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Percia, M et al Después de los manicomios clínicas insurgentes

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después de los 
manicomios
Clínicas insurgentes
Mónica Cuschnir
Margarita Beaufays
Maximiliano Ferreira
María José Carreño
Cecilia Martínez
Grillo Cugliati 
Fernando Ceballos
Carlos Milano
Javier Pereyra 
Germán Chiodi
Maita Lespiaucq
Matilde Melo
Claudio Malatesta
Clara Girard
Maluca Cirianni
Paula Saraco
Silvia Alves
Julián Coronel
Mabel Giménez
Marcelo Percia
Índice
Prólogo.
Corajes que atraviesan portadas 13
Marcelo Percia
1. Relatos
El último colectivo 47
Mónica Cuschnir 
Bordes, fronteras, límites 49
Mónica Cuschnir
Dos fríos 53
Mónica Cuschnir
Defender el amparo 57
Mónica Cuschnir
Monarquías 59
Mónica Cuschnir
Inyectable 61
Mónica Cuschnir
Plan B 63
Mónica Cuschnir
Miserias 65
Mónica Cuschnir
Y, ¿ahora…? 67
Mónica Cuschnir
© de los autores
Editores
Ana Asprea y Cristóbal Thayer
edicioneslacebra@gmail.com
www.edicioneslacebra.com.ar
Esta primera edición de 1000 ejemplares de Después de los manicomios 
fue impresa en Mundo Gráfico Srl. y encuadernada en Encuadernación 
Latinoamérica Srl, ambas con domicilio en Zeballos 885, Avellaneda, 
Buenos Aires, Argentina, en el mes de junio de 2018.
Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723
 Percia, Marcelo et. al.
 Después de los manicomios. Clínicas insurgentes.
 - 1a ed. - Adrogué : Ediciones La Cebra 2018.
 272 p. ; 21,5x14 cm. 
 ISBN 978-987-3621-49-9 
 1. Ensayo argentino. I. Título.
 CDD A864
¿Dónde están las cartas para su amor? 101
Maita Lespiaucq
Lágrima oscura 103
Maximiliano Ferreira
Risa del alma 105
Maximiliano Ferreira
Garra Charrúa 107
Maximiliano Ferreira
Fe… de erratas 111
María José Carreño
2. visiones
Orfandad 121
Paula Saraco
Golpe 123
Grillo Cugliati
Sueño 127
Maita Lespiaucq
El árbol 129
Maximiliano Ferreira.
La ceremonia 131
Maximiliano Ferreira
La fama del fantasma 
(El síndrome de Blanca Nieves) 133
Maximiliano Ferreira
3. Artículos y presentaciones
Una clínica en la que se piensa 139
Mónica Cuschnir
¿Des-totalizar? 145
Mónica Cuschnir
Pérdidas 69
Mónica Cuschnir
Interrupciones 71
Mónica Cuschnir
Amor insolente 73
Mónica Cuschnir
Lo que esperan de uno 75
Mónica Cuschnir
Marcas 77
Maita Lespiaucq
Sala 79
Maita Lespiaucq
Volver 81
Maita Lespiaucq
Obreras 83
Maita Lespiaucq
Mudar a la madre 85
Maita Lespiaucq
Sin timbre 87
Maita Lespiaucq
Las palabras 89
Maita Lespiaucq
Volver a Lobos 91
Maita Lespiaucq
Señor José Ángel 93
Maita Lespiaucq
Preboch 95
Maita Lespiaucq
Escuchan mi pensamiento, pero existo 97
Maita Lespiaucq
Cosas que hablar 99
Maita Lespiaucq
Fragmentos, particiones, pedazos 219
Maluca Cirianni
Sensibilidades que se desparraman 229
Silvia Alves
5. Entrevistas
Entrevista I. 
Margarita Beaufays 237
Entrevista II. 
Julián Coronel 241
Entrevista III. 
Mabel Giménez 245
6. Glosario de discusiones
Cercanías en estado de asombro 251
7. Bibliografía 267
Vida y clínica: 
territorios para poder no poder 149
Maita Lespiaucq
Una vida cimarrona 157
Fernando Ceballos
Psicoanálisis en un hospital: 
procesos clínicos del equipo de salud. 
Docencia e Investigación 165
Carlos Milano
Radio en Movimiento 
La comunicación como un medio de inclusión: 
una experiencia comunitaria, artística, social 169
Javier Pereyra
Equipos de salud, 
devenires y acompañamientos 173
Javier Pereyra
La película de Open Door 179
Germán Chiodi
Pluralidad de enfoques 189
Cecilia Martínez
4. Crónicas interrrogadas
Preguntas, más preguntas 195
Matilde Melo
Cosas que hablan 203
Sin firma
Gato encerrado 211
Clara Girard
Heladera 213
Clara Girard
¿Tenés cambio de un héroe? 217
Claudio Malatesta
prólogo
13
corajes que atraviesan portadas
Marcelo Percia
Publicación
Este libro narra modos de obrar de trabajadoras y trabajadores 
del hospital Domingo Cabred, amparados en el Programa de 
Rehabilitación y Externación Asistida impulsado desde 1999 por 
el Ministerio de Salud de la Provincia de Buenos Aires.
Experiencias, también, pensadas en colaboración con un 
Equipo de Capacitación de la Escuela Superior de Sanidad de 
la Provincia de Buenos Aires y un Grupo de Investigación de 
la Facultad de Psicología UBA que dirige el Proyecto UBACyT 
(2014-2017) Representaciones de Sujeto y Subjetividad en el mo-
vimiento de “Lo Grupal” en la Argentina: presupuestos teóricos y 
consecuencias clínicas, institucionales, éticas, políticas.
Lo público
Este libro da cuenta de una intervención entre un equipo clínico 
en un hospital público y un equipo de investigación de una 
universidad pública. 
Intervención que obliga a pensar qué urge hacer y pensar en los 
espacios públicos.
Hospitales y universidades públicas representan orgullos de la 
vida en común. Tejidos de solidaridades tramadas en la histo-
ria. Tiempos en los que, todavía, los Estados dicen garantizar 
el derecho a la hospitalidad y al saber.
1514
Consentimientos
Dos sintagmas decisivos alojan la vida en los últimos años: 
Nunca más y Ni una menos.
Manicomios no tendrían que haber ocurrido. Tampoco genoci-
dios ni ensañamientos contra las mujeres.
Manicomios, terror de Estado, violencia patriarcal, interrogan qué 
consentimientos hicieron y hacen posible lo que no tendría que 
haber ocurrido.
Consentimientos realizan acciones escurridizas. 
Admiten como posible la existencia paralela de lo que no 
aprueban, dicen: “Los manicomios representan lugares horrorosos, 
no trabajo en ellos”.
Consentimientos se cubren con babas bonachonas. 
Para mostrarse ecuánimes, hasta argumentan razones que ex-
plican lo inexplicable.
Los escritos de este libro soportan la sospecha trágica de que 
siempre se puede condescender con lo intolerable, incluso sin 
darse cuenta.
También agitan una pregunta: ¿por qué unas cuantas sensibi-
lidades sueltas deciden comprometerse a hacer algo en donde 
se dice que no se puede nada?
Encierros
Se vuelve a decir en este libro una cosa que ya se sabe: la in-
ternación por unos días de una vida estallada se ofrece como 
último recurso clínico.
Encierros, aislamientos, abandonos, expresan dejadeces de la 
civilización.
Normalidades esconden que no saben qué hacer con intensi-
dades que se alzan por encima de los muros de las sensateces.
Cotidianeidades
Cuestionar manicomios supone impugnar cotidianeidades so-
ciales que construyen esos muros.
Se necesitan hospitales que alojen, por un tiempo, vidas que 
la están pasando mal. Lugares en los barrios en los que pueda 
hacerse escuchar el malestar. Equipos dispuestos a movilizarse 
ante el llamado de una madre, un hermano, una hija, un ami-
go, una vecina. Acompañantes con los que se pueda contar en 
las noches y los días de desesperación. Tramas comunitarias 
que ejerciten cercanías con el dolor haciendo música, plástica, 
cine, literatura, carpintería, charlando o cocinando en una olla 
popular.
Pero, no solo eso.
Esos muros se construyen con injusticias y desigualdades. 
Abusando y violando cuerpos que tiemblan de miedo. Con 
sufrimientos aspirados por encendedores y pegamentos, ciga-
rros, alcoholes y polvos.
Esos muros se levantan con ideales de éxitos propietarios: za-
patillas, camperas, motos, autos, casas. 
Esos muros se levantan con cuerpos dóciles, vejados, sumisos.
Esos muros se levantan con modelos sexuales y morales del 
buen desempeño que tiranizan.
Esos muros se levantan sobre arideces, amores lastimados y 
amistades quebradas. Territorios secos en los que hasta el de-
seo de hablar se ha retirado.
Entonces, cuando se cuestionan manicomios se impugna la 
cotidianeidad social, se interroga la vida tal como la conoce-
mos. Se objetan, incluso, complicidades de las enseñanzas 
universitarias.
1716
La barrera de la portada del hospital recuerda la frágil consis-
tencia de los vallados de la civilización.
¿Se necesitan corajes para abismarse en los manicomios?
Corajes que se necesitan no se tienen, se suponen en una com-
pañera o compañero de equipo, se suponen en vidas interna-
das que concurren a un taller, a una asamblea, a una juntada.
Clínicas insurgentes suponen corajes que no poseen.
Crónicos
En el manicomio el vocablocrónicos declara vidas acabadas, 
carcomidas por males definitivos, intratables.
Un adjetivo plural que sentencia existencias incurables, casi 
inexistentes, condenadas a la mera sobrevivencia.
Mansedumbres
Manicomios no aprueban querellas de orgullos ni despliegues 
grandiosos de vidas caídas en el encierro, prefieren manse-
dumbres y complacencias que no generan conflictos.
Lo mismo que prefiere el habla del capital.
Este libro (que se escribe contra los manicomios) reconoce, sin 
embargo, que para muchas vidas ese perímetro, que concentra 
horrores y abandonos, se habita como la única casa con la que 
se cuenta. 
A veces, desamparos se acurrucan en la docilidad del miedo.
Se lee en este libro que una sensibilidad deseosa de partir del 
hospital lleva consigo una hojita doblada en cuatro con la firma 
del director que dice: “Reserva del mismo lugar de internación. 
Validez: Un año”.
Des-internarse del manicomio, ¿para volver a internarse en la 
malla cotidiana de obligaciones, normativas y consumos de la 
vida en común?
No solo se trata de terminar con los manicomios, sino de im-
pugnar todas las formas de encierro. 
No hay que olvidar que las desidias comunitarias alientan 
multitudes de encierros que el habla del capital necesita para 
sostener su mundo feliz.
Este libro narra cómo vidas comienzan a salir del manicomio 
escribiendo cartas: mensajes de aliento a otras vidas encerra-
das. O tomando la decisión de tener dientes o comprarse una 
camisa. 
Dignidades no manicomiales residen en pequeñas cosas.
La demasiada vida
Que las internaciones prolongadas en manicomios se tienen 
que terminar se sabe desde mediados del siglo veinte. 
Pero no se sabe qué hacer con demasías fuera de los encierros. 
No se sabe cómo vivir en una casa o entre vecinos cuando 
irrumpen sentimientos desbordados. No se sabe cómo com-
partir los días cuando estallan emociones violentas que dan 
miedo o cuando una sensibilidad intimidada ve amenazas por 
todas partes. 
No se sabe cómo suavizar impulsos heridos en curtidas pieles 
del dolor.
Hasta ahora, los fármacos solo consiguen, por momentos, dosi-
ficar, adormecer, enlentecer la demasiada vida.
La barrera de la portada
Este libro llama equipo a “la experiencia inmensa de reencontrarnos 
con el coraje necesario para atravesar, cada día, la portada”.
1918
Pero los cuerpos confinados hablan, hablan de cualquier mane-
ra: lo hacen en lenguas desolladas, enmudecidas, saturadas de 
excitación, insomnes y adormecidas. 
Aún así, están ahí: escupen lenguas rotas o descargan cascadas 
interminables. 
En ocasiones, pronuncian palabras que duelen, que dicen infi-
nitas ternuras.
Risas
Se cuenta en este libro el momento en que una asamblea entera 
ríe: el instante en común de disímiles carcajadas ruidosas. 
Segundos logrados en el que risas que ríen de las desgracias 
desarman goces que parasitan todos los sufrimientos.
Estigmas
Vidas fuera de los manicomios impugnan formas de lo común 
tal como las conocemos.
Estigmas labran los cuerpos.
Se cuenta en este libro que nadie quiere decir que estuvo en un 
loquero. 
Que muchas retracciones tratan de ocultar las marcas infaman-
tes de los encierros.
Decir que se estuvo en un manicomio equivale a declararse 
portador de demasías. 
¿Nadie quiere tener vecindad con ese peligro? 
Dolores que se arraigan
Cuando entusiasmos en un equipo no tienen ganas de ir a 
trabajar, les duele la cabeza, andan con contracturas, se sien-
ten heridos por descalificaciones, no les alcanza la plata; esos 
malestares que se enraízan en los cuerpos pertenecen a la ta-
rea. Aunque eso no se pueda, se quiera o se sepa pensar en el 
momento.
Pero lo que llamamos tarea no se reduce solo al obrar en común 
de quienes se proponen acompañar vidas de dolor.
Los equipos clínicos devienen membranas acústicas receptoras 
de nerviosismos de la ciudad, de estruendosos choques de las 
luchas de poder, de ruidosos espasmos en el concierto moral, 
de lejanos y cercanos ecos de la cantinela del capital.
Como diría Pichon-Rivière (1971) una tarea no solo reside en 
cómo un equipo alcanza lo que se propone, sino en cómo esas 
vehemencias dispersas vibran alcanzadas por ondas expan-
sivas que sus acciones absorben y desencadenan por todas 
partes.
Sensibilidades echan raíces, a veces, en palabras que piensan 
en común lo que les está pasando; otras, en el silencio; otras, en 
rivalidades que luchan por reconocimientos.
Intenciones desahuciadas
Se relata en este libro cómo lenguas automatizadas en los encie-
rros sueltan frases que provienen de historias borradas: ¿Vino 
mi papá? ¿Cuándo voy a salir de acá? ¡Quiero que me devuelvan mi 
casa, mi barco, mi avioneta!
Manicomios se burlan de los saberes, descreen del valor de la 
palabra, de la potencia de quienes se dan cita para hablar la 
vida. 
Ridiculizan la obsesión por conversar con la que llegan estu-
diantes de psicología que se enamoran del psicoanálisis. 
2120
va para atrás ni para adelante, no procura asentarse en el tiempo 
que requieren las convalecencias.
Convalecencias de una época, de modos de vivir en común, de 
poderes que terminan postrando lo que no logran disciplinar.
En numerosas ocasiones, en el equipo, se quiere hacer algo por 
otra vida, pero no se sabe qué: se necesita aprender ese no saber 
qué.
No se sabe qué porque no hay un qué hacer por otra vida. Se 
hace, entonces, un no hacer que se ofrece como relevo activo de 
una espera.
Disponibilidad que dona tiempo, que suaviza acariciando el 
ahora, mientras dice, dándose en el presente, que tal vez no se 
pueda vivir sin dolor.
Infinitivos clínicos que se narran en este libro se conjugan en 
presente: en lo que se hace en el momento que se está viviendo. 
No hay otro tiempo para quienes sufren. 
Clínicas que apuestan a estar ahí, quizás solo para dulcificar 
presentes que vislumbran que lo venidero puede advenir des-
pejado, a pesar del dolor.
Al final, como advertía Foucault, discursos del buen vivir, del 
buen sentir, del buen comer, del buen placer, del buen cuerpo, 
de la buena salud, de la buena sociabilidad, realizan el control 
político de las energías vivientes. 
Extorsiones pasionales del habla del capital.
No alcanza con cuestionar privilegios del tener por sobre el 
ser: ser y tener componen ficciones semejantes. Condiciones de 
existencia imperantes. El asunto reside en imaginar una vida 
en común en la que no se tenga ni se sea, en la que se pueda estar, 
así, sin más.
Clínicas insurgentes
Se las llama así porque intentan sublevarse contra hábitos pro-
fesionales: de las psiquiatrías, enfermerías, psicologías, traba-
jos sociales.
Clínicas en las que se mezclan disciplinas y especialidades.
Clínicas que se sumergen en estados deliberativos que desem-
bocan en súbitos pavores y súbitas intervenciones.
Pavores suscitados por la sospecha de que no nacimos para este 
trabajo e intervenciones que se desprenden después de darnos 
cuenta de que estamos pensando algo que nadie entiende del todo.
No saber qué
Este libro declara eso que las clínicas no suelen decir: a veces, 
los tratamientos no van ni para adelante ni para atrás.
Pero ¿hacia dónde tendrían que ir? ¿En búsqueda del ideal de 
salud? ¿En persecución de un estado completo de bienestar físico, 
mental y social? ¿Encaminados hacia un modelo moral que obli-
ga a que seamos felices? 
Pero ¿cómo pensar bienestar o felicidad sin los patrones que el 
habla del capital difunde?
¿Cómo enseñanzas universitarias y políticas de salud podrían 
ir más allá de solicitar resignación y paciencia a las vidas 
excluidas y no encastradas en la fiesta exclusiva del capital?
Escritos de esta publicación admiten que consiguen poco o 
logran cosas solo por un tiempo (aunque, a veces, esos lapsos 
duren uno, cinco, diez años).
Compulsiones al éxito, que dominan inercias terapéuticas, 
confunden.
Clínicas están obligadas a preguntarse qué pasa cuando no 
pasa nada. Y, también, a interrogar si, a veces, una vida que no 
2322
Sensibilidades quehabitan demasías, a veces, las sufren.
Cómo nombrar vidas que se atienden
¿Cuerpos vejados, ternuras abusadas, violencias agazapadas? 
Clínicas sublevadas contra diagnósticos de los manuales sos-
tienen la pregunta sobre cómo nombrar vidas que se atienden.
Insurgencias clínicas tienen la responsabilidad de conocer con 
precisión lo que rechazan.
A no saber cómo nombrar se aprende, más que por las innu-
merables frustraciones, por el sentido respeto por lo irreducti-
ble que otra soledad habita. 
No saber nombrar no equivale a difundir vaguedades ni a 
nombrar sin saber.
Se trata de aprender a pensar lo sin nombre: dolores laceran-
tes, pérdidas que no terminan, litigios insuperables.
Donde se acostumbra a informar que el paciente padece delirios 
místicos con vivencias paranoides o que no tiene conciencia de enfer-
medad, este libro no se priva de narrar que alguien cuenta con el 
reconocimiento afectuoso de sus vecinos o que a pesar de que se enoja 
por la incomprensión de sus compañeros, logra acuerdos con ellos. 
No se trata solo de otra manera de decir.
Nuevos manuales diagnósticos y estadísticos de trastornos 
mentales (DSM) amplían el espectro de enfermedades posi-
bles, pero no pueden (aún con los casi cuatrocientos diagnós-
ticos que enumeran) dar con el secreto de las intensidades que 
habitan demasías.
Se lee en este libro: “Quienes viven en Luján, en Open Door, o en 
cercanías, alquilan. Hoy son, entonces, inquilinos, caseros, morado-
res, convivientes, socios, vecinos, clientes, estudiantes, externados, 
amigos, ciudadanos, compañeros, jóvenes, ancianos, hombres”.
Rehabilitaciones
No se trata de rehabilitar sensibilidades falladas, deficientes, 
analfabetas comunitarias, sino de habilitar intensidades des-
acostumbradas, abruptas, inoportunas para la vida en común. 
Se trata de habilitar afectos indomesticables, memorias insom-
nes, penas irreparables.
Habilitar fricciones que convivan, insensateces que choquen, 
conjuros y rituales inútiles, suciedades reparadoras.
Lo mismo sucede con la idea de recuperación. Tampoco se 
pretende recuperar algo que antes alguien tenía: volver a una 
normalidad perdida. 
Clínicas insurgentes intentan sacudir oportunidades, agitar 
deseos, tentar entusiasmos, desentumecer demasías.
Si se suprimen demasías, se cancela la vida. El enunciado la 
demasiada vida se ofrece como redundancia. No hay vida sin 
demasías.
Usuarios
En este libro se lee que un equipo se compone con trabajadores 
y usuarios.
Nombrar a diferentes compromisos que participan en un equi-
po (profesionales o no) como trabajadores, cuestiona jerarquías 
y gradaciones que subordinan pensamientos clínicos a relacio-
nes de poder.
Nombrar vidas que sufren como usuarias, cuestiona estigmas 
de pasividad, necesidad de tutela y pérdida de derechos que, 
a veces, carga la palabra paciente. 
Sin embargo, el vocablo paciente, si no queda confinado a la 
paciencia (especie de tolerancia resignada, conformidad, doci-
lidad enlentecida), alude a sensibilidades que soportan algo 
que duele.
2524
Se relata en este libro que en esas concurrencias algunas afecti-
vidades se conocen escuchándose hablar, y que también se eligen y 
se separan de repente. 
Crónicas interrogadas
Las crónicas que se leen en esta publicación recogen anota-
ciones de cosas dichas en reuniones de un equipo clínico, en 
asambleas en pabellones, en primeros encuentros realizados 
con enfermeras y enfermeros.
Insurgencias clínicas interrogan, pero no practican interroga-
torios. Ponen en cuestión lo que se piensa como surgentes de 
aguas dudosas.
Las preguntas tienen que sortear cientos de distracciones del yo 
pienso hasta dar con estados impersonales de las ideas.
Interrogaciones interrogan voces que habitan hábitos 
profesionalizados.
Interrogaciones preguntan y se preguntan hasta desprenderse 
de las arrogancias de las respuestas.
Las crónicas terminan sin concluir cuando alguien se cansa de 
escribir.
Habrá suspicacias que confundan este respeto por lo inacaba-
do con insolvencias.
Clínicas insurgentes interrogan lo que hacen, lo que han he-
cho, lo que harán, sin disolver la acuciante inquietud de que, al 
cabo, no se sabe del todo lo que se está haciendo.
Ese no saber del todo no se ofrece como excusa, por el contrario: 
demanda infatigables insurgencias.
Pero para que la interrogación horade pensamientos, se necesi-
tan confianzas que suelten lenguas, altiveces que se desarmen, 
reclamos de amor sosegados, poderes que cedan autoridad a 
las preguntas.
También, en el taller de radio, se subvierten hábitos que nom-
bran cuando pacientes advienen locutores, columnistas, corres-
ponsales, entrevistadores, cantantes, contadores de chistes. 
Así como en las prácticas del taller audiovisual, en un mo-
mento, queda rebasada la relación coordinadores del taller y 
pacientes cuando todas esas presencias se vuelven productores 
de una película.
Grupo de enlaces y desenlaces
A veces, soledades se enlazan entre sí para que no las arrasen 
vendavales o maremotos.
En distintos pasajes de este libro se hace referencia al grupo de 
los jueves o grupo de lazos como un lugar a donde pueden ir 
quienes se proponen salir del hospital.
Como espacio de inmersión en el tiempo que avanza dando 
pasos pequeños. 
Como abracadabra de un porvenir que no se vislumbre enca-
denado a un único plan.
Se lee en este libro: “A veces, algún recién llegado al grupo, muy 
suelto de cuerpo dice: ‘Yo vengo a que me consigan una casa’, y en-
tonces, ahí, esa palabra se empieza a escuchar como catarata que salta 
de boca en boca entre participantes y trabajadores: ‘Noooo pará, pará, 
esto es un proceso’. O ‘El proceso recién empieza’. O ‘Lleva tiempo el 
proceso’. O ‘Despacito… que esto es un proceso…’”.
La idea de proceso pone en marcha movimientos. 
La cosa no consiste en demandar la gracia de una divinidad ni 
en sentarse en una silla hasta que llegue la solución. 
No se trata de jueves de esperanzas. Esperanzas pretenden recibir 
lo que anhelan o creen que merecen. Deseos no se mecen en 
alientos ilusionados, se dan pulsando la vida sin garantías.
2726
Visitas
Se visita una casa, ¿para inspeccionar, vigilar, controlar? ¿Para 
cuidar, contener, acompañar?
Niñas y niños nacidos en la década del cincuenta del siglo pa-
sado jugaban a las visitas. Una participante iba de visita a la 
casa de otra acompañada de su hijo pequeño. La anfitriona que 
poseía diminutas piezas de té, llenaba las tacitas con su tetera 
de juguete. A veces, un chocolatín cortado en pequeños trozos 
simulaba enormes porciones de una suculenta torta. Así, el 
juego consistía en tomar el té y hablar de nimiedades como si 
se tratara de personas grandes. El de las visitas ocurría como 
juego conversacional.
Las visitas componen una clínica de la convivencia: ¿cómo va 
la vida después del hospital?, ¿cómo van las noches y los días, 
la casa y el barrio, los compañeros y los vecinos?
Demasías acampan en nimiedades. 
Insignificancias y pequeñeces alojan tormentas.
Una persona enseña al equipo que, si quiere acompañarlo, tiene 
que dejar de mirar sus ollas sucias por un año.
Si la buscada ajenidad de la visita no impone normas del buen 
vivir ni consiente malestares que se van instalando, puede re-
novar condiciones para que se pongan en cuestión relaciones 
de poder que rigidizan convivencias.
El mínimo comentario de la visita sobre que en la casa hace 
frío, de pronto, deshiela tensiones y disputas.
A veces, no se visita a alguien en la casa, sino en un hospital 
en el que está internado por una apendicitis o por haberse ti-
rado de un puente sin haber dado antes una señal de alarma. 
También se acude a una comisaría cuando detienen a alguien 
por tener conductas raras en una plaza (como, durante horas, 
vociferar contra el gobierno). 
Gato encerrado
¿Bolsas con piezas de valor disimuladas entre las ropas?
Presencias escondidas, sospechas de cosas ocultas, ruidos raros 
que suenan como alarmas, tímidas denuncias de lo acallado.
El psicoanálisisintrodujo la presunción de que las criaturas ha-
blantes se desdoblan como si se tratara de unidades divididas.
Sensibilidades, ¿se dividen?, ¿se fragmentan? ¿O velan la de-
masiada vida atenuándola, separando luces de sombras, tierra 
de agua, aire de fuego, yo de tú, ellos de nosotros, olvidos de 
memorias?
Sensibilidades reciben la vida y actúan en ella: se sienten afec-
tadas y la afectan iluminándola con caricias, abrazos, prome-
sas. La afectan, también, con alcoholes y navajas. La afectan 
con descansos y pesadillas.
Así, algunas soledades alojan demasías y las abrigan insomnes.
Como lo acontecido no se guarda en una supuesta interioridad 
ni en la memoria de un supuesto yo o sí mismo, a veces se posa 
en una heladera con freezer como tótem, monolito, termostato 
que sirve para mantener algo callado.
Se narra en este libro que secretos que no se atesoran o se olvi-
dan en una supuesta memoria personal: se posan en la inocencia 
de las cosas. 
Precauciones
Después del manicomio, el equipo clínico presiente peligros en 
todas partes. 
¿Se atienden vidas minadas que conservan intactos detonantes 
cifrados?
¿Se atienden vidas que absorben esquirlas de una comunidad 
detonada?
2928
Lo vivido sucede como lo percibido, lo recordado, lo que se 
puede o no contar.
Lo vivido ocurre editado.
Mientras que lo acontecido sigue pasando en lo que pasó: inago-
table, inenarrable, sin edición definitiva.
Lo acontecido está ahí como una fuerza intacta que presiona 
en lo vivido.
Lo vivido maravilla en su inmensidad, pero lo acontecido des-
borda la inmensidad y extiende sin límites cada maravilla.
Lo vivido emociona y hace temblar, pero lo acontecido ensan-
cha las emociones hasta fundirlas en el aire haciendo estreme-
cer espumas del tiempo.
Lo acontecido fantasmea la vida
En lo acontecido se presienten vidas paralelas, existencias ple-
gadas en las arrugas de los sentimientos, portales de ingreso a 
otros mundos.
Se conjeturan fantasmas animando concreciones raras: las de 
lo temido, las de lo inefable, las de lo que queda entre la vida 
y la muerte.
El verbo fantasmear, que emplea J. L. Ortiz, conjuga potencias 
que enrarecen lo sabido hasta volverlo no sabido.
Medicaciones
No somos: nacemos muchas veces en sensibilidades que vibran 
en sustancias que conectan impulsos en redes nerviosas entra-
madas durante millones de años. Sin contar infinitas fricciones 
o estancias entre cuerpos que respiran, cercanos y lejanos, flu-
jos de vida.
Escuchas interferidas
Después de los manicomios acontecen clínicas interferidas.
Pero interferidas no por obstáculos, sino por desvíos inespera-
dos de preguntas inauditas.
Interferidas, como gustaba decir a Gregorio Kaminsky, heridas 
de tanta vida.
Saberes no sabidos
Lo sabido se vuelve no sabido gracias a la represión, la nega-
ción, la desmentida, el olvido.
La represión oculta lo sabido, lo disfraza, lo disimula.
La negación lo suprime como si no hubiera existido nunca.
La desmentida lo admite devaluado, desestimado, dudando de 
su percepción.
El olvido suspende lo vivido alambrándolo alrededor de una 
laguna o pequeño agujero en la memoria.
La expresión un saber no sabido se hereda del psicoanálisis. 
En cada sensibilidad habitan innumerables saberes no sabidos. 
Desde cómo sanarse de infinitas bacterias, alojar huéspedes 
virales, hasta absorber angustias sin representación. 
Saberes no sabidos transportan memorias de millones de años.
No solo lo vivido
Después de los manicomios vuelve a agitarse lo acontecido.
Clínicas que se narran en este libro distinguen, en aquello que 
pasó, lo acontecido de lo vivido. 
Lo acontecido no se compone solo de lo vivido.
3130
Neurotransmisores deficientes o descompensados, ¿tienen más 
peso que las eficiencias y compensaciones de las transmisiones 
mediáticas?
Las llamadas esquizofrenias, ¿manifiestan un problema cerebral 
susceptible de estabilización como la diabetes?
En toda pastilla residen votos de fe, en cada píldora relucen 
décadas que combinan y armonizan sustancias, en cada toma 
se juegan autoridades y creencias médicas.
En todo comprimido se concentran polvos que convencen so-
bre sus beneficios.
Nunca se sabrá medir el poder sanador de una ilusión, del en-
canto de una promesa, de la creencia en un dios.
El placebo antes de reducirse a un mero engaño, tendría que 
pensarse como movilización de esperanzas.
Con los medicamentos se traman amores tiránicos y, tam-
bién, sospechas de que a través de ellos se ejecutan sórdidas 
venganzas. 
Así se lee en este libro que alguien sostiene que su psiquiatra lo 
quiso envenenar porque se enamoró de una mujer que no debía. 
¿Alguna vez se podrá despejar, para cada instante, químicas de 
los afectos y las pasiones?
Se recuerda en este libro que Balint (1955) decía que “cuando un 
médico receta una píldora a su paciente, receta la relación clínica que 
han establecido”.
Relatos
Relatos que se leen en estas páginas se ofrecen como antorchas 
que alumbran luces y sombras en las que transcurren momen-
tos clínicos.
Atestiguan sensaciones físicas: arrebatos y náuseas.
Soledades no conectan con otras soledades de igual manera. Ni 
la vida se les presenta con intensidades semejantes.
Se lee en este libro que alguien pide más rivotril porque no se sien-
te bien por las mañanas, a la vez que decide tomar un poco menos 
de lapenax. O que un hombre que está por viajar pide su historia 
clínica para presentarla en otro hospital y poder recibir allí trata-
miento y medicamentos. O que se deduce que una musculatura 
nerviosa no está tomando la medicación. O que se averigua si 
un vagabundeo que anda detonando violencias se ha aplicado el 
inyectable. O que una alegría, tras animarse a algo, dice que el cam-
bio de medicación le hizo bien, sin darse cuenta de que se trata 
de la misma. O que una vigilia no consigue dormir ni con toda la 
medicación que toma porque permanece despierta temerosa del 
espectro de un acto que no puede enterrar en el pasado.
La medicación sobrevive, una y otra vez, como pregunta.
Interrogada en sus adherencias y dependencias, en sus efectos 
deseables e indeseables.
Interrogada en las obesidades, somnolencias, lentitudes, rigi-
deces, temblores, apatías de los cuerpos.
Interrogada en la posibilidad de dar tiempo para salir de una 
urgencia.
Interrogada en la sentencia de por vida. 
Interrogada en insomnios en los que soledades planean quitar-
se la vida.
Se piensan cuerpos, ¿como laboratorios químicos con propor-
ciones mal balanceadas, desajustadas, desequilibradas? 
La clínica, ¿queda desplazada por manuales diseñados para 
complacer a industrias farmacéuticas?
Poderes biológicos, ¿tienen más responsabilidad sobre la mala 
vida que nos toca que los consumos nerviosos que difunde el 
habla del capital?
3332
Mudanzas
Clínicas después de los manicomios necesitan volverse sabias 
en mudanzas. Mudanzas dentro y fuera del hospital, mudan-
zas de casas porque se terminan los alquileres o porque no se 
pueden seguir pagando, mudanzas por desinteligencias en las 
convivencias, mudanzas por ganas de volver al pueblo en el 
que se nació, mudanzas a hoteles y pensiones insólitas.
Clínicas sabias en mudanzas que, cuando pueden, reservan la 
posibilidad de volver como empuje que ayuda a zarpar.
En tiempos de mudanzas las preguntas tocan la vida que pasa.
Sin contar tratos con inmobiliarias, necesidad de garantes, ca-
ravanas inconcebibles que salen del hospital detrás de un flete 
cargado de pertenencias.
Insistencias
Clínicas después de los manicomios necesitan saber perder 
apuestas, partidos, ilusiones.
Aprender a perder muchas veces sin que la clínica sufra 
derrotas.
Las llamamos clínicas insurgentes porque las impulsa la obsti-
nación de levantarse contra lo establecido aunque no alcancen 
éxitos.
Al final, no se trata de clínicas triunfantes, sino de porfías en 
común que buscan salidas.
Urgencias
En la palabra insurgentes se narran acciones urgentes que se 
levantan decididas contra las premurasde quienes no tienen 
tiempo.
¡Qué sabiduría extraña la de dar tiempo!
Relatos que se leen en este libro no prueban destrezas ni mé-
ritos personales: capturan instantes de duda, en el que una 
vacilación decide qué decir y qué callar.
Privacidades
Demasías no gozan de privacidad. 
Las afectaciones torrenciales arrasan castillos de arena de la 
anhelada interioridad.
Se conocen dos formas de privacidad: una, la que disfrutan sin 
intromisiones vidas enriquecidas por la desigualdad; otra, la 
que procuran clínicas para que tumultuosas existencias pue-
dan contar lo que les pasa.
Cuando se siente sin filtros, a veces se necesita decirlo todo, 
pero no se puede decir todo, al menos, en cualquier momento.
Diferencias entre lo propio y lo ajeno primero se establecen 
como hábitos que separan a los cuerpos y, después, como alfa-
betización de las relaciones de propiedad. 
Se narran en este libro momentos de invención clínica de otra 
privacidad: la que se necesita para hablar sin censuras ni su-
presiones. La que requiere complicidad, confianza, resguardo.
Zurcidos de amistad con el dolor, la soledad, la nada misma: 
sin esas puntadas lo que se dice resuena en el vacío. 
Sin otras sensibilidades que advengan como relevo, lo que se 
dice fatiga a la misma lengua.
Solidaridades
Se lee en este libro cómo algunas solidaridades no advienen 
como morales de grupo, sino como gestos de ternura, amistad, 
cercanía, que admiten acciones porque sí de locuras valederas.
3534
Dicen estas visiones que “las proximidades en silencio buscan ha-
bitáculos tibios”.
Dicen estas visiones que “hay un sitio con montones de cuerpos 
envueltos y apretados”.
Dicen estas visiones que “miradas insensibles hacen de soles focos 
despreciables”.
Dicen estas visiones que “solo sé que, desde entonces, mi razón de 
arena tuvo su ración de sal”.
Dicen estas visiones que “una excitación se masturbaba bajo las 
sabanas”.
Este libro presenta visiones que refrescan escrituras afecta-
das por el dolor, la trasmisión de saberes, las deliberaciones 
clínicas.
Insubordinación de las rarezas
Algunas sensibilidades se refugian en rarezas para escapar al 
asedio de las normalidades.
Recuerda este libro que, en otros tiempos, el loco del pueblo con-
vivía con vecinos que aceptaban sus extravagancias.
Mientras que manicomios creen que imponiendo rígidas disci-
plinas conseguirán normalizar rarezas.
No se pueden reglamentar ni reformar exotismos, como tam-
poco se pueden ordenar ni encarrilar demasías.
Las instituciones totales tratan de domesticar la irreductibili-
dad de las excepcionalidades. 
No se trata de que cada cual desarrolle su legítima rareza (como 
proponía René Char), sino de admitir que vidas no aplanadas 
se dispersan y sobresalen en formas inclasificables.
La misma sabiduría del sueño, de las ternuras que se saludan, 
del mate que circula, del juego que se comparte, de la fiesta en 
la que se divide una torta, de las risas cercanas.
Emociones
Relatos de este libro narran emociones. Emociones que se con-
mueven con emociones que atienden. ¿Se atienden emociones? 
Sí, se las rodea de silencio, respeto, cuidado. Se las acompaña 
con palabras o solo con la presencia callada de cuerpos que 
vibran, porque, a veces, no se requiere otra cosa.
Emociones alegres, alegran; emociones tristes, entristecen; 
emociones de dolor, duelen; emociones de pánico, dan miedo; 
emociones angustiadas, angustian.
Sin embargo, clínicas que se emocionan se sublevan contra 
presiones que demandan mejorías. No hay peor extorsión que 
la del amor.
Una advertencia: se vampirizan vidas salidas de los manico-
mios si se las confisca como mérito de un equipo que aspira re-
conocimiento, prestigio, regocijo con el fantasma de su poder.
Clínicas insurgentes se amotinan contra las blancas bondades 
que abusan de otras vidas deseándoles el bien. Se trata de otra 
cosa: dar una espera emocionada que no pida nada.
Visiones
El joven Rimbaud (1871) supone que para devenir poeta tie-
ne que hacerse vidente, explica que “ello consiste en alcanzar lo 
desconocido por el desarreglo de todos los sentidos”.
Este libro presenta visiones que faltan a todas las reglas de los 
escritos académicos, los ateneos clínicos, las comunicaciones 
en congresos, las presentaciones en supervisiones. 
Dicen estas visiones que “los pronombres no hacen más que 
indeterminar”. 
3736
En este libro se cuenta cómo en un momento de devastación de 
los recuerdos, confusión de los días, vigilia de varias noches, 
pánico que borra las referencias, se le dice a ese sufrimiento: 
“Esto no es Uruguay… Esto es un hotel, esto no es una internación, 
acá vamos a estar hasta el domingo… Vinimos a presentar la radio… 
Yo soy Maxi, el mismo que vos conocés en el hospital…Estoy acá para 
cuidarte…”. 
Llamaremos con Lacan, a esos límites, separaciones, amarres; 
¿puntos de capitoné?
Término que alude a una técnica de tapicería clásica que con-
siste en asegurar o fijar el relleno de colchones, almohadones, 
sillones, con costuras reforzadas en puntos que suelen estar 
cubiertos con botones forrados.
Puntos que posibilitan que hablantes no naufraguen en la len-
gua, que ayudan a que naveguen en discursos confiados en 
provisorios faros que señalan la distancia de una costa.
¿Una voz afirma la existencia de un ojal en la que se puede 
abrochar un botón? ¿Consolida una marca a partir de la cual se 
pueda anclar en un momento en común? 
Anclas que sujetan (o amarran a un fondo o muelle posible) una 
nave exhausta en sus derivas. Costuras que suturan heridas en las 
que, si no, se desangran los cuerpos sin poder comunicar nada.
Intensidades propagadas
Se relata en este libro cómo Radio en Movimiento se propone el 
pasaje de un no lugar a un lugar encantando palabras dadas al 
contacto con otras sensibilidades.
La radio como lugar que irradia deseos que salen del hospital. 
Vidas sonoras que vagan por los aires hasta alcanzar oídos por 
los que pasan, por un momento, demasías.
Fuera de los discursos normalizados
Se lee en este libro que si, como advertía Lacan, las psicosis están 
fuera del discurso, el encierro agrava esta condición de desco-
nexión social.
¿Se puede estar en el lenguaje pero fuera del discurso?
Sucede que el discurso normalizado, que asegura condicio-
nes vinculantes del habla común, no siempre alcanza a velar 
demasías.
Pero si la civilización ordena discursos para evitar desbordes, 
¿por qué algunas sensibilidades quedan expuestas fuera de esa 
malla protectora abismándose a lo que las ciega? 
Fuera del discurso normativo, ¿intensidades desenfrenadas 
arrasan?
Sin metáfora paterna o costura de significados consolidados, 
¿la vida queda a merced de metáforas delirantes o frágiles te-
jidos sueltos? 
Ese ordenamiento fracasado, cuando se padece, ¿necesita de la 
restitución de una ley?
O los padecimientos de quienes hablan fuera de los carriles, 
¿ponen en cuestión esos emplazamientos normalizadores?
Las instituciones manicomiales quieren corregir discrepancias 
de la sensibilidad. Pero ¿cómo?
Ni siquiera restituyen la credibilidad perdida o inexistente en 
figuras que simbolizan autoridades confiables. Al contrario, 
actúan caprichos, arbitrariedades, abusos, desvaríos de pode-
res crueles y autoritarios.
Cierto, a veces demasías necesitan límites, símbolos que deten-
gan derivas de angustias, voces que actúen como amarres en 
los bordes de un barranco.
3938
Descartes
Vidas después de los manicomios solicitan pensamientos que no 
consideren intensidades emocionales como enfermedades 
peligrosas.
La medicina clásica piensa enfermedades como padecimientos 
alojados en un cuerpo. 
Sensibilidades trascienden extensiones limitadas, contornos 
individuales, sienten en demasía la vida en común.
No se trata de curar a alguien, sino de interrogar la posibilidad 
de estar en común cuidando la vida. 
No se trata de activar recursos personales, sino de liberar sole-
dades que se aproximen para encantar la vida.
No se trata de volver a cuestionarmanicomios, sino de interro-
gar por qué no se difunden formas imaginativas de atención 
en espacios cercanos a la vida de todos los días. De cuestio-
nar formaciones universitarias que no estimulan invenciones 
clínicas alojadoras de demasías sin criterios normalizadores ni 
consentimientos con exclusiones y encierros. 
No importa, ahora, lamentarse por las llamadas discapacidades, 
sino de hacer saber que modelos de productividad y prácticas 
tutelares discapacitan vidas.
Anomalías
En la clase del 22 de enero de 1975, Michel Foucault presenta 
coordenadas sobre la construcción de la idea de anomalía en el 
siglo diecinueve, coronadas por el mapeo taxonómico criminal 
de Cesare Lombroso.
Advierte tres figuras: la del monstruo humano, la del individuo a 
corregir, la de la masturbación generalizada.
Llama monstruo humano a una vida que, por su sola existencia, 
viola tanto leyes sociales como leyes de la naturaleza. Una ra-
Demasías no pueden alojarse aún cuando se alojan, pero pue-
den ponerse en movimiento: salir de los cuerpos en los que, si 
no, permanecen encalladas. 
La radio actúa como pasaje que propaga intensidades.
Derechos
¿Qué derechos tienen las personas internadas en un hospital 
psiquiátrico? 
Se denuncia desde mediados del siglo veinte: el manicomio 
legitima estados posibles de excepción de derechos.
En diferentes pasajes de este libro se valora la Ley Nacional de 
Salud Mental 26.657, promulgada en 2010. Aunque se advier-
ten luchas y resistencias que aplacan las consecuencias de su 
implementación.
En este libro se dice que el derecho, cuando ayuda a cuidar y 
respetar la vida, acaricia las almas: soplos que animan deseos 
y encantan los cuerpos.
Manicomios tendrían que considerarse encierros de lesa huma-
nidad: encierros que ultrajan la vida de todas las criaturas que 
hablan.
El derecho a las rarezas tendría que contemplarse tanto como 
el derecho a la ternura, a la palabra, a decidir sobre el cuerpo 
que se habita, a la vida en común, a la salud, a la educación, 
a la justicia, a la vivienda, a la igualdad de géneros y opor-
tunidades, a la información, a la migración, a una asignación 
universal de dineros imprescindibles para vivir.
Por cada una de las atrocidades que cuelgan en el horizonte de 
una época tendría que flamear un derecho que la remedie.
4140
En ese libro se llaman vidas cimarronas a existencias que se su-
blevan ante las domesticaciones y sentencias diagnósticas.
Discapacidades.
En una asamblea, alguien pregunta (refiriéndose a la gestión 
de un subsidio por discapacidad): “¿Y?, ¿cómo va mi trámite por 
el suicidio?”.
Normalidades discapacitan vidas que siguen cursos que difie-
ren de las marchas de las mayorías. 
Cuando no las niegan, infantilizan y disminuyen rarezas que 
tutelan.
Palabras como minusvalía, invalidez, discapacidad, no pueden 
disimular condenas de inutilidad o menos valor.
La idea de deficiencia se mide con la de perfección o funciona-
miento mayoritario.
Las llamadas anomalías provocan lástima, pena, conmiseración. 
La compasión ejercita una forma de crueldad que se declara 
como bondad.
Voluntades comprensivas se dedican a demostrar que todas 
las vidas tienen valor.
¿Qué civilización ésta que necesita tales demostraciones?
¿Qué civilización ésta que practica la devaluación de vidas de 
acuerdo al patrón de lo mayoritario?
Conviene discutir prácticas de rehabilitación o capacitación 
como ejercitaciones necesarias para las vidas después de los 
manicomios.
Ya se cuestiona en este libro la rehabilitación dentro de los mu-
ros como acciones que se reducen a entretener o llenar tiempo.
No hay vidas que rehabilitar. 
reza extrema y excepcional que desafía, sin proponérselo, nor-
mativas jurídicas y biológicas. Una desviación que quebranta, 
sin querer, convenciones de una normalidad humana.
Monstruo humano que también, en su fatal irregularidad, pone 
a la vista el drama de las mínimas diferencias. La ilegitimidad 
de las formas no mayoritarias que reciben el nombre de malfor-
maciones o deformaciones.
Asimismo, describe al individuo por corregir. 
Mientras la monstruosidad humana se presenta como anomalía 
de la naturaleza y de la civilización homogénea, el individuo a 
corregir emerge con más frecuencia en la escena familiar o en la 
cotidianidad de la escuela, el barrio, el trabajo, la iglesia. 
Ante el individuo a corregir se ponen en marcha procedimientos 
y técnicas para enmendar lo errado. Pero ante el fracaso de los 
enderezamientos y domesticaciones, se declara al individuo por 
corregir, incorregible.
A su vez, el masturbador solo hace visible la anormalidad en 
el espacio íntimo y reducido de la familia. En los territorios 
secretos de un cuerpo entre las sábanas de una cama, ante la 
mirada de padres y hermanos, amigos, curas, médicos.
Masturbador que no se piensa como excepcionalidad ni como 
degeneración minoritaria, sino como práctica común de quie-
nes exploran placeres que deberían ocultarse o sublimarse.
La moral del siglo diecinueve declara a la masturbación como 
excitación que malogra la sociabilidad y desencadena todo tipo 
de depravaciones.
Esas marcas de las anormalidades que según Foucault se com-
ponen con lo monstruoso, lo incorregible y los placeres no re-
gulados de los cuerpos, participan de los signos distintivos que 
recaen sobre demasías.
La palabra cimarrón designa a criaturas esclavas que se escabu-
llen en los campos para conquistar la libertad. 
4342
Transferencias
En muchos pasajes, este libro pide auxilio al psicoanálisis para 
pensar las llamadas psicosis. Pero el psicoanálisis no llega con 
automatismos gastados: adviene como obstinación que escu-
cha, como clínica alerta ante tutelas y poderes profesionales, 
como detección de cadenas o flujos de sentidos encallados.
Incluso el psicoanálisis adviene con repentinas audacias: la idea 
de equipo como soporte meditado de todas las transferencias.
Después
La expresión vidas después de los manicomios puede leerse como 
vidas después de una catástrofe. Pero ¿de qué catástrofe habla-
mos? No se trata de terremotos, inundaciones, sequías de la 
naturaleza, sino de derrumbes de las ilusiones de la civiliza-
ción, anegamientos de intensidades desbordantes, desertifica-
ciones de amores, amistades y tiempos venideros.
Entonces, después de esa catástrofe, ¿qué? Lo más difícil no 
reside en los males de la civilización, el amor, el porvenir. Lo 
que hace sufrir al dolor reside en lo que antes no hubo y no 
sabemos si ahora habrá: una vida cotidiana hospitalaria con 
las demasías.
Normalidades ejecutan (a veces, sin proponérselo) miradas de 
temor, rechazo, desprecio.
La peor catástrofe del después reside en la crueldad naturaliza-
da del sentido común.
Transiciones
El título después de los manicomios interroga qué se aprende de 
la vida tras los encierros.
Quienes participan de este libro trajinan una transición: pien-
san, actúan, escriben, entre un mundo que no termina de ce-
rrar los manicomios y una civilización que recién comienza a 
No se trata de procurar vidas hábiles o capaces de vivir en la 
sociedad que expulsa, violenta, aplana rarezas.
Se trata de respetar derechos a vivir sin que se tenga que de-
mostrar ningún valor. Derecho a vivir porque sí.
Sin modelos regidos por habilidades, aptitudes, capacidades, 
facultades mayoritarias.
El habla del capital pronto explicitará lo que todavía sugiere en 
voz baja: que tiende al perfeccionamiento de vidas que resul-
ten funcionales.
No hay vidas discapacitadas, sino discapacidades del habla del 
capital.
No hay vidas minusválidas, sino invalidaciones del habla del 
capital.
No hay vidas que necesitan rehabilitación, sino inhabilitacio-
nes del habla del capital.
Este libro cuestiona posturas que piensan como patologías for-
mas de estar en la vida que difieren de las mayorías. Posturas 
que pretenden reeducar y corregir vidas que discrepan.
Enrique Pichon-Rivière
Este libro recupera sin proponérselo, pistas diseminadas por 
Pichon-Rivière. Laidea de un equipo que trabaja trabajándose. 
La idea de tarea como encrucijada de un momento social en el 
que colisionan desamparos. La idea de proceso como puesta en 
marcha de un constante desprendimiento de lo ya conocido. La 
idea de proyecto como ímpetu que resiste lo destinado. La idea 
de enfermedad como capacidad de habitar demasías acalladas en 
todos los grupos.
Enrique Pichon-Rivière sobrevuela como nombre de fanta-
sía de las primeras clínicas anti-manicomiales surgidas en la 
Argentina.
4544
1. relatos
cuestionar formas de la vida en común que se niegan a alojar 
emociones que desvarían.
Tiempos
Hubo tiempos que desearon alojar el dolor, evitando sufri-
mientos innecesarios.
Tiempos que declararon innecesario encerrar demasías.
Cuando se traspasa la portada del manicomio, irrumpe la pre-
gunta de si, después, se podrá salir. Pero luego de haber salido, 
se caminan las calles de la ciudad (de puertas abiertas) como si 
se estuviera en un inmenso psiquiátrico.
Después del manicomio se inicia un comienzo interminable. 
Autoras y autores de este libro habitan esos comienzos.
Acciones y ocurrencias clínicas necesitan pensarse para trans-
formarse en saberes.
Se dice: “No tenemos tiempo para pensar lo que hacemos”. Pero no 
se trata solo de eso: cuando se tiene tiempo no se sabe cómo 
pensar. Aún peor, cuesta compartir ese no saber.
Los textos de esta publicación beben de cercanías que comien-
zan cada día (con diferentes entusiasmos) desde hace veinte 
años.
Pero no se presentan como testimonios de sobrevivientes, sino 
obstinaciones no personales que sobrevuelan, infatigables, la 
vida clínica.
Insistencias que intentan, cada vez, alojar el dolor donde está, 
como se expresa, entre quienes se pueda.
Salud, felicidad, gratitud, para estas queridas insurgencias.
47
el último colectivo
Mónica Cuschnir 
Llegó, le dio la mano y un beso, como cada semana. Se sentó 
del otro lado del escritorio en esa sala inmensa, donde la pri-
vacidad no encuentra lugar, no solo por el espacio. Detrás de 
las ventanas, siempre distrae algún rostro asomado con mirada 
curiosa, una mano que se agita para saludar, un discurso inin-
teligible a través de uno de los vidrios repartidos que falta. La 
puerta que se abre para ver qué pasa, quién está o simplemente 
para saludar aunque haya que interrumpir.
Comenzó con la catarata de palabras, como le solía pasar, 
aunque por esos días, había mejorado un montón. Antes, a ella, 
la mareaba hasta las náuseas. Ahora, Elena podía escucharlo 
aunque a menudo le resultaba complicado encontrar cómo po-
ner comas, puntos, pausas… A veces, él se daba cuenta de que 
estaba hablando en voz muy alta y, entonces, bajaba el tono. 
Cuando estaba enojado o habían empezado a inquietarlo algu-
nas imágenes, no lo lograba. Ni se escuchaba. 
Esta vez, su malestar obedecía a que su compañero de con-
vivencia, el dueño de la casa, no el otro que también era inqui-
lino como él, les había pedido que se fueran el fin de semana. 
Es que quería llevar a una mujer de la que se había enamorado. 
Así lo contaba Agustín.
–¡Está llamando a esos números de teléfono para conocer 
mujeres! Y conoció a una que es maestra. Ella pagó setenta 
pesos de remise el otro día para encontrarse con Pedro. ¡Flor 
de casa tiene la maestra! Se enamoró. Yo no tengo a dónde 
ir y Julio tampoco. Nos podemos ir por el día, pero no tene-
mos dónde dormir. En la casa de mi hermana no me puedo 
4948
Bordes, fronteras, lÍmites
Mónica Cuschnir
Hubo que ayudarlo a construir un borde. Un filtro. Él decía 
que era como un radiador: “Se me pegan todos los bichos”. Quería 
decir que todo lo atravesaba. Como si fuera una esponja, absor-
bía todo lo que le decían y se le hacía carne. ¿Dónde termina-
ba él y empezaban los otros? Si su madre decía que le habían 
hecho un daño, él compraba un Jesús para conjurar los males. 
Llevaba en su bolsillo un rezo escrito en un papel que le había 
regalado para protegerse. Sin embargo, Agustín no sabía de 
protección ni de secretos. Ignoraba que había cosas que podía 
reservárselas. Esto sí, esto no, era para él un jeroglífico. 
Si se trataba de hablar de mujeres, se le mezclaban su hija 
adolescente, su madre que era quien criaba a su hija, las putas, 
su perra la Colita y la madre de su hija, a quien todavía amaba. 
Las mujeres que le gustaban se parecían a su primer amor, una 
compañera de la primaria, que ni un beso suyo había recibido. 
–¿Por qué será que todas las que me gustan se parecen?– 
preguntaba, reflexionando acerca de que su hija era igualita 
a la madre. 
Un día subió a un colectivo y detrás de él, una mujer con cinco 
chicos, protestando porque no la había dejado pasar antes. “¿Y 
quién te mandó tener tanta cría?”, le espetó antes de sentarse.
Le había puesto el ojo a una chica del pueblo. Le dijo a Elena: 
–¿Sabe…? ¡Me miraba con simpatía! ¡Y resultó que estaba 
embarazada! 
quedar y en la de mi mamá tampoco. No soporto a los bo-
rrachos. Si le digo que no, después hay que aguantarlo. Se 
va a enojar, aunque hace varios días que no toma, desde que 
conoció a esa mujer. Está juntando plata.
Elena dudó un momento. Se le agolparon las ideas: que Agustín 
se moría de envidia, que se sentía expulsado de la casa por 
la que pagaba con tanto esfuerzo el alquiler, que un tipo que 
tomaba tenía más suerte que él con las minas…
Sin embargo, tuvo por un instante la sospecha de que el 
problema más importante, para el que hablaba sin poder parar, 
era lo difícil que le resultaba tener amigos. Siempre encontraba 
algún defecto para desecharlos o les daba demasiada confianza 
y después se sentía abusado. Así que le dijo:
–¿No será que, al modo de un amigo, les está pidiendo que 
“le hagan la gamba”?
A lo que Agustín respondió:
–Sí, debe ser así, porque dijo “si pueden”. Pero si le decimos 
que no –agregó–, se va a poner loco. Ya lo conozco, después 
me insulta y yo no lo aguanto más.
Por la tarde, como era costumbre, Elena fue con su compañera 
a visitarlos
Pedro, el propietario, estaba trabajando, así que casi nun-
ca lo encontraban. Hicieron la reunión con los dos inquilinos. 
Julio, muy introvertido y circunspecto, casi impenetrable, escu-
chaba atentamente vociferar a Agustín, esperando el momento 
de introducir un bocadillo: 
–Podríamos ofrecerle a Pedro que traiga a su novia hasta la 
noche tarde, mientras nosotros dos salimos a pasear, aun-
que más no sea, hasta el último colectivo.
5150
que Susy salió y Elena cerró la puerta. No todo se podía hablar 
con cualquier persona.
–Usted vio lo que pasó cuando le contó a su madre que fue 
a un burdel. De eso mejor hablar con un amigo, –le había 
dicho aquella vez.
Comenzó a reconocer que su madre, a veces, le hacía daño, 
mientras le hacía creer que los demás se lo hacían o que se que-
rían aprovechar de él. 
Un día gestionó su pensión porque se cansó de esperar años 
que su madre lo hiciera. Ella nunca quiso que él saliera de la 
Colonia:
“A ver si se consigue una mujer y después yo tengo que criar 
otro nieto”, repetía. Y en cuanto el hijo salió, fue a armar lío al 
juzgado.
Las fronteras ya no le eran tan extrañas. Quizás por eso 
las náuseas de Elena habían desaparecido cada vez que lo 
entrevistaba.
Tiempo después, se entusiasmó con la joven vecinita, casi de la 
edad de su hija adolescente. Entonces contaba:
-Está bien que hace calor, pero la piba anda en bombacha y 
corpiño por el jardín.
Cuando se sentaba a charlar con su compañero, el dueño de la 
casa, entre mate y mate, decían de ella, la Elena, que qué lindo 
esto o qué buena que está de aquello… Y después, cuando el 
otro se emborrachaba, le decía a Agustín que era un baboso. 
Le dije que lo perdonaba cuando me pidió disculpas por los 
insultos –comentó–, pero no lo perdono... Algún día me va a 
agarrar torcido y lo voy a surtir. 
Se envalentonaba. A decir verdad, le tenía miedo a la vez 
que lo despreciaba. Para borrachos, con su tío había bastado.
Tenía muy en cuenta que podía ir a hablar con Elena. Sabía 
que seiba aliviado. Y le costaba no hablar del compañero. Pero 
empezó un día a darse cuenta y cuando se sorprendía hablan-
do de Pedro inmediatamente se corregía. 
Susy era una mujer obesa, de mediana edad, que formaba 
parte del equipo. Solía hacer visitas domiciliarias, así que, a 
veces, visitaba a Agustín y sus compañeros y cuando era nece-
sario lo ayudaba. Para Agustín era muy importante que Susy 
fuese, además, su vecina. Como vivían en el mismo barrio, 
cada dos por tres se encontraban cuando hacían las compras, 
cuando él sacaba a pasear a la Colita, o en la parada del colec-
tivo. Era un modo distinto de sentirse acompañado, encontrar 
caras conocidas en su nuevo entorno y que las personas que 
lo asistían, tuviesen las costumbres y los defectos de cualquier 
humano. 
En una ocasión, estaba Susy cuando él fue a su entrevista 
semanal. Le dijo a Elena: 
–Que se quede Susy, total…
Ella le contestó que no. Le dijo que ese espacio era para hablar 
de sus asuntos y que pertenecía a su privacidad. De manera 
53
dos frÍos
Mónica Cuschnir
Tocó el timbre. Segundos después la atendió Marcos diciendo: 
“¡Uh! Me agarró justo que estaba por salir”. 
Elena se disculpó por la hora, explicó que se le había hecho 
un poco tarde para la visita, porque había sido un día de mu-
cho trabajo. Su compañera tenía dificultades con el embarazo y 
estaba faltando. A eso, se sumaba que todavía no había podido 
comprar el auto, así que viajar desde el pueblo era, por lo me-
nos, complicado. Los colectivos pasaban cada hora y solo tres 
o cuatro por día entraban a la Colonia. Si alguien osaba salir o 
entrar fuera de los horarios previstos, debía caminar entre dos 
y tres kilómetros hasta la portada, donde estaba la parada más 
cercana.
Tras el comentario, Marcos la hizo pasar y tuvo la delicade-
za de quedarse unos minutos. Enseguida aparecieron Pajarito 
y Alejandro, el más joven.
Dalmiro estaba en la escuela, iba a la primaria nocturna. 
Gerardo se ve que estaba trabajando. Como se ocupaba de ha-
cer diligencias en el barrio y de vez en cuando los vecinos le 
encomendaban alguna changuita, no tenía horario fijo.
Hacía un frío bárbaro. No se sabía dónde más, si afuera o 
adentro de esa bonita casa, prolija, despojada y bastante lim-
pia, en la que vivían cinco hombres.
Se sentían dos fríos. Uno, permanecía todo el año. Eso que 
se llama calor de hogar, allí, brillaba por su ausencia. Así que, si 
era por eso, daba lo mismo que fuera verano o invierno.
5554
Con el celular había ocurrido que algún malviviente había 
entrado por la ventana en un descuido y ¡lo había robado! Y 
por si fuera poco, cada tanto se cortaba la luz y cuando se iba 
a revisar la caja, ésta se encontraba poblada por santos y vírge-
nes, y también estampitas de Jesús.
Así fue que, apenas mudados, también cortó la instalación 
del servicio de video cable para que no se metieran por ahí 
el diablo ni nada que se le pareciera. Todavía está por verse, 
por qué, muy esporádicamente, se le da por pintarse el pelo de 
amarillo.
Mientras los pies de Elena iban tomando una temperatura 
de hielo, atinó a decir: 
–Me parece que lo que no gastan en gas, lo están gastando 
en remedios.
El atardecer de aquella visita era a fines de mayo, cuando 
una ola polar azotaba al país entero. El otro frío, como es fácil 
deducir, era el de las bajas temperaturas.
¿Cómo explicar que habiendo un calefactor en el living 
y una cocina en la cocina, que funcionaban bien, estuviesen 
apagados? Eso fue lo que Elena preguntó y Marcos se atajó 
rápidamente respondiendo:
–¡Nooooooo…, consume mucho el calefactor! 
–¿Y la cocina?, ¿no se puede prender el horno o alguna hor-
nalla? –dijo ella tiritando.
–Sí, en un ratito hay que prenderlo porque Alejandro va 
a preparar las hamburguesas para la cena. Me parece que 
tomé frío el otro día cuando volvía en la moto –agregó–. Me 
compré un antigripal. Ya estoy mejor.
Alejandro comenzó a contar que fue al médico porque esta-
ba con lumbalgia, y que había comprado jarabe para la tos de 
venta libre. Estaba emponchado hasta la manija. Era asmático, 
tenía frío, y la solución que encontró era abrigarse mucho y 
meterse en la cama. No se animaba a oponerse a Marcos, aun-
que en un momento, muy por lo bajo, soltó: “lo pago yo el gas”, 
pero luego no insistió. Tal vez tendría temor de que la cuenta 
fuese muy alta para hacerle frente él solo.
En cuanto se fue Marcos a hacer el mandado que le había 
quedado pendiente, antes de que cierren la puerta, Pajarito, 
que era pequeño y delgado, coincidió en que hacía mucho frío, 
pero a Marcos no se lo podía contradecir. 
– Hay que hacer lo que él quiere, ¡con todo es así! Él es el 
que manda. 
También dijo que se tenía que comprar gotas para la nariz. 
Sin embargo, omitió decir que a él no lo contaran para sacar 
dinero de su propio bolsillo para los gastos comunes. Lo que 
sí quiso dejar sentado, fue que además de no permitir que se 
prendiera la estufa, Marcos tampoco acordaba con que se traje-
ra del service el televisor, que un día “se mojó y dejó de funcionar, 
¡mire usted qué cosa!”. 
57
defender el amparo
Mónica Cuschnir
Hace muchos años, pero muchos, digamos veinte, que Elena 
conoce a Palito, desde que estuvo internado en una clínica en 
el centro. Y hace como ocho años que lo atiende. Un hombre 
grande de cuerpo, robusto, del que solo queda su estatura 
convertida en desgarbo y una delgadez que arrastra como un 
lastre. Resulta increíble verlo andar como aplastado por los 
kilos que perdió. Nunca se quita la gorra de esa cabeza que 
prefiere ocultar. Siente vergüenza por no llevar el pelo largo. Y 
para colmo, cada tanto, bajo el estandarte de la lucha contra los 
piojos, alguna enfermera, le pasa la máquina sin siquiera pre-
guntarle. Pocas cosas lo mortifican más que su imagen perdi-
da. Tal vez porque no quiere mostrarse, anda poco, lo mínimo. 
Su figura es como un banderín a punto de volar ante un viento 
que sople fuerte.
Le pasó de todo en la vida. Lo peor: su madre se ahorcó y él 
la encontró colgada. Hasta ese día, excepto los tiempos en que 
estuvo internado, siempre había vivido con ella, que estaba 
enferma. Parece que sentía que la perseguían. De su padre, no 
tuvo noticias ni quiso saber. Cuando Palito era chico, su padre 
se separó y se fue a vivir al sur. 
Elena no recuerda cuándo su hermano y su cuñada dieron 
por finalizada la relación (que consistía en una visita de Palito 
cada tanto). Cree que a partir de que murió la abuela. Eso suce-
dió algún tiempo después de lo de su madre. Él recuerda con 
mucho cariño a su sobrina. Con ella sí que se sentía como un 
5958
monarquÍas
Mónica Cuschnir
La psiquiatra siempre preocupada porque el que tiene apellido 
monárquico: “Es un vivo, está demasiado cómodo, chupa, no traba-
ja, tiene techo, comida, calefacción”. Agrega: “¡A ver cuándo se va!”.
Las enfermeras, casi todas, sus enemigas. Como también es 
enfermero se las sabe todas. Esto lo creen tanto ellas, como él. 
Siempre las trata con aire despectivo y de superioridad. Está 
convencido de la ineptitud de quienes realizan hoy una tarea 
que él cumplió con tanta eficiencia antes de pasar del otro lado.
Duerme, durante el día, en un lugar abandonado y mu-
griento fuera del pabellón, donde encuentra paz entre tanto 
loco. Ya sea para descansar sin que nadie lo moleste, o para 
tomar tranquilo fuera de la vista de los demás, y aún para es-
cribir, se refugia en su cueva.
Dice que le gusta componer sonetos, que una vez fue pre-
miado y hasta llegaron a filmar una película sobre un texto 
suyo.
Como muchos amantes de la bebida anda desprolijo y su-
cio, con la ropa colifata. Entre tanta borrachera pierde todo, me-
nos el orgullo cuando está sobrio. Bueno, también dice que les 
ha dejado a sus sucesivas mujeres las pertenencias que alguna 
vez tuvo. Le gustan las mujeres jóvenes. De la última, bastante 
mayor que él, también se separó.
Fanático de Borges, River y Perón, cuenta que su padre, be-
bedor, se murió en sus brazos y él no pudo salvarlo.Como hermano mayor, tuvo que hacerse cargo de educar a 
los menores. 
par. Es que nunca logró abandonar su candidez adolescente, 
aunque ya tiene más de cincuenta. 
Tuvo altibajos en el tiempo que lleva encerrado. A veces 
mejor, a veces peor, otras, solo como un perro, pero siempre 
cargando con su impotencia, su abandono, su desaliño, las mu-
chas radios (que no deja de perder), las quemaduras de cigarri-
llo en su ropa, la serie de gorras, la incomodidad que siente en 
todos los lugares. Por varias de estas cosas, se gana el rechazo 
de muchos. Es tan inteligente y tan agudo, como obstinado y 
caprichoso. 
A Elena le tiene confianza y cariño. Su relación con ella pa-
rece la prueba de que un lazo humano aún existe. No quiso 
saber nada cuando le propuso tratarse con otro. Él, a los hom-
bres, les tiene mucho miedo y, en general, no le caen bien. En 
aquel momento, Elena pensaba que el tratamiento no iba ni 
para adelante ni para atrás. Llegó a sentir que ella era lo único 
que Palito tenía. No hubo manera de persuadirlo de que par-
ticipara de algún grupo. Sin embargo, estoicamente, se avino 
a entrevistarse cada tanto con el otro, no sin asegurarse que su 
lugar con Elena, estaba garantizado. Así es como cada lunes, 
puntualmente, sigue yendo a charlar con ella. 
Ahora está pensando más seriamente en irse del manico-
mio. Es una de las pocas ocasiones en que Elena lo encuentra 
impaciente por salir. Ya no aguanta más. A su modo, parece 
estar entusiasmado, algo que rara vez ha expresado. Se está 
haciendo demasiado larga la espera de que el juez lo autorice a 
disponer de su dinero. 
Está convencido de que todos escuchan lo que piensa. 
Vive acosado por la preocupación de que se le escapen in-
sultos o ideas inconvenientes.
Dejó de escribir hace bastante, cuando se disolvió el taller 
literario porque Alicia se fue a trabajar a otro lado. A Alicia la 
quería mucho.
El otro día, Palito le dijo que se había dado cuenta de que 
ella sola no podía con todo, que necesitaba gente que la ayude.
6160
inyectaBle
Mónica Cuschnir
Un día, al llegar para la visita domiciliaria, Dalmiro, cuya rela-
ción con el agua y el jabón está en conflicto, atajó a Elena antes 
de entrar y la llevó caminando hasta la esquina, para poder 
contar tranquilo que Marcos estaba mal. Dijo que estaba muy 
amenazante, insultaba y con muy mal genio. 
Marcos es un hombre cincuentón, de estatura mediana ti-
rando a petiso, canoso, prolijo, muy amable en sus modos. Su 
dejo de inocencia inspira ternura.
Durante la reunión, aprovechando un momento en el que 
Marcos fue al baño, hablando bajito para que no lo escuche, 
Pajarito confesó que tenía miedo porque él dormía en la misma 
habitación y estaba muy agresivo.
Gerardo aportó que una vecina dijo que iba a hacer una 
denuncia porque había muchos ruidos fuertes en cualquier 
horario y se escuchaba a alguien gritar, nombrando a Satanás 
en el galpón. Ése era territorio reservado de Marcos. 
Se les estaba tornando muy difícil convivir con él. No 
podían mirar tele, se morían de frío, y nadie se animaba a 
contradecirlo.
A él siempre le sobraba medicación. Seguro que no la 
tomaba. Así que cada tanto tenían que ponerle un inyectable 
(una medicación de administración más espaciada). Se lo citó 
para que fuera a ver a la doctora. No fue y dijo que no quería 
atenderse más con ella. Cuando la enfermera fue a aplicarle la 
inyección en la casa, no lo permitió.
Muy de a poquito se anoticia de que su madre tenía un 
modo de cuidarlo muy particular. Lo mandaba de noche sien-
do un niño, en compañía del hermano que le sigue, a buscar 
a su padre por todo el pueblo, que seguro estaría tirado por 
algún lado.
Elena cree que a veces él chamuya, quizás para quedar bien, 
o porque a causa del pedo ni se acuerda qué le pasó, o porque 
pierde la dimensión o distorsiona situaciones que vive. 
Está preocupada porque una vez terminó en coma, interna-
do en un hospital cercano.
En ocasiones, en las entrevistas, se nota que ha tomado. 
Elena piensa que algo tiene que hacer pero no sabe qué.
Habla con amor desmedido de su hija que fue madre a los 
catorce años. Ahora tiene dieciocho, tres hijos y un marido. El 
del apellido monárquico se ufana de haber trompeado al padre 
de sus nietos para que sentara cabeza y se hiciera cargo, escu-
dándose en “lo conozco de chiquito, el padre fue compañero mío en 
la primaria”. En un pueblo chico se conocen todos.
Elena piensa que un poco de razón tiene cuando dice que la 
jefa de enfermeros es una jodida. Ayer, esa jefa sentenció: “Vos 
hablás demasiado, le contás todo a Elena”.
6362
plan B
Mónica Cuschnir
El día llegó y ese viernes abandonaron la Colonia para insta-
larse en una casa que armaron como un hogar. Se los ayudó 
y acompañó en la mudanza. Era parte de la tarea del equipo 
del Programa de Rehabilitación y Externación Asistida. Así 
comenzaron a experimentar la salida del encierro. Pero se ave-
cinaba una experiencia nada sencilla, la de convivir y vérselas 
con otros encierros: los de cada cual, en sus fantasmas.
Elena se pescó una conjuntivitis y estuvo dos semanas sin, 
ni siquiera, poder ir a visitarlos. Cuando por fin pudo, se hizo 
una reunión. El hombre mayor había tenido algunas crisis. 
Sufría epilepsia, ya lo sabían. Sin embargo, los sorprendió con 
otra cosa rara que le pasó. Empezó a desvariar y salió corrien-
do, nadie supo hacia dónde, ni él. Por suerte, duró poco eso. 
Pero ¡el susto que se llevaron!
Con naturalidad, Ariel empezó a contar que al hombre 
mayor lo dejaban encerrado. Él y Mariano tenían ocupaciones, 
por lo que buena parte del día, no estaban en la casa. Tenían 
miedo de que el hombre mayor se descompusiera o saliera, 
dejara todo abierto y les robaran. El hombre no tenía llave. 
Como es de imaginar, estaba enojadísimo. Especialmente con 
Ariel, quien proponía: que se quedara encerrado adentro o se 
quedara encerrado afuera. O se volviera a internar. El hombre 
mayor estaba convencido de que Ariel le tenía bronca porque 
no quería acompañarlo a la iglesia. Además estaba convencido 
de que lo conocía desde hacía mucho tiempo atrás y solo había 
pasado un año desde que se vieron por primera vez. Ariel de-
cía que lo confundía con otro. 
La preocupación de Elena era cómo lograr que Marcos acce-
diera a cumplir el tratamiento que le indicaba la doctora para 
que mejorara y que nadie llamara a la policía. Así que terminó 
yendo el Dr. Cedro con dos enfermeros y llevaron a Marcos al 
hospital en la ambulancia. Estuvo internado una noche. Al día 
siguiente regresó a la casa. 
Y eso que, esta vez, no se pintó el pelo de amarillo.
6564
miserias
Mónica Cuschnir
Elena llegó al pabellón, como todos los lunes. Durante la ma-
ñana, llamó para la entrevista al del apellido monárquico. El 
hombre le preguntó si lo iba a seguir atendiendo porque la 
semana anterior, otra psicóloga le informó que lo iba a aten-
der semanalmente. Él creyó que Elena tenía mucho trabajo 
por lo cual habría solicitado que esa persona continuara con el 
tratamiento.
Elena no podía salir del asombro. Recordó que varias ve-
ces ese tema se había conversado, ya que él quería asegurarse 
que aun cuando se externara, podría continuar su tratamiento 
con ella. Elena atinó a decirle que de haberse presentado una 
situación semejante, el primero en enterarse hubiese sido él. 
Aclaró que no había pensado en interrumpir el tratamiento, 
pero, que si él quería, podía cambiar. El hombre explicó que se 
sintió desconcertado y no quiso ser maleducado, pero que de 
ninguna manera era eso lo que quería.
Elena le dijo que iba a conversar con la psicóloga en cuestión 
y que si algo debía saber, era que iba a continuar solo con una 
de las dos. Pensó que él se regocijaba porque dos mujeres se 
disputaran su atención, porque algo deslizó a modo de broma.
Cuando la entrevista finalizó… Elena se quedó pensando.
Revisó el libro de comunicaciones internas. Encontró escrito 
con letra de la que el del apellido monárquico llamaba “la jo-
dida”, queel jueves había estado Clotilde y que iba a concurrir 
todos los jueves para entrevistar al del apellido monárquico, a 
Fernández y a Santander.
Parecía muy difícil encontrar soluciones. El primer acuerdo 
fue hacerle una llave al hombre mayor, quien también pagaba 
su parte del alquiler. El equipo ofreció pasar todos los días de 
esa semana para ver cómo estaba. También se propuso pedirle 
a la amable vecina que cuando tuviese unos minutos se diera 
una vuelta. Un tanto contrariado, Ariel aceptó probar. Y así se 
puso en marcha el plan B. 
Días después, estaban más tranquilos. El hombre mayor se 
mostró contento, ayudó a cocinar, estuvo más conversador.
Aunque se logró un acuerdo y el clima pareció calmarse, 
Elena permaneció inquieta, con temores, pensando “esto recién 
comienza…”.
67
y, ¿ahora…?
Mónica Cuschnir
Llamó a Consultorios Externos para pedir la Historia Clínica 
de Fortunato y para preguntar si había ido a aplicarse el inyec-
table. Era un cuidado especial que había que tener, porque a él 
le gustaba tomar solamente tranquilizantes y a discreción.
Ya había sucedido que estuvo viviendo cuatro años en una 
casa en la ciudad con sus compañeros y por abandonar el tra-
tamiento, se produjeron un montón de problemas. Recuerda 
que, entonces, en esa casa el aire se cortaba solo. Los compa-
ñeros le tenían un poco de miedo y otro poco de respeto. Es 
que Fortunato era un intelectual y sabía muchas cosas. En lo 
que se destacaba era en escribir. Escribía unas cartas y unas 
notas de reclamos dignas de un funcionario público. Claro, a 
veces, reclamaba por de más. No aceptaba críticas. Se ponía muy 
peleador y amenazante.
Un día resolvió irse a la casa de unos parientes en Formosa. 
Hizo las valijas, no escuchó a nadie que le dijera que no era el 
momento. Y así como se fue, volvió. Solo que no pudo volver 
a entrar a la casa que había dejado. Se tuvo que internar de 
nuevo.
Tiempo atrás, le tocó pasar por una situación muy difícil 
con su psiquiatra anterior. Él aún sostiene que lo quiso envene-
nar porque se enamoró de una mujer que no debía, a la que le 
escribió cartas. Parece que tanto amor asustó a ambas mujeres: 
a la inconveniente y a su psiquiatra. 
Cuando salió del hospital la última vez, para vivir solo, ya 
lo atendía otro médico, con quien Fortunato estaba conforme. 
Hasta el momento, cumplía con el tratamiento farmacológico. 
6968
pérdidas 
Mónica Cuschnir
Una de esas raras ocasiones en que se pudo ver a Palito entu-
siasmado fue en los tiempos del taller literario. 
Alicia, una joven señora petisa, delgadita y muy pizpireta, 
tenía una calidad humana y una competencia para coordinar 
ese taller que no se podrían equiparar. 
Los muchachos la querían mucho. Trabajaban con dedicación 
y producían escritos valorados por quien los leyera. Una vez lle-
garon a publicar los trabajos en un libro, con el esfuerzo y la dedi-
cación de Alicia. En otro tiempo, armaron un programa de radio.
Cada tanto, Palito se enojaba con ella. Se sentía celoso. Si no 
le dedicaba un rato de exclusividad, se encaprichaba. A veces 
faltaba por eso. 
Aunque parece sumiso y resignado, tiene su carácter. Es re-
belde, protestón y exigente. Con los que él quiere y sabe que lo 
aprecian, tira de la cuerda; con los demás, si le conviene, a veces se 
muestra sumiso. Éstas, entre otras cosas, son las que le confirman 
a Elena su opinión acerca de Palito: es inteligente y sensible.
Él se lamenta por la pérdida de contacto con la bohemia 
de Buenos Aires: Corrientes, los libros, los espectáculos, los 
bares…
Alicia se admiraba de las metáforas en los escritos de Palito. 
Elena piensa que es una verdadera pena que no los haya con-
servado. Así como pierde las radios, destroza la ropa, también 
ha perdido su producción escrita. 
Y casi no ha vuelto a escribir desde que se fue Alicia.
Se había dado cuenta que así estaba mejor. Siempre se trataba 
de encontrar algún ardid para comprometerlo con el trata-
miento. Esa tarea, la hacía más que nada, su psicóloga, que ya 
lo conocía. Hacía mucho tiempo que lo atendía y ahora estaba 
con licencia por maternidad. 
Ese día, que Elena llamó a Consultorios Externos, le infor-
maron que se había resuelto, por una decisión administrativa, 
que todos los que vivían afuera, tenían que atenderse con el Dr. 
Vilches. Elena se preguntó: Y, ¿ahora…? Un ratito antes había 
escuchado protestar a la Dra. Bueno: “Vilches quiso dejar inter-
nado a Patricio porque delira un poco”.
71
interrupciones
Mónica Cuschnir
Agustín se despachó a gusto. La verborragia que le producía 
náuseas a Elena en otros tiempos, se había transformado en 
un discurso temperamental, en el que había que buscar, sutil-
mente, el modo de interrumpirlo para introducir un bocadillo. 
Y, ¡pucha si escuchaba esas intervenciones fugaces! Cada tanto 
traía a la memoria algunas, que evidenciaban haber sido mojo-
nes orientadores en su vida o reproches por algunas que no le 
habían gustado.
Estuvo como dos horas hablando y, aún así, le quedaron te-
mas pendientes para la próxima. No paraba, como le solía ocu-
rrir. Después de las vacaciones, necesitaba ponerse al día. 
Comenzó por lo bueno: que con su familia estaba todo tran-
quilo, que sus bolsillos vacíos, como siempre, porque los últimos 
pesos que le quedaban se los le había dado a su hija, que la cria-
ba la madre de él. 
Después pasó a lo que sigue:
“Ya le tengo dicho a Julio que no compre cosas caras porque anota 
todo y después se me arma una deuda que no termino de pagar más. 
Se compró algo que dijeron en la radio, un energizante, qué se yo. 
Que le sube la presión, que le duele el cuello, que se engripa, ¡Andá al 
Médico…! (Grita prestando su voz a algún personaje demasiado 
imperativo de su historia)1…Duerme de día y se pasa la noche des-
1.  Agustín es dueño de un histrionismo y un agudo sentido del humor. 
Ridiculiza, se ríe e imita. Recursos que encuentra para estar en la vida. La 
ficción le permite tomar distancia de las garras de esos personajes sádicos 
que han poblado su vida desde la ¿más tierna? infancia. Sin embargo, esta 
7372
amor insolente
Mónica Cuschnir
Aquella sensibilidad, de baja estatura, piel aceitunada, con una 
mirada entre sumisa, temerosa, ávida, expectante, aparentaba 
tener menos edad, porque su experiencia de vida había sido 
breve. Breve aunque accidentada. No conocía el amor, a excep-
ción del imposible, de aquel que había sido un error. O quizás 
un acierto para seguir siendo puro. Una elección destinada al 
fracaso que lo llevó hasta la cárcel, de la que ya había podido 
salir. Callado, introvertido. 
Contaba que la psicopedagoga lo seducía. Le hacía masajes 
en los hombros, se le acercaba demasiado. El hombre se ena-
moró. Ciego de celos, amenazó con prenderle fuego la casa si 
no respondía a ese sublime amor. Se ve que la mujer entró en 
pánico y no tuvo mejor idea que realizar una denuncia, que 
desembocó en que él terminara preso y luego en el manicomio. 
Parecía estar siempre llegando o partiendo. Andaba car-
gando su mochila y su campera como partes de su cuerpo. 
Extensiones de sus brazos. Un caparazón. 
En ese sitio, no se podía dejar nada ni por un instante. 
Rápidamente alguien se iba a ocupar de que desapareciera. 
Cualquier objeto podía adquirir un valor incalculable. Desde 
una moneda hasta una pava o una bombilla.
La frontera entre lo propio y lo ajeno era un asunto compli-
cado. No solo porque muchos de los que allí vivían, no sabían 
del límite entre ellos mismos y los otros. O porque hubiese 
mezclados ladrones de ocasión o de profesión. 
pierto. Arregla el piso y pone la radio fuerte. ¡Los vecinos se van a que-
jar…! Reparó mi radio, le sacó la perilla del dial y nunca más la puso. 
Funciona, pero le falta la perilla, que antes la tenía, aunque no andaba. 
Arregló mi lavarropas, me pidió que pague los repuestos, estuvo como 
un año para repararlo y no anda otra vez. La cocina, que también es 
mía, ahora, ¡la desarmó todaaa…!. Vamos a ver cuándo la arma otra 
vez. Escucha

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