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AL FONDO DE LAS 
PUPILAS DEL 
TIEMPO INFINITO 
 
 
 
 
Miguel Ángel Guerrero Ramos 
 
 
 
 
 
 
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© del texto: Miguel Ángel Guerrero Ramos 
© de esta edición: La Lluvia de una Noche 
Mail del autor: migue-guerrero_@hotmail.com 
Código Safe Creative: 1304234990847 
Diseño de portada: La Lluvia de una Noche 
Foto de portada: Pixel Anarchy (Pixabay) 
 
 
1ª Edición: abril de 2013 
 
 
 
 
 
 
 
mailto:migue-guerrero_@hotmail.com
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…mis letras vivirán respirando el aire de tu existencia en la retina del tiempo 
infinito que acompaña mi alma en su viaje eterno de generación en generación. 
 
Gonzalo España, La canción de la flor 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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AL FONDO DE LAS PUPILAS DEL TIEMPO INFINITO 
 
 
Uno 
 
Que la primavera es la madre tierna de las más bellas flores y que cada estrella 
posee su propia estela de calor, eran verdades que la pequeña Susana intuía, 
de alguna u otra forma, en su pequeño y acomedido corazón. 
 
Hoy por hoy, nadie sabe a ciencia cierta cómo fue que ella desapareció. 
Algunos vecinos de aquella región costera, tan rica en arrecifes y horizontes 
soñadores, donde aquella pequeña niña de ojos rubicundos y relucientes y de 
cabello rizado y azabache, vivía, han llegado a comentar alguna que otra cosa 
para explicarse qué fue lo que en realidad sucedió con ella. 
 
Han llegado a decir, por ejemplo, y siempre en un tono de “fíjate lo que se dice 
por ahí”, que el señor Rodrigo Buenaventura, es decir, el padre de aquella niña 
que rebosaba ternura por cada uno de los poros y las fibras de su ser, la vendió 
cierto día a un traficante de personas; un traficante de esos que suelen buscar 
nuevas y suntuosas mercancías en ultramar. También han dicho, siempre en 
aquel tono de “fíjate lo que se dice por ahí”, que él, es decir, el padre de la linda 
niña, abusaba sexualmente de ella durante el gélido despertar de la mañana, 
en las horas calurosas y aletargadas de la tarde y bajo las inciertas y brumosas 
misticidades que se suceden una tras otra bajo las estrellas. Que cierta noche, 
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ante la mirada expectante y aterrada de una luna plateada, a él se le fue la 
mano, tanto en la violación como en la golpiza que le daba a su pequeña, y la 
terminó matando de un momento a otro. Se dice que luego, él procedió a 
enterrarla a ella en alguna parte de la playa, bajo el dulce ulular de algunas 
cuantas brisas que querían convertirse en el ropaje de la luna y el vuelo 
incesante de algunas cuantas gaviotas enamoradas del mar. 
 
Claro, sólo Rodrigo Buenaventura podría darnos alguna pista, más o menos 
acertada, sobre qué fue lo que en realidad sucedió aquella nefasta y nebulosa 
tarde en la que Susana desapareció como por arte del más espeluznante acto 
de magia. Una pista que nos ayude a indagar sobre cómo se desarrollaron los 
hechos. Unos hechos, por cierto, y sin duda alguna, nebulosos y cubiertos con 
la seminal e insospechada esencia de lo misterioso. 
 
Ese día, el cielo estaba todo tupido de lluvia y parecía que se burlara del mismo 
paso del tiempo. Cuando Rodrigo llegó de trabajar como de costumbre, 
encontró sobre la mesa principal de su casa una nota donde la pequeña 
Susana daba razones de su paradero. Ese era un acto común en ella. A veces 
la pequeña Susana le dejaba notas a su papá que decían “He ido a comprar 
algo de pan al pueblo”, o “He ido a dibujar en la arena de la playa”. Sin 
embargo, la fatídica nota que en ese momento Rodrigo tenía entre sus manos, 
decía, simple y llanamente: “Papá, he ido a seguir la voz del horizonte”. 
 
En ese instante Rodrigo salió a buscar a su querida niña, a la única compañía 
que él tenía en casa, puesto que su esposa, es decir, la madre de Susana, 
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había muerto hacía ya unos cuantos años. Sí, él salió a buscar a su pequeña 
bajo una lluvia arrítmica que empapaba sus pensamientos y humedecía los 
hilos de su corazón, cuando a la distancia, la vio, a ella, justo cuando una ola 
furtiva se la llevaba tras su fuerte chocar en la playa y su posterior retroceder 
hacia el océano. Una ola de agresiva fuerza que solo dejó una bruma de 
tamaño imponderable en el desahuciado y acongojado corazón de Rodrigo. 
 
Desde entonces, no ha pasado una sola tarde sin que Rodrigo se pare frente al 
mar para escuchar el ulular del viento, con su mirada taciturna y 
apesadumbrada, y con la única certeza de que los sueños de su pequeña 
estarán surcando para siempre el fondo del océano. Sí, surcando el fondo del 
océano de la misma forma en la cual las gaviotas lo sobrevuelan a diario 
mientras pasean por un cielo abierto a una esperanza sin límites ni colores, y 
con una belleza incesante y perenne que por alguna extraña razón suele 
esconder cierto cariz de inocencia. 
 
Pocos años después de la desaparición de Susana, don Rodrigo Buenaventura 
falleció. Si alguien lo hubiera conocido muy bien hubiera dicho que de pena 
moral. 
 
Y cuando por fin pasaron catorce años desde la misteriosa y absurda 
desaparición de aquella niña de aquel pueblo costero tan rico en arrecifes, y de 
muchos encuentros fortuitos e inesperados con la ausencia por parte del 
destino, ella apareció con más de veinte años de edad en un tren, con un traje 
rojo y sin saber o tener la más remota idea de quién era exactamente. 
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Dos 
 
Sus ojos se estaban abriendo lentamente. Dentro de sí mismo, parecía como si 
el tiempo se hubiera extraviado en algún oscuro y brumoso abismo y estuviera 
regresando poco a poco como el hijo bueno que regresa a casa. La luz 
amielada del día, por su parte, lo inundó a él de sopetón, y de un momento a 
otro con su luminosidad. Los sonidos de la gente y del ambiente en general, en 
cambio, fueron llegando a sus oídos en forma de pequeños y sostenidos 
murmullos. Luego, tras unos cuantos segundos de consciencia, en los que él o 
ella hubiera podido escuchar el sonido de la brisa entre los pétalos de las flores 
que en otoño caen al suelo, suponiendo que él, o ella, hubiera querido y 
hubiera estado en el lugar indicado para ello, fue cuando apareció la primera 
certeza: él o ella, o quien quiera que fuera, se encontraba viajando en un tren. 
De eso no había ninguna duda. Al lado de él —o ella— se encontraba una 
ventana por la que se veía correr un paisaje lleno de árboles con verdes y 
tupidas vestimentas. Por otra parte, el vehículo en el cual viajaba, hacía un 
sonido leve, propio de un tren, y muy parecido al del rugido de un modesto y 
rumoroso río. 
 
“¿Quién soy? ¿Quién carajos soy?”, fue lo primero que él se preguntó tras 
descubrir que era un hombre, un hombre que por alguna u otra razón viajaba 
en un tren. En ese momento, las enervantes aguas de su ser se arremolinaron 
vertiginosamente dentro de sí mismo con una fuerza impetuosa y avasalladora. 
“¿Quién soy?, ¿quién soy?”, se preguntaba él una y otra y otra vez, como 
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queriendo que los latidos de su corazón se volvieran lo suficientemente fuertes 
y desesperados como para que le revelaran su verdadera identidad. 
 
Ahora bien, no sabemos si pasaron dos o tres minutos después de aquello, o 
quizás más, lo único cierto es que tras haber llorado un poco en forma 
silenciosa, él, es decir, el hombre que hacía poco había despertado en un tren 
sin memoria alguna acerca de sí mismo, retiró sus manos de la cara, en donde 
se las había llevado hacía poco en un gesto de angustia, y en ese instante, 
sobre una mesita que se encontraba justo al frente de él, una hoja de papel con 
algo escrito en ella, llamó poderosamente su atención. 
 
Él la tomó y comenzó a leerla, sin saber que al hacer eso, un temor de límites 
insospechados invadiría cada una de las fibras y los nervios de su cuerpo. Y no 
era para menos. Aquella hoja era una nota para él. Una nota cuyas líneas le 
decían lo siguiente mientras besaban loscontornos de alguna desconocida 
complejidad: 
 
Quizás te estés preguntando, querido amigo, quién eres, por qué no 
recuerdas nada sobre ti y por qué te encuentras viajando solo en un 
tren. ¿Sabes?, lo único cierto que te podemos decir es que nunca 
obtendrás una respuesta a ninguna de estas preguntas, si antes no 
cumples con una serie de pasos que te indicaremos a continuación: 
 
Lo primero que debes hacer es continuar viajando en el tren. Si bajas de 
él, o le comentas la situación en la que te encuentras a alguien, 
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pidiéndole ayuda para buscar de alguna forma tu identidad, lo que de 
por sí te aviso que será en vano, una persona que te está vigilando 
discreta y sigilosamente te disparará en ese mismo instante, así que, de 
ser tú, yo lo pensaría dos veces en caso de que quieras salir de este 
juego. Ahora, lo siguiente que debes hacer, es buscar a una mujer muy 
atractiva que tiene un traje de color rojo, de una sola pieza y bastante 
ajustado al cuerpo. Una mujer a la que deberás llevar al vagón número 
tres de este tren antes de las tres de la tarde. Por cierto, te adelanto que 
sólo si le cuentas a ella las maravillas del paisaje que recorre este ilustre 
tren en el que te encuentras, podrás convencerla a ella de que te 
acompañe. Por último, te advierto que si no quieres perder tu vida de 
una vez, lo que tienes que hacer ahora mismo es quemar esta hoja 
utilizando para ello la llama de una vela que se encuentra muy cerca de 
ti. Mucha suerte. 
 
Valiéndose de la fuerza que provenía de su centro vital, para darse ánimos e 
infundirse esperanza, aquel hombre sin memoria de sí mismo se levantó de la 
silla en la que estaba sentado, y salió al pasillo de ese vagón del tren en el que 
él, sin saber por qué, viajaba. Un hombre de corbata, sombrero y traje formal 
pasaba en ese momento por allí, es decir, por aquel pasillo, por lo que nuestro 
amigo sin memoria aprovechó para pedirle la hora. “Las dos y treinta de la 
tarde”, respondió aquel hombre de traje formal que casualmente pasaba por 
allí. Y fue entonces cuando unas pequeñas gotas de sudor perlado, producto 
de los nervios, comenzaron a atravesar la frente de nuestro amigo sin memoria. 
 
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Él comenzó a buscar entonces, en forma afanosa, a la mujer atractiva del traje 
rojo. En esas, él se topó de frente con un espejo y pudo apreciar en él el reflejo 
de un hombre joven, muy elegante y apuesto que debería de rondar los treinta 
años. Aquella imagen de sí mismo no le disgusto sino que, al contrario, le 
agradó bastante. Luego de ello, es decir, de haberse contemplado en aquel 
espejo, él siguió buscando a la mujer del traje rojo dirigiéndose al último vagón 
del tren. 
 
Dos y cuarenta y dos de la tarde, nuestro amigo sin memoria había llegado al 
último vagón del tren sin encontrar a la mujer que tenía que encontrar, lo que 
significaba que ella, es decir, que la atractiva y hermosa mujer del traje rojo, se 
encontraba en uno de los primeros tres vagones del tren en los cuales, por 
cierto, él aún no había buscado. Para colmo de males, él estaba en el vagón 
número ocho del tren, de modo que tuvo que pegar una carrera para dirigirse lo 
antes posible a los vagones tres y dos. 
 
En el vagón número tres ella tampoco estaba y todo parecía irse a pique hacia 
el más oscuro de los limbos, porque ¿qué tal que ella, que la mujer del traje 
rojo, hubiera estado en el vagón número cinco o seis, y que en el momento de 
nuestro amigo pasar por allí ella hubiese estado, por ejemplo, en el baño? 
¿Qué hacer o cómo actuar ante un desafortunado suceso como aquel? 
 
Sí, si no hubiese sido porque en el vagón número dos nuestro amigo, gracias a 
un favorable efecto del destino, o de la providencia o de quién sabe qué, 
encontró de repente a la mujer que buscaba tan afanosamente, y la cual, cabe 
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decirlo, se veía muy hermosa mientras leía un periódico, todo se hubiese ido, 
en efecto, al más oscuro de los limbos. 
 
Ahora, como ella, es decir, la hermosa mujer del traje rojo, viajaba sola, nuestro 
amigo sin memoria se sentó frente a ella y la saludó como si nada, mientras 
trataba de ocultar todos sus nervios y toda su ansiedad. La adrenalina que 
recorría todo su ser a borbotones ayudó a que él agudizara cada uno de sus 
sentidos. Al fin y al cabo su vida dependía de que todo saliera bien. 
 
—¿Tienes horas? —le preguntó él a ella luego de un largo minuto de silencio 
en el que estuvo pensando qué decir. 
 
—Las dos y cincuenta de la tarde —contestó ella. 
 
“Es ahora o nunca. No hay tiempo para ir más lento”, pensó él, nuestro querido 
amigo sin memoria. 
 
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de hacer este hermoso trayecto en un 
tren tan fabuloso como este? 
 
—¿Qué es? —se interesó ella, por fortuna, mientras retiraba su vista del 
periódico que leía. 
 
—Ese espléndido y maravilloso paisaje que podemos ver correr a través de 
estos cristales… ¿Sabes?, hay cosas que solo se pueden ver a esta velocidad; 
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como esa tranquilidad perenne con la que los árboles, las flores rebosantes de 
perfume, esas montañas pensativas que no nos quieren revelar sus 
pensamientos y todo el césped van quedando atrás. 
 
—¿Dices que también el césped? 
 
—Bueno… Lo que en realidad quiero decir, ya que te ves interesada en este 
tema, es que ir a esta velocidad es como si uno fuera en parte como la brisa. 
 
—¿Cómo la brisa? 
 
—Sí, claro. Porque solo la brisa conoce los verdes y floridos ademanes de los 
bosques, ya que ella los recorre cada día, ¿sabes? Es más, yo creo que todos 
los anhelos que ella lleva se desnudan en la hermosa e inigualable naturaleza. 
Sí, de veras, la brisa se desnuda y se reconoce en ella. Y en todas y en cada 
una de las palpitaciones de la vida natural. 
 
La mujer del traje rojo se asomó por una de las ventanas del tren y contempló 
el paisaje. Al cabo de unos segundos, sus ojos se anegaron con una exótica 
mezcla entre dulzura, belleza y vida. 
 
—Ven, acompáñame —le pidió entonces, súbitamente, nuestro amigo sin 
memoria a la mujer del traje rojo. 
 
Él no demostró ninguna emoción ni ninguna duda al momento de hacer aquella 
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petición, de la misma forma en la cual ella tampoco demostró nada cuando se 
levantó de la silla en la que estaba sentada para acompañarlo a él. 
 
Dos y cincuenta y siete de la tarde, tanto la mujer del traje rojo como nuestro 
amigo sin memoria llegaron al vagón número tres, en donde uno de los 
empleados del tren les dijo que les tenía reservada una pequeña y cómoda 
estancia para ellos dos. Ni la mujer del traje rojo ni nuestro amigo sin memoria 
preguntaron nada. Simplemente entraron y tras un incierto rato de silencio, en 
el que ambos parecieron examinarse el uno al otro mientras esperaban a que 
algo sucediera, o quizás, mientras él y ella se dedicaban a reconocer el espíritu 
del otro, él se acercó a ella y ella a él y luego de ello se besaron. Luego 
vinieron las caricias, con las cuales ellos arrastraron pequeños tramos de 
eternidad. Y así, poco a poco el amor y la pasión se fueron afianzando en aquel 
pequeño cuarto del tren. Él le juró entonces a ella un amor intenso y ella le 
correspondió a él con una sonrisa y un abrazo de entrega, de absoluta y 
plácida entrega. 
 
Al cabo de cierto tiempo, tras muchos minutos de dulzura y arrojo en la piel del 
otro, él le confesó a ella que había despertado en aquel tren sin memoria 
alguna de sí mismo, y sin más indicaciones de nada que la de encontrarla a 
ella y llevarla hasta allí. Ella, a su vez, le confesó a él que ella también había 
despertado allí, es decir, en aquel tren, sin memoria y junto a una hoja en la 
que se le recomendaba, si quería vivir, como que hiciera, hasta las tres de la 
tarde, que leía un periódico. También se le decía que esperara a un hombre de 
traje al que debería acompañar, únicamente, si él le hablaba del paisaje que se 
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veía afueradel tren de una forma absolutamente bella y poética. 
 
—No puedo creerlo —susurró él—. Todo esto es verdaderamente extraño. 
Pero lo más extraño de todo, es que yo siento como si te conociera desde 
siempre. 
 
—Lo mismo me pasa a mí —dijo ella, poco antes de que un empleado llamara 
a la puerta de aquella estancia en la que ambos se encontraban desnudos, 
para entregarles una nota. 
 
Una nota que nuestro amigo sin memoria leyó en voz alta y que, evaporándose 
entre las circunvoluciones del todo y de la nada, decía lo siguiente: 
 
Me permito informarles que aunque ustedes dos no se conocían con 
anterioridad, sus almas ya se habían amado intensamente en los más 
profundos socavones del infinito en múltiples oportunidades. Ustedes no 
lo saben, pero, en gran parte, han sido las manías de sus corazones las 
que los han traído a este tren que parece que viaja desbocadamente 
hacia aquel sublime infinito que les he mencionado. Ahora, lo que les 
quiero decir es que si ustedes quieren bien pueden recuperar todos sus 
recuerdos, para ello solo tendrían que bajarse en la siguiente parada del 
tren, aunque lamento mucho decirles, queridos amigos, que si toman 
esa opción me veré obligado a enviar a alguien a arrebatarles su vida. 
Pero no todo es tan lúgubre y oscuro. Hay otra opción. Bajo una de las 
sillas de esta estancia se encuentra una suma bastante considerable de 
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dinero y algunos documentos provisionales con unas identidades falsas 
que les podrían servir en un futuro. Si deciden tomar esta opción y 
seguir juntos y con vida, lo único que tendrían que hacer es seguir en el 
tren hasta la última parada. No es más, queridos amigos. Mucha suerte. 
 
—¿Qué dices? —le preguntó él a ella cuando acabó de leer aquella nota. 
 
Ella volteó a mirar entonces el paisaje exterior que se podía ver a través de una 
de las ventanas del tren y dijo: 
 
—Yo digo que es muy bonito y romántico observar un paisaje como ese desde 
un tren que viaja hacia el infinito. 
 
—Sí, tienes razón —dijo nuestro amigo sin memoria luego de un corto y 
silencioso rato de meditación, y mientras esbozaba una rútila sonrisa. 
 
El infinito, por su parte, parecía estarse convirtiendo en esa arrobadora aura 
que surge de las más profundas y abismadas ansias de querer ahogarse en 
una piel. 
 
—Yo creo —continuó él— que sólo puedo saber quién soy en realidad, si estoy 
ahora y siempre junto a ti. Es decir, si siempre tengo la oportunidad de 
adivinarme a mí mismo sobre tu piel cuando así lo necesite. 
 
—Yo digo lo mismo —aseguró ella poco antes de iniciar un juego de amor cuya 
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pasión sería incalculable, tan incalculable como el infinito. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Tres 
 
Aquel restaurante lo tenía todo: un mar medianamente agitado y una deliciosa 
música de fondo. 
 
Ella, una amante empedernida del océano y de sus fugitivos e invisibles 
destellos —por alguna razón que aquella hermosa chica nunca ha logrado 
comprender a ciencia cierta—, y él, un amante de los sonidos del alma y de la 
música en general, siempre habían tenido, desde que se conocieron un buen 
día en un tren que viajaba trepidante hacia el infinito, el sueño de compartir 
unos amores de fantasía en el baño de un restaurante como aquel. Un 
restaurante, por cierto, con su aire totalmente inundado con la acariciante y 
sobrecogedora música de unos excelsos violines. Un restaurante que quedaba 
justo al frente de un océano, un océano de olas inquietas que gritaban en una 
cálida playa los amores de una luna que a cada nada suele enamorarse de 
cuanta pasión se cruza bajo su escrutadora mirada. 
 
A los pocos segundos de que él le alzara la falda y le bajara las bragas, ella 
comenzó a gemir de placer casi que con todo lo que le daban sus pulmones. 
Los excelsos violines del restaurante no habían dejado de sonar, aun así, los 
gemidos de placer de ella eran mucho más fuertes que la inspiradora música 
con la que dichos instrumentos musicales pretendían desafiar la mística 
antiquísima de las olas y hacer llorar de felicidad a la luna. Él y ella seguían el 
dulce camino de la enajenación compartida. Entretanto, el dueño del 
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restaurante y uno de los guardias de seguridad de aquel lugar, al ver la cara de 
espanto moral de los clientes, se dirigieron a hacia aquel baño en el que él y 
ella hacían el amor, y llamaron a la puerta con gran fiereza. Pero la puerta no 
se abrió. Y no se iba a abrir por el momento. No se iba a abrir porque, como ya 
se ha dicho, uno de los más grandes sueños de ellos era ese: compartir unos 
amores desenfrenados en un restaurante como aquel. Los suspiros de aquel 
ardiente hombre buscaban a toda costa los pezones de ella, los pezones de su 
amada. El dueño del lugar, al otro lado de la puerta de aquel baño, amenazaba 
a grito tendido con llamar a la policía si aquel grotesco acto no se detenía de 
una vez. Pero él y ella, envueltos en su marmórea pasión, no escuchaban nada 
más que no fueran las palpitaciones de sus almas y ese perenne juego de las 
exploraciones corpóreas que llevaban a cabo. 
 
Y así, sintiendo el enrarecimiento de lo eterno y la mimesis de sus pieles con el 
amor de su ser, él le dijo a ella: 
 
—Llueve luz de luna sobre la noche y sobre tu piel. 
 
—Eso es —dijo ella— porque la noche oscila sobre la dulzura de las estrellas y 
de nuestros labios. 
 
—¿Sabes, querida mía, qué veo al fondo de tus ojos? 
 
—¿Qué? 
 
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—Un tiempo infinito. 
 
 
 
Cuando él y ella salieron de aquel baño, arreglándose sus ropas a las carreras, 
y con un aire alrededor de ellos que seguía la mística pasión de los violines que 
no habían dejado de sonar, el dueño del restaurante y los pocos clientes que 
aún quedaban, los observaron con su mejor mirada reprobatoria. “Cuánto 
debemos”, preguntó, refiriéndose a la cuenta, aquel ardiente enamorado que 
hasta hacía unos cuantos segundos, había hecho gemir a su bella amada 
como una posesa en aquel fino restaurante junto al mar. “Nada”, contestó el 
dueño del lugar. “Pero eso sí”, agregó luego, “váyanse de una vez, y para una 
próxima, por lo que más quieran, busquen un motel”. 
 
Él y ella salieron entonces de aquel restaurante más enamorados que nunca y 
riendo a carcajadas a causa del regaño y la intensa experiencia que acababan 
de pasar. Él estaba feliz porque las caricias de su amada y la música de los 
violines del restaurante se habían metido por las fibras de su piel. Ella, por las 
brisas oceánicas que sentía a su alrededor, y por saber que la magnificencia de 
las olas y el amor de su enamorado estaban allí para ella. 
 
Luego de pasar horas y horas sentados frente al mar, y regalándose besos en 
los que toda la energía del cuerpo se concentraba únicamente en los labios, 
ellos decidieron volver al hotel en el que estaban hospedados. 
 
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Él y ella no lo supieron. No supieron que entre los discurrires de la espuma de 
las olas y la vendabilidad que trae consigo la pasión de la noche, una sombra 
sumamente misteriosa y conspicua los seguía de cerca. Me gustaría 
advertirles. Advertirles que una sombra los vigila y analiza cada uno de sus 
actos. 
 
Hacía ya casi dos años desde que ellos se conocieron en un tren, en un tren en 
el cual ellos estaban sin memoria alguna de sí mismos. Casi dos años, desde 
que decidieron permanecer juntos para siempre. Dos años desde que 
decidieron amarse mientras viajaban por todo el mundo. Sí, dos años de un 
amor sólido y errante en los cuales ellos dos han estado conociendo horizontes 
y culturas y cruzando cuanta frontera se cruza en su camino. Dos años en los 
cuales ellos han cambiado sus nombres en múltiples oportunidades y en los 
cuales han tenido múltiples oficios y trabajos, a pesar de que en el tren en el 
cual se conocieron había mucho dinero para ellos. 
 
No, ellos no han dejado de viajar, y susnombres se los han cambiado varias 
veces, en principio, para despistar a aquellas extrañas y desconocidas 
personas que un buen día los pusieron en un tren y les asignaron una curiosa 
tarea a cada uno para que ellos se pudieran conocer. Ellos han atravesado 
mares, selvas y desiertos. Han respirado ligeros aires insulares, han corrido a 
través de extensas y verdes praderas, han conocido toda clase de aves 
exóticas, han despertado bajo paradisiacos soles tropicales y han hecho el 
amor en varios rincones primorosos del planeta, por mencionar algunas 
cuantas de sus múltiples experiencias. 
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Han ido de aquí para allá y de allá para acá. Por esa misma razón, por cierto, 
es que ellos no han decidido tener un hijo. Claro, ellos no pueden darse ese 
lujo. No en esas condiciones en las cuales ellos deben huir de su pasado para 
poder amarse hasta el fin del mundo. Porque la advertencia de aquellas 
extrañas personas era muy clara: si ellos decidían recuperar sus recuerdos, 
alguien los mataría. 
 
Debido a ello, aquella hermosa y empedernida amante del océano y de sus 
fugitivos e invisibles destellos, y aquel apasionado amante de los sonidos del 
alma y de la música en general, no han dejado de viajar y, según ellos, de huir 
de su pasado. Pero en lo que ellos no han querido pensar, es que son sus 
viajes, precisamente, el único método que tienen sus enamoradas y confusas 
almas para tratar de encontrar sus respectivos pasados. 
 
 
Cuatro tiros. 
 
Sí, cuatro terribles y estridentes impactos de bala se escuchan desde la 
habitación de al lado. 
 
Alguien ha muerto, de eso no hay duda. 
 
La extraña sombra que los seguía y los vigilaba sigilosamente ha sido abaleada 
en uno de los cuartos de aquel campechano hotel. Que no quiera el destino, ni 
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en sus intransigentes secretos ni en los archivos que ha dejado ocultos en la 
brisa, que los próximos en morir sean ellos dos. 
 
Él y ella, pasado un buen lapso de tiempo, y al darse cuenta de que en 
recepción no quieren atender sus constantes llamadas, van hasta el cuarto de 
al lado. Allí encuentran a un hombre que ha sido asesinado a tiros, y junto a él, 
una nota que afirma que ha sido asesinado porque dicho sujeto los estaba 
siguiendo y vigilando muy de cerca desde hacía un buen tiempo. 
 
Él y ella salen entonces a toda marcha de aquel hotel para seguir viajando 
hasta el último confín del universo. Para viajar con la única compañía que 
ambos han tenido desde hace casi dos años cuando se conocieron, es decir, 
una pintura al óleo de un pequeño barco que anda sobre aguas impetuosas 
con una orquesta sinfónica en su popa. Una pintura que estaba en el vagón 
número tres de aquel tren en el cual ambos tuvieron su primera experiencia 
amorosa compartida —la primera de ella, incluso, en toda su vida. 
 
Reiteremos: la única meta de ellos es amarse y seguir viajando hasta el último 
horizonte. No obstante, lo que no sabe ella, es decir, aquella empedernida 
amante del océano y de sus fugitivos e invisibles destellos, y él, es decir, aquel 
amante de los sonidos del alma y de la música en general, es que dentro de 
ella está germinando la semilla de la vida y la esperanza. 
 
Sí, aquella joven, hermosa e inexperta mujer que en otro tiempo se llamó 
Susana y vivió junto a los misterios del mar, a raíz de su encuentro pasional 
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con su amado en aquel restaurante del cual los echaron, ha quedado 
embarazada. 
 
Su ser ya no va a poder seguir diciendo, tan despreocupadamente, que quiere 
hallar la voz del horizonte. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Cuatro 
 
La cosa va así: una empedernida amante del océano y de sus fugitivos e 
invisibles destellos, y un amante de los sonidos del alma y de la música en 
general, se han visto obligados a dejar de ser nómadas y a volverse 
sedentarios. Se han visto en la necesidad de establecer un hogar y una rutina 
para criar a su único hijo. 
 
Han pasado cuatro años y Vicente, es decir, el pequeño hijo de ellos de tres 
años de edad, se ha convertido, con sus ojos curiosos y sus sonrisas traviesas, 
en todo un mundo de cariño y alegría para sus padres. 
 
Pero hemos dicho que los padres de aquel alegre niño se han visto en la 
necesidad de establecer un hogar y una rutina, de esa forma, él se ha quedado 
con el nombre de Luis Alonso Romero y ella de Hanna Lissette Tovar. 
 
Y así, cierto jueves en la noche, cuando Luis volvía del trabajo, él se 
encontraba caminando por una solitaria alameda y bajo una sutil y menuda 
lluvia de vértigo sideral, cuando, de un momento a otro, lo llamó un hombre de 
gabán. “Hey, usted”, dijo aquel hombre de gabán que luego se acercó a Luis. 
 
—Sí, en qué puedo servirle —dijo Luis. 
 
—Escuche, amigo, yo también, al igual que usted, aparecí un buen día en un 
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sitio desconocido sin memoria de nada y con una nota que me ordenaba hacer 
algo. 
 
Puedo ver en tu cara la sorpresa, mi estimado amante de los sonidos del alma 
y de la música en general. Aquellas palabras te han dejado realmente 
estupefacto. Tanto que ni siquiera aciertas a decir nada. 
 
—No quiero confundirlo, amigo. Yo sé que este tema es muy difícil de tratar. 
Eso, sin contar que en cualquier momento nos podrían matar si nos salimos de 
las reglas. Lo único que le puedo decir, es que pertenezco a una organización 
que busca asesinar a quien nos quitó el pasado. 
 
—Y quién es… ¿quién es ese que, según usted, nos ha quitado el pasado? 
 
—¿Cómo?, ¿no lo sospecha? 
 
—No. 
 
—Dios, mi querido amigo. Nada más y nada menos que Dios. 
 
—Eso quiere decir, si entendí bien, que ustedes planean… QUE USTEDES 
PLANEAN ASESINAR A DIOS. 
 
—Sí, así es, pero le repito que este no es un tema nada fácil de tratar. Por eso, 
por el momento lo único que quiero es dejarle mi tarjeta, y la propuesta de que 
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pertenezca a nuestra organización. Si usted y su esposa deciden hacer parte 
de nosotros, sólo llámenos al número que le acabo de dejar. 
 
 
 
Luego de que aquel extraño sujeto de gabán se perdiera entre la oscuridad, 
Luis, en lugar de regresar a su casa, se dirigió a un viejo bar. Claro, era jueves 
en la noche, y como todos los jueves en la noche en el que los gatos salen a 
enamorar con sus ojos crepitantes a la infinitud, Luis Alonso Romero se dirigió, 
hambriento de noche, de música y nostalgia, a un céntrico bar de su ciudad. Un 
bar que él visita desde hace ya casi tres años para calmar el fuego incesante 
de su corazón con una pequeña dosis de triste y melancólica música. 
 
Una música que al bueno de Luis le permite respirar un poco de dulce y 
arrulladora nostalgia. Una música interpretada, por cierto, por la misma mujer 
de fina y apacible silueta que desde hace más de diez años canta allí, en aquel 
céntrico bar de la ciudad, para un público alicaído y marchito. Claro, a ellos, es 
decir, a las distintas personas que conforman el público que la ven cantar a 
ella, no les interesa que aquella mujer tenga su rostro cargado con un leve 
rastro de melancolía, ni que tenga su mirada ligeramente distraída en el 
pasado. No, a ellos lo que les interesa, a decir verdad, es sumergirse en la 
música de nocturna esencia de ella, y poder captar de esta forma, quizás, un 
poco de la fragancia seductora y melancólica que emana de su suave y 
vibrante piel. 
 
28 
 
 
Luis, por su parte, es un hombre casado (con la bella Hanna, amante 
empedernida del océano), pero ello no le ha impedido durante ya casi tres años 
estar allí cada jueves en la noche. Jueves en los cuales él decide seguir las 
manías de su corazón que tanto lo insta a escuchar aquella gélida música y a 
desear el húmedo murmullo de los labios que la cantan. Los labios de una 
mujer que canta de una forma singular, por cierto. De hecho, ella es una mujer 
que canta de forma encantadora, mientras bosqueja ausencias y traza ciertos 
dolorespara un público que la escucha en un ambiente entre sensualista y 
decadente. 
 
Ese jueves en la noche, sin embargo, además de su encuentro con el extraño 
tipo del gabán, a Luis le pasó en aquel bar un suceso sumamente 
extraordinario para él. La mujer que siempre ha cantado cada jueves en aquel 
bar al que Luis va sin falta, terminó su presentación un poco más de temprano 
que de costumbre y se aproximó a él, muy a su sorpresa, para agradecerle con 
toda su alma… Sí, para agradecerle con toda su alma a aquel hombre que 
desde hace muchos años va allí para escucharla camuflado entre las sombras 
de aquel bar. Para agradecerle por regalarle de nuevo su presencia. Él y ella 
pidieron una copa de licor para cada uno y hablaron de los sueños que nunca 
fueron, y de las alegrías y los amores que siempre pesarán en el corazón. Ella 
le dijo a él que hace muchos años atrás ellos fueron novios. Le dijo que ambos 
cantaban juntos en aquel bar y que estaban muy enamorados hasta que a él se 
le ocurrió desaparecer un buen día como si nada. Él le dijo entonces a ella, que 
afirma ya estar casada, que lo confunde. Le dijo que en el mundo puede haber 
muchas personas iguales, de una forma tal, que ni el mejor gemelo podría 
29 
 
 
imitar. Al menos eso dijo Luis en esos instantes, como por decir cualquier cosa. 
 
Finalmente, luego de hablar un poco, ellos dos se despidieron. Ella le preguntó 
entonces a él, con un brillo incandescente en su mirada, si pensaba volver 
como cada jueves en la noche. Él le dijo a ella que eso no podría asegurarlo, y 
antes de irse, ella lo besó tiernamente en los labios con un ligero roce de 
cariño. 
 
Ellos nunca volverán a hablar. Pero mientras Luis pueda seguir escuchando la 
singular música de ella, aquel dulce beso que viene del pasado, será eterno 
para él. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
30 
 
 
 
Cinco 
 
Ahí están: sentados sobre su cama matrimonial y con un lúgubre y tétrico 
semblante de preocupación en sus rostros. Yo, que conozco los sentimientos 
de ambos, sé que sufren indescriptiblemente. Sufren porque ambos quisieran 
volver a recuperar sus respectivos pasados, pero tampoco se arriesgarían, así 
como así, a dejar a su único hijo sin padres en caso de que conocer sus 
pasados significara para ellos la muerte. 
 
Esa noche, ni Luis ni la hermosa Hanna pudieron conciliar el sueño. Es más, 
durante varias semanas ellos no pudieron dormir bien. Hasta que un buen día, 
antes de que Luis saliera al trabajo, él se detuvo justo al frente de la puerta 
principal de su casa. Llamó a Rosita, la empleada doméstica que él contrató 
para aquellos alegres y eufóricos días en los cuales nació su hijo, y le dijo que 
por favor le trajera los papeles que estaban sobre su escritorio. Hanna, que 
tenía turno para ir a trabajar hasta unas horas más tarde, al escuchar aquella 
orden que Luis le dio a su empleada, y aun a sabiendas para qué era, no quiso 
hacer nada. Simplemente se quedó sentada en una de las sillas del comedor 
principal. Simplemente, no quiso evitar la tragedia que su marido podría traer 
sobre su familia. 
 
Él, por su parte, al recibir de manos de su empleada doméstica los papeles que 
estaban sobre su escritorio, buscó rápidamente la tarjeta que le dejó el tipo 
aquel que se presentó un jueves en la noche vistiendo un gabán. En ese 
31 
 
 
momento, Luis sintió una voz profunda y misteriosa que llamaba quedamente a 
su alma, un tiempo que era propicio para la verdad, una ola fresca que lo 
ahogaba dentro de sí mismo, un cielo vanidoso que concentraba su ávida 
mirada en la seducción de un incierto mar. Pero sobre todo, lo que más sintió 
Luis, fueron las oscilaciones breves y profundas de la vida, las oscilaciones de 
la existencia, de las pasiones que se amarran de cuando en cuando a las 
sonrisas, y todas las pasiones de aquellas partes del cuerpo en donde sueña el 
alma. 
 
Una reunión, el hombre que le contestó al otro lado del teléfono los citó, a él y a 
Hanna, a una reunión en un tren. 
 
Si yo pudiera, le diría a Luis y a Hanna, o a Andreu y a Susana, o como quiera 
que se llamen ellos, que no siempre las que parecen ser las mejores 
soluciones son el mejor remedio, es decir, que no vayan. Que no vayan por 
nada del mundo a AUHF para cumplir con aquella reunión y pasar a hacer 
parte de aquella extraña y sombría organización. 
 
 
 
 
 
 
 
 
32 
 
 
 
Seis 
 
—¿Quiénes son exactamente ustedes y qué quieren de nosotros? —preguntó 
Luis un tanto alterado mientras su esposa mantenía una de sus dulces y 
suaves manos sobre su pierna derecha (de la pierna derecha de Luis), y 
mientras aquel tren en el que iban se comía uno a uno, con gran voracidad, los 
tramos del camino. 
 
—Ya se lo dije el otro día, señor Romero, ¿o prefiere que le diga Andreu? 
Bueno, el nombre suyo es lo de menos, ¿verdad? En cualquier caso, le repetiré 
que yo pertenezco a una organización que pretende asesinar al culpable de 
arrebatarles la vida y su pasado a varias personas a lo largo y ancho del 
mundo. 
 
—Y dice usted, que dicho culpable es Dios. 
 
—Nada más y nada menos. 
 
—Eso suena un tanto absurdo. 
 
—Qué tan absurdo, señor Romero. Tan absurdo como que usted y su esposa 
hayan despertado un buen día sin memoria de nada en un tren. Tan absurdo 
como que ustedes dos sean vigilados la mayor parte del tiempo por quién sabe 
quiénes. O tan absurdo como que ustedes dos, para ponerles un ejemplo más, 
33 
 
 
que de seguro no les gustará ni un poco, hayan sido hermanos de sangre en su 
vida anterior. 
 
—¿¡¡Qué!!? ¿¡¡Hermanos!!? ¿¡¡Nosotros dos!!? —exclamó Luis 
verdaderamente conmocionado y mientras su esposa, tan o más aterrada que 
él, lo abrazaba con suma preocupación. 
 
—No se preocupe, señor Romero. No estoy afirmando que ustedes dos sean 
hermanos. Es más, de hecho no lo son, pero hay está justamente el asunto: 
¿cómo pueden hacer ustedes para saber que lo que yo les digo es verdad? 
 
—No lo sé —respondió Luis—, díganoslo usted. 
 
—Nosotros tenemos una sacerdotisa, es decir, en la organización de la cual 
hago parte, la cual les podría ayudar sin ningún problema a recuperar sus 
recuerdos pasados. Eso, claro está, si así lo desean ustedes. 
 
—Eso primero tendríamos que pensarlo con cuidado —afirmó Luis—. Lo que 
por el momento quisiera saber, si se puede, es cómo piensan ustedes, o mejor 
dicho, la organización de la cual usted hace parte, asesinar a Dios. 
 
—Eso, mi querido señor Romero, se lo diré cuando usted y su esposa acepten 
formar parte de nuestra organización. 
 
—Pero no sabemos nada acerca de dicha organización. Es más, ni siquiera 
34 
 
 
sabemos su nombre, mi estimado amigo. 
 
—Como ya le he dicho, su nombre, o los nombres de las cosas, son lo de 
menos, aunque si eso lo hace sentir más tranquilo, amigo mío, mi nombre es 
Diógenes, Diógenes Copegui. 
 
 
 
Esa noche, las distintas inconsistencias del tiempo hicieron mella en el alma de 
un apasionado amante de la música y de una empedernida admiradora del 
océano. Esa noche, clara, aunque de estrellas adormecidas, Luis y Hanna se 
pusieron a pensar qué tan importantes podrían ser los recuerdos para una 
persona. A punto estuvo alguna brisa de susurrarles algún secreto al oído, 
algún secreto que los pudiera serenar un poco, pero no lo hizo. Más bien 
aquella brisa se quedó escuchando sus pensamientos. Porque ellos pensaban 
en mil cosas distintas, pero de vez en cuando en algo concreto: en los 
recuerdos. Ellos pensaban en los recuerdos y los asemejaban a los distintos 
paisajes que se pueden apreciar desde un tren en movimiento. En un tren en 
movimiento, los paisajes van quedando atrás uno tras otro, pero la mente 
humana es lo suficientemente rápida como para retener algo de ellos. De esa 
forma, si alguien pregunta, uno puede decir que vio un paisaje con tales 
características, y si el paisaje era totalmente desconocidopara nosotros, puede 
que el cerebro haya actuado mucho más rápido para grabarse todas las 
características posibles de dicho paisaje. 
 
35 
 
 
Claro, para ellos dos, puede que los recuerdos sean como los paisajes que se 
ven de formas fugaz. Eso explicaría en gran parte por qué durante sus dos 
primeros años juntos, Luis y Hanna se dedicaron a viajar de un lado para otro 
sin más dirección que la que les proporcionara el instinto. 
 
Sí, yo lo sé: los recuerdos son para ellos dos como un paisaje. Ahora bien, qué 
pasa cuando cada día estamos inmersos en un mismo paisaje y empapados 
hasta el último recodo del alma de lo que dicho paisaje significa para las 
distintas personas. Qué pasa cuando un paisaje, luego de hacerse sumamente 
familiar, se convierte en un silencio imperceptible. Qué pasa cuando un paisaje 
pierde todos los envites de su presencia y pasa a configurar de costa a costa 
todo lo que significa nuestra rutina. 
 
Al menos para Luis Romero y Hanna Lissette la respuesta estaba muy clara: 
 
En esas condiciones, las palpitaciones del alma se van apagando poco a poco 
y nuestro ser pierde uno de los más grandes tesoros que nos distinguen como 
seres humanos. Dicho tesoro, es ese curioso e invaluable don que todos 
tenemos en mayor o menor medida, para preguntarnos quiénes somos 
nosotros mismos. 
 
¿En qué mirada andarán subvertidos los recuerdos? ¿En cuántas pieles unos 
dedos lujuriosos han trazado la silueta de nuestro ser? ¿Cuántas veces han 
hecho aquellos dedos lujuriosos aquel pecaminoso y delicioso acto, y bajo el 
efecto de qué licores? 
36 
 
 
 
¡Oh, queridos recuerdos! Dinos, ¿cuántas pupilas han visto evaporarse la 
realidad sobre un dulce pétalo de luz? 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
37 
 
 
 
Siete 
 
Luego de varios días con un insumiso avispero en la cabeza, con la semilla de 
la duda, la inquietud y la ansiedad en sus corazones, tras haber cavilado sobre 
esto y lo otro, y tras haberse dado cuenta de que Diógenes Copegui sabía ser 
muy pero muy persuasivo, Luis y Hanna terminaron aceptando el trato, y un 
buen día se unieron a AUHF, la misteriosa organización que pretendía asesinar 
a Dios. 
 
Lo primero que Luis hizo una vez se vio a sí mismo parte de la organización, y 
una vez fue invitado a una reunión secreta en un lugar de reuniones secreto, 
fue preguntar contra quién o quiénes tendría que luchar, y cómo podría ayudar 
a asesinar a Dios. Ah, y qué significaban esas siglas de AUHF. 
 
—Mira, Orestes. 
 
—¿Orestes? —preguntó Luis. 
 
—Sí, Orestes, ese es tu nombre clave. 
 
—¿Cómo? No que no le veían ninguna importancia a los nombres. 
 
—Ninguna importancia esencial, amigo mío, pero resulta que nos encontramos 
viviendo en un mundo concreto y material. 
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—En ese caso, ¿cuál es el nombre clave de mi esposa? 
 
—Artemisa. 
 
—Me gusta, aunque el mío no sé… Creo que preferiría un Chopin, o un Strauss 
o un Linszt. Algo que tenga que ver con la música practicada como un excelso 
y perenne arte. 
 
—Bueno, eso es lo que hay —contestó Diógenes—. Ahora, acerca de qué 
significan nuestras siglas AUHF, significan: El astrolabio del último horizonte 
florecido. Acerca de quiénes serán nuestros enemigos, muy sencillo, en primer 
lugar, Dios, y en segundo lugar, todos los ángeles que conforman su hueste 
celestial. 
 
—¿Eso significa que nosotros somos ángeles caídos o algo así? —preguntó 
Luis. 
 
—No, eso solo significa que nosotros pelamos contra Dios. 
 
—Bueno, y por qué quieren ustedes asesinar a Dios. 
 
—La respuesta a aquella pregunta también es muy sencilla. Él nos quitó 
nuestros pasados y nuestras vidas anteriores y nos dejó un buen día en un tren 
o en un avión o en una casa abandonada o en algún otro lugar, con una nota 
39 
 
 
que contenía una prueba para nosotros, y otra más que contenía una amenaza 
para que no nos aventuráramos a investigarnos a nosotros mismos. En este 
lugar, por tanto, somos muchos los que en otra vida teníamos amigos, familia o 
amantes que ya no podemos ver porque nos encontramos bajo amenaza de 
muerte. 
 
—De ahí que quieran asesinar a Dios y a sus ángeles, pero ¿cómo piensan 
hacer eso? 
 
—Hemos descubierto un método. Escucha bien, en este mundo hay muchos 
objetos en los que las personas han concentrado una atención excesiva o 
mucha energía vital a través de sus obsesiones o sus ideas o sus deseos, de 
una forma tal, que dichos objetos llegan a represar el alma de las energías que 
se ponen en ellos. Para ponerte un ejemplo, nosotros hemos llegado a asesinar 
a muchos ángeles destruyendo las imágenes que los representan. Imágenes 
que tienen plasmadas en ellas, toda la energía de lo que dichos Ángeles 
representan. El problema, como ya te puedes estar imaginando, es que no 
todos los ángeles tienen pinturas o imágenes sobre la tierra, y hay unos 
cuantos que tienen miles de imágenes de todo tipo en el mundo, y para 
deshacernos de ellos habría que eliminar primero todas esas imágenes o por lo 
menos las más importantes. Una tarea que a veces se convierte en una labor 
titánica, por no decir que imposible. 
 
—No puedo creer lo que me están diciendo. Están ustedes seguros de esa 
teoría. 
40 
 
 
 
—Mira, Orestes, por qué crees que algunas religiones milenarias como el 
judaísmo impiden dentro de sus principales mandamientos todas las 
representaciones del Dios creador. 
 
—No lo sé. 
 
—Muy fácil, para que no hayan imágenes que contengan la energía simbólica 
de lo que Dios representa. 
 
—Bueno, suponiendo que esa teoría sea cierta, hoy en día hay muchas 
imágenes de Dios, y sería imposible destruirlas todas para matar su alma. 
 
—Sí, es cierto, y aun destruyendo todas las imágenes que existen hoy en día 
de Dios, aun quedarían todas las biblias y demás libros sagrados del mundo. 
 
—¿Entonces? 
 
—No te preocupes, la AUHF, ha descubierto un punto neurálgico que contiene 
gran parte del alma de Dios, y estamos seguros que destruyendo dicho punto 
estaríamos asesinando gran parte de su alma. 
 
—¿Qué punto es ese? 
 
—Su representación simbólica más importante. 
41 
 
 
 
—No logro dar. ¿Cuál es? 
 
—La imagen más importante que Dios tiene sobre el mundo. Aquella que se 
encuentra en la capilla Sixtina desde el Cinquicento italiano. Es decir, aquella 
famosa representación de Dios que un buen día se le ocurrió diseñar a Miguel 
Ángel Buonarroti. Sí, a aquel pintor que se le ocurrió incluso que todas las 
imágenes de santos de su gran obra fueran desnudos, eso, con el fin de dar 
pistas acerca del carácter sacrílego de su obra, puesto que en la edad media la 
Iglesia Católica no permitía que hubieran desnudos en las obras de arte. 
 
—Ya veo, esa es una teoría sin duda muy interesante. Aunque todavía tengo 
algunas cuantas dudas: ¿cómo piensan destruir ustedes esa imagen? Y ¿cómo 
van a hacer para que mi esposa y yo recuperemos todos nuestros recuerdos? 
 
—Sobre cómo destruiremos aquella imagen de Dios, eso ya te lo diremos en su 
debido momento. Acerca de cómo recuperarán ustedes sus recuerdos, déjame 
recordarte, antes que nada, que la otra vez te hablé de una sacerdotisa un 
tanto especial que está de nuestro lado. ¿Sabes?, urge que ustedes dos se 
vean con ella cuanto antes. 
 
Dentro de poco, el desenfrenado blues de los recuerdos se vestirá con el 
atuendo de los impulsos más irreprimibles y grávidos de la carne. Un cúmulo 
insospechado de anhelos incendiarios, se sublimarán entonces entre aquellos 
primeros y sublimes cantos que se entonan en la primavera de la piel y entre 
42 
 
 
los distintos perfumes que se encuentran en los umbrales del delirio. Y así, 
entre la sintaxis detenida de un tiempo etéreo y la corriente huracanada de mil 
deseos de líquida intensidad, un amante de los sonidos del alma y de la música 
en general, y una empedernida amante del océano y de sus fugitivos einvisibles destellos, encontrarán en una extraña casa a una sacerdotisa, a una 
musa, a una sibila que les devolverá sus recuerdos. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
43 
 
 
 
Ocho 
 
Si él quiere encontrar todos sus recuerdos pasados, primero tiene que tomar 
aquella llave que abre una puerta arropada por múltiples delirios y distintas 
capas de sueños de entrega y arrojo. Luego debe cruzar aquella puerta y entrar 
a una casa completamente llena de espejos alucinados, una casa en donde se 
presiente la silenciosa balada de la luna y un singular réquiem de ánimas que 
se cuela entre la magística almibarada de los ojos y los avasalladores 
torbellinos del ser. Una casa inundada con el agua de un frío y apático lago, en 
donde el aire invita a todos sus huéspedes a que lo pinten con esa sed de 
espacio que tiene la luz, o con el color de una lágrima que mientras cae se 
mantiene al margen del tiempo, o con la melodía de un horizonte que se 
expresa en la certeza de un fulgente beso. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
44 
 
 
 
Nueve 
 
Él y ella son dos amantes que persiguen los místicos secretos de las esporas 
del encanto. Él, es un mágico artífice de murmullos, y ella, por su parte, una 
hacedora de la pasión y una hábil prestidigitadora de la sensualidad. 
 
Ambos se han amado ya durante un buen par de años con unas caricias que 
han empapado sus cuerpos de vida; una caricias que han serpenteado mil 
delirios pasionales distintos, y que han clavado su mirada pulsante en todas y 
cada una de las esquinas de la desnudez. El de ellos es un amor que les ha 
dejado un pequeño hijo llamado Vicente. 
 
Pero ahora ellos persiguen una experiencia nueva. Y además de ello, quieren 
recuperar sus recuerdos pasados. Por ello, bajo una luna virginal, el tiempo que 
gira en torno a las flores les ha susurrado acerca de la existencia de una musa 
que hace mucho mucho tiempo atrás fue asesinada por un par de amantes 
como ellos. No, permítannos corregirnos, una musa no, más exactamente una 
sacerdotisa o una Sibila de sexualidad abarcadora. Una sacerdotisa que bien 
puede revivir siempre y cuando dos amantes se propongan resquebrajar las 
soledades más dulces y las ternuras más amargas de los días inconcretos, 
para llegar así a los últimos resquicios de la pasión. 
 
Claro, no será tan fácil revivir a aquella musa. No será nada fácil, puesto que 
aquellos dos amantes, antes que nada, deberán encontrar su cuerpo fallecido. 
45 
 
 
Para ello, para encontrar dicho cuerpo, ellos tienen que seguir las pistas que 
les ha dado una organización que pretende matar a Dios, y cuyos integrantes 
se hacen llamar a sí mismos: El astrolabio del último horizonte florecido. Dichas 
pistas, por cierto, hablan de una luna roja y de los diferentes latidos que le 
pertenecen a los sueños. 
 
Luego, cuando ambos ya sepan dónde se encuentra aquella casa en la que 
reposa el cuerpo libidinoso e imperecedero de aquella Sibila de sexualidad 
abarcadora cruelmente asesinada, ellos deberán tomar un camino en el que 
cada noche suelen caer cientos de pétalos azul turquesa. Pétalos que se 
arremolinan sin ton ni son por todo el entorno de aquel místico camino. 
 
 
 
Ahora bien, esta historia prosigue de la siguiente forma: aquellos dos amantes 
de los que hemos estado hablando, llegan a aquella portentosa y mística casa 
que se encuentra demasiado cerca de un lago. Lo suficientemente cerca, por 
cierto, como para que toda la primera planta de dicha casa se encuentre 
inundada con las herméticas y silenciosamente auscultadoras aguas de dicho 
lago. 
 
Luego, cuando aquellos dos amantes hallan, en uno de los cuartos de la 
segunda planta de aquella portentosa y mística casa en la que se encuentran, 
el delicioso y apetecible cuerpo sin vida de la Sibila de sexualidad abarcadora, 
ellos dos caen en la cuenta de que deberán llevar a cabo un clásico y antiguo 
46 
 
 
ritual de vida. Ellos deberán hacer el amor de una forma intensa y lujuriosa 
para revivir a aquella sacerdotisa que un oscuro y nebuloso día fue asesinada 
por dos amantes que se dejaron guiar por la brújula desorientada de sus celos. 
 
Sí, aquel clásico y antiguo ritual de vida que es hacer el amor, ambos amantes 
deberán llevarlo a cabo, aun sin importar el intenso frío, y en las herméticas y 
silenciosamente auscultadoras aguas de aquel lago que ha invadido la primera 
planta de aquella portentosa y mística casa a la que tan brevemente nos 
hemos referido. 
 
Cuando ya se haya cumplido con diligencia y sin ninguna premura aquella 
tarea, tan parecida a la acción de beber del sexo de la luna, será la mágica 
fertilidad de la ternura y los arrebatos provocados por los distintos espasmos de 
placer, los que, al fin de cuentas, revivan a aquella sacerdotisa cruelmente 
asesinada. 
 
Ya después a aquellos dos amantes no les quedará más que disfrutar de las 
mieles de la piel de aquella Sibila de sexualidad abarcadora, allí, en aquella 
casa, ante los distintos brillos de la piel de un gélido lago, o en cualquier otra 
mística y seductora parte del mundo. Los tres harán el amor entonces con una 
dedicación sublime, y si no se interponen unos celos de carácter destructivo. 
Eso, mientras que él va recordando poco a poco por qué es tan buen amante 
de los sonidos del alma y de la música en general, y ella del océano y de sus 
fugitivos e invisibles destellos. 
 
47 
 
 
Y puede que si aquellos dos amantes, asombrados por las distintas facultades 
que brinda la pasión más pura, se deciden preguntarle un día de estos a su 
hermosa y sensual sibila por qué razón les brinda ella tantos dones y tantos 
recuerdos pasados a cambio de unos amores intensos y ocasionales, ella, muy 
seguramente, les contestará lo siguiente: 
 
—Aquellos amores que ustedes llaman “ocasionales”, no son nada 
ocasionales, puesto que si hay algo que en verdad deba quedar claro, es una 
sola y sencilla cosa: debe quedar claro que entre los sensuales aromas de una 
eternidad intravenosa, una bella musa inasible o una mística sacerdotisa 
siempre compartirá sus más místicos secretos, y siempre será enormemente 
fiel, siempre y cuando los amantes, y todos los que reciban algo de inspiración 
de ella, también sean fieles con ella y le compartan sus más íntimos y 
apasionados secretos. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
48 
 
 
 
Diez 
 
Susana le contó a Luis acerca de la casa junto al mar en la que ella vivía 
cuando niña y también acerca de su padre, ese hombre al que ella tanto 
admiraba y quería. 
 
Andreu, por su parte, le contó a Hanna acerca de aquel bar en el que él 
trabajaba como músico y acerca de lo bien que se las arreglaba para hacer que 
mil y un sentimientos de distinto calibre navegaran entre mil y un distintas 
sonatas de distinta envergadura. 
 
—¿Sabes, amada mía, lo que dicen acerca de esa pequeña e incierta gota de 
agua de un desconocido río? —le preguntó Luis a su esposa al verla tan 
acongojada y tan preocupada por haber perdido de golpe su infancia. 
 
—No, Luis, ¿qué es lo que dicen? 
 
—Que aquella gota no anhelaba ser parte de aquel desconocido río. No, ella 
quería formar parte del mar y vivir en él y entre sus muros de líquida eternidad. 
¿Sabes, mi amor, qué gota era esa? 
 
—No. No lo sé. 
 
—Era una gota traviesa, puesto que no era de ese tipo de gotas de agua que 
49 
 
 
se va con la corriente de su río y se deja arrastrar en ella, sino la que se 
adhiere suavemente a tu piel y se va contigo luego de que has entrado a aquel 
río para bañarte. 
 
—¿Eso quiere decir? 
 
—Sí, querida. Si quieres volver a tu poblado natal, yo no me opondré. Ya 
sabes, yo ya te lo dije cuando nos conocimos en aquel tren: yo sería capaz de 
acompañarte hasta el último y más profundo de los infinitos. 
 
 
 
Una semana estuvieron Hanna Lissette y su esposo Luis visitando el poblado 
natal de una pequeña niña llamada Susanaque cierto día desapareció entre 
las aguas del mar, y que durante muchos años estuvo viviendo en un incierto y 
nebuloso limbo fuera de toda ubicación geográfica y de toda línea de 
temporalidad. Durante esa semana, Hanna visitó a muchos de sus conocidos 
de otra vida, sin decirle a ninguno de ellos que ella había sido la pequeña niña 
de nombre Susana que desapareció en aquellas regiones años atrás. Ella le 
pidió a su esposo que por favor preguntara por Rodrigo Buenaventura (su 
padre), y él accedió con gusto. Sí, accedió, aunque las informaciones que él 
obtuvo luego de preguntar por dicho hombre, diciendo que era un viejo amigo 
de aquel hombre, no fueron del todo tranquilizadoras para Hanna Lissette y su 
acongojado y nostálgico corazón. Para poner un ejemplo, una de las vecinas 
chismosas que en vida había tenido Rodrigo Buenaventura, dijo que él se 
50 
 
 
había suicidado mucho tiempo después de haber violado y asesinado a su 
pequeña y linda hija de ojos rubicundos y relucientes. Al escucharla decir 
aquello, Hanna se lanzó sobre ella y la tomó del cabello, y de no ser porque 
Luis la logró separar de aquella vieja chismosa, muy seguramente ella le 
hubiera arrancado el cabello de raíz. 
 
Acerca de la casa del finado Rodrigo, dicha construcción aún continuaba en pie 
junto a los vertiginosos cambios de ánimo del océano, aunque, eso sí, en 
cualquier momento aquella deshabitada vivienda, tan llena de recuerdos y 
pesares, podría venirse abajo. Hanna estuvo hurgando en ella durante días, y 
sin que a ningún vecino le importara, hasta que por fin encontró aquello que ni 
ella sabía a ciencia cierta que estaba buscando. Se trataba de una nota escrita 
por su padre. Una escueta nota que decía: “Hija, si estás leyendo esto, eso 
significa que ya has regresado de tu largo cautiverio y que yo me ido al otro 
mundo. Sí, siempre sospeché que volverías. Es más, siempre he estado 
totalmente seguro de ello. Por eso quiero que sepas que te amo más que a 
nada. Quiero que sepas que eso también me hace querer decirte que no te 
vayas a preocupar por mí, o por lo que diga la gente sobre mí. Hija, cuando aún 
nos queda mucho tiempo por vivir y muchas cosas por hacer, ese tiempo es 
mucho más importante que todo el tiempo pasado”. 
 
Esa última noche en su tierra natal, Susana decidió dejar atrás todas sus 
nostalgias y junto a su amado entró al océano que hace mucho tiempo atrás la 
devoró y la hizo desaparecer, para cabalgar allí a un amor desenfrenado entre 
la olas. Ambos se amaron entonces entre caricias de pálpitos intemporales y 
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entre el suave vaivén de las olas del mar. Él la cabalgó a ella y ella, entretanto, 
sintió que no solo la embestía su amado esposo sino cientos y cientos de olas 
de pasionales y extasiadas armonías. El sexo de Luis era como un sublime pez 
dentro del mágico océano interior de la hermosa Hanna Lissette. Los besos de 
ellos dos, llevaban contenidas todas las brisas que no osaban entrar al mar. Sí, 
ellos sabían a la perfección cómo se cabalga al amor entre las olas. 
 
Al otro día, mientras esperaban a que fueran las dos de la tarde para tomar el 
avión que los regresaría a la ciudad en la cual habían formado una familia y en 
la cual Luis había tenido una vida anterior de músico y cantante, y mientras 
esperaban en un café a que les trajeran un sencillo pedido para desayunar, una 
bella y sensual mujer de cabello color bermellón, sumamente corto, y con ojos 
de un azul abarcador y abismal, se sentó en la mesa de ellos como si nada. 
 
—Hola, mi estimados amigos. ¿Cómo los trata la brisa de este lugar y las olas 
del mar? 
 
—Muy bien, gracias. Pero quién es usted —dijo Hanna. 
 
—Soy una de esas extrañas enviadas que vienen a decir que las cicatrices del 
horizonte residen en nuestras propias miradas. Una de esas enviadas que 
vienen a revelar los kármicos escritos de un cielo tormentoso. 
 
—Es usted de la AUHF —preguntó Luis. 
 
52 
 
 
—No, no, no, no. Yo, a decir verdad, vendría siendo del bando opuesto. Eso 
quiere decir, mis estimados amigos, que soy un ángel de Dios. Mi nombre, en 
este mundo, es Belina. 
 
—Y ¿qué quiere de nosotros? 
 
—Informarles. Informarles que en el cielo ya sabemos que ustedes han 
encontrado esa brecha indeterminada que existe entre un recuerdo y otro. 
 
—Ah, ya veo. Ya saben que hemos recuperado nuestro pasado vilmente 
hurtado. 
 
—Sí, así es. Algo que, si bien recuerdan, está prohibido bajo pena de muerte. 
Pero no se preocupen, que yo también vengo a informarles algunas cuantas 
cosas más. 
 
—¿Qué cosas? 
 
—Bueno, observen este periódico. 
 
Hanna y Luis observaron una noticia que hablaba sobre un fallido atentado 
terrorista en Ciudad del Vaticano. Se trataba, sin duda alguna, del atentado que 
iba dirigido contra la capilla Sixtina. 
 
 
53 
 
 
 
Once 
 
Tanto Luis como su esposa salieron a toda marcha de aquel restaurante hacia 
su casa. Pero cuando llegaron allí, encontraron a su empleada doméstica 
hecha un verdadero mar de lágrimas y sufrimiento. Ella, es decir, la empleada 
doméstica, les contó que una mujer con la misma descripción de la Sibila de 
sexualidad abarcadora que hacía unos cuantos días les había devuelto sus 
recuerdos, había llegado muy bien armada horas atrás y se había llevado 
consigo, por la fuerza, claro está, y luego de revolcar toda la casa, a Vicente, 
es decir, al pequeño hijo de Luis y Hanna. 
 
Ahora, si ellos dos querían volver a ver a su hijo, había dejado dicho la sibila, 
ellos tenían que llevar consigo, a la portentosa y mística casa junto al lago, la 
pintura aquella que apareció junto a ellos cuando se conocieron en aquel tren 
que viajaba trepidante hacia el infinito. También se les dejó dicho que si 
avisaban a la policía, la sibila le suministraría a las autoridades competentes, 
toda la información necesaria como para implicarlos a ellos dos con los 
terroristas que pretendían hacer volar la capilla Sixtina, es decir, con la 
organización de El astrolabio del último horizonte florecido. 
 
Luego de que Luis y su bella esposa con aura de embravecidas e impetuosas 
olas, tomaran aquella obra arte en la cual aparece un pequeño barco que anda 
sobre unas aguas de agitados ensueños con una orquesta sinfónica en su 
popa, ellos se dirigieron a toda prisa a la singular y mística residencia de la 
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sibila que devuelve los recuerdos. (La obra, por cierto, se encontraba en una 
caja fuerte muy bien incrustada en uno de los muros de la casa del matrimonio 
Romero). 
 
Cuando Luis y su esposa Hanna llegaron a la casa junto al lago, tras haber 
cruzado el camino de los pétalos azul turquesa, encontraron a Diógenes 
Copegui y a una hermosa mujer (no tan hermosa como Hanna, por supuesto), 
junto al cuerpo esplendoroso y deseable de la Sibila de sexualidad abarcadora. 
 
Diógenes tenía una pistola. Nada más fue saludar a los recién llegados, para 
con ella apuntarle a Luis y a su hermosa esposa amante de las olas y sus 
ondeantes y enfebrecidos lenguajes. 
 
La mujer que lo acompañaba a él, es decir, a Diógenes, se dirigió hasta donde 
estaba el matrimonio Romero y tomó la pintura que ellos traían. 
 
Fue entonces cuando Diógenes, sumido en una siniestra penumbra con visos 
de muerte que se puede palpar, y se puede besar, tomó la palabra: 
 
—Esta pintura, queridos amigos, contiene la vida de ustedes. No sé si se 
habían dado cuenta de ello. Ahora bien, déjenme decirles que con la ayuda de 
esta sacerdotisa, puedo extraer dicha vida para pasarla rápidamente a mi 
amada y a mí. Veo, por la expresión que tienen, que no me entienden muy 
bien, pues déjenme que me explique con más detalle. Mi esposa y yo tenemos 
cerca de nueve siglos de edad. Una edad que hemos alcanzado tomando la 
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nervadura de la vida que se encuentra en estas pinturas que Dios y sus 
ángeles han dejado por doquier. 
 
Marianne, es decir, la esposa de Diógenes,se acercó a la hechicera y 
comenzó a besarla. Los miasmas de las primeras seducciones cósmicas 
cubrían el cuerpo desnudo y libidinoso de la sibila. Una extraña y orgásmica 
infusión, por su parte, salía despedida a borbotones por aquella piel tan 
conocida por el matrimonio Romero. 
 
—Es hora de que mueran —dijo Diógenes de un momento a otro mientras su 
esposa y la sibila se amaban sin ningún pudor y como si estuvieran totalmente 
solas. 
 
Las balas salieron despedidas con una furia de titánicas proporciones, desde la 
pistola que llevaba Diógenes, rumbo a los cuerpos de Luis y su esposa Hanna. 
 
Vicente, el pequeño hijo de ambos, que se encontraba allí, miraba impertérrito. 
Miraba cómo las balas desaparecían de un instante a otro y eran consumidas 
por la Nada. Sí, las balas desaparecían como si no hubiesen sido disparadas 
en ningún momento. 
 
Fue entonces cuando comenzó a sonar aquel violín. Se trataba de Belinda. 
 
Ella tocó el violín durante unos cuantos segundos. Luego, al acabar su 
arrobador y fugaz acto musical, dijo: 
56 
 
 
 
—He venido por orden de quien suele organizar las estrellas para indicar la 
dirección que deben tener los sueños. He venido por orden de quien posee el 
andamiaje de todos los recuerdos humanos, de la misma forma en la cual ha 
sido el responsable de la creación de todos y cada uno de los tramos del ayer, 
del hoy y del mañana. 
 
—Sí, ya sabía yo que podrías aparecer por esta casa —aseguró Diógenes, con 
suma tranquilidad. 
 
Luego, él extrajo de su chaqueta un pequeño portarretratos con la imagen de 
una santa muy parecida a Belinda. Un portarretratos que él estrelló 
súbitamente contra el suelo valiéndose para ello de toda su fuerza. 
 
Y fue entonces como si alguien retirara uno de los cimientos del destino, el cual 
comenzó luego a desmoronarse en forma desbocada. La luna, que no dejó de 
espiar en ningún momento todo lo que allí sucedía, comenzó a temblar 
mientras su piel y sus nervios se erizaban del susto. Se erizaban, porque todo 
a su alrededor, hasta las fibras mismas de la realidad, se desplomaban 
vertiginosamente. 
 
Belinda cayó al lago. Había muerto. El violín que ella llevaba, por su parte, 
también se precipitó hacia aquellas frías e insondables aguas. 
 
Luis, a toda marcha, subió las escaleras de la casa y se dirigió hacia donde 
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estaba Diógenes. Todo sucedió casi que durante un parpadeo. Luis pretendió 
acercarse a Diógenes. Él no le dio tiempo y le disparó. La pistola, por fortuna, 
ya no tenía balas. Ambos forcejearon. Y mientras forcejeaban tumbaron 
algunos cuantos candelabros con algunas velas que se hallaban alrededor del 
lecho en el cual Marianne y la Sibila de sexualidad abarcadora se amaban sin 
más ni más. 
 
Hanna también subió las escaleras. Cuando todos se dieron cuenta, un fuego 
inclemente y devorador se había apoderado de casi toda la casa. 
 
No hay escapatoria. El humo incluso ya entrado a los pulmones de todos los 
que se hallan allí, y en cuestión de minutos los hará expirar sus últimos 
alientos. La noche se va tornando cada vez más y más lacrimosa y sombría. 
 
 
 
Mientras se va quemando aquella casa y todos los que allí se encuentran van 
dejando este mundo, Luis y Hanna se van dando cuenta de que ellos debieron 
morir hace mucho. Sí, ellos debieron morir hace mucho, pero alguien en alguna 
parte les dio una nueva oportunidad. Ahora ellos ya deben morir, ya no hay 
remedio, pero no quieren que el mismo destino que les espera a ellos, toque 
por el momento a su querido hijo Vicente. No, él no puede morir, aún es muy 
niño para ello. ¿Qué pueden hacer entonces sus padres? ¿Rezar? Pues, por 
raro que parezca en dos personas que pertenecían a una organización que 
pretendía asesinar a Dios, así lo hacen. Rezan. Rezan con fervor para que 
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Dios salve a su querido hijo, aun sin importar lo que suceda con ellos. Luego de 
unos segundos, aparece una pintura con un pequeño niño y una mujer que lo 
lleva de la mano. El niño de la pintura, aunque no se parece mucho, es Vicente, 
y la mujer, la empleada doméstica de Luis y Hanna. Es entonces cuando ellos 
se dan cuenta de que no era necesario rezar para que Dios o quién quiera que 
fuera el responsable de las desapariciones de personas, y la aparición de 
misteriosas y místicas pinturas, salvara a su hijo. No era necesario puesto que 
en sus planes, a todas luces, figuraba el salvarlo. Aunque para ello, eso sí, 
deba quitarle la memoria, y quitarle la memoria a la empleada doméstica de 
Luis y Hanna, y de paso curar a dicha empleada de una grave enfermedad que 
se la hubiese podido hacer dejar este mundo en pocos meses. 
 
Lo que sigue ahora, es muy fácil de adivinar para Luis y su esposa Hanna 
Lissette. Él los hará aparecer ambos (al niño y a la mujer), quién sabe si en 
algún tren o en algún otro medio de transporte, y les hará creer que son madre 
e hijo. Algo que ni la mejor prueba de ADN podría desmentir luego. 
 
Tras haber tenido aquella certeza, la certeza de que su hijo no morirá, Luis y 
Hanna, o más bien, Andreu y Susana, se abrazaron entre las llamas que los 
consumían y se besaron mientras caían en la cuenta de que los últimos años 
de vida, no fueron más que un regalo de la providencia sobre otro regalo. Se 
dieron cuenta de que ellos no son los dueños de las pinturas del universo, de 
que no son dueños, ni siquiera, de sus propios espejismos. 
 
Se abrazaron y se besaron con un beso infinito en aquella casa con un 
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pequeño retazo de lago en su interior y algunos cuantos espejos desnudos que 
reflejan los sentimientos del aire. Aquella casa que arde en fuego. Una casa 
que se hunde en las pupilas de ellos. Unas pupilas con las más exultantes 
pulsiones de la eternidad del amor. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Epílogo: 
 
"Cuando una pintura tiene los mismos bocetos de un sueño y los mismos 
horizontes que sirven de vestimenta a las almas, se puede, sin duda alguna, 
celebrar la vida en ella", así llamaría yo, sin lugar a dudas, al epilogo con el que 
termina esta historia. Esta historia que termina de la siguiente forma: 
 
Se cuenta que un pequeño niño y su madre aparecieron en una ribera junto a 
una pintura en la cual aparecían ellos dos. Se cuenta que a ambos los 
iluminaba la luz de una estrella. Sí, la luz de una estrella que suele despertar 
en el agua invisible en la que flotan perennemente todas las inquietudes de la 
existencia. 
 
Aquella pintura que ellos llevaban, por cierto, era como un poema, un poema 
que alberga todo lo que sabemos del alma, porque posee unos matices muy 
peculiares y desapercibidos que hablan de materias improbables y reflejos 
absolutos. Esa, era una pintura que bien podría dar acceso total a la zona más 
restringida de la memoria. Una pintura que parece no conocer límite alguno de 
colores, y en donde parece flotar lívidamente la brisa que agita a las flores para 
hacerlas coquetas, y en donde también pareciera que se pueden anudar todas 
las estrellas del firmamento. 
 
Desde el más allá, sea lo que sea eso, Luis y Hanna, o Andreu y Susana, 
enamorados de las caricias del firmamento y de la verdadera belleza de las 
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emociones infinitas, serán como dos ángeles. Dos ángeles que le recordarán 
siempre a su hijo, en este mundo, que nunca se tienen solo los sueños, porque 
cuando se tiene los sueños, es porque también se tiene la vida. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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