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Dr.Carlos Presman nació en Córdoba en 1961. Es Doctor en Medicina y docente de la UNC en el área de Clínica Médica del Hospital de Clínicas. Colabora en medios gráficos, radiales y televisivos. Fue uno de los realizadores del programa de humor Los Galenos, emitido por Radio Universidad (premio Martín Fierro). Fue columnista de Teleocho Noticias y colabora en el diario La Voz del Interior.
Los invito a leer este artículo y re pensar en la etiología de las enfermedades, en este caso la Neumonía 
Los muertos son seres invisibles, no ausente
 San Agustín
Matices de salud Por Carlos Presman
“Vos tenés que pensar al revés. Cuando la cosa no ande, no funcione, no insistas por el mismo lado. Como las garrafas que vendemos, son con rosca invertida. La gente las fuerza en el sentido de las canillas, pero abren para el otro lado. Esto te tiene que servir para la vida, Julito. La gente que piensa al revés puede aportar grandes cosas. Igual, cuando a pesar de buscarle la vuelta por otro lado, mirando la cosa desde otra perspectiva, no se resuelve, siempre te queda el recurso de mi compañero del primario, del vecino de al lado. Pregúntate qué hubiese hecho en esa circunstancia el Che. Algo te va a aparecer en la cabeza, no podés renunciar a pensar. Acordate siempre, Julito, de estas dos cosas: pensar al revés y qué hubiese hecho el Che”. 
Córdoba vivía un aumento paulatino y progresivo de la prevalencia en enfermedades respiratorias. ¿Cómo podía ser? Los gérmenes eran más o menos los mismos. Los ciudadanos habían mejorado su acceso a los servicios de salud e incluso su nivel nutricional y educativo. Las técnicas diagnósticas y terapéuticas eran cada día más eficaces.
Cuando Julio recibió el diploma de médico, en el solemne Pabellón Argentina de la Universidad Nacional de Córdoba, se detuvo un instante, miró a los familiares que llenaban el auditorio y levantó el diploma señalándolo a su abuelo, que desde la butaca lo saludaba con la mano izquierda, haciendo giros en esa dirección como abriendo una garrafa.
A la salida, se fueron juntos a Alta Gracia para almorzar en Los Gallegos, el menú preferido de Julito: paella.
En el viaje, recordaron cuando el papá lo dejó para criarse con los abuelos, en la casa colindante donde viviera el Che Guevara, antes de que la hicieran museo; las consultas por su asma; el dolor de la separación de los padres; sus recorridos repartiendo el gas envasado; su primer viaje a la Facultad (no se sacaba el guardapolvo para sentirse médico) y las ventajas de vivir en las sierras. Recordaban así, desordenado, mezclando los tiempos y las emociones, como si fuera posible condensar 20 años en 40 kilómetros.
Julio se formó como especialista en Medicina Interna en el Hospital Nacional de Clínicas. Siempre hacía referencia a sus abuelos y, como era previsible, se inclinó por las enfermedades respiratorias.
En la cátedra daba las clases de neumonía. Repetía con dotes docentes las características de virus y bacterias, los riesgos del enfermo con patología respiratoria previa, fumador o con compromiso en la inmunidad.
Las Ciencias Médicas parecían haber aclarado todo lo concerniente a la neumonía, desde la conformación biomolecular de los gérmenes patógenos hasta las terapéuticas de última generación para agentes multirresistentes. Sin embargo, cada año era mayor el número de pacientes que colmaban las salas del hospital por enfermedades respiratorias.
Primero pensó en el envejecimiento poblacional y la fragilidad de los ancianos, pero la enfermedad abarcaba todas las edades; incluso, el Hospital de Niños no daba abasto con las patologías pulmonares. Las terapias intensivas llenas, todos los respiradores funcionando y ninguna respuesta sanitaria era suficiente.
Córdoba vivía un aumento paulatino y progresivo de la prevalencia en enfermedades respiratorias. ¿Cómo podía ser?
Una madrugada, Julio salía de una de esas guardias de terror, en la que había internado más de 10 pacientes graves, cuando sufrió una crisis asmática que no respondió a los aerosoles habituales ni al corticoide inyectable. Se constató 39 grados de temperatura, se internó por sí mismo en la sala de Clínica Médica y comenzó con antibióticos endovenosos. Se durmió. Al despertarse cerca del mediodía, estaba su abuelo al lado leyendo el diario.
“¿Qué te pasó, Julito? ¿No podés hacer guardias de esa manera? ¿Qué pasa que están todos con neumonía? ¿Te sentís mejor ahora? ¿Te puedo llevar a Alta Gracia, a casa, y te cuidamos allá?”
Julio respondió a todo con una sola frase: “Te quiero mucho, abuelo”.
Se fueron juntos en el camión repartidor de garrafas. Recostado en el asiento de adelante, pudo ver lo que no había visto en los centenares de viajes previos.
La siesta de invierno parecía de verano, pero seca. El viento levantaba una polvareda que impedía la visibilidad en la ruta. El calor inusual y la tierra seca, arada, al borde del camino. Sintió, por las imágenes de la ventanilla y, quizá por la fiebre, que atravesaba un desierto. La radio daba el informe del clima: por la mañana había hecho 0º y ahora andaban por los 25º, una amplitud térmica propia de otras latitudes.
Fue entrando a su casa cuando tomó conciencia, así enfermo, que lo que había cambiado era el famoso “aire de las sierras”. El Che ni loco hubiese vivido allí o se hubiese muerto de una neumonía en plena adolescencia.
Estuvo una semana en cama con antibióticos y allí comenzó a diseñar cómo daría las próximas clases de neumonía, pero pensando al revés: no del germen a la clínica sino del medio ambiente al paciente. Estudió cómo el desmonte del bosque nativo acarreaba la desertificación y por qué el polvo en suspensión entraba a los pulmones por el frío matinal y nocturno.
Cada tanto, se hacía un disparo con el broncodilatador y se dio cuenta de que la marca del laboratorio era la misma que la de las publicidades de agroquímicos y fertilizantes. Repasó las notas en los medios locales sobre los peligros de las fumigaciones, la falta de camas en los hospitales, las cifras de la epidemia de patologías respiratorias y la falta de conciencia social para vacunarse.
La neumonía de ese año lo marcó para siempre. Sus clases llevaron por título “Cambio climático y enfermedades respiratorias en Córdoba”. Los médicos se formaban ahora con esa perspectiva. Sentía que se ponía el poncho por el agujero y no por los flecos.
Pasaron los inviernos y las enfermedades pulmonares no sólo no disminuyeron sino que aumentaron en cantidad y severidad. No alcanzaba con abordar la problemática del paciente desde el medio ambiente. Una vez más, aunque pensase al revés, la cosa no funcionaba. Lo había traicionado su cabeza médica omnipotente. El médico dios que salva vidas y resuelve los problemas de salud-enfermedad.
Nada había cambiado en la evolución y mortalidad de los pacientes, pero poco a poco se iba creando una conciencia de que la principal causa de enfermedad era la contaminación del aire y que el hospital universitario es sólo una parte en la formación médica y la asistencia de los pacientes. Julio evocó a su abuelo. Eran momentos de pensar qué hubiese hecho el Che.
Fue entonces cuando decidió dar sus clases frente al peaje de la ruta Córdoba-Alta Gracia, cortar la autopista y, con pancartas y megáfono en mano, llamar a los ciudadanos a frenar el desmonte y evitar la contaminación con agroquímicos.
La primera vez fueron cuatro gatos locos, entre los que estaba su novia del Hospital, que era kinesióloga. Lejos de amilanarse, siguió con la propuesta hasta que logró llamar la atención de los medios.
La gente de la zona se sumó al piquete ‘por los pulmones sanos’, como le decían y, parafraseando lemas ecologistas, colgaron un pasacalle sobre la autopista que decía: “Salvemos el aire cordobés”.
Fue un 19 de julio, cuando en plena arenga-clase de patologías respiratorias sintió que el celular vibraba con insistencia. Al terminar, revisó las llamadas perdidas: cuatro del abuelo, dos de origen desconocido y la última de su padre. Ninguno dejó mensaje en el contestador.
Sintió cómo una crisisde asma le cerraba el pecho, a plena taquicardia se subió a su auto y enfiló directo a lo del abuelo. El polvo en suspensión impedía la buena visibilidad. Al llegar a la casa, una decena de curiosos ocupaban la vereda rodeando la ambulancia. Vecinos, extranjeros que iban al museo, conocidos y el personal del servicio de emergencia.
Julio no podía correr por el asma. Atravesó el jardín, sintió el aroma a abuela de la cocina y, al entrar en el dormitorio, el olor a alcohol y medicinas. El abuelo yacía semisentado, con la boca entreabierta, cianótico, inerte, en la cama grande. Un silencio abrumador era imperceptiblemente interrumpido, con cadencia de angustia, por los silbidos en su pecho. Un vez más la postal fatal de la neumonía. En ese cuerpo ya no estaba más su abuelo. Se acercó y le besó la frente fría. Como nunca antes, le faltaba el aire.

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