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CERE El cerebro que late - Jorge Tartaglione

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El cerebro que late
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Jorge Tartaglione
El cerebro que late
El misterioso diálogo entre el corazón y el cerebro
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Índice de contenido
Portadilla
Legales
Dedicatoria
Prólogo por Facundo Manes
Prólogo por Carlos Tajer
Introducción
I. El origen del misterio
II. Un puente entre dos órganos vitales (del amor al odio)
III. Cuando no hay diálogo o se torna tormentoso
IV. Una conversación de amigos
V. El arte de mejorar la relación
Epílogo
Bibliografía
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Tartaglione, Jorge
El cerebro que late / Jorge Tartaglione. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Planeta,
2015.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-950-49-4906-0
1. Neurociencias. 2. Cardiología. I. Título.
CDD 616.12
© 2015, Jorge Tartaglione
Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Todos los derechos reservados
© 2015, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Publicado bajo el sello Planeta®
Independencia 1682, (1100) C.A.B.A.
www.editorialplaneta.com.ar
Primera edición en formato digital: noviembre de 2015
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
Digitalización: Proyecto451
Inscripción ley 11.723 en trámite
ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-4906-0
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Fiorella, mi hija, que me llena de alegría el corazón.
Graciela, que hace vibrar mi corazón y que, junto a mi hijo Joaquín, me hacen pensar
en el corazón.
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Prólogo
por Facundo Manes (*)
Todos lo sabemos. El corazón fue la máxima pasión del doctor René G. Favaloro. Pero
no fue la única. Uno de sus sueños era reunir los estudios del cerebro y el corazón. Por
eso, cuando en 2006 me convocaron desde la Fundación Favaloro para el inmenso
desafío de desarrollar el Instituto de Neurociencias, me sentí honrado. Así, empezamos a
trabajar conjuntamente con los especialistas del corazón ahí donde su fundador lo había
pensado, lo había sentido. Esta novedad de «asociación» de especialidades, a las que
muchas veces y erróneamente se las consideró apartadas, ha generado la oportunidad
para el desarrollo de un laboratorio interdisciplinario Corazón-Cerebro en nuestro país,
que hoy se replica en otros centros médicos de la región. Hoy sabemos que no podemos
entender el corazón y el cerebro por separado. Y El cerebro que late es una prueba más
de ello.
Como leeremos en este libro, los vínculos entre el corazón y el cerebro son múltiples,
complejos y fascinantes. Por ejemplo, el estrés, la ansiedad y la depresión están
íntimamente relacionados con la enfermedad cardiovascular. A su vez, la depresión
puede surgir como consecuencia de la enfermedad vascular cerebral. Por otro lado, la
enfermedad vascular es hoy considerada un factor convergente en la enfermedad de
Alzheimer.
Por otra parte, los recientes avances en neurociencias han proporcionado nuevos
conocimientos sobre la comprensión de la interacción y la comunicación Corazón-
Cerebro. Uno de los estudios de nuestro laboratorio, «The man who feels two hearts: the
different pathways of interoception» (Soc Cogn Affect Neurosci. 2014 Sep; 9(9):1253-
60), demostró el impacto que las señales del cuerpo tienen en nuestro cerebro. La
información cardíaca al cerebro se basa en dos vías, que terminan en la corteza cerebral a
nivel insular y en la corteza del cíngulo anterior, junto a la corteza somatosensorial. Se
ha demostrado que la interocepción (la percepción interna de nuestro cuerpo) que
depende de estas vías neuroanatómicas modula la cognición social (la capacidad para
comprender las relaciones sociales). Un paciente con dos corazones, uno endógeno y
otro artificial, fue una oportunidad única para explorar modelos de interocepción e
interacción Corazón-Cerebro. Estudiamos a una persona a la que le habían implantado
un corazón artificial y que sentía con mayor predominancia el latido del órgano
mecánico más que su corazón endógeno. Como consecuencia de esta percepción y del
desequilibrio en las vías interoceptivas cardíacas tenía alterada ciertas habilidades
sociales, empáticas y la toma de decisiones. Un hallazgo en línea con la idea de que las
decisiones se toman con el cerebro, pero influenciadas por las señales del cuerpo, y de
que nuestra mente se extiende más allá del cerebro. La propia percepción del cuerpo
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influye en la manera en que decidimos, nos sentimos e interactuamos. Los dos órganos
(el corazón y el cerebro) interactúan en la construcción de nuestras emociones. Estas y
otras investigaciones, así como su difusión, tienen un alto impacto científico y social.
Conocer es una manera de ayudar a vivir mejor.
Por último, antes de dejarle paso a lo más importante, este libro, quiero referirme a su
autor. Estas páginas de Jorge Tartaglione, además de representar un abordaje al
fascinante diálogo del Corazón y el Cerebro, también pueden leerse como el diario
íntimo de un cardiólogo: aquí se confiesa el amor por el corazón. Aunque a muchos esto
le suene redundante, no lo es, porque se trata de un arte con especial dedicación,
sacrificio, estado de alerta, empatía con el paciente y mucho conocimiento. Y justamente
de esa pasión quiero terminar hablando en estas breves palabras iniciales, porque deseo
que vayan como agradecimiento a él por este libro que enseña, pero aún más por su
tarea, como la de tantos cardiólogos, que todos los días hacen posible que los corazones
sigan latiendo.
* Facundo Manes es neurólogo y neurocientífico. PhD en ciencias (Cambridge University). Es rector de la
Universidad Favaloro y Presidente de la Fundación INECO para la Investigación en Neurociencias. Es
investigador de CONICET y del Australian Research Council (ACR) Centre of Excellence in Cognition and its
Disorders. Profesor de la Universidad Favaloro, University of California, San Francisco, University of South
Carolina (USA) y Macquarie University (Australia).
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Prólogo
por Carlos Tajer (**)
Las enfermedades cardiovasculares son comunes y parte ineludible de nuestra cultura.
La tradición popular ha vinculado los ataques cardíacos a intensas emociones negativas.
«Le va a dar» o «me va a dar un infarto» son usos metafóricos frecuentes referidos a la
posibilidad de que emociones que no podremos controlar hagan estallar de alguna
manera nuestro corazón. La ciencia médica, con aportes de la fisiología, la patología, la
neurociencia, el psicoanálisis, ha ayudado a acercar un poco la comprensión de cómo
nuestra vida emocional se vincula y se traduce en enfermedades, pero estamos lejos de
entender sus mecanismos finos.
La cardiología ha hecho avances revolucionarios en las últimas décadas, ha
incorporado complejísimas tecnologías y dispositivos y a su vez ha contribuido a evitar o
postergar enfermedades cardiovasculares a través de la prevención con medidas
sencillas, como combatir el tabaquismo, reducir el colesterol y controlar la presión
arterial.
Sabemos que las emociones negativas o el denominado estrés tienen relación con las
enfermedades, pero en este campo los avances han sido más difíciles. No tenemos la
pastilla de la felicidad ni ninguna fórmula para lograrla que pueda ser aplicable, aunque
como siempre en medicina pululan los aventurados que presumen soluciones mágicas.
Explorar desde un enfoque amplio y abarcativo la relación entre corazón y cerebro
constituye así un gran desafío. El abordaje de Jorge Tartaglione permite, a través de un
lenguaje cuidado para evitar el complejo léxico médico pero que mantiene rigurosidad
científica, ayudar al lector a comprender qué son las enfermedades cardiovasculares más
comunes, como la angina de pecho o el infarto, y a través de la paciencia del artesano
tejer una red de comprensión de las conductas de riesgo, nuestras vivencias sociales y
personales y la posibilidad de enfermar.
Todos los temas, la rica interacción entre nuestra experiencia de vida y las posibles
enfermedades cardiovasculares sonexpuestos con detenimiento, apoyado en fuentes
científicas actualizadas y sólidas, y orientados a que todo aquel con inquietudes por su
salud cardiovascular encuentre claves para prevenirla y, además, en forma más relevante,
para vivir mejor. El libro aporta guías para la alimentación, el ejercicio, hábitos sanos,
así como reflexiones sobre aspectos negativos de nuestra relación con el mundo que en
la interacción cerebro-corazón nos llevan a enfermarnos pero que podemos cambiar si
partimos de la conciencia de la necesidad de hacerlo.
Nos acerca también a disipar el prejuicio predominante que asocia riqueza y
enfermedad cardiovascular. Por el contrario, nos muestra con datos sólidos cómo son los
grupos desaventajados económica y culturalmente los más expuestos a enfermar en
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edades tempranas, con el trasfondo no sólo de la pobreza sino de la inequidad.
Lo más enriquecedor de este aporte es su construcción desde la reflexión vivencial,
desde los pensamientos que surgen inevitablemente en cada experiencia dramática de las
emergencias cardiovasculares, de las muertes inexplicables que exigen una explicación.
A través de pequeñas pero jugosas referencias a su trabajo como médico podemos
reconstruir cómo se fueron configurando, en la mirada de un joven ávido por ayudar y
comprender, las preguntas que fueron generando a través de décadas los conocimientos
maduros que aporta. Y esa explicación se va construyendo a través de las lecturas, del
trabajo conjunto e incesante de la comunidad profesional y de la reflexión personal. Las
preguntas sin respuesta van madurando a una mejor comprensión y en la práctica médica
a una mejor relación médico-paciente y la posibilidad de influir positivamente en la
evolución, mejorando el escenario metafórico de la enfermedad que transmitimos. Años
en cuidados intensivos, visitas a domicilio, dirección de programas de prevención,
interacción en sociedades científicas y el particular enriquecimiento de la experiencia
periodístico-médica que le abrieron las puertas a circunstancias socioculturales muy
diversas han ayudado a conjugar reflexiones lúcidas y orientadoras con un lenguaje
comprensible pero con conceptos cuestionadores.
Me congratulo por la publicación de esta obra tan documentada, simple para leer y
con recomendaciones maduras de un profesional activo y comunicador social que
seguramente ayudará a muchas personas a mejorar su calidad de vida y prevenir la
enfermedad del corazón.
** Ex presidente de la Sociedad Argentina de Cardiología. Director del Grupo de Estudio Docencia e
Investigación Clínica GEDIC. Coordinador del Departamento Cardiovascular del Hospital El Cruce. Jefe del
Departamento Cardiovascular del Instituto Alexander Fleming.
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Introducción
Decidí ser cardiólogo apenas ingresé a la carrera de medicina porque me fascinó cómo
trabaja el corazón. Un misterio con cámaras, presiones y corriente eléctrica. Me resultó
increíble apoyar el estetoscopio en el pecho de un paciente y poder oír los latidos o el
rugir de un soplo.
Llevo más de treinta años en la especialidad, toda una vida: de residente a jefe de un
área dedicada a la prevención de enfermedades cardiovasculares.
Por eso me propuse escribir El cerebro que late, para explicar esta increíble máquina
que late de manera ininterrumpida sin que nos demos cuenta.
La cardiología es apasionante y me permitió tratar y escuchar a muchísimos
pacientes, cuyas historias me enseñaron que no puedo mirar un solo lado del corazón ni
puedo separar el cuerpo de la mente, ni viceversa. Quiero plasmar estas experiencias y
transmitir la estrecha relación entre cerebro y corazón, un camino que los médicos recién
empezamos a transitar.
Cuando empecé aún no había estallado la enorme revolución tecnológica que cambió
la cardiología, así como las neurociencias lo hicieron con la neurología. El aporte resultó
fundamental para conocer los mecanismos que producen las enfermedades, porque
permitió desarrollar nuevos tratamientos y reducir el riesgo de padecer una enfermedad
coronaria o cerebrovascular entre un 40 o 50 por ciento. El cambio ha sido abismal.
Y aunque todos los recursos tecnológicos estén al servicio del paciente, el médico
todavía es clave porque debe decidir qué camino tomar, el instrumento a utilizar y qué
tratamiento seguir. Podemos tener imágenes extraordinarias, pero se necesita alguien que
las interprete. La mejor herramienta todavía es la relación médico-paciente, ese diálogo
entre dos personas que buscan el mismo objetivo.
Y atender pacientes con problemas cardíacos es especial, con momentos muy
gratificantes y otros de frustración extrema. Uno pasa muchas noches a las corridas por
el hospital al grito de «Paro en el octavo piso», y sube escaleras con la certeza de que
cada minuto que pasa es vital. O encuentra en la calle a un joven tirado y ya no se puede
hacer nada, y trata de explicarle a la familia que la enfermedad cardíaca es así: estás bien
y de golpe no estás.
Nunca olvidaré a José, un inmigrante español dueño de una pizzería, que vino al
consultorio para un chequeo médico. Todos los estudios estaban bien y no había ningún
indicio de enfermedad. Nos saludamos y se fue a la casa. A las tres horas me llamó la
mujer porque José no había llegado. El hombre había tenido una muerte súbita en la
parada del colectivo. Me pregunté qué había hecho mal, pero no encontré nada en el
examen físico —todos los estudios estaban bien— ni él me había referido síntoma ni
dolencia.
Así es la cardiología: misteriosa, inquietante, un desafío permanente en cada decisión
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que tomamos. Me llevó años de médico asistencial comprender que la cardiología
tampoco es matemática. Se pueden hacer muchas cosas, salvar vidas y tener tiempo para
ofrecer el mejor tratamiento, pero a veces no alcanza, uno no tiene «la mano de Dios».
La experiencia hace que uno se vuelva más crítico, desconfiado, que pregunte más y
que le dé importancia hasta a lo más mínimo.
Por otro lado, la alegría no tiene medida. Cuando atiendo a una persona que se ahoga
por falta de aire y luego de tratarlo puede caminar con normalidad o cuando decido
enviar a un paciente a realizarle un bypass y que a la semana está en la casa, eso genera
sensaciones gratificantes inigualables.
Cuando alguien viene por un chequeo médico sabemos que estamos ante un futuro
candidato a estar enfermo y que la prevención es el único tratamiento. Esto se debe a
que, a diferencia de lo que ocurría a principios del siglo XX, cuando la mayoría de las
muertes era de origen infeccioso, hoy las enfermedades son el resultado de conductas
sociales que impulsan los factores de riesgo. Nuestra tarea es trabajar en prevenirlas.
A este cambio en las causas de por qué nos enfermamos se lo denomina transición
epidemiológica. Pasar del hambre a la abundancia, de caminar kilómetros para conseguir
alimentos a la entrega a domicilio, adquirir nuevos hábitos, como el tabaquismo o vivir
en conglomerados urbanos donde nos impactan los factores psicosociales, todo eso tiene
costo.
Hemos logrado en los últimos años un leve descenso en el número de muertes de las
personas que sufren un infarto o un accidente cerebrovascular, pero perdemos por
goleada en prevención. La mala alimentación y la falta de actividad física elevan el
número de obesos y esto empuja la cantidad de personas que desarrollan diabetes, una
enfermedad que tiene una relación directa con el corazón y el cerebro.
En este libro voy a contarles sobre algo crucial que me fascina y creo que todos
deberíamos conocer más: la relación cerebro-corazón. Es un tema actual con
impredecible futuro, vital en la relación médico-paciente.
Antes necesitamos entender qué es ateroesclerosis, angina de pecho e infarto y qué
conductas los predisponen. Porque tampoco podemos simplificar que el infarto es el
producto de una calentura. Hay algo emocional, pero a eso se le suma una constelación
de factores.
Durante mucho tiempo no les dimos a las emociones y los sucesos de la vida la
importancia que tienen en el desarrollo de estasenfermedades. Las emociones estaban
lejos del corazón y el cerebro. Nos ocupábamos por entender qué pasaba dentro del vaso
sanguíneo, cómo detectar precozmente la enfermedad y cuáles eran los estudios que nos
podían hacer suponer que un determinado paciente tenía riesgo de padecerla. Recién en
la década del ochenta empezamos a darle importancia a la prevención, aparecieron los
trabajos científicos que relacionaban fuerte tabaquismo, sedentarismo, obesidad,
colesterol alto o diabetes con estas enfermedades cardíacas. Luego incorporamos un
término utilizado en forma muy amplia, el estrés, que es un síndrome general de
adaptación cuya magnitud es diferente en cada ser humano.
Los eventos estresantes pueden ser agudos y desencadenar un tipo de consecuencia, o
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crónicos, como los que nos generan una carga. Eso nos permite entender cómo desgasta
el estrés psicosocial.
El impacto del estrés es de tal magnitud que en las mujeres hablamos de que su
corazón puede llegar a romperse. Ante situaciones de estrés agudo pueden presentar un
cuadro que todo hace pensar que es un infarto, y no lo es.
La llegada de la psiconeuroinmunoendocrinología permitió comprender la conexión
entre las emociones y los sucesos de la vida con la enfermedad. Hay un diálogo entre el
cerebro y el corazón. Y ese vínculo es más que una conexión. Así fue que además de
preguntarles a los pacientes si fumaban o tenían presión alta nos interesamos en conocer
si meses antes de llegar al hospital habían tenido algún problema emocional que hubiera
desencadenado la enfermedad. En muchas ocasiones es vital prestarles atención a las
historias de situaciones conflictivas que nos cuentan los pacientes que ingresan a las
unidades coronarias. A estos acontecimientos negativos los llamamos pródromos
emocionales: separaciones, divorcios, pérdidas económicas, de trabajo o de familiares
cercanos.
Hoy no tenemos dudas de que estas situaciones conflictivas se asocian con mayor
riesgo de enfermarse. Empezamos a encontrar cierta concordancia de situaciones
emocionales que ocurrían en las horas previas a comenzar con el dolor o sentirse mal,
como un ataque de ira, bronca o emoción violenta.
Escuché historias sorprendentes. Una tarde recibí en la unidad coronaria a Martín con
un ataque de ira que se generó al retrasarse la entrega de un automóvil 0 km. La bronca
fue tal que, luego de descargarse en la concesionaria, comenzó con un dolor de pecho
que terminó en un gran infarto.
Algo que se suponía una situación agradable terminó en un gran problema.
O la historia de Dimitri, un almacenero de barrio que tuvo que cerrar el negocio
luego de cuarenta años. La crisis económica y la instalación de un hipermercado a una
cuadra fueron letales para él: comenzó con un cuadro depresivo que ayudó a que
padeciera un accidente cerebrovascular.
Hoy sabemos que la ira, el mal humor, el temperamento, la depresión, un divorcio o
un simple partido de fútbol pueden dificultar esta conexión entre el cerebro y el corazón.
Y enfermar.
Es increíble analizar cómo en el Mundial de Alemania 2006, cada vez que jugaba la
selección local aumentaba tres veces la cantidad de personas que ingresaban a las
unidades coronarias. Y más interesante es cómo en un día feliz, como cuando Francia
ganó el Mundial 98, bajó la cantidad de muertos por infarto.
Vivir en un barrio desfavorecido, una niñez con una situación económica ajustada o
las crisis económicas y políticas también alteran esta conversación.
El misterio se acrecienta cuando nos preguntamos: ¿qué determina que de gozar
pasemos a estar muertos? ¿Qué es lo que ocasiona que de golpe a una arteria del corazón
se le ocurra taparse? ¿Cuál es el dedo que presiona el gatillo?
Por otro lado contamos con herramientas que nos ayudan a mejorar la relación entre
cerebro y corazón. En los últimos años creció el interés por las emociones positivas —
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felicidad, amor, risa, bienestar—, que podrían contrarrestar las negativas y protegernos
de la enfermedad.
Un estado placentero que genere felicidad, alegría, entusiasmo y satisfacción puede
tener un efecto positivo, y bajar la cantidad de infartos y muertes súbitas.
La risa es una de las mejores medicinas, hoy sabemos que ver una película cómica
aumenta el flujo sanguíneo y si vemos una de terror disminuye. Solo el hecho de
rodearnos con personas felices nos hace sentir mejor.
También la personalidad nos afecta: el mal humor o ser pesimistas daña la salud. El
apoyo psicológico es muy importante, consultar con un terapeuta cuando consideramos
que el diálogo está alterado es imprescindible, y luego de un infarto es tan importante
como un buen control de la presión arterial.
La actividad física es un excelente medicamento sin drogas, mucho más divertido y
económico, y se ha transformado en la vacuna para las enfermedades que no se
contagian.
La meditación o el mindfulness, como concepto psicológico en la concentración de la
atención y la conciencia, basados en la meditación budista son eficaces, en particular
para la reducción de la ansiedad, depresión y estrés.
En el inicio de la medicina se curaba con una mezcla de experiencia previa, intuición
y observación, en cambio hoy pasamos a la medicina basada en la evidencia. Es como
los partos: antiguamente, las matronas decían que los bebés nacían con luna llena y hoy
los obstetras cuentan con sofisticados métodos de diagnóstico.
Gracias a la evidencia médica confirmada a través de numerosos estudios podemos
afirmar que un infarto de miocardio se relaciona con afectos, condiciones y sucesos de la
vida.
Existe una fluida conversación entre cerebro y corazón que como todo diálogo puede
ser armonioso con palabras cariñosas o agradables que dan confort, bienestar y salud o
tornarse turbulento o agresivo y llegar a causar enfermedad o muerte.
Más de la mitad de mi vida se la he dedicado a la cardiología, he pasado por todas
sus etapas, de pensar solamente en lo científico a ser más humanista. De creer que todo
pasaba por la tecnología y la medicación a comprender la importancia que tiene cada
emoción que siente una persona antes de ser paciente.
Por eso este libro, porque quiero compartir este apasionante camino de los misterios
que existen en el diálogo entre corazón y cerebro.
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1
El origen del misterio
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Génesis
La palabra corazón proviene del sánscrito hrid, que significa saltador, por esa sensación
que nos genera dentro del pecho. También quiere decir ciervo: los hindúes representaban
el chakra del corazón con una imagen de este animal. Esta relación entre corazón,
saltador y ciervo se mantiene en las lenguas germánicas: en inglés corazón es heart y
ciervo hert, y en alemán herz y ciervo hirsch.
En griego pasó por krid, kridía, kirdía y kardias, y recaló en el latín cor. Llamamos
cardias a la parte superior del estómago, cercana al corazón, y muchas palabras de uso
diario están vinculadas a este vocablo, como miocardio, electrocardiograma o
cardiología.
Del latín cor pasó al francés coeur, al italiano cuore y en español lo agrandamos y lo
llamamos corazón, un cor grande.
El vínculo con el corazón también está presente en otras palabras cotidianas, como
cuando los corazones se ponen de acuerdo o coinciden. Lo mismo cuando hablamos de
concordia o corazones que laten en simultáneo, lo contrario de discordia, corazones que
se separan. Podemos ser cordiales, misericordiosos, llenarnos de coraje, o ponernos
melancólicos y recordar algo trayendo un recuerdo al corazón. Se relaciona con la mujer
que ama y con el hombre que es valiente. Antiguamente a la epilepsia se la llamaba gota
coral porque se suponía que afectaba el corazón y coralera también una bebida
alcohólica que, se creía, mejoraba el ánimo porque estimulaba el corazón.
Es curioso el nexo que existe en los idiomas entre cerebro, memoria y corazón.
Aprender de memoria se dice en francés apprendre par coeur y en inglés to learn by
heart, es decir, literalmente, «aprender por corazón». En español esta relación no es
evidente, pero la palabra recordar deriva de ladenominación de corazón en latín (cor,
cordis), precedida del prefijo re-. Una corazonada implica una intuición, y cuando no
queremos olvidarnos de alguien decimos que «queremos tenerlo para siempre en el
corazón». En el antiguo Egipto se consideraba que el corazón era el asiento de la
conciencia moral y lo representaban como una vasija donde se hallaba la esencia de las
experiencias vividas. Por ese motivo, en la preparación para la momificación se extraían
de los cadáveres las vísceras y el cerebro, que se guardaban en los vasos canopos, pero el
corazón se volvía a colocar en el interior del cadáver «para devolver al difunto su
memoria», como reza el capítulo XXV de El libro de los muertos.
Otro origen que se postula es que del sánscrito ker salen las palabras cerebro y
corazón, ker se vincula con el fuego y esa raíz está también presente en el término griego
keramos que significa arcilla, barro, y de ahí viene cerámica. Es poético pensar que
siendo el corazón la sede de los sentimientos y el cerebro la sede de la razón ambos
nombres tengan un origen común que surge del barro. Del polvo venimos y al polvo
vamos.
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Una máquina increíble
Para poder transitar los caminos del diálogo cerebro-corazón es importante saber que
el cuerpo humano es una máquina increíble que, por día y sin que lo percibamos,
parpadea diez mil veces y respira otras veinte mil, mientras el corazón registra cien mil
latidos.
Este funcionamiento extraordinario y misterioso para algunos nace de un fragmento
de polvo de estrellas más un poco de oxígeno, carbono e hidrógeno, al que si se le suma
un puñado de elementos al alcance en cualquier almacén, lo mezclamos y dejamos
marinar 3.800 millones de años, evoluciona en un hombre. Para otros esto no podría
suceder sin una acción divina.
Dentro de ese desarrollo surge el sistema circulatorio por el que viajan cinco litros de
sangre por minuto a través de 96.000 kilómetros de arterias y venas, dos veces la
distancia alrededor de la Tierra.
El corazón, un órgano de 280 gramos, es el encargado de bombear la sangre con
oxígeno que le llega de los pulmones. La genialidad de esta maravilla muscular radica en
millones de células cardíacas que laten en armonía y logran que el 60 por ciento de la
sangre que le entra pueda salir.
Pero no sólo necesitamos de una buena bomba para llevar oxígeno a las células, sino
también de mejores tuberías. Estas «cañerías» se hacen cada vez más pequeñas hasta
llegar a una red de capilares tan delgados que los glóbulos rojos de 2,5 micrones de
ancho deben pasar en fila.
El cuerpo cuenta con diez mil millones de capilares por donde el dióxido de carbono
y las toxinas salen e ingresan a las venas que elevan la sangre de vuelta al corazón y los
pulmones. Esta acción se logra gracias a que el corazón posee un sistema eléctrico que
controla la frecuencia de los latidos. Entre sesenta a cien por minuto son los latidos
considerados normales, mientras que con el ejercicio pueden llegar a doscientos. De esta
manera, el corazón, ante la mayor demanda de oxígeno y nutrientes, bombea más sangre
que en reposo. Cuatro válvulas internas se encargan de que la sangre circule en la
dirección adecuada. La sangre oxigenada es bombeada del lado izquierdo del corazón
hacia la aorta, que la distribuye por todo el organismo. La misión es llevar oxígeno y
nutrientes a cada una de las 140.000 millones de células.
La sangre viaja por las venas de regreso a la parte derecha del corazón, con los
desechos celulares. De aquí es bombeada a través de la arteria pulmonar a los pulmones
donde toma oxígeno, y luego retorna al lado izquierdo del corazón para ser bombeada de
nuevo a todo el cuerpo.
Imaginemos el corazón como un dúplex con dos habitaciones arriba (aurículas) y dos
abajo (ventrículos), comunicados entre sí por una válvula. Al lado izquierdo llega la
sangre oxigenada proveniente de los pulmones, que es enviada hacia el cuerpo a través
de la arteria aorta que posee una válvula que evita el retorno de la sangre. A las
habitaciones del lado derecho llega por el sistema venoso la sangre sin oxígeno y
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nutrientes para ser enviada a los pulmones.
La «llave» que regula el sistema eléctrico y determina la frecuencia de latidos está en
la habitación superior (aurícula derecha).
Todo este maravilloso y coordinado funcionamiento es acompañado por cambios de
presiones. Cuando el corazón se contrae y la sangre es enviada a los vasos, la presión
llega a tope y se denomina sistólica, y a la inversa, cuando se relaja y baja al mínimo,
diastólica.
En el transcurso del día la presión varía de manera intensa y es más elevada en las
horas de actividad y baja durante el sueño. A la mañana tenemos valores más altos y
existe un aumento durante el invierno y descenso durante el verano.
Para que esto suceda sin problemas, todo el tiempo, sin que lo percibamos, debe
existir un funcionamiento correcto de muchos órganos. Pero es de vital importancia la
unión del cerebro, que es el órgano que dicta nuestra actividad, y del corazón, el
principal aliado y encargado de nutrirlo.
Desde la antigüedad, el corazón es considerado el rey del cuerpo porque se conocía la
importancia como bomba para impulsar la sangre. Y como todo rey tiene corona, a las
arterias que nutren sus paredes las bautizaron coronarias. Para poder latir 100.000 veces
por día, las paredes requieren sangre y oxígeno, que aportan las arterias coronarias que
salen de la aorta y cursan sobre la superficie del corazón enviando pequeños vasos
dentro del músculo cardíaco. Son como dos brazos que rodean al corazón, el derecho y
el izquierdo, y este último se divide en dos, la arteria descendente anterior y la
circunfleja. Estas pueden ir estrechándose paulatinamente por un proceso
arterioesclerótico, y ello ocasionará que los pacientes presenten dolor de pecho, o un
coágulo puede ocluirla en forma repentina y causar un infarto o muerte súbita por
arritmia letal.
Línea directa
Cerebro y corazón tienen una relación simbiótica, no pueden vivir uno sin el otro. El
corazón le lleva sangre con oxígeno y nutrientes al cerebro para que despliegue la
fabulosa función como una de las estructuras más complejas del universo. El cerebro
inerva al corazón por intermedio de señales nerviosas que transmiten funciones, como
incrementar la frecuencia de latidos, o comunicarle estados de ánimo, como ira,
depresión, hostilidad, euforia o alegría. Esto ha generado que el corazón se transforme, a
lo largo de la historia de la humanidad, en la sede de las emociones.
Las vías de comunicación entre estos dos órganos vitales para la superveniencia son
la sangre y los nervios. Por la sangre viajan moléculas químicas neurotransmisoras,
como las citoquinas, con mensajes en forma bidireccional entre el cerebro y el corazón.
Por la vía nerviosa se comunican por intermedio del sistema nervioso autónomo,
encargado de regular funciones corporales involuntarias, como la frecuencia cardíaca o
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la respiración.
El sistema nervioso autónomo tiene dos ramas, la simpática implicada en actividades
que requieren gasto de energía y preparación del cuerpo para reaccionar ante una
situación de estrés; y otra parasimpática que mantiene al cuerpo en situaciones normales,
luego de haber pasado la situación de estrés. Ambas ramas trabajan como las riendas de
un caballo, deben estar parejas para que funcionen de manera correcta.
Por otro lado, son curiosas las conexiones que existen entre marcadores bioquímicos
que acercan las células del cerebro con las del corazón, ambas tienen una particularidad,
son células especializadas porque están diseñadas para realizar funciones específicas y
con capacidad de despolarizarse. La creatinkinasa (CK) es una enzima que tiene dos
subunidades, la B, de «brain» (cerebro) y M, de «músculo»; se llaman así porque se
encuentran preferentemente en el cerebro y los músculos. Pero existe una tercera
subunidad de composición mixta, la CK-MB, que se localiza casi exclusivamente en el
músculo cardíaco. Parece que el corazón se encontrara enzimáticamentea medio camino
entre el cerebro y los demás músculos.
Otro componente bioquímico que también tiene una estrecha relación es el llamado
péptido natriurético cerebral (brain natriuretic peptide, BNP), que está presente en el
cerebro humano, pero se encuentra en mayor cantidad en corazón. Se eleva cuando el
corazón engorda, proceso que se llama hipertrofia ventricular, y cuando el corazón se
agranda y se torna insuficiente, manifestándose como una insuficiencia cardíaca. El BNP
no puede entrar al cerebro, no cruza la barrera llamada hematoencefálica, que se encarga
de decidir quién entra y quién no. Por lo tanto el cerebro también lo produce para poder
realizar las tareas que tiene que hacer en su interior. Existe una curiosa relación entre
corazón y cerebro, por cuanto ambos sintetizan independientemente BNP.
La conversación entre estos dos sistemas amigos e inseparables es muy fluida y un
problema que padezca uno de ellos afectará al otro de inmediato. Un accidente
cerebrovascular va a cambiar el funcionamiento cardíaco, y una alteración del ritmo
cardíaco, como una arritmia llamada fibrilación auricular, puede afectar la llegada de
sangre o formar coágulos que impacten en el cerebro.
Esta conexión puede generar diferentes tipos de diálogo: turbulento, en presencia de
mal humor, estrés agudo o crónico, emociones negativas o depresión o factores
psicosociales desfavorables, como crisis económicas, inequidad social, tragedias o
pesimismo. También puede haber conversaciones agradables que generen bienestar y
salud, como la risa, la alegría, el amor y el optimismo.
Una transición que enferma
El corazón es un órgano vulnerable y en las últimas décadas nos hemos encargado de
maltratarlo. Con los avances que logró la humanidad adquirimos conductas inéditas que
generaron nuevas enfermedades. Y aunque se han logrado acelerados progresos en la
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cardiología, las enfermedades cardiovasculares y cerebrovasculares son un problema
para toda la humanidad, con enormes repercusiones económicas. Constituyen el mayor
azote en los países desarrollados, golpean sin aviso y causan un gran número de personas
con incapacidad. Tienen la misma magnitud que otras grandes plagas que padeció el
hombre, como la peste bubónica, la fiebre amarilla o la viruela. Hace cien años sólo una
persona de diez moría por una enfermedad del corazón, en cambio hoy más de la mitad
la padece. Esto es consecuencia de un profundo cambio en la salud de los seres
humanos: en 1900, las enfermedades infecciosas y la malnutrición eran la causa de
muerte más habitual. Mi abuelo falleció a comienzos de siglo XX por tuberculosis, antes
del descubrimiento de los antibióticos, y mi padre a fin del mismo siglo como
consecuencia del tabaquismo. Dos enfermedades frecuentes en cada época, iconos de
esta transición. Hoy las enfermedades crónicas, como la enfermedad cardíaca o el
cáncer, ocupan el primer puesto en los decesos y son ocasionadas en gran parte por
conductas sociales que hemos adquirido.
Ese cambio en el tipo de enfermedad que causa gran parte de los fallecimientos
recibe el nombre de transición epidemiológica. Esta variación tiene una estrecha relación
con los cambios en la riqueza, la estructura de la sociedad y la demografía. Es distinto de
un país a otro, por ejemplo, la esperanza de vida en Japón es alrededor de 80 años, en
Argentina de 76 y en Sierra Leona de 37.
Es interesante comparar las diferencias que existen en la cantidad de personas que
padecen un infarto o un accidente cerebrovascular dentro de una misma región del
mundo. En Europa, por ejemplo, es más prevalente en el norte y disminuye a medida que
se acerca al mar Mediterráneo.
Japón es un caso único, a principios del siglo XX disminuyeron las enfermedades
infecciosas y se dispararon las cardiovasculares con una tasa de las más altas del mundo.
Pero desde los años 60 se han reducido en un 60 por ciento y hoy disfruta de la mayor
esperanza de vida del mundo. Es probable que hayan influido factores genéticos en este
descenso, pero a esto se le asoció la dieta tradicional que contiene muy pocas grasas, lo
que conlleva a que tengan bajos niveles de colesterol en sangre.
Todos estos cambios en la forma de vivir han mejorado la calidad de vida, pero
también generaron nuevas enfermedades.
Del hambre al exceso de colesterol
El ser humano, en su evolución, ha vivido bajo la amenaza del hambre, epidemias y
afectado por numerosas enfermedades infecciosas. Como consecuencia, padeció durante
siglos una elevada mortalidad infantil y una esperanza de vida que rondaba los treinta
años. La desnutrición lo diezmó durante milenios.
El cerebro fue uno de los órganos más afectados ya que es el que más rápido crece y
el que más necesita alimentos en el primer año de vida. De 35 gramos que pesa al nacer
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pasa a 900 a los catorce meses, y es cuando se interconectan las neuronas, la época del
cableado neurológico. Este desarrollo depende en gran medida de la alimentación.
Luego aparecieron las epidemias, y las poblaciones que las superaron tardaron años
en llegar a la Revolución Industrial que trajo aparejada abundancia de alimentos. Pero
también la proliferación de enfermedades infecciosas, como la tuberculosis, el cólera, la
diarrea y la gripe, asociadas a la concentración en poblaciones y ciudades.
La llegada para una parte del mundo del fin de la escasez de los alimentos disminuyó
la mortalidad infantil por malnutrición y la susceptibilidad a las infecciones. A esto se le
sumó la aparición de medidas efectivas de salud pública que incrementaron la esperanza
de vida.
Las mejoras económicas y el fenómeno urbano alteraron el modo de vida, con
cambios en la dieta y el ejercicio físico, pero se adoptaron nuevos comportamientos,
como el tabaquismo. Se empezaron a consumir alimentos de bajo precio pero más ricos
en grasa de animales. Se mecanizó la industria y hoy se queman menos calorías con el
consiguiente aumento de peso, niveles de colesterol, presión arterial y azúcar en sangre.
Luego de este punto emergen las enfermedades creadas por el hombre, como la
hipertensión arterial, la diabetes tipo II y la ateroesclerosis.
Los adelantos tecnológicos, como las unidades coronarias, la cirugía de bypass y el
éxito de las estrategias de prevención como las medidas antitabaco o el control de la
tensión arterial lograron retrasar la muerte y disminuir la mortalidad cardiovascular.
Hemos transitado un proceso en el que sufrimos hambre y el cerebro fue el más
afectado; luego le tocó el turno a las enfermedades infecciosas, y hoy las conductas
propias vuelven a tener como blanco al cerebro, pero se le agrega un aliado: el corazón.
Argentina, ni tan rica, ni tan pobre
Esta inequidad en el grado de calidad de vida de las personas de pasar hambre a
sufrir por exceso, hoy está presente en muchos lugares del mundo, incluso en la
Argentina, donde algunos sufren por escasez de alimentos y otros por abundancia.
Es interesante analizar lo que sucede en un mismo país donde segmentos de la
población pueden evolucionar a un ritmo distinto a otros como consecuencias de
variables económicas, sociales y culturales. Los cambios comienzan en los de mayor
nivel socioeconómico y se extienden a grupos menos favorecidos.
Las clases privilegiadas son las que primero dejan de padecer malnutrición y
enfermedades infecciosas, pero las primeras en adquirir comportamientos de riesgo que
derivan en afecciones cardiovasculares o accidente cerebrovascular.
La Argentina en términos de transición epidemiológica está en una situación
intermedia, entre los países industrializados, como Estados Unidos, Canadá y Australia y
los países en desarrollo como China, África subsahariana y el Caribe.
El 70 por ciento de la mortalidad en la Argentina está vinculado a enfermedades no
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transmisibles, como las cardiovasculares, cerebrovasculares y el cáncer.
La obstrucción de las arterias coronarias por un proceso ateroesclerótico que
desencadenan los infartos representa una de cuatro muertes.
Aunque en los últimos años logramosbajar la cantidad de muertes de origen cardíaco
todavía representan el 35 por ciento. La causas de esta reducción, de las cuales he sido
testigo, se debe en un 60 por ciento a la prevención y la corrección de los factores de
riesgo que desencadenan. Esta reducción fue notable en las décadas de los 80 y 90 pero
sufrió una desaceleración a partir de 2000 porque hay factores de riesgo descontrolados,
como la obesidad y la diabetes.
A esto hay que sumarle la dificultad para implementar medidas que sabemos que son
efectivas, como bajar el uso de sal en la elaboración de alimentos procesados.
Una deuda que tenemos es la alta incidencia de la enfermedad de Chagas. He tenido
la oportunidad de trabajar con médicos rurales de Chaco, Formosa y Misiones y
compartir la preocupación por la gran cantidad de pacientes que recibían a diario con las
complicaciones que ocasiona esta enfermedad. Es una realidad muy preocupante porque
afecta a casi dos millones de argentinos y 700.000 tienen dañado el corazón, lo que
constituye una marca a fuego de la pobreza.
Hay análisis ecológicos recientes que demuestran una correlación muy clara entre la
enfermedad cardiovascular y tres factores de riesgo: el tabaquismo, el colesterol elevado
y la hipertensión arterial, y a esto debemos sumarle sedentarismo, obesidad, diabetes y
los factores psicosociales a los cuales haremos hincapié en este libro.
Inventos médicos
Ante el enorme crecimiento de las enfermedades que se relacionan con las conductas
sociales que afectan en gran medida al cerebro y corazón, no nos hemos quedado con los
brazos cruzados. En los últimos treinta años los médicos hemos retrasado la muerte de
los pacientes que padecen una enfermedad cardíaca en un promedio de seis años. Ha
contribuido el bypass —la creación de René Favaloro—, que es un «puente» arterial o
venoso más allá de la obstrucción en una arteria coronaria. Otro invento argentino —esta
vez del radiólogo Julio Palmaz— que salva cada vez más vidas en todo el mundo fue la
angioplastia con la colocación de un stent. Se trata de una malla metálica expandible y
cilíndrica que se introduce en las arterias, venas u otros órganos huecos, cuando están
obstruidos. Esta oclusión se debe por lo general a placas de ateroma producidas por el
colesterol y otras grasas y el stent sostiene la pared de la arteria desde adentro.
Otro avance fue la aparición de drogas para el tratamiento del colesterol, como las
llamadas estatinas, que disminuyen el colesterol, y además tienen la virtud de estabilizar
y desinflamar las placas de ateroesclerosis; o las llamadas antitrombóticas y
antiagregantes —la más conocida es la aspirina—, que impiden la formación del coágulo
que obstruye una arteria.
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El control efectivo se logra con estas drogas que se adaptan a cada paciente y la
verificación de la hipertensión arterial.
A los avances del laboratorio se les sumaron equipos tecnológicos como los
desfibriladores y marcapasos. Los desfibriladores emiten una descarga eléctrica cuando
el corazón se detiene por alguna causa. Pueden colocarse debajo de la piel en los
pacientes que tienen riesgo de tener muerte súbita o externos en lugares como canchas de
fútbol, aeropuertos o shoppings, donde concurre gran cantidad de personas y son vitales
en la reanimación cardiopulmonar.
El marcapaso fue creado en 1932 por el cardiólogo Albert Hyman, a quien entonces
tildaron de hereje porque decían que no era natural revivir a los muertos. Hoy más de
tres millones de personas caminan por el mundo con uno.
Todos estos avances en la detección, el tratamiento y la prevención de la enfermedad
han permitido prolongar la vida de los pacientes y reducir el riesgo de padecer una
enfermedad coronaria o cerebrovascular en un 40-50 por ciento.
Aun con estos logros perdemos por goleada en prevenir las enfermedades cardíacas y
es probable —como remarca la Organización Mundial de la Salud— que en pocos años
ocupen el primer puesto de mortalidad y enfermedad a nivel mundial. Esto es ocasionado
por el aumento de la edad media de la población y el de personas que adquieren el hábito
de fumar. También colabora la urbanización, que lleva a una disminución de la actividad
física, aumento del consumo de grasas y un importante estrés psicosocial.
Un rol fundamental juega el mayor número de personas obesas, lo que constituye uno
de los problemas más importantes de la salud pública mundial y determina que una
mayor cantidad de gente padece diabetes e hipertensión arterial.
El factor GPS
El diálogo cerebro-corazón y la posibilidad de enfermarse que tienen ambos es
diferente según donde vivas y el nivel social y cultural al que pertenezcas.
Tomemos como ejemplo la Argentina, un país de cuarenta millones de habitantes,
con una expectativa de vida de alrededor de 76 años y donde el 23 por ciento fallece por
enfermedad cardíaca y el 8 por ciento por accidente cerebrovascular. Existen grandes
diferencias entre las causas de enfermedad y muerte según la región del país.
Si se relacionan las condiciones de salud con las de vida podemos dividir el país en
cuatro estratos según el ingreso per cápita.
El estrato 1 lo conforman las zonas más ricas del país, como Buenos Aires, La Pampa
y Neuquén y el estrato 4 las más desaventajadas, como Jujuy, Chaco y Formosa donde
encontramos la mayor cantidad de años de vida potencialmente perdidos.
En el estrato 1, a diferencia del 4, es mayor el número de muertes por enfermedad
cardíaca sobre el número de accidentes cerebrovasculares. En cambio es más alta la
cantidad de pacientes que sufren ataques cerebrales en las zonas más desfavorecidas.
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En las zonas con mayor ingreso per cápita y urbanas predominan las enfermedades
que afectan el corazón, probablemente por el impacto del estrés y donde el estrés
psicosocial sea de mayor relevancia.
En cambio en las zonas con menor ingreso per cápita y rurales predomina el
accidente cerebrovascular por mala alimentación y falta de control de uno de los factores
de riesgo que más influye en su desarrollo: la hipertensión arterial.
Junto a una médica rural recorrí un área desértica del centro del país donde vivían
familias que criaban animales, en especial, cabras. Me llamó la atención que la mayoría
tenía presión elevada y varios padecían secuelas de accidentes cerebrovasculares. Al
terminar la recorrida y comentar los casos, la doctora me explicó que la alimentación de
esa gente era a base de carne conservada en sal (charqui), ya que no había electricidad y
era la única forma de mantenerla. Una mala alimentación sumada a la falta de
información explican estas diferencias.
Sube y baja
El área de vigilancia epidemiológica del Ministerio de Salud realiza desde 2005 y
cada cinco años una encuesta nacional de factores de riesgo. Estos relevamientos
mostraron que los argentinos somos muy conscientes de que el tabaco hace mal. Desde
1989 unas de mis tareas como médico de hospital es brindar a las personas que fuman,
técnicas para dejar el hábito. Hoy tenemos herramientas conductuales y farmacológicas
que los ayudan, sumadas a las medidas antitabaco, como restringir las áreas para fumar,
que lograron que en diez años un millón de argentinos deje de hacerlo.
Pero se ha incrementado el número de habitantes con obesidad, diabetes y
sedentarios. Además, consumimos mucha sal y pocas verduras y frutas. Con los
conocimientos actuales y las estrategias de prevención que disponemos tal vez sea
posible alterar el curso natural de esta transición epidemiológica y así reducir la carga
global de las enfermedades cardíacas y cerebrales en los argentinos.
El crecimiento de las naciones mejora ciertos aspectos en la calidad de vida de sus
habitantes, pero son inevitables algunas consecuencias sobre la salud. Según la OMS se
prevé un aumento en estos países de las enfermedades no transmisibles, en especial de
los infartos y accidentes cerebrovasculares.
El aumento en la expectativa de vida, las mejoras en la economía y las políticas de
salud disminuyeron las enfermedades infecciosas y la mortalidadinfantil. Pero se
adquirieron hábitos de vida poco saludables, como la falta de actividad física, la
obesidad y el consumo de tabaco.
Los costos económicos que generan las enfermedades cardíacas y cerebrales son
enormes, y una parte considerable de los gastos que representa la enfermedad es posible
aminorarlos mediante estrategias poblacionales.
Para que el desarrollo vaya de la mano de la salud considero que el reto en los
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próximos veinte años es hablar de promoción de la salud, además de enfocar el esfuerzo
en la prevención de la enfermedad mediante la corrección de los factores de riesgo.
Un ejemplo de esto es comenzar desde la niñez, para que los niños adquieran hábitos
saludables como, por ejemplo, la actividad física y una alimentación sana y que eviten
comenzar a fumar.
Esto es más fácil que luego ayudarlos a dejar el tabaquismo o tratar las consecuencias
de la obesidad y la diabetes. Aunque es excepcional la enfermedad cardíaca en los niños
y adolescentes, los hábitos de riesgo que promueven el desarrollo de la ateroesclerosis
comienzan muy temprano en la infancia y se arrastran durante toda la vida.
El concepto actual es lograr una «salud cardiovascular ideal», incentivando cuatro
hábitos: no fumar, hacer actividad física, tener el peso ideal y consumir una dieta
saludable. Si a esto le sumamos tres indicadores biológicos, como presión arterial,
azúcar y colesterol normal, lograremos el objetivo. Creo que el concepto es hablar de
salud y no de enfermedad para que las personas sanas sigan sanas.
Muchas veces hablar de los factores que generan una enfermedad tiene una
connotación negativa. El objetivo es estar un paso delante de la enfermedad.
Conductas que enferman
Es interesante comprender cómo empezamos a darnos cuenta de que ciertas
conductas enfermaban a corazón y cerebro.
Las enfermedades cardíacas se describieron a principios del siglo XX y en un
comienzo todos los esfuerzos se centraron en los aspectos curativos de la enfermedad.
Pero con el paso del tiempo nos dimos cuenta del peso de la medicina preventiva,
especialidad a la que desde la Antigüedad ya los chinos le daban mucha importancia,
porque le pagaban al médico cuando estaban sanos y dejaban de hacerlo cuando se
enfermaban.
Comenzaron a publicarse estudios que demostraron que los ataques cardíacos
ocurrían en algunas poblaciones y en otras no, identificando ciertas conductas que
llamamos factores de riesgo para padecer enfermedades del corazón y cerebro.
Se comenzó a darle importancia a la alimentación cuando descubrieron que los
esquimales de Groenlandia no padecían enfermedades secundarias a la ateroesclerosis,
como resultado de su alimentación baja en carbohidratos y alta en grasas y proteínas de
origen animal proveniente del pescado. Debido a que el clima polar es poco adecuado
para la agricultura y carece de tierra fértil durante gran parte del año, la dieta tradicional
Inuit es a base de focas.
Lo mismo sucedía con los japoneses, pero lo interesante fue cuando observaron que
aquellos que emigraban a California pasaban a tener la misma cantidad de enfermedades
cardíacas que los norteamericanos.
Esto descartó la teoría genética y consolidó la importancia de las conductas sociales,
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ya que los japoneses que se mudaban a Occidente cambiaban de hábitos y también el
porqué se enfermaban.
Luego se destacó la importancia de la actividad física con estudios que mostraron que
los carteros ingleses, en la época pre-Internet que repartían las cartas a pie, o los
cuidadores de camellos de Somalia, que caminaban largas distancias, tenían menos
infartos que el resto de la población.
Y en la última mitad del siglo XX, pese al esfuerzo de la industria tabacalera por
ocultarlo, aprendimos que el tabaco es letal para los pulmones, corazón y cerebro.
Las enfermedades cardíacas no se deben a una causa única como las infecciosas, su
origen es multifactorial y contribuyen a provocarlas factores genéticos y conductas
adquiridas.
Han sido identificados varios factores que por sí solos o en combinación facilitan el
desarrollo de enfermedades ateroescleróticas.
Por lo tanto podemos definir a los factores de riesgo como costumbres o hábitos
adquiridos que predisponen a un aumento de la incidencia de estas enfermedades y cuya
corrección mejora no sólo la calidad de vida sino que prolongan la sobrevida.
Se dividen en aquellos que se pueden modificar y en aquellos donde no podemos
actuar. Los NO modificables son la edad, a medida que crecemos el riesgo es mayor; el
sexo, porque los hombres tenemos más riesgo que las mujeres, hasta que estas llegan a
una edad determinada de la vida, y los antecedentes familiares, si nuestros padres
padecieron una enfermedad cardíaca o cerebral antes de los cincuenta años no lo
podemos modificar.
Conocer estos factores no modificables nos permite poder realizar acciones de
prevención más enérgicas sobre las personas que los tienen.
Y los modificables son aquellos sobre los cuales podemos actuar en forma directa
para disminuir el riesgo y son tabaquismo, obesidad, sedentarismo, diabetes, estrés y
factores psicosociales.
Hoy podemos asegurar que estas conductas que los seres humanos hemos adquirido
en los últimos cien años se relacionan en un 90 por ciento con la probabilidad de sufrir
un infarto o accidente cerebrovascular.
El estudio más grande del mundo de factores de riesgo de accidente cerebrovascular,
llamado interstroke, en el cual se incluyeron más de 27.000 pacientes de 32 países,
demostró que son los mismos que para padecer un infarto.
Si a esto le sumamos que consumimos pocas verduras y frutas, el riesgo es mayor de
que se nos tape una arteria, que nos puede causar una de estas enfermedades o la muerte.
Lo que se puede saber
Cuando atendemos a una persona sana o que ya tuvo un infarto y queremos saber qué
riesgo tiene de complicarse, los médicos contamos con tablas que nos permiten
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cuantificar el riesgo.
En las personas que tienen riesgo elevado o ya se han enfermado, estas tablas nos
permiten implementar un tratamiento adecuado y a tiempo, con gran repercusión sobre la
salud.
Hoy podemos evaluar el riesgo que tenemos de sufrir una enfermedad cardiovascular
en los próximos diez años a través de los llamados scores de riesgo. Estos se basan en el
seguimiento de muchas personas durante mucho tiempo. El más importante es el
realizado en un pueblo llamado Framingham (Massachusetts) al norte de los Estados
Unidos, que se inició en 1948, y desde esa fecha los participantes son estudiados con una
historia médica detallada cada dos años. Ya se han incluido tres generaciones.
Las tablas de riesgo y las guías que nos dicen cómo tratar a los pacientes son
publicadas por las grandes sociedades científicas y constituyen herramientas de suma
utilidad para el diagnóstico y tratamiento.
Pero nos representan un desafío médico, ya que es una ingenuidad creer que todos los
pacientes están dentro de estas tablas de riesgo o las guías que nos dicen cómo tratarlos.
Siempre debemos tener en cuenta que todos los seres humanos tenemos una
individualidad.
Si confiamos plenamente en estos cálculos matemáticos sin tener en cuenta la
historia del paciente, corremos el riesgo de incluir a personas enfermas como sanas o
subestimar a quienes en los cálculos nos dan sanas y el riesgo es elevado.
Hacia la muerte súbita
La arterioesclerosis es una enfermedad de la pared de los vasos sanguíneos, que se
desarrolla lenta y silenciosamente desde la niñez hasta la vejez. La mayoría de las
personas mayores de cuarenta años ya tenemos arteroesclerosis en las arterias coronarias.
Genera un engrosamiento en el interior de los vasos, estrechando su luz, y ante una
mayor demanda de oxígeno y nutrientes de parte de las paredes del corazón, no se puede
cumplir con el flujo sanguíneo requerido. Por factores como la presión arterial alta o el
consumo de cigarrillos se lastima la pared interior de la arteria y en este punto se forma
la placa ateroesclerótica, que es como un grano que crece dentro de suinterior y puede
llegar a taparla. Partículas de colesterol llegan y reducen la posibilidad de su caudal. A
veces, esto puede complicarse, provocando que la placa se rompa en el interior del vaso
y, para remediarlo, concurren moléculas que empeoran la situación y cierran en forma
abrupta toda la arteria.
Además del concepto del depósito de grasas en el interior de los vasos hoy sabemos
que también intervienen mecanismos de inflamación, que vinculan los factores de riesgo
con el desarrollo de ateroesclerosis. En el corazón se lesionan las arterias coronarias que
se encargan de llevar sangre para nutrir sus paredes.
Al comenzar a taparse, ocasionan dolor en el pecho. Es la llamada angina de pecho.
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Angina en griego es ankhon, que significa estrangular, y se relaciona con angustia y
angosto. Puede ocurrir que se tape toda la luz del vaso, y al pasar un tiempo determinado
se muere la zona nutrida por esa arteria y produce el temible infarto. Si el infarto es muy
grande o se acompaña de una arritmia llamada fibrilación ventricular, puede
desencadenar una de las formas más dramáticas de presentación de la enfermedad
cardíaca: la muerte súbita.
La mayoría de nosotros conoce alguien que perdió la vida repentinamente y en los
últimos años hemos escuchado con mayor frecuencia casos de personas conocidas que
sufrieron una muerte súbita. Mientras comía en la casa se empezó a sentir mal y sin dar
tiempo a nada se murió; o lo fueron a despertar y no se despertó; recibió un llamado
telefónico en el que le dijeron que secuestraron al hijo, se infartó y murió.
Noticias que nos impactan, y nos cuesta creer que una persona estaba en perfecto
estado y de golpe perdió la vida.
Para nosotros los médicos es una enfermedad sin enfermo. Son situaciones de
características dramáticas difíciles de explicar a los seres queridos de las personas que la
padecen. Pero es más frecuente de lo que uno piensa, en la Argentina se producen 40.000
muertes por año, cuatro por hora, una cada quince minutos. Se define como aquella que
ocurre por causas naturales dentro de la primera hora de iniciados los síntomas y no se
debe a un accidente, un suicidio, o un envenenamiento. En el 90 por ciento de los casos
es de origen cardíaco, en particular después de los 35 años.
La incidencia real varía de un país a otro dependiendo de la cantidad de gente que
sufre enfermedades cardiovasculares o cerebrovasculares.
Más nos cuesta entender cuando le pasa a atletas de elite, deportistas de alto
rendimiento o a una persona joven. Se desplomó luego de recibir una distinción por una
competencia de veintiún kilómetros; un estudiante en un colegio se desplomó mientras
participaba en la clase de educación física y no supieron qué hacer; o se empezó a sentir
mal en el medio de un partido de fútbol y murió.
La muerte súbita en el deporte es cuando ocurre durante la práctica o hasta una hora
después de finalizada. Es muy poco frecuente, pero vemos futbolistas, basquetbolistas o
rugbiers que durante un partido se desploman. En estos casos la diferencia entre la vida y
la muerte es saber qué hacer.
Dos ejemplos. Muamba, jugador del Bolton del fútbol inglés que sufrió un paro
cardíaco en el medio del partido y salvó la vida gracias a que los médicos le realizaron
maniobras de reanimación cardiopulmonar y tenían desfibrilador. Piermario Morosini,
centrocampista del Livorno, de 25 años, tuvo una muerte súbita sobre el césped del
Adriático, el estadio del Pescara, tardaron en reanimarlo, no había desfibrilador y cuando
llegó la ambulancia ya era tarde.
Los seres humanos podemos estar alrededor de cuarenta y cinco días sin comer, siete
días sin agua y solo algunos minutos sin respirar. Por eso el tiempo es oro.
Todos podemos aprender qué debemos hacer ante un caso de muerte súbita. Todos.
No nos lleva mucho tiempo, no hace falta ser médico ni estar relacionado con la salud.
Pero es muy importante prevenir la muerte súbita para no llegar a tenerla mediante la
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corrección de los factores de riesgo y realizar los chequeos médicos correspondientes
sobre todo antes de realizar actividad física.
La hora del infarto
Un característica llamativa es que la muerte súbita y los infartos son más frecuentes
por la mañana, entre las 7 y 11. Esto tendría una explicación. Todos los animales
tenemos un reloj biológico que determina ritmos circadianos, son tiempos para dormir,
despertar o tener hambre, controlados por un reloj biológico que se encuentra en el
hipotálamo del cerebro. Esta área mide el tiempo y nos dice qué hora es. El ciclo
circadiano afecta muchas hormonas y entre ellas la del estrés, llamada cortisol. El
cortisol es una hormona producida por la glándula suprarrenal y su función entre otras es
aumentar los niveles de azúcar. Por la mañana necesitamos más combustible para estar
alertas. Se produce un pico en su libración que desencadena una importante respuesta
cardiovascular. Esta respuesta puede favorecer la aparición de arritmias cardíacas o la
obstrucción de una arteria.
Los factores de riesgo que podemos modificar son el tabaquismo, la hipertensión
arterial, el colesterol elevado, la obesidad, el estrés y el sedentarismo.
Hoy ya no tenemos dudas de que esa planta nativa de las Américas llamada tabaco —
acerca de la cual el filósofo inglés Francis Bacon observó que las personas que la
probaban no podían dejarla— es letal para el corazón y el cerebro. La adicción es
generada por la nicotina, una de las sustancias más difíciles de abandonar. El cigarrillo
además tiene cuatro mil componentes químicos, de los cuales doscientos son venenosos,
como el DDT (Dicloro Difenil Tricloroetano), el mismo que las abuelas utilizaban para
matar los pulgones de los rosales.
La nicotina llega al cerebro, pasa de neurona a neurona y forma como un cable de
conexión entre ellas. Los adictos tienen un supercable, como de alta tensión, y romperlo
es lo que dificulta abandonar el hábito.
Luego de dejar de fumar queda una huella entre las neuronas. Si se enciende un
cigarrillo luego de mucho tiempo, la huella se transforma en autopista y vuelve la
adicción.
Para el corazón y el cerebro no importa la cantidad de cigarrillos que fumemos, una
bocanada de humo sobre las arterias ejerce la misma presión que poner un pie en una
manguera de bombero llena. Cada vez que damos una pitada, los vasos se contraen como
si les diéramos un pisotón. Además, ninguna parte del cuerpo está bien oxigenada,
porque el humo del tabaco compite con el oxígeno que respiramos. La buena noticia es
que siempre hay una buena razón para dejar de fumar. Y que hoy contamos con
tratamientos conductuales y medicamentos muy efectivos.
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El asesino silencioso
La presión arterial es la fuerza que ejerce la sangre contra la pared de los vasos, que
al volverse elevada y permanecer en el tiempo puede dañar las arterias y órganos del
cuerpo.
La presión alta o hipertensión arterial es una enfermedad de la pared arterial, en el 95
por ciento de los casos no atribuible a una causa, porque existe un componente genético
o hereditario que provoca que se desarrolle en algún momento de la vida. Puede
comenzar en la niñez y debe ser detectada de manera precoz, ya que el riesgo de ser
hipertenso de adulto aumenta un 70 por ciento si la padecías de niño.
En los mayores de dieciocho años lo normal es hasta 140 mmHg o 14 o para la
presión arterial máxima sistólica y hasta 90 mmHg o 9 de mínima o diastólica. Toda
cifra por encima de estos valores cualquiera sea la edad o sexo se considera presión
arterial elevada. Pocas enfermedades son padecidas por tantas personas. Casi nueve
millones de argentinos son hipertensos. Y lo más alarmante es que la mitad no lo sabe.
Se considera una epidemia contemporánea y es el factor de riesgo más importante para el
desarrollo de un ataque cerebral y un determinante para sufrir un infarto de miocardio.
Si una enfermedad ocurre en forma masiva uno puede pensar que se debe a algo
cultural. Los cambios culturales, como el excesivo consumo de sal, la inactividad física y
el tabacopredisponen a que esta enfermedad ocurra en forma masiva. A esto hay que
sumar las demandas de la vida cotidiana que producen un síndrome con un amplio rango
de efectos biológicos, que incluyen la enfermedad.
Las personas que vivimos en países en desarrollo estamos expuestas a estrés
psicosocial y generamos mecanismos adaptativos para poder sobrevivir. Tenemos
siempre las alarmas encendidas porque el cerebro produce en forma permanente la
hormona del estrés: el cortisol.
Múltiples investigaciones relacionan al estrés psicosocial con uno de los factores que
más afecta corazón y cerebro: la hipertensión arterial. Se relaciona en forma directa con
las personas que tienen un trabajo estresante, como los controladores de vuelos, o están
desempleadas hace mucho tiempo. Lo mismo ocurre con personas de bajos recursos o
con déficit educacional.
Un dato muy interesante es que no todas las personas reaccionamos igual ante estas
situaciones. Hay personas que se enfrentan exitosamente al estrés o a la adversidad,
incluso salen fortalecidos luego de una experiencia adversa o dolorosa. Se las denomina
«resilientes» y su respuesta al estrés es probable que esté definida por una habilidad
genética que las ayuda a mantener una actividad basal apropiada en respuesta a
estímulos. Las personas con baja resiliencia y expuestas a estrés psicosocial presentan el
doble de riesgo de ser hipertensos.
30
Ese malvado misterioso
Para que una película de terror funcione bien, siempre necesita de un malvado
misterioso. Y en la película de la vida moderna no hay un villano más misterioso que el
colesterol. Está allí, acechando: alto, bajo, malo o bueno, obliga a cambiar la comida o a
tomar medicación. En realidad el colesterol no es el malo absoluto de la película.
Cumple muchas funciones dentro del organismo porque está en todas las membranas de
las células del cuerpo, en especial en el sistema nervioso central. Además se usa para
fabricar ácidos biliares indispensables en el proceso de digestión de la comida y en la
producción de hormonas sexuales como los estrógenos y andrógenos. Por lo tanto, si no
existiera no podríamos pensar, comer y, aun peor, tampoco reproducirnos. Si bien el tipo
de alimentación tiene una importante influencia en los niveles de colesterol, también
existen factores genéticos que predisponen a tener más o menos colesterol. Muchos
pacientes me dicen: «Doctor, sólo como verduras y tengo colesterol alto». Es porque
están predispuestos genéticamente.
Usemos una metáfora para entenderlo. El colesterol no sabe nadar, ya que es una
grasa y no puede circular libremente en la sangre, necesita que lo transporten. Para esto,
se une a proteínas y forma las lipoproteínas, a las que llamaremos los «barcos del
colesterol». Estos varían según el tamaño del barco, la cantidad, el tipo de carga que
lleven y la función que cumplan. La tripulación del barco está formada por las proteínas
que se llaman apoproteínas, de las cuales tenemos desde el capitán hasta los marineros,
dependiendo de la tarea que se designe. La carga de los «barcos» está formada por el
colesterol y otras grasas, como los triglicéridos. Los «malos» son los LDL, que poseen
más carga de colesterol que el resto, y tienen un tripulante que lo ancla a la pared interior
de los vasos y forma la ateroesclerosis. Los buenos son HDL, que tienen un tripulante
que se encarga de sacar el colesterol de la sangre para transportarlo al hígado, donde se
elimina. Sería algo así como un Pacman que limpia.
Se consideran valores normales de colesterol aquellos que están por debajo de 200
mg/l, pero desconocemos hasta cuál es su límite inferior y si llega un punto en el cual el
beneficio de bajarlo se pierde. Un ejemplo es en la presión arterial, cuando la bajamos
mucho el beneficio desaparece, incluso puede ser perjudicial y producir complicaciones.
Tal vez los valores que consideramos «normales» estén todavía muy por encima de los
valores biológicamente aceptables. Estudios en poblaciones aborígenes de
cazadores/recolectores registraron valores de colesterol entre 100 y 150 mg/dl, muy por
debajo de los niveles considerados aceptables en los países occidentales.
Otros ejemplos son los recién nacidos sanos, en quienes el colesterol se ubica en el
rango de entre 30 y 70 mg/dl, y en los primates adultos sanos el promedio es entre 40 y
80 mg/dl. Lo mismo pasa con los mamíferos como el caballo, el jabalí, el rinoceronte o
el elefante, en los cuales ronda en 110 mg/dl. Probablemente sea por ello que al partir de
valores ya de por sí altos, cualquier descenso del colesterol que hagamos se traduzca en
beneficios clínicos.
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Una epidemia del siglo XXI
La Encuesta Nacional de Factores de Riesgo reveló que en los últimos años aumentó
la cantidad de personas con sobrepeso. Hoy más de la mitad de los argentinos no tiene
un peso normal y el 18 por ciento es obeso. Constituye un factor de riesgo cardiovascular
que actúa en forma independiente y además favorece el desarrollo de hipertensión
arterial, colesterol elevado, ataque cerebral, diabetes, muerte súbita e infarto.
Tener un poco de panza dejó de ser sólo un problema estético, y la grasa que se
encuentra entre las vísceras reflejo de un buen pasar. Hoy sabemos que esa grasa cumple
la función de un órgano que produce sustancias que actúan en forma local y a distancia.
Les envía información a través de las llamadas adipokinas al hígado, páncreas,
cerebro y los músculos, con algunos mensajes muy buenos y otros muy malos. Así que
cuando vemos a alguien con un poco de abdomen y le medimos el perímetro de cintura
sabemos que tiene un riesgo aumentado, que podemos modificar con el simple hecho de
que descienda de peso.
La epidemia de obesidad también podemos considerarla como consecuencia de un
cambio cultural. La humanidad tiene 80.000 generaciones y en las últimas doscientas
hemos cambiado sustancialmente el estilo de vida. Somos más sedentarios, pasamos
horas frente al televisor o la computadora y cambiamos la forma en que nos
alimentamos. Hoy las porciones son enormes, consumimos gran cantidad de azúcar y
harinas. La obesidad fue identificada por mucho tiempo como consecuencia de falta de
voluntad y autocontrol del paciente, se le echaba la culpa al gordo. Las investigaciones
científicas demostraron que es una enfermedad crónica con una variedad de causas
subyacentes. El tratamiento debe tener como pilar el cambio de los hábitos alimentarios,
la actividad física y de ser necesario podemos contar con medicamentes y cirugía que
constituyen herramientas que permiten el control.
Un diálogo con el cerebro
El control del peso se encuentra en el cerebro, más precisamente en el núcleo arcuato
del hipotálamo, y si tengo hambre se activa el lóbulo frontal, el poder ejecutivo del
cerebro. Cuando comemos se produce la liberación de muchas hormonas y
neurotransmisores en diferentes órganos del cuerpo, hormonas como insulina, grelina y
leptina, cada una con funciones específicas. La insulina la libera el páncreas y regula el
nivel de azúcar en sangre y disminuye el apetito. La grelina la produce el estómago e
informa al cerebro cuándo el estómago está vacío, constituyéndose en un estimulante del
apetito. Y la leptina la produce el tejido adiposo y transmite al cerebro la cantidad de
grasa que tenemos en el cuerpo. Esta última disminuye el apetito y aumenta el gasto de
energía, por eso se la denomina hormona antiobesidad.
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Muchos autores consideran a la obesidad como un desorden en el aprendizaje, una
alteración del sistema de recompensa. Comer es algo fisiológico y no puede ser una
conducta adictiva porque respondemos a una necesidad del organismo, y el placer que
encontramos en comer conforma una respuesta natural. Comer da recompensa y calma el
estrés porque interviene un neurotransmisor llamado dopamina, descubierto por los
químicos suecos Arvid Carlsson y Nils-Åke Hillarp. Es responsable de las sensaciones
placenteras y se libera en respuesta a una recompensa: si pienso en algo bueno se libera
dopamina. Un ejemplo escómo entrenan a los animales como las focas, que repiten la
acción porque saben que obtendrán de premio un pescado.
Pensemos que comemos un chocolate que se funde en la boca: esa sensación de
placer produce la liberación de dopamina. Para los que consideran a la obesidad como un
desorden de aprendizaje y no una adicción, esta reacción es la misma que le permitió
sobrevivir a la humanidad. Sin dopamina cuando tenemos sed o hambre no buscaríamos
agua ni comida y no hubiésemos sobrevivido.
Una teoría es que las personas obesas tendrían menos receptores de dopamina en su
cerebro y, por lo tanto, necesitan comer más cantidad para compensar ese déficit y sentir
la misma satisfacción que el común de los mortales. Los niveles de dopamina basal
tienen que ver con la vida que tuve (infancia, logros). Hay personas que tienen bajo nivel
de dopamina y la pasan mal, son los pesimistas. Existen publicaciones científicas que
muestran que las personas hostiles, pesimistas y los que están sometidos a un estrés
crónico tienen más grasa visceral y por ende más enfermedad cardiocerebrovascular.
Hay un movimiento gastronómico llamado Mood Food que propone incluir en el
menú cotidiano los alimentos que activan neurotransmisores cerebrales ligados a la
felicidad, el buen humor y el placer. Estos alimentos promueven la producción de
endorfinas y serotoninas, sustancias que generan sensaciones de felicidad y de bienestar
y son claves para tener mayor concentración, sueño reparador y además actúan como
analgésicos naturales.
Los alimentos que promueven la producción de serotonina son leche, yogurt, queso,
banana, pastas, avena, cereales, pan y la vitamina C.
Además del chocolate existen otros alimentos que generan la dopamina, como
banana, palta, carne, leche, almendras, huevos y porotos de soja.
Una vieja historia
El hombre primitivo ya intuía la importancia que tiene el corazón: en las pinturas
rupestres de Altamira y El Pindal en España, y Lascaux y Niaux en Francia, que datan de
25.000 años atrás, se han encontrado mamuts o bisontes con el corazón marcado, signo
del sitio más vulnerable del animal. El corazón era considerado por la civilizaciones
china, hindú, egipcia, hebrea, griega y romana como el centro del entendimiento, del
valor y del amor. Médicos griegos en el siglo IV a.C. estudiaron la circulación de la
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sangre y resaltaron la importancia del pulso en reflejar la actividad del corazón. Cuenta
la leyenda que Erasístrato (300 a.C.) fue llamado por el septuagenario rey de los sirios
para que cure al hijo que se moría. Después de un examen atento, el médico pidió que
todas las mujeres que vivían en la corte desfilaran frente al enfermo. Al pasar la esposa
del rey, muy joven y bella, notó que el pulso del joven comenzó a latir en forma rápida e
irregular. Comunicó el diagnóstico al rey y este resolvió separarse de la esposa para que
se casara con el hijo, quien se curó definitivamente.
Es la primera vez que se pone en evidencia la relación del ritmo cardíaco y las
emociones amorosas. Quizás a partir de ese hecho el corazón es estrechamente
relacionado con el amor. Los egipcios conocían las características anatómicas del
corazón por la extracción de las vísceras que hacían a las momias, y lo consideraban el
órgano donde se localizaba el pensamiento, los sentimientos y desde donde partían vasos
huecos que tenían como función conducir los «alimentos». Según ellos, el corazón era
capaz de guardar todos los hechos buenos y malos que en el transcurso de la vida una
persona puede acumular. Al fallecer, el corazón era pesado en una balanza contra una
pluma y si era más liviano se ganaban la felicidad eterna.
La medicina no puede ser considerada como tal hasta que no se disoció de la magia y
de la religión. Con el médico griego Hipócrates se inició el período de la medicina
racional empírica, y es considerado el padre de la medicina.
En la Grecia antigua uno de los requisitos que le pedían al médico era que le
informara al paciente de su dolencia; tenía la responsabilidad de comunicarle al enfermo
su estado. Y definían a un buen médico mediante la metáfora del navegante: uno puede
estar arriba de un barco y la mayor parte de las veces no sabe si el que maneja es un
experto, porque no sucede nada. Pero en el momento que se está en medio de una
tormenta sabemos si estás con un navegante experto porque los resultados aparecen
inmediatamente.
Luego Galeno, nacido en Pérgamo, y que vivió en Roma durante gran parte del siglo
II, propuso que por las arterias circulaba la sangre —que era producida por el hígado— y
no aire, como se sostenía hasta entonces.
Al médico ingles William Harvey le debemos la compresión científica del corazón.
En 1628 en su libro Exercitatio Anatomica de Motu Cordis et Sanguinis in Animalibus,
describe correctamente la circulación de la sangre y dice que era bombeada alrededor del
cuerpo por el corazón en un sistema circulatorio.
Un avance importantísimo en el desarrollo de la cardiología fue la invención del
estetoscopio por René Laennec en 1819 y la descripción de los sonidos cardíacos en su
famoso De l’Auscultation médiate. Pasaron muchos años hasta que la cardiología surgió
como especialidad a comienzos del siglo XX, como consecuencia de los adelantos
científicos que permitieron estudiar el corazón y despertar la inquietud en los médicos.
El descubrimiento de los RX por Wilhelm Roentgen en 1895 fue uno de esos
avances, luego se describió un método para medir la presión arterial con una cámara de
bicicleta de 4 a 5 centímetros de ancho que se colocaba en el brazo como manguito, se
inflaba con una pera, y se palpaba el pulso y se obtenía sólo la presión máxima.
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Poco tiempo después, en 1904, el médico militar ruso Nikolai Korotkov puso un
estetoscopio y describió los ruidos de Korotkov y posibilitó de esa manera medir la
presión mínima. Método que perdura hasta la actualidad.
Un hecho fundamental en la historia de la cardiología fue cuando descubrieron que el
corazón generaba electricidad y Eithoven la registró desde el exterior del cuerpo, dando
nacimiento al electrocardiograma.
En 1929 un joven médico alemán, Werner Forssman, planteó en un artículo de una
revista científica alemana que si el francés Claude Bernard había introducido un delgado
tubo dentro del corazón de un caballo, por la vena del cuello, ese método podría ser muy
útil para administrar drogas durante una emergencia en la sala de operaciones. Después
de practicar la técnica en un cadáver, decidió realizar el experimento en sí mismo. Se
introdujo un catéter uretral en la vena de su brazo y lo llevó hasta el corazón,
controlando la introducción por radioscopia con la ayuda de un espejo, luego se dirigió
al Servicio de Radiología para obtener una placa que demostrara la experiencia. Repitió
lo mismo en cinco oportunidades antes de enviar el trabajo a publicación. Cuando
apareció el artículo el jefe lo echó del hospital con estas palabras: «Con esto no se puede
empezar nada en cirugía. Con estos números se presenta uno en un circo y no en una
respetable universidad alemana. Retírese de mi departamento inmediatamente». En 1956
Forssman recibiría el Premio Nobel de Medicina.
En 1932, los doctores Pedro Cossio e Isaac Berconsky realizaron en Buenos Aires el
primer cateterismo cardíaco de América y el tercero en el mundo, luego de los
efectuados por Forssman y Carlos Jiménez Díaz en Madrid.
El cateterismo cardíaco, que consiste en llegar por intermedio de un catéter al
corazón e inyectarle material de contraste, en un comienzo permitía medir las presiones
internas, ver el tamaño, los volúmenes y el movimiento de las paredes cardíacas. En una
sesión por casualidad encontraron las salidas de las arterias coronarias y al inyectarle
material de contraste observaron el recorrido por las paredes del corazón. Sin este
descubrimiento-diagnóstico René Favaloro no habría podido revolucionar la cardiología
a través del perfeccionamiento de la técnica del bypass.
En los últimos cincuenta años los avances en el diagnóstico y

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