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después de los manicomios Clínicas insurgentes Mónica Cuschnir Margarita Beaufays Maximiliano Ferreira María José Carreño Cecilia Martínez Grillo Cugliati Fernando Ceballos Carlos Milano Javier Pereyra Germán Chiodi Maita Lespiaucq Matilde Melo Claudio Malatesta Clara Girard Maluca Cirianni Paula Saraco Silvia Alves Julián Coronel Mabel Giménez Marcelo Percia Índice Prólogo. Corajes que atraviesan portadas 13 Marcelo Percia 1. Relatos El último colectivo 47 Mónica Cuschnir Bordes, fronteras, límites 49 Mónica Cuschnir Dos fríos 53 Mónica Cuschnir Defender el amparo 57 Mónica Cuschnir Monarquías 59 Mónica Cuschnir Inyectable 61 Mónica Cuschnir Plan B 63 Mónica Cuschnir Miserias 65 Mónica Cuschnir Y, ¿ahora…? 67 Mónica Cuschnir © de los autores Editores Ana Asprea y Cristóbal Thayer edicioneslacebra@gmail.com www.edicioneslacebra.com.ar Esta primera edición de 1000 ejemplares de Después de los manicomios fue impresa en Mundo Gráfico Srl. y encuadernada en Encuadernación Latinoamérica Srl, ambas con domicilio en Zeballos 885, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina, en el mes de junio de 2018. Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723 Percia, Marcelo et. al. Después de los manicomios. Clínicas insurgentes. - 1a ed. - Adrogué : Ediciones La Cebra 2018. 272 p. ; 21,5x14 cm. ISBN 978-987-3621-49-9 1. Ensayo argentino. I. Título. CDD A864 ¿Dónde están las cartas para su amor? 101 Maita Lespiaucq Lágrima oscura 103 Maximiliano Ferreira Risa del alma 105 Maximiliano Ferreira Garra Charrúa 107 Maximiliano Ferreira Fe… de erratas 111 María José Carreño 2. visiones Orfandad 121 Paula Saraco Golpe 123 Grillo Cugliati Sueño 127 Maita Lespiaucq El árbol 129 Maximiliano Ferreira. La ceremonia 131 Maximiliano Ferreira La fama del fantasma (El síndrome de Blanca Nieves) 133 Maximiliano Ferreira 3. Artículos y presentaciones Una clínica en la que se piensa 139 Mónica Cuschnir ¿Des-totalizar? 145 Mónica Cuschnir Pérdidas 69 Mónica Cuschnir Interrupciones 71 Mónica Cuschnir Amor insolente 73 Mónica Cuschnir Lo que esperan de uno 75 Mónica Cuschnir Marcas 77 Maita Lespiaucq Sala 79 Maita Lespiaucq Volver 81 Maita Lespiaucq Obreras 83 Maita Lespiaucq Mudar a la madre 85 Maita Lespiaucq Sin timbre 87 Maita Lespiaucq Las palabras 89 Maita Lespiaucq Volver a Lobos 91 Maita Lespiaucq Señor José Ángel 93 Maita Lespiaucq Preboch 95 Maita Lespiaucq Escuchan mi pensamiento, pero existo 97 Maita Lespiaucq Cosas que hablar 99 Maita Lespiaucq Fragmentos, particiones, pedazos 219 Maluca Cirianni Sensibilidades que se desparraman 229 Silvia Alves 5. Entrevistas Entrevista I. Margarita Beaufays 237 Entrevista II. Julián Coronel 241 Entrevista III. Mabel Giménez 245 6. Glosario de discusiones Cercanías en estado de asombro 251 7. Bibliografía 267 Vida y clínica: territorios para poder no poder 149 Maita Lespiaucq Una vida cimarrona 157 Fernando Ceballos Psicoanálisis en un hospital: procesos clínicos del equipo de salud. Docencia e Investigación 165 Carlos Milano Radio en Movimiento La comunicación como un medio de inclusión: una experiencia comunitaria, artística, social 169 Javier Pereyra Equipos de salud, devenires y acompañamientos 173 Javier Pereyra La película de Open Door 179 Germán Chiodi Pluralidad de enfoques 189 Cecilia Martínez 4. Crónicas interrrogadas Preguntas, más preguntas 195 Matilde Melo Cosas que hablan 203 Sin firma Gato encerrado 211 Clara Girard Heladera 213 Clara Girard ¿Tenés cambio de un héroe? 217 Claudio Malatesta prólogo 13 corajes que atraviesan portadas Marcelo Percia Publicación Este libro narra modos de obrar de trabajadoras y trabajadores del hospital Domingo Cabred, amparados en el Programa de Rehabilitación y Externación Asistida impulsado desde 1999 por el Ministerio de Salud de la Provincia de Buenos Aires. Experiencias, también, pensadas en colaboración con un Equipo de Capacitación de la Escuela Superior de Sanidad de la Provincia de Buenos Aires y un Grupo de Investigación de la Facultad de Psicología UBA que dirige el Proyecto UBACyT (2014-2017) Representaciones de Sujeto y Subjetividad en el mo- vimiento de “Lo Grupal” en la Argentina: presupuestos teóricos y consecuencias clínicas, institucionales, éticas, políticas. Lo público Este libro da cuenta de una intervención entre un equipo clínico en un hospital público y un equipo de investigación de una universidad pública. Intervención que obliga a pensar qué urge hacer y pensar en los espacios públicos. Hospitales y universidades públicas representan orgullos de la vida en común. Tejidos de solidaridades tramadas en la histo- ria. Tiempos en los que, todavía, los Estados dicen garantizar el derecho a la hospitalidad y al saber. 1514 Consentimientos Dos sintagmas decisivos alojan la vida en los últimos años: Nunca más y Ni una menos. Manicomios no tendrían que haber ocurrido. Tampoco genoci- dios ni ensañamientos contra las mujeres. Manicomios, terror de Estado, violencia patriarcal, interrogan qué consentimientos hicieron y hacen posible lo que no tendría que haber ocurrido. Consentimientos realizan acciones escurridizas. Admiten como posible la existencia paralela de lo que no aprueban, dicen: “Los manicomios representan lugares horrorosos, no trabajo en ellos”. Consentimientos se cubren con babas bonachonas. Para mostrarse ecuánimes, hasta argumentan razones que ex- plican lo inexplicable. Los escritos de este libro soportan la sospecha trágica de que siempre se puede condescender con lo intolerable, incluso sin darse cuenta. También agitan una pregunta: ¿por qué unas cuantas sensibi- lidades sueltas deciden comprometerse a hacer algo en donde se dice que no se puede nada? Encierros Se vuelve a decir en este libro una cosa que ya se sabe: la in- ternación por unos días de una vida estallada se ofrece como último recurso clínico. Encierros, aislamientos, abandonos, expresan dejadeces de la civilización. Normalidades esconden que no saben qué hacer con intensi- dades que se alzan por encima de los muros de las sensateces. Cotidianeidades Cuestionar manicomios supone impugnar cotidianeidades so- ciales que construyen esos muros. Se necesitan hospitales que alojen, por un tiempo, vidas que la están pasando mal. Lugares en los barrios en los que pueda hacerse escuchar el malestar. Equipos dispuestos a movilizarse ante el llamado de una madre, un hermano, una hija, un ami- go, una vecina. Acompañantes con los que se pueda contar en las noches y los días de desesperación. Tramas comunitarias que ejerciten cercanías con el dolor haciendo música, plástica, cine, literatura, carpintería, charlando o cocinando en una olla popular. Pero, no solo eso. Esos muros se construyen con injusticias y desigualdades. Abusando y violando cuerpos que tiemblan de miedo. Con sufrimientos aspirados por encendedores y pegamentos, ciga- rros, alcoholes y polvos. Esos muros se levantan con ideales de éxitos propietarios: za- patillas, camperas, motos, autos, casas. Esos muros se levantan con cuerpos dóciles, vejados, sumisos. Esos muros se levantan con modelos sexuales y morales del buen desempeño que tiranizan. Esos muros se levantan sobre arideces, amores lastimados y amistades quebradas. Territorios secos en los que hasta el de- seo de hablar se ha retirado. Entonces, cuando se cuestionan manicomios se impugna la cotidianeidad social, se interroga la vida tal como la conoce- mos. Se objetan, incluso, complicidades de las enseñanzas universitarias. 1716 La barrera de la portada del hospital recuerda la frágil consis- tencia de los vallados de la civilización. ¿Se necesitan corajes para abismarse en los manicomios? Corajes que se necesitan no se tienen, se suponen en una com- pañera o compañero de equipo, se suponen en vidas interna- das que concurren a un taller, a una asamblea, a una juntada. Clínicas insurgentes suponen corajes que no poseen. Crónicos En el manicomio el vocablocrónicos declara vidas acabadas, carcomidas por males definitivos, intratables. Un adjetivo plural que sentencia existencias incurables, casi inexistentes, condenadas a la mera sobrevivencia. Mansedumbres Manicomios no aprueban querellas de orgullos ni despliegues grandiosos de vidas caídas en el encierro, prefieren manse- dumbres y complacencias que no generan conflictos. Lo mismo que prefiere el habla del capital. Este libro (que se escribe contra los manicomios) reconoce, sin embargo, que para muchas vidas ese perímetro, que concentra horrores y abandonos, se habita como la única casa con la que se cuenta. A veces, desamparos se acurrucan en la docilidad del miedo. Se lee en este libro que una sensibilidad deseosa de partir del hospital lleva consigo una hojita doblada en cuatro con la firma del director que dice: “Reserva del mismo lugar de internación. Validez: Un año”. Des-internarse del manicomio, ¿para volver a internarse en la malla cotidiana de obligaciones, normativas y consumos de la vida en común? No solo se trata de terminar con los manicomios, sino de im- pugnar todas las formas de encierro. No hay que olvidar que las desidias comunitarias alientan multitudes de encierros que el habla del capital necesita para sostener su mundo feliz. Este libro narra cómo vidas comienzan a salir del manicomio escribiendo cartas: mensajes de aliento a otras vidas encerra- das. O tomando la decisión de tener dientes o comprarse una camisa. Dignidades no manicomiales residen en pequeñas cosas. La demasiada vida Que las internaciones prolongadas en manicomios se tienen que terminar se sabe desde mediados del siglo veinte. Pero no se sabe qué hacer con demasías fuera de los encierros. No se sabe cómo vivir en una casa o entre vecinos cuando irrumpen sentimientos desbordados. No se sabe cómo com- partir los días cuando estallan emociones violentas que dan miedo o cuando una sensibilidad intimidada ve amenazas por todas partes. No se sabe cómo suavizar impulsos heridos en curtidas pieles del dolor. Hasta ahora, los fármacos solo consiguen, por momentos, dosi- ficar, adormecer, enlentecer la demasiada vida. La barrera de la portada Este libro llama equipo a “la experiencia inmensa de reencontrarnos con el coraje necesario para atravesar, cada día, la portada”. 1918 Pero los cuerpos confinados hablan, hablan de cualquier mane- ra: lo hacen en lenguas desolladas, enmudecidas, saturadas de excitación, insomnes y adormecidas. Aún así, están ahí: escupen lenguas rotas o descargan cascadas interminables. En ocasiones, pronuncian palabras que duelen, que dicen infi- nitas ternuras. Risas Se cuenta en este libro el momento en que una asamblea entera ríe: el instante en común de disímiles carcajadas ruidosas. Segundos logrados en el que risas que ríen de las desgracias desarman goces que parasitan todos los sufrimientos. Estigmas Vidas fuera de los manicomios impugnan formas de lo común tal como las conocemos. Estigmas labran los cuerpos. Se cuenta en este libro que nadie quiere decir que estuvo en un loquero. Que muchas retracciones tratan de ocultar las marcas infaman- tes de los encierros. Decir que se estuvo en un manicomio equivale a declararse portador de demasías. ¿Nadie quiere tener vecindad con ese peligro? Dolores que se arraigan Cuando entusiasmos en un equipo no tienen ganas de ir a trabajar, les duele la cabeza, andan con contracturas, se sien- ten heridos por descalificaciones, no les alcanza la plata; esos malestares que se enraízan en los cuerpos pertenecen a la ta- rea. Aunque eso no se pueda, se quiera o se sepa pensar en el momento. Pero lo que llamamos tarea no se reduce solo al obrar en común de quienes se proponen acompañar vidas de dolor. Los equipos clínicos devienen membranas acústicas receptoras de nerviosismos de la ciudad, de estruendosos choques de las luchas de poder, de ruidosos espasmos en el concierto moral, de lejanos y cercanos ecos de la cantinela del capital. Como diría Pichon-Rivière (1971) una tarea no solo reside en cómo un equipo alcanza lo que se propone, sino en cómo esas vehemencias dispersas vibran alcanzadas por ondas expan- sivas que sus acciones absorben y desencadenan por todas partes. Sensibilidades echan raíces, a veces, en palabras que piensan en común lo que les está pasando; otras, en el silencio; otras, en rivalidades que luchan por reconocimientos. Intenciones desahuciadas Se relata en este libro cómo lenguas automatizadas en los encie- rros sueltan frases que provienen de historias borradas: ¿Vino mi papá? ¿Cuándo voy a salir de acá? ¡Quiero que me devuelvan mi casa, mi barco, mi avioneta! Manicomios se burlan de los saberes, descreen del valor de la palabra, de la potencia de quienes se dan cita para hablar la vida. Ridiculizan la obsesión por conversar con la que llegan estu- diantes de psicología que se enamoran del psicoanálisis. 2120 va para atrás ni para adelante, no procura asentarse en el tiempo que requieren las convalecencias. Convalecencias de una época, de modos de vivir en común, de poderes que terminan postrando lo que no logran disciplinar. En numerosas ocasiones, en el equipo, se quiere hacer algo por otra vida, pero no se sabe qué: se necesita aprender ese no saber qué. No se sabe qué porque no hay un qué hacer por otra vida. Se hace, entonces, un no hacer que se ofrece como relevo activo de una espera. Disponibilidad que dona tiempo, que suaviza acariciando el ahora, mientras dice, dándose en el presente, que tal vez no se pueda vivir sin dolor. Infinitivos clínicos que se narran en este libro se conjugan en presente: en lo que se hace en el momento que se está viviendo. No hay otro tiempo para quienes sufren. Clínicas que apuestan a estar ahí, quizás solo para dulcificar presentes que vislumbran que lo venidero puede advenir des- pejado, a pesar del dolor. Al final, como advertía Foucault, discursos del buen vivir, del buen sentir, del buen comer, del buen placer, del buen cuerpo, de la buena salud, de la buena sociabilidad, realizan el control político de las energías vivientes. Extorsiones pasionales del habla del capital. No alcanza con cuestionar privilegios del tener por sobre el ser: ser y tener componen ficciones semejantes. Condiciones de existencia imperantes. El asunto reside en imaginar una vida en común en la que no se tenga ni se sea, en la que se pueda estar, así, sin más. Clínicas insurgentes Se las llama así porque intentan sublevarse contra hábitos pro- fesionales: de las psiquiatrías, enfermerías, psicologías, traba- jos sociales. Clínicas en las que se mezclan disciplinas y especialidades. Clínicas que se sumergen en estados deliberativos que desem- bocan en súbitos pavores y súbitas intervenciones. Pavores suscitados por la sospecha de que no nacimos para este trabajo e intervenciones que se desprenden después de darnos cuenta de que estamos pensando algo que nadie entiende del todo. No saber qué Este libro declara eso que las clínicas no suelen decir: a veces, los tratamientos no van ni para adelante ni para atrás. Pero ¿hacia dónde tendrían que ir? ¿En búsqueda del ideal de salud? ¿En persecución de un estado completo de bienestar físico, mental y social? ¿Encaminados hacia un modelo moral que obli- ga a que seamos felices? Pero ¿cómo pensar bienestar o felicidad sin los patrones que el habla del capital difunde? ¿Cómo enseñanzas universitarias y políticas de salud podrían ir más allá de solicitar resignación y paciencia a las vidas excluidas y no encastradas en la fiesta exclusiva del capital? Escritos de esta publicación admiten que consiguen poco o logran cosas solo por un tiempo (aunque, a veces, esos lapsos duren uno, cinco, diez años). Compulsiones al éxito, que dominan inercias terapéuticas, confunden. Clínicas están obligadas a preguntarse qué pasa cuando no pasa nada. Y, también, a interrogar si, a veces, una vida que no 2322 Sensibilidades quehabitan demasías, a veces, las sufren. Cómo nombrar vidas que se atienden ¿Cuerpos vejados, ternuras abusadas, violencias agazapadas? Clínicas sublevadas contra diagnósticos de los manuales sos- tienen la pregunta sobre cómo nombrar vidas que se atienden. Insurgencias clínicas tienen la responsabilidad de conocer con precisión lo que rechazan. A no saber cómo nombrar se aprende, más que por las innu- merables frustraciones, por el sentido respeto por lo irreducti- ble que otra soledad habita. No saber nombrar no equivale a difundir vaguedades ni a nombrar sin saber. Se trata de aprender a pensar lo sin nombre: dolores laceran- tes, pérdidas que no terminan, litigios insuperables. Donde se acostumbra a informar que el paciente padece delirios místicos con vivencias paranoides o que no tiene conciencia de enfer- medad, este libro no se priva de narrar que alguien cuenta con el reconocimiento afectuoso de sus vecinos o que a pesar de que se enoja por la incomprensión de sus compañeros, logra acuerdos con ellos. No se trata solo de otra manera de decir. Nuevos manuales diagnósticos y estadísticos de trastornos mentales (DSM) amplían el espectro de enfermedades posi- bles, pero no pueden (aún con los casi cuatrocientos diagnós- ticos que enumeran) dar con el secreto de las intensidades que habitan demasías. Se lee en este libro: “Quienes viven en Luján, en Open Door, o en cercanías, alquilan. Hoy son, entonces, inquilinos, caseros, morado- res, convivientes, socios, vecinos, clientes, estudiantes, externados, amigos, ciudadanos, compañeros, jóvenes, ancianos, hombres”. Rehabilitaciones No se trata de rehabilitar sensibilidades falladas, deficientes, analfabetas comunitarias, sino de habilitar intensidades des- acostumbradas, abruptas, inoportunas para la vida en común. Se trata de habilitar afectos indomesticables, memorias insom- nes, penas irreparables. Habilitar fricciones que convivan, insensateces que choquen, conjuros y rituales inútiles, suciedades reparadoras. Lo mismo sucede con la idea de recuperación. Tampoco se pretende recuperar algo que antes alguien tenía: volver a una normalidad perdida. Clínicas insurgentes intentan sacudir oportunidades, agitar deseos, tentar entusiasmos, desentumecer demasías. Si se suprimen demasías, se cancela la vida. El enunciado la demasiada vida se ofrece como redundancia. No hay vida sin demasías. Usuarios En este libro se lee que un equipo se compone con trabajadores y usuarios. Nombrar a diferentes compromisos que participan en un equi- po (profesionales o no) como trabajadores, cuestiona jerarquías y gradaciones que subordinan pensamientos clínicos a relacio- nes de poder. Nombrar vidas que sufren como usuarias, cuestiona estigmas de pasividad, necesidad de tutela y pérdida de derechos que, a veces, carga la palabra paciente. Sin embargo, el vocablo paciente, si no queda confinado a la paciencia (especie de tolerancia resignada, conformidad, doci- lidad enlentecida), alude a sensibilidades que soportan algo que duele. 2524 Se relata en este libro que en esas concurrencias algunas afecti- vidades se conocen escuchándose hablar, y que también se eligen y se separan de repente. Crónicas interrogadas Las crónicas que se leen en esta publicación recogen anota- ciones de cosas dichas en reuniones de un equipo clínico, en asambleas en pabellones, en primeros encuentros realizados con enfermeras y enfermeros. Insurgencias clínicas interrogan, pero no practican interroga- torios. Ponen en cuestión lo que se piensa como surgentes de aguas dudosas. Las preguntas tienen que sortear cientos de distracciones del yo pienso hasta dar con estados impersonales de las ideas. Interrogaciones interrogan voces que habitan hábitos profesionalizados. Interrogaciones preguntan y se preguntan hasta desprenderse de las arrogancias de las respuestas. Las crónicas terminan sin concluir cuando alguien se cansa de escribir. Habrá suspicacias que confundan este respeto por lo inacaba- do con insolvencias. Clínicas insurgentes interrogan lo que hacen, lo que han he- cho, lo que harán, sin disolver la acuciante inquietud de que, al cabo, no se sabe del todo lo que se está haciendo. Ese no saber del todo no se ofrece como excusa, por el contrario: demanda infatigables insurgencias. Pero para que la interrogación horade pensamientos, se necesi- tan confianzas que suelten lenguas, altiveces que se desarmen, reclamos de amor sosegados, poderes que cedan autoridad a las preguntas. También, en el taller de radio, se subvierten hábitos que nom- bran cuando pacientes advienen locutores, columnistas, corres- ponsales, entrevistadores, cantantes, contadores de chistes. Así como en las prácticas del taller audiovisual, en un mo- mento, queda rebasada la relación coordinadores del taller y pacientes cuando todas esas presencias se vuelven productores de una película. Grupo de enlaces y desenlaces A veces, soledades se enlazan entre sí para que no las arrasen vendavales o maremotos. En distintos pasajes de este libro se hace referencia al grupo de los jueves o grupo de lazos como un lugar a donde pueden ir quienes se proponen salir del hospital. Como espacio de inmersión en el tiempo que avanza dando pasos pequeños. Como abracadabra de un porvenir que no se vislumbre enca- denado a un único plan. Se lee en este libro: “A veces, algún recién llegado al grupo, muy suelto de cuerpo dice: ‘Yo vengo a que me consigan una casa’, y en- tonces, ahí, esa palabra se empieza a escuchar como catarata que salta de boca en boca entre participantes y trabajadores: ‘Noooo pará, pará, esto es un proceso’. O ‘El proceso recién empieza’. O ‘Lleva tiempo el proceso’. O ‘Despacito… que esto es un proceso…’”. La idea de proceso pone en marcha movimientos. La cosa no consiste en demandar la gracia de una divinidad ni en sentarse en una silla hasta que llegue la solución. No se trata de jueves de esperanzas. Esperanzas pretenden recibir lo que anhelan o creen que merecen. Deseos no se mecen en alientos ilusionados, se dan pulsando la vida sin garantías. 2726 Visitas Se visita una casa, ¿para inspeccionar, vigilar, controlar? ¿Para cuidar, contener, acompañar? Niñas y niños nacidos en la década del cincuenta del siglo pa- sado jugaban a las visitas. Una participante iba de visita a la casa de otra acompañada de su hijo pequeño. La anfitriona que poseía diminutas piezas de té, llenaba las tacitas con su tetera de juguete. A veces, un chocolatín cortado en pequeños trozos simulaba enormes porciones de una suculenta torta. Así, el juego consistía en tomar el té y hablar de nimiedades como si se tratara de personas grandes. El de las visitas ocurría como juego conversacional. Las visitas componen una clínica de la convivencia: ¿cómo va la vida después del hospital?, ¿cómo van las noches y los días, la casa y el barrio, los compañeros y los vecinos? Demasías acampan en nimiedades. Insignificancias y pequeñeces alojan tormentas. Una persona enseña al equipo que, si quiere acompañarlo, tiene que dejar de mirar sus ollas sucias por un año. Si la buscada ajenidad de la visita no impone normas del buen vivir ni consiente malestares que se van instalando, puede re- novar condiciones para que se pongan en cuestión relaciones de poder que rigidizan convivencias. El mínimo comentario de la visita sobre que en la casa hace frío, de pronto, deshiela tensiones y disputas. A veces, no se visita a alguien en la casa, sino en un hospital en el que está internado por una apendicitis o por haberse ti- rado de un puente sin haber dado antes una señal de alarma. También se acude a una comisaría cuando detienen a alguien por tener conductas raras en una plaza (como, durante horas, vociferar contra el gobierno). Gato encerrado ¿Bolsas con piezas de valor disimuladas entre las ropas? Presencias escondidas, sospechas de cosas ocultas, ruidos raros que suenan como alarmas, tímidas denuncias de lo acallado. El psicoanálisisintrodujo la presunción de que las criaturas ha- blantes se desdoblan como si se tratara de unidades divididas. Sensibilidades, ¿se dividen?, ¿se fragmentan? ¿O velan la de- masiada vida atenuándola, separando luces de sombras, tierra de agua, aire de fuego, yo de tú, ellos de nosotros, olvidos de memorias? Sensibilidades reciben la vida y actúan en ella: se sienten afec- tadas y la afectan iluminándola con caricias, abrazos, prome- sas. La afectan, también, con alcoholes y navajas. La afectan con descansos y pesadillas. Así, algunas soledades alojan demasías y las abrigan insomnes. Como lo acontecido no se guarda en una supuesta interioridad ni en la memoria de un supuesto yo o sí mismo, a veces se posa en una heladera con freezer como tótem, monolito, termostato que sirve para mantener algo callado. Se narra en este libro que secretos que no se atesoran o se olvi- dan en una supuesta memoria personal: se posan en la inocencia de las cosas. Precauciones Después del manicomio, el equipo clínico presiente peligros en todas partes. ¿Se atienden vidas minadas que conservan intactos detonantes cifrados? ¿Se atienden vidas que absorben esquirlas de una comunidad detonada? 2928 Lo vivido sucede como lo percibido, lo recordado, lo que se puede o no contar. Lo vivido ocurre editado. Mientras que lo acontecido sigue pasando en lo que pasó: inago- table, inenarrable, sin edición definitiva. Lo acontecido está ahí como una fuerza intacta que presiona en lo vivido. Lo vivido maravilla en su inmensidad, pero lo acontecido des- borda la inmensidad y extiende sin límites cada maravilla. Lo vivido emociona y hace temblar, pero lo acontecido ensan- cha las emociones hasta fundirlas en el aire haciendo estreme- cer espumas del tiempo. Lo acontecido fantasmea la vida En lo acontecido se presienten vidas paralelas, existencias ple- gadas en las arrugas de los sentimientos, portales de ingreso a otros mundos. Se conjeturan fantasmas animando concreciones raras: las de lo temido, las de lo inefable, las de lo que queda entre la vida y la muerte. El verbo fantasmear, que emplea J. L. Ortiz, conjuga potencias que enrarecen lo sabido hasta volverlo no sabido. Medicaciones No somos: nacemos muchas veces en sensibilidades que vibran en sustancias que conectan impulsos en redes nerviosas entra- madas durante millones de años. Sin contar infinitas fricciones o estancias entre cuerpos que respiran, cercanos y lejanos, flu- jos de vida. Escuchas interferidas Después de los manicomios acontecen clínicas interferidas. Pero interferidas no por obstáculos, sino por desvíos inespera- dos de preguntas inauditas. Interferidas, como gustaba decir a Gregorio Kaminsky, heridas de tanta vida. Saberes no sabidos Lo sabido se vuelve no sabido gracias a la represión, la nega- ción, la desmentida, el olvido. La represión oculta lo sabido, lo disfraza, lo disimula. La negación lo suprime como si no hubiera existido nunca. La desmentida lo admite devaluado, desestimado, dudando de su percepción. El olvido suspende lo vivido alambrándolo alrededor de una laguna o pequeño agujero en la memoria. La expresión un saber no sabido se hereda del psicoanálisis. En cada sensibilidad habitan innumerables saberes no sabidos. Desde cómo sanarse de infinitas bacterias, alojar huéspedes virales, hasta absorber angustias sin representación. Saberes no sabidos transportan memorias de millones de años. No solo lo vivido Después de los manicomios vuelve a agitarse lo acontecido. Clínicas que se narran en este libro distinguen, en aquello que pasó, lo acontecido de lo vivido. Lo acontecido no se compone solo de lo vivido. 3130 Neurotransmisores deficientes o descompensados, ¿tienen más peso que las eficiencias y compensaciones de las transmisiones mediáticas? Las llamadas esquizofrenias, ¿manifiestan un problema cerebral susceptible de estabilización como la diabetes? En toda pastilla residen votos de fe, en cada píldora relucen décadas que combinan y armonizan sustancias, en cada toma se juegan autoridades y creencias médicas. En todo comprimido se concentran polvos que convencen so- bre sus beneficios. Nunca se sabrá medir el poder sanador de una ilusión, del en- canto de una promesa, de la creencia en un dios. El placebo antes de reducirse a un mero engaño, tendría que pensarse como movilización de esperanzas. Con los medicamentos se traman amores tiránicos y, tam- bién, sospechas de que a través de ellos se ejecutan sórdidas venganzas. Así se lee en este libro que alguien sostiene que su psiquiatra lo quiso envenenar porque se enamoró de una mujer que no debía. ¿Alguna vez se podrá despejar, para cada instante, químicas de los afectos y las pasiones? Se recuerda en este libro que Balint (1955) decía que “cuando un médico receta una píldora a su paciente, receta la relación clínica que han establecido”. Relatos Relatos que se leen en estas páginas se ofrecen como antorchas que alumbran luces y sombras en las que transcurren momen- tos clínicos. Atestiguan sensaciones físicas: arrebatos y náuseas. Soledades no conectan con otras soledades de igual manera. Ni la vida se les presenta con intensidades semejantes. Se lee en este libro que alguien pide más rivotril porque no se sien- te bien por las mañanas, a la vez que decide tomar un poco menos de lapenax. O que un hombre que está por viajar pide su historia clínica para presentarla en otro hospital y poder recibir allí trata- miento y medicamentos. O que se deduce que una musculatura nerviosa no está tomando la medicación. O que se averigua si un vagabundeo que anda detonando violencias se ha aplicado el inyectable. O que una alegría, tras animarse a algo, dice que el cam- bio de medicación le hizo bien, sin darse cuenta de que se trata de la misma. O que una vigilia no consigue dormir ni con toda la medicación que toma porque permanece despierta temerosa del espectro de un acto que no puede enterrar en el pasado. La medicación sobrevive, una y otra vez, como pregunta. Interrogada en sus adherencias y dependencias, en sus efectos deseables e indeseables. Interrogada en las obesidades, somnolencias, lentitudes, rigi- deces, temblores, apatías de los cuerpos. Interrogada en la posibilidad de dar tiempo para salir de una urgencia. Interrogada en la sentencia de por vida. Interrogada en insomnios en los que soledades planean quitar- se la vida. Se piensan cuerpos, ¿como laboratorios químicos con propor- ciones mal balanceadas, desajustadas, desequilibradas? La clínica, ¿queda desplazada por manuales diseñados para complacer a industrias farmacéuticas? Poderes biológicos, ¿tienen más responsabilidad sobre la mala vida que nos toca que los consumos nerviosos que difunde el habla del capital? 3332 Mudanzas Clínicas después de los manicomios necesitan volverse sabias en mudanzas. Mudanzas dentro y fuera del hospital, mudan- zas de casas porque se terminan los alquileres o porque no se pueden seguir pagando, mudanzas por desinteligencias en las convivencias, mudanzas por ganas de volver al pueblo en el que se nació, mudanzas a hoteles y pensiones insólitas. Clínicas sabias en mudanzas que, cuando pueden, reservan la posibilidad de volver como empuje que ayuda a zarpar. En tiempos de mudanzas las preguntas tocan la vida que pasa. Sin contar tratos con inmobiliarias, necesidad de garantes, ca- ravanas inconcebibles que salen del hospital detrás de un flete cargado de pertenencias. Insistencias Clínicas después de los manicomios necesitan saber perder apuestas, partidos, ilusiones. Aprender a perder muchas veces sin que la clínica sufra derrotas. Las llamamos clínicas insurgentes porque las impulsa la obsti- nación de levantarse contra lo establecido aunque no alcancen éxitos. Al final, no se trata de clínicas triunfantes, sino de porfías en común que buscan salidas. Urgencias En la palabra insurgentes se narran acciones urgentes que se levantan decididas contra las premurasde quienes no tienen tiempo. ¡Qué sabiduría extraña la de dar tiempo! Relatos que se leen en este libro no prueban destrezas ni mé- ritos personales: capturan instantes de duda, en el que una vacilación decide qué decir y qué callar. Privacidades Demasías no gozan de privacidad. Las afectaciones torrenciales arrasan castillos de arena de la anhelada interioridad. Se conocen dos formas de privacidad: una, la que disfrutan sin intromisiones vidas enriquecidas por la desigualdad; otra, la que procuran clínicas para que tumultuosas existencias pue- dan contar lo que les pasa. Cuando se siente sin filtros, a veces se necesita decirlo todo, pero no se puede decir todo, al menos, en cualquier momento. Diferencias entre lo propio y lo ajeno primero se establecen como hábitos que separan a los cuerpos y, después, como alfa- betización de las relaciones de propiedad. Se narran en este libro momentos de invención clínica de otra privacidad: la que se necesita para hablar sin censuras ni su- presiones. La que requiere complicidad, confianza, resguardo. Zurcidos de amistad con el dolor, la soledad, la nada misma: sin esas puntadas lo que se dice resuena en el vacío. Sin otras sensibilidades que advengan como relevo, lo que se dice fatiga a la misma lengua. Solidaridades Se lee en este libro cómo algunas solidaridades no advienen como morales de grupo, sino como gestos de ternura, amistad, cercanía, que admiten acciones porque sí de locuras valederas. 3534 Dicen estas visiones que “las proximidades en silencio buscan ha- bitáculos tibios”. Dicen estas visiones que “hay un sitio con montones de cuerpos envueltos y apretados”. Dicen estas visiones que “miradas insensibles hacen de soles focos despreciables”. Dicen estas visiones que “solo sé que, desde entonces, mi razón de arena tuvo su ración de sal”. Dicen estas visiones que “una excitación se masturbaba bajo las sabanas”. Este libro presenta visiones que refrescan escrituras afecta- das por el dolor, la trasmisión de saberes, las deliberaciones clínicas. Insubordinación de las rarezas Algunas sensibilidades se refugian en rarezas para escapar al asedio de las normalidades. Recuerda este libro que, en otros tiempos, el loco del pueblo con- vivía con vecinos que aceptaban sus extravagancias. Mientras que manicomios creen que imponiendo rígidas disci- plinas conseguirán normalizar rarezas. No se pueden reglamentar ni reformar exotismos, como tam- poco se pueden ordenar ni encarrilar demasías. Las instituciones totales tratan de domesticar la irreductibili- dad de las excepcionalidades. No se trata de que cada cual desarrolle su legítima rareza (como proponía René Char), sino de admitir que vidas no aplanadas se dispersan y sobresalen en formas inclasificables. La misma sabiduría del sueño, de las ternuras que se saludan, del mate que circula, del juego que se comparte, de la fiesta en la que se divide una torta, de las risas cercanas. Emociones Relatos de este libro narran emociones. Emociones que se con- mueven con emociones que atienden. ¿Se atienden emociones? Sí, se las rodea de silencio, respeto, cuidado. Se las acompaña con palabras o solo con la presencia callada de cuerpos que vibran, porque, a veces, no se requiere otra cosa. Emociones alegres, alegran; emociones tristes, entristecen; emociones de dolor, duelen; emociones de pánico, dan miedo; emociones angustiadas, angustian. Sin embargo, clínicas que se emocionan se sublevan contra presiones que demandan mejorías. No hay peor extorsión que la del amor. Una advertencia: se vampirizan vidas salidas de los manico- mios si se las confisca como mérito de un equipo que aspira re- conocimiento, prestigio, regocijo con el fantasma de su poder. Clínicas insurgentes se amotinan contra las blancas bondades que abusan de otras vidas deseándoles el bien. Se trata de otra cosa: dar una espera emocionada que no pida nada. Visiones El joven Rimbaud (1871) supone que para devenir poeta tie- ne que hacerse vidente, explica que “ello consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos”. Este libro presenta visiones que faltan a todas las reglas de los escritos académicos, los ateneos clínicos, las comunicaciones en congresos, las presentaciones en supervisiones. Dicen estas visiones que “los pronombres no hacen más que indeterminar”. 3736 En este libro se cuenta cómo en un momento de devastación de los recuerdos, confusión de los días, vigilia de varias noches, pánico que borra las referencias, se le dice a ese sufrimiento: “Esto no es Uruguay… Esto es un hotel, esto no es una internación, acá vamos a estar hasta el domingo… Vinimos a presentar la radio… Yo soy Maxi, el mismo que vos conocés en el hospital…Estoy acá para cuidarte…”. Llamaremos con Lacan, a esos límites, separaciones, amarres; ¿puntos de capitoné? Término que alude a una técnica de tapicería clásica que con- siste en asegurar o fijar el relleno de colchones, almohadones, sillones, con costuras reforzadas en puntos que suelen estar cubiertos con botones forrados. Puntos que posibilitan que hablantes no naufraguen en la len- gua, que ayudan a que naveguen en discursos confiados en provisorios faros que señalan la distancia de una costa. ¿Una voz afirma la existencia de un ojal en la que se puede abrochar un botón? ¿Consolida una marca a partir de la cual se pueda anclar en un momento en común? Anclas que sujetan (o amarran a un fondo o muelle posible) una nave exhausta en sus derivas. Costuras que suturan heridas en las que, si no, se desangran los cuerpos sin poder comunicar nada. Intensidades propagadas Se relata en este libro cómo Radio en Movimiento se propone el pasaje de un no lugar a un lugar encantando palabras dadas al contacto con otras sensibilidades. La radio como lugar que irradia deseos que salen del hospital. Vidas sonoras que vagan por los aires hasta alcanzar oídos por los que pasan, por un momento, demasías. Fuera de los discursos normalizados Se lee en este libro que si, como advertía Lacan, las psicosis están fuera del discurso, el encierro agrava esta condición de desco- nexión social. ¿Se puede estar en el lenguaje pero fuera del discurso? Sucede que el discurso normalizado, que asegura condicio- nes vinculantes del habla común, no siempre alcanza a velar demasías. Pero si la civilización ordena discursos para evitar desbordes, ¿por qué algunas sensibilidades quedan expuestas fuera de esa malla protectora abismándose a lo que las ciega? Fuera del discurso normativo, ¿intensidades desenfrenadas arrasan? Sin metáfora paterna o costura de significados consolidados, ¿la vida queda a merced de metáforas delirantes o frágiles te- jidos sueltos? Ese ordenamiento fracasado, cuando se padece, ¿necesita de la restitución de una ley? O los padecimientos de quienes hablan fuera de los carriles, ¿ponen en cuestión esos emplazamientos normalizadores? Las instituciones manicomiales quieren corregir discrepancias de la sensibilidad. Pero ¿cómo? Ni siquiera restituyen la credibilidad perdida o inexistente en figuras que simbolizan autoridades confiables. Al contrario, actúan caprichos, arbitrariedades, abusos, desvaríos de pode- res crueles y autoritarios. Cierto, a veces demasías necesitan límites, símbolos que deten- gan derivas de angustias, voces que actúen como amarres en los bordes de un barranco. 3938 Descartes Vidas después de los manicomios solicitan pensamientos que no consideren intensidades emocionales como enfermedades peligrosas. La medicina clásica piensa enfermedades como padecimientos alojados en un cuerpo. Sensibilidades trascienden extensiones limitadas, contornos individuales, sienten en demasía la vida en común. No se trata de curar a alguien, sino de interrogar la posibilidad de estar en común cuidando la vida. No se trata de activar recursos personales, sino de liberar sole- dades que se aproximen para encantar la vida. No se trata de volver a cuestionarmanicomios, sino de interro- gar por qué no se difunden formas imaginativas de atención en espacios cercanos a la vida de todos los días. De cuestio- nar formaciones universitarias que no estimulan invenciones clínicas alojadoras de demasías sin criterios normalizadores ni consentimientos con exclusiones y encierros. No importa, ahora, lamentarse por las llamadas discapacidades, sino de hacer saber que modelos de productividad y prácticas tutelares discapacitan vidas. Anomalías En la clase del 22 de enero de 1975, Michel Foucault presenta coordenadas sobre la construcción de la idea de anomalía en el siglo diecinueve, coronadas por el mapeo taxonómico criminal de Cesare Lombroso. Advierte tres figuras: la del monstruo humano, la del individuo a corregir, la de la masturbación generalizada. Llama monstruo humano a una vida que, por su sola existencia, viola tanto leyes sociales como leyes de la naturaleza. Una ra- Demasías no pueden alojarse aún cuando se alojan, pero pue- den ponerse en movimiento: salir de los cuerpos en los que, si no, permanecen encalladas. La radio actúa como pasaje que propaga intensidades. Derechos ¿Qué derechos tienen las personas internadas en un hospital psiquiátrico? Se denuncia desde mediados del siglo veinte: el manicomio legitima estados posibles de excepción de derechos. En diferentes pasajes de este libro se valora la Ley Nacional de Salud Mental 26.657, promulgada en 2010. Aunque se advier- ten luchas y resistencias que aplacan las consecuencias de su implementación. En este libro se dice que el derecho, cuando ayuda a cuidar y respetar la vida, acaricia las almas: soplos que animan deseos y encantan los cuerpos. Manicomios tendrían que considerarse encierros de lesa huma- nidad: encierros que ultrajan la vida de todas las criaturas que hablan. El derecho a las rarezas tendría que contemplarse tanto como el derecho a la ternura, a la palabra, a decidir sobre el cuerpo que se habita, a la vida en común, a la salud, a la educación, a la justicia, a la vivienda, a la igualdad de géneros y opor- tunidades, a la información, a la migración, a una asignación universal de dineros imprescindibles para vivir. Por cada una de las atrocidades que cuelgan en el horizonte de una época tendría que flamear un derecho que la remedie. 4140 En ese libro se llaman vidas cimarronas a existencias que se su- blevan ante las domesticaciones y sentencias diagnósticas. Discapacidades. En una asamblea, alguien pregunta (refiriéndose a la gestión de un subsidio por discapacidad): “¿Y?, ¿cómo va mi trámite por el suicidio?”. Normalidades discapacitan vidas que siguen cursos que difie- ren de las marchas de las mayorías. Cuando no las niegan, infantilizan y disminuyen rarezas que tutelan. Palabras como minusvalía, invalidez, discapacidad, no pueden disimular condenas de inutilidad o menos valor. La idea de deficiencia se mide con la de perfección o funciona- miento mayoritario. Las llamadas anomalías provocan lástima, pena, conmiseración. La compasión ejercita una forma de crueldad que se declara como bondad. Voluntades comprensivas se dedican a demostrar que todas las vidas tienen valor. ¿Qué civilización ésta que necesita tales demostraciones? ¿Qué civilización ésta que practica la devaluación de vidas de acuerdo al patrón de lo mayoritario? Conviene discutir prácticas de rehabilitación o capacitación como ejercitaciones necesarias para las vidas después de los manicomios. Ya se cuestiona en este libro la rehabilitación dentro de los mu- ros como acciones que se reducen a entretener o llenar tiempo. No hay vidas que rehabilitar. reza extrema y excepcional que desafía, sin proponérselo, nor- mativas jurídicas y biológicas. Una desviación que quebranta, sin querer, convenciones de una normalidad humana. Monstruo humano que también, en su fatal irregularidad, pone a la vista el drama de las mínimas diferencias. La ilegitimidad de las formas no mayoritarias que reciben el nombre de malfor- maciones o deformaciones. Asimismo, describe al individuo por corregir. Mientras la monstruosidad humana se presenta como anomalía de la naturaleza y de la civilización homogénea, el individuo a corregir emerge con más frecuencia en la escena familiar o en la cotidianidad de la escuela, el barrio, el trabajo, la iglesia. Ante el individuo a corregir se ponen en marcha procedimientos y técnicas para enmendar lo errado. Pero ante el fracaso de los enderezamientos y domesticaciones, se declara al individuo por corregir, incorregible. A su vez, el masturbador solo hace visible la anormalidad en el espacio íntimo y reducido de la familia. En los territorios secretos de un cuerpo entre las sábanas de una cama, ante la mirada de padres y hermanos, amigos, curas, médicos. Masturbador que no se piensa como excepcionalidad ni como degeneración minoritaria, sino como práctica común de quie- nes exploran placeres que deberían ocultarse o sublimarse. La moral del siglo diecinueve declara a la masturbación como excitación que malogra la sociabilidad y desencadena todo tipo de depravaciones. Esas marcas de las anormalidades que según Foucault se com- ponen con lo monstruoso, lo incorregible y los placeres no re- gulados de los cuerpos, participan de los signos distintivos que recaen sobre demasías. La palabra cimarrón designa a criaturas esclavas que se escabu- llen en los campos para conquistar la libertad. 4342 Transferencias En muchos pasajes, este libro pide auxilio al psicoanálisis para pensar las llamadas psicosis. Pero el psicoanálisis no llega con automatismos gastados: adviene como obstinación que escu- cha, como clínica alerta ante tutelas y poderes profesionales, como detección de cadenas o flujos de sentidos encallados. Incluso el psicoanálisis adviene con repentinas audacias: la idea de equipo como soporte meditado de todas las transferencias. Después La expresión vidas después de los manicomios puede leerse como vidas después de una catástrofe. Pero ¿de qué catástrofe habla- mos? No se trata de terremotos, inundaciones, sequías de la naturaleza, sino de derrumbes de las ilusiones de la civiliza- ción, anegamientos de intensidades desbordantes, desertifica- ciones de amores, amistades y tiempos venideros. Entonces, después de esa catástrofe, ¿qué? Lo más difícil no reside en los males de la civilización, el amor, el porvenir. Lo que hace sufrir al dolor reside en lo que antes no hubo y no sabemos si ahora habrá: una vida cotidiana hospitalaria con las demasías. Normalidades ejecutan (a veces, sin proponérselo) miradas de temor, rechazo, desprecio. La peor catástrofe del después reside en la crueldad naturaliza- da del sentido común. Transiciones El título después de los manicomios interroga qué se aprende de la vida tras los encierros. Quienes participan de este libro trajinan una transición: pien- san, actúan, escriben, entre un mundo que no termina de ce- rrar los manicomios y una civilización que recién comienza a No se trata de procurar vidas hábiles o capaces de vivir en la sociedad que expulsa, violenta, aplana rarezas. Se trata de respetar derechos a vivir sin que se tenga que de- mostrar ningún valor. Derecho a vivir porque sí. Sin modelos regidos por habilidades, aptitudes, capacidades, facultades mayoritarias. El habla del capital pronto explicitará lo que todavía sugiere en voz baja: que tiende al perfeccionamiento de vidas que resul- ten funcionales. No hay vidas discapacitadas, sino discapacidades del habla del capital. No hay vidas minusválidas, sino invalidaciones del habla del capital. No hay vidas que necesitan rehabilitación, sino inhabilitacio- nes del habla del capital. Este libro cuestiona posturas que piensan como patologías for- mas de estar en la vida que difieren de las mayorías. Posturas que pretenden reeducar y corregir vidas que discrepan. Enrique Pichon-Rivière Este libro recupera sin proponérselo, pistas diseminadas por Pichon-Rivière. Laidea de un equipo que trabaja trabajándose. La idea de tarea como encrucijada de un momento social en el que colisionan desamparos. La idea de proceso como puesta en marcha de un constante desprendimiento de lo ya conocido. La idea de proyecto como ímpetu que resiste lo destinado. La idea de enfermedad como capacidad de habitar demasías acalladas en todos los grupos. Enrique Pichon-Rivière sobrevuela como nombre de fanta- sía de las primeras clínicas anti-manicomiales surgidas en la Argentina. 4544 1. relatos cuestionar formas de la vida en común que se niegan a alojar emociones que desvarían. Tiempos Hubo tiempos que desearon alojar el dolor, evitando sufri- mientos innecesarios. Tiempos que declararon innecesario encerrar demasías. Cuando se traspasa la portada del manicomio, irrumpe la pre- gunta de si, después, se podrá salir. Pero luego de haber salido, se caminan las calles de la ciudad (de puertas abiertas) como si se estuviera en un inmenso psiquiátrico. Después del manicomio se inicia un comienzo interminable. Autoras y autores de este libro habitan esos comienzos. Acciones y ocurrencias clínicas necesitan pensarse para trans- formarse en saberes. Se dice: “No tenemos tiempo para pensar lo que hacemos”. Pero no se trata solo de eso: cuando se tiene tiempo no se sabe cómo pensar. Aún peor, cuesta compartir ese no saber. Los textos de esta publicación beben de cercanías que comien- zan cada día (con diferentes entusiasmos) desde hace veinte años. Pero no se presentan como testimonios de sobrevivientes, sino obstinaciones no personales que sobrevuelan, infatigables, la vida clínica. Insistencias que intentan, cada vez, alojar el dolor donde está, como se expresa, entre quienes se pueda. Salud, felicidad, gratitud, para estas queridas insurgencias. 47 el último colectivo Mónica Cuschnir Llegó, le dio la mano y un beso, como cada semana. Se sentó del otro lado del escritorio en esa sala inmensa, donde la pri- vacidad no encuentra lugar, no solo por el espacio. Detrás de las ventanas, siempre distrae algún rostro asomado con mirada curiosa, una mano que se agita para saludar, un discurso inin- teligible a través de uno de los vidrios repartidos que falta. La puerta que se abre para ver qué pasa, quién está o simplemente para saludar aunque haya que interrumpir. Comenzó con la catarata de palabras, como le solía pasar, aunque por esos días, había mejorado un montón. Antes, a ella, la mareaba hasta las náuseas. Ahora, Elena podía escucharlo aunque a menudo le resultaba complicado encontrar cómo po- ner comas, puntos, pausas… A veces, él se daba cuenta de que estaba hablando en voz muy alta y, entonces, bajaba el tono. Cuando estaba enojado o habían empezado a inquietarlo algu- nas imágenes, no lo lograba. Ni se escuchaba. Esta vez, su malestar obedecía a que su compañero de con- vivencia, el dueño de la casa, no el otro que también era inqui- lino como él, les había pedido que se fueran el fin de semana. Es que quería llevar a una mujer de la que se había enamorado. Así lo contaba Agustín. –¡Está llamando a esos números de teléfono para conocer mujeres! Y conoció a una que es maestra. Ella pagó setenta pesos de remise el otro día para encontrarse con Pedro. ¡Flor de casa tiene la maestra! Se enamoró. Yo no tengo a dónde ir y Julio tampoco. Nos podemos ir por el día, pero no tene- mos dónde dormir. En la casa de mi hermana no me puedo 4948 Bordes, fronteras, lÍmites Mónica Cuschnir Hubo que ayudarlo a construir un borde. Un filtro. Él decía que era como un radiador: “Se me pegan todos los bichos”. Quería decir que todo lo atravesaba. Como si fuera una esponja, absor- bía todo lo que le decían y se le hacía carne. ¿Dónde termina- ba él y empezaban los otros? Si su madre decía que le habían hecho un daño, él compraba un Jesús para conjurar los males. Llevaba en su bolsillo un rezo escrito en un papel que le había regalado para protegerse. Sin embargo, Agustín no sabía de protección ni de secretos. Ignoraba que había cosas que podía reservárselas. Esto sí, esto no, era para él un jeroglífico. Si se trataba de hablar de mujeres, se le mezclaban su hija adolescente, su madre que era quien criaba a su hija, las putas, su perra la Colita y la madre de su hija, a quien todavía amaba. Las mujeres que le gustaban se parecían a su primer amor, una compañera de la primaria, que ni un beso suyo había recibido. –¿Por qué será que todas las que me gustan se parecen?– preguntaba, reflexionando acerca de que su hija era igualita a la madre. Un día subió a un colectivo y detrás de él, una mujer con cinco chicos, protestando porque no la había dejado pasar antes. “¿Y quién te mandó tener tanta cría?”, le espetó antes de sentarse. Le había puesto el ojo a una chica del pueblo. Le dijo a Elena: –¿Sabe…? ¡Me miraba con simpatía! ¡Y resultó que estaba embarazada! quedar y en la de mi mamá tampoco. No soporto a los bo- rrachos. Si le digo que no, después hay que aguantarlo. Se va a enojar, aunque hace varios días que no toma, desde que conoció a esa mujer. Está juntando plata. Elena dudó un momento. Se le agolparon las ideas: que Agustín se moría de envidia, que se sentía expulsado de la casa por la que pagaba con tanto esfuerzo el alquiler, que un tipo que tomaba tenía más suerte que él con las minas… Sin embargo, tuvo por un instante la sospecha de que el problema más importante, para el que hablaba sin poder parar, era lo difícil que le resultaba tener amigos. Siempre encontraba algún defecto para desecharlos o les daba demasiada confianza y después se sentía abusado. Así que le dijo: –¿No será que, al modo de un amigo, les está pidiendo que “le hagan la gamba”? A lo que Agustín respondió: –Sí, debe ser así, porque dijo “si pueden”. Pero si le decimos que no –agregó–, se va a poner loco. Ya lo conozco, después me insulta y yo no lo aguanto más. Por la tarde, como era costumbre, Elena fue con su compañera a visitarlos Pedro, el propietario, estaba trabajando, así que casi nun- ca lo encontraban. Hicieron la reunión con los dos inquilinos. Julio, muy introvertido y circunspecto, casi impenetrable, escu- chaba atentamente vociferar a Agustín, esperando el momento de introducir un bocadillo: –Podríamos ofrecerle a Pedro que traiga a su novia hasta la noche tarde, mientras nosotros dos salimos a pasear, aun- que más no sea, hasta el último colectivo. 5150 que Susy salió y Elena cerró la puerta. No todo se podía hablar con cualquier persona. –Usted vio lo que pasó cuando le contó a su madre que fue a un burdel. De eso mejor hablar con un amigo, –le había dicho aquella vez. Comenzó a reconocer que su madre, a veces, le hacía daño, mientras le hacía creer que los demás se lo hacían o que se que- rían aprovechar de él. Un día gestionó su pensión porque se cansó de esperar años que su madre lo hiciera. Ella nunca quiso que él saliera de la Colonia: “A ver si se consigue una mujer y después yo tengo que criar otro nieto”, repetía. Y en cuanto el hijo salió, fue a armar lío al juzgado. Las fronteras ya no le eran tan extrañas. Quizás por eso las náuseas de Elena habían desaparecido cada vez que lo entrevistaba. Tiempo después, se entusiasmó con la joven vecinita, casi de la edad de su hija adolescente. Entonces contaba: -Está bien que hace calor, pero la piba anda en bombacha y corpiño por el jardín. Cuando se sentaba a charlar con su compañero, el dueño de la casa, entre mate y mate, decían de ella, la Elena, que qué lindo esto o qué buena que está de aquello… Y después, cuando el otro se emborrachaba, le decía a Agustín que era un baboso. Le dije que lo perdonaba cuando me pidió disculpas por los insultos –comentó–, pero no lo perdono... Algún día me va a agarrar torcido y lo voy a surtir. Se envalentonaba. A decir verdad, le tenía miedo a la vez que lo despreciaba. Para borrachos, con su tío había bastado. Tenía muy en cuenta que podía ir a hablar con Elena. Sabía que seiba aliviado. Y le costaba no hablar del compañero. Pero empezó un día a darse cuenta y cuando se sorprendía hablan- do de Pedro inmediatamente se corregía. Susy era una mujer obesa, de mediana edad, que formaba parte del equipo. Solía hacer visitas domiciliarias, así que, a veces, visitaba a Agustín y sus compañeros y cuando era nece- sario lo ayudaba. Para Agustín era muy importante que Susy fuese, además, su vecina. Como vivían en el mismo barrio, cada dos por tres se encontraban cuando hacían las compras, cuando él sacaba a pasear a la Colita, o en la parada del colec- tivo. Era un modo distinto de sentirse acompañado, encontrar caras conocidas en su nuevo entorno y que las personas que lo asistían, tuviesen las costumbres y los defectos de cualquier humano. En una ocasión, estaba Susy cuando él fue a su entrevista semanal. Le dijo a Elena: –Que se quede Susy, total… Ella le contestó que no. Le dijo que ese espacio era para hablar de sus asuntos y que pertenecía a su privacidad. De manera 53 dos frÍos Mónica Cuschnir Tocó el timbre. Segundos después la atendió Marcos diciendo: “¡Uh! Me agarró justo que estaba por salir”. Elena se disculpó por la hora, explicó que se le había hecho un poco tarde para la visita, porque había sido un día de mu- cho trabajo. Su compañera tenía dificultades con el embarazo y estaba faltando. A eso, se sumaba que todavía no había podido comprar el auto, así que viajar desde el pueblo era, por lo me- nos, complicado. Los colectivos pasaban cada hora y solo tres o cuatro por día entraban a la Colonia. Si alguien osaba salir o entrar fuera de los horarios previstos, debía caminar entre dos y tres kilómetros hasta la portada, donde estaba la parada más cercana. Tras el comentario, Marcos la hizo pasar y tuvo la delicade- za de quedarse unos minutos. Enseguida aparecieron Pajarito y Alejandro, el más joven. Dalmiro estaba en la escuela, iba a la primaria nocturna. Gerardo se ve que estaba trabajando. Como se ocupaba de ha- cer diligencias en el barrio y de vez en cuando los vecinos le encomendaban alguna changuita, no tenía horario fijo. Hacía un frío bárbaro. No se sabía dónde más, si afuera o adentro de esa bonita casa, prolija, despojada y bastante lim- pia, en la que vivían cinco hombres. Se sentían dos fríos. Uno, permanecía todo el año. Eso que se llama calor de hogar, allí, brillaba por su ausencia. Así que, si era por eso, daba lo mismo que fuera verano o invierno. 5554 Con el celular había ocurrido que algún malviviente había entrado por la ventana en un descuido y ¡lo había robado! Y por si fuera poco, cada tanto se cortaba la luz y cuando se iba a revisar la caja, ésta se encontraba poblada por santos y vírge- nes, y también estampitas de Jesús. Así fue que, apenas mudados, también cortó la instalación del servicio de video cable para que no se metieran por ahí el diablo ni nada que se le pareciera. Todavía está por verse, por qué, muy esporádicamente, se le da por pintarse el pelo de amarillo. Mientras los pies de Elena iban tomando una temperatura de hielo, atinó a decir: –Me parece que lo que no gastan en gas, lo están gastando en remedios. El atardecer de aquella visita era a fines de mayo, cuando una ola polar azotaba al país entero. El otro frío, como es fácil deducir, era el de las bajas temperaturas. ¿Cómo explicar que habiendo un calefactor en el living y una cocina en la cocina, que funcionaban bien, estuviesen apagados? Eso fue lo que Elena preguntó y Marcos se atajó rápidamente respondiendo: –¡Nooooooo…, consume mucho el calefactor! –¿Y la cocina?, ¿no se puede prender el horno o alguna hor- nalla? –dijo ella tiritando. –Sí, en un ratito hay que prenderlo porque Alejandro va a preparar las hamburguesas para la cena. Me parece que tomé frío el otro día cuando volvía en la moto –agregó–. Me compré un antigripal. Ya estoy mejor. Alejandro comenzó a contar que fue al médico porque esta- ba con lumbalgia, y que había comprado jarabe para la tos de venta libre. Estaba emponchado hasta la manija. Era asmático, tenía frío, y la solución que encontró era abrigarse mucho y meterse en la cama. No se animaba a oponerse a Marcos, aun- que en un momento, muy por lo bajo, soltó: “lo pago yo el gas”, pero luego no insistió. Tal vez tendría temor de que la cuenta fuese muy alta para hacerle frente él solo. En cuanto se fue Marcos a hacer el mandado que le había quedado pendiente, antes de que cierren la puerta, Pajarito, que era pequeño y delgado, coincidió en que hacía mucho frío, pero a Marcos no se lo podía contradecir. – Hay que hacer lo que él quiere, ¡con todo es así! Él es el que manda. También dijo que se tenía que comprar gotas para la nariz. Sin embargo, omitió decir que a él no lo contaran para sacar dinero de su propio bolsillo para los gastos comunes. Lo que sí quiso dejar sentado, fue que además de no permitir que se prendiera la estufa, Marcos tampoco acordaba con que se traje- ra del service el televisor, que un día “se mojó y dejó de funcionar, ¡mire usted qué cosa!”. 57 defender el amparo Mónica Cuschnir Hace muchos años, pero muchos, digamos veinte, que Elena conoce a Palito, desde que estuvo internado en una clínica en el centro. Y hace como ocho años que lo atiende. Un hombre grande de cuerpo, robusto, del que solo queda su estatura convertida en desgarbo y una delgadez que arrastra como un lastre. Resulta increíble verlo andar como aplastado por los kilos que perdió. Nunca se quita la gorra de esa cabeza que prefiere ocultar. Siente vergüenza por no llevar el pelo largo. Y para colmo, cada tanto, bajo el estandarte de la lucha contra los piojos, alguna enfermera, le pasa la máquina sin siquiera pre- guntarle. Pocas cosas lo mortifican más que su imagen perdi- da. Tal vez porque no quiere mostrarse, anda poco, lo mínimo. Su figura es como un banderín a punto de volar ante un viento que sople fuerte. Le pasó de todo en la vida. Lo peor: su madre se ahorcó y él la encontró colgada. Hasta ese día, excepto los tiempos en que estuvo internado, siempre había vivido con ella, que estaba enferma. Parece que sentía que la perseguían. De su padre, no tuvo noticias ni quiso saber. Cuando Palito era chico, su padre se separó y se fue a vivir al sur. Elena no recuerda cuándo su hermano y su cuñada dieron por finalizada la relación (que consistía en una visita de Palito cada tanto). Cree que a partir de que murió la abuela. Eso suce- dió algún tiempo después de lo de su madre. Él recuerda con mucho cariño a su sobrina. Con ella sí que se sentía como un 5958 monarquÍas Mónica Cuschnir La psiquiatra siempre preocupada porque el que tiene apellido monárquico: “Es un vivo, está demasiado cómodo, chupa, no traba- ja, tiene techo, comida, calefacción”. Agrega: “¡A ver cuándo se va!”. Las enfermeras, casi todas, sus enemigas. Como también es enfermero se las sabe todas. Esto lo creen tanto ellas, como él. Siempre las trata con aire despectivo y de superioridad. Está convencido de la ineptitud de quienes realizan hoy una tarea que él cumplió con tanta eficiencia antes de pasar del otro lado. Duerme, durante el día, en un lugar abandonado y mu- griento fuera del pabellón, donde encuentra paz entre tanto loco. Ya sea para descansar sin que nadie lo moleste, o para tomar tranquilo fuera de la vista de los demás, y aún para es- cribir, se refugia en su cueva. Dice que le gusta componer sonetos, que una vez fue pre- miado y hasta llegaron a filmar una película sobre un texto suyo. Como muchos amantes de la bebida anda desprolijo y su- cio, con la ropa colifata. Entre tanta borrachera pierde todo, me- nos el orgullo cuando está sobrio. Bueno, también dice que les ha dejado a sus sucesivas mujeres las pertenencias que alguna vez tuvo. Le gustan las mujeres jóvenes. De la última, bastante mayor que él, también se separó. Fanático de Borges, River y Perón, cuenta que su padre, be- bedor, se murió en sus brazos y él no pudo salvarlo.Como hermano mayor, tuvo que hacerse cargo de educar a los menores. par. Es que nunca logró abandonar su candidez adolescente, aunque ya tiene más de cincuenta. Tuvo altibajos en el tiempo que lleva encerrado. A veces mejor, a veces peor, otras, solo como un perro, pero siempre cargando con su impotencia, su abandono, su desaliño, las mu- chas radios (que no deja de perder), las quemaduras de cigarri- llo en su ropa, la serie de gorras, la incomodidad que siente en todos los lugares. Por varias de estas cosas, se gana el rechazo de muchos. Es tan inteligente y tan agudo, como obstinado y caprichoso. A Elena le tiene confianza y cariño. Su relación con ella pa- rece la prueba de que un lazo humano aún existe. No quiso saber nada cuando le propuso tratarse con otro. Él, a los hom- bres, les tiene mucho miedo y, en general, no le caen bien. En aquel momento, Elena pensaba que el tratamiento no iba ni para adelante ni para atrás. Llegó a sentir que ella era lo único que Palito tenía. No hubo manera de persuadirlo de que par- ticipara de algún grupo. Sin embargo, estoicamente, se avino a entrevistarse cada tanto con el otro, no sin asegurarse que su lugar con Elena, estaba garantizado. Así es como cada lunes, puntualmente, sigue yendo a charlar con ella. Ahora está pensando más seriamente en irse del manico- mio. Es una de las pocas ocasiones en que Elena lo encuentra impaciente por salir. Ya no aguanta más. A su modo, parece estar entusiasmado, algo que rara vez ha expresado. Se está haciendo demasiado larga la espera de que el juez lo autorice a disponer de su dinero. Está convencido de que todos escuchan lo que piensa. Vive acosado por la preocupación de que se le escapen in- sultos o ideas inconvenientes. Dejó de escribir hace bastante, cuando se disolvió el taller literario porque Alicia se fue a trabajar a otro lado. A Alicia la quería mucho. El otro día, Palito le dijo que se había dado cuenta de que ella sola no podía con todo, que necesitaba gente que la ayude. 6160 inyectaBle Mónica Cuschnir Un día, al llegar para la visita domiciliaria, Dalmiro, cuya rela- ción con el agua y el jabón está en conflicto, atajó a Elena antes de entrar y la llevó caminando hasta la esquina, para poder contar tranquilo que Marcos estaba mal. Dijo que estaba muy amenazante, insultaba y con muy mal genio. Marcos es un hombre cincuentón, de estatura mediana ti- rando a petiso, canoso, prolijo, muy amable en sus modos. Su dejo de inocencia inspira ternura. Durante la reunión, aprovechando un momento en el que Marcos fue al baño, hablando bajito para que no lo escuche, Pajarito confesó que tenía miedo porque él dormía en la misma habitación y estaba muy agresivo. Gerardo aportó que una vecina dijo que iba a hacer una denuncia porque había muchos ruidos fuertes en cualquier horario y se escuchaba a alguien gritar, nombrando a Satanás en el galpón. Ése era territorio reservado de Marcos. Se les estaba tornando muy difícil convivir con él. No podían mirar tele, se morían de frío, y nadie se animaba a contradecirlo. A él siempre le sobraba medicación. Seguro que no la tomaba. Así que cada tanto tenían que ponerle un inyectable (una medicación de administración más espaciada). Se lo citó para que fuera a ver a la doctora. No fue y dijo que no quería atenderse más con ella. Cuando la enfermera fue a aplicarle la inyección en la casa, no lo permitió. Muy de a poquito se anoticia de que su madre tenía un modo de cuidarlo muy particular. Lo mandaba de noche sien- do un niño, en compañía del hermano que le sigue, a buscar a su padre por todo el pueblo, que seguro estaría tirado por algún lado. Elena cree que a veces él chamuya, quizás para quedar bien, o porque a causa del pedo ni se acuerda qué le pasó, o porque pierde la dimensión o distorsiona situaciones que vive. Está preocupada porque una vez terminó en coma, interna- do en un hospital cercano. En ocasiones, en las entrevistas, se nota que ha tomado. Elena piensa que algo tiene que hacer pero no sabe qué. Habla con amor desmedido de su hija que fue madre a los catorce años. Ahora tiene dieciocho, tres hijos y un marido. El del apellido monárquico se ufana de haber trompeado al padre de sus nietos para que sentara cabeza y se hiciera cargo, escu- dándose en “lo conozco de chiquito, el padre fue compañero mío en la primaria”. En un pueblo chico se conocen todos. Elena piensa que un poco de razón tiene cuando dice que la jefa de enfermeros es una jodida. Ayer, esa jefa sentenció: “Vos hablás demasiado, le contás todo a Elena”. 6362 plan B Mónica Cuschnir El día llegó y ese viernes abandonaron la Colonia para insta- larse en una casa que armaron como un hogar. Se los ayudó y acompañó en la mudanza. Era parte de la tarea del equipo del Programa de Rehabilitación y Externación Asistida. Así comenzaron a experimentar la salida del encierro. Pero se ave- cinaba una experiencia nada sencilla, la de convivir y vérselas con otros encierros: los de cada cual, en sus fantasmas. Elena se pescó una conjuntivitis y estuvo dos semanas sin, ni siquiera, poder ir a visitarlos. Cuando por fin pudo, se hizo una reunión. El hombre mayor había tenido algunas crisis. Sufría epilepsia, ya lo sabían. Sin embargo, los sorprendió con otra cosa rara que le pasó. Empezó a desvariar y salió corrien- do, nadie supo hacia dónde, ni él. Por suerte, duró poco eso. Pero ¡el susto que se llevaron! Con naturalidad, Ariel empezó a contar que al hombre mayor lo dejaban encerrado. Él y Mariano tenían ocupaciones, por lo que buena parte del día, no estaban en la casa. Tenían miedo de que el hombre mayor se descompusiera o saliera, dejara todo abierto y les robaran. El hombre no tenía llave. Como es de imaginar, estaba enojadísimo. Especialmente con Ariel, quien proponía: que se quedara encerrado adentro o se quedara encerrado afuera. O se volviera a internar. El hombre mayor estaba convencido de que Ariel le tenía bronca porque no quería acompañarlo a la iglesia. Además estaba convencido de que lo conocía desde hacía mucho tiempo atrás y solo había pasado un año desde que se vieron por primera vez. Ariel de- cía que lo confundía con otro. La preocupación de Elena era cómo lograr que Marcos acce- diera a cumplir el tratamiento que le indicaba la doctora para que mejorara y que nadie llamara a la policía. Así que terminó yendo el Dr. Cedro con dos enfermeros y llevaron a Marcos al hospital en la ambulancia. Estuvo internado una noche. Al día siguiente regresó a la casa. Y eso que, esta vez, no se pintó el pelo de amarillo. 6564 miserias Mónica Cuschnir Elena llegó al pabellón, como todos los lunes. Durante la ma- ñana, llamó para la entrevista al del apellido monárquico. El hombre le preguntó si lo iba a seguir atendiendo porque la semana anterior, otra psicóloga le informó que lo iba a aten- der semanalmente. Él creyó que Elena tenía mucho trabajo por lo cual habría solicitado que esa persona continuara con el tratamiento. Elena no podía salir del asombro. Recordó que varias ve- ces ese tema se había conversado, ya que él quería asegurarse que aun cuando se externara, podría continuar su tratamiento con ella. Elena atinó a decirle que de haberse presentado una situación semejante, el primero en enterarse hubiese sido él. Aclaró que no había pensado en interrumpir el tratamiento, pero, que si él quería, podía cambiar. El hombre explicó que se sintió desconcertado y no quiso ser maleducado, pero que de ninguna manera era eso lo que quería. Elena le dijo que iba a conversar con la psicóloga en cuestión y que si algo debía saber, era que iba a continuar solo con una de las dos. Pensó que él se regocijaba porque dos mujeres se disputaran su atención, porque algo deslizó a modo de broma. Cuando la entrevista finalizó… Elena se quedó pensando. Revisó el libro de comunicaciones internas. Encontró escrito con letra de la que el del apellido monárquico llamaba “la jo- dida”, queel jueves había estado Clotilde y que iba a concurrir todos los jueves para entrevistar al del apellido monárquico, a Fernández y a Santander. Parecía muy difícil encontrar soluciones. El primer acuerdo fue hacerle una llave al hombre mayor, quien también pagaba su parte del alquiler. El equipo ofreció pasar todos los días de esa semana para ver cómo estaba. También se propuso pedirle a la amable vecina que cuando tuviese unos minutos se diera una vuelta. Un tanto contrariado, Ariel aceptó probar. Y así se puso en marcha el plan B. Días después, estaban más tranquilos. El hombre mayor se mostró contento, ayudó a cocinar, estuvo más conversador. Aunque se logró un acuerdo y el clima pareció calmarse, Elena permaneció inquieta, con temores, pensando “esto recién comienza…”. 67 y, ¿ahora…? Mónica Cuschnir Llamó a Consultorios Externos para pedir la Historia Clínica de Fortunato y para preguntar si había ido a aplicarse el inyec- table. Era un cuidado especial que había que tener, porque a él le gustaba tomar solamente tranquilizantes y a discreción. Ya había sucedido que estuvo viviendo cuatro años en una casa en la ciudad con sus compañeros y por abandonar el tra- tamiento, se produjeron un montón de problemas. Recuerda que, entonces, en esa casa el aire se cortaba solo. Los compa- ñeros le tenían un poco de miedo y otro poco de respeto. Es que Fortunato era un intelectual y sabía muchas cosas. En lo que se destacaba era en escribir. Escribía unas cartas y unas notas de reclamos dignas de un funcionario público. Claro, a veces, reclamaba por de más. No aceptaba críticas. Se ponía muy peleador y amenazante. Un día resolvió irse a la casa de unos parientes en Formosa. Hizo las valijas, no escuchó a nadie que le dijera que no era el momento. Y así como se fue, volvió. Solo que no pudo volver a entrar a la casa que había dejado. Se tuvo que internar de nuevo. Tiempo atrás, le tocó pasar por una situación muy difícil con su psiquiatra anterior. Él aún sostiene que lo quiso envene- nar porque se enamoró de una mujer que no debía, a la que le escribió cartas. Parece que tanto amor asustó a ambas mujeres: a la inconveniente y a su psiquiatra. Cuando salió del hospital la última vez, para vivir solo, ya lo atendía otro médico, con quien Fortunato estaba conforme. Hasta el momento, cumplía con el tratamiento farmacológico. 6968 pérdidas Mónica Cuschnir Una de esas raras ocasiones en que se pudo ver a Palito entu- siasmado fue en los tiempos del taller literario. Alicia, una joven señora petisa, delgadita y muy pizpireta, tenía una calidad humana y una competencia para coordinar ese taller que no se podrían equiparar. Los muchachos la querían mucho. Trabajaban con dedicación y producían escritos valorados por quien los leyera. Una vez lle- garon a publicar los trabajos en un libro, con el esfuerzo y la dedi- cación de Alicia. En otro tiempo, armaron un programa de radio. Cada tanto, Palito se enojaba con ella. Se sentía celoso. Si no le dedicaba un rato de exclusividad, se encaprichaba. A veces faltaba por eso. Aunque parece sumiso y resignado, tiene su carácter. Es re- belde, protestón y exigente. Con los que él quiere y sabe que lo aprecian, tira de la cuerda; con los demás, si le conviene, a veces se muestra sumiso. Éstas, entre otras cosas, son las que le confirman a Elena su opinión acerca de Palito: es inteligente y sensible. Él se lamenta por la pérdida de contacto con la bohemia de Buenos Aires: Corrientes, los libros, los espectáculos, los bares… Alicia se admiraba de las metáforas en los escritos de Palito. Elena piensa que es una verdadera pena que no los haya con- servado. Así como pierde las radios, destroza la ropa, también ha perdido su producción escrita. Y casi no ha vuelto a escribir desde que se fue Alicia. Se había dado cuenta que así estaba mejor. Siempre se trataba de encontrar algún ardid para comprometerlo con el trata- miento. Esa tarea, la hacía más que nada, su psicóloga, que ya lo conocía. Hacía mucho tiempo que lo atendía y ahora estaba con licencia por maternidad. Ese día, que Elena llamó a Consultorios Externos, le infor- maron que se había resuelto, por una decisión administrativa, que todos los que vivían afuera, tenían que atenderse con el Dr. Vilches. Elena se preguntó: Y, ¿ahora…? Un ratito antes había escuchado protestar a la Dra. Bueno: “Vilches quiso dejar inter- nado a Patricio porque delira un poco”. 71 interrupciones Mónica Cuschnir Agustín se despachó a gusto. La verborragia que le producía náuseas a Elena en otros tiempos, se había transformado en un discurso temperamental, en el que había que buscar, sutil- mente, el modo de interrumpirlo para introducir un bocadillo. Y, ¡pucha si escuchaba esas intervenciones fugaces! Cada tanto traía a la memoria algunas, que evidenciaban haber sido mojo- nes orientadores en su vida o reproches por algunas que no le habían gustado. Estuvo como dos horas hablando y, aún así, le quedaron te- mas pendientes para la próxima. No paraba, como le solía ocu- rrir. Después de las vacaciones, necesitaba ponerse al día. Comenzó por lo bueno: que con su familia estaba todo tran- quilo, que sus bolsillos vacíos, como siempre, porque los últimos pesos que le quedaban se los le había dado a su hija, que la cria- ba la madre de él. Después pasó a lo que sigue: “Ya le tengo dicho a Julio que no compre cosas caras porque anota todo y después se me arma una deuda que no termino de pagar más. Se compró algo que dijeron en la radio, un energizante, qué se yo. Que le sube la presión, que le duele el cuello, que se engripa, ¡Andá al Médico…! (Grita prestando su voz a algún personaje demasiado imperativo de su historia)1…Duerme de día y se pasa la noche des- 1. Agustín es dueño de un histrionismo y un agudo sentido del humor. Ridiculiza, se ríe e imita. Recursos que encuentra para estar en la vida. La ficción le permite tomar distancia de las garras de esos personajes sádicos que han poblado su vida desde la ¿más tierna? infancia. Sin embargo, esta 7372 amor insolente Mónica Cuschnir Aquella sensibilidad, de baja estatura, piel aceitunada, con una mirada entre sumisa, temerosa, ávida, expectante, aparentaba tener menos edad, porque su experiencia de vida había sido breve. Breve aunque accidentada. No conocía el amor, a excep- ción del imposible, de aquel que había sido un error. O quizás un acierto para seguir siendo puro. Una elección destinada al fracaso que lo llevó hasta la cárcel, de la que ya había podido salir. Callado, introvertido. Contaba que la psicopedagoga lo seducía. Le hacía masajes en los hombros, se le acercaba demasiado. El hombre se ena- moró. Ciego de celos, amenazó con prenderle fuego la casa si no respondía a ese sublime amor. Se ve que la mujer entró en pánico y no tuvo mejor idea que realizar una denuncia, que desembocó en que él terminara preso y luego en el manicomio. Parecía estar siempre llegando o partiendo. Andaba car- gando su mochila y su campera como partes de su cuerpo. Extensiones de sus brazos. Un caparazón. En ese sitio, no se podía dejar nada ni por un instante. Rápidamente alguien se iba a ocupar de que desapareciera. Cualquier objeto podía adquirir un valor incalculable. Desde una moneda hasta una pava o una bombilla. La frontera entre lo propio y lo ajeno era un asunto compli- cado. No solo porque muchos de los que allí vivían, no sabían del límite entre ellos mismos y los otros. O porque hubiese mezclados ladrones de ocasión o de profesión. pierto. Arregla el piso y pone la radio fuerte. ¡Los vecinos se van a que- jar…! Reparó mi radio, le sacó la perilla del dial y nunca más la puso. Funciona, pero le falta la perilla, que antes la tenía, aunque no andaba. Arregló mi lavarropas, me pidió que pague los repuestos, estuvo como un año para repararlo y no anda otra vez. La cocina, que también es mía, ahora, ¡la desarmó todaaa…!. Vamos a ver cuándo la arma otra vez. Escucha
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