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1 CONCIENCIA Y MUERTE EN LA NEUROSIS OBSESIVA 1 Claudio Godoy “Vio cierta rana a un buey, y le pareció bien su corpulencia. La pobre no era mayor que un huevo de gallina, y quiso, envidiosa, hincharse hasta igualar en tamaño al fornido animal. -Mirad, hermanas, decía a sus compañeras, ¿es bastante? ¿No soy aún tan grande como él? -No -¿Y ahora? -Tampoco -¡Ya lo logré! -¡Aún estas muy lejos! Y el bichuelo infeliz hinchóse tanto, que reventó”. La rana que quiso hincharse como un buey. La Fontaine “Frente a las demás cosas es posible procurarse seguridad, pero frente a la muerte todos los humanos habitamos una ciudad sin murallas” Fragmento 339. Epicuro “La vida pierde contenido e interés cuando la apuesta máxima, precisamente la vida misma, está excluida de sus luchas. Se vuelve tan vacía e insípida como un flirt americano, en el que desde el primer momento está claro que no debe pasar nada” Nosotros y la muerte. Sigmund Freud Las paradojas de la salud aparente Muy tempranamente S. Freud destacó la importancia de la diacronía en las neurosis, en particular de la neurosis obsesiva. Habiendo comenzado a establecer la distinción entre histeria y obsesión por el tipo de síntoma y el mecanismo en juego (conversión y falso enlace respectivamente) en las Nuevas puntualizaciones sobre las neuropsicosis de defensa de 1896, indaga la diferencia en el plano etiológico a partir de la teorización del trauma infantil y sus dos tiempos. Introduce así la hipótesis de dos tipos de trauma (el pasivo y el activo) y pone de relieve la distancia temporal entre lo que opera como predisposición y el inicio de la enfermedad propiamente dicha. Constituye aquello que presenta como la “trayectoria típica de una neurosis obsesiva”, en donde esta secuencia se revela muy nítidamente. El primer momento iniciado en la infancia con el trauma pasivo -seguido del activo- concluye en la pubertad, cuando los recuerdos cobran retroactivamente un valor sexual y devienen, de este modo, representaciones inconciliables para el yo, poniendo en marcha el proceso defensivo. Ella genera lo que denomina, en esa época, “síntomas de la defensa primaria” (escrúpulos de la conciencia moral, vergüenza, desconfianza de sí mismo). Este concepto novedoso va a ir adoptando pronto otros nombres en su obra, pero resulta de crucial importancia 1 Una primera versión de este trabajo fue publicada en Ancla -Psicoanálisis y Psicopatología-, Revista de la Cátedra II de Psicopatología de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, n° 3, 2010. 2 para el tema que nos ocupa. En efecto, dichos síntomas indican un éxito de la defensa, ya que están a su servicio, es decir, la sostienen. En consecuencia, no se trata aún de la enfermedad, sino que inauguran un período que llamará, paradójicamente, de “salud aparente”. Así, comportan una singular solución al conflicto desatado por las representaciones inconciliables, el cual brinda una particular consistencia y estabilidad a la estructura pero se pagan con no pocas limitaciones para el sujeto. Por el contrario, la “enfermedad propiamente dicha” sólo irrumpe cuando esta solución fracasa, produciendo otro tipo de síntomas: los del “retorno de lo reprimido” o “fracaso de la defensa”. Si bien Freud deja indeterminado el factor desencadenante que hace fracasar la defensa, nos ofrece una sutil indicación: “es incierto si el despertar de esos recuerdos sobreviene más a menudo de manera casual y espontánea, o a consecuencia de unas perturbaciones sexuales actuales, por así decir como efecto colateral de estas últimas” (FREUD 1896, 170). Resulta interesante la sugerencia freudiana al ubicar allí, en esas perturbaciones sexuales, algo del orden de la incidencia de un síntoma actual. Podemos afirmar que las neurosis actuales comportan el encuentro contingente del sujeto -en cierta coyuntura de su vida- con la falla del goce que habita en el ser hablante, la cual deja siempre un resto real: el síntoma actual que viene a perturbar la defensa. Tal el modo en que Freud supo vislumbrar la inexistencia de la relación armónica entre los sexos, allí donde la acción específica nunca de deja estar ausente o resultar insuficiente. Esto produciría el ocasionamiento o -como también la llama, vale la pena destacarlo- “causa desencadenante”, aquella que incide en último término en la ecuación etiológica. Ésta que precede inmediatamente a la aparición del efecto sintomático, el cual marca la irrupción de la enfermedad propiamente dicha2. Tenemos así claramente delimitada por Freud la discontinuidad entre lo que “encadena” y lo que “desencadena” a la neurosis obsesiva bajo la oposición entre síntomas de la defensa primaria y síntomas de retorno de lo reprimido o, dicho de otro modo, en la distinción entre salud aparente y enfermedad. Claro que este distingo no impide que luego de desencadenada la neurosis se vuelva a encadenar por acción de la defensa secundaria la cual, a su vez, puede fracasar. Si bien su concepción etiológica pronto sufrirá una serie de modificaciones -en particular, a través del pasaje de la teoría del trauma como efectivamente acontecido a la de la pulsión y la fantasía-, podemos afirmar que esta oposición delimitada tan tempranamente, siguiendo el hilo de la lógica de la defensa, se mantendrá a lo largo de su obra en el marco de sus nuevas conceptualizaciones. Así, el par fundamental que tomará el relevo en 1912 será el de “carácter” y “neurosis”. Definirá como “neurosis”, no lo que hoy entendemos como la estructura neurótica en tanto tal, sino más bien lo que antes llamaba la “enfermedad propiamente dicha”, es decir, la neurosis clínicamente desencadenada3. 2 Cf. FREUD 1895, 135. Los subrayados, en todas las citas y referencias, son nuestros. 3 Cf. FREUD 1913. Sobre el uso y el valor clínico de los términos “desencadenamiento” y “encadenamiento”, no sólo para la psicosis, nos hemos referido en la Introducción al segundo número de la revista Ancla. 3 En los escritos metapsicológicos de 1915, establece que: “La contrainvestidura del sistema Cc sale al primer plano de la manera más palmaria. Organizada como formación reactiva, es ella la que procura la primera represión; y en ella se consuma más tarde la irrupción de la representación reprimida” (FREUD 1915b, 182). Observamos así el abandono del término “síntoma de la defensa primaria” -en parte, quizás, para evitar la confusión con los del retorno de lo reprimido- por el novedoso de “formación reactiva”; más adecuado a su nueva metapsicología de la represión, la cual mantiene la idea de un éxito inicial y luego su fracaso. Al decir de Freud: “Primero alcanza un éxito pleno: el contenido de representación es rechazado y se hace desaparecer el afecto. Como formación sustitutiva hallamos una alteración del yo en la forma de unos escrúpulos de conciencia extremos, lo cual no puede llamarse propiamente síntoma” (FREUD 1915a, 151). Es por ello que, en ese primer momento de la neurosis obsesiva, se producen formaciones sustitutivas que no se igualan a la formación de síntoma, ya que cumplen una función metapsicológica absolutamente diferente: la de permitir ese peculiar “éxito pleno”. A su vez, la investigación freudiana continuaba el trazado distintivo en los modos que opera la represión en la histeria y la neurosis obsesiva. Por “amnesia” en aquella, mientras que en la segunda se han “cortado los vínculos asociativos”, desconectado las representaciones a través del aislamiento. De modo que, en este último caso, “los procesos patológicos no son olvidados. Permanecen conscientes, más son aislados“ (FREUD 1926, 153). Dicho lazo de la neurosis obsesiva con el yo y la conciencia es destacado como un obstáculo para la cura. Más precisamente, la dificultad que experimenta el sujeto obsesivo para la asociación libre ya que: “suyo es más vigilante…No le está permitido irse” (ibid., 113). Por otra parte, resulta evidente a nivel clínico que, tanto en el caso de las formaciones reactivas constitutivas del carácter -en lo que podríamos definir como neurosis no desencadenada-, así como en la lucha defensiva secundaria - que procura limitar la ajenidad del síntoma luego del ocasionamiento de la enfermedad-, lo que se pone de relieve es la “satisfacción narcisista” que habita en ellas y marca su fuerte afinidad con el yo. “Las formaciones de sistemas de los neuróticos obsesivos halagan su amor propio con el espejismo de que ellos, como unos hombres particularmente puros o escrupulosos, serían mejores que otros” (ibid., 95). De esta manera, podemos sostener que no sólo no experimenta esos rasgos como perturbadores sino que se identifica con ellos, dedicándose -a veces con esmerada laboriosidad- a martirizar a todo su entorno en pos de las virtudes que esgrime. Ahora bien, trazadas estas distinciones freudianas podemos preguntarnos: ¿cuál es el costo del éxito de la defensa y su “salud aparente”? ¿Qué renuncias y limitaciones debe imponerse un sujeto para sostenerla? ¿Qué tipo de vida implica? O incluso, anticipándonos a lo que intentaremos desarrollar con Lacan: ¿no está ya allí en juego la pregunta por si está vivo o más bien muerto? Esta interrogación atraviesa -desde sus formas más adormecidas hasta las más acuciantes cuando “se despierta”- la clínica de la neurosis obsesiva, así como la pregunta por lo femenino lo hace con la de la histeria. 4 La fortaleza del yo y el problema existencial La elaboración lacaniana en torno a la neurosis obsesiva retoma los problemas señalados por Freud desde una perspectiva nueva que sigue las transformaciones y los matices propios de los movimientos de su enseñanza. Sin embargo, no es sólo sobre dichas modificaciones que pretendemos hacer hincapié, sino en el hecho de poder trazar las líneas fundamentales que las atraviesan, revelando la coherencia lógica de las mismas. Ya desde la introducción de su estadio del espejo -a fines de los años treinta-, Lacan inaugura una reformulación de la teoría del yo en el psicoanálisis que lo llevará no sólo a oponerse a la psicología del yo norteamericana sino que, como veremos, introduce una particular riqueza en la clínica de la neurosis en general y de la obsesiva en particular. La tesis del estadio del espejo comporta implícitamente un problema que en el transcurso de los años se desplegará con gran sutileza: el campo de lo escópico. Como veremos, esto irá produciendo un desplazamiento de lo que constituía la articulación yo-carácter-erotismo anal, - presente en Freud y desplegada por los postfreudianos- al plano del yo, el registro de lo imaginario y el funcionamiento escópico del fantasma. Ello en modo alguno implicará un rechazo de la importancia del erotismo anal en la neurosis que nos ocupa sino que será reelaborado a partir de la relación del sujeto obsesivo con la demanda del Otro, en el fantasma oblativo que lo caracteriza. Ambas perspectivas -la anal y la escópica- serán notablemente conjugadas entre los Seminarios 8 y 10. Antes de volver sobre este punto vale retomar el tema desde sus comienzos, a fin de apreciar la lógica de su recorrido. En La Familia4 -de 1938- se destaca, por primera vez, la tensión entre el intento de sostener la consistencia del yo en la neurosis obsesiva y la existencia. Así, cuando intenta ubicar la función que para el obsesivo tiene el pensamiento, señala que aquello que lo define es el hecho de ser “la caricatura de las formas mismas del conocimiento” (LACAN 1938, 121), ya que estos sujetos “distinguidos frecuentemente por sus facultades especulativas, muestran en muchos de sus síntomas el reflejo5 ingenuo de los problemas existenciales del hombre” (ibid.). Dichos “problemas existenciales” constituyen un anticipo de lo que llamará más tarde la pregunta por la muerte o la contingencia en el ser. Podríamos afirmar que un problema existencial es precisamente aquel que no encuentra su solución en lo simbólico. Aquello que el tesoro de los significantes no puede responder y que el psicoanálisis descubre como “sexualidad y muerte”; tal como Freud lo destacaba en su célebre ejemplo del olvido de nombre propio referido a 4 La Familia de 1938 (como se lo ha conocido en algunas traducciones castellanas o Les complexes familiaux dans la formation de l´individu, como aparece en la edición francesa de Autres écrits, Ed. Du Seuil, París, 2001) es un texto un tanto olvidado que, sin embargo, reviste para nosotros una gran importancia. Encontramos allí una serie de ideas germinales -que Lacan reformulará luego- referidas tanto a consideraciones fundamentales sobre la clínica de la neurosis y las psicosis, como asimismo un singular intento de sistematización de las mismas. 5 El término reflejo nos indica ya la solidaridad entre esta solución obsesiva y el registro de lo imaginario. 5 Luca Signorelli, pintor de los frescos de la catedral de Orvieto. Conciernen a aquello que Lacan escribirá más tarde con el matema S(A). Así, las inflamadas y caricaturescas facultades especulativas del obsesivo constituyen entonces un intento de respuesta, de taponar con una falsa solución el agujero estructural del problema existencial. Una paródica solución que no por serlo deja de tener, sin embargo, su eficacia paradojal como solución neurótica. Dicha tramitación pasa fundamentalmente por el yo: “El esfuerzo de restauración del yo se traduce en el destino del obsesivo a través de una búsqueda tantalizante del sentimiento de unidad” (ibid.). Así, el conflicto a repetirse en la diacronía de la vida del sujeto obsesivo, es el intento de restaurar una y otra vez la unidad y consistencia de su yo. Ya sea a través de un pensamiento, de una especulación caricaturesca e ingenua (aunque pueda no carecer de una sofisticación laberíntica), dicha estabilidad es amenazada permanentemente por un factor disruptivo, sorpresivo, incalculable, inmanejable. Ese es su tormento, análogo al de Tántalo6. Podemos escribir entonces esta primera formulación lacaniana del siguiente modo: Especulación / caricatura / reflejo ingenuo Problema existencial La cual podría resumirse del siguiente modo: Yo S (A) Es así que, siguiendo esta orientación, en los años ´40, Lacan traza un primer deslinde entre la histeria y la obsesión a partir de su concepción del estadio del espejo. Esta resalta la oposición 6 Lacan recurre también al mito de Tántalo para dar cuenta de la relación que el obsesivo mantiene entre su deseo y el objeto fantasmático. Destaca que los fantasmas del obsesivo sólo excepcionalmente son realizados, y que dichas realizaciones son siempre, para el sujeto, decepcionantes; puesto que “a medida que intenta, por las vías que se le proponen, acercarse al objeto, su deseo se amortigua, hasta llegar a extinguirse, a desaparecer. El obsesivo es un Tántalo...” (LACAN 1957-58, 420) ¿Quién es Tántalo? Es un hijo de Zeus, célebre en la mitología griega por el castigo que tuvo que sufrir. Hay distintas versiones sobre la falta que habría cometido. Una de ellas señala que, amado por los dioses e invitado a sus festines, había revelado imprudentemente a los hombres los divinos secretos que había escuchado allí. Del castigo también se relatan diferentes versiones. Algunas destacan que fue colocado en los Infiernos bajo una enorme piedra siempre a punto de caer, pero que se mantenía en equilibrio. Otras afirman que el mismo consistía en padecer hambre y sed eternas. Estando sumergido en agua hasta el cuello, ésta bajaba cada vez que él trataba de beberla. Asimismo, una rama cargada de frutos sobre su cabeza se corría de su alcance cuando extendía su brazohacía ella. La segunda de estas versiones es la elegida por Lacan para trasmitirnos la relación que mantiene con el objeto deseado en los años ´50. En el texto que comentamos, de 1938, la búsqueda tantalizante del sentimiento de unidad nos indica algo que no se puede lograr plenamente, provocando un esfuerzo que no cesa, o también, como en la primera versión que señalamos del mito, algo que la amenaza en forma recurrente. 6 entre las líneas de fragilidad (o de fragmentación funcional) que manifiesta el síntoma histérico - como uno de los fenómenos de cuerpo fragmentado- y la unidad del yo obsesivo que es comparada con una “fábrica fortificada” (LACAN 1948, 90). En el primer caso, se padece la fragilidad del cuerpo en el recorte fragmentario de una función (recordemos, por ejemplo, el paradigmático estudio freudiano sobre las parálisis histéricas); en el otro, el sujeto queda atrapado en la rigidez de la ilusoria unidad de su fortaleza yoica. Se aprecia fácilmente la tensión entre fragilidad y fortaleza, entre la fragmentación y la unidad del yo; lo cual equivale a decir que la pantalla del yo en la histeria es bastante transparente y, por lo tanto, mucho más bajo el umbral que la separa del inconsciente7. Es por eso que se referirá a los laberintos de la neurosis obsesiva frente a los monumentos y jeroglíficos de la histeria8. El laberinto es una construcción enredada y confusa, con múltiples caminos que no llevan a ninguna parte, que permanecen aislados de la salida. El jeroglífico, por el contrario, es una escritura que se ofrece al desciframiento. A su vez, la histeria muestra una afinidad con la historia9, ya señalada en su relación con la amnesia y en la comparación que el propio Freud establece entre el síntoma histérico y los monumentos londinenses Charing Cross y The monument10. Ubicamos a continuación estas iniciales diferenciaciones que nos propone Lacan: Fragmentación funcional - Monumento histórico - Jeroglífico (Histeria) 7 Cf. LACAN 1951a, 215. 8 Cf. “Jeroglíficos de la histeria, blasones de la fobia, laberintos de la Zwangsneurose” (LACAN 1956, 270). 9 Cf. GODOY 2006. 10 “Nuestros enfermos de histeria padecen de reminiscencias. Sus síntomas son restos y símbolos mnémicos de ciertas vivencias (traumáticas). Una comparación con otros símbolos mnémicos de campos diversos acaso nos lleve a comprender con mayor profundidad este simbolismo. También los monumentos con que adornamos nuestras grandes ciudades son unos tales símbolos mnémicos. Si ustedes van de paseo por Londres, hallarán, frente a una de las mayores estaciones ferroviarias de la ciudad, una columna gótica ricamente guarnecida, la Charing Cross. En el siglo XII, uno de los antiguos reyes de la casa de Plantagenet hizo conducir a Westminster los despojos de su amada reina Eleanor y erigió cruces góticas en cada una de las estaciones donde el sarcófago se depositó en tierra; Charing Cross es el último de los monumentos destinados a conservar el recuerdo de este itinerario doliente. En otro lugar de la ciudad, no lejos del London Bridge, descubrirán una columna más moderna, eminente, que en aras de la brevedad es llamada The Monument. Perpetúa la memoria del incendio que en 1666 estalló en las cercanías y destruyó gran parte de la ciudad. Estos monumentos son, pues, símbolos mnémicos como los síntomas histéricos; hasta este punto parece justificada la comparación. Pero, ¿qué dirían ustedes de un londinense que todavía hoy permaneciera desolado ante el monumento recordatorio del itinerario fúnebre de la reina Eleanor, en vez de perseguir sus negocios con la premura que las modernas condiciones de trabajo exigen o de regocijarse por la juvenil reina de su corazón? ¿O de otro que ante The Monument llorara la reducción a cenizas de su amada ciudad, que empero hace ya mucho tiempo que fue restaurada con mayor esplendor todavía? Ahora bien, los histéricos y los neuróticos todos se comportan como esos dos londinenses no prácticos. Y no es sólo que recuerden las dolorosas vivencias de un lejano pasado; todavía permanecen adheridos a ellas, no se libran del pasado y por él descuidan la realidad efectiva y el presente” (FREUD 1909, 13-14). 7 Unidad del Yo - Fortificación - Laberinto (Neurosis obsesiva) La fortaleza obsesiva será relacionada -a partir de la ocurrencia de algunos de sus mismos pacientes- con aquella construida por Sébastien Le Prestre de Vauban11 (1633-1610), ingeniero militar del rey Luis XIV, encargado de remodelar y construir las fortificaciones del noroeste francés durante su reinado. El uso de las fortificaciones medievales, con sus altos murallones creados para defenderse de las catapultas, resultaba obsoleto en el siglo XVII a partir del surgimiento de la artillería. Vauban fue el creador de los nuevos diseños arquitectónicos que revolucionaron el modo de concebir los emplazamientos defensivos. Si las antiguas construcciones eran más bien altas y lineales, él introduce muros más bajos, en formas de zig-zag, estrelladas o bien de polígonos irregulares y diseños barrocos. Sus construcciones -demostradas exitosas hasta las invasiones de 1814-15- son más complejas, e incluso se podría decir más laberínticas, que las medievales. En ello radica su fortaleza. (Detalle del plano de una fortificación Vauban) Ahora bien, toda fortaleza tiene su contra: “Las plazas fuertes siempre tienen doble filo. Las construidas para protegerse del exterior son todavía más molestas para quien está dentro, y éste es el problema” (LACAN 1957-58, 440). En efecto, la fortaleza no deja nunca de ser un encierro. 11 “Estos nudos son más difíciles de romper, es sabido, en la neurosis obsesiva, precisamente debido al hecho bien conocido por nosotros de que su estructura está particularmente destinada a camuflar, a desplazar, a negar , a dividir y a amortiguar la intención agresiva, y eso según una descomposición defensiva, tan comparable en sus principios a la que ilustran la torre en estrella y el parapeto en zigzag, que hemos escuchado a varios de nuestros pacientes utilizar a propósito de ellos mismos una referencia metafórica a fortificaciones al estilo de Vauban" (LACAN 1949, 101). 8 Eso marca la diferencia, en la relación al espacio, con la histeria. En ésta el objeto se sustrae haciendo presente siempre un punto de fuga: ya sea del propio sujeto devenido objeto agalmático para el deseo del Otro o en su modo de afirmar el objeto de deseo (como en el célebre “quiero caviar pero no me lo den” de la Bella carnicera). Por el contrario, en el obsesivo, lo que prima es la propia jaula, la sensación subjetiva de estar inmovilizado, detenido. Nos parece paradigmática la sensación de vivir dentro de una “cáscara de vidrio”12. Si se mueve es dentro de su jaula, de allí el rasgo característico de mortificación que abordaremos más adelante13. En la conferencia Algunas reflexiones sobre el Yo de 1951 Lacan destaca un fenómeno recurrente en su experiencia clínica: los sueños de analizantes obsesivos en los que el yo del soñador se representa, en un estadio o algún recinto cerrado, dedicado tenazmente a una lucha por el prestigio. Allí ubica al Yo “en su resistencia esencial al difícil proceso de hacerse a las variaciones del deseo. Esta ilusión de unidad, en la que un ser humano siempre está anhelando el autodominio…” (LACAN 1951b, 18). Resulta clara la tensión entre el yo y el deseo. Mientras el primero, en su ilusión de unidad y autodominio, implica fijeza y encierro; el deseo, por el contrario, implica variaciones y movimientos que lo sacan de la “fortaleza”. La muralla, por lo tanto, concierne fundamentalmente al deseo mismo. Consecuencia fundamental del esfuerzo defensivo y la “solución” que aporta, el cual revela su evidente costo inhibitorio. Acto, vida y muerte. El ser-para-la-muerte en la filosofía heideggeriana indicaque el ser humano -el Dasein (ser-ahí) como lo llama el filósofo alemán- tiene como posibilidad más propia su muerte. Esto implica que sólo el ser habitado por el lenguaje se plantea la pregunta por su existencia, pues es aquél que se confronta con el “ahí” de su existencia. Los humanos nos preguntamos por el ser, pero con la peculiaridad que, primero existimos, somos arrojados al mundo, y luego tratamos de hallar una esencia, de ser. Constituye el intento denodado de otorgarle sentidos a una existencia que presenta siempre una dimensión inefable14. Tarea o “proyecto” que -al decir de Heidegger- permanece siempre en estado de realización, en un continuo work in progress. Si tratamos de ser es porque hay siempre algo inconcluso, aquello que no está cerrado ni definido totalmente en nuestro ser. Mientras que las “cosas” comportan un ser afianzado y estático, lo “humano”, por el 12 Esta comparación corresponde al psicoanalista Serge Leclaire, quien fue uno de los primeros que intentó abordar la clínica de la neurosis obsesiva a través de la enseñanza de Lacan. Más allá de que se pueda discrepar con algunas de sus elucubraciones, no dejan de presentar interés sus clásicos casos “Jérome o la muerte en la vida del obsesivo” y “Philón o el obsesivo y su deseo”. Cf. LECLAIRE 1958, 110. 13 Cf. MILLER 2000, 16. 14 Lacan dirá incluso “estúpida e inefable” (LACAN 1959, 531) porque escapa a lo que podamos decir de ella, porque los sentidos que le damos son siempre muy frágiles aunque se vistan con las mejores galas y aparentes seguridades. Por eso el neurótico vive intentando ”justificar su existencia” (LACAN 1958, 593), es decir, darle un sentido. En efecto, nada más neurótico que dicha justificación. Especialmente cuando se busca, por ejemplo, en el amor o en el trabajo aquello que podría hacerlo ser necesario para el Otro y así librarse de la contingencia en el ser. 9 contrario, esta abierto y en realización permanente. Y la muerte, cuyo estatuto podría llevar a pensar en un cierre compacto del ser, no es una totalización o conclusión del mismo sino, más bien, el momento de no ser más. Así, ella marca que todas nuestras posibilidades son relativas, que nada completa y define nuestro ser de un modo absoluto, que no hay garantías para nuestra existencia. Lacan lo llama también la “contingencia del ser”. “Contingente” se opone así a “necesario”, de modo tal que “podría no ser”, ya que nada garantiza que sea o continúe siendo. Un modo inauténtico de vivir es hacerlo negando que, en todas sus posibilidades y para cada sujeto, habita la muerte. Sin embargo, constituye un error creer que lo auténtico sería vivir pensando en la muerte (como suelen hacerlo algunos obsesivos). Muy por el contrario, se trata de captar que hay algo relativo y no definitivo en las otras posibilidades, y que la muerte presenta un agujero estructural inherente a los actos y decisiones fundamentales de nuestra vida. Puede afirmarse entonces que “la revelación de la muerte pone en derrota la idea de necesidad. Es la irrupción irresistible de la contingencia radical” (DE WAELHENS, 127). En la filosofía heideggeriana es también una dimensión de angustia que “nos revela un destino, que sin ella nos quedaría oculto entregados como estamos a las seguridades del Man15, que se obstina en pintarnos la muerte como un accidente aciago, hasta ahora inevitable, pero que tal vez un día se podría evitar” (DE WAELHENS, 128). Es importante por lo tanto captar la incidencia de esta concepción heideggeriana en la enseñanza de Lacan, quien incluso daría una de sus primeras definiciones sobre el fin del análisis en términos de subjetivar la muerte o “tener acceso al ser-para-la-muerte” (LACAN 1955, 336). En el extremo opuesto, ubica al obsesivo en tanto no asume su ser-para-la muerte16. Subjetivar es, en este caso, sinónimo de asumir, en el sentido ético que comporta el término. Es el pasaje de la existencia inauténtica -de la que el obsesivo sería el paradigma pero que también podría aplicarse a la neurosis en general- a la existencia resuelta, auténtica, en los términos de Heidegger. Subjetivar el ser-para-la-muerte implica entonces la dimensión del acto. Podemos ejemplificarlo -a los fines de este trabajo- con el alea jacta est (“la suerte está echada”), aquella célebre frase pronunciada por Julio César el 10 de enero de 49 a.C. al cruzar el Rubicón. Lacan se ha referido en diversas oportunidades a ello, afirmando que constituye el instante de la confrontación con el verdadero riesgo, aquel de las contingencias y sus consecuencias incalculables. El Rubicón era un pequeño río que, en esa época, señalaba la frontera entre la Galia e Italia. El hecho de cruzar ese río con su ejército, contrariando las órdenes del Senado y el Cónsul Pompeyo, constituía una declaración de guerra civil, esto es, una rebelión en la que podía triunfar o morir. La clásica biografía de Plutarco narra el hecho del siguiente modo: “al estar más cerca del riesgo se ofreciese con más viveza a su imaginación lo grande de la empresa...Por fin, con algo de cólera, como si dejándose de discursos se abandonara a lo futuro, y pronunciando aquella expresión común, 15 Término alemán con que Heidegger designa la existencia inauténtica, impersonal, 16 “El obsesivo no asume su ser-para-la-muerte, está en suspenso” (LACAN 1953-54, 416) 10 propia de los que corren suertes dudosas y aventuradas, la suerte está echada (alea jacta est), se arrojó a pasar” (PLUTARCO, 272)17. En el Seminario 2, Lacan pone de relieve la diferencia entre el acto y la mera acción de cruzar un río, cuyo caudal de agua quizás no supera lo tobillos: “Si César, en el momento de pasar el Rubicón, no hace un acto ridículo, es porque detrás suyo está todo el pasado de César -el adulterio, la política del Mediterráneo, las campañas contra Pompeyo-, si puede hacer algo que tenga un valor estrictamente simbólico es a causa de esto, porque el Rubicón no es más ancho de atravesar que lo que hay entre mis piernas. Este acto simbólico desencadena una serie de consecuencias simbólicas. Esto hace que haya primacía del porvenir de creación en el registro simbólico, en tanto que es asumido por el hombre” (LACAN 1954-55, 434). Se destaca la dimensión de creación del acto; es decir, que del acto surge una situación radicalmente nueva para el sujeto, allí donde marca una diferencia entre el antes y el después. Más aún, sostenemos que no es el mismo sujeto luego de franquear ese umbral. El acto es un desencadenamiento -como el propio Lacan lo destaca- y la única respuesta ética posible es la asunción de esas consecuencias que la situación nueva ha creado y exceden los propósitos, cálculos o buenas intenciones del que lo realiza. Consideramos que el par desencadenamiento/asunción, utilizado a comienzos de los años ´50, es solidario del asumir el ser-para-la-muerte y el subjetivar la muerte mencionados anteriormente. En el Seminario 15, retoma el ejemplo de César y agrega que: “no es en vano que evoqué de entrada el Rubicón. Es un ejemplo bastante simple, marcado por las dimensiones de lo sagrado. Atravesar el Rubicón no tenía para Cesar una significación militar decisiva; sino que por el contrario, atravesarlo era entrar en la tierra-madre, la tierra de la República, aquella que abordar era violar. Es acá que había atravesado algo, en el sentido de esos actos revolucionarios” (LACAN 1967-68, 10-01-68). El desencadenamiento aquí se liga a un atravesamiento tanto de un umbral simbólico como de la dimensión fantasmática. Implica una ruptura de la metonimia del significante, porque “El acto entonces es el único lugar donde el significante tiene la apariencia, la función en todo caso, de significarse a sí mismo, es decir, de funcionar fuera de sus posibilidades” (ibid.). De modo tal que, en lugar de proseguir el encadenamiento significante entre S1→S2 -que deja al sujeto en laindeterminación metonímica-, el acto implica un significante solo que no hace cadena sino que, en un singular bucle, remite a sí mismo. Debido a ello, el sujeto en el acto resulta transformado y, por lo tanto, ya no será representado por los mismos significantes. Se trata de la mencionada 17 Hemos preferido la traducción “la suerte está echada” para la frase alea jacta est a la también correcta, que aparece en esta versión castellana que citamos de Plutarco, “tirado está ya el dado”. De todos modos, ambas marcan lo impredecible, azaroso e incalculable del acto. Otra versión es la que nos brinda Seutonio en su obra Los doce Césares: “Detúvose breves momentos, y reflexionando las consecuencias de su empresa, exclamó dirigiéndose a los más próximos: - Todavía podemos retroceder, pero si cruzamos este puentecillo, todo habrán de decidirlo las armas” y finalmente dijo “-Marchemos a donde nos llaman los signos de los dioses y la iniquiedad de los enemigos. La suerte está echada” (SEUTONIO, 15). 11 dimensión creacionista, allí donde “muere” para renacer bajo coordenadas simbólicas nuevas. Es posible otorgarle significaciones a posteriori -“reencadenándolo” a otros significantes- pero, en algún modo, el acto conserva siempre un punto de opacidad frente a ellas. Esto permite establecer una relación estrecha entre el concepto de acto con aquello que en las matemáticas se ha dado en llamar una catástrofe18 (en tanto marca una discontinuidad cualitativa en un sistema), o también con lo se denomina acontecimiento en filosofía: “son crisis temporales, subversiones del presente de las que el sujeto no sale indemne, idéntico a lo que era” (ZOURABICHVILI, 123). Instaura un punto absolutamente singular en el que las cosas cambian, ya no serán como antes. Por eso tampoco se puede deducir el “después” desde el “antes”, puesto que hay entre ambos una brecha insalvable. Podemos imaginar un contraejemplo suponiendo a Julio César tomado en la fantasmática obsesiva: aún lo tendríamos dudando o postergando el acto a la vera del Rubicón. Buscando un significante más que cierre la metonimia de la cadena significante y otorgue una garantía para su acto. El obsesivo quiere calcular “antes” lo que el acto podría desencadenar para, de este modo, “encadenarlo”. Claro que así el encadenado resultará él y el acto infinitamente postergado. Esperando la llegada de ese significante último, el que de la garantía del acto, ese que precisamente “no hay”. Así como decimos que “no hay significante de La mujer”, ese que anhela la histérica, encontramos que: “Nada explica en lo simbólico la creación. Nada explica tampoco que sea necesario que unos seres mueran para que otros nazcan… En efecto, hay algo radicalmente inasimilable al significante. La existencia singular del sujeto sencillamente. ¿Por qué esta ahí? ¿De donde sale? ¿Que hace ahí? ¿Por que va a desaparecer? El significante es incapaz de darle la respuesta, por la sencilla razón de que lo pone precisamente más allá de la muerte. El significante lo considera como muerto de antemano, lo inmortaliza por esencia. Como tal, la pregunta sobre la muerte es otro modo de la creación neurótica de la pregunta, su modo obsesivo” (LACAN 1955-56, 256). Lo simbólico, en tanto “mata” a la cosa, trastorna al viviente introduciendo la mortificación del sujeto por el lenguaje que lo constituye como falta en ser, otorgándole una vida como deseante. Es por eso que esa “facticidad19 de la existencia” (LACAN 1957, 432), ese hecho en sí de estar ahí, de existir o de dejar de hacerlo, escapa a las posibilidades de lo simbólico de poder simbolizarlo pero 18 Hemos abordado la relación entre la teoría de las catástrofes y el concepto de desencadenamiento en la introducción de Ancla 2. 19 Facticidad es un término utilizado por Heidegger (Faktizität) y Sartre (facticité). Es el hecho (factum) de estar arrojado en el mundo, entre las cosas y en situación, sostenido en una perpetua contingencia evanescente. Esta facticidad permite decir del Dasein, simplemente, que “es” (existencia) pero no dice “qué es” (esencia). Existe pero no tiene esencia, ella no le otorga un ser. Por el contrario, hace presente allí un vacío irreductible. Es, tal vez, una de las nociones fundamentales de lo que se conoce filosóficamente como “existencialismo”: la existencia precede y se sustrae siempre, de alguna manera, a la esencia (Cf. FERRATER MORA, 1446 y 1088). Podemos apreciar que esta “facticidad de la existencia” es lo que Lacan llamaba antes, en 1938, “el problema existencial”. 12 se torna presente cuando hay un acto verdadero. Implica una singularidad absoluta que escapa a la universalización del lenguaje20. Se puede apreciar fácilmente que la búsqueda de ese significante que no hay inmoviliza a quien la hace e inhibe su acto, dejándolo detenido. El pensamiento -y el goce que finalmente comporta- se opone, por lo tanto, fuertemente al acto. Mientras el primero lleva a un encadenamiento significante inconcluso, este último comporta un corte en la cadena, una separación de la misma. De todos modos, sería un error pensar que esta dimensión sólo está en juego en un hecho histórico y con las características de un personaje como Julio César. Hay Rubicones que cruzar en la vida de todo sujeto, decisiones en las que está concernido el deseo. No tienen que conllevar lo heroico ni la espectacularidad de aquel, pero sí la precisa señalización delimitada por la angustia. Se trata de la angustia de castración freudiana que franquea el acto, aquello que Lacan abordó inicialmente, en una terminología más heideggeriana, como asumir el ser-para-la-muerte. Como contrapartida, la defensa fantasmática obsesiva dirige una falsa novela heroica que será -como abordaremos luego- su respuesta neurótica frente a ese punto de riesgo que abre la pregunta por la existencia. Otra perspectiva que Lacan destaca sobre la muerte es la que concierne a la dialéctica hegeliana del Amo y el Esclavo, presentando una suerte de “nueva versión” en la neurosis obsesiva. En el mito filosófico construido por Hegel, el ser humano se constituye como conciencia-de-sí a partir del encuentro con otra conciencia. Es allí que se plantea una lucha por el reconocimiento, la cual tiene como límite la muerte. Aquel capaz de arriesgar la vida pasará a ser el Amo y quien, atemorizado frente a ese borde, procure mantener su ser vivo, queda en la posición degradada, animalizada, del Esclavo. La historia humana estaría atravesada por esta lógica: allí donde éste último se humaniza -a partir del largo y arduo camino del trabajo que transforma lo dado en la naturaleza- termina derrotando al Amo ocioso. Se puede apreciar cómo esta visión ha influido a diversas concepciones de la historia Occidental, en particular, la versión marxista de la lucha de clases y la revolución proletaria. Ahora bien, el sujeto obsesivo presentaría una variante, aceptando la posición de Esclavo y quedando a la espera de su libertad, una vez muerto el Amo. Efectivamente, la defensa obsesiva por excelencia frente al ser-para-la-muerte, es la posición de espera. Es por ello que la procastinación (de pro castinus, dejar para mañana, postergar) y la duda constituyen, 20 Es debido a ello que Lacan utiliza, por primera vez en su enseñanza, una figura topológica, el toro, para dar cuenta de ese agujero central a la palabra: “Decir que ese sentido mortal revela en la palabra un centro exterior al lenguaje es más que una metáfora y manifiesta una estructura” (LACAN 1953b, 308). Las vueltas que el sujeto da en el sentido del alma del toro, bordeando ese agujero central, le permiten dar cuenta de la circularidad sin fin del proceso dialéctico que implica “la plena asunción de su ser-para-la-muerte” (ibid.). Esta argumentación es retomada, de algún modo, en el Seminario 5 cuando trabaja el olvido de Signorelli: “Herr … ocupa el lugar del objeto metonímico, objetoque no puede ser nombrado, que sólo es nombrado a través de sus conexiones. La muerte es el Herr absoluto. Pero cuando se habla del Herr no se habla de la muerte, porque no se puede hablar de la muerte, pues la muerte es, muy precisamente, límite de la palabra y al mismo tiempo quizás también el origen de donde parte” (LACAN 1957-58, 62). 13 para Lacan, rasgos de carácter del obsesivo21. No utiliza el concepto de síntoma sino el de rasgo de carácter, en consonancia con lo que llamábamos, siguiendo a Freud, el “éxito de la defensa”. Pero asimismo porque constituye una inhibición del acto en una espera que -precisamente- “encadena” al obsesivo a los grilletes de su posición de esclavo. Él es, por lo tanto, un esclavo que espera la muerte del amo para comenzar a vivir. Sueña con un mañana esplendoroso en que se liberará de las ataduras y cargas del presente, aquellas que transforman en un trabajo forzado todo lo que hace. Si todo se le torna pesado es, en definitiva, porque no está implicado en ello a nivel del deseo. Simplemente no está allí porque su defensa lo sustrae del acto. Sólo lo hace porque debe cumplir con la demanda del amo de turno que erige en su fantasma. El deseo se torna así imposible porque sabe arreglárselas para instituir algún Otro que lo prohíba. Claro que, quien espera la muerte del amo para empezar a vivir ¿qué vida tiene? Al escapar a la asunción del ser-para-la-muerte, la cual comporta el verdadero riesgo, el obsesivo queda detenido en una muerte imaginaria que se instala en su vida, coagulándola. Permanece, tal como afirma Lacan: “Rindiendo un homenaje propiamente inconsciente a la historia escrita por Hegel, encuentra a menudo su coartada en la muerte del Amo ¿Pero qué hay de esa muerte? Simplemente él la espera. De hecho, es desde el lugar del Otro donde se instala, de donde sigue el juego, haciendo inoperante todo riesgo, especialmente el de cualquier justa, en una conciencia-de-sí para la cual sólo está muerto de mentiritas” (LACAN 1960, 790-1). Encontramos así a dicha conciencia-de-sí como un singular punto de observación, instalado en el Otro y fuera del riesgo, en donde radica la clave del fantasma obsesivo y la “mortificación” que conlleva. En una de sus últimas referencias a la relación del obsesivo con la muerte, Lacan señala que “Para el obsesivo, la muerte es un acto fallido. ¡Esto no es tan tonto! Pues la muerte no es abordable más que por un acto; todavía, para que sea logrado, es preciso que alguien se suicide sabiendo que eso es un acto, lo que sólo sucede muy raramente” (LACAN 1975-76). Es la “sabiduría” del obsesivo: captar que hay algo “fallido” cuando alguien se da muerte, que pocas veces eso constituye en un verdadero acto. El problema es que deduce de esto que la muerte podría ser un fallido totalmente evitable. Un analizante pensaba que a un amigo, que se había “matado” en un accidente, le había jugado una mala pasada su inconsciente. Por el contrario, él quería estar a salvo de tales riesgos. Suponía que el análisis lo ayudaría a terminar, de una vez por todas, con el inconsciente; podría realizar así, finalmente, su ideal de ser una pura conciencia que tomara -en cada situación- todos los recaudos necesarios para evitar la muerte. 21 “El obsesivo manifiesta en efecto una de las actitudes que Hegel no desarrolló en su dialéctica del amo y el esclavo. El esclavo se ha escabullido ante el riesgo de la muerte, donde le era ofrecida la ocasión del dominio en una lucha de puro prestigio. Pero puesto que sabe que es mortal, sabe también que el amo puede morir. Desde ese momento, puede aceptar trabajar para el amo y renunciar al gozo mientras tanto; y en la incertidumbre del momento en que se producirá la muerte del amo, espera. Tal es la razón intersubjetiva tanto de la duda como de la procastinación que son rasgos de carácter en el obsesivo” (LACAN 1953b, 302). 14 La observación del espectáculo: la hazaña y los riesgos Lo que primeramente era descripto por Lacan como “caricatura” y “reflejo ingenuo”, será precisado paulatinamente -especialmente en los años en que desarrolla su clínica de la pregunta neurótica- bajo la forma de la hazaña obsesiva. A la comparación con la fortaleza de Vauban y el laberinto, pronto se le agrega la idea del “espectáculo” con aristas circenses. Y es que todo espectáculo introduce, inevitablemente, la idea de un observador, efectivo, virtual o supuesto, que goza del espectáculo. Así, se mantiene una posición paradójica ya que, para sostener la consistencia del yo, el obsesivo debe desdoblarse, producir “una división interior que hace del sujeto el testigo alienado de los actos de su propio yo” (LACAN 1953, 49). Ser un testigo alienado es tener que observarse desde el Otro, instalado en el Otro, esa será su conciencia-de-sí. De este modo, el yo queda puesto en escena -incluso en el sentido teatral del término- como un personaje en una situación que él observa, como testigo, desde el lugar del Otro. Claro que eso tiene un costo, pues queda “fuera de su propia vivencia, no puede asumir sus particularidades y sus contingencias, no se siente en armonía con su existencia” (ibid.). Es así que oscilará permanentemente entre dos vertientes: “Ante la meta, vemos producirse…un desdoblamiento del sujeto, su alienación en relación consigo mismo, las maniobras por las que se da un sustituto sobre el cual deben recaer las amenazas mortales. Una vez que ha reintegrado a ese sustituto en sí mismo, se ve imposibilitado de alcanzar la meta” (ibid.). Aquí parece por primera vez el término “imposibilidad”, el cual servirá luego para caracterizar el modo obsesivo de sostener el deseo. Tenemos entonces la primera vertiente, aquella en la que se produce un desdoblamiento que deja en la escena sólo un sustituto, un personaje vacío. De modo tal que no está implicado a nivel del deseo en lo que hace mientras se observa desde fuera. Es por este motivo que, si llega a alcanzar la meta supuestamente deseada, la misma ya no tiene valor, escabulléndose a medida que se acerca a realizarla. Observador fuera de la escena ( Sustituto Meta ) Desdoblamiento Ahora bien, en la segunda vertiente evita el desdoblamiento, lo cual torna a la meta radicalmente inaccesible: Yo reintegrado // Meta Tal como lo decía un analizante con respecto a su relación con las mujeres: o bien perdía el interés por ellas muy rápidamente -una vez lograda la conquista-, permaneciendo “anestesiado” -“no sentía más nada”-; o bien mantenía un encendido deseo por aquellas de las quedaba separado por 15 obstáculos infranqueables. Estas representaban siempre peligros “mortales” para él, por ejemplo, un esposo agente de seguridad, celoso y violento. El obsesivo, testigo alienado, vive observando la imagen que da a ver al Otro, en un teatro circense donde sus volteretas son seguidas desde un palco muy especial. Es por ello que deja en la escena sólo “una sombra de sí mismo”: el sustituto desdoblado, la caricatura, el personaje vacío, la sombra. Lacan lo compara con el mito de Venus y Paris. Este último contaba con la protección de la diosa Venus (o Afrodita), a quien había elegido como la más hermosa entre tres diosas. Durante la guerra de Troya, su actuación no fue muy feliz. Fue vencido y se salvó sólo gracias a la protección de Venus que lo ocultó en medio de una espesa nube, sacándolo del peligro. Como Paris en el combate, el obsesivo se ausenta del riesgo desvaneciéndose en la niebla, y en su lugar sólo queda una parodia, una pantomima en donde no está en juego ya nada para él. Es lo que Lacan llamará las “hazañas” del obsesivo. Un espectáculo de piruetas, figuras mortales y volteretas que, como un domador de circo, juega con leones viejos y domesticados, aunquepara el público parezcan las más temibles fieras salvajes. La pregunta por la muerte se detiene así en una respuesta en corto circuito, en la pantomima de la hazaña que lo mantiene alejado del verdadero riesgo. Lo lleva -como afirma Lacan mediante su esquema L- “desde el palco reservado al aburrimiento del Otro (A mayúscula) a disponer los juegos de circo entre los dos otros (la a minúscula y el Yo, su sombra)” (LACAN 1958, 610)22. 22 Cabe señalar que hay diversas descripciones de Lacan -en los años cincuenta- sobre la hazaña obsesiva. Y en ellas siempre se destaca la oposición entre el riesgo ficticio, el espectáculo que brinda, y el verdadero riesgo de la muerte; siendo el primero precisamente una defensa frente a éste: “El goce del que el sujeto queda así privado es transferido al otro imaginario que lo asume como goce de un espectáculo: a saber el que ofrece el sujeto en la jaula, donde con la participación de algunas fieras de lo real, obtenida casi siempre a expensas de ellas, prosigue la proeza de los ejercicios de alta escuela con la que da sus pruebas de estar vivo” (LACAN 1957, 434). Un año antes, interrogaba en su seminario: “¿Qué es un obsesivo? En suma es un actor que desempeña su papel y cumple cierto número de actos como si estuviera muerto. El juego al que se entrega es una forma de ponerse a resguardo de la muerte. Se trata de un juego viviente que consiste en mostrarse invulnerable. Con este fin, se consagra a una dominación que condiciona todos sus contactos con los demás. Se le ve en una especie de exhibición con la que trata de mostrar hasta dónde puede llegar con ese ejercicio… hasta dónde puede llegar con los demás, el otro con minúscula… Su juego se desarrolla delante de otro que asiste al espectáculo. Él mismo es sólo un espectador…Sin embargo, no sabe qué lugar ocupa, esto es lo inconsciente que hay en él” (LACAN 1956-57, 29). Finalmente, encontramos la siguiente caracterización en el Seminario V: “Hay en la hazaña del obsesivo algo que permanece siempre irremediablemente ficticio, porque la muerte, quiero decir aquello en lo que se encuentra el verdadero peligro, no reside en el adversario a quien él parece desafiar sino ciertamente en otra parte. Está precisamente en aquel testigo invisible, aquel Otro que está ahí como espectador, el que cuenta los tantos y dirá del sujeto - ¡Decididamente… es duro el muchacho!” (LACAN 1957-58, 426). Por otra parte, la excelente definición que Lacan brinda en esos años de la palabra vacía le debe mucho a la clínica de la neurosis obsesiva: aquella en la que “el sujeto parece hablar en vano de alguien que, aunque se le pareciese hasta la confusión, nunca se unirá a él en la asunción de su deseo” (LACAN 1953b, 244). Precisamente porque ubica a esto último en la asunción del ser-para-la-muerte -tal como ya lo hemos señalado. 16 (Pregunta por la contingencia en el ser) S a (fieras) (sombra de sí) a’ A (Palco - Testigo invisible) instalación en el Otro Desdoblamiento Este modo de usar el yo para formularse falsamente la pregunta por la muerte, es lo que lo mantiene a resguardo de lo real de la misma, permaneciendo mortificado en lo imaginario: “Si el obsesivo se mortifica es porque, más que otro neurótico, se apega a su yo, que lleva en sí la desposesión y la muerte imaginaria… El hecho es evidente: el obsesivo es siempre otro. Cuente lo que cuente, sean cuales fueran los sentimientos que comunica son los de otro y no los suyos. Esta objetalización de sí mismo no se debe a una inclinación o a un don introspectivo. En la medida que evita su propio deseo, presentará todo deseo en el cual se embarque, así fuera en apariencia, como deseo de ese otro él mismo que es su yo” (LACAN 1954-55, 400). Podemos apreciar entonces que Lacan utiliza distintos nombres para dar cuenta del mismo fenómeno: desdoblamiento del yo, testigo alienado, objetalización de sí mismo o -el más hegeliano- conciencia-de-sí. Nos advierte a su vez que, desde una perspectiva psicologicista, el mismo podría pensarse -erróneamente- como una capacidad introspectiva del sujeto, en donde reflexionaría sobre sí. No obstante, comporta más bien la dimensión de un engaño en el que se desconoce y aliena. Tal como lo afirma un hombre que llega por primera vez al análisis en una edad bastante avanzada de su vida: “Nunca pensé que iba a necesitar consultar a un analista, siempre me analicé solo”. Claro que ese “analizarse solo” es lo opuesto de un psicoanálisis, ya que no es un trabajo del inconsciente sino, por el contrario, el ejercicio mismo de la conciencia-de-sí obsesiva23 23 Siguiendo esta línea, J. C. Indart -quien ha trabajado con mucho detalle esta perspectiva de la neurosis obsesiva en la enseñanza de Lacan- ha propuesto pensar la conciencia obsesiva como una “autoconciencia” que sostiene un ideal de omnivisión. Traza así una diferencia entre la conciencia como instancia psíquica y la autoconciencia del obsesivo. La conciencia puede concebirse -tal como la describe Freud- como una conciencia agujereada en donde el sujeto, al modo de la conciencia fenomenológica, está siempre en situación. Percibe lo que ocurre, lo que lo rodea, pero no está a salvo de recibir sorpresas: ya sea por un lapsus de sus palabras, ya sea por las contingencias de la existencia. Dicha conciencia deja lugar a lo no calculado; podríamos decir, es una conciencia que nunca puede verlo todo (Cf. INDART 2001, 116). Está dentro de la escena, por eso queda agujereada y el sujeto es pasible de ser sorprendido, tomado por el inconsciente. En 17 que sostuvo -trabajosamente- su “salud aparente”. Constituye la “intrasubjetividad” del obsesivo que Lacan oponía a la “intersubjetividad” histérica24. Puede advertirse que, todo este escenario obsesivo y su palco, intentará montarse transferencialmente en el análisis. El analizante narra cómo se observa a sí mismo y sus peripecias más o menos heroificadas, dando una imagen para el analista que lo observaría desde el palco, quien gozaría supuestamente del espectáculo. Ahora bien, hablar en la sesión no es igual al trabajo de la asociación libre. El obsesivo habla, pero para sí mismo. No tolera bien la interpretación. Por lo tanto, resulta lógico que las maniobras transferenciales propuestas por Lacan para la neurosis obsesiva apuntasen a desmontar, a producir un corte en dicha escena. Buscaba perturbar la defensa que el fantasma obsesivo inercialmente fija. Así, inicia lo que se dio en llamar sus “sesiones cortas”; la ruptura del rígido encuadre de los clásicos 50 minutos fijados por la IPA. Para Lacan, se trataba de una vertiente obsesiva de los analistas mismos que redoblaba la de sus pacientes. Como contraparte, el corte no cronometrado introduce lo imprevisto, lo no calculable, la sorpresa. Un analizante advertía que, para él, sería importante saber previamente la duración de la sesión, así podría administrar adecuadamente el tiempo entre cada uno de los temas de los que pensaba hablar. Es fácil captar como nos invita a ocupar el lugar de observadores de sus propias observaciones. ¿Para que? Para seguir encadenando observaciones de observaciones de observaciones... La conciencia obsesiva: una nominación imaginaria En el Seminario 8, Lacan afirma que la conciencia es equivalente a la escritura del fantasma obsesivo. Aquí, la puesta en juego de la dimensión imaginaria del falo emerge en el plano de la conciencia. En efecto, “no está en él reprimida, es decir, profundamente oculta, como en la histeria…. Consciente, consius designa originalmente la posibilidad de complicidad del sujetoconsigo mismo, en consecuencia también una complicidad con el Otro que le observa” (LACAN 1960-61, 290). Si bien ambos fantasmas son modos de no saber de la castración del Otro, en el histérico el Otro está sin barrar y es el sujeto, ubicado como un objeto que se sustrae, el que introduciría su falta. Allí, el φ está escrito debajo de la barra, es decir, está reprimido, y es negativizado para destacar su valor de falta. A su vez, el se lee como “deseo de”, ya que la histérica desea hacer desear al Otro, hacerle “falta” al Otro que supone completo. Allí radica su punto de fuga inconsciente. cambio, la autoconciencia o conciencia-de-sí del obsesivo es una especie de visión trascendental, de panóptico, en el que el sujeto totalmente queda fuera de la situación. 24 Lacan opone la “intrasubjetividad obsesiva” a la “intersujetividad histérica”. En la edición castellana de los escritos hay un error en la traducción y vierte, erronamente, “intersubjetividad” en ambos casos perdiéndose así la distinción (cf. LACAN, 1953b, 244). En la edición francesa dice: “l´intrasubjectivité obsessionnelle” (LACAN 1966, 254). 18 Fantasma histérico: a A -φ Por el contrario, el obsesivo supone una falta en el Otro -por eso el A está barrado-, la cual resultaría colmada a través de una serie de objetos cesibles otorgados como dones -destacando la dimensión de la oblatividad- con los que respondería a la demanda del Otro. Se trata aquí de la reducción del deseo a la demanda, lo que le asegura su valor fálico para el Otro. Es por ello que el φ está positivizado y no bajo la barra, permaneciendo así en el plano de la conciencia. Este falo imaginario es equivalente a esa imagen idealizada que sostiene en la hazaña, aquella que le brinda la satisfacción narcisista que no deja de observar. Por eso “En el fondo de la experiencia del obsesivo hay siempre lo que yo llamaría cierto temor a deshincharse, respecto de la inflación fálica. En cierto modo, en su caso la función φ del falo no podría tener mejor ilustración que la fábula de la rana que quiere ser tan grande como el buey” (ibid., 293)25. Fantasma obsesivo: A φ (a, a, a", a"'...) Así, se puede observar que Lacan traza una singular conjunción entre la relación del sujeto con la demanda anal y el plano escópico. El control esfinteriano revela la relación del sujeto que cede una parte de su cuerpo por que el Otro lo pide, como el buen niño que “cumple” con lo que la madre le demanda y le entrega su “regalo”, obteniendo su reconocimiento amoroso, el cual le provee una satisfacción narcisista. Pero ese regalo no se agota en el objeto anal, es también dar una imagen. Así lo afirmaba mucho tiempo antes, en el Seminario 2, al decir “en la posición del obsesivo todo lo que pertenece al orden del don está apresado en una red narcisista de la que no puede salir” (LACAN 1954-55, 325). Es lo que retomará en el Seminario 10: “aquello que él considera que aman es una determinada imagen suya. Esta imagen, se la da al otro. Se la da hasta tal punto que se imagina que el Otro ya no sabría de qué agarrarse si esta imagen llegara a faltarle... El mantenimiento de esta imagen de él es lo que hace que el obsesivo persista en mantener toda una distancia respecto de sí mismo, que es, precisamente, lo más difícil de reducir en el análisis” (LACAN 1962-63, 348). La insistencia de Lacan en la función de la imagen y la mirada se mantiene hasta sus últimos seminarios. Así, vuelve a tomar la fábula de la rana y el buey en el Seminario 23, al referirse a la dimensión ilusoriamente esférica que induce la forma imaginaria -narcisista- del cuerpo: “Lo sorprendente es que la forma no revela más que la bolsa, o si ustedes quieren, la burbuja, ya que es algo que se infla. El obsesivo es el que más lo sufre, porque… él es como la rana que quiere 25 La escritura de estos matemas presenta una serie de errores en la edición castellana. Hemos tomado entonces la referencia de la edición francesa: Le Seminaire 8: Le transfert, Editions du Seuil, París, 1991, tal como aparecen en la página 295. También hemos realizado otros comentarios sobre el fantasma obsesivo en otro trabajo (GODOY 2003) 19 volverse tan grande como el buey. Conocemos los efectos de esto por una fábula. Resulta particularmente difícil, como se sabe, alejar al obsesivo del dominio de la mirada” (LACAN 1975-76, 18). En el Seminario 24 destacará que no somos “esféricos” como lo imaginario puede hacernos creer, sino “tóricos”, siendo la diferencia esencial, entre la figura de la esfera y el toro, la presencia de un agujero central en éste último. Así, el obsesivo intenta cerrarse en la burbuja, para inflarse como la rana. Y la histérica, es his-tórica (hys-torique)26. Equivocando no sólo histeria e historia (destacado anteriormente), ya que también resuena allí la dimensión agujereada, “tórica”. Podemos sostener que no hay análisis del obsesivo que no pase por una cierta perforación de la burbuja, de la esfera, a fin de poner de relieve la dimensión tórica inherente al ser hablante. Podríamos llamarlo -si se nos permite el neologismo- una “historicación” del obsesivo. Esfera Toro En la clase final de su Seminario 22 “R.S.I” (LACAN 1974-75, 13-5-75), recurre al ternario freudiano de la inhibición, el síntoma y la angustia para destacar que cada uno de estos términos podría cumplir una función de cuarto redondel de cuerda que sostiene el anudamiento de los tres registros: imaginario, simbólico y real. A su vez -y precisamente por venir a cumplir con dicha condición- operan en la estructura nodal como “nombres del padre”27. Cada una ellas, por su parte, redobla a uno de los registros, distinguiéndose así una nominación imaginaria (inhibición), una nominación simbólica (síntoma) y una nominación real (angustia). Consideramos que la nominación imaginaria es la que permite escribir la peculiar “inflación” obsesiva en relación con la imagen y brinda una escritura nodal para lo que hemos abordado a lo largo del presente trabajo. Cabe señalar que no es el único anudamiento posible -ya que podemos pensar distintas respuestas del sujeto frente a momentos de desencadenamiento y también, particularmente, en el recorrido de una cura-, pero sí uno que resulta crucial para la clínica de la neurosis obsesiva. El mismo se desprende de la lógica que atraviesa todo el recorrido de la enseñanza de Lacan al respecto. Hemos visto cómo, desde sus primeras elaboraciones, Lacan necesitaba recurrir a un “desdoblamiento” del yo, redoblar la función de lo imaginario, para dar 26 Cf. LACAN 1976-77, 14-12-76. Esto lo hemos comentado en GODOY 2006. 27 Cf. el texto de Fabián Schejtman “Encadenamientos y desencadenamientos neuróticos: inhibición, síntoma y angustia”, en este mismo volumen. http://images.google.com.ar/imgres?imgurl=http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/3/31/Esfera.png&imgrefurl=http://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Esfera.png&usg=__ZFwK0RpSrQbFt5H1m4gdL9_F29o=&h=236&w=237&sz=63&hl=es&start=202&um=1&itbs=1&tbnid=mltuZcrFASw-1M:&tbnh=109&tbnw=109&prev=/images%3Fq%3Desfera%2Bmatem%25C3%25A1tica%26start%3D200%26um%3D1%26hl%3Des%26sa%3DN%26ndsp%3D20%26tbs%3Disch:1 20 cuenta del lugar del yo en la escena y ese punto de observación fuera de la misma, instalado en el Otro. Esta nominación define, por lo tanto, a la conciencia-de-si obsesiva. Podríamos llamarla asimismo conciencia obsesiva, para diferenciarla de la conciencia como mera instancia psíquica, en el sentido de la primera tópica freudiana. A su vez, nos permite elucidar la última definición de la neurosis obsesiva que Lacan propone en el Seminario 24 cuando afirma que es “el principio de la conciencia” (LACAN 1976-77, 17-5-77). El obsesivo eleva la conciencia-en desmedro del inconsciente- a un “principio”, es decir, se trata de aquello que rige sus pensamientos laberínticos y sus hazañas. La escribimos, por lo tanto, como un cuarto redondel de cuerda que redobla a lo imaginario, anudando los tres registros. De las dos escrituras posibles de la nominación imaginaria en el nudo borromeo (I-ni-R-S y I-ni-S- R)28, consideramos que la apropiada es la segunda (I-ni-S-R) pues nos permite dar cuenta, a través del redoblamiento de lo imaginario, de la coalescencia de la imagen del yo y el Otro, tal como lo destacaba el fantasma oblativo. Constituye, por lo tanto, la modalidad más paradigmática de la defensa obsesiva frente a lo real. Ni (Conciencia obsesiva) Podemos llamar a este anudamiento la “armadura obsesiva” pues sus “defensas tienen la forma de una armadura de hierro, de una montura, de un corsé donde se detiene y se encierra, para impedirse acceder a lo que Freud llama en algún lado un horror desconocido a sí mismo” (LACAN 1959-60, 245). Diferenciamos así la armadura (armure) de la conciencia obsesiva -nominación imaginaria- de la armadura (armature) histérica del amor al padre que sostiene el inconsciente y opera como una nominación simbólica29. 28 Cf. el trabajo de Fabián Schejtman, recién citado, en este mismo volumen. 29 La histeria es definida en su estructura -en el Seminario 24 - por una “armadura” (armature) distinta que su consciente que es el amor por su padre (LACAN 1976-77, 14-12-76). Armature implica aquí “armazón”. La distinguimos, por lo tanto, de la armure (“amadura”, conjunto de armas de hierro utilizadas como defensa para el combate) del obsesivo, que tiene su principio en la conciencia. De todos modos resta estudiar sus relaciones y reversiones posibles, lo cual no abordaremos en el presente trabajo: véase, al respecto, el desarrollo propuesto por Fabián Schejtman en “Reversiones tóricas: histeria y obsesión”, en este mismo volumen. 21 La inhibición era definida, en el Seminario 10, precisamente como “la detención del movimiento” (LACAN 1962-63, 18). Detención que no hay que tomar en el sentido ingenuo -puesto que un obsesivo puede desplegar mucha actividad en sus hazañas-, sino en aquel por el cual la vida del sujeto está “frenada”, “detenida” en lo que concierne al deseo, pues “nunca le está permitido a su deseo manifestarse en acto” (ib., 348). Desde esta perspectiva, el deseo imposible constituye una defensa frente al deseo en acto y, como tal, es inherente al anudamiento inhibitorio mismo. Consideramos, por lo tanto, que la “mortificación imaginaria”, destacada por Lacan en los años 50, es una de las formas de la inhibición. El sujeto quedaba así detenido, mortificado en lo imaginario, por no asumir el ser-para-la-muerte. Dicha asunción no es sino el acto ligado al deseo: borde, frontera, entre lo simbólico y lo real. Asimismo, el ternario freudiano de inhibición, síntoma y angustia fue abordado por Lacan -también en el Seminario 10- en un cuadro en donde, a través de su disposición en diagonal y en función de dos vectores (dificultad y movimiento) introduce una serie de modalizaciones y relaciones entre ellos. No desarrollaremos aquí todo lo que este cuadro comporta -de un gran valor clínico- sino que tomaremos sólo su línea superior en función del tema que nos ocupa. Allí dispone, siguiendo un orden creciente de dificultad, a la inhibición, el impedimento y el embarazo: Dificultad ---------------------------------------------------------------------------------→ Inhibición Impedimento Embarazo De esta manera, la inhibición es definida como “un síntoma metido en el museo” (ib., 18). Podemos tomar al museo no sólo como el lugar de conservación de algo antiguo, sino también en función de lo que ocurre con las vanguardias artísticas cuando son aceptadas en él, pues éstas pierden su carácter originalmente revulsivo y provocador para pasar a ser “admitidas” oficialmente como arte. Esto nos recuerda el esfuerzo -destacado por Freud- que realiza el yo para incorporar esa tierra extranjera interior que es el síntoma; es decir, para tornarlo ego sintónico y así adormecerlo. Por su parte, el impedimento -del latín impedicare, obstaculizar, ser tomado en, o por, una trampa- implica el inicio del despertar sintomático. Un aumento de la dificultad debida a la captura narcisista, es el resultado de “haberse dejado atrapar en el camino en su propia imagen, la imagen especular. Es ésta la trampa” (ib., 19). Finalmente, hablamos de embarazo (embarras), en el nivel más alto de dificultad, “cuando uno ya no sabe qué hacer con uno mismo” (ibid.) y connota una forma ligera de la angustia. Se refiere así a estar en “una situación embarazosa”, y de allí toma toda su relevancia el no saber qué hacer. A su vez, propone que el embarazo es, en la neurosis obsesiva, aquello que introduce la cuestión de la causa, y es por esa vía como “entra en la transferencia” (ib., 345). Esta perspectiva es retomada, diez años después, en Televisión. Allí señala que la cizalla “llega al alma con el síntoma obsesivo: pensamiento con que el alma se embaraza (s´embarrasse), no sabe qué hacer” (LACAN 1973, 88). El embarazo sitúa el punto en donde el sujeto que creía “saber 22 hacer” con su imagen, se topa con un límite en el que su alma (que podríamos pensar aquí como equivalente a su la conciencia obsesiva) ya “no sabe qué hacer”. Momento en que la cizalla -como dimensión real de la angustia- llega al alma e introduce un corte que revela la barradura del sujeto. De este modo, podemos concebir a la inhibición, el impedimento y el embarazo como modalizaciones de la nominación imaginaria que van desde las formas más adormecidas sostenidas en la ilusión del “saber hacer”, pasando por los padecimientos de la captura imaginaria, hasta el borde más angustioso del “no saber más qué hacer”. Modos cruciales entonces a tener en cuenta para la dirección de la cura del obsesivo y su entrada en la transferencia. El corte -que puede ponerse en juego no sólo a través de la interrupción de la sesión- introduce lo no calculable, la sorpresa, la contingencia: “¿Cómo dudar entonces del efecto de cierto desdén por el amo hacia el producto de semejante trabajo? La resistencia puede encontrarse absolutamente desconcertada. Desde este momento, su coartada hasta entonces inconsciente empieza a descubrirse para él, y se le ve buscar apasionadamente la razón de tantos esfuerzos” (LACAN 1956, 303). Se abre, embarazosamente, la dimensión de la causa. Este “desconcierto de la resistencia” -tal como lo llamaba en los años ´50- nos parece una anticipación de lo que retomará luego -con mayor precisión- en el Seminario 24, en términos de “perturbar la defensa” (LACAN 1976-77, 11-01-77). Sostenemos que esta perturbación constituye el corte mismo de la nominación imaginaria. Se trata de aquello que pone a prueba, en la transferencia, el deseo vivo del analista frente al aburrimiento del palco al que el obsesivo lo destina. Referencias bibliográficas: DE WAELHENS, A., La filosofía de Martín Heidegger, Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, 1986. FERRATER MORA, J., Diccionario de filosofía, Alianza, Madrid, 1981, T. II. FREUD, S. (1895), “A propósito de las críticas a la neurosis de angustia”. 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