, la madre como gerente, etcétera. Yo,
que conocía bien a Rafael, vi que aquello reflejaba su manera de ser. Su mujer, que era
un encanto, y él manejaban así su familia. Este mando se traducía en una serie de
«ordenanzas», dicho en el mejor sentido de la palabra. Era un tipo de «dirección» que a
aquella familia le iba muy bien. La prueba es lo bien educados y majos que son todos los
hijos.
Y hubo personas, buenas, muy buenas, que pensaron que, si aquel organigrama se
publicaba en una revista, era porque las cosas había que hacerlas así.
Mi mujer leyó el artículo y vio el organigrama. Luego me lo pasó a mí y no se
molestó ni siquiera en preguntarme qué me parecía. Simplemente me lo pasó y, como
nunca me dijo nada, pensé, acertadamente, que lo había dejado caer en el saco del
olvido.
Eso es lo que había que hacer. Porque para manejar, dirigir o gobernar una familia
es fundamental tener criterio. Como para todo en la vida.
Mi familia, nuestra familia, tiene que ser reflejo de mi personalidad, de nuestra
personalidad. Y mi mujer y yo somos distintos de Rafael y de su mujer, y de ti y tu
marido y de aquel otro y su mujer.
Es muy bueno que leamos libros, que vayamos a cursos de orientación familiar, que
nos encontremos con otros matrimonios, pero mi familia es mi familia y no tengo por qué
copiar nada, aunque los otros sean muy buenos y muy ejemplares, y la familia les haya
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salido muy bien.
Y si leo un libro es para, después, pensar. Y si voy a un curso de orientación
familiar, lo mismo. Luego hablaremos de eso.
Siempre he tenido un gran respeto por lo de pensar. Y un gran desprecio por lo de
copiar. Además, lo de copiar en mi familia lo que hacen otras familias es absolutamente
inútil. Y contraproducente.
ADVERTENCIA SEGUNDA
Como habréis podido intuir al leer la advertencia primera, mi familia no es un
modelo de esquema ni de «ordenancismo» en el buen sentido de la palabra. Mi familia es
un caos.
Hace años, en una revista, hicieron un reportaje sobre nosotros. El pobre periodista
y el pobre fotógrafo sudaron para conseguir que las respuestas y las poses fueran
medianamente coherentes y presentables.
Lo que sí es verdad es que aquel día nos reímos mucho todos. El periodista y el
fotógrafo, también.
Esperamos con ansia la aparición del reportaje y, con solo ver el titular, todos
coincidimos en que los periodistas nos habían entendido.El artículo se llamaba «La
familia Abadía, un caos organizado».
Por tanto, esta segunda advertencia pretende deciros que, si en algún momento
escribo algo que os produce una reacción de asombro/rechazo/incredulidad, no os
preocupéis. Porque, como he dicho antes, no se trata de copiar nada de nadie. Se trata
de ver cómo hacen las cosas otros para, después de procesarlas, decidir cómo las hago
yo (o sea, tú).
Si es así, casi os puedo garantizar que tendréis éxito. (A lo largo del libro iremos
viendo lo que quiere decir «tener éxito» para una familia).
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V
1
YA VA SIENDO HORA DE EMPEZAR
oy a empezar, porque si no, a base de dedicatorias y de advertencias, el libro puede
quedar reducido a la mínima expresión.
«Ya va siendo hora de empezar» es algo parecido a lo que yo me dije en 1957.
Tenía veinticuatro años, había acabado la carrera y estaba trabajando en un negocio
familiar. Por muchas razones, el trabajo no me acababa de convencer, y yo sabía que,
antes o después, me iría de allí. Pero tenía trabajo, ganaba unas perrillas —pocas— y, a
los veinticuatro años, me parecía que, con aquel sueldo, podía salir a la calle con la
cabeza muy alta.
Y allí, entre brumas, empezó a forjarse una idea: «Leopoldo, habría que casarse».
Es posible que chicos que hoy tienen veinticuatro años lean esto y piensen que estoy
muy pasado de moda, pero eso es lo que pensé, y como tengo que contar lo que sé y lo
que me pasó, pues lo hago.
Como consecuencia de esta idea —que habría que casarse—, surgió otra que venía
a decir algo así como que para casarme debería tener novia. No digo «debería buscarme
novia», porque la novia o el novio no se buscan. Se encuentran.
Se encuentran como se encuentran. Yo había ido al Colegio del Salvador, que estaba
en General Mola, 1, y mi mujer, al Colegio del Sagrado Corazón, que estaba en General
Mola, 3, así que había grandes posibilidades de que nos encontráramos a la salida en
reuniones de antiguos alumnos. O de que me encontrase con una amiga suya o con su
hermana o con una vecina, y quedase con ella, y que yo me llevara un amigo, y ella, una
amiga, y que la amiga fuera mi mujer.
Pues eso pasó. Y así conocí a mi mujer el 15 de octubre de 1956. Y, como es
natural, no le causé la más mínima impresión. Y ella, a mí, tampoco. Bueno, un poco sí,
pero no demasiado.
Total, que empecé a tontear con otra. Tonteo que no tuvo ningún éxito o un éxito
total, según como lo miréis. Ningún éxito, porque a aquella no le hacía yo mucha ilusión.
Éxito total, porque el 30 de marzo de 1957 me invitaron a última hora a un guateque, que
así se llamaban entonces las fiestas, fui y en la puerta me recibió muy sonriente mi
mujer. Y empezamos a hablar. Y hasta hoy.
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Luego me he enterado de que la sonrisa con que me recibió no era exactamente
auténtica. Tenía un cierto grado de retorcimiento. Porque en la fiesta estaba la otra chica,
la del tonteo. Y esa chica le había encargado a mi mujer que se ocupase de mí, porque
no le apetecía nada estar «con ese pelmazo».
Total, que las cosas se precipitaron. Que el 3 de abril la llamé para tomar algo, que
el 18 le dije que podíamos ser novios, que el 24 me dijo que sí, que ese día, como ya os
he dicho, fijamos la fecha de la boda, y en esa fecha más un día nos casamos.
ADVERTENCIA TERCERA
A medida que voy escribiendo, se me ocurren advertencias, que iré poniendo en el
texto. Supongo que esto producirá un serio desconcierto en los que tengan que montar el
libro, pero, como son buenos profesionales, ya lo resolverán. Tampoco creo que yo sea
el tío más raro que escribe libros.
La advertencia tercera es para deciros que estoy hablando de mí y que mis amigos
de Espasa no me han encargado que escriba una autobiografía. Pero he querido poner
nombres (mi mujer, yo) para que vosotros pongáis los vuestros (tu marido, tu mujer) y
pongáis vuestra historia. Porque todos tenemos nuestra historia y, en función de esa
historia, vamos haciendo una familia que, al cabo de los años, te sorprende. Y piensas:
«¡Dios mío, vaya lío que se ha organizado! ¡Y todo porque en 1957 se me ocurrió
aquello de “habría que casarse”!».
O sea, que, a partir de ahora, si aparece la palabra yo refiriéndose a mí, pon la
palabra yo refiriéndose a ti. Porque yo consideraría que he cumplido con el encargo de
Espasa si tú y tú y la otra y el otro leyerais el libro y, al acabar, dijerais: «Pues mira, me
ha servido de algo».
SEGUIMOS CON EL CAPÍTULO 1
Aquella chica tan maja, tan simpática, tan progre para su tiempo (hace poco, alguien
dijo eso de mi mujer) y aquel chico tan majo, tan simpático y que no sabía muy bien
cómo orientar su vida profesional, cosa que pasa en las mejores familias, un día se
casaron.
La boda, muy bien, en la iglesia de moda de entonces. El banquete, muy bien, en el
restaurante de moda de entonces. El viaje de novios, sensacional. Nos gastamos el último
franco suizo en Ginebra y, al llegar a Barcelona, para sobrevivir y poder llegar a
Zaragoza, tuvimos que pedir dinero a unos amigos, porque, aunque no os lo creáis, en
aquella época no existían las tarjetas de crédito. (No sé cómo podíamos aguantar
nuestras ansias de consumo. Quizá es que no las teníamos).
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9
Y
2
A VIVIR
a estamos de vuelta. El chaqué y el vestido de novia se guardan en naftalina o se
devuelven, si es que los alquilamos. (Cuando me casé, lo de alquilar no estaba bien
visto. Ahora, alquila el chaqué hasta el presidente de IBM).
Y a vivir, ni más ni menos.
A vivir para siempre con aquella chica tan maja, o con aquel chico tan fenomenal.
Con una gran libertad. Porque ahora los cabezas de familia somos nosotros.
Hacemos lo que queremos, salimos cuando nos apetece y volvemos a casa a la hora que
nos da la gana. (Antes esto era así. Ahora, lo de volver cuando te da la gana se produce
mucho antes de casarte, pero podéis entender la idea).
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E
3
HAY QUE DEJAR LAS COSAS CLARAS
n esa situación idílica, hay que dejar las cosas claras. Se pueden dejar claras de
muchas maneras. Yo prefiero la manera suave, de acomodo, porque lo que se
empieza a producir es un acomodo.
La chica mona tiene unos padres. Normalmente, menos monos.
El chico fenomenal tiene otros padres. Normalmente, menos fenomenales.
Unos padres y otros han de darse cuenta de que los hijos se casan, se
independizan... y se van. Aunque se queden a vivir —grave error— en el piso de
enfrente, se han ido.
Los padres de una y otro pueden ser «sobreproteccionistas históricos». Os
preguntaréis de dónde procede etimológicamente este nombre. Pues bien, son
«sobreproteccionistas» porque no duermen pensando en todo lo que le puede ocurrir al
niño si ellos no están presentes. E «históricos» porque empezaron a sobreprotegerle
cuando era niño, y ahora que el niño tiene veintinueve años, siguen.
Los «sobreproteccionistas» suelen actuar con un esquema común a todos ellos:
1) Cuando el niño era niño, no le dejaban salir a jugar con sus amigos para que no se
ensuciase
2) Le iban a buscar todos los días a la salida del colegio.
3) Buscaron la recomendación de un coronel amigo de la familia para que el niño
hiciera la mili (antes había mili) cerca de casa.
4) Cuando el niño estaba en el campamento antes de la jura de la bandera (antes se
juraba fidelidad a la bandera, ¡qué cosas!), iban a verle todas las semanas, porque, a
pesar de la recomendación del coronel, el chiquito tenía que levantarse a las seis y
media a toque de trompeta y las duchas estaban lejos de la tienda de campaña, y un
día un compañero le robó el jabón.
5) Insistieron mucho en lo que el niño debía estudiar, porque así podría trabajar en la
empresa de papá y tendría el porvenir resuelto.
6) También insistieron en los hobbies y deportes que debía practicar, como ya hiciera
su padre y el padre de su padre, que casi llega a defensa líbero de un equipo de
Tercera Regional.
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7) Cuando estudió lo que sus papás querían y se incorporó a la empresa familiar, le
pagaban muy poco sueldo, pero todos los gastos del matrimonio iban a cargo de
papá. (Con eso, papá conseguía mandar enla familia del hijo y dominar a la nuera,
que, cuando le apetecía algo, tenía que convencer a los suegros, que le decían al
hijo: «Esta chica está acostumbrada a gastar demasiado»).
Los padres meticones son peligrosísimos. Porque dicen cómo han de ser las cortinas
del salón, cómo ha de ir vestida la chica (esto lo dice la madre del chico), qué días van a
ir a comer a casa de los padres y qué días van a ir a comer los padres a casa de los recién
casados.
Al cabo de un par de meses, una de las madres dice: «¿Cuándo viene el niño?». Y
añade: «Porque tengo unas ganas de ser abuela...». A lo que la otra madre, que es viuda,
añade: «Pues anda que yo, que desde que se murió mi marido estoy tan sola...».
Una madre no siempre está de acuerdo con la otra madre. Lo que pasa es que no se
lo dice a la cara. Se lo dice a su hijo. O a su hija. Tampoco le habla mal de los otros. No.
Dice frases más sibilinas: «Como son tan diferentes de nosotros...».
Si no se ha hecho antes (o sea, si el chico ha estudiado lo que mamá y papá
querían; si ha entrado a trabajar en el negocio familiar porque dónde va a estar mejor que
allí; si el sueldo es muy bajo, pero para qué quiere más, si papá le paga los caprichos a su
mujer), alguien —por ejemplo, su mujer— tiene que decirle que ya va siendo hora de
que se haga un hombre, lo que significa que, aunque tarde, ha llegado el momento de
dejar las cosas claras. O sea:
1) Que se pondrán las cortinas que elijamos mi mujer y yo, y que no es verdad eso de
que «En cuanto a gustos, no hay nada escrito». No hay nada escrito, pero, cuando
se escriba, se escribirá lo que digamos mi mujer y yo
2) Que en nuestra cama dormimos dos, no cuatro o cinco. Y que los hijos serán
nuestros y que tendremos el número de hijos que nos dé la gana. Y que nunca les
pediremos permiso a nuestras mamás y a nuestros papás. Y que si quieren tener
nietos, que esperen a que nazcan. Y que no vengan con prisas. Y que nos dejen en
paz.
3) Y que seremos muy inexpertos, muy tontines, muy jovencitos, pero que somos la
mujer y el marido de nuestra familia. Y ya está. Y ellos son la mujer y el marido de
otra familia, no de la nuestra. Por tanto, ellos, a sus cosas, y nosotros, a las
nuestras.
4) Y si nos equivocamos, que nos equivocaremos, no haremos más que lo que han
hecho ellos a lo largo de su vida: equivocarse muchas veces, como le pasa a
cualquier hijo de vecino.
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5) Y que no se preocupen por nosotros, que, con lo jóvenes que somos y las ganas que
tenemos de comernos el mundo, intentaremos comérnoslo. Y como, en teoría,
tenemos más tiempo que ellos, porque, si las cosas van normalmente, ellos
desaparecerán antes que nosotros, pues igual acabamos haciendo más y mejores
cosas que ellos.
6) Y que queremos un sueldo, con un fijo adecuado al nivel que ocupemos y un
variable, en función del cumplimiento de los objetivos que, empresarialmente, se
nos marquen.
7) Y que queremos vivir lejos del papá y la mamá de él, y del papá y la mamá de ella.
8) Y que, en cuanto podamos, y cuanto antes mejor, nos buscaremos otro empleo. Y,
si es posible, a 600 kilómetros de donde viven nuestros padres.
9) Y si puede ser en un sitio por donde no pase el AVE y donde no haya aeropuerto, o
el que haya no funcione, mejor.
ADVERTENCIA CUARTA
Esto del número de hijos es un tema delicado, que debe discutirse solamente entre
la mujer y el marido.
Se recomienda que, antes de casarse, los novios hablen del número de hijos que
quieren tener. Es bueno ponerse de acuerdo en algo tan importante.
Hace muy poco, mi mujer me dijo: «No hemos hablado todavía del número de hijos
que queremos tener». Me desconcertó, porque esa pregunta, cuando el hijo número 12
ya se ha casado, resulta extraña. Sin embargo, lleno de buena voluntad, le pregunté:
«¿Quieres que hablemos?». Y, con una cara muy especial, me dijo: «¡¿Para qué?!».
Lo del número de hijos es un tema serio, con muchas repercusiones, para la familia
y para la sociedad.
Aunque no es obligatorio —¡hasta ahí podíamos llegar!— tener muchos hijos,
siempre he pensado que, tenerlos, es un síntoma de egoísmo. Sí, sí, de egoísmo, aunque
la mala fama se la lleven los que no quieren tenerlos.
Porque conozco matrimonios de mi edad que están más solos que la una. Tuvieron
dos hijos, que ya son mayores, que se casaron y viven fuera de España, y aquí están los
abuelos, añorando a los hijos y añorando a los nietos, con los que, además, no se
entienden, porque hablan en inglés.
Mi mujer y yo no estamos solos nunca, lo que, a veces, me hace envidiar a los que
solo tienen dos hijos.
Nuestros hijos vienen a vernos con mucha frecuencia. Cuando llegan, con los nietos
correspondientes, recuerdo algo que leí no hace mucho: que, en esos casos, hay dos
momentos de felicidad: cuando vienen y cuando se van.
Pues es verdad, pero, si tienes unos cuantos hijos, estás siempre acompañado, muy
acompañado. Y no hay soledad. Y cuando, por fin, la hay, dices: «¡Bendita soledad!».
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Para la sociedad es necesario que haya hijos. Lo he debido escribir en algún sitio,
pero, por si acaso, lo repito aquí: en Europa hemos decidido (hablo en general) no tener
hijos y los viejos no nos morimos ni a tiros. Por eso, cuando me preguntan cómo veo el
futuro de las pensiones, contesto: «Negro».
Y después pienso: «Menos mal que a mí no me cogerá».
Y, por favor, que no me hablen de la explosión demográfica y de que no tendremos
nada para comer de aquí a cien años. Porque, entre otras cosas, es mentira. Una más.
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S
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CÓMO SE DEJAN LAS COSAS CLARAS
igo con lo de las cosas claras.
Es mejor hacer con delicadeza todo lo que he dicho antes.
En primer lugar, porque siempre es preferible no ir por la vida dando bofetadas a la
gente, aunque en algunos casos se las merezcan.
En segundo lugar, porque con cariño se consiguen las cosas antes y mejor.
Y en tercer lugar, porque así se empieza a ejercitar la virtud de la paciencia, cosa
que es muy necesaria en un matrimonio joven cuando los padres molestan con cierta
asiduidad. Y también luego, en un matrimonio menos joven, y luego, en un matrimonio
un poco mayor.
Pero lo fundamental es que hay que dejar muy claro un principio: que en nuestra
casa mandamos nosotros. (Una vieja obra de teatro se titulaba En mi casa mando yo, lo
que demuestra que esto ha ocurrido siempre).
Como dicen en mi tierra, es preferible ponerse rojo una vez que amarillo muchas.
En consecuencia, quizá un día habrá que decirle a mamá que no venga todas las tardes a
ver cómo está su niña, porque resulta que a su niña y al marido de su niña, cuando llegan
los dos a casa después de trabajar, lo que les apetece es estar solos y hacerse arrumacos,
como Dios manda.
Y habrá que decirle que los niños ya vendrán y, amablemente, que no vuelva a
sacar el tema NUNCA.
Y que las cortinas ya están puestas, y que no quisimos que viniera con nosotros a
comprarlas, aunque ya sabíamos que nos las iba a regalar. (Intento de chantaje bastante
frecuente: YO pago, tú pones las cortinas que YO digo). Que hemos preferido comprar
unas que nos gustan mucho y pagarlas de nuestro bolsillo. Que ya sabemos que son más
feas que las otras, pero que qué cosas tiene la vida: a nosotros nos gustan más. Y la casa
es nuestra y queremos que en nuestra casa se esté bien y, fíjese, señora, que con
nuestras cortinas nos encontramos mucho mejor que con las de usted.
Y, por favor, devuelva la llave que se llevó para que encontráramos la nevera llena
cuando volviéramos del viaje de novios. Y otra cosa: cuando venga a vernos, con llave o
sin llave, toque el timbre y espere a que le abramos y no se cuele hasta la cocina sin
permiso.
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Relacionado con lo anterior, mi mujer y yo preferimos que nuestros hijos/as, yernos
y nueras nos digan: «Hace tiempo que no venís a casa», y no: «Y si dejaseis de venir a
nuestra casa todos los días por la mañana y por la tarde, ¿pasaría algo?».
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H
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SIGUE EL ACOMODO
e hablado hasta ahora del acomodo con los padres y con los suegros. Y lo he
puesto en primer lugar porque los recién casados piensan que elacomodo entre
ellos está conseguido. Todavía flotan en una nube. Ella le mira a él arrobada y piensa:
«¡Qué bien habla! ¡Se nota que es abogado!». Y él, admirado de la suerte que ha tenido,
piensa: «No sé si es más guapa que lista o al revés. ¡Qué estilazo tiene».
Eso quiere decir que están enamorados y que los dos están convencidos de que han
acertado plenamente y que han encontrado al hombre/a la mujer de sus sueños.
Y seguramente es verdad.
Pero la mujer de tus sueños sueña en voz alta. ¡Y te da cada noche...!
Y el hombre de tus sueños tiene un poco de mal genio. Ya lucha por aguantarse, ya,
¡pero a veces tiene unos prontos...!
Y a ella le gustan las películas románticas y a ti, las de tiros.
Y a ella, la música clásica, que tú no has podido aguantar nunca.
Y a ella, el ajo y la cebolla, y algunas noches, cuando os acostáis, la habitación
huele a camionero, según piensas tú. (No lo dices, porque estás tan enamorado que hasta
ese olorcillo te empieza a gustar).
No pasa nada. Es que empieza el acomodo.
Es que empezáis a descubrir que el matrimonio no es una institución por la que dos
solteros se acuestan juntos legalmente.
Es algo más. Es mucho más. Se trata de que de dos cuerpos se hace uno. Y si
queréis decirlo de otro modo, de dos proyectos vitales se hace uno. O sea, que se acabó
aquello de «Cuando yo sea mayor...».
Y se acabó eso que he oído decir a alguna chica extranjera que había venido con su
marido y sus hijos a hacer el máster en el IESE: «Ya me he sacrificado yo por él durante
estos años. Cuando volvamos a casa, se tendrá que sacrificar él».
¡No, tonta, no! ¡Que no te enteras de nada! Que ya no sois él y tú. Sois vosotros. Y,
si él es máster, los dos sois másteres y, si quieres estudiar tú lo que sea, estudia, pero no
digas que lo haces para cobrarle a tu marido una deuda.
Como consecuencia, lo de «Cuando yo sea mayor...» es ahora «Cuando los dos
seamos mayores...».
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Y, como sois jovencicos, de aquí a que seáis mayores faltan bastantes años. Años
de cariño, de enamoramiento, de más cariño, de más enamoramiento.
Y de envejecimiento. Juntos.
Y de ver fotos de hace cuatro días y pensar: «¡Qué jóvenes éramos». (Además de
que ella se pregunte: «Pero ¿cómo podía yo llevar semejante birria de sombrero?»).
Pero no adelantemos acontecimientos, que acabaré enseguida el libro y aún tengo
que escribir bastantes páginas. Porque ¿cómo me presento ante mis amigos de Espasa,
les entrego unas pocas páginas y les digo que ya no se me ocurre más?
Y además, porque, puestos a adelantar, quiero señalar que lo de «¡Qué jóvenes
éramos!» está mal dicho. Lo correcto sería decir: «¡Qué jóvenes estábamos!». Porque, a
lo largo de la vida, hay que seguir siendo joven y mantenerse joven. Luego pondré
algunos ejemplos de lo que quiere decir y de lo que no quiere decir «ser joven».
Ahora digo que joven es la persona que tiene ilusión.
Joven es mi amigo Manolo, al que, a los 75 años, le han llamado de la empresa
donde fue director porque no encontraban otro y el que encontraron no les gustó.
Manolo me dice que se levanta todos los días a las 6:00 h (yo sé lo que me cuesta
levantarme a las 8:30 h) y que se va a un pueblo que está a 35 minutos de San Quirico,
excepto cuando hiela, que tarda más, y que llega un cuarto de hora antes que los demás y
que sale media hora más tarde.
Que cuando a las 10.00 h le dicen si quiere ir a tomar un café, porque es la hora del
desayuno, él les dice que a trabajar se va bien desayunado, bien almorzado y bien... otras
cosas que, por educación, no puedo repetir aquí, pero que son muy gráficas, y que
expresan de forma muy clara la idea de que al lugar de trabajo se va a trabajar. Lo cual
parece una bobada, y algo que se da por sabido, pero que no lo es.
Cuando, al fichar por la empresa («con contrato indefinido», me dice), Manolo les
pide que le pongan un chico joven al lado, porque él, si Dios no lo remedia, que no lo
remediará, acabará muriendo, le ponen inmediatamente un chico joven, que ha estudiado
Ingeniería, pero que no sabe lo que, según Manolo, es básico, «porque no entraba en el
examen». Y Manolo se desespera al darse cuenta de en qué pozo estamos.
Luego hablaré de la formación, pero apuntaos lo que he dicho, por favor. Manolo
está desesperado. Y no dice «¡Dónde vamos a parar!». Dice: «¡Dónde hemos parado!».
Y añade: «¿Seguro que hemos parado?».
OTRO CORTE: ¿DE DÓNDE HA SALIDO EL TÍTULO
DEL LIBRO?
Es posible que, a estas horas, os hayáis dado cuenta de que eso que recomiendan
los que saben escribir, que hay que hacer un índice, un guión, mandarlo a la editorial, que
a la editorial le guste y tú, entonces, empezar a rellenar los capítulos, está bien solo en
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teoría.
Porque la vida, a veces, se complica y a uno no le sale lo que teóricamente está
bien. Uno se pone a escribir y allá va. Y sale esto que tenéis en las manos.
¿De dónde viene el título?
Según mi hijo Gonzalo, «de una mítica conferencia» que he dado muchas veces.
Di la «mítica conferencia» por primera vez en 1983, en una reunión en la que me
pidieron que hablara sobre responsabilidad y cariño en la familia.
Como lo mío no es irme a conceptos sofisticados, porque en cuanto me sofistico me
pierdo, se me ocurrió plantear la conferencia describiendo los pequeños detalles que
hacen que una vida en familia sea feliz y que, si no se cuidan, convierten aquello en un
infierno.
ACLARACIÓN
Hablo de «los pequeños detalles» porque, cuando uno llega a una cierta edad, echa
la vista atrás y busca en su vida hechos importantes, no encuentra nada. O encuentra
muy poco.
A los veinticinco años de trabajar en el IESE, nos dieron a varios la Medalla de
Plata de la Universidad de Navarra.
Éramos ocho: dos profesores, dos administrativos, tres secretarias y un jardinero.
Me encargaron que hiciera el discurso de agradecimiento. Como preparación, llamé
a cada uno de los premiados para que me dijera algo importante que hubiera hecho en
aquellos veinticinco años.
Las contestaciones fueron unánimes y apabullantes: NADA.
Pensé que en la Universidad de Navarra, desde Pamplona, no sabían el tipo de
gente que trabajaba en el IESE en Barcelona y Madrid, porque, visto así (yo también era
de los de NADA), ninguno nos merecíamos la medalla. Ya podíamos dar gracias a Dios
de que no nos hubieran despedido.
Luego lo pensé mejor, porque conocía muy bien a todos y sabía cómo habían
trabajado en esos veinticinco años. Veía el jardín y estaba espléndido. Porque el jardinero
se ocupaba de él con verdadero cariño y mucha competencia. Y recordaba lo bien que
me habían atendido las secretarias y cómo me habían sacado de los líos en que me había
metido.
Los administrativos habían sido la infraestructura que no se ve, pero que, si falta, se
percibe. Se percibe en una cantidad de cosas pequeñas que, si no se cuidan, te hacen
pensar que la casa es una ruina.
Y los profesores no lo habíamos hecho mal del todo: habíamos estudiado, habíamos
preparado bien las clases, habíamos sido puntuales...
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Por eso nuestra universidad nos daba las medallas. Por las miles de cositas que no
se ven, pero que, al final, en una organización, si se cuidan, hacen que aquello vaya
como un reloj.
Como la vida pasa deprisa, no te das cuenta de la cantidad de cosas pequeñas que
haces. Si procuras hacerlas bien, la vida es fenomenal, para ti y para los que te rodean. Si
no, un desastre para todos.
Las cosas que nos pasan, o que hacemos, son normalmente pequeñas. Cristóbal
Colón descubrió América una vez en su vida. Como le gustó, volvió más veces, pero ya
sin la emoción de la primera. Ya estaba descubierta. Edison inventó la bombilla una vez
en la vida. Y así.
Pero ¿qué hacían cada día Colón, Edison y los demás famosos? Pues levantarse,
dar un beso a su mujer, lavarse (no había duchas), limpiarse los zapatos, prepararse el
desayuno, comprar el periódico o equivalente, decirle a su mujer que qué guapa estaba
con el nuevo peinado... y poco más. Luego estudiaban, contrataban tripulaciones, les
fallaba mil veces lo de la bombilla, volvían porla noche a cenar a casa y, cuando sus
mujeres les preguntaban qué tal les había ido el día, les soltaban unos rollos interminables
que aburrían a las pobres señoras, quienes les escuchaban sonriendo, porque estaban
enamoradas de ellos y pensaban que, si se habían casado, era para lo bueno y para lo
malo.
Pero cosas gordas, gordas, una en la vida. O dos. O, como muchos de nosotros,
ninguna.
O sea, que, para hacer feliz a una familia, hay que cuidar mucho los pequeños
detalles. Porque, si solo cuidamos los grandes, acabaremos por no cuidar nada, por falta
de materia prima. O si esperamos a que llegue la Gran Ocasión, nos moriremos de
viejecitos con sensación de fracaso, porque la Gran Ocasión, en confianza, llega muy
pocas veces. Y, a muchos miles de personas, no nos llega nunca.
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P
6
VOLVEMOS A LA «MÍTICA
CONFERENCIA»
reparando la conferencia, escribí cosas que se me ocurrían, sin organizarlas por
orden de importancia ni ningún otro criterio. Simplemente, iba escribiendo. Como la
conferencia tenía que durar unos 30-45 minutos, cuando calculé que ya llenaba el
tiempo, dejé de escribir.
Después, conté las cuestiones que me habían salido. Eran 26.
La gente recibió bien la conferencia y yo me quedé tranquilo. Guardé el papel,
escrito a mano, en el bolsillo y me fui a casa.
Pero ocurrió una cosa que no me hubiera imaginado nunca: que me fueron llamando
de muchos sitios para que diera «la conferencia de los 26 puntos». Y la di 44 veces. Y
llegué a sabérmela de memoria.
Y lo más divertido es que había gente que también se la sabía. Mi amigo Miguel
Ángel, que vino muchas veces, cuando se abría al final el turno de preguntas, decía:
«Hoy no has dicho...». Con ello, yo rechazaba toda tentación de innovación. Lo que la
gente quería era oír «la» conferencia.
Los 26 puntos fueron aumentando, porque se me ocurrían cosas nuevas o porque la
gente me las sugería y yo hacía caso. Y así, llegamos a 32 cosas, pero no cambié el título
de la conferencia, que se llamaba, y se sigue llamando, «26 cosas que hay que hacer para
que una familia funcione bien».
Se lo conté a los de Espasa y me encargaron que escribiera este libro. Pero se
equivocaron y pusieron como título lo de las 36 cosas en lugar de las 26 o las 32. Como
me caen tan bien, no quise desairarles y acepté las 36, pensando: «Ya se me ocurrirá
algo».
Y algo se me ha ocurrido. Y aquí lo tenéis.
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7
UNA ÚLTIMA COSA ANTES DE EMPEZAR
DE VERDAD
a última cosa es que el papel donde estaba escrita la «mítica conferencia» y que
utilicé la primera vez, fue envejeciendo y ensuciándose. Y nunca lo pasé a limpio,
porque me pareció que perdería frescura. Cuando tenía que dar otra vez la conferencia,
lo llevaba en el bolsillo, lo sacaba disimuladamente y lo ponía en la mesa o en el atril,
procurando que no se viera, porque estaba hecho un asco. Luego acabé de dar «la»
conferencia y decidí enmarcar el papel, con cristal por los dos lados, y lo colgué en mi
despacho, pensando que aquello era un documento histórico y que nunca más lo volvería
a necesitar.
Pero ahora he tenido que descolgarlo y he escrito el libro con el marco encima de la
mesa, descifrando lo que escribí en 1983 y descubriendo, con sorpresa, que TODO sigue
vigente, que no hay nada pasado de moda.
Y, cuando me sucede esto, pienso dos cosas: o que fui un profeta hace muchos
años, o que lo que dije, como no pretendía ser más que sentido común, hoy es tan
moderno como entonces.
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P
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¿EMPEZAMOS?
ues sí, empezamos.
Empezamos recordando algo que todos sabemos, pero que, como la vida está
como está, a veces se nos puede olvidar: que la familia es el primer negocio de cada
persona. La primera responsabilidad. Aquello que hace que, cuando uno se está
muriendo, diga: «Pues no lo hice tan mal», o suspire: «¡Madre mía, cuántas tontadas he
hecho en mi vida!».
Todos lo sabemos, pero aquello de los árboles y el bosque es verdad. Y ahora
estamos en un momento en el que hay tanto árbol que no es que no veamos el bosque,
es que se nos puede olvidar que existe.
LOS ÁRBOLES
Hay muchos árboles. Siempre los ha habido, pero yo creo que ahora hay más.
Llamo árboles a todas esas cosas, profesionales, sociales, económicas, políticas,
tecnológicas, que nos rodean, que exigen nuestra atención, y que muchas veces la exigen
violentamente.
Esas cosas que hacen que la mujer salga de casa corriendo para llegar puntual a su
trabajo y que, por el pasillo, se cruce con el marido, que también sale corriendo. Eso, si
hay suerte, porque también puede ocurrir que, en ese momento, él esté en el vuelo
Frankfurt-Beijing-Chanchung, mientras ella ha hecho una escala en Delhi, volviendo de
Kuala Lumpur.
Los dos están pensando en su trabajo, en el cansancio acumulado, en la dormida
increíble que se van a pegar en cuanto encuentren una cama.
Por supuesto, los dos se acuerdan de los hijos y se acuerdan uno de otro, y llevan
las fotos de todos en la agenda y las enseñan a sus amigos y a sus clientes, y piensan que
ya están en febrero y que solo faltan seis meses para las vacaciones de verano... Por
cierto, que todavía no saben si podrán pasarlas juntos o si, como otros años, tendrán que
cogerlas cada uno en un mes distinto.
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Hay mucho árbol. Lo de la globalización es fenomenal, pero no se resuelve solo con
internet, webcams, videoconferencias y mensajes de Twitter para relajarse un poco. Hay
que ir. Ir quiere decir horas de avión, cambios de huso horario, jet lag, comidas que no
te apetecen nada, conversaciones aburridísimas, preocupación por conseguir un pedido,
alegría cuando lo consigues, desmoralización si se lo lleva la competencia, nuevas
preocupaciones si lo has conseguido, porque hay que cumplir los plazos y el presupuesto,
y, si es posible, mejorarlos...
Y cuando los dos están así, alguien tiene que recordarles que el primer negocio es su
familia. O sea, ese ente formado por ellos dos y sus hijos, sin olvidar a los padres, que
están un poco viejos, pero que no llevan en los dientes un cartel que dice: «Canguro
titular de los niños de mis hijos».
EL PELIGRO
El peligro está en que todo eso que hace ese matrimonio es muy bueno. Los dos se
matan a trabajar, y a trabajar bien, para sacar adelante la familia.
Y supongo que, cuando ven el título de este libro, piensan que ya firmarían para
hacer solo 36 cosas. Porque están convencidos de que hacen 36 veces 36.
Y, además, después de hacerlas, aún tienen un ligero resquemor, como si no se
ocupasen suficientemente de su familia.
Y les puede entrar una especie de depre, una sensación de no saber qué hacer,
como si fueran el jamón dentro de un bocadillo, aprisionado por las dos rebanadas de
pan.
OTRA DEDICATORIA, LA CUARTA
Pues a esos matrimonios va dirigido este libro. A esos y a los otros. A los que viajan
poco y tienen una vida más tranquila. Y a los que no tienen hijos y a los que tienen
pocos, y a los que tienen muchos.
Y a los que son muy muy ricos, que los hay, y a los pobres muy pobres, que,
lamentablemente, también los hay.
Porque eso de los detalles pequeños es para todos. Que no podemos decir lo de la
canción de Julio Iglesias: «Me olvidé de vivir los detalles pequeños».
Porque los detalles pequeños no se tienen. Se viven.
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(Q
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¡VAMOS A POR LOS 36!
ue no se os olvide que no están puestos por orden de importancia. Cada uno, que
los ponga en el orden que quiera).
1. LA FAMILIA ESTÁ FORMADA POR INDIVIDUOS
Aquellos chicos tan majos, que se casaron tan enamorados y que, cuando se
quedaban en casa, decían lo de «¡Al fin, solos!», unos años más tarde están rodeados
por más personas.
Cada una de esas personas es una persona. Ya sé que pensaréis que para ese viaje
no hacen falta alforjas, como dicen en Aragón. Pero hay que tenerlo en cuenta.
Hay que tener en cuenta que mi mujer tiene una manera de ser, y yo, otra. Y el
mocoso ese que anda subiéndose por los sillones, otra. Y la niña que juega al fútbol con
sus hermanos, otra. Y así.
Y tenemos que saber que cada uno de esos hijos, de aquí a unos años —pocos—,
tendrá sus ilusiones, susambiciones, su buen genio, su mal genio.
Unos querrán estudiar una cosa, y otros, otra. Y alguno querrá ser músico y tocar la
flauta travesera. Y el padre, ingeniero nuclear, y la madre, ingeniera aeronáutica, pueden
tener la tentación de pensar que algo habrán hecho mal para que les haya salido un hijo
así.
Cuando en mi familia nos ha nacido un hijo, cosa que se ha producido doce veces,
siempre, al verle berrear en la cuna, he pensado: «No te preocupes. A los 30 años,
ingeniero». Luego no ha estudiado Ingeniería nadie. Pero ya me entendéis.
Lo que quiero decir es que ese ser indefenso, que no solo se defiende, sino que
ataca no dejando dormir a sus padres, es, en el mejor de los sentidos, un individuo, un
ser único e irrepetible.
O sea, para empezar: tu familia y la mía están formadas por individuos irrepetibles.
Aunque haya trillizos.
2. A ESOS INDIVIDUOS HAY QUE QUERERLOS COMO SON,
NO COMO NOS GUSTARÍA (EN TEORÍA) QUE FUERAN
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Cuando yo era joven, me gustaba mucho una actriz que se llamaba Rita Hayworth.
Hace poco pusieron una película de ella en televisión. Me quedé a verla, para
comprobar si yo tenía buen gusto o mi entusiasmo por Rita era una locura de juventud.
¡Tenía muy buen gusto! Y me quedé muy contento. Porque esa chica era una
monada.
Pero Rita Hayworth era una persona, y mi mujer, otra. Y, a mí, la que me gusta de
verdad es mi mujer.
Mi mujer tal como es. No tal como, en sueños, yo la pintaría. Porque si yo dijera
que ojalá mi mujer fuera como es, pero con el aspecto de Rita Hayworth, y cantando
como ella, y mi mujer dijera que ojalá fuera yo como soy, pero sin mal genio y con la
cara de Brad Pitt, ella y yo estaríamos enamorados de dos personas inexistentes, en vez
de preocuparnos por querer a las existentes, o sea, yo, a mi mujer, y mi mujer, a mí.
Esta idealización aumenta cuando empiezan a llegar los hijos. Porque la mujer, el
marido, y no digamos los abuelos, pueden empezar a contarse a sí mismos cuentos de
hadas basados en lo que ese niño hará cuando sea mayor.
«Este niño será diplomático», dice una abuela, que ha visto muchas películas. Al
abuelo correspondiente no le parece mal lo de la diplomacia, pero aspira a más. No sabe
qué es más, pero aspira a más.
La madre sueña con que su hijo será alto y guapo, y listo, y simpático, y que las
niñas se lo rifarán. El padre piensa que lo mandará a Estados Unidos a hacer un MBA en
Harvard y a que se codee con los financieros más sofisticados del mundo.
Y si el niño es niña, las locuras de los abuelos y de los padres pueden ir en aumento.
Porque la niña no será una top model porque ella no querrá, y ya que en España no
hemos tenido todavía una presidenta de Gobierno, la nuestra podría ser la primera.
Y, poco a poco, los niños crecen, y la mujer y el marido, también, y ni ella se parece
a Rita Hayworth ni él mejora su genio ni recuerda a Brad Pitt, y los niños y las niñas van
suspendiendo asignaturas, una tras otra, a pesar de que los tutores, en los colegios
respectivos, digan mil veces que el niño es listo, pero que no se esfuerza.
Es que la realidad es la realidad. Y en esa realidad está incluido este mundo
imperfecto, que no es como nos gustaría, y esos banqueros imperfectos, que no son
como nos gustaría, y esos políticos imperfectos, que no son como nos gustaría.
Y nuestro marido, nuestra mujer, nuestros hijos y, puestos a añadir imperfecciones,
nuestros padres y nuestros suegros: todos imperfectos.
Pues a esos seres imperfectos hay que quererlos como son. Ayudándoles a mejorar
en las cosas importantes y dejando las menos importantes, que son casi todas, dentro de
eso que se llama el libre albedrío y que tanto nos gusta cuando se trata del nuestro y tan
poco cuando se trata del de los demás.
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3. DAR IMPORTANCIA A CADA UNO INDIVIDUALMENTE
Si la familia está compuesta por individuos, hay que dar importancia a cada
individuo individualmente. (Ya sé que esto es una redundancia, y ya podéis dar gracias de
que no diga que es una tautología, que también).
En las familias un poco numerosas existe el peligro de ver grupos, en vez de
personas. Están los mayores, los pequeños, los medianos, y se te puede olvidar que cada
uno de ellos tiene sus cosas. Y sus preocupaciones. Y sus ambiciones nobles. Y alguna
ambición menos noble, que habrá que ayudarle a corregir.
Cuando yo daba la «mítica conferencia», solía decir que, si la madre o el padre
están fuera por cuestión de negocios o por lo que sea, es muy bueno llamar por la noche
a casa, para ver cómo andan las cosas y para que sepan cómo te van a ti.
En estos casos, hay que evitar que el niño que se ponga al teléfono sea una mera
prolongación del aparato. Llamas, se pone un niño y dices: «Que se ponga mamá». Con
lo cual, ignoras a ese niño y lo conviertes en un soporte técnico. No. A ese niño hay que
preguntarle qué tal en el colegio, qué tal el examen (con esto de la evaluación continua,
ahora hay exámenes casi todos los días, con lo que tienes muchas posibilidades de
acertar); si ya es mayor, interesarse por el novio o por la novia... O sea, demostrar que
aquella persona que se ha puesto al teléfono es una persona y que su madre o su padre la
reconoce como tal.
De todos modos, hay que tener cuidado. Juan, un íntimo amigo mío, me oyó decir
esto y le gustó. Él vive en México, tuvo que dar una conferencia parecida a la mía y lo
repitió. Al cabo de poco tiempo, se encontró con un señor que le contó que había
seguido sus/mis consejos y había llamado por la noche a casa desde la ciudad donde
estaba trabajando aquellos días.
Se puso un niño, él le preguntó qué tal estaba, qué tal los exámenes, etcétera, y,
cuando creyó que ya había cumplido, le dijo al niño: «Pregúntale a mamá si quiere salir a
cenar conmigo mañana». A lo que el niño contestó: «Y tú, ¿quién eres?».
El chaval debió de pensar que estaba bien que aquel desconocido se interesara por
sus exámenes y por su vida, pero de ahí a invitar a su madre a cenar hay una distancia
considerable.
Mi amigo Juan me lo contó y quedamos en que, a partir de entonces,
recomendaríamos que el que llamase empezara la conversación diciendo: «Soy papá» o
«Soy mamá». Para que no hubiera dudas.
4. RESPETAR A CADA UNO INDIVIDUALMENTE
Una cosa importante en la familia es que todos respetemos a todos. Respetar, según
el diccionario, es «Tener miramiento, consideración».
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El marido tiene que respetar a su mujer. La mujer, a su marido. Los hijos, a los
padres. Los padres, a los hijos (a cada uno).
He puesto lo de «a cada uno» porque cada uno tenemos derecho a nuestra
intimidad. Y no solo derecho a que nuestra intimidad no salga en los programas de
televisión, sino mucho más: tenemos derecho a ese rincón de nuestra alma donde está lo
más profundo de nuestros amores, de nuestras ilusiones, de nuestras alegrías y de
nuestras penas. El diccionario, una vez más, acierta cuando define intimidad como la
«Zona espiritual reservada de una persona o de un grupo, especialmente de una familia».
No sé si los chavales siguen escribiendo su diario. El otro día leí que un personaje
político va a publicar sus memorias porque durante toda su carrera anotó cada día lo que
había hecho.
Cuando lo quiera sacar, que lo saque, y lo leeremos todos. Pero, mientras no lo
quiera sacar, es suyo y solo suyo.
Y el diario del chaval o de la chavala es suyo, y solamente suyo. Y las cartas y los
mails y los sms que se envía con sus amigas son suyos. Y el bolso es suyo, y para algo
tiene una cremallera. Y los cajones de su mesa son suyos. Y los apuntes que toma la
madre en una conferencia que le ha gustado mucho son suyos y solamente suyos. Y así,
todo.
Esto no es más que confianza en tu marido, en tu mujer, en tus hijos. Que, si no,
convertimos nuestra casa en la KGB del cotilleo: KGB porque parece que aquellos
mozos de la Unión Soviética lo miraban todo y lo registraban todo; cotilleo porque, lo
mires como lo mires, es cotilleo.
El respeto a la intimidad siempre ha sido una cosa muy importante. Ahora, con los
Wikileaks y demás, pues más importante. Porque,repito, yo tengo derecho a tener mi
rincón, donde solo voy a entrar yo. Y, si alguien más quiere entrar, tendré yo que dar mi
autorización. (Y, en principio, no la daré).
Y, si tengo problemas en casa, seguiré el consejo de los entrenadores de fútbol: que
los problemas del vestuario se arreglan en el vestuario. O como se ha dicho siempre: los
trapos sucios se lavan en casa.
Porque lo que yo pienso, lo que yo quiero, lo que piensa mi familia y cómo es mi
familia me importa a mí y a los de mi familia.
Y a nadie más, aunque ahora parezca que eso no está muy de moda y que, con lo
del «derecho a la información» (otra gansada), todos podemos ponernos a escarbar en la
porquería ajena, exhibiendo, de paso, la nuestra.
Y, dentro de mi intimidad, puede estar que me haga ilusión coleccionar botellas y
latas de cerveza, sellos y corchos, y que a mi mujer le guste recortar todo lo que se
refiera a Rodríguez Zapatero y a George Clooney, o cartas de los lectores de La
Vanguardia que se refieran a un tema concreto, aunque a mí me parezca absurdo, o
chistes de Forges (que luego igual se publican en un libro, pero que a mi mujer le hace
gracia recortar y pegar en un álbum)...
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Y cuando llega una amiga un poco rabisalsera y le dice: «¿Por qué no escaneas todo
esto», la contestación puede ser de tres tipos: 1) «Porque no quiero». Con eso sería
suficiente, pero, si le parece oportuno añadir algo, puede decir: 2) «Porque no tengo
tiempo». Y si lo quiere mejorar aún: 3) «Hazlo tú. Quiero que todo esté escaneado en el
plazo de quince días naturales a partir de mañana. Si no, no vuelvas a sacar el tema».
Que sí, que la libertad también está ahí. Y si tengo muchos corchos sin clasificar, o
muchas botellas de cerveza que no sé de dónde he sacado y sin un papelito blanco que
indique que ya se pueden poner en la estantería correspondiente, y por eso mi despacho
está un poco desordenado, pues no pasa nada.
Y al padre y a la madre les gusta que se sepa que, además, coleccionan campanillas,
botijos, robots, y que roban ceniceros, porque así, cuando alguien les quiere hacer un
regalo, les compran un botijo, una campanilla o un robot, o roban un cenicero. Y, en
cualquier caso, saben que el que hace ese regalo acierta.
5. EXIGIR CON REALISMO
Nuestro marido, nuestra mujer, nuestros hijos no son como los ejecutivos de
nuestra empresa. Tienen que cumplir con sus obligaciones, pero dentro de un orden.
Lo del orden también sirve para los ejecutivos, porque a una persona no se le puede
poner unos objetivos que le doblen el espinazo y no le permitan dormir, sabiendo que,
por mucho que haga, no los puede alcanzar. (Quizá se los han puesto por eso mismo).
«Dentro de un orden», en la familia, quiere decir que, a cada uno, individualmente,
hay que exigirle aquello que puede alcanzar, pero siempre que le permita dormir.
Cuando veo un partido de fútbol entre chavales y a un padre, hombre con prestigio
en su empresa y en el ambiente social en el que se mueve, gritando al hijo «¡Estás
acabado!» porque el balón no entró cuando debía, pienso que alguien le debía dar dos
bofetadas a ese señor, porque le está exigiendo a su hijo lo que Mourinho, entrenador del
Real Madrid, exige a Cristiano Ronaldo, y mire usted, señor, entre Cristiano Ronaldo y
su hijo hay una diferencia apreciable (y entre Mourinho y usted, también).
Y, además, Ronaldo y Mourinho se dedican al fútbol y usted y su mujer tienen que
dedicarse a la familia. Y cuando Ronaldo esté acabado fichará por el Dubai Fútbol Club y
se re-forrará de millones de euros, y cuando su hijo esté acabado se quedará en casa y
seguirá estudiando Administración y Dirección de Empresas (con suerte, bilingüe).
Y, por favor, dese cuenta de que su hijo es su hijo y que, para cuando él esté
«acabado», usted estará criando malvas (desde abajo). Y que lo del balón que no entró
tiene una importancia muy relativa (o sea, cero).
6. LA DIRECCIÓN POR ENCARGOS (DPE)
EN UNA FAMILIA, COPIADA POR LAS EMPRESAS
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EN LA DIRECCIÓN POR OBJETIVOS (DPO)
Cuando trabajaba en cosas de empresa, me gustaba mucho lo de la Dirección por
Objetivos.
No era más que una manera de dirigir, llena de sentido común, que consistía en que
todos los de la empresa tuvieran claro lo que tenían que hacer y, en función de cómo lo
hicieran, se les evaluase, se montasen planes de formación para mejorar su capacitación
y se les dijese: «Si consigues este objetivo, te pago tanto».
Cuando empecé a trabajar en este tema, me di cuenta de que mi mujer ya había
inventado la DpO, como antes inventó los Presupuestos Generales del Estado y tantas
otras cosas más.
Porque descubrí que, en casa, nos manejábamos desde siempre con una Dirección
por Objetivos, aunque no la llamáramos así.
Se trataba de que cada hijo, y mi mujer y yo, tuviéramos un encargo. Por ejemplo:
1) Poner la mesa.
2) Retirar la mesa.
3) Cambiar las bombillas fundidas. (De esto hablaremos más adelante).
4) Cambiar los rollos de papel higiénico cuando se hayan acabado.
5) Cambiar las toallas en los cuartos de baño cuando estén asquerosas. (Aquí hay que
definir previamente qué se entiende por asquerosas, para que no haya dudas).
6) Recoger los juguetes antes de irse a dormir.
7) Poner la ropa sucia en una bolsa de plástico de esas que hay en los hoteles y que
mamá y papá traen cuando viajan.
Una vez repartidos, ves que enseguida empiezan los cambalaches: uno le cambia el
encargo a otro, se crean «equipos» (la mesa la ponemos entre tú y yo, etcétera).
Eso está muy bien. Demuestra que todos han aceptado la DpE y que la intentan
adaptar a sus gustos y a sus conveniencias, manteniendo intacta la idea fundamental.
Con esto, se consiguen muchas cosas:
1) Que cada uno se responsabilice de algo concreto, de modo que la suma de esos
«algos concretos» represente lo que los del IESE llamarían «la estrategia» de la
familia
2) Que cuando veamos que un hijo nunca consigue aquello que le hemos encargado
podamos pensar que, o no sabe (en cuyo acaso hay que enseñarle), o tiene una cara
más dura que un saco de perras.
3) Que el escaqueo sea más difícil, sabiendo —la madre y el padre— que nunca se
podrá evitar del todo, porque en esto del escaqueo hay verdaderos artistas y alguno
de esos artistas puede ser uno de nuestros hijos.
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4) Que pueda tener un encargo también el chavalín que a duras penas ha empezado a
andar, pero que, «como ya es mayor, come con los mayores». Ese crío puede
encargarse de ir a buscar su servilleta y ponerla en la mesa, al lado de su plato.
También puede haber inconvenientes:
1) Que uno piense que ya ha cambiado la bombilla fundida y que, si no hay papel
higiénico en ningún cuarto de baño, él no tiene la culpa
2) Que los encargos —los objetivos— no sean homogéneos. O sea, que uno tenga un
encargo muy fácil, que le permita acabar pronto y tumbarse en un sillón para ver
tranquilamente cómo el otro trabaja como un negro.
Eso pasa en las mejores familias (y en las mejores empresas, y a todos los niveles,
desde el más alto al más bajo). No hay que darle importancia. Simplemente, hay que
estar al tanto, para hacer las oportunas correcciones, intentando compensar las
desigualdades, dando más trabajo al que tiene un encargo chupao.
Pero, con todos los inconvenientes, lo de la DpE es muy bueno, porque vas
transmitiendo la idea de que la familia es de todos. Luego hablaremos de esto, pero lo
digo ahora, para que no se me olvide.
En este reparto de encargos, la madre y el padre también tienen el suyo.
1) El padre puede tener el encargo de hacer la cama del matrimonio los sábados y los
domingos, porque esos dos días no tiene la excusa de decir que se ha ido a trabajar
antes de que se despertara su mujer
2) La madre, que, normalmente, de por sí, «es» un encargo, puede responsabilizarse
de regar las plantas en San Quirico y las macetas en Barcelona.
Y más cosas, que a cada uno de vosotros se os ocurrirán.
7. RECORDAR QUE NOSOTROS TAMBIÉN FUIMOS
ADOLESCENTES
Un hijo mío, padre de familia numerosa, le preguntó a mi mujer: «¿Cuándo acaba la
adolescencia?».Porque su hijo mayor, de trece años, estaba «preadolescente perdido». Y la hija que
viene detrás, de doce, lo mismo.
Y, como tiene unos cuantos, él quería conocer, aunque solo fuera a grandes rasgos,
el futuro que le espe raba.
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Mi mujer le dijo que la adolescencia acaba a los veinticinco años, uno más, uno
menos. Se quedó aterrorizado y nos preguntó: «¿También pasamos nosotros la
adolescencia?».
¡Dios mío, si la pasaron! Uno detrás de otro y todos a la vez. Unas veces les daba
por la languidez. Otras, por la rebeldía. Otras, por el cariño y nos besuqueaban
constantemente. Otras, lloraban cuando no venía a cuento. Una hija se desesperaba
porque no la queríamos como a los demás.
Así, de los doce a los veinticinco años, que son trece años, que, multiplicados por
doce hijos, resultan 156 años de adolescencia que hemos sufrido mi mujer y yo.
Y, como la adolescencia se sufre a diario, eso quiere decir que hemos pasado 156
años × 365 días que tiene cada año. En total, 56.940 días de adolescencia, sin contar los
años bisiestos.
Para complicarlo más, hay que señalar dos cosas:
1) Que, por la diferencia de edades, si es que hay varios hijos, alguno puede no haber
entrado todavía en la adolescencia. Hay que cuidarlo, porque podemos olvidarnos
de él y él puede desconcertarse al ver que sus padres no le hacen caso y solo se
preocupan por los demás, que están muy raros. Y puede ponerse a llorar pensando
que sus padres no le quieren y ya está organizado el lío
2) Que la adolescencia no es homogénea. O sea, hoy no toca languidez para todos;
mañana, cariño desbordante para todos; al otro, lloros para todos. Todas estas cosas
se mezclan y se entremezclan en una serie de combinaciones que exigen a los
padres fortaleza mental y, a veces, física, porque si te preocupas no duermes.
Pero lo de la adolescencia es una época muy bonita. Porque si el padre y la madre,
que también la pasaron, actúan con tacto, con delicadeza, hablando cuando hay que
hablar, callándose la mayoría de las veces, respetando la intimidad de los hijos, estos
lloran, ríen, se enfadan, pero saben que, en casa, LES QUIEREN.
En este período, de repente, uno de nuestros hijos —un niño—, que juega de
delantero en el equipo de los veraneantes de San Quirico, nos dice que le gusta mucho
una chiquita, la portero del equipo.
La primera reacción es: «¡Lo que nos faltaba!». Porque el chaval tiene catorce años
y la que juega de portero por ahí le anda. Y, como padres del chico, empezamos a
preocuparnos: la madre dice que, a esa edad, hay que salir en grupo y nada más. El
padre quiere saber quién es la familia de la niña, si la cosa va en serio, qué consejos le
tiene que dar a su hijo...
Al cabo de quince días, cuando estás más preocupado, viene el chaval y te dice que
aquella ya no le gusta, porque es tonta.
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Y tú, que estabas recogiendo información y haciendo eso que se llama composición
de lugar, o sea, «meditando todas las circunstancias de un asunto y formando con este
conocimiento el plan conducente a su más acertada dirección», te quedas absolutamente
perdido, con sensación de vacío, y —peor aún— con sensación de haber hecho el
ridículo ante ti mismo. (Menos mal que no se han enterado los demás).
Pasan dos o tres meses, y a ese hijo le empieza a gustar otra chica, que viene por
casa, porque tu hijo trae a casa a todos sus amigos y a todas sus amigas, y la niña te
gusta. Conoces a su familia, la chica es maja, bien educada, tiene estilo...
Tú, que no has escarmentado, empiezas a pensar: «Esta, sí. Ahora hemos
acertado».
Craso error. Porque, al cabo de un mes, nuestro hijo nos dice que sí, que la niña no
está mal, pero que es más sosa que un higo. Y que a él le gusta hablar y, cuando él habla,
la otra mira a la lejanía. Y que un día hasta se le escapó un bostezo. Y él no está
dispuesto a seguir con un mueble. Bonito, pero mueble.
Viene la tercera. Viene la cuarta. Viene la quinta. Y los padres, que hemos cogido
experiencia, sonreímos cuando llega la niña a casa, la recibimos con todo cariño, y,
cuando nos quedamos solos, nos decimos: «¡Para lo que va a durar!».
Ese es un buen momento. Indica que los padres estamos madurando, o sea,
estamos aprendiendo a ser más padres. A respetar lo que quieran los hijos, a dar
facilidades, a no imponer criterios, a ver —y a ayudar a ver— las cosas con perspectiva.
A tener paz.
Lo que he dicho para el hijo pasa con la hija que viene detrás. Y, poco a poco, con
todas las hijas y todos los hijos. Y los padres tenemos que manejarnos entre oleadas de
chicos que son «una maravilla, papá, te lo juro», y de chicas «es-pec-ta-cu-la-res».
A pesar del juramento, que, en este caso, es un juramentillo y no tiene importancia,
los padres, divertidos, contemplan el es-pec-tá-cu-lo, hasta que, de repente, se dan
cuenta de que aquello, esta vez, va en serio.
Va en serio porque cuando vienen a casa, un día se les escapa decir: «Cuando nos
casemos», y eso, en estos momentos, quiere decir mucho. Realmente, solo quiere decir
que piensan casarse, pero ya es bastante.
Luego, un día, llega la niña a casa llorando. Cuando te empiezas a preguntar qué
habrá pasado, te enseña un anillo de compromiso que le ha dado su novio. Y, además, se
lo ha dado en un globo, al que le invitó a subir para ver San Quirico desde el cielo. Y se
lo dio delante de todos los que iban en la barquilla del globo, una docena de personas,
más o menos, y todos aplaudieron, y ella no ha parado de llorar desde entonces. Y ya
han pasado cuatro horas.
Y, antes de bajarse del globo, han fijado la fecha de la boda, fecha que ha sido
acogida con gran júbilo por los que iban en la barquilla, aunque no van a invitar a
ninguno. Y la madre y el padre, esta vez sí, nos ponemos un poco nerviosos, porque
todavía no hemos casado a ningún hijo.
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Lo de las bodas daría para otro libro, pero, por ahora, lo dejaremos, con tal de que
quede constancia de que mi mujer y yo, al final, éramos unos especialistas. Y ahora que
se han acabado las bodas en nuestra familia (sustituidas por bautizos), las echamos en
falta, aunque, desde un punto de vista económico-mecanicista, hemos sentido un
profundo alivio, porque desde las 2.500 pesetas que pagamos por cubierto en la primera
boda hasta los muchos euros de la última hay un abismo.
La familia sigue creciendo. Ahora, a los de dentro hay que añadir «los de fuera»
(els sobrevinguts, les llaman los catalanes). Y lo bonito viene cuando «los de dentro y los
de fuera» se quieren mucho y se lo pasan muy bien juntos.
La familia de mi mujer es muy numerosa. Un día celebrábamos en Jaca el
cumpleaños de mi suegro. No sé por qué, nos pusimos en una parte de la mesa los seis
yernos. Cuando estábamos hablando tranquilamente y riéndonos de las tonterías que
decíamos, se oyó la voz de una de las hijas: «Mira, los de fuera se han puesto juntos». Y
José Fernando, el mayor, dijo: «Pues yo ya llevo 35 años en esta familia». Ya no era «de
fuera». Conociéndole a él, a su mujer y a mis suegros, nunca lo fue.
Cuando las Jordana empezaron a casarse, dio la casualidad de que se iban casando
con ingenieros. Mi suegro, cuando paseábamos por Zaragoza y se encontraba con un
amigo, nos presentaba muy ufano: «Mi yerno, el ingeniero».
Un día, una de mis cuñadas llegó a casa y dijo a sus padres que salía con un
teniente. Hay quien dice —no se ha confirmado— que mi suegro, reponiéndose de la
sorpresa, le dijo: «Será de Ingenieros, ¿no?». A lo que ella contestó: «Es de Infantería,
pero yo me casaré con él».
Total, que se casaron. Y mientras los ingenieros seguíamos siendo ingenieros, el
teniente llegó a general.
Aquello marcó una época, porque, cuando íbamos por la calle varios yernos con mi
suegro, él se paraba con sus amigos y presentaba solo a uno: «Mi yerno, el general». Los
ingenieros habíamos pasado a ser solo yernos. Majos y nada más. Antonio era «el yerno
general».
Alguna vez, en San Quirico, veo a los maridos de mis hijas jugando a la PlayStation
hasta las cinco de la madrugada. Me hace mucha ilusión, porque me parece que «los de
fuera»se han convertido en «los de dentro», y ya no distingo unos de otros.
8. INTERESARNOS POR LO QUE NOS CUENTAN
Todos tenemos historias que contar. Historias gordas, pocas. Historietillas,
bastantes. Lo que nos ha pasado en la oficina, en casa, en la fábrica, en el súper, en la
farmacia. El cliente que no nos paga. El que no quiere ponerse al teléfono. La secretaria
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que tiene orden, según parece, de no pasar nunca ninguna llamada a su jefe, porque el
jefe está ocupado en cosas muy importantes, o acaba de salir, o no ha llegado todavía, o
está en una reunión y le llamará cuando acabe y..., qué pena, ya se ha ido.
Esa es nuestra vida y eso es lo que contamos cuando llegamos a casa. A veces,
eufóricos, porque ese señor se puso, ¡al fin!, al teléfono. Otras veces, con menos euforia,
porque ese señor mandó decir a su secretaria que no se pondría nunca.
Y a uno le apetece que le escuchen cuando tiene algo que contar. Y, como uno es
poca cosa —como casi todo el mundo—, las cosas que quiere contar son pequeñas.
A las cosas que quieren contar la mujer y el marido se unen las de los hijos.
Aquí hay de todo: desde el pequeñín que no quiere volver al día siguiente colegio
porque no, hasta el mayor, que está feliz porque parece que una chica muy mona (¡otra!)
le hace bastante caso, pasando por la segunda, que ha reñido con su noviete y tiene un
disgusto de muerte.
Todos tenemos nuestras historias. Y todos estamos deseando soltárselas a alguien. A
alguien que nos comprenda y que nos escuche con cariño. Y con paciencia. Porque
cuando la madre se ha pasado el día en el bufete de abogados donde trabaja, lidiando con
otros abogados con el colmillo retorcido, tiene que hacer un esfuerzo serio para darse
cuenta de que ahora está en otro mundo y que ha pasado de la abogacía al exnoviete de
la niña, que, por cierto, a ella le caía muy bien.
Me parece que he escrito en algún sitio lo que decía un amigo mío: que en el mundo
hacen falta menos charlatanes y más escuchatanes. Seguro que lo he dicho, pero lo
repito porque aquí pega.
Escuchatanes que escuchen, que no miren el reloj cuando estás tú hablando, que
pongan cara de que no tienen otra cosa que hacer. Que pongan cara de interés y que de
verdad se interesen. Porque lo que nos está contando aquella hija, para ella, es muy
importante. Y si para ella es importante, para la madre y para el padre lo es también.
Aunque, objetivamente, aquello sea muy pequeñito.
En casa hay que estar con la ventanilla constantemente abierta, a disposición del
público, sabiendo que los ritmos de los demás no son los nuestros.
Hace años, mi mujer y yo hicimos un curso de orientación familiar. Cursos que
suelo recomendar, pero advirtiendo cuál debe ser la actitud del que los hace.
Actitud que es consecuencia de lo que he dicho al principio: que en esos cursos, a
los que asisten matrimonios con ganas de hacer bien las cosas, no te darán ninguna
receta, sino que te harán pensar. Y el que se crea que le van a dar recetas, que no vaya.
Porque se liará y estropeará las cosas.
Digo esto porque, cuando lo hicimos nosotros, alguien habló de lo bien que le iba lo
que él llamaba el «consejo de familia», que no tenía nada que ver con órganos del mismo
nombre que pueden ser útiles en las empresas familiares.
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Esto era muy simple. Consistía en que los domingos, después de comer, la familia
se reunía y se contaba cosas. A aquel que lo dijo, aquello le iba bien. Pero a otro amigo
mío le fue muy mal. Me lo comentaba desesperado. Porque un domingo, al empezar a
comer, dijo con un gran ilusión: «¡Hoy tendremos consejo de familia!». Y,
sorprendentemente (para él), nadie puso cara de entu siasmo.
Acabó la comida, la madre sonrió y preguntó a los tres hijos: «Bueno, ¿qué nos
contáis?».
Nadie contó nada. El padre intentó hacer una gracia, que no le rió nadie. La madre
intentó ayudar. La hija miró el reloj y dijo en voz baja: «Manolo me está esperando». El
hijo mayor aprovechó la ocasión y añadió: «Y yo tengo partido». Al pequeño se le
cerraban los ojos de sueño.
Y allí se acabó el consejo de familia. Y el padre y la madre, desconsolados, decían:
«Esta familia es un desastre. Algo hemos hecho mal. No somos como los del curso de
orientación familiar, que tienen consejo de familia y les funciona muy bien».
Aquella noche, cuando el padre y la madre leían tranquilamente mientras tomaban
un par de whiskies, que les estaban sentando muy bien y levantando el ánimo, se oyeron
unos pasos y apareció el pequeño, de seis años. Y, sin dirigirse a ninguno de los dos en
particular, dijo: «¿Sabes qué?».
(A mí, el «¿Sabes qué?» siempre me ha dado escalofríos, porque la experiencia dice
que el rollo que viene después es increíble, inconexo e inacabable. Y lo peor: para el
chaval, interesantísimo).
Un minuto más tarde, la hija llegó sonriente porque Manolo parece que se decidía.
Otro minuto más tarde llegó el hijo mayor, con ganas de contar los goles que había
metido... y el consejo de familia, que, según las reglas, se tenía que celebrar el domingo
después de comer, se celebró el domingo por la noche, cuando «no tocaba».
Porque sí tocaba. Y cuando toca, toca. Y la madre y el padre tienen que darse
cuenta de que ahora toca, no cuando a mí me apetece o cuando marcan las reglas,
porque no hay reglas.
Y tienen que darse cuenta de que lo importante no es el horario ni el consejo ni el
curso de orientación familiar, sino que en casa se esté bien y que los hijos tengan
confianza: que la hija hable de Manolo, que es un sol; el hijo, del gol que ha metido,
aunque estaba un poco en fuera de juego, y el de seis años, de todo lo que se esconde
detrás del «¿Sabes qué?».
Y la madre y el padre cierran el periódico, ponen una señal en el libro, sonríen y
escuchan. Y, si pueden, meten baza. Digo «si pueden» porque muchas veces no pueden.
Y eso es una bendición. Y hay que darse cuenta de que lo es.
Siempre he pensado que hay que pedir a Dios que nos conceda la virtud de la
flexibilidad, que no he visto en ningún sitio que sea una virtud, pero que a mí me parece
que lo es y que se han olvidado de ponerla porque nadie es perfecto.
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9. ESTAR AL DÍA (I)
Hace muy poco, hablaba con una de mis nueras. Para mí, «una chica joven». Me
reí mucho cuando, refiriéndose a cosas de hace unos años, me dijo: «Porque en mi
época...».
Pensé: «¡No puede ser! Porque si esta chavala habla de “su época”, yo debería
hablar de “mi siglo”».
Esto me llevó a una manía que tengo, que consiste en decir que, en nuestra familia,
hay que prohibir dos frases: «En mis tiempos...» y «La juventud».
Como es de suponer, después de «En mis tiempos» viene una retahíla de cosas
buenas que pasaban «en mis tiempos», que se comparan ventajosamente con las cosas
desastrosas que pasan «en estos tiempos», que, por lo que parece, no son «los míos».
Y después de decir lo de «La juventud» viene una parrafada larga sobre cómo
éramos nosotros cuando éramos jóvenes: guapos, limpios, bien peinados, las mujeres,
con falda, los hombres, con corbata... y no como ahora, todos con esos pantalones
medio rotos y piercings como el que se ha puesto nuestro nieto en una oreja, porque le
da personalidad.
Ya no digamos cuando oímos la música que les gusta.
Los mayores decimos que, como Marcos Redondo, no ha cantado nadie. (Marcos
Redondo era un señor que cantaba zarzuela y que falleció en 1976. Y 1976, para
nuestros hijos, y no digamos para nuestros nietos, es el Pleistoceno, o sea, la sexta época
del período terciario, que abarca desde hace 2 millones de años hasta hace unos 10.000).
Y, además, decimos que menudas letras las de las canciones de ahora. Que todo son
tonterías sin sentido. Y se nos olvida que en La del manojo de rosas, que era una de
aquellas zarzuelas que nos entusiasmaban, salía uno que, cantando, decía:
Hace tiempo que vengo al taller
y no sé a qué vengo.
Y la chica, que debía estar enamorada de él, le contestaba, también cantando:
Eso es muy alarmante,
eso no lo comprendo.
O sea, una auténtica memez. Lo que pasa es que, entonces, teníamos la edadque
tienen ahora nuestros hijos o nuestros nietos y aquello nos parecía el colmo del
atrevimiento y de la modernidad. Como les sucederá a nuestros hijos con sus hijos y, de
aquí a nada, a nuestros nietos con los suyos.
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Hice un esfuerzo para que me gustara Michael Jackson. Bien sabe Dios lo que me
costó, pero cuando casi me gustaba oí decir a uno de mis nietos que sí, que Michael no
cantaba mal, pero que ya estaba un poco pasado de moda.
«Nuestra época» es esta. «Nuestros tiempos» son estos. Porque, si Dios hubiera
querido que nuestros tiempos fueran otros, habríamos nacido en esos otros tiempos. Y
no puede ser que los mayores amarguemos la vida a los más jóvenes diciéndoles
continuamente cómo se ha estropeado todo y lo buenos que éramos todos hace unos
años. (Por cierto, cuando uno ve fotos de hace unos años, se da cuenta de que tampoco
teníamos mucho de qué presumir).
Los padres, y los abuelos, tenemos que saber quién es Álex Ubago, y Eminem y
Enrique Iglesias y Justin Bieber, y que los grupos que ahora se llevan son Green Day,
Cold Play, Black Eyes Peas, Maldita Nerea y otros, aunque algunos antiguos se sigan
escuchando. Y que, ahora, los «antiguos» son los que alguno de nosotros pensaba que
eran modernos, como Supertramp, Jarabe de Palo y Billy Joel.
OTRA ADVERTENCIA
La primera edición de este libro se publica en 2011. Si, por casualidad, hay que
hacer una segunda edición, tendré que repasar estas listas de gente de moda, porque es
muy posible que, a los chavales de entonces (de la segunda edición), estos nombres les
suenen a Marcos Redondo.
Y OTRA
En un libro dedicado a mi hijo Gonzalo, no puedo dejar de hacer mención de los
Beatles, y, fundamentalmente, de Paul McCartney, porque, según él, han sido, son y
serán los mejores, hasta el fin de los tiempos.
Pues ya he cumplido.
10. ESTAR AL DÍA (II)
He dicho que tenemos que saber quiénes son los cantantes que les gustan a nuestros
hijos o a nuestros nietos, pero no he dicho que nos tengan que entusiasmar hasta el punto
de ir a sus conciertos, meternos entre el público y bailar dos horas seguidas.
Porque algunos no hemos bailado nunca y otros, que sí que han bailado y bailan,
hacen un poco el ridículo si, para acercarse a los jóvenes, se visten de jóvenes y hacen
«de joven». No. La manera de acercarse a la gente es ser tú quien eres, intentar
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comprenderles y quererles mucho, pero que mucho. Y si a uno que quieres mucho le
gusta Kid Cudi, pues allá él. Y si se quiere dejar el pelo largo, allá él. Habrá que decirle
que se lo lave con frecuencia, pero por un tema de higiene, nada más.
Pero decir que son unos desgraciados, que eso que hacen no es cantar y que qué
horror qué pintas tienen es una bobada.
Porque, si nos ponemos en ese plan, estamos creando eso que llaman algunos «la
brecha generacional» (lo del gap), de la que tenemos la culpa los dos lados de la brecha,
pero uno (nosotros) más que el otro (ellos), porque nos hemos puesto a discutir y a
dogmatizar sobre temas opinables. Y se nos pueden olvidar los objetivos fundamentales
de una madre y de un padre, que son cinco:
1) Que los hijos sean buena gente.
2) Que se quieran.
3) Que se ayuden.
4) Que nos quieran a nosotros.
5) Que ayuden a los demás.
Esforzándome un poco, podría poner muchos más objetivos, pero, como he dicho
que son cinco, son cinco.
11. ESTAR AL DÍA (III)
En los puntos anteriores he hablado de que los mayores tenemos que estar al día.
Pero me parece que tengo que poner que también los chavales tienen que estar al
día. Porque aquí todos somos muy modernos, muy avispados, muy adelantados y lo
sabemos todo. Y, de repente, te encuentras con unos mozos (y unas mozas, claro) que
no saben nada.
Cuando yo iba al colegio, en la despedida, se recitaba un verso que, cuando lo
recuerdo, me hace gracia:
dicen que el mundo es un jardín ameno
y que áspides oculta ese jardín.
(Áspides son serpientes venenosas. Aunque supongo que ya lo sabíais, os lo digo,
no vaya a ser que os encontréis por la calle con un áspid y tengáis un disgusto).
Digo que me hace gracia por el estilo, que es muy anticuado.
Pero cuando el otro día oía a mis nietos hablar con su grupo de chicos y chicas y
comentar lo mal que olía una discoteca por el humo de los porros, una chica, adelantada,
moderna y guay, dijo: «Y eso de los porros, ¿qué es?». Y lo dijo en serio, os lo aseguro.
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Menos mal que todos la arrollaron. La pena es que no la insultaran, porque por el
mundo se puede ir con un lirio en la mano, pero mejor no ir con un manojo de lirios.
Hay que estar al día TODOS: los viejos y los jóvenes. Y los de en medio. Y de esos
tres niveles, el de los viejos es fundamental:
1) Porque ayudan a los jóvenes, suponiendo que estos no hayan caído en un estado de
imbecilidad profunda, como el de la niña a quien le oí decir lo de los porros
2) Porque ayudan a los de en medio, que suelen ser los padres de la niña de los porros
y similares, y que, a veces, como tienen tanto trabajo, no se enteran de nada. Se
saben perfectamente la prima de riesgo de España, pero no el riesgo que corre su
familia con una prima de los niños que ha salido un poco atrevidilla.
3) Porque ayudan directamente a los nietos y a los amigos de los nietos, para dar buen
criterio a cualquiera que pase por allí y que lo necesite.
12. NO ESCANDALIZARSE
Está íntimamente relacionado con el anterior. Lo podía haber tratado en el mismo
capítulo, pero lo pongo como capítulo aparte porque tiene entidad por sí mismo y por si
acaso tengo dificultades para llegar a los 36 puntos comprometidos con mi editorial.
Digo lo de no escandalizarse porque, hace unos años, nuestro hijo más pequeño, un
chavalín entonces, estaba jugando al fútbol con unos Clicks en la alfombra del salón de
nuestra casa de San Quirico.
Jugaba solo. Era de noche. En casa se estaba muy bien. Mi mujer y yo leíamos.
Unos cuantos hijos se habían ido a dormir y otros, como es natural, no habían llegado
todavía. El pequeño, aprovechando la tranquilidad, se había quedado tarde a jugar.
Mientras jugaba, canturreaba. Como el canturreo tenía letra, escuché. Era una
canción de Luis Eduardo Aute, que decía: «Una de dos, o me llevo a esa mujer, o entre
los tres nos organizamos, si puede ser».
La cosa se estropeó más cuando llegó la segunda estrofa, que decía: «Una de dos, o
me llevo a esa mujer, o te la cambio por dos de quince, si puede ser».
Mi mujer y yo nos miramos y, cuando yo pensé que había que decir algo, mi mujer
me miró, hizo un gesto, comprendí que me tenía que callar y me callé.
El niño siguió jugando y cantando. Luego se quedó dormido sobre la alfombra. Le
cogí y le metí en la cama, sin desnudar, por supuesto. Solo le quité los zapatos. Aquel
día, tampoco se bañó.
Que no hay que escandalizarse. Que hay que hablar cuando hay que hablar y hay
que callarse cuando hay que callarse. Si le hubiéramos dicho algo a nuestro hijo, el
chaval seguiría cantando lo mismo hasta hoy, que está casado y espera un hijo. Nos
callamos, y se le olvidó.
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Y, puestos a pedir virtudes, hay que pedir la de la selectividad, que tampoco está en
ningún catecismo y que consiste en dar importancia a lo importante y no dársela a lo no
importante. Para distinguir lo importante de lo no importante, la regla es:
1) Lo primero es lo primero.
2) Lo segundo es lo segundo.
3) Y lo tercero es lo tercero.
Y la virtud de la selectividad, que, no sé por qué, me recuerda la de la prudencia, te
hace descubrir en cada momento qué es lo primero, qué es lo segundo y qué es lo
tercero. Y te ayuda a dedicar la mayor parte de tus energías a lo que es primero, menos
energías a lo que es segundo, y prácticamente ninguna a lo tercero.
13. NO SER PATOLÓGICAMENTE EXIGENTES
EN CUANTO A COMIDAS Y A SERVICIO
Aquí hay dos principios fundamentales:
1) (Más para los hombres). Que la comida a las dos de la tarde en punto puede estar
tan rica como a las dos y veinticinco
2) (Más para las mujeres). Que el arroz que se ha pasado un poco no es una tragedia
griega. Y, con un poco de gracia, puede ser motivo

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