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Que esta golondrina haga verano.
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Con los datos del primer trimestre del año en la mano podemos afirmar que la política fiscal del gobierno,
para sorpresa de algunos, está dando señales de austeridad. Claro que cualquier comparación con el 2020
podría llevar a esa conclusión de forma errónea ya que el año pasado se caracterizó por una fuerte caída
de los ingresos del gobierno y una gran expansión del gasto público. Sin embargo, la austeridad se
comprueba al comparar el ejecutado del primer trimestre actual con el del 2019.
Como puede verse en el cuadro, luego de expresar todos los valores en moneda constante, se observa que
los ingresos totales del gobierno se mantienen estables en comparación con los del período enero-marzo
2019. Al mismo tiempo, el gasto público total revela una caída real del 3%. Consecuentemente, como
resultado se evidencia una reducción del déficit público total desde unos 240.000 millones de pesos en
2019 (en pesos constantes actuales) a poco más de 180.000 millones de pesos, equivalente a una
corrección del 24% real. Si centráramos el análisis en el resultado primario, la realidad cambia un poco,
pero sigue siendo promisorio. El gasto primario (excluye intereses) creció en dos años un 5,4%, lo que
resulta en un déficit primario de casi 70.000 millones de pesos, partiendo de un superávit primario de casi
22.000 millones de pesos en el primer trimestre de 2019.
¿Cómo ha logrado el gobierno este resultado en los primeros tres meses del año? Lo primero que llama la
atención es que los ingresos totales sean equivalentes entre ambos años, habida cuenta de que el nivel de
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actividad económica actual se encuentra al menos un 4% abajo del de hace dos años. En realidad, ambos
fenómenos no son contradictorios. Al centrar la atención sobre la dinámica de los tributos más ligados al
ciclo económico, y que no han sufrido cambios en sus alícuotas o bases imponibles, se observa que todos
caen: por contribuciones a la seguridad social se está recaudando 15% menos, el IVA está aportando 7
puntos porcentuales menos que hace dos años y el impuesto al cheque cae casi 4%. Sin embargo, toda la
caída producto de la recesión está siendo compensada exactamente por el incremento de la recaudación
de varios impuestos que sí sufrieron “innovaciones” desde la llegada del gobierno de Fernandez. En
diciembre de 2019 se votó una ley de emergencia que suspendía rebajas de impuestos y subía otros,
como las alícuotas de bienes personales y retenciones. En este último caso también juega muy favor el
salto de los precios internacionales. Con todo esto, el impuesto a los bienes personales crece casi 600%
por encima de la inflación acumulada, las retenciones aportan el doble de recursos, los impuestos internos
20% más y el impuesto a la riqueza también aportó lo suyo en los últimos meses. Menos actividad, con
más impuestos: los recursos del gobierno empatan a los de hace dos años.
Con respecto a los gastos también se observan partidas que caen y otras que suben, con un resultado
neto negativo en el total y positivo en el primario. El mayor ahorro el gobierno lo consiguió gracias al canje
de deuda que pateó el pago de intereses hasta 2023. La licuación inflacionaria como consecuencia de la
suspensión de la fórmula primero y la nueva fórmula después generó una caída real del gasto en
jubilaciones y pensiones superior al 6% real, mientras que las PNC caen 17%. Los salarios de los
empleados públicos hacen su aporte y bajan 10,8% en dos años. Del lado de la expansión encontramos el
crecimiento de casi 200% en programas sociales (Argentina Trabaja, Potenciar, etc.) que buscan contener
a los movimientos en momentos de economía frágil. La segunda partida que crece fuerte son los subsidios
a las tarifas públicas (65%) y, por último, gastos de consumo y funcionamiento del Estado (un 10% más).
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De esta manera, podríamos decir que el gobierno está llevando a cabo un ajuste fiscal tanto en relación al
2020 como al 2019, al menos durante el primer trimestre. Un “ajuste malo” quizás, porque se concentra
más en retrotraer rebajas de impuestos y volver a subir otros en lugar de seguir reduciendo el gasto
primario, pero ajuste al fin. Como dice el dicho, “una golondrina no hace verano”, pero en este aspecto
sería muy necesario que lo haga y que el primer trimestre marque una tendencia para el resto del año y el
mandato.
¿Cuán probable es que esto sea así? Poco. Hay varios elementos en el horizonte cercano y no tan cercano
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que hacen pensar que esta austeridad sería pasajera. En primer lugar, si la segunda ola de contagios no
logra ser controlada y se necesitan mayores restricciones, necesariamente los recursos tributarios
recaudados menguaran al mismo tiempo que deberían volver a ponerse en marcha algunos programas de
transferencias como los del año pasado (algo ya está ocurriendo con el bono AUH). En segundo lugar, la
política tarifaria ya está decidida y no justamente en el sentido que Guzmán deseaba. El virtual
congelamiento de tarifas energéticas provocará que la cuenta de subsidios continúe agrandándose con el
correr de los meses. En tercer lugar, y aunque hayan sido postergadas, estamos en un año electoral y
difícilmente el gobierno quiera acercarse a la contienda con una política fiscal conservadora: “poner plata
en la calle” volverá a ser la consigna que se escuchará en el equipo económico. Por último, pero no por
eso menos importante, la dinámica de las jubilaciones a mediano plazo. El diseño de la nueva fórmula
previsional está generando hoy un ajuste de las jubilaciones y el resto de las prestaciones. Sin embargo,
esto durará hasta septiembre. A partir de allí, es probable que ocurra exactamente lo contrario y que los
aumentos superen a la tasa de inflación. Es decir que en el 2022 es muy probable que veamos un
desajuste fuerte del gasto previsional. La nueva fórmula está mal diseñada. Fue señalado en innumerables
oportunidades, pero igualmente fue aprobada.
Si se mantuviera por el resto del año esta disciplina en el gasto, sería el primer año en catorce de gestión
del Kirchnerismo en que el gasto público no crece en términos reales. Casi por una cuestión de religión, el
gobierno cree que el motor de la economía debe ser el gasto público. Si la dinámica de la recuperación de
la actividad siguiera mostrando datos negativos como el de febrero, sería muy difícil no caer en la
tentación de recurrir a “la mano visible” del gasto público para empujar a la demanda agregada. Aún
cuando podría parecer una buena idea de corto plazo, el equipo económico debería convencer de la forma
que sea al “ala política” de no tomar este camino. El exceso de pesos inyectados en la economía durante
el 2020 sigue ahí, contenido, pero es el combustible de la aceleración inflacionaria que estamos viendo en
estos días. Renunciar a una corrección fiscal más rápida durante este año que le quite presión al BCRA
sería jugar con fuego. El aumento de los tipos de cambio paralelos de esta semana debería servir de
alerta.

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