Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
1 2 AL FONDO DE LAS PUPILAS DEL TIEMPO INFINITO Miguel Ángel Guerrero Ramos 3 © del texto: Miguel Ángel Guerrero Ramos © de esta edición: La Lluvia de una Noche Mail del autor: migue-guerrero_@hotmail.com Código Safe Creative: 1304234990847 Diseño de portada: La Lluvia de una Noche Foto de portada: Pixel Anarchy (Pixabay) 1ª Edición: abril de 2013 mailto:migue-guerrero_@hotmail.com 4 …mis letras vivirán respirando el aire de tu existencia en la retina del tiempo infinito que acompaña mi alma en su viaje eterno de generación en generación. Gonzalo España, La canción de la flor 5 AL FONDO DE LAS PUPILAS DEL TIEMPO INFINITO Uno Que la primavera es la madre tierna de las más bellas flores y que cada estrella posee su propia estela de calor, eran verdades que la pequeña Susana intuía, de alguna u otra forma, en su pequeño y acomedido corazón. Hoy por hoy, nadie sabe a ciencia cierta cómo fue que ella desapareció. Algunos vecinos de aquella región costera, tan rica en arrecifes y horizontes soñadores, donde aquella pequeña niña de ojos rubicundos y relucientes y de cabello rizado y azabache, vivía, han llegado a comentar alguna que otra cosa para explicarse qué fue lo que en realidad sucedió con ella. Han llegado a decir, por ejemplo, y siempre en un tono de “fíjate lo que se dice por ahí”, que el señor Rodrigo Buenaventura, es decir, el padre de aquella niña que rebosaba ternura por cada uno de los poros y las fibras de su ser, la vendió cierto día a un traficante de personas; un traficante de esos que suelen buscar nuevas y suntuosas mercancías en ultramar. También han dicho, siempre en aquel tono de “fíjate lo que se dice por ahí”, que él, es decir, el padre de la linda niña, abusaba sexualmente de ella durante el gélido despertar de la mañana, en las horas calurosas y aletargadas de la tarde y bajo las inciertas y brumosas misticidades que se suceden una tras otra bajo las estrellas. Que cierta noche, 6 ante la mirada expectante y aterrada de una luna plateada, a él se le fue la mano, tanto en la violación como en la golpiza que le daba a su pequeña, y la terminó matando de un momento a otro. Se dice que luego, él procedió a enterrarla a ella en alguna parte de la playa, bajo el dulce ulular de algunas cuantas brisas que querían convertirse en el ropaje de la luna y el vuelo incesante de algunas cuantas gaviotas enamoradas del mar. Claro, sólo Rodrigo Buenaventura podría darnos alguna pista, más o menos acertada, sobre qué fue lo que en realidad sucedió aquella nefasta y nebulosa tarde en la que Susana desapareció como por arte del más espeluznante acto de magia. Una pista que nos ayude a indagar sobre cómo se desarrollaron los hechos. Unos hechos, por cierto, y sin duda alguna, nebulosos y cubiertos con la seminal e insospechada esencia de lo misterioso. Ese día, el cielo estaba todo tupido de lluvia y parecía que se burlara del mismo paso del tiempo. Cuando Rodrigo llegó de trabajar como de costumbre, encontró sobre la mesa principal de su casa una nota donde la pequeña Susana daba razones de su paradero. Ese era un acto común en ella. A veces la pequeña Susana le dejaba notas a su papá que decían “He ido a comprar algo de pan al pueblo”, o “He ido a dibujar en la arena de la playa”. Sin embargo, la fatídica nota que en ese momento Rodrigo tenía entre sus manos, decía, simple y llanamente: “Papá, he ido a seguir la voz del horizonte”. En ese instante Rodrigo salió a buscar a su querida niña, a la única compañía que él tenía en casa, puesto que su esposa, es decir, la madre de Susana, 7 había muerto hacía ya unos cuantos años. Sí, él salió a buscar a su pequeña bajo una lluvia arrítmica que empapaba sus pensamientos y humedecía los hilos de su corazón, cuando a la distancia, la vio, a ella, justo cuando una ola furtiva se la llevaba tras su fuerte chocar en la playa y su posterior retroceder hacia el océano. Una ola de agresiva fuerza que solo dejó una bruma de tamaño imponderable en el desahuciado y acongojado corazón de Rodrigo. Desde entonces, no ha pasado una sola tarde sin que Rodrigo se pare frente al mar para escuchar el ulular del viento, con su mirada taciturna y apesadumbrada, y con la única certeza de que los sueños de su pequeña estarán surcando para siempre el fondo del océano. Sí, surcando el fondo del océano de la misma forma en la cual las gaviotas lo sobrevuelan a diario mientras pasean por un cielo abierto a una esperanza sin límites ni colores, y con una belleza incesante y perenne que por alguna extraña razón suele esconder cierto cariz de inocencia. Pocos años después de la desaparición de Susana, don Rodrigo Buenaventura falleció. Si alguien lo hubiera conocido muy bien hubiera dicho que de pena moral. Y cuando por fin pasaron catorce años desde la misteriosa y absurda desaparición de aquella niña de aquel pueblo costero tan rico en arrecifes, y de muchos encuentros fortuitos e inesperados con la ausencia por parte del destino, ella apareció con más de veinte años de edad en un tren, con un traje rojo y sin saber o tener la más remota idea de quién era exactamente. 8 Dos Sus ojos se estaban abriendo lentamente. Dentro de sí mismo, parecía como si el tiempo se hubiera extraviado en algún oscuro y brumoso abismo y estuviera regresando poco a poco como el hijo bueno que regresa a casa. La luz amielada del día, por su parte, lo inundó a él de sopetón, y de un momento a otro con su luminosidad. Los sonidos de la gente y del ambiente en general, en cambio, fueron llegando a sus oídos en forma de pequeños y sostenidos murmullos. Luego, tras unos cuantos segundos de consciencia, en los que él o ella hubiera podido escuchar el sonido de la brisa entre los pétalos de las flores que en otoño caen al suelo, suponiendo que él, o ella, hubiera querido y hubiera estado en el lugar indicado para ello, fue cuando apareció la primera certeza: él o ella, o quien quiera que fuera, se encontraba viajando en un tren. De eso no había ninguna duda. Al lado de él —o ella— se encontraba una ventana por la que se veía correr un paisaje lleno de árboles con verdes y tupidas vestimentas. Por otra parte, el vehículo en el cual viajaba, hacía un sonido leve, propio de un tren, y muy parecido al del rugido de un modesto y rumoroso río. “¿Quién soy? ¿Quién carajos soy?”, fue lo primero que él se preguntó tras descubrir que era un hombre, un hombre que por alguna u otra razón viajaba en un tren. En ese momento, las enervantes aguas de su ser se arremolinaron vertiginosamente dentro de sí mismo con una fuerza impetuosa y avasalladora. “¿Quién soy?, ¿quién soy?”, se preguntaba él una y otra y otra vez, como 9 queriendo que los latidos de su corazón se volvieran lo suficientemente fuertes y desesperados como para que le revelaran su verdadera identidad. Ahora bien, no sabemos si pasaron dos o tres minutos después de aquello, o quizás más, lo único cierto es que tras haber llorado un poco en forma silenciosa, él, es decir, el hombre que hacía poco había despertado en un tren sin memoria alguna acerca de sí mismo, retiró sus manos de la cara, en donde se las había llevado hacía poco en un gesto de angustia, y en ese instante, sobre una mesita que se encontraba justo al frente de él, una hoja de papel con algo escrito en ella, llamó poderosamente su atención. Él la tomó y comenzó a leerla, sin saber que al hacer eso, un temor de límites insospechados invadiría cada una de las fibras y los nervios de su cuerpo. Y no era para menos. Aquella hoja era una nota para él. Una nota cuyas líneas le decían lo siguiente mientras besaban loscontornos de alguna desconocida complejidad: Quizás te estés preguntando, querido amigo, quién eres, por qué no recuerdas nada sobre ti y por qué te encuentras viajando solo en un tren. ¿Sabes?, lo único cierto que te podemos decir es que nunca obtendrás una respuesta a ninguna de estas preguntas, si antes no cumples con una serie de pasos que te indicaremos a continuación: Lo primero que debes hacer es continuar viajando en el tren. Si bajas de él, o le comentas la situación en la que te encuentras a alguien, 10 pidiéndole ayuda para buscar de alguna forma tu identidad, lo que de por sí te aviso que será en vano, una persona que te está vigilando discreta y sigilosamente te disparará en ese mismo instante, así que, de ser tú, yo lo pensaría dos veces en caso de que quieras salir de este juego. Ahora, lo siguiente que debes hacer, es buscar a una mujer muy atractiva que tiene un traje de color rojo, de una sola pieza y bastante ajustado al cuerpo. Una mujer a la que deberás llevar al vagón número tres de este tren antes de las tres de la tarde. Por cierto, te adelanto que sólo si le cuentas a ella las maravillas del paisaje que recorre este ilustre tren en el que te encuentras, podrás convencerla a ella de que te acompañe. Por último, te advierto que si no quieres perder tu vida de una vez, lo que tienes que hacer ahora mismo es quemar esta hoja utilizando para ello la llama de una vela que se encuentra muy cerca de ti. Mucha suerte. Valiéndose de la fuerza que provenía de su centro vital, para darse ánimos e infundirse esperanza, aquel hombre sin memoria de sí mismo se levantó de la silla en la que estaba sentado, y salió al pasillo de ese vagón del tren en el que él, sin saber por qué, viajaba. Un hombre de corbata, sombrero y traje formal pasaba en ese momento por allí, es decir, por aquel pasillo, por lo que nuestro amigo sin memoria aprovechó para pedirle la hora. “Las dos y treinta de la tarde”, respondió aquel hombre de traje formal que casualmente pasaba por allí. Y fue entonces cuando unas pequeñas gotas de sudor perlado, producto de los nervios, comenzaron a atravesar la frente de nuestro amigo sin memoria. 11 Él comenzó a buscar entonces, en forma afanosa, a la mujer atractiva del traje rojo. En esas, él se topó de frente con un espejo y pudo apreciar en él el reflejo de un hombre joven, muy elegante y apuesto que debería de rondar los treinta años. Aquella imagen de sí mismo no le disgusto sino que, al contrario, le agradó bastante. Luego de ello, es decir, de haberse contemplado en aquel espejo, él siguió buscando a la mujer del traje rojo dirigiéndose al último vagón del tren. Dos y cuarenta y dos de la tarde, nuestro amigo sin memoria había llegado al último vagón del tren sin encontrar a la mujer que tenía que encontrar, lo que significaba que ella, es decir, que la atractiva y hermosa mujer del traje rojo, se encontraba en uno de los primeros tres vagones del tren en los cuales, por cierto, él aún no había buscado. Para colmo de males, él estaba en el vagón número ocho del tren, de modo que tuvo que pegar una carrera para dirigirse lo antes posible a los vagones tres y dos. En el vagón número tres ella tampoco estaba y todo parecía irse a pique hacia el más oscuro de los limbos, porque ¿qué tal que ella, que la mujer del traje rojo, hubiera estado en el vagón número cinco o seis, y que en el momento de nuestro amigo pasar por allí ella hubiese estado, por ejemplo, en el baño? ¿Qué hacer o cómo actuar ante un desafortunado suceso como aquel? Sí, si no hubiese sido porque en el vagón número dos nuestro amigo, gracias a un favorable efecto del destino, o de la providencia o de quién sabe qué, encontró de repente a la mujer que buscaba tan afanosamente, y la cual, cabe 12 decirlo, se veía muy hermosa mientras leía un periódico, todo se hubiese ido, en efecto, al más oscuro de los limbos. Ahora, como ella, es decir, la hermosa mujer del traje rojo, viajaba sola, nuestro amigo sin memoria se sentó frente a ella y la saludó como si nada, mientras trataba de ocultar todos sus nervios y toda su ansiedad. La adrenalina que recorría todo su ser a borbotones ayudó a que él agudizara cada uno de sus sentidos. Al fin y al cabo su vida dependía de que todo saliera bien. —¿Tienes horas? —le preguntó él a ella luego de un largo minuto de silencio en el que estuvo pensando qué decir. —Las dos y cincuenta de la tarde —contestó ella. “Es ahora o nunca. No hay tiempo para ir más lento”, pensó él, nuestro querido amigo sin memoria. —¿Sabes qué es lo que más me gusta de hacer este hermoso trayecto en un tren tan fabuloso como este? —¿Qué es? —se interesó ella, por fortuna, mientras retiraba su vista del periódico que leía. —Ese espléndido y maravilloso paisaje que podemos ver correr a través de estos cristales… ¿Sabes?, hay cosas que solo se pueden ver a esta velocidad; 13 como esa tranquilidad perenne con la que los árboles, las flores rebosantes de perfume, esas montañas pensativas que no nos quieren revelar sus pensamientos y todo el césped van quedando atrás. —¿Dices que también el césped? —Bueno… Lo que en realidad quiero decir, ya que te ves interesada en este tema, es que ir a esta velocidad es como si uno fuera en parte como la brisa. —¿Cómo la brisa? —Sí, claro. Porque solo la brisa conoce los verdes y floridos ademanes de los bosques, ya que ella los recorre cada día, ¿sabes? Es más, yo creo que todos los anhelos que ella lleva se desnudan en la hermosa e inigualable naturaleza. Sí, de veras, la brisa se desnuda y se reconoce en ella. Y en todas y en cada una de las palpitaciones de la vida natural. La mujer del traje rojo se asomó por una de las ventanas del tren y contempló el paisaje. Al cabo de unos segundos, sus ojos se anegaron con una exótica mezcla entre dulzura, belleza y vida. —Ven, acompáñame —le pidió entonces, súbitamente, nuestro amigo sin memoria a la mujer del traje rojo. Él no demostró ninguna emoción ni ninguna duda al momento de hacer aquella 14 petición, de la misma forma en la cual ella tampoco demostró nada cuando se levantó de la silla en la que estaba sentada para acompañarlo a él. Dos y cincuenta y siete de la tarde, tanto la mujer del traje rojo como nuestro amigo sin memoria llegaron al vagón número tres, en donde uno de los empleados del tren les dijo que les tenía reservada una pequeña y cómoda estancia para ellos dos. Ni la mujer del traje rojo ni nuestro amigo sin memoria preguntaron nada. Simplemente entraron y tras un incierto rato de silencio, en el que ambos parecieron examinarse el uno al otro mientras esperaban a que algo sucediera, o quizás, mientras él y ella se dedicaban a reconocer el espíritu del otro, él se acercó a ella y ella a él y luego de ello se besaron. Luego vinieron las caricias, con las cuales ellos arrastraron pequeños tramos de eternidad. Y así, poco a poco el amor y la pasión se fueron afianzando en aquel pequeño cuarto del tren. Él le juró entonces a ella un amor intenso y ella le correspondió a él con una sonrisa y un abrazo de entrega, de absoluta y plácida entrega. Al cabo de cierto tiempo, tras muchos minutos de dulzura y arrojo en la piel del otro, él le confesó a ella que había despertado en aquel tren sin memoria alguna de sí mismo, y sin más indicaciones de nada que la de encontrarla a ella y llevarla hasta allí. Ella, a su vez, le confesó a él que ella también había despertado allí, es decir, en aquel tren, sin memoria y junto a una hoja en la que se le recomendaba, si quería vivir, como que hiciera, hasta las tres de la tarde, que leía un periódico. También se le decía que esperara a un hombre de traje al que debería acompañar, únicamente, si él le hablaba del paisaje que se 15 veía afueradel tren de una forma absolutamente bella y poética. —No puedo creerlo —susurró él—. Todo esto es verdaderamente extraño. Pero lo más extraño de todo, es que yo siento como si te conociera desde siempre. —Lo mismo me pasa a mí —dijo ella, poco antes de que un empleado llamara a la puerta de aquella estancia en la que ambos se encontraban desnudos, para entregarles una nota. Una nota que nuestro amigo sin memoria leyó en voz alta y que, evaporándose entre las circunvoluciones del todo y de la nada, decía lo siguiente: Me permito informarles que aunque ustedes dos no se conocían con anterioridad, sus almas ya se habían amado intensamente en los más profundos socavones del infinito en múltiples oportunidades. Ustedes no lo saben, pero, en gran parte, han sido las manías de sus corazones las que los han traído a este tren que parece que viaja desbocadamente hacia aquel sublime infinito que les he mencionado. Ahora, lo que les quiero decir es que si ustedes quieren bien pueden recuperar todos sus recuerdos, para ello solo tendrían que bajarse en la siguiente parada del tren, aunque lamento mucho decirles, queridos amigos, que si toman esa opción me veré obligado a enviar a alguien a arrebatarles su vida. Pero no todo es tan lúgubre y oscuro. Hay otra opción. Bajo una de las sillas de esta estancia se encuentra una suma bastante considerable de 16 dinero y algunos documentos provisionales con unas identidades falsas que les podrían servir en un futuro. Si deciden tomar esta opción y seguir juntos y con vida, lo único que tendrían que hacer es seguir en el tren hasta la última parada. No es más, queridos amigos. Mucha suerte. —¿Qué dices? —le preguntó él a ella cuando acabó de leer aquella nota. Ella volteó a mirar entonces el paisaje exterior que se podía ver a través de una de las ventanas del tren y dijo: —Yo digo que es muy bonito y romántico observar un paisaje como ese desde un tren que viaja hacia el infinito. —Sí, tienes razón —dijo nuestro amigo sin memoria luego de un corto y silencioso rato de meditación, y mientras esbozaba una rútila sonrisa. El infinito, por su parte, parecía estarse convirtiendo en esa arrobadora aura que surge de las más profundas y abismadas ansias de querer ahogarse en una piel. —Yo creo —continuó él— que sólo puedo saber quién soy en realidad, si estoy ahora y siempre junto a ti. Es decir, si siempre tengo la oportunidad de adivinarme a mí mismo sobre tu piel cuando así lo necesite. —Yo digo lo mismo —aseguró ella poco antes de iniciar un juego de amor cuya 17 pasión sería incalculable, tan incalculable como el infinito. 18 Tres Aquel restaurante lo tenía todo: un mar medianamente agitado y una deliciosa música de fondo. Ella, una amante empedernida del océano y de sus fugitivos e invisibles destellos —por alguna razón que aquella hermosa chica nunca ha logrado comprender a ciencia cierta—, y él, un amante de los sonidos del alma y de la música en general, siempre habían tenido, desde que se conocieron un buen día en un tren que viajaba trepidante hacia el infinito, el sueño de compartir unos amores de fantasía en el baño de un restaurante como aquel. Un restaurante, por cierto, con su aire totalmente inundado con la acariciante y sobrecogedora música de unos excelsos violines. Un restaurante que quedaba justo al frente de un océano, un océano de olas inquietas que gritaban en una cálida playa los amores de una luna que a cada nada suele enamorarse de cuanta pasión se cruza bajo su escrutadora mirada. A los pocos segundos de que él le alzara la falda y le bajara las bragas, ella comenzó a gemir de placer casi que con todo lo que le daban sus pulmones. Los excelsos violines del restaurante no habían dejado de sonar, aun así, los gemidos de placer de ella eran mucho más fuertes que la inspiradora música con la que dichos instrumentos musicales pretendían desafiar la mística antiquísima de las olas y hacer llorar de felicidad a la luna. Él y ella seguían el dulce camino de la enajenación compartida. Entretanto, el dueño del 19 restaurante y uno de los guardias de seguridad de aquel lugar, al ver la cara de espanto moral de los clientes, se dirigieron a hacia aquel baño en el que él y ella hacían el amor, y llamaron a la puerta con gran fiereza. Pero la puerta no se abrió. Y no se iba a abrir por el momento. No se iba a abrir porque, como ya se ha dicho, uno de los más grandes sueños de ellos era ese: compartir unos amores desenfrenados en un restaurante como aquel. Los suspiros de aquel ardiente hombre buscaban a toda costa los pezones de ella, los pezones de su amada. El dueño del lugar, al otro lado de la puerta de aquel baño, amenazaba a grito tendido con llamar a la policía si aquel grotesco acto no se detenía de una vez. Pero él y ella, envueltos en su marmórea pasión, no escuchaban nada más que no fueran las palpitaciones de sus almas y ese perenne juego de las exploraciones corpóreas que llevaban a cabo. Y así, sintiendo el enrarecimiento de lo eterno y la mimesis de sus pieles con el amor de su ser, él le dijo a ella: —Llueve luz de luna sobre la noche y sobre tu piel. —Eso es —dijo ella— porque la noche oscila sobre la dulzura de las estrellas y de nuestros labios. —¿Sabes, querida mía, qué veo al fondo de tus ojos? —¿Qué? 20 —Un tiempo infinito. Cuando él y ella salieron de aquel baño, arreglándose sus ropas a las carreras, y con un aire alrededor de ellos que seguía la mística pasión de los violines que no habían dejado de sonar, el dueño del restaurante y los pocos clientes que aún quedaban, los observaron con su mejor mirada reprobatoria. “Cuánto debemos”, preguntó, refiriéndose a la cuenta, aquel ardiente enamorado que hasta hacía unos cuantos segundos, había hecho gemir a su bella amada como una posesa en aquel fino restaurante junto al mar. “Nada”, contestó el dueño del lugar. “Pero eso sí”, agregó luego, “váyanse de una vez, y para una próxima, por lo que más quieran, busquen un motel”. Él y ella salieron entonces de aquel restaurante más enamorados que nunca y riendo a carcajadas a causa del regaño y la intensa experiencia que acababan de pasar. Él estaba feliz porque las caricias de su amada y la música de los violines del restaurante se habían metido por las fibras de su piel. Ella, por las brisas oceánicas que sentía a su alrededor, y por saber que la magnificencia de las olas y el amor de su enamorado estaban allí para ella. Luego de pasar horas y horas sentados frente al mar, y regalándose besos en los que toda la energía del cuerpo se concentraba únicamente en los labios, ellos decidieron volver al hotel en el que estaban hospedados. 21 Él y ella no lo supieron. No supieron que entre los discurrires de la espuma de las olas y la vendabilidad que trae consigo la pasión de la noche, una sombra sumamente misteriosa y conspicua los seguía de cerca. Me gustaría advertirles. Advertirles que una sombra los vigila y analiza cada uno de sus actos. Hacía ya casi dos años desde que ellos se conocieron en un tren, en un tren en el cual ellos estaban sin memoria alguna de sí mismos. Casi dos años, desde que decidieron permanecer juntos para siempre. Dos años desde que decidieron amarse mientras viajaban por todo el mundo. Sí, dos años de un amor sólido y errante en los cuales ellos dos han estado conociendo horizontes y culturas y cruzando cuanta frontera se cruza en su camino. Dos años en los cuales ellos han cambiado sus nombres en múltiples oportunidades y en los cuales han tenido múltiples oficios y trabajos, a pesar de que en el tren en el cual se conocieron había mucho dinero para ellos. No, ellos no han dejado de viajar, y susnombres se los han cambiado varias veces, en principio, para despistar a aquellas extrañas y desconocidas personas que un buen día los pusieron en un tren y les asignaron una curiosa tarea a cada uno para que ellos se pudieran conocer. Ellos han atravesado mares, selvas y desiertos. Han respirado ligeros aires insulares, han corrido a través de extensas y verdes praderas, han conocido toda clase de aves exóticas, han despertado bajo paradisiacos soles tropicales y han hecho el amor en varios rincones primorosos del planeta, por mencionar algunas cuantas de sus múltiples experiencias. 22 Han ido de aquí para allá y de allá para acá. Por esa misma razón, por cierto, es que ellos no han decidido tener un hijo. Claro, ellos no pueden darse ese lujo. No en esas condiciones en las cuales ellos deben huir de su pasado para poder amarse hasta el fin del mundo. Porque la advertencia de aquellas extrañas personas era muy clara: si ellos decidían recuperar sus recuerdos, alguien los mataría. Debido a ello, aquella hermosa y empedernida amante del océano y de sus fugitivos e invisibles destellos, y aquel apasionado amante de los sonidos del alma y de la música en general, no han dejado de viajar y, según ellos, de huir de su pasado. Pero en lo que ellos no han querido pensar, es que son sus viajes, precisamente, el único método que tienen sus enamoradas y confusas almas para tratar de encontrar sus respectivos pasados. Cuatro tiros. Sí, cuatro terribles y estridentes impactos de bala se escuchan desde la habitación de al lado. Alguien ha muerto, de eso no hay duda. La extraña sombra que los seguía y los vigilaba sigilosamente ha sido abaleada en uno de los cuartos de aquel campechano hotel. Que no quiera el destino, ni 23 en sus intransigentes secretos ni en los archivos que ha dejado ocultos en la brisa, que los próximos en morir sean ellos dos. Él y ella, pasado un buen lapso de tiempo, y al darse cuenta de que en recepción no quieren atender sus constantes llamadas, van hasta el cuarto de al lado. Allí encuentran a un hombre que ha sido asesinado a tiros, y junto a él, una nota que afirma que ha sido asesinado porque dicho sujeto los estaba siguiendo y vigilando muy de cerca desde hacía un buen tiempo. Él y ella salen entonces a toda marcha de aquel hotel para seguir viajando hasta el último confín del universo. Para viajar con la única compañía que ambos han tenido desde hace casi dos años cuando se conocieron, es decir, una pintura al óleo de un pequeño barco que anda sobre aguas impetuosas con una orquesta sinfónica en su popa. Una pintura que estaba en el vagón número tres de aquel tren en el cual ambos tuvieron su primera experiencia amorosa compartida —la primera de ella, incluso, en toda su vida. Reiteremos: la única meta de ellos es amarse y seguir viajando hasta el último horizonte. No obstante, lo que no sabe ella, es decir, aquella empedernida amante del océano y de sus fugitivos e invisibles destellos, y él, es decir, aquel amante de los sonidos del alma y de la música en general, es que dentro de ella está germinando la semilla de la vida y la esperanza. Sí, aquella joven, hermosa e inexperta mujer que en otro tiempo se llamó Susana y vivió junto a los misterios del mar, a raíz de su encuentro pasional 24 con su amado en aquel restaurante del cual los echaron, ha quedado embarazada. Su ser ya no va a poder seguir diciendo, tan despreocupadamente, que quiere hallar la voz del horizonte. 25 Cuatro La cosa va así: una empedernida amante del océano y de sus fugitivos e invisibles destellos, y un amante de los sonidos del alma y de la música en general, se han visto obligados a dejar de ser nómadas y a volverse sedentarios. Se han visto en la necesidad de establecer un hogar y una rutina para criar a su único hijo. Han pasado cuatro años y Vicente, es decir, el pequeño hijo de ellos de tres años de edad, se ha convertido, con sus ojos curiosos y sus sonrisas traviesas, en todo un mundo de cariño y alegría para sus padres. Pero hemos dicho que los padres de aquel alegre niño se han visto en la necesidad de establecer un hogar y una rutina, de esa forma, él se ha quedado con el nombre de Luis Alonso Romero y ella de Hanna Lissette Tovar. Y así, cierto jueves en la noche, cuando Luis volvía del trabajo, él se encontraba caminando por una solitaria alameda y bajo una sutil y menuda lluvia de vértigo sideral, cuando, de un momento a otro, lo llamó un hombre de gabán. “Hey, usted”, dijo aquel hombre de gabán que luego se acercó a Luis. —Sí, en qué puedo servirle —dijo Luis. —Escuche, amigo, yo también, al igual que usted, aparecí un buen día en un 26 sitio desconocido sin memoria de nada y con una nota que me ordenaba hacer algo. Puedo ver en tu cara la sorpresa, mi estimado amante de los sonidos del alma y de la música en general. Aquellas palabras te han dejado realmente estupefacto. Tanto que ni siquiera aciertas a decir nada. —No quiero confundirlo, amigo. Yo sé que este tema es muy difícil de tratar. Eso, sin contar que en cualquier momento nos podrían matar si nos salimos de las reglas. Lo único que le puedo decir, es que pertenezco a una organización que busca asesinar a quien nos quitó el pasado. —Y quién es… ¿quién es ese que, según usted, nos ha quitado el pasado? —¿Cómo?, ¿no lo sospecha? —No. —Dios, mi querido amigo. Nada más y nada menos que Dios. —Eso quiere decir, si entendí bien, que ustedes planean… QUE USTEDES PLANEAN ASESINAR A DIOS. —Sí, así es, pero le repito que este no es un tema nada fácil de tratar. Por eso, por el momento lo único que quiero es dejarle mi tarjeta, y la propuesta de que 27 pertenezca a nuestra organización. Si usted y su esposa deciden hacer parte de nosotros, sólo llámenos al número que le acabo de dejar. Luego de que aquel extraño sujeto de gabán se perdiera entre la oscuridad, Luis, en lugar de regresar a su casa, se dirigió a un viejo bar. Claro, era jueves en la noche, y como todos los jueves en la noche en el que los gatos salen a enamorar con sus ojos crepitantes a la infinitud, Luis Alonso Romero se dirigió, hambriento de noche, de música y nostalgia, a un céntrico bar de su ciudad. Un bar que él visita desde hace ya casi tres años para calmar el fuego incesante de su corazón con una pequeña dosis de triste y melancólica música. Una música que al bueno de Luis le permite respirar un poco de dulce y arrulladora nostalgia. Una música interpretada, por cierto, por la misma mujer de fina y apacible silueta que desde hace más de diez años canta allí, en aquel céntrico bar de la ciudad, para un público alicaído y marchito. Claro, a ellos, es decir, a las distintas personas que conforman el público que la ven cantar a ella, no les interesa que aquella mujer tenga su rostro cargado con un leve rastro de melancolía, ni que tenga su mirada ligeramente distraída en el pasado. No, a ellos lo que les interesa, a decir verdad, es sumergirse en la música de nocturna esencia de ella, y poder captar de esta forma, quizás, un poco de la fragancia seductora y melancólica que emana de su suave y vibrante piel. 28 Luis, por su parte, es un hombre casado (con la bella Hanna, amante empedernida del océano), pero ello no le ha impedido durante ya casi tres años estar allí cada jueves en la noche. Jueves en los cuales él decide seguir las manías de su corazón que tanto lo insta a escuchar aquella gélida música y a desear el húmedo murmullo de los labios que la cantan. Los labios de una mujer que canta de una forma singular, por cierto. De hecho, ella es una mujer que canta de forma encantadora, mientras bosqueja ausencias y traza ciertos dolorespara un público que la escucha en un ambiente entre sensualista y decadente. Ese jueves en la noche, sin embargo, además de su encuentro con el extraño tipo del gabán, a Luis le pasó en aquel bar un suceso sumamente extraordinario para él. La mujer que siempre ha cantado cada jueves en aquel bar al que Luis va sin falta, terminó su presentación un poco más de temprano que de costumbre y se aproximó a él, muy a su sorpresa, para agradecerle con toda su alma… Sí, para agradecerle con toda su alma a aquel hombre que desde hace muchos años va allí para escucharla camuflado entre las sombras de aquel bar. Para agradecerle por regalarle de nuevo su presencia. Él y ella pidieron una copa de licor para cada uno y hablaron de los sueños que nunca fueron, y de las alegrías y los amores que siempre pesarán en el corazón. Ella le dijo a él que hace muchos años atrás ellos fueron novios. Le dijo que ambos cantaban juntos en aquel bar y que estaban muy enamorados hasta que a él se le ocurrió desaparecer un buen día como si nada. Él le dijo entonces a ella, que afirma ya estar casada, que lo confunde. Le dijo que en el mundo puede haber muchas personas iguales, de una forma tal, que ni el mejor gemelo podría 29 imitar. Al menos eso dijo Luis en esos instantes, como por decir cualquier cosa. Finalmente, luego de hablar un poco, ellos dos se despidieron. Ella le preguntó entonces a él, con un brillo incandescente en su mirada, si pensaba volver como cada jueves en la noche. Él le dijo a ella que eso no podría asegurarlo, y antes de irse, ella lo besó tiernamente en los labios con un ligero roce de cariño. Ellos nunca volverán a hablar. Pero mientras Luis pueda seguir escuchando la singular música de ella, aquel dulce beso que viene del pasado, será eterno para él. 30 Cinco Ahí están: sentados sobre su cama matrimonial y con un lúgubre y tétrico semblante de preocupación en sus rostros. Yo, que conozco los sentimientos de ambos, sé que sufren indescriptiblemente. Sufren porque ambos quisieran volver a recuperar sus respectivos pasados, pero tampoco se arriesgarían, así como así, a dejar a su único hijo sin padres en caso de que conocer sus pasados significara para ellos la muerte. Esa noche, ni Luis ni la hermosa Hanna pudieron conciliar el sueño. Es más, durante varias semanas ellos no pudieron dormir bien. Hasta que un buen día, antes de que Luis saliera al trabajo, él se detuvo justo al frente de la puerta principal de su casa. Llamó a Rosita, la empleada doméstica que él contrató para aquellos alegres y eufóricos días en los cuales nació su hijo, y le dijo que por favor le trajera los papeles que estaban sobre su escritorio. Hanna, que tenía turno para ir a trabajar hasta unas horas más tarde, al escuchar aquella orden que Luis le dio a su empleada, y aun a sabiendas para qué era, no quiso hacer nada. Simplemente se quedó sentada en una de las sillas del comedor principal. Simplemente, no quiso evitar la tragedia que su marido podría traer sobre su familia. Él, por su parte, al recibir de manos de su empleada doméstica los papeles que estaban sobre su escritorio, buscó rápidamente la tarjeta que le dejó el tipo aquel que se presentó un jueves en la noche vistiendo un gabán. En ese 31 momento, Luis sintió una voz profunda y misteriosa que llamaba quedamente a su alma, un tiempo que era propicio para la verdad, una ola fresca que lo ahogaba dentro de sí mismo, un cielo vanidoso que concentraba su ávida mirada en la seducción de un incierto mar. Pero sobre todo, lo que más sintió Luis, fueron las oscilaciones breves y profundas de la vida, las oscilaciones de la existencia, de las pasiones que se amarran de cuando en cuando a las sonrisas, y todas las pasiones de aquellas partes del cuerpo en donde sueña el alma. Una reunión, el hombre que le contestó al otro lado del teléfono los citó, a él y a Hanna, a una reunión en un tren. Si yo pudiera, le diría a Luis y a Hanna, o a Andreu y a Susana, o como quiera que se llamen ellos, que no siempre las que parecen ser las mejores soluciones son el mejor remedio, es decir, que no vayan. Que no vayan por nada del mundo a AUHF para cumplir con aquella reunión y pasar a hacer parte de aquella extraña y sombría organización. 32 Seis —¿Quiénes son exactamente ustedes y qué quieren de nosotros? —preguntó Luis un tanto alterado mientras su esposa mantenía una de sus dulces y suaves manos sobre su pierna derecha (de la pierna derecha de Luis), y mientras aquel tren en el que iban se comía uno a uno, con gran voracidad, los tramos del camino. —Ya se lo dije el otro día, señor Romero, ¿o prefiere que le diga Andreu? Bueno, el nombre suyo es lo de menos, ¿verdad? En cualquier caso, le repetiré que yo pertenezco a una organización que pretende asesinar al culpable de arrebatarles la vida y su pasado a varias personas a lo largo y ancho del mundo. —Y dice usted, que dicho culpable es Dios. —Nada más y nada menos. —Eso suena un tanto absurdo. —Qué tan absurdo, señor Romero. Tan absurdo como que usted y su esposa hayan despertado un buen día sin memoria de nada en un tren. Tan absurdo como que ustedes dos sean vigilados la mayor parte del tiempo por quién sabe quiénes. O tan absurdo como que ustedes dos, para ponerles un ejemplo más, 33 que de seguro no les gustará ni un poco, hayan sido hermanos de sangre en su vida anterior. —¿¡¡Qué!!? ¿¡¡Hermanos!!? ¿¡¡Nosotros dos!!? —exclamó Luis verdaderamente conmocionado y mientras su esposa, tan o más aterrada que él, lo abrazaba con suma preocupación. —No se preocupe, señor Romero. No estoy afirmando que ustedes dos sean hermanos. Es más, de hecho no lo son, pero hay está justamente el asunto: ¿cómo pueden hacer ustedes para saber que lo que yo les digo es verdad? —No lo sé —respondió Luis—, díganoslo usted. —Nosotros tenemos una sacerdotisa, es decir, en la organización de la cual hago parte, la cual les podría ayudar sin ningún problema a recuperar sus recuerdos pasados. Eso, claro está, si así lo desean ustedes. —Eso primero tendríamos que pensarlo con cuidado —afirmó Luis—. Lo que por el momento quisiera saber, si se puede, es cómo piensan ustedes, o mejor dicho, la organización de la cual usted hace parte, asesinar a Dios. —Eso, mi querido señor Romero, se lo diré cuando usted y su esposa acepten formar parte de nuestra organización. —Pero no sabemos nada acerca de dicha organización. Es más, ni siquiera 34 sabemos su nombre, mi estimado amigo. —Como ya le he dicho, su nombre, o los nombres de las cosas, son lo de menos, aunque si eso lo hace sentir más tranquilo, amigo mío, mi nombre es Diógenes, Diógenes Copegui. Esa noche, las distintas inconsistencias del tiempo hicieron mella en el alma de un apasionado amante de la música y de una empedernida admiradora del océano. Esa noche, clara, aunque de estrellas adormecidas, Luis y Hanna se pusieron a pensar qué tan importantes podrían ser los recuerdos para una persona. A punto estuvo alguna brisa de susurrarles algún secreto al oído, algún secreto que los pudiera serenar un poco, pero no lo hizo. Más bien aquella brisa se quedó escuchando sus pensamientos. Porque ellos pensaban en mil cosas distintas, pero de vez en cuando en algo concreto: en los recuerdos. Ellos pensaban en los recuerdos y los asemejaban a los distintos paisajes que se pueden apreciar desde un tren en movimiento. En un tren en movimiento, los paisajes van quedando atrás uno tras otro, pero la mente humana es lo suficientemente rápida como para retener algo de ellos. De esa forma, si alguien pregunta, uno puede decir que vio un paisaje con tales características, y si el paisaje era totalmente desconocidopara nosotros, puede que el cerebro haya actuado mucho más rápido para grabarse todas las características posibles de dicho paisaje. 35 Claro, para ellos dos, puede que los recuerdos sean como los paisajes que se ven de formas fugaz. Eso explicaría en gran parte por qué durante sus dos primeros años juntos, Luis y Hanna se dedicaron a viajar de un lado para otro sin más dirección que la que les proporcionara el instinto. Sí, yo lo sé: los recuerdos son para ellos dos como un paisaje. Ahora bien, qué pasa cuando cada día estamos inmersos en un mismo paisaje y empapados hasta el último recodo del alma de lo que dicho paisaje significa para las distintas personas. Qué pasa cuando un paisaje, luego de hacerse sumamente familiar, se convierte en un silencio imperceptible. Qué pasa cuando un paisaje pierde todos los envites de su presencia y pasa a configurar de costa a costa todo lo que significa nuestra rutina. Al menos para Luis Romero y Hanna Lissette la respuesta estaba muy clara: En esas condiciones, las palpitaciones del alma se van apagando poco a poco y nuestro ser pierde uno de los más grandes tesoros que nos distinguen como seres humanos. Dicho tesoro, es ese curioso e invaluable don que todos tenemos en mayor o menor medida, para preguntarnos quiénes somos nosotros mismos. ¿En qué mirada andarán subvertidos los recuerdos? ¿En cuántas pieles unos dedos lujuriosos han trazado la silueta de nuestro ser? ¿Cuántas veces han hecho aquellos dedos lujuriosos aquel pecaminoso y delicioso acto, y bajo el efecto de qué licores? 36 ¡Oh, queridos recuerdos! Dinos, ¿cuántas pupilas han visto evaporarse la realidad sobre un dulce pétalo de luz? 37 Siete Luego de varios días con un insumiso avispero en la cabeza, con la semilla de la duda, la inquietud y la ansiedad en sus corazones, tras haber cavilado sobre esto y lo otro, y tras haberse dado cuenta de que Diógenes Copegui sabía ser muy pero muy persuasivo, Luis y Hanna terminaron aceptando el trato, y un buen día se unieron a AUHF, la misteriosa organización que pretendía asesinar a Dios. Lo primero que Luis hizo una vez se vio a sí mismo parte de la organización, y una vez fue invitado a una reunión secreta en un lugar de reuniones secreto, fue preguntar contra quién o quiénes tendría que luchar, y cómo podría ayudar a asesinar a Dios. Ah, y qué significaban esas siglas de AUHF. —Mira, Orestes. —¿Orestes? —preguntó Luis. —Sí, Orestes, ese es tu nombre clave. —¿Cómo? No que no le veían ninguna importancia a los nombres. —Ninguna importancia esencial, amigo mío, pero resulta que nos encontramos viviendo en un mundo concreto y material. 38 —En ese caso, ¿cuál es el nombre clave de mi esposa? —Artemisa. —Me gusta, aunque el mío no sé… Creo que preferiría un Chopin, o un Strauss o un Linszt. Algo que tenga que ver con la música practicada como un excelso y perenne arte. —Bueno, eso es lo que hay —contestó Diógenes—. Ahora, acerca de qué significan nuestras siglas AUHF, significan: El astrolabio del último horizonte florecido. Acerca de quiénes serán nuestros enemigos, muy sencillo, en primer lugar, Dios, y en segundo lugar, todos los ángeles que conforman su hueste celestial. —¿Eso significa que nosotros somos ángeles caídos o algo así? —preguntó Luis. —No, eso solo significa que nosotros pelamos contra Dios. —Bueno, y por qué quieren ustedes asesinar a Dios. —La respuesta a aquella pregunta también es muy sencilla. Él nos quitó nuestros pasados y nuestras vidas anteriores y nos dejó un buen día en un tren o en un avión o en una casa abandonada o en algún otro lugar, con una nota 39 que contenía una prueba para nosotros, y otra más que contenía una amenaza para que no nos aventuráramos a investigarnos a nosotros mismos. En este lugar, por tanto, somos muchos los que en otra vida teníamos amigos, familia o amantes que ya no podemos ver porque nos encontramos bajo amenaza de muerte. —De ahí que quieran asesinar a Dios y a sus ángeles, pero ¿cómo piensan hacer eso? —Hemos descubierto un método. Escucha bien, en este mundo hay muchos objetos en los que las personas han concentrado una atención excesiva o mucha energía vital a través de sus obsesiones o sus ideas o sus deseos, de una forma tal, que dichos objetos llegan a represar el alma de las energías que se ponen en ellos. Para ponerte un ejemplo, nosotros hemos llegado a asesinar a muchos ángeles destruyendo las imágenes que los representan. Imágenes que tienen plasmadas en ellas, toda la energía de lo que dichos Ángeles representan. El problema, como ya te puedes estar imaginando, es que no todos los ángeles tienen pinturas o imágenes sobre la tierra, y hay unos cuantos que tienen miles de imágenes de todo tipo en el mundo, y para deshacernos de ellos habría que eliminar primero todas esas imágenes o por lo menos las más importantes. Una tarea que a veces se convierte en una labor titánica, por no decir que imposible. —No puedo creer lo que me están diciendo. Están ustedes seguros de esa teoría. 40 —Mira, Orestes, por qué crees que algunas religiones milenarias como el judaísmo impiden dentro de sus principales mandamientos todas las representaciones del Dios creador. —No lo sé. —Muy fácil, para que no hayan imágenes que contengan la energía simbólica de lo que Dios representa. —Bueno, suponiendo que esa teoría sea cierta, hoy en día hay muchas imágenes de Dios, y sería imposible destruirlas todas para matar su alma. —Sí, es cierto, y aun destruyendo todas las imágenes que existen hoy en día de Dios, aun quedarían todas las biblias y demás libros sagrados del mundo. —¿Entonces? —No te preocupes, la AUHF, ha descubierto un punto neurálgico que contiene gran parte del alma de Dios, y estamos seguros que destruyendo dicho punto estaríamos asesinando gran parte de su alma. —¿Qué punto es ese? —Su representación simbólica más importante. 41 —No logro dar. ¿Cuál es? —La imagen más importante que Dios tiene sobre el mundo. Aquella que se encuentra en la capilla Sixtina desde el Cinquicento italiano. Es decir, aquella famosa representación de Dios que un buen día se le ocurrió diseñar a Miguel Ángel Buonarroti. Sí, a aquel pintor que se le ocurrió incluso que todas las imágenes de santos de su gran obra fueran desnudos, eso, con el fin de dar pistas acerca del carácter sacrílego de su obra, puesto que en la edad media la Iglesia Católica no permitía que hubieran desnudos en las obras de arte. —Ya veo, esa es una teoría sin duda muy interesante. Aunque todavía tengo algunas cuantas dudas: ¿cómo piensan destruir ustedes esa imagen? Y ¿cómo van a hacer para que mi esposa y yo recuperemos todos nuestros recuerdos? —Sobre cómo destruiremos aquella imagen de Dios, eso ya te lo diremos en su debido momento. Acerca de cómo recuperarán ustedes sus recuerdos, déjame recordarte, antes que nada, que la otra vez te hablé de una sacerdotisa un tanto especial que está de nuestro lado. ¿Sabes?, urge que ustedes dos se vean con ella cuanto antes. Dentro de poco, el desenfrenado blues de los recuerdos se vestirá con el atuendo de los impulsos más irreprimibles y grávidos de la carne. Un cúmulo insospechado de anhelos incendiarios, se sublimarán entonces entre aquellos primeros y sublimes cantos que se entonan en la primavera de la piel y entre 42 los distintos perfumes que se encuentran en los umbrales del delirio. Y así, entre la sintaxis detenida de un tiempo etéreo y la corriente huracanada de mil deseos de líquida intensidad, un amante de los sonidos del alma y de la música en general, y una empedernida amante del océano y de sus fugitivos einvisibles destellos, encontrarán en una extraña casa a una sacerdotisa, a una musa, a una sibila que les devolverá sus recuerdos. 43 Ocho Si él quiere encontrar todos sus recuerdos pasados, primero tiene que tomar aquella llave que abre una puerta arropada por múltiples delirios y distintas capas de sueños de entrega y arrojo. Luego debe cruzar aquella puerta y entrar a una casa completamente llena de espejos alucinados, una casa en donde se presiente la silenciosa balada de la luna y un singular réquiem de ánimas que se cuela entre la magística almibarada de los ojos y los avasalladores torbellinos del ser. Una casa inundada con el agua de un frío y apático lago, en donde el aire invita a todos sus huéspedes a que lo pinten con esa sed de espacio que tiene la luz, o con el color de una lágrima que mientras cae se mantiene al margen del tiempo, o con la melodía de un horizonte que se expresa en la certeza de un fulgente beso. 44 Nueve Él y ella son dos amantes que persiguen los místicos secretos de las esporas del encanto. Él, es un mágico artífice de murmullos, y ella, por su parte, una hacedora de la pasión y una hábil prestidigitadora de la sensualidad. Ambos se han amado ya durante un buen par de años con unas caricias que han empapado sus cuerpos de vida; una caricias que han serpenteado mil delirios pasionales distintos, y que han clavado su mirada pulsante en todas y cada una de las esquinas de la desnudez. El de ellos es un amor que les ha dejado un pequeño hijo llamado Vicente. Pero ahora ellos persiguen una experiencia nueva. Y además de ello, quieren recuperar sus recuerdos pasados. Por ello, bajo una luna virginal, el tiempo que gira en torno a las flores les ha susurrado acerca de la existencia de una musa que hace mucho mucho tiempo atrás fue asesinada por un par de amantes como ellos. No, permítannos corregirnos, una musa no, más exactamente una sacerdotisa o una Sibila de sexualidad abarcadora. Una sacerdotisa que bien puede revivir siempre y cuando dos amantes se propongan resquebrajar las soledades más dulces y las ternuras más amargas de los días inconcretos, para llegar así a los últimos resquicios de la pasión. Claro, no será tan fácil revivir a aquella musa. No será nada fácil, puesto que aquellos dos amantes, antes que nada, deberán encontrar su cuerpo fallecido. 45 Para ello, para encontrar dicho cuerpo, ellos tienen que seguir las pistas que les ha dado una organización que pretende matar a Dios, y cuyos integrantes se hacen llamar a sí mismos: El astrolabio del último horizonte florecido. Dichas pistas, por cierto, hablan de una luna roja y de los diferentes latidos que le pertenecen a los sueños. Luego, cuando ambos ya sepan dónde se encuentra aquella casa en la que reposa el cuerpo libidinoso e imperecedero de aquella Sibila de sexualidad abarcadora cruelmente asesinada, ellos deberán tomar un camino en el que cada noche suelen caer cientos de pétalos azul turquesa. Pétalos que se arremolinan sin ton ni son por todo el entorno de aquel místico camino. Ahora bien, esta historia prosigue de la siguiente forma: aquellos dos amantes de los que hemos estado hablando, llegan a aquella portentosa y mística casa que se encuentra demasiado cerca de un lago. Lo suficientemente cerca, por cierto, como para que toda la primera planta de dicha casa se encuentre inundada con las herméticas y silenciosamente auscultadoras aguas de dicho lago. Luego, cuando aquellos dos amantes hallan, en uno de los cuartos de la segunda planta de aquella portentosa y mística casa en la que se encuentran, el delicioso y apetecible cuerpo sin vida de la Sibila de sexualidad abarcadora, ellos dos caen en la cuenta de que deberán llevar a cabo un clásico y antiguo 46 ritual de vida. Ellos deberán hacer el amor de una forma intensa y lujuriosa para revivir a aquella sacerdotisa que un oscuro y nebuloso día fue asesinada por dos amantes que se dejaron guiar por la brújula desorientada de sus celos. Sí, aquel clásico y antiguo ritual de vida que es hacer el amor, ambos amantes deberán llevarlo a cabo, aun sin importar el intenso frío, y en las herméticas y silenciosamente auscultadoras aguas de aquel lago que ha invadido la primera planta de aquella portentosa y mística casa a la que tan brevemente nos hemos referido. Cuando ya se haya cumplido con diligencia y sin ninguna premura aquella tarea, tan parecida a la acción de beber del sexo de la luna, será la mágica fertilidad de la ternura y los arrebatos provocados por los distintos espasmos de placer, los que, al fin de cuentas, revivan a aquella sacerdotisa cruelmente asesinada. Ya después a aquellos dos amantes no les quedará más que disfrutar de las mieles de la piel de aquella Sibila de sexualidad abarcadora, allí, en aquella casa, ante los distintos brillos de la piel de un gélido lago, o en cualquier otra mística y seductora parte del mundo. Los tres harán el amor entonces con una dedicación sublime, y si no se interponen unos celos de carácter destructivo. Eso, mientras que él va recordando poco a poco por qué es tan buen amante de los sonidos del alma y de la música en general, y ella del océano y de sus fugitivos e invisibles destellos. 47 Y puede que si aquellos dos amantes, asombrados por las distintas facultades que brinda la pasión más pura, se deciden preguntarle un día de estos a su hermosa y sensual sibila por qué razón les brinda ella tantos dones y tantos recuerdos pasados a cambio de unos amores intensos y ocasionales, ella, muy seguramente, les contestará lo siguiente: —Aquellos amores que ustedes llaman “ocasionales”, no son nada ocasionales, puesto que si hay algo que en verdad deba quedar claro, es una sola y sencilla cosa: debe quedar claro que entre los sensuales aromas de una eternidad intravenosa, una bella musa inasible o una mística sacerdotisa siempre compartirá sus más místicos secretos, y siempre será enormemente fiel, siempre y cuando los amantes, y todos los que reciban algo de inspiración de ella, también sean fieles con ella y le compartan sus más íntimos y apasionados secretos. 48 Diez Susana le contó a Luis acerca de la casa junto al mar en la que ella vivía cuando niña y también acerca de su padre, ese hombre al que ella tanto admiraba y quería. Andreu, por su parte, le contó a Hanna acerca de aquel bar en el que él trabajaba como músico y acerca de lo bien que se las arreglaba para hacer que mil y un sentimientos de distinto calibre navegaran entre mil y un distintas sonatas de distinta envergadura. —¿Sabes, amada mía, lo que dicen acerca de esa pequeña e incierta gota de agua de un desconocido río? —le preguntó Luis a su esposa al verla tan acongojada y tan preocupada por haber perdido de golpe su infancia. —No, Luis, ¿qué es lo que dicen? —Que aquella gota no anhelaba ser parte de aquel desconocido río. No, ella quería formar parte del mar y vivir en él y entre sus muros de líquida eternidad. ¿Sabes, mi amor, qué gota era esa? —No. No lo sé. —Era una gota traviesa, puesto que no era de ese tipo de gotas de agua que 49 se va con la corriente de su río y se deja arrastrar en ella, sino la que se adhiere suavemente a tu piel y se va contigo luego de que has entrado a aquel río para bañarte. —¿Eso quiere decir? —Sí, querida. Si quieres volver a tu poblado natal, yo no me opondré. Ya sabes, yo ya te lo dije cuando nos conocimos en aquel tren: yo sería capaz de acompañarte hasta el último y más profundo de los infinitos. Una semana estuvieron Hanna Lissette y su esposo Luis visitando el poblado natal de una pequeña niña llamada Susanaque cierto día desapareció entre las aguas del mar, y que durante muchos años estuvo viviendo en un incierto y nebuloso limbo fuera de toda ubicación geográfica y de toda línea de temporalidad. Durante esa semana, Hanna visitó a muchos de sus conocidos de otra vida, sin decirle a ninguno de ellos que ella había sido la pequeña niña de nombre Susana que desapareció en aquellas regiones años atrás. Ella le pidió a su esposo que por favor preguntara por Rodrigo Buenaventura (su padre), y él accedió con gusto. Sí, accedió, aunque las informaciones que él obtuvo luego de preguntar por dicho hombre, diciendo que era un viejo amigo de aquel hombre, no fueron del todo tranquilizadoras para Hanna Lissette y su acongojado y nostálgico corazón. Para poner un ejemplo, una de las vecinas chismosas que en vida había tenido Rodrigo Buenaventura, dijo que él se 50 había suicidado mucho tiempo después de haber violado y asesinado a su pequeña y linda hija de ojos rubicundos y relucientes. Al escucharla decir aquello, Hanna se lanzó sobre ella y la tomó del cabello, y de no ser porque Luis la logró separar de aquella vieja chismosa, muy seguramente ella le hubiera arrancado el cabello de raíz. Acerca de la casa del finado Rodrigo, dicha construcción aún continuaba en pie junto a los vertiginosos cambios de ánimo del océano, aunque, eso sí, en cualquier momento aquella deshabitada vivienda, tan llena de recuerdos y pesares, podría venirse abajo. Hanna estuvo hurgando en ella durante días, y sin que a ningún vecino le importara, hasta que por fin encontró aquello que ni ella sabía a ciencia cierta que estaba buscando. Se trataba de una nota escrita por su padre. Una escueta nota que decía: “Hija, si estás leyendo esto, eso significa que ya has regresado de tu largo cautiverio y que yo me ido al otro mundo. Sí, siempre sospeché que volverías. Es más, siempre he estado totalmente seguro de ello. Por eso quiero que sepas que te amo más que a nada. Quiero que sepas que eso también me hace querer decirte que no te vayas a preocupar por mí, o por lo que diga la gente sobre mí. Hija, cuando aún nos queda mucho tiempo por vivir y muchas cosas por hacer, ese tiempo es mucho más importante que todo el tiempo pasado”. Esa última noche en su tierra natal, Susana decidió dejar atrás todas sus nostalgias y junto a su amado entró al océano que hace mucho tiempo atrás la devoró y la hizo desaparecer, para cabalgar allí a un amor desenfrenado entre la olas. Ambos se amaron entonces entre caricias de pálpitos intemporales y 51 entre el suave vaivén de las olas del mar. Él la cabalgó a ella y ella, entretanto, sintió que no solo la embestía su amado esposo sino cientos y cientos de olas de pasionales y extasiadas armonías. El sexo de Luis era como un sublime pez dentro del mágico océano interior de la hermosa Hanna Lissette. Los besos de ellos dos, llevaban contenidas todas las brisas que no osaban entrar al mar. Sí, ellos sabían a la perfección cómo se cabalga al amor entre las olas. Al otro día, mientras esperaban a que fueran las dos de la tarde para tomar el avión que los regresaría a la ciudad en la cual habían formado una familia y en la cual Luis había tenido una vida anterior de músico y cantante, y mientras esperaban en un café a que les trajeran un sencillo pedido para desayunar, una bella y sensual mujer de cabello color bermellón, sumamente corto, y con ojos de un azul abarcador y abismal, se sentó en la mesa de ellos como si nada. —Hola, mi estimados amigos. ¿Cómo los trata la brisa de este lugar y las olas del mar? —Muy bien, gracias. Pero quién es usted —dijo Hanna. —Soy una de esas extrañas enviadas que vienen a decir que las cicatrices del horizonte residen en nuestras propias miradas. Una de esas enviadas que vienen a revelar los kármicos escritos de un cielo tormentoso. —Es usted de la AUHF —preguntó Luis. 52 —No, no, no, no. Yo, a decir verdad, vendría siendo del bando opuesto. Eso quiere decir, mis estimados amigos, que soy un ángel de Dios. Mi nombre, en este mundo, es Belina. —Y ¿qué quiere de nosotros? —Informarles. Informarles que en el cielo ya sabemos que ustedes han encontrado esa brecha indeterminada que existe entre un recuerdo y otro. —Ah, ya veo. Ya saben que hemos recuperado nuestro pasado vilmente hurtado. —Sí, así es. Algo que, si bien recuerdan, está prohibido bajo pena de muerte. Pero no se preocupen, que yo también vengo a informarles algunas cuantas cosas más. —¿Qué cosas? —Bueno, observen este periódico. Hanna y Luis observaron una noticia que hablaba sobre un fallido atentado terrorista en Ciudad del Vaticano. Se trataba, sin duda alguna, del atentado que iba dirigido contra la capilla Sixtina. 53 Once Tanto Luis como su esposa salieron a toda marcha de aquel restaurante hacia su casa. Pero cuando llegaron allí, encontraron a su empleada doméstica hecha un verdadero mar de lágrimas y sufrimiento. Ella, es decir, la empleada doméstica, les contó que una mujer con la misma descripción de la Sibila de sexualidad abarcadora que hacía unos cuantos días les había devuelto sus recuerdos, había llegado muy bien armada horas atrás y se había llevado consigo, por la fuerza, claro está, y luego de revolcar toda la casa, a Vicente, es decir, al pequeño hijo de Luis y Hanna. Ahora, si ellos dos querían volver a ver a su hijo, había dejado dicho la sibila, ellos tenían que llevar consigo, a la portentosa y mística casa junto al lago, la pintura aquella que apareció junto a ellos cuando se conocieron en aquel tren que viajaba trepidante hacia el infinito. También se les dejó dicho que si avisaban a la policía, la sibila le suministraría a las autoridades competentes, toda la información necesaria como para implicarlos a ellos dos con los terroristas que pretendían hacer volar la capilla Sixtina, es decir, con la organización de El astrolabio del último horizonte florecido. Luego de que Luis y su bella esposa con aura de embravecidas e impetuosas olas, tomaran aquella obra arte en la cual aparece un pequeño barco que anda sobre unas aguas de agitados ensueños con una orquesta sinfónica en su popa, ellos se dirigieron a toda prisa a la singular y mística residencia de la 54 sibila que devuelve los recuerdos. (La obra, por cierto, se encontraba en una caja fuerte muy bien incrustada en uno de los muros de la casa del matrimonio Romero). Cuando Luis y su esposa Hanna llegaron a la casa junto al lago, tras haber cruzado el camino de los pétalos azul turquesa, encontraron a Diógenes Copegui y a una hermosa mujer (no tan hermosa como Hanna, por supuesto), junto al cuerpo esplendoroso y deseable de la Sibila de sexualidad abarcadora. Diógenes tenía una pistola. Nada más fue saludar a los recién llegados, para con ella apuntarle a Luis y a su hermosa esposa amante de las olas y sus ondeantes y enfebrecidos lenguajes. La mujer que lo acompañaba a él, es decir, a Diógenes, se dirigió hasta donde estaba el matrimonio Romero y tomó la pintura que ellos traían. Fue entonces cuando Diógenes, sumido en una siniestra penumbra con visos de muerte que se puede palpar, y se puede besar, tomó la palabra: —Esta pintura, queridos amigos, contiene la vida de ustedes. No sé si se habían dado cuenta de ello. Ahora bien, déjenme decirles que con la ayuda de esta sacerdotisa, puedo extraer dicha vida para pasarla rápidamente a mi amada y a mí. Veo, por la expresión que tienen, que no me entienden muy bien, pues déjenme que me explique con más detalle. Mi esposa y yo tenemos cerca de nueve siglos de edad. Una edad que hemos alcanzado tomando la 55 nervadura de la vida que se encuentra en estas pinturas que Dios y sus ángeles han dejado por doquier. Marianne, es decir, la esposa de Diógenes,se acercó a la hechicera y comenzó a besarla. Los miasmas de las primeras seducciones cósmicas cubrían el cuerpo desnudo y libidinoso de la sibila. Una extraña y orgásmica infusión, por su parte, salía despedida a borbotones por aquella piel tan conocida por el matrimonio Romero. —Es hora de que mueran —dijo Diógenes de un momento a otro mientras su esposa y la sibila se amaban sin ningún pudor y como si estuvieran totalmente solas. Las balas salieron despedidas con una furia de titánicas proporciones, desde la pistola que llevaba Diógenes, rumbo a los cuerpos de Luis y su esposa Hanna. Vicente, el pequeño hijo de ambos, que se encontraba allí, miraba impertérrito. Miraba cómo las balas desaparecían de un instante a otro y eran consumidas por la Nada. Sí, las balas desaparecían como si no hubiesen sido disparadas en ningún momento. Fue entonces cuando comenzó a sonar aquel violín. Se trataba de Belinda. Ella tocó el violín durante unos cuantos segundos. Luego, al acabar su arrobador y fugaz acto musical, dijo: 56 —He venido por orden de quien suele organizar las estrellas para indicar la dirección que deben tener los sueños. He venido por orden de quien posee el andamiaje de todos los recuerdos humanos, de la misma forma en la cual ha sido el responsable de la creación de todos y cada uno de los tramos del ayer, del hoy y del mañana. —Sí, ya sabía yo que podrías aparecer por esta casa —aseguró Diógenes, con suma tranquilidad. Luego, él extrajo de su chaqueta un pequeño portarretratos con la imagen de una santa muy parecida a Belinda. Un portarretratos que él estrelló súbitamente contra el suelo valiéndose para ello de toda su fuerza. Y fue entonces como si alguien retirara uno de los cimientos del destino, el cual comenzó luego a desmoronarse en forma desbocada. La luna, que no dejó de espiar en ningún momento todo lo que allí sucedía, comenzó a temblar mientras su piel y sus nervios se erizaban del susto. Se erizaban, porque todo a su alrededor, hasta las fibras mismas de la realidad, se desplomaban vertiginosamente. Belinda cayó al lago. Había muerto. El violín que ella llevaba, por su parte, también se precipitó hacia aquellas frías e insondables aguas. Luis, a toda marcha, subió las escaleras de la casa y se dirigió hacia donde 57 estaba Diógenes. Todo sucedió casi que durante un parpadeo. Luis pretendió acercarse a Diógenes. Él no le dio tiempo y le disparó. La pistola, por fortuna, ya no tenía balas. Ambos forcejearon. Y mientras forcejeaban tumbaron algunos cuantos candelabros con algunas velas que se hallaban alrededor del lecho en el cual Marianne y la Sibila de sexualidad abarcadora se amaban sin más ni más. Hanna también subió las escaleras. Cuando todos se dieron cuenta, un fuego inclemente y devorador se había apoderado de casi toda la casa. No hay escapatoria. El humo incluso ya entrado a los pulmones de todos los que se hallan allí, y en cuestión de minutos los hará expirar sus últimos alientos. La noche se va tornando cada vez más y más lacrimosa y sombría. Mientras se va quemando aquella casa y todos los que allí se encuentran van dejando este mundo, Luis y Hanna se van dando cuenta de que ellos debieron morir hace mucho. Sí, ellos debieron morir hace mucho, pero alguien en alguna parte les dio una nueva oportunidad. Ahora ellos ya deben morir, ya no hay remedio, pero no quieren que el mismo destino que les espera a ellos, toque por el momento a su querido hijo Vicente. No, él no puede morir, aún es muy niño para ello. ¿Qué pueden hacer entonces sus padres? ¿Rezar? Pues, por raro que parezca en dos personas que pertenecían a una organización que pretendía asesinar a Dios, así lo hacen. Rezan. Rezan con fervor para que 58 Dios salve a su querido hijo, aun sin importar lo que suceda con ellos. Luego de unos segundos, aparece una pintura con un pequeño niño y una mujer que lo lleva de la mano. El niño de la pintura, aunque no se parece mucho, es Vicente, y la mujer, la empleada doméstica de Luis y Hanna. Es entonces cuando ellos se dan cuenta de que no era necesario rezar para que Dios o quién quiera que fuera el responsable de las desapariciones de personas, y la aparición de misteriosas y místicas pinturas, salvara a su hijo. No era necesario puesto que en sus planes, a todas luces, figuraba el salvarlo. Aunque para ello, eso sí, deba quitarle la memoria, y quitarle la memoria a la empleada doméstica de Luis y Hanna, y de paso curar a dicha empleada de una grave enfermedad que se la hubiese podido hacer dejar este mundo en pocos meses. Lo que sigue ahora, es muy fácil de adivinar para Luis y su esposa Hanna Lissette. Él los hará aparecer ambos (al niño y a la mujer), quién sabe si en algún tren o en algún otro medio de transporte, y les hará creer que son madre e hijo. Algo que ni la mejor prueba de ADN podría desmentir luego. Tras haber tenido aquella certeza, la certeza de que su hijo no morirá, Luis y Hanna, o más bien, Andreu y Susana, se abrazaron entre las llamas que los consumían y se besaron mientras caían en la cuenta de que los últimos años de vida, no fueron más que un regalo de la providencia sobre otro regalo. Se dieron cuenta de que ellos no son los dueños de las pinturas del universo, de que no son dueños, ni siquiera, de sus propios espejismos. Se abrazaron y se besaron con un beso infinito en aquella casa con un 59 pequeño retazo de lago en su interior y algunos cuantos espejos desnudos que reflejan los sentimientos del aire. Aquella casa que arde en fuego. Una casa que se hunde en las pupilas de ellos. Unas pupilas con las más exultantes pulsiones de la eternidad del amor. 60 Epílogo: "Cuando una pintura tiene los mismos bocetos de un sueño y los mismos horizontes que sirven de vestimenta a las almas, se puede, sin duda alguna, celebrar la vida en ella", así llamaría yo, sin lugar a dudas, al epilogo con el que termina esta historia. Esta historia que termina de la siguiente forma: Se cuenta que un pequeño niño y su madre aparecieron en una ribera junto a una pintura en la cual aparecían ellos dos. Se cuenta que a ambos los iluminaba la luz de una estrella. Sí, la luz de una estrella que suele despertar en el agua invisible en la que flotan perennemente todas las inquietudes de la existencia. Aquella pintura que ellos llevaban, por cierto, era como un poema, un poema que alberga todo lo que sabemos del alma, porque posee unos matices muy peculiares y desapercibidos que hablan de materias improbables y reflejos absolutos. Esa, era una pintura que bien podría dar acceso total a la zona más restringida de la memoria. Una pintura que parece no conocer límite alguno de colores, y en donde parece flotar lívidamente la brisa que agita a las flores para hacerlas coquetas, y en donde también pareciera que se pueden anudar todas las estrellas del firmamento. Desde el más allá, sea lo que sea eso, Luis y Hanna, o Andreu y Susana, enamorados de las caricias del firmamento y de la verdadera belleza de las 61 emociones infinitas, serán como dos ángeles. Dos ángeles que le recordarán siempre a su hijo, en este mundo, que nunca se tienen solo los sueños, porque cuando se tiene los sueños, es porque también se tiene la vida. 62
Compartir