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PERMANENTEMENTE OCULTO, AUN CUANDO ME MUESTRO
No entiendo a Lourau. El contexto de producción, la implicación, la institución y la interferencia son ideas que no terminan de asentarse bien en el aparato conceptual desde el que funciono intelecto-académicamente, y esto no termina de desagradarme del todo. De a poco he ido tomándole el gusto al vértigo, a lo incierto, a la dilución de la ilusión de control, a la angustia, diría incluso. El análisis institucional me tomó por sorpresa, me pareció una forma de trabajo, un marco de referencia, sumamente interesante en cuyas ideas encuentro la posibilidad de articular un proceso de investigación-intervención verdaderamente sincero, sin jugar al científico, explorando las posibilidades y los alcances, así como las limitaciones y los sesgos que interfieren la producción académica. El ejercicio que desarrollo a continuación se sitúa, pues, en pensar ese estar implicado/implicarse (aún no encuentro diferencia. ¿Será que el uno refiere a que, inevitablemente, uno siempre está implicado, y el otro a que uno, estando implicado, puede implicarse dejándose ver implicado?, no lo sé) con el proceso de investigación-intervención en el que trabajamos con el equipo. Suelo ser esquemático, me gusta hacer diagramas de mis ideas, pero por más que intenté construir algo para este ensayo no dejaba de sentirme inconforme con la propuesta, incompleto, así que dejaré de hacer como que sé, partiré de algún bosquejo general y dejaré al vértigo hacer lo suyo, veamos qué sale de acá.
Sobre el contexto de producción
Desde hace ya varios meses inicié un sudoroso recorrido a través de esto que, me dicen, soy yo. El tema drogas capturó mi atención cuando di con él, las implicaciones político-mercantiles del prohibicionismo y su sinsentido, la baja toxicidad y propiedades terapéuticas de algunas sustancias catalogadas como de peligro mayor y sin interés alguno para la investigación, y claro está, las experiencias que producían en el consumidor. Mi acercamiento fue sólo desde la curiosidad intelectual, pero pronto di con la psicodelia de los sesentas, las prácticas de sanación en distintas culturas empleando enteógenos, la apasionante investigación y sorprendente eficacia de la psicoterapia desarrollada a partir de sustancias psicodélicas, y de ahí naturalmente fui rodando hasta dar con la espiritualidad, principalmente influenciado por tradiciones de esos lugares a los que llaman “oriente”. Y fue en este recorrido orgánico desde donde, de a poco, fueron entrometiéndose racionalmente (no podía ser de otra forma en aquellos momentos) al aparato conceptual desde el que funcionaba entonces, conceptos que, hace apenas poco más de uno año, hubiese criticado incisivamente y negado que pudiesen hacer cualquier aportación de valor en cualquier sentido. Y cómo no, si aún jugaba al científico.
Tras la instalación de dichos conceptos en mi representación del mundo, lógicamente articulados en mi pensamiento, algo comenzó a moverse en mí, a descolocarme de una identidad que llevaba años estancada, también influyeron fuertemente en este proceso mis vínculos con personas a quienes aprecio mucho. Mi curiosidad intelectual sobre el tema comenzó a dirigirse hacia un interés por la experiencia del consumo de sustancias, y de a poco fui dando cuenta de que era bastante más sensible de lo que había creído por años. Su uso responsable y bien intencionado comenzó a hacer brotar cuestiones no trabajadas de mi historial: frustraciones, miedos, ansiedades, tristezas, angustias, y demás sensaciones que me tocó encarar hasta entonces, una vez ya habían fermentado: comenzaron a desbordarme y tuve que aprender a dejar que lo hicieran. Bajo los efectos, y aun, vuelto a la sobriedad, experimenté sensaciones indescriptibles que encajaban con aquellos conceptos recién instalados en mí, a sentirme cada vez mejor conmigo y con lo otro, a tener una experiencia de vida radicalmente distinta y que desde entonces no ha dejado de moverse, pues he ido aprendiendo a no poner presas en el río, aunque me toque seguir quitando alguna que otra piedra que me da por poner a veces. Me enojé con la razón, me peleé con ella, con la representación, con la identidad, con la vida social, quería matar definitivamente al ego, a mi ego, pues todo hacer humano lo veía como opuesto al flujo de ese río, hasta que un desborde más me hizo ver que me estaba yendo al otro extremo. Ahora ya no desconfío tanto de la razón, pero tampoco la dejo ser protagonista, trato de mantenerla en una relación horizontal con la intuición, con la emoción, con el cuerpo y las posesiones que ahora se dan sin necesidad de consumir nada, así como con las dimensiones más sutiles de mi estar acá, a las que uno no puede tener acceso si cree saber algo.
Desde que empecé a ponerme más “esotérico” en clases, uno de mis compañeros se me acercaba cada tanto a conversar, él había experimentado ya con las segregaciones del bufo alvarius, el 5-MeO-DMT, una poderosísima sustancia a la que hay que tenerle un profundo respeto. Su recurrente pregunta expresada con efusiva frustración era: “¿y cómo puedes estar seguro de que lo que experimentas es real y no una demanda del otro, de lo que has leído, de lo que te dicen que vas a vivir, de lo que se supone que deberías vivir en esos estados?”, mi respuesta era siempre más o menos un “no me importa, yo confío en mi experiencia”, y aunque me gusta pensar que cada quién vive en el mundo en el que cree vivir, sus cuestionamientos algún ruido me metían, en ocasiones desconfío de mí.
Ahora aterrizo en el tema de investigación. Mis intenciones al principio eran acercarme a una representación más precisa de lo irrepresentable, así como aproximar estos discursos, que tan profundamente me están transformando, al mundillo académico, para incentivar su propagación. Aquí me veo obligado a copiar y pegar, descaradamente, un párrafo de otro ensayo:
Estos paradigmas que están haciendo estudios rigurosos desde la observación y la experiencia de que la consciencia no es producto ni de un proceso neuroelectroquímico del cerebro, ni de la sujeción de un cuerpo a un mundo simbólico, sino que todo esto es sólo un medio que posibilita su manifestación, su manifestación como el espacio vacío que posibilita que el mundo se manifieste; la consciencia como el continente entre cuyos contenidos se encuentran el propio cuerpo material, físico, biológico, así como el sujeto histórico que se ha hecho de ese cuerpo, contenido con el que la consciencia se identifica erróneamente. Si tanto el cuerpo como el sujeto (ego) con los que nos identificamos pueden ser observados por uno mismo, es porque hay algo que los observa. No podemos mirar directamente nuestros propios ojos, el ojo no forma parte del campo de visión, pero es absolutamente necesario para que tal fenómeno visual se produzca. Esta es otra forma con la que me gusta ejemplificarlo: entre la proyección y la pantalla donde se proyecta hacen la película, así como entre lo observado y el observador hacen al mundo, la proyección es el contenido que requiere de un espacio para manifestarse, la pantalla es el continente, el espacio vacío que posibilita su manifiestan, ese espacio vacío es el observador, la consciencia, y no el sujeto ni el cuerpo. Aquí sucede algo curioso con nuestra tendencia a la identificación, a sujetarnos de algo para tapar el agujero: si me identifico erróneamente con la consciencia, entendida en estos términos, dos afirmaciones contradictorias se afirman simultáneamente, la dualidad comienza a fracturarse: o todo es un “afuera” de mí (incluso aquello que creo que soy), mi cuerpo, mis emociones, mis pensamientos, así como los árboles, el suelo, los otros, pues “soy” distinto de todo lo que observo; o todo es un “adentro” de mí, pues “soy” la condición que posibilita todo contenido, toda manifestación. Pero no es un adentro ni un afuera, el observador y lo observado no son elementos distintos, lo uno no puede ser sin lo otro, el observador es lo observado, pero como fijamos (¿“fijamos” quién?)nuestra identidad en un punto de lo observado, vivimos cotidianamente ensimismados, encerrados en una figura egoica que no es más que una imagen, un fragmento.
El sistema yóguico construye esto más detalladamente y de una forma muy bella.
Pero llevo medio ensayo dando vueltas sobre mi delirio y no he tocado a Lourau, digamos, pues, que lo anterior es parte importante del contexto de producción (entendamos, la circunstancia como productora, en la cual mi cuerpo físico y mental no son más que el medio por el cual la circunstancia se habla a sí misma) que mueve los hilos del proyecto de investigación, la idea desde la que intento pesar el resto de pensamientos, preguntaré entonces: ¿qué nombre tiene(n) la(s) institución(es) que me hace(n) creer que no soy lo que creo que soy?, y si mi experiencia me dice no ser lo que creo que soy ¿podríamos aún decir que estoy instituido, mi experiencia es una institución a pesar de escapar a toda intento de representación? Evidentemente yo soy la institución, pero ¿“yo” quién?, ¿el yo sobre quien pasa (amenazándolo con desaparecer) la experiencia de lo irrepresentable?, o ¿el yo que vive dicha experiencia dejando de ser yo?, se me revuelve el estómago… pensemos mejor el trabajo de campo…
…pero antes, ¿por qué tocar a Lourau?, para responder a una demanda institucional, para pensar sobre lo que pienso. ¿Qué implica tocarle, y no haber descrito otra forma de relacionarme con la “institución Lourau” a través de significantes como: “citarle (de lo más institucionalizado que se puede hacer al revivir a alguien en un texto)”, “pensar sobre”, “ayudarme de su teoría para”? Prontamente se me ocurre que es porque aún no me apropio de Lourau, sigue siendo distinta a mí su teoría, no he vuelto propio eso ajeno por ello sólo le toco, es otro de quien tomo algo, aún no surge de mí su pensamiento. Aunque, ¿será que es posible apropiarme de la institución Lourau?, ¿uno se apropia de la institución, o la institución se apropia de uno?... no, lo estoy viendo dicotómicamente, además ya lo había dicho, yo soy la institución, ¿puedo ser la institución de la que aún me siento ajeno? Me siento ajeno a la teoría de Lourau porque cuando creo haber capturado sus conceptos se me terminan resbalando entre los dedos, el contexto de producción, la implicación, la institución, la interferencia, las siento como ideas en permanente movimiento, no las entiendo, pero no porque no pueda pensarlas, sino porque siempre vuelven como algo distinto y tengo que repensarlas, de hecho comienzo a creer que la manera de trabajarlas es esa, sin saber qué son, trabajar con/desde la incertidumbre, con el movimiento de los sustantivos, que no son objetos (bien establecidos, delimitados, fijos), sino procesos (permanentemente inacabados, sumergidos en un flujo espontáneo, pero inteligente), confiando en el vértigo, dejando que me guíe. Por ello pienso que hablo de “tocar” a Lourau, no robo sus ideas, no puedo hacerlas propias, porque ni siquiera son suyas. Presocráticas, diría incluso, no instituidas, no capturadas en definición, ideas que permiten el flujo, que no son más que lo que pueden llegar a ser.
Sobre la configuración de un campo
El planteamiento que presentamos durante el primer coloquio respondía directamente a una demanda institucional. El tema que estamos trabajando (¿quién trabaja a quién?) nos desbordaba constantemente, y nos sigue desbordando. Eso de la “experiencia transpersonal”, que quién sabe qué será, era nuestro concepto protagonista y nunca pudimos sostenerlo, sujetarlo, por lo que desde el principio pensábamos dejarlo andar a su paso en entrevistas grupales, un grupo que integraríamos de artistas, cristianos, personas que celebran rituales prehispánicos, psiconautas (personas que consumen psicodélicos con la intención de explorar su “mundo interior”) y algún que otro colado, a quienes invitáramos por relatos que en algún momento nos compartieron, relatos donde decían sentirse ajenos a ellos mismos, como de pertenencia a otra cosa, o de contacto con algo que iba más allá de ellos mismos, experiencias que nos relataban desde una constante insistencia en no poder poner en palabras aquello que vivían, pero que tenía una relevancia importantísima en su vida cotidiana, en su relación con ellos mismos, con los otros, con la naturaleza y con la divinidad (aunque no usaran ese nombre). En el equipo nunca terminamos de dar a entender concretamente nuestra idea, nosotros sabíamos por qué lo hacíamos e intuíamos que podríamos encontrar algo interesante en tal dinámica, desde nuestra mirada, todos estos discursos estaban apuntando a algo que no podía ponerse en palabras, en la estructura tras los discursos escuchábamos interesantes similitudes, sin embargo, siempre se le miro con cierto rechazo en clase, o así lo sentimos. De esta forma, tras insistencias en delimitar el campo a uno solo de los grupos de personas que queríamos involucrar en el ejercicio, finalmente escogimos el temazcal, lo que implicó cierta desmotivación en el equipo, aunque todos estuvieron de acuerdo y eso nos hizo darle el visto bueno. Pero llegó el bicho, se cayó el campo y se cayó esa demanda.
La situación pandémica movió el proyecto, tiró el campo y sentimos que la investigación se caía también, ¿en qué momento la investigación se volvió poco más que el cumplimiento de una demanda?, ¿qué implicó (ocultó) en el proceso de investigación?, ¿qué miramos, como equipo, en la institución profesor(a) que nos llevó a asumir tal demanda?, ¿cómo interfirió en mí, como sujeto histórico (¿qué hizo de mí?)? Lo que observo es que, de alguna forma, estaba buscando el reconocimiento de mis ideas por la figura (¿paternal?) de alguien a quien estimara intelectualmente, así que tuve que ceder hasta recibir una buena cara como respuesta. Aunque no alcanzo a ver tan claro el por qué mis ideas necesitaban ser validadas, mi historial, claro está, pero no sospecho nada concreto.
La cuestión, volvimos más o menos a la idea original, sólo que ahora la dinámica no sería grupal, serían entrevistas singulares y a distancia. Para construir tal campo tuvimos que pensar sobre lo común entre los colaboradores, ¿por qué personas tan distintas?, porque lo común entre ellas se encontraba no en sus personas, sino en sus experiencias, de ahí la consigna que dio apertura a las entrevistas: “el trabajo es sobre experiencias que tienen que ver con la extrañeza de uno mismo, como si uno fuera otro, con el no reconocimiento del cuerpo, de su movimiento, o de contacto con algo que va más allá de uno. No sé si te suene a algo que hayas vivido”. De alguna forma, con tal consigna estábamos delegando el trabajo de construir eso de la “experiencia inefable”, la idea incapturable (como los conceptos de Lourau) sobre la que se soporta nuestro trabajo, a los entrevistados. Estaban ellos construyendo la investigación (más allá de sus aportes como “sujetos del campo”) mientras hablaban, pues desde sus palabras continuamos pensando de qué trata eso que hemos estando rodeando. De aquí surgen algunas preguntas interesantes, pero que me agobian un poco, ¿qué implica que, sobre lo que se soporta algo, se encuentre en un permanente movimiento incontrolable, vertiginoso?, ¿se puede siquiera construir algo sobre ese soporte móvil?, me daría miedo estar en una construcción que no parara de menearse, me sigue incomodando el vértigo en ocasiones. Relatos de búsqueda, muerte, descentramiento y transformación ha sido lo común en las entrevistas, y ahora, que conseguimos armar de alguna forma un campo medio coherente, hay que pensar las diferencias, no puedo más que reírme nerviosamente.
Creía que la idea de “investigar” se trataba de llevar, encaminar un tema o mostrar su camino, pero desde hace tiempo sospecho que nuestros cuerpos ya no responden a nuestra voluntad en este sentido, ¿a dónde nos llevará la investigación?, es una pregunta cuya respuesta conozco, pero no la quiero, aunque sé que no debo resistirme a ella si no quiero entrar en conflicto con la realidad, quiero soltarme alvértigo con absoluta confianza, la nada no nos acecha, nos guía, pero no me gusta que la respuesta que esperaba de la investigación sea un silencio, aunque esa sea la respuesta que reciben los problemas mal planteados.
Bibliografía
“La obra de René Lourau” y “La interferencia RL en la libertad de movimientos”, en Libertad de movimientos, Universidad de Buenos Aires, 2001, pp. 153-167
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