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Fábulas de Elkin Restrepo

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Fábulas
EL FALSO INQUILINO
ELKÍN RESTREPO
© Elkin Restrepo Gallego
© Editorial Universidad de Antioquia, 1999
ELVIS
Era igualito a Elvis Presley, la misma mota, los mismos ojos, la misma manera de sonreír. Se paraba en
la esquina para que la gente viera lo igualito que era a Elvis Presley y la gente lo veía igualito a Elvis Presley,
las muchachas mucho más, y hubo quien, malicioso, le dijo que qué estaba haciendo ahí, que debería irse a
Hollywood, que una pinta como él debería trabajar en el cine. Se sintió halagado y esa tarde no quiso salir a
ninguna parte, sino quedarse en casa y pensar sólo en Hollywood, en la fama, en la cantidad de actrices que
besaría, en el dinero, en las fiestas. Durante días no hizo otra cosa que darles vueltas al asunto; él,
convertido de repente en un artista de cine, qué otra vaina no había querido más en la vida. Trabajaría,
prestaría plata, hablaría, si era el caso, con el mismísimo Presidente. Habló, por lo pronto, con los amigos del
barrio y éstos quisieron ayudarle: escribieron cartas acompañadas de su foto a la Metro Goldwin Mayer.
Después, cuando el rumor se extendió, el barrio entero quiso apoyarlo y se escribió tal cantidad de
cartas que, en los estudios de la Metro, el mismo Luis B. Mayer, se inquietó y, luego, mostró interés por el
asunto y quiso tener más datos del muchacho. Así que de inmediato envió por él para hacer unas pruebas en
los estudios, aunque tampoco esto era importante, se notaba a la legua que el cine era lo suyo. Cuando el
emisario llegó a Medellín y lo llamó y le dijo que lo necesitaban en Hollywood, Elvis Presley se puso a llorar de
tal modo que casi no lo calman, y hubo que dejar pasar un rato y prestarle un pañuelo antes de que, por fin,
explicara que, pensándolo bien, él no podía irse, que cómo así que iba a dejar a su madre solita y triste, que
él no se pertenecía.
De este modo fue como el país perdió la más grande oportunidad que se le ha brindado de tener un
artista de cine.
BUCLES
Pensaron llamarlo Ubaldo pero lo dejaron Serafín, tan puro y hermoso era. De niño su mamá lo
mantenía en una canastica de mimbre para mostrarlo a las vecinas, que no sabían qué hacer con él. De
muchachito lo peinó de bucles y llegó el día inevitable en que, respondiendo a un impulso de madre, con
unos trozos de icopor que encontró por ahí, le fabricó un par de alas y lo envolvió en una sábana,
transformándolo en ángel. Serafín resplandecía, trayendo luz y felicidad allí donde sólo había miseria. Salvo
en el cielo no existía nadie igual, y su madre entonces, muerta de la emoción, empezó a alquilarlo para hacer
representaciones en escuelas y teatros, alzándose de paso con unos pesos, que bastante falta le hacían.
Pronto Serafín hizo parte de un engranaje que no contó con que, a la larga, el niño crecía y, desde luego, se
hacía mucho más pesado para el par de cuerdas que, sosteniéndolo sobre el escenario, lo hacían parecer un
ángel en vuelo. Un día, mientras actuaba para un público arrobado, Serafín sintió que los hilos se soltaban e
irremediablemente caía. Como era inocente, simplemente abrió las alas y echó a volar, salvándose de
milagro. Milagro que ahora nadie quiere aceptar con el peregrino argumento de que no es época para estas
cosas y mucho menos hay gente que vuele.
LA PROMESA
Antes de morir, Gerardo prometió a Nubia que volvería. Un martes, mientras la muchacha miraba
retratos y limpiaba con el dorso de la mano una gran lágrima, Gerardo apareció. El gato que dormía echado
en la cama pegó un salto y Nubia vio a Gerardo recostado en la pared, con los brazos cruzados, sonriendo.
Como por la ventana entraba una luz muy fuerte, de inmediato se levantó y la cerró, no fuera a perderse la
visión. Gerardo tenía muy buen aspecto y Nubia suspiró hondo y, radiante de emoción, pensó que al fin había
llegado el momento de continuar lo que en mala hora la muerte había tronchado.
Conversaron largo y la muchacha quedó en continuar haciendo su ajuar y él en que regresaría. A partir
de entonces se vieron casi a diario, como si nada, entregados a una adoración mutua. A veces, Gerardo le
traía rosas que en nada se diferenciaban de las verdaderas y cuyo olor y perfume la llenaban de felicidad. A
cambio de eso, de tarde en tarde, ella le mostraba un vestido nuevo, que de inmediato recibía la aprobación.
Una tarde que estaban sentados en la cama, hablando de los viejos tiempos, Gerardo, de improviso, la
besó en los labios y luego la empujó suavemente. Contra lo esperado, Nubia no se resistió y dejó hacer al
novio todo lo que éste quiso. Durante el rato que él la amó, pensó que era la mujer más feliz del mundo y
que no se cambiaba por nadie. Después se quedó dormida.
Esto se repitió un día y otro y, así, podría decirse, por siempre, sólo que Nubia murió al cumplir veinte
años y Gerardo nunca más volvió por casa.
EL UNO PARA EL OTRO
Cuando Wanda y Tiberio se conocieron, de inmediato se dieron cuenta que eran el uno para el otro.
Esto sucedió a comienzos de los 70, en el festival hippy de Ancón, que tanto dio qué hablar y que aún
algunos no olvidan. Muchas vueltas debió dar la vida para que aquella tarde invernal, camino de la música,
Wanda y Tiberio se vieran por vez primera. Llegaban de polos opuestos y fue allí, entre la multitud
vociferante, que Manuel Quinto los presentó. En la tarima, los Teipus interpretaban “Las voces del silencio”,
que de inmediato, para ese amor que nacía, se convirtió en un himno. Tiberio tomó de la mano a Wanda y
juntos comenzaron a girar en ese fuerte remolino (es una metáfora) que es la vida. Sin embargo, contra lo
que el destino quería, alegando cualquier motivo, muy pronto cada uno fue por su lado. Tiberio,
improvisándose como peregrino, viajó al Nepal y Wanda, la pobre Wanda, después de mucho voltear, terminó
de empleada de hotel en Caracas. Allí, para no seguir siendo una indocumentada, se casó con el primero que
se lo propuso, sumando un error más a la lista de errores y equivocaciones, que sólo ayudaban a su
desgracia. Después de un tiempo se divorció y, como ya gozaba de la ciudadanía, puso un negocio de
confecciones en Petare.
Hasta allí llegó el portugués, que sería su segundo marido y que —después de una etapa de
incomprensiones e insultos—, la abandonaría para irse con una fulana a Lisboa. Wanda, que era fuerte, no
desmayó y siguió luchando hasta reunir los ahorros necesarios y volver a Colombia. Aquí se casó
nuevamente, pero tampoco le alcanzó para un instante de dicha y sosiego. Lloró, entonces, porque su vida
se había vuelto una cosa gris y fría. Entretanto, al otro lado del mundo, después de un período místico que
no lo llevó a ninguna parte, Tiberio recayó en la droga. Desde entonces, sin poder ser el mismo, va de tumbo
en tumbo.
Otra sería esta historia si, por un momento, ambos hubieran hecho caso de los planes que
laboriosamente les había trazado el destino.
BELLEZA LOCAL
Pese a que estaba en edad casadera, Nury aún no tenía novio y el tiempo pasaba y dejaba ir sus
promesas. La culpa, decía su madre, la tenía ella misma, con ese modo de ser que espantaba al más osado.
Y era que Nury fruncía el ceño a todos, haciéndolos sentir una nada, y los pocos que lo intentaban, ya no
volvían. Sin embargo, con ese rostro de virgen de Murillo y ese cuerpo apretado, era una lástima que se
fuera a quedar soltera. Su madre era la que más sufría con esto y la aconsejaba, pero Nury no hacía caso y
volvía a las mismas. Hubo entonces quienes opinaron que lo suyo era puro orgullo; otros, que padecía una
enfermedad incurable. Metida en casa, entre tanto, Nury cada vez estaba más hermosa y pronto se hizo una
leyenda. La verdad que nadie entendía por qué Nury no aceptaba pretendientes. Y la leyenda crecía y la
muchacha, como siempre, seguía discutiendo con su madre. Un día que ésta entró en su cuarto, descubrió
varias plumas caídas en el piso. “Seguro las trajo el viento”, se dijo, y pensó que eran de paloma, aunque no
eran plumas corrientes. Se puso aexaminarlas y convino que, por su tamaño y menos por su material, que
parecía papel celofán, no podían ser de ave. Además, su color era raro y alumbraban. Estuvo cavilando un
rato y en vista de que no encontraba razón válida para explicarse semejante hallazgo, con alegría y asombro
llegó a la conclusión de que Nury se veía a solas con un ángel. Sólo a un ángel, pensó, podrían pertenecer
plumas tan hermosas.
Ahora, como quiere guardar el secreto, ya no discute con su hija y sonríe enigmáticamente cuando le
preguntan por ella.
UNA CORAZONADA
Cuando Rogelio voló a Nueva York a probar fortuna, Elisa quedó en casa desconsolada. El muchacho le
había prometido que trabajaría duro uno o dos años y que luego regresaría y se casarían. Era un juramento.
Elisa lloró mucho pero él logró calmarla, pintándole pajaritos de oro. Eran novios hacía tiempo y se amaban
profundamente. El día del viaje, Rogelio volvió a repetir sus promesas y Elisa, desde la terraza del
aeropuerto, lo vio decir adiós y meterse en el avión. Cuando regresaba a casa, súbitamente pensó que nunca
más lo volvería a ver. Era un pálpito y lloró el día entero. Después casi enfermó de tristeza y durante
semanas no salió del cuarto y se dedicó a peinar obsesivamente su cabello. Su hermoso y largo cabello.
Y así pasó un año, y como un día Elisa no pudo más con el peso de su pálpito, de repente dejó de
pensar en Rogelio y se puso a coquetear con medio mundo. Noticias debieron llegarle a éste porque no
volvió a escribirle. A Elisa nada se le dio (ya su corazón se lo había advertido) y, olvidándose de todo, con
palabra de matrimonio, aceptó a Ancízar, un obrero de la siderúrgica. Pronto se casaron, y después Elisa
quedó en embarazo. Como Ancízar no la quería tanto como Rogelio, rápido la hizo infeliz y la muchacha tuvo
que volverse a casa. Allí entre cuatro paredes, se convirtió en la imagen misma de la tristeza.
A los dos años exactos, lleno de dólares y con regalos para todos, regresó Rogelio. Era diciembre y se
sentía feliz de volver. Días más tarde, en una fiesta que le hicieron los amigos, conoció a una niña de La
Floresta, llamada Marta. Loco de amor, quiso casarse con ella enseguida. Se irían a vivir a New York, una
ciudad como ninguna. Un tres de enero fueron a despedirlos al aeropuerto.
Cuando se lo contaron, Elisa no soltó una lágrima ni dijo nada. Así, como ocurría, se lo había previsto el
corazón.
BOGGIE
Aprovechando que reponían “El Halcón Maltés”, Magally entró al cine aquella tarde. La función acababa
de comenzar y debió esperar en la oscuridad hasta que el acomodador vino y le indicó el lugar con la
lámpara. Mientras lo seguía, Magally notó (aunque no pasaba de ser una impresión) que en la pantalla
Humprey Bogart interrumpía su diálogo con Mary Astor y se volvía a mirarla, percatándose dónde se sentaba.
Le tocó adelante, entre las primeras filas, y desde allí vio cómo el gran actor, mascullando algo entre dientes,
la reparó una vez más de pies a cabeza y, luego, como si nada, regresó a un diálogo nervioso con su
partinaire en la película.
Era un buen film y a Magally pronto la ganó la intriga. No había pasado mucho rato cuando observó que
Bogart daba al traste con la escena y, aprovechando un primer plano de su rostro, se volvía y nuevamente la
miraba. Era una mirada voluptuosa, que le produjo escalofrío y la obligó a bajar los ojos. Cuando los levantó,
Bogart ya no estaba ahí, pero el asunto se repitió dos o tres veces más y Magally, que no atinaba a darse
una explicación, estuvo a punto de abandonar la sala. Pudo más su interés por el film, un clásico que hacía
años quería ver y que ahora no iba a echar a perder sin más.
Más tarde, Bogart, quien ya no quiere los besos de Mary Astor, se deshace de su abrazo y luego, con
actitud estudiada, enciende un cigarrillo que deja pegado a sus labios. Después, con voz ronca y miserable,
la despide de su vida. Humillada, Mary Astor le vuelve la espalda. Bogart entonces, sin pensarlo dos veces,
sale de la pantalla y se viene a buscar a Magally entre las filas de espectadores. Cuando la encuentra, fiel al
canalla que es, le cruza el rostro con una bofetada y, luego, sin darle tiempo a nada, la toma de un brazo y la
estrecha contra sí. Después la besa con pasión.
—Cuando una mujer me gusta, simplemente la tomo, nena. —Le dice.
LEIDA
Leida estaba sola en la casa, pensando en la vida, cuando tocaron a la puerta. Como nadie nunca
llamaba, pensó que era una equivocación y no se levantó hasta no oír que golpeaban de nuevo. Era un
sábado en la tarde y el día resplandecía como si echara fuego por todas partes. “¿Quién será?”, se dijo, y
fue a abrir. En la puerta, sonriendo de un modo que a ella perturbó, estaba el hombre más hermoso que
hubiera visto jamás. ¡Si parecía Clark Gable! El hombre le dijo que era el técnico y que venía a revisar la
estufa. Leida entonces, sintiendo que se le encendían las mejillas, recordó que hacía poco había llamado
porque la estufa no funcionaba y que, entre tanta preocupación, se le había olvidado. Lo dejó entrar y luego,
durante un rato largo, lo vio ocuparse de alambres, tornillos y resistencias hasta que la estufa quedó lista.
A Leida quería saltársele el corazón cuando lo invitó a una taza de café. “Por qué no a un aguardiente”,
contestó él, sonriendo de una manera que a Leida le pareció divina. Leida sacó una botella y una copa del
armario y el hombre se echó dos, tres tragos de una vez, como si su sed fuera infinita. Una hora más tarde
anochecía y ya Leida y el extraño bailaban en la sala.
¡En la vida le había ocurrido cosa parecida! A las once, y como ese hombre la enloquecía, no tuvo
ningún escrúpulo en ir con él a la cama. Entre sábanas, el hombre era aún más adorable, y Leida, que del
amor sólo tenía noticias, fue rica e insaciablemente amada hasta el suspiro final. Luego se quedaron
dormidos, pero cuando al amanecer, removiéndose, Leida quiso abrazarse a él, sus manos tropezaron con
algo a sus espaldas, suave como la pluma. De inmediato se incorporó y cuál no sería su sorpresa al descubrir
que de las espaldas del hombre nacían un par de alas blancas. “Un ángel”, musitó, y ya no supo decir más
nada, pues el susto era grande. Después recuperó la calma, y procurando no despertarlo, se dedicó a
contemplarlo y a acariciar la seda de sus alas con ternura infinita.
Esto pasó en Medellín y Leida a nadie se lo ha contado hasta el presente.
EL AMOR ES UNA MÍSTICA
En diez años de matrimonio, Lucio y Abigaíl no habían tenido la más mínima desavenencia. Eran felices
como niños y el amor que se tenían parecía dispensarlos de todo aquello que no fuera su asunto. Siempre
pensaron que sería así, cada uno sirviendo al otro, juntos disfrutando de un eterno clima nupcial.
Pero se equivocaban, porque llegó el día en que, por cualquier motivo, Lucio y Abigaíl disgustaron.
Estaban sentados a la mesa y Lucio, que había tenido un mal día, ante un comentario de su esposa, no pudo
contenerse, reventando en el acto. Ciego de ira golpeó la mesa. Entonces, sin decir una palabra, Abigaíl se
levantó y se fue al cuarto, donde lloró largamente. En lugar de ir a calmarla, Lucio se quedó maldiciendo a
solas y aquella noche durmió en la sala, pensando que tal vez mañana se arreglaría todo. Recostada en la
cama, Abigaíl esperó el día entero. Pero ni ése ni el otro, Lucio dijo nada, cuando unas palabras hubieran
bastado para que ella se echara en sus brazos. A la semana, seguía enfurruñado, sin hablarle, y durmiendo
en el sofá de la sala. Abigaíl, que seguía sin entender su furia, herida en su orgullo, decidió entonces no
perdonarlo. Pronto empezó a odiar el sonido de la llave en la puerta. Así pasó el tiempo, cada uno sin querer
ceder en lo suyo, hasta convertirse en unos perfectos extraños. Como la casa era grande, no volvieron a
verse. Y con los años, terminaron por olvidarse el uno al otro.
No se dieron cuenta que el amor había entrado y salido en su casa como un fantasma.
LA ESTRELLA QUE NO PUDO VER
Desdeque lo vio por primera vez en cine, Amanda se enamoró de James Dean. Fue en “Rebelde sin
causa”, y la muchacha ya no pudo olvidar ni la belleza, ni el desenfado, ni el aire trágico que parecía
acompañarlo a todas partes.
Sin temor a exagerar, lo quiso como a un dios, y fue esta pasión sin nombre la que la llevó a no
perderse ninguna película suya y a conservar fielmente recortes y noticias de prensa en álbumes que
repasaba cada día. Todo lo que tocaba con él, le concernía, y nunca nada fue suficiente para distraerla, así
fuera un instante, de esta devoción que la hacía feliz.
Amanda, que no era fea, y como las demás muchachas soñaba con casarse y tener una familia,
cualquier día quiso dar un paso adelante y, animada por la fuerza de la ilusión, después de repetir “Gigante”
y de decirse que no había criatura que se le pudiera comparar, se sentó a escribirle una carta a la Warner
Brothers, productora de sus films.
Semanas después recibió una invitación y Amanda viajó a Hollywood. Estando allí, pasó entonces lo que
todavía hoy lamentamos. James Dean, de vuelta de una boda, choca su Masserati contra un árbol, muriendo
en el acto. El exceso de velocidad y el sentimiento, se dice, de ver a Pier Angeli, su único amor, casada con
otro, fueron la causa de que el gran actor tuviera tan trágico fin. Esa es la leyenda. La verdad, sin embargo,
es otra. Si aquella mañana fatal su Masserati iba a mil era porque, retardado como estaba, temía incumplirle
a Amanda, una criatura adorable, recién llegada de Colombia.
EL LOCO AMOR
Irónico fue el destino con Ignacio. Locamente enamorado de Lucero, dejó de lado los estudios y se casó
con ella, tres semanas después de haberla conocido. Ninguna decisión mejor que ésta. Hermosos, reunidos
sólo para su felicidad, empezaron a correr los días y largo corrieron, sin oponer resistencia alguna, hasta el
punto de hacerlos sentir culpables. Hacía un año se habían casado y su dicha era tanta que pronto
empezaron a sentirse mal y a recelar de lo que, más adelante, el destino podía guardarles. En lugar de
convenir con su fortuna, Ignacio y Lucero tuvieron miedo y el miedo fue entonces como un intruso que no
veían y que se interponía entre ellos, trayendo la discordia.
Quien más temía era Ignacio, que veía un designio en todo y quien, sin quererlo, un día en que se
lamentaba de que su amor bien podía acabarse, casi mata de dolor a Lucero, fácil víctima de su desafuero.
Pero no todo terminó ahí.
Otro día, aconsejado por un demonio, propuso a su mujer separarse y poner a prueba su amor por un
tiempo, apenas el necesario para advertir cuán verdadero era éste. No contento con esto, cuando volvieron a
verse, admitió que la ausencia los había cambiado y que quizá era tarde para comenzar de nuevo.
Lágrimas le costó a Lucero hacerlo desistir de tamaño despropósito. Después volvieron a ser los
mismos, pero cada que el peso de la dicha se hacía insostenible, abrían puertas otra vez al miedo y el miedo
paulatinamente, como un falso inquilino, les fue arrebatando lo único que poseían. Entonces llegó el día en
que empezaron a pelearse y Lucero, que sentía derrumbarse el mundo, cayó en una crisis de nervios que ya
nunca superó. La desesperación, que no entraba en este juego, hizo presa de Ignacio y éste, que todo lo
veía negro, cualquier día se descerrajó un tiro en la cabeza.
De sabios es no volverse tristes sin razón.
TRÍO
No sé cómo explicarlo pero Ofelia, mi primera mujer, muerta en el quirófano, ha vuelto. Bastó que me
volviera a casar para que, terminada la ceremonia y despedido el último invitado, ella apareciera. Pensé que
eran visiones, pero el grito de mi mujer, que se acicalaba antes de acostarse, ahogó el mío. Ofelia venía
quién sabe de dónde y parecía flotar entre las cortinas. “Quizá se vaya como vino”, dije, aparentando
serenidad. Pronto me di cuenta que me equivocaba. Como si aún fuera suya, Ofelia se metió en la habitación
y allí se quedó, echando a perder nuestra noche de bodas. No contenta con esto, volvió al otro día y al otro.
Ignoraba yo que rápido se iba a convertir esto en una costumbre. A veces aparecía en el momento más
inesperado, obligando a mi mujer a cubrirse con cualquier cosa. Tal llegó a ser su familiaridad, que ya no era
sorpresa sino molestia lo que producía verla. Interfería en todo, todo quería saberlo. Actuaba como si no
hubiera muerto.
Mi mujer, que no se resignaba, me rogó que hiciera algo. Pero ¿qué se puede hacer contra un
fantasma? Cavilé un tiempo, pero las cosas continuaron como estaban. Sólo que Ofelia fue un poco más lejos.
Un día que estaba en la sala, escuchando un viejo disco de Tito Schippa, Ofelia vino y me dio un beso. La
música la ponía romántica, dijo, y volvió a marcharse. Pero eso no fue todo. Una semana más tarde,
aprovechando que mi mujer dormía, se sentó en mis rodillas y me dijo cosas, que me recordaron los viejos
tiempos. Confieso que me gustó y quizá cometí un error al decírselo porque a partir de ahí fue mucho más
directa. Una vez, por ejemplo, se recogió la falda y me mostró sus bellas piernas; otra, prácticamente se
metió en mi cama. A todas éstas, mi mujer seguía lamentándose y pronto la vida se hizo un embrollo. Salvo
esperar, yo nada podía hacer. Así pasó un año. A los dos años exactos, mi mujer, que no aceptaba un
engaño más, se largó, no sin antes denostar de mis amores neuróticos. Ese fue el fin.
Con Ofelia a veces charlo de estas cosas. Estamos de acuerdo en que mi mujer no debió irse: la casa es
grande y lugar hay para los tres.
UN DÍA CUALQUIERA
Un lunes, mientras fumaba un cigarrillo y cavilaba acerca de su futuro, Gilda vio que a su casa llegaba
una inesperada nube de pájaros. Venían quién sabe de dónde y se posaron, sin cesar un instante en su
alboroto, en el tejado y en el alambre para tender la ropa. Gilda, que en su vida había visto nada parecido,
pensó que el suceso le traería suerte y fue a la cocina por un puñado de arroz. Cuando volvió, los pájaros se
habían multiplicado y ahora llenaban el patio y el corredor de la casa. Había de toda clase y, en la hermosa
mañana, su plumaje deslumbraba. Su canto, además, ensordecía y Gilda, como si se tratara de un juego, se
tapó los oídos y correteó entre ellos. “Así debió ser el paraíso”, se dijo, mientras los espantaba con las
manos.
Una hora más tarde aún seguían llegando y Gilda, que no podía explicarse el fenómeno, reía histérica.
Al mediodía no cabía un ave más, y las que aún tardaban daban vueltas en el cielo. Gilda, entonces, empezó
a preocuparse porque esto no era razonable y porque de su alborozo de un comienzo, no quedaba nada,
salvo una pura angustia. Pronto, la idea de que no fueran a acabar, empezó a atormentarla. Como al
atardecer, la situación no cambiaba, comenzó a llorar y a creer que enloquecía. De repente, sentía que todo
se había vuelto una pesadilla. Cuando, al anochecer, advirtió que su número no tenía fin, desencajada de
espanto, quiso huir de allí, pero no alcanzó a dar un paso porque su asustado corazón no aguantó. Quedó
tendida en el corredor.
Y allí permaneció, sin ser descubierta, hasta que fue hora de que las aves regresaran de donde
vinieron.
FIN DE FIESTA
Nadie sacaba a bailar a Amelia, pese a que hacía rato había comenzado la fiesta. Recostada en la
pared, observaba cómo las parejas iban y venían y cómo nadie se acercaba a invitarla. La verdad que no
comprendía lo que pasaba porque se había puesto su mejor vestido y además, el espejo no mentía, estaba
más hermosa que nunca. Durante semanas había soñado con esta fiesta y, ahora, cuando el día había
llegado, nada sucedía con ella. Sin manifestarlo, empezó a sentir pena. Y los invitados bailaban y se divertían
sin percatarse de su desencanto. De vez en cuando, un mesero pasaba y le dejaba un vaso de ron. Amelia,
sin perder la esperanza, continuaba pensando en el hombre que la sacaría a bailar y que haría inolvidable la
noche.
El tiempo corría sin embargo, y pronto advirtió que la fiesta estaba en su límitey que ya no había caso y
que lo mejor era volver a casa. Sonaba un danzón y ella esperó, sólo que parecía no terminar nunca y
entonces, como si estuviera atrapada por esa música, le fue imposible irse. A la medianoche, cuando los
bailarines desfallecían y todo tornaba a volverse un poco soso, el dueño de casa reunió a los invitados y les
anunció una sorpresa. Sin esperar más, dio unas palmadas y de una habitación vecina salió nadie menos que
Robert Redford, vestido como el gran Gatsby. Grande fue la sorpresa, pero más grande aún —y no dejaría
de comentarse en mucho tiempo— cuando sonriéndole de un modo muy particular y extendiéndole ambas
manos, se acercó a Amelia y la invitó a bailar el resto de la noche.
EL INQUILINO DE HERMOSO NOMBRE
Como no soportaban más tanta soledad, Elisa y Nora decidieron poner un aviso en el periódico y
aceptar en la vieja casa un inquilino. A los días, cuando ya no lo esperaban, sonó el timbre y en la puerta
apareció un joven que, a ambas, gustó de inmediato. El muchacho se llamaba Arcángel y su deseo era
quedarse largo tiempo. Lo llevaron hasta una habitación al fondo y dejaron que organizara sus cosas, antes
de invitarlo a comer con ellas esa noche. Un ritual, valga decirlo, que en adelante se repitió cada día y que a
veces se prolongaba más de lo previsto, tal era el encanto del muchacho. Disfrutaban, pues, de su presencia
y pronto se dio entre ellos una familiaridad, que volvió liviana la vida de la casa. En verdad no conocían a
nadie más bueno y gentil, ni nadie estaba más atento a sus cuidados y demandas. Hasta se les olvidaba que
vivían solas. Arcángel era la perfección en pasta y si la cosa no duró —porque la cosa no duró—, fue
porque, pasado algún tiempo, Elisa y Nora, suspicaces, empezaron a recelar y a ver con malos ojos las
virtudes de su inquilino, quien ignorante de lo que pasaba, seguía igual, trayendo regalitos a las dueñas de
casa.
“Nadie”, argumentaban, “es tan bueno, seguramente trama algo”. Y como esto las obligaba a ponerse a la
defensiva, llegó el momento en que, sin más, empezaron a ofenderle. Sin hacer caso a su cambio de humor,
Arcángel siguió siendo el mismo, acompañándolas en su soledad sin remedio. Entonces la ironía y la
mezquindad se esgrimieron, para ir más allá, como un par de armas, y Arcángel, que no entendía, fue víctima
fácil.
Un día en que, por un descuido, Arcángel rompió un florero, ambas resolvieron que se había
franqueado todo límite y, sin aceptar palabra alguna, lo echaron fuera.
Arcángel tomó entonces sus maletas y despacio voló, llevándose la luz que dejó a oscuras la casa.
OTRA VUELTA DE VALS
Hacía rato que Ocaris se había casado con Olga, una niñita de la Estación Villa, y no veía la manera de
despedir a sus invitados y encerrarse en casa. Olga era perfecta como un sueño. Todos lo reconocían y si la
fiesta aún no terminaba, cinco horas después, era porque nadie quería perderse de tener cerca tanta
hermosura. Olga, que era sencilla, sonreía a todos y le parecía que el tiempo no pasaba y se recogía un poco
el vestido de novia e iba a saludar a los nuevos invitados. Ocho horas más tarde, la fiesta estaba como en
sus comienzos, y la novia, con las mejillas encendidas, daba vueltas y vueltas, atrapada en un vals eterno.
Ocaris, entretanto, desesperaba, sin dejar de preguntarse de dónde había salido tanta gente y por qué no
dejaban descansar a su esposa. A las once salió a fumar un cigarrillo a la terraza. Cuando volvió le contaron
que alguien, de regalo, había contratado un conjunto vallenato y que la fiesta seguía toda la noche. Ocaris
debió resignarse y aceptar el cambio de planes. Casarse con la muchacha más hermosa del barrio tenía sus
complicaciones. De lejos, Olga le envió un beso y eso fue todo en su noche de bodas porque, un rato más
tarde, a la madrugada, se tomó unas pastas y se echó a dormir.
Cuando despertó era jueves al mediodía y, por el ruido que se oía, la fiesta continuaba. Fue al baño y
se duchó. La verdad que no entendía tanta celebración. Cuando apareció en la sala, todo el mundo gritó y
Olga lo tomó de una mano y lo obligó a bailar con ella, a pesar de que él lo hacía mal. No demoró mucho
porque vino enseguida un cambio de pareja y Ocaris sólo vio una Olga radiante y fresca, entregada a la
felicidad. Esa noche, para escapar al bullicio y poder dormir, Ocaris se tomó el doble de pastas.
Despertó el sábado, aturdido por el sonido de trompetas. Era la orquesta de Lucho Bermúdez que un
vecino había contratado y que estaría tocando toda la tarde. Ese día Ocaris apenas sí vio a Olga, perdida
entre el gentío. Como el domingo la rumba seguía igual, Ocaris se fue a la calle, pensando cuándo iría a
terminar esa locura.
El lunes se fue a trabajar y, desde entonces, cada vez que sale, para despedirlo, desde el patio o cerca
a los músicos, mientras se hunde en otra vuelta de baile, Olga le envía besos y más besos.
EL IMPOSTOR
Al fin llegó el día en que Ariel, que quería irse de casa, pudo viajar lejos. Al comienzo, la familia recibió
cartas donde explicaba cuán feliz era en sitios tan extraños como Ankara o Cantón. Después —como si su
sino fuera moverse por todos lados— de Sidney y Madagascar. Luego —su última carta la fechaba en
Fez—, la familia no volvió a saber más de él y, como era bien difícil de resolver esa incertidumbre, se resignó
a esperar.
Cinco años después, cuando menos lo pensaban, devuelto por el mundo, Ariel apareció. Estaba tan
cambiado que se hizo difícil reconocerlo, pero su madre, tan pronto lo vio, corrió a abrazarlo y todo fue un
chiste. No obstante, algo distinto había en él, aquel Ariel no era el Ariel que todos conocían, nadie podía ser
tan desdichado. Mirándolo, podía pensarse que una cosa muy terrible le había pasado, y que esto, de algún
modo, alcanzaba a todos en la familia.
La verdad es que, durante los meses que Ariel estuvo en casa, antes de volverse de nuevo, su
presencia alteró la vida en general. Su cinismo, su miseria y mezquindad, eran una cuenta diaria que a cada
uno pasaba. Se llegó a tal punto de pensar que su regreso más bien parecía una maldición.
Un día, cuando ya había llegado al límite, Ariel repentinamente tomó sus maletas y no dijo ni adiós. La
familia tomó un respiro pero, no había pasado aún un año, cuando Ariel estaba otra vez de vuelta. Creyeron,
todavía sin poder ahuyentar su mala sombra, que no podrían soportarlo. Pero pronto se dieron cuenta que
éste traía otro semblante y que, a diferencia de antes, se mostraba bueno y gentil. Con ese modo de ser que
era el que le conocían, se ganó de nuevo el cariño familiar. Luego, cualquier día, anunció que, después de
tantos años de ausencia, había vuelto para quedarse, y la familia se alegró porque habían recuperado a un
hijo y a un hermano.
Una vez que hablaba de sus viajes, le preguntaron qué le había sucedido en la anterior ocasión, que
había vuelto tan lleno de amargura. Ante la sorpresa de todos, negó haber estado antes y rió porque pensó
que todos estaban confundidos. Cuando le repitieron que hacía un año había estado en casa y que, luego, se
había largado de nuevo, Ariel les contestó que eso era imposible porque por esa época, él andaba por
Tegucigalpa, en viaje de negocios, y que debió quedarse allí algunos meses porque siempre sucedía algo,
que lo retenía en aquel lugar. Para no inquietarlo más, la familia calló y, luego, como no había una
explicación, terminó por olvidarse del asunto, relegando la memoria de aquel otro que, sin saberse cómo ni
por qué, vino un día y ocupó el lugar que le correspondía al verdadero Ariel.
EL AMOR NO ROBA AL AMOR
Desde el mismo día de su matrimonio, Uriel y Damaris comenzaron a planearlo todo. Cómo harían de
cada día, con sus suspiros y penas, un camino por si tocaba separarse. Más que su unión, y apenas
comenzaban a sorber el vino del embeleso, fue la posibilidad de que en cualquier momento todo acabara —
su romance que sólo podía ser único—, la que los alentaba a seguir adelante.
No existía temamejor en qué gastar el tiempo. Cuando salían, veían qué podían comprar que sirviera a
uno y a otro para el caso de que las cosas no marcharan. Fue la idea de tener un lugar adónde ir, cuando
cumplían el mes escaso de casados, la que los movió a comprar, aparte de la casa, un apartamento. Allí,
cualquiera de los dos, llegado el caso, bien podría reconstruir su vida.
Así pasaron los primeros años de matrimonio que, contrario a lo que pudiera esperarse, se hizo fuerte.
Luego tuvieron un hijo y, como no cambiaban, convinieron en qué forma compartirlo en la hipótesis de que
no se volvieran a ver. Igual procedieron, ya que el matrimonio les trajo suerte y riqueza, con todo lo que
tenían. Pensaban que era muy importante que, por fuera de cualquier egoísmo, cada uno quedara bien.
Siempre los mismos, iban al paso de los años, que no cesaban de entregarles a manos llenas algo que
no entendían. Los distraía de la felicidad, su ardua ocupación de ser infelices.
Y pronto pasó la vida, que es un suspiro.
Con todo, Damaris y Uriel nunca se separaron, ignorantes de que hay cosas en la vida que amarran de
manera mucho más férrea que el amor.
DILE ADIÓS
Arnulfo acababa de llegar, cuando sonó el timbre de la puerta. Era tarde y no sabía quién podía ser a
esas horas. Antes de que sonara otra vez y despertara a su esposa, fue a abrir. Ante su sorpresa, ahí afuera,
como si se tratara de la cosa más natural del mundo, saludándolo, había un hombre exactamente igual a él.
“Mi vivo retrato”, se dijo, mientras lo mandaba entrar y comprobaba, sin poder salir de su asombro, que
tenía su misma cicatriz, partiéndole la ceja izquierda. Creía que se engañaba, no existen dos criaturas iguales,
pero pronto debió aceptar el hecho como una realidad. ¡Si hasta tenía su misma manera de hablar! La verdad
es que viéndolos charlar, sentados a la mesa, nadie podría adivinar quién era quién.
Fue entonces cuando Arnulfo, acordándose de su esposa que dormía arriba, quiso transformar este
suceso extraordinario en una oportunidad. Llevaba cinco años casado y por cualquier razón, porque era un
estúpido, había dejado de amar a su mujer. En lugar de felicidad, sólo tedio y desesperación llenaban la
página en blanco de cada día. Quizá fuera hora de hacer algo.
Con cuidado, tanteando, Arnulfo comunicó sus ideas al desconocido. Este, maravillosamente, como si
sólo estuviera esperando esto, a todo dijo sí, y ya no hubo entonces más qué hablar y ambos se levantaron y
el hombre, en quien parecía alentar una alegría nueva, llevó a Arnulfo hasta la puerta. Antes de decirse adiós,
se abrazaron.
El hombre todavía esperó un instante antes de subir y acostarse.
La mujer nunca supo explicarlo pero, a partir de entonces, todo cambió en su vida.
BELLA DEL SEÑOR
Cuando cumplió cincuenta años, Efrén que no había encontrado la mujer de su vida, decidió casarse
con la primera que lo acéptase. La vejez estaba cerca y sabía que no era nada bueno llegar a ella solo. De
suerte que se puso en la tarea de hallar una, sin importarle que fuera bella o fea, rica o pobre. Pero no era
empresa fácil y necesitó algún tiempo para encontrar aquélla que se adecuara a sus propósitos.
La encontró a muchas cuadras de su casa y era menor siete años que Efrén y se había quedado
vistiendo santos porque sus amores habían fracasado, sin saberse por qué ni cuándo. Se llamaba Bella y era
dulce y, aunque Efrén no era el novio con el cual había soñado casarse, convino en acompañarlo de ahí en
adelante. Se casaron y al matrimonio sólo asistieron los parientes más cercanos.
Por la noche, Efrén la condujo al aposento y brindaron con champaña. Sabían que ya no eran jóvenes y
que ambos, cada uno por su lado, habían perdido los mejores años esperando lo que nunca llegó. Temían
defraudarse el uno al otro, se sentían marchitos y casi ridículos para el amor.
Con todo, Efrén la tomó y empezó a desnudarla y Bella que temía lo que aquél viera, cerró los ojos y
oró para que su marido no tuviera una desilusion. Cuando terminó, él lo hizo a su vez, abrazándola y
diciéndole al oído palabras cariñosas, que la mujer agradeció. Pero ella aún no abría los ojos y mentalmente
seguía orando, cuando Efrén empezó a cubrirla de besos ardientes y a decirle que nunca había imaginado
que tuviera piel más tersa ni cuerpo más hermoso.
Sorprendida, abrió los ojos y se vio cómo cuando tenía veinte años, radiante como un lucero. A su vez,
Efrén descubrió que, en lugar del adulto macilento y fofo que conocía, había allí otro con una apariencia que
lo hacía feliz. De repente, pues, se descubrían plenos de gracia y devueltos a una juventud sin hora, que los
resarcía de tanto sueño incumplido. Entonces, sin perder tiempo, se echaron en la cama y con besos y
caricias, botando fuego, fabricaron el nudo que amarraba sus vidas y los volvía locos. Así, -acezaban- ,era el
amor que cada uno soñaba para sí, antes de que los años se fueran en nada. Así, - lamiéndose su herida
incurable -,era que vivir la vida valía la pena.
Después, ahítos de tanta luz, de tanta forma carnal, sucumbieron al cansancio y al júbilo de amarse y se
adormecieron.
Era su noche de bodas y el don que se les concedía, nacido del tiempo que también los empañaba, no
decayó ni ése ni los siguientes días. Por el contrario, como en una fábula, demoró en irse y agotarse,
manteniendo la claridad en el aposento.
Más tarde, cuando envejecieron de veraz, Efrén y Bella hacían alabanza de ese destino que, para
unirlos, casi burlándose, los había puesto a esperar la vida entera.
CASA EN LAS AFUERAS
Después de almuerzo, Rodrigo convino en no ir a la oficina y quedarse en casa, rehuyéndole al estrés
de las últimas semanas. Hacía meses que no disfrutaba, como se debe, del silencio y los espacios generosos,
el verde jardín, de su nueva casa.
Cuando la construyeron, le había pedido al arquitecto que tuviera en cuenta que ésta era un viejo sueño
suyo y que era imperativo que fuera hermosa y amplia y que estuviera rodeada de vegetación. Cerca pasaba
una cañada, que no había que tocar y cuyo sonido estrepitoso era un placer oír. Además la quería blanca, de
muros altos, casi una fortaleza.
Ahora que la tenía, sin embargo, era poco lo que la disfrutaba, obligado por un trabajo que no le ofrecía
pausa. Pero aquel día, estimulado por la luz única de un verano en sus fines, quiso quedarse sin importarle
mucho sus compromisos.
Almorzó en la terraza, acompañado del perro que se echó a los pies, y dejó que una sensación de
placidez, la primera en muchas semanas, lo tomara y le hiciera olvidar lo demás. Por fin, pues, disponía de
una ocasión, de un momento propio para gozar de la casa que tantos sacrificios le había costado levantar.
Después de llamar a su novia, para pedirle que no pasara a recogerlo, se sirvió un whisky y entrecerró
los ojos. En el salón se oía una pieza de Bocherini, que él dejó que se repitiera una y otra vez, tan bella era.
Por la luz, la casa tomaba vida y resplandecía como una joya.
Apoyada en esa bendición solar, parecía sin embargo menos grande y más metida, cosa rara, en esa
vegetación que - desoyéndose órdenes suyas muy claras -, crecía informe, sin una poda. Había de todo,
pisquines y pomarrosas, guamos y naranjos, y era de la maleza húmeda, marañosa, que llegaba de pronto
ese aroma indescifrable, de flor inmensa aplastada por el verano.
Hacía rato que la música sonaba, y Rodrigo, relajado, deseoso de que no pasara ese momento, con el
vaso de whisky en la mano, apenas si advirtió que el sol recrudecía allí afuera y que árboles y plantas, el
jardín entero, reventaba de pronto como una ensoñación y comenzaba a extenderse aún más y a echarse
sobre la casa, atraído por la luz como una mariposa.
De repente, pues, sin saberse cómo, en todos lados, había una vegetación que crecía y se multiplicaba
de modo extraño y que amenazaba con engullir la casa
A la media tarde, devuelto de su felicidad, Rodrigo se levantó de un salto cuando oyó resquebrajarse el
vidrio de las ventanasy, un minuto más tarde, demolida por una fuerza enorme, la puerta del garaje. Quiso
averiguar qué pasaba, pero no pudo ir a ningún lado, porque enseguida sintió que las paredes se doblaban y
que su casa nueva, aquí y allá, - sus habitaciones y baños, su biblioteca -, era echada abajo y en su lugar,
repleta de aves y animales, de insectos y aromas, de flores de todos los colores y tamaños, surgía de
inmediato la selva, incesante y maravillosa.
Sin poder moverse apenas, rodeado de todo lo inconcebible, no tardó en ver cómo esa vegetación
extraordinaria, azuzada por un rudo sol procreador, enmarañaba su hogar y hacía añicos su ilusión de años.
Así, en el lugar donde antes estaba la sala y los ventanales, una inmensa ceiba extendía ahora su ramaje de
delirio y los micos se paseaban por ella, armando una feroz algarabía. Después, vio volar selva adentro una
bandada de tucanes y oyó el rugido del tigre y empezó a llorar de angustia.
Al atardecer, aunque la luz bajó, el fenómeno continuaba, sin dejar rastros de nada.
A poco sólo quedó la selva infinita.
Cuando cayó la oscuridad, Rodrigo se sintió perdido, sabiendo que de aquel lugar no había salida. La
verdad era que a la dicha de hacía un rato sucedía ahora un pavor grande. Entonces, corrió a todos lados,
desesperado, implorando una ayuda. Después, sin una esperanza, se fue internando aún más en aquel lugar
sin forma, aupado por el más vengativo de los ángeles del paraíso.
Y, luego, ya nadie tuvo más noticias de él.
EN MI CASA PATERNA AHORA HABITA EL ÁNGEL GABRIEL *
El ángel tenía aspecto más bien corriente, y venía de lejos, lo decía el estado de sus alas desflecadas, a
punto de volverse otra cosa. Entró por la parte de atrás del barrio, aprovechando que todavía hay mangas y
terrenos baldíos que cualquier desarrapado pasa allí desapercibido. Si alguien lo vio, no cayó en cuenta de la
calidad del visitante, ni de la importancia de su mensaje, ni por qué de súbito estaba entre nosotros.
Atardecía y la luz confundía las cosas, haciéndolas parecer una sola, cuando el ángel se apoyó en la
casa y casi la doblegó con su peso. Estaba fatigado y acezaba y necesitó de algún tiempo para recobrarse.
Cuando salimos a ver qué sucedía, el ángel pidió disculpas, guardando las alas para que no las
viéramos. Entonces mi madre corrió adentro y trajo una taza de agua, alzándola hasta donde sus brazos se
lo permitían. Mientras bebía, el perro lo olisqueó y salió chillando cuando advirtió de quién se trataba. Los
demás lo rodeamos, alarmados, porque un extraño hubiera escogido nuestra casa para morirse, tal era su
estado.
Pero el ángel sólo estaba cansado y después de un buen rato se recobró y tuvo ánimo para comer un
plato de frijoles.
Cuando se le invitó a la casa, quiso quedarse afuera, pidiendo que lo dejaran dormir en el jardín, pues
apenas estaría el tiempo suficiente para continuar el viaje. Además estaba astroso y olía y, agregó, dormir a
la intemperie no le disgustaba. Aunque mamá insistió, el extraño se mantuvo en sus trece, envolviéndola en
una mirada que era la dicha misma. Luego cayó en un mutismo, que casi pareció grosero y que dejó en
suspenso las preguntas que queríamos hacerle.
Hacia las nueve, se echó en el piso y su cuerpo retumbó en la casa. De inmediato se quedó dormido y,
mientras estuvo allí, pétreo como una estatua, una firme claridad rodeó la casa, distinguiéndola de las
demás.
Al amanecer, ya no estaba, pero fue mamá la que aseveró que, por las señas, el extraño era un ángel y
que su llegada era una bendición.
“Era un mensajero”, dijo.
“Y cuál era el mensaje?”, pregunté.
Dudó un momento antes de responder.
“Él mismo era el mensaje”, dijo.
Y, para evitar más preguntas, enseguida estornudó ruidosamente.
*Nelly Sachs
CASTOR Y SUSANA
Desde muy joven, Castor se había dedicado a conseguir plata, dejando para después la idea de casarse
y tener una familia. Sus negocios eran muchos y el tiempo le faltaba para aquello que no fuera enriquecerse.
Ignoraba lo que era el descanso y, contando monedas, envejeció más pronto de lo esperado. A los cuarenta,
el trajín, el agotamiento, el poco placer, lo hacían parecer un hombre de sesenta y, a los cincuenta, era un
hombre acabado. Entonces se dio cuenta que, para vivir, necesitaba de otras cosas y que sólo el amor le
devolvería lo perdido.
Como era rico y opulento, no dudó en que lo conseguiría. Pero no fue fácil y, pese a todo el dinero que
tenía, el tiempo pasó sin que apareciera una mujer que lo aceptara. Repudio y malestar producían sus
requerimientos, risa sus devaneos. Era ridículo que a su edad, en ese estado de decrepitud, alguien mostrara
tales arrestos. Y Castor, a punto de caer en el vacío, redobló sus esfuerzos y puso los ojos en una muchacha,
llamada Susana, cuya familia había venido al traste y para la cual una buena oferta no sobraba y sería la
salvación.
Susana tenía aire virginal y hacía soñar a más de uno.
Tan tierna y delicada, sin mucha noticia de lo que era el mundo, parecía una presa fácil. Su inocencia,
pues, su cuerpo en flor, de pronto fueron cosas que no contaron a su favor y que Castor, relamiéndose,
después de algunas conversaciones con la familia, pagó con bolsas de oro.
De esto nunca supo nada la muchacha que, con la cara bañada en lágrimas, algunas semanas después,
subió al altar de los sacrificios.
Castor, rico y casado, no cabía de la satisfacción y rodeó a su joven esposa de atenciones y la llevó a
vivir a un palacio. Dócil, angelical, sin entender mucho todavía lo que sucedía, Susana se dispuso a ser una
buena esposa, aunque le dolía que le hubieran escogido por marido a un viejo.
Se aprestó pues a llevar una vida triste, eso sí, con todo el lujo del mundo y con los mimos y
requerimientos de quien, desconociendo un orden en las cosas, llegaba tarde al amor. Cosas que en verdad
a ella inquietaban pero que no la aligeraban en nada de su drama.
Dueño de su mujer, Castor ansiaba ya su cuerpo y no veía el momento de amarla.
Anudarse a ella, una virgen, lo enloquecía y lo enloquecía disponer a sus anchas, por primera vez, del
favor de la vida. No pensaba, egoísta, que estaba viejo y que los viejos, además de otras cosas, huelen raro y
que no hay por qué hacer cargar a otros con nuestras insuficiencias y pecados.
Y aquélla vez y, otras muchas más, Castor tuvo entre sus brazos a su mujer, sin encontrar resistencia ni
advertir disgusto alguno de su parte. Por el contrario, el amor dábase de manera normal y placentero, rico
en promesas, tal como acontece entre esposos que se quieren.
Sólo que era una ilusión, algo engañoso (pero esto Castor no lo supo nunca),porque la verdad fue
que Susana jamás fue tocada y porque el tiempo que vivió con Castor, apenas unos meses, otra tomó su
lugar, ofreciéndole a éste lo que aquélla no debía ni deseaba.
Otra que, impúdica, fantasmal, nacida por entero de las olas de su demencia senil, consumó el
matrimonio y fabricó la dicha conyugal, que allí faltaba.
Luego Castor murió y ya no importó saber nada acerca de su propio engaño.
Libre, recompensada, Susana recogió todo el oro que heredó de éste y, sin enredarse mucho, dispuso
qué hacer con él.
Es un hecho que a Dios distrae el juego simple de sus criaturas.
PASAJES
(1996)
POSESIÓN
Era el día después de nuestra boda, y desayunábamos en la casa, prolongando las delicias y
somnolencias de dos que se aman. Entre risas y besos, Silvia untaba el pan y me lo ofrecía.
Entonces yo mordisqueaba sus dedos y me quedaba mirándola hasta que, ruborizada, coqueta, los
retiraba, y, otra vez, con una tajada, comenzaba de nuevo. En este juego pasamos un rato hasta que
levantamos la bandeja, y fue hora de vestirnos y salir.
Silvia era una muchacha hermosa y su nueva felicidad de joven esposa la hacía más bella y adorable.
Queriéndola retener un poco más, mientras decidía qué ponerse, aún pude saborear sus formas y supe
a mi vez, detrás de su voluptuosidad insegura, lo que era la felicidad.
Después, mientras poníamos un pocode orden en el cuarto, mientras echaba una última mirada al
espejo, distraída, Silvia, en lugar de llamarme por mi nombre, me llamó Rubén y salió.
Sucede, a veces, que por decir un nombre uno dice otro, y esto no vale la pena porque sólo se trata de
una distracción, de una falla de la memoria. Eso pensé, más aún cuando enseguida Silvia me llamó como me
llamo y ya no hubo más errores ni equivocaciones y, por eso, ese primer día de recién casados fue lo que
debía ser, una fecha inolvidable.
A la mañana siguiente, mientras le alcanzaba el salero, Silvia volvió a decirme Rubén, y cuando molesto
le reclamé, me miró como si no comprendiera y se disculpó por lo que era evidentemente una confusión.
Borró todo con un beso, dejándome aspirar de paso el aroma desquiciado de su cuerpo.
No obstante, el incidente se repitió dos o tres veces más, amargando lo que antes era dulce y
obligándome, en vista de que allí no había mala voluntad ni los celos tenían cosa en qué fundarse - todo
nacía de una desatención, un descuido -, a replegarme en un silencio expectante. Un silencio que evitaba
correcciones y que dejaba decir a mi mujer lo que ella quisiera y que terminó por hacerme creer que todo
hacía parte de su encanto. ¿No es acaso un juego, una zalema, que los cónyuges cambien de nombre o se
digan apodos entre sí? ¿Por qué entonces inquietarme? Sólo que Silvia no lo hacía a propósito y el nombre,
cada vez que se repetía, resbalaba entre los dos como un exabrupto.
Al atardecer, mientras paseábamos cogidos de la mano por el centro comercial, Silvia me aseguró que
era muy feliz y que nuestro matrimonio sería cosa duradera.
De vuelta a casa, encendimos la televisión y nos acostamos. Abrazada a mí, antes de dormirse, de
nuevo me llamó Rubén y al referirse a Medellín, nuestra ciudad de toda la vida, la equivocó con Bogotá.
Esa noche, si dormí, lo hice mal, preocupado con lo que pasaba.
Dos días después, Silvia parecía haber olvidado por completo mi nombre y, aunque seguía igual de
amorosa y tierna, daba la impresión, con sus descuidos e incorrecciones, de tratar no conmigo sino con otro.
La verdad, su confusión aumentaba y tenía que ver, además, con personas y lugares, fechas y momentos,
con una vida ajena que se entrometía en la nuestra, a través de sus lapsus y extravíos. Algo para alarmar.
No niego que en un principio pensé que la locura la había alcanzado y que nuestra luna de miel,
contrariando todo cálculo, tendría ya el sabor de la desdicha. Pero Silvia se veía tan feliz (ardientes y felices
eran sus besos y abrazos, tierna su conversación apenas desequilibrada), que quise darle tiempo al tiempo y
simulé, ahogando toda aprensión, que todo seguía igual y que yo, pese a errores y malentendidos, era el
marido que ella amaba y que continuábamos habitando el mismo lugar de siempre.
No obstante, para mi dolor, a partir de algún momento, sus alusiones y equivocaciones empezaron a
ordenarse y a tomar sentido, de suerte que aquellos nombres, fechas y lugares, parecían tejer (de modo
paralelo) otra historia en la que, pobre de mí, yo era lo único que no encajaba.
Quiero decir, que si en la noche Silvia y yo nos amábamos, salvo el hecho innegable de nuestros
cuerpos desnudos, las cosas parecían suceder con otro, en otro espacio y en otro tiempo, y que, allí, todo se
armaba de modo diferente, entre dos seres que se amaban distinto, con tanta pasión como la nuestra, y que
yo (¿cómo entenderlo?) apenas era la ocasión e instrumento de ello. Así, si Silvia decía amarme, era a otro a
quien amaba y era en Bogotá, no en Medellín, donde ocurrían realmente las cosas.
Nuestro matrimonio era, pues, también el matrimonio de alguien que, fantasmal, oscuro, se entrometía
y se llevaba a Silvia a otro lado.
Pronto toda convivencia se trastornó y el idilio tomó una forma triste.
Saber, en lo más íntimo, que mi mujer era inocente respecto a lo que sucedía, tampoco ayudó mucho.
Semanas después, cuando se cruzó el límite, cansado de vivir un amor que no era el mío y de ser
reemplazado por intrusos odiosos, el matrimonio se fue al traste.
Fue una alegría que, al decirnos adiós, Silvia no olvidara decir mi nombre.
EL LUGAR CONTIGUO
No me explico cómo apareció en casa, pero ahí estaba, bello e imponente, de un tamaño que a todos
sobrecogía, raspando el piso con una pata. Se veía que el último trayecto lo había hecho a todo correr, acá
en estas regiones empinadas, porque echaba espumarajos por la boca y a sus músculos, a su piel tersa, los
recorría un temblor. Salvo su docilidad, sus dientes desportillados y amarillos, encajaba a la perfección con la
idea que la tradición ha informado acerca de su especie, y que nadie ahora podrá poner en duda o llamar
leyenda.
En efecto, como salido de una página mitológica, allí, en el patio empedrado de la casa, en la luz plena
del atardecer, sin saberse cómo, había un centauro, envolviéndonos en su resople divino.
Del color del heno, el sol aumentaba sus formas hasta casi encandilarnos, hasta casi parecer el pasaje
escandaloso de una siesta absurda. Pero eso sólo duró un instante porque, de pronto, como si buscara
sombra, se vino al corredor metiéndose entre los helechos y las begonias.
Allí estuvo sin moverse hasta que se sosegó del todo, hasta que dejó de echar espumarajos y, entonces
sí, como si tornara a su razón inconcebible, se puso arisco y retrocedió hasta el fondo, ofuscado con el olor
humano y poniéndose a distancia, donde no lo alcanzaran frenos ni sogas.
Por un rato permanecimos mudos, absortos en su visión, sin atrevernos a hacer el menor gesto. Era
tan alto como una casa y despedía un olor agrio, de cosa descompuesta, pero sin llegar a hacerse molesto.
No digo que lo inquietáramos pero, después de una ojeada rápida, pareció entregarse a una
meditación sin fondo que, a ratos, le arrugaba el entrecejo. Cavilaba, pues, ajeno a lo que lo rodeaba,
despreocupado de que su sola presencia alarmara a los animales, llevándolos casi a la desesperación.
Afuera, en los corrales, mientras aquí es tuvo, los caballos no cesaron de atropellarse, relinchando, como si
los acosara algún temor. Del techo volaron las palomas y hasta el perro, acobardado, buscó refugio en la
casa. Todo, árboles y bestias, cayó en una inquietud que pronto contagió al cielo y envejeció la tarde,
llenándola de oscuridad y astros.
Sabíamos sin embargo, sin que mediara palabra alguna, que aquel ser deforme, llegado a nuestra casa
por una suerte, no nos haría daño y que más bien, si aceptábamos que las cosas ocurriesen sin más, sin
hacer preguntas ni pretender respuestas, acaso el hecho podía dar otro sentido a nuestra vida.
Nos dispusimos pues, para eso había tiempo, sin descuidar las otras tareas de la finca, a brindar un
trato familiar a tan extraño huésped.
Al anochecer, libre de sus meditaciones, el centauro galopó por las lomas cercanas y volvió a buscar
comida a la casa. En el abrevadero, mi mujer le picó unos trozos de caña y le sirvió agua en un balde. Verlo
llevarse el recipiente a la boca y beber a borbotones, sobrecogía. El agua corría por sus barbas y pecho y,
por una vez, sus modales rústicos, sus ventosidades rotundas, corolario de alguna íntima satisfacción, lo
hicieron parecer un peón ahíto. Después, consciente de su figura monstruosa, buscó un lugar aparte y
echándose sobre sus patas, ya la noche enceguecía, comenzó un sueño mezclado de relinchos, nostalgias y
visiones. Lo sabíamos porque, a veces, maravillado, parecía abrir los ojos a una incredulidad mayor.
Fue una noche larga.
Lo digo porque ninguno, ni mi mujer, ni los niños, ni yo, deseo irse a la cama pese al frío y a las fatigas
de un día único. Instalados en uno de los nidos del corredor, a medio abrigar con ruanas y cobijas, parecía
que si cerrábamos los ojos un instante aquel privilegio podía desaparecer. De suerte que, a ratos, sobre todo
para que los niños que eran los más excitados durmieran, nos turnábamos en esa rara labor de no descuidar
al centauro. De no perder porun instante su visión sobrenatural.
Y las horas fueron pasando sin que el animal, que parecía acomodado a su sitio, diera señales distintas
a la de un sueño plácido, hondo como el mismo cielo. En este trance se veía tan inofensivo, que bien podía
pensarse que con sólo cerrar puertas y poner trancas podría encerrarse para siempre en casa. ¿Pero quién,
que no sea un iluso, puede creer que le es permitido retener una deidad a su amaño?
Que se produjeran estas ocurrencias, indicaba también hasta dónde sabíamos que su permanencia aquí
sería fugaz y que no había que engañarse al respecto.
Gozar de su cercanía era lo importante; saber hasta dónde tener un huésped de su alcurnia constituía
la más singular de las aventuras, el más inesperado contacto con la instancia divina.
Al amanecer, para espantar el frío, preparé café y, mientras lo sorbíamos, advertimos que la bestia
despertaba y luego, como si algo lo aguijoneara, olfateando el aire, comenzaba un trote ligero alrededor del
patio.
Era difícil no pensar, al contemplar su complexión magnífica, en un don de la naturaleza.
De pronto, como si tuviera que ver con él, con su poder feliz, el día (que apenas comenzaba)se llenó de
una luz extasiada como en mi vida había visto y, todo, animales y plantas, cielos y tierra, sufrió
transformación.
Alelada, a mi lado, mi mujer dejó caer la taza y los niños corrieron a esconderse. Entonces, como si
fuera hora, como si su lugar ya no fuera éste, el centauro salió del patio y se echó al galope y, sobre las
lomas, pasó su sombra inmensa.
ABEL
Nunca fue fácil la vida con mi hermano, el cíclope.
Cuando nació, la primera reacción fue deshacernos de él, pero algo leyó en la mirada nuestra madre
que, tomándolo en brazos, amenazó con irse si le hacíamos daño. Con horror, para no contrariarla, sabiendo
lo que vendría después, decidimos aceptar tamaña desventura; pero un día, semanas después, sin poder
superar su depresión, mi padre huyó sin decir ni adiós.
Todavía hoy nos duele su deserción, y si mi hermana y yo no lo hicimos también, es porque nos repele
la cobardía. Además, ¿qué hijo abandona a su madre en semejante trance? Ganas no faltaron, pero el niño
crece y se aferra a sus monerías a fin de alcanzar un poco de cariño y abrazarse a la familia. Vano intento
porque de este lado sólo encuentra obstáculos y rechazo, y el más mínimo gesto sólo sirve para
descomponernos aún más. Sin embargo es nuestro hermano, y cuesta ver cuánto esfuerzo hace para
salvarse de tanto repudio.
Cuando cumplió unos meses, pese a las promesas, cerca estuvo de que le diéramos fin. En la mesa,
durante una noche en que una tempestad lo desencajó y chilló que daba escalofrío - astillado su ojo único
por cien relámpagos -, al alcance permaneció el cuchillo sacrificial. Y si la mano se detuvo en el último
instante fue porque sentimos que al horror de su existencia no podíamos agregarle ahora el horror de
destruirla, así no más. A partir de entonces, para evitar tentaciones y accidentes, nos alejamos del patio
donde, tibia y deforme, día a día transcurría su niñez absurda.
De la mano de mi madre, por lo pronto, aprendió juegos y cantos, nada bellos que, enronquecido,
luego alzaba hasta el cielo, como inquiriendo una razón. Para no escucharlo, ponía tapones a mis oídos, pero
era inútil, sus lamentos calaban el alma. A veces, contra lo esperado, tocada en su instinto, mi hermana salía
y acompañaba a mi madre y le ofrecía consuelo . Con la cabeza en el regazo, el cíclope se dormía, y la
escena (como si se tratara de la Pietá) alcanzaba visos sobrehumanos. Después, disgustada por su
debilidad, pasaba tiempo sin quererlo ver ni oír hasta que, otra vez, cualquier tarde, arrebatada por aquel
treno bestial, corría a alzarlo en brazos.
Ignoro cuantas veces se repitió esto pero, de ahí en adelante, obligándola a volverme la espalda, hizo
de mi hermana un nuevo aliado. Lo que no había alcanzado con sus risas y monerías, rápidamente lo obtuvo
con sus berridos de animal desollado. Con todo, su existencia seguía siendo un escándalo, que ni los favores
y cuidados, el raro amor de las dos mujeres lograba enmendar.
Poco a poco, una nata dañina e incurable nimbó el hogar, nuestro hogar; algo, que como un tumor
crecía y se adueñaba de la vida. Pronto, pues, con sus mañas y lamentos, con sus sosas manías, el cíclope
absorbió su cariño, hurtando de paso el que a mí me correspondía.
Con los días, para ahorrarme el espectáculo de las mujeres hechas una completa baba, acabé por
aislarme y guardar silencio. El caso es que, mientras él robaba lo que yo perdía, obtuve razones que antes
no tenía y que ahora justifican cualquier proceder. Un crimen, ya se sabe, es cuestión de reunir motivos,
atender propósitos. ¿Cómo ignorar, además, que ese ojo único menoscaba la felicidad de los mismos cielos?
Mientras los días pasan, agazapado, yo espero una oportunidad.
Uno tras otro, los días corren.
Tampoco es correcto, me repito, dejar que el cuchillo enmohezca en la alacena.
EL MALENTENDIDO
Primero, los animales fueron apareciendo poco a poco; después - como si se hubieran cerrado todos
los lugares del mundo - de manera tumultuosa y precipitada. El proceso llevó tiempo, y hay que decir que de
la hacienda extensa y productiva de un comienzo, hoy no resta nada.
Al comienzo me preocupé y estuve atento a que ni la comida ni el agua faltaran, pero bastó que las
manadas aumentaran para que el asunto se saliera de mis manos y tuviera que dejar, en aquellas llanuras
inabarcables, que cada cual resolviera lo suyo.
Con todo era hermoso el espectáculo de tantas especies moviéndose y buscando un lugar dónde
asentarse. Pronto, cualquier extensión pareció poca para la cantidad de animales que llegaba,
multiplicándose hasta abarrotar el paisaje.
No había, pues, pausa ni fin, para esta fauna incesante que había tomado mi casa como punto de
llegada. De todos lados surgían formando grandes rebaños y levantando una polvareda que opacaba el día y
hacía sofocante la noche. Entonces el alboroto, el estiércol, la desazón, se combinaban y hacían espantosa la
hora.
Luego empezaron a atropellarse, a atacarse y devorarse (también a copular) unos a otros, de suerte
que, en cosa de breve tiempo, esa masa informe tuvo un límite, alcanzó un equilibrio que ni las nuevas
manadas lograban alterar.
Allí, pues, en los alrededores de mi casa, como si hubieran recibido una señal, estaban todos los
animales de la tierra y, por lo que advertía, por su renuencia a irse, estarían para largo.
Estaba además el verano, el más crudo de los últimos años, que empeoraba todo.
Hasta entonces yo declaraba mi devoción a los animales. Cualquiera, así fuera una alimaña, podía hallar
nido en mi casa; sólo que ahora esas manadas inconcebibles, vueltas de repente un enigma, un molesto
desafuero, confundían mis sentimientos.
Fue cuestión de tiempo, pues, que un cordero, con todo lo que significa un cordero, despertara en mí la
repugnancia que el pecado despierta, por ejemplo, en un alma pura. Igual, el resto, las demás criaturas,
grandes o pequeñas, salvajes o domésticas, que ahora acudían a la casa, volviéndose una pesadilla.
Y frente a aquello, yo nada podía hacer.
Disparar la escopeta y ponerlos en estampida, fue una solemne tontería. Rápidamente, el espacio
desalojado era de nuevo ocupado por cientos de ellos que se apretujaban, hasta hacerse daño. En la tierra,
pisoteados y moribundos, yacían suficientes cómo para alimentar a los restantes y no había uno que se
resistiera a tamaña carnicería.
Aves carroñeras cambiaron entonces la coloración del cielo y la mortecina olió por todos lados.
Largos días sucedieron a otros largos días, y lo que se había iniciado como una fábula inocente - unos
cuantos animales que aparecen en casa -, se había convertido, a causa de alguna razón extraña, en un
drama de proporciones.
Una tarde, cuando la situación se había vuelto intolerable, los animales dejaron de llegar. Era como si,
al fin, reunidos todos, hubieranalcanzado la cifra requerida y se aprestaran a un nuevo plan. Pese al sol
humillante, se mostraron tranquilos, inmersos en una expectativa que no varió ni ése, ni el siguiente día.
¿Qué motivo los había traído a acá y por qué no se iban?, eran preguntas vanas que tampoco daban
medida de la situación, y que no hacían más que alterar el ánimo.
Y salvo esperar, nada más había qué hacer.
De vez en cuando, para sacudir esa calma insomne, hacía un disparo al aire y las manadas se
desbocaban para enseguida volver a su quietud de antes.
Pensé entonces en Noé y el arca, en algún diluvio purificador.
Por lo demás, puesto en el trabajo de una explicación, yo no encontraba sentido alguno a este suceso,
a menos que todo fuera una broma sobrehumana.
Y, rodeado de toda clase de criaturas, yo esperaba y esperaba, sin saber qué.
Contaba, además, ese sol encendido de la sabana, capaz de demoler al más santo.
Todavía pasó algún tiempo, sin que nada sucediera o alterara a aquel episodio que daba a mi hogar
aspectos de página bíblica y convertía de repente mi vida en un remedo, casi en un error.
Un día, cuando desfallecía de tedio, de pronto los animales comenzaron a moverse en la distancia. De
pronto, como atendiendo a un perentorio llamado, ahora todos se iban, abandonando con urgencia aquel
lugar.
En cosa de horas, desalojaron la finca.
Y, tan misteriosamente como vinieron, cambiaron también de rumbo y se fueron.
LA SIRENA
Esa mañana levanté el teléfono y contesté. Al otro lado me daba los buenos días la más hermosa voz
de mujer que haya oído nunca, y sólo pensé en alargar su embrujo, preguntándole cuanta tonteria se me
ocurrió. Llamaba a informarme, que mi solicitud de préstamo al banco estaba a estudio del gerente y que en
dos o tres días se me daría una respuesta. Correcto; sólo que aquella voz sedosa llegaba como un dorado
oleaje de misterio y felicidad que me arrebataba lejos.
Le dí las gracias y le dije que con una voz como la suya al banco le sobrarían clientes. Se mostró
halagada, aclarando que no era la primera vez que se lo decían y que, en efecto, para el banco era muy
importante prestar un buen servicio al público, y que para eso ella estaba allí.
Era una respuesta cortés, que sin impedir que la conversación continuara, dejaba también en claro el
carácter profesional de ésta. Sin desanimarme, buscando gnarl tempo al tempo, y deseando enmarañarme
cada vez más en aquel indescriptible terciopelo, cuyo giro envolvente y musical asumía de repente aspectos
inusitados, aventuré dos o tres preguntas personales, que ella esquivó, dándome a entender que... después,
que quizás en otra ocasión, asunto que no descartaba, podía muy bien responderme al respecto.
Y rió, sin dejar de quejarse de ese afán de saberlo todo, que gana a los hombres.
Pero la conversación adelantaba; la cuestión era cómo sostenerla, cómo no dejar perder ese arroyo de
néctar que corría de modo tan feliz.
A ella ni me la imaginaba: como una Venus sólo podía ser quien producia tal hechizo con apenas abrir
la boca. Inventé que era rubia y que tenía una figura adorable, y que no pasaría de los 20. Las limitaciones
de un hogar modesto seguramente la habían llevado a emplearse en un banco, donde todo es bueno menos
los empleos.
Iban diez minutos, cuando me dijo que debía colgar. Le rogué que no lo hiciera sin antes darme su
nombre. En un banco hay mucha gente, y es bueno saber por quién pregunta uno. El reglamento se lo
prohibía, así que adiós, y hasta la próxima. Colgó, dejándome en ascuas.
Tardé en recobrarme, en comprender que tal prodigio, mientras no supiera a quien pertenecía, era
poca cosa. Quedaba una oportunidad, cuando aprobaran el préstamo y de nuevo llamara. Quizás, entonces,
todo fuera distinto.
Pasó un día, con aquellos arpegios todavía fluyendo en mi cabeza, a la espera de que el teléfono
sonara. Luego, otros dos más, donde, apremiado por aquel delicado y cruel hilo de melodía inextinguible,
llamé y llamé a un lugar donde nadie daba razón de nada.
Al jueves, temiendo perderla, fui al banco y averigüé directamente por quién desconocía hasta su
nombre: nadie supo darme noticia de ella, ninguna hablaba como ella.
Con un gesto de comprensión, me acompañaron hasta la salida.
No era el primero al que pasaba asunto semejante. El balance del último semestre refería cuatro casos
más, clientes que, desesperados, buscaban a la enigmática empleada cuya voz no conseguían olvidar.
Ha pasado el tempo, y aún oigo en mi obsesión a aquella mujer. Sortilegio sigue siendo su voz
acariciante, dorado oleaje su ferrea música devoradora, vacía servidumbre mi vida.
Quizás este asunto no tenga fin.
Y mi drama se ahonda.
De nada sirve maldecir la suerte que, entre el infinito coro de voces que componen el mundo, me dió a
escuchar aquélla que a diario me reclama y a diario consigue mi extravío. De nada sirve, fácil esperanza,
sellar oídos y alma a su pavoroso encanto.
Cautivo estoy entre las garras de quién, monstruosa e insaciable, se mece y canta a diario sobre mares
de locura.
PALOMAR
Hay placeres que sólo llegan con la edad y que, sin mayores preámbulos, resuelven la falta de aquellos
otros que sabemos perdidos. Sé por qué lo digo. Cuando hace algún tempo, mi mujer se escapó con alguién
más joven que su paciente marido, de golpe comprendí que había cosas por las cuales, lo mejor, era ya no
insistir, y trasladé mis cuidados y diarios favores - una casa vacía es también una suerte - a las palomas.
A las blancas, tiernas, dóciles palomas, entregué yo, pues, el mullido nido que la otra, cuando los años
se volvieron una calamidad, no quiso rehacer. Y, pronto, con ansiedad febril, uno a uno, con parejas que no
demoraron en multiplicarse, llené los espacios sin fondo de aquella soledad tardía. Jaulas (cientos), sacos de
maíz (por montones), medicamentos (de sobra), se convirtieron entonces en piezas de un decorado jubiloso,
donde ellas, las palomas, incontables en su variedad, actuaban como verdaderas reinas. Mi devoción, valga
decirlo, tampoco fue inferior al gusto que me producían sus sencillas costumbres. Ni la labor hercúlea de
limpiar suciedades o retirar los pichones muertos, buenas para desarrollar la enemistad, consiguieron
levantar de mí una queja. Bastaba oír su arrullo para entender cuánto debía aún a una compañía que, a
diferencia de otras, no rehúsaba ningún cuidado.
Y arrullos, arrullos oía yo por todos lados, en todos los tonos y escalas, que animaban la casa de un
modo que no conocía antes. Al fin, me decía, esto es un hogar, y gruesas lágrimas de agradecimiento
rodaban por mis mejillas ajadas de marido embaucado. A veces, cuando tenía un respiro, buscaba una silla y
llevaba las manos atrás de la cabeza, para disfrutar a gusto de espectáculo tan regocijante. Dan ejemplo,
pensaba para mis adentros, que con rituales tan amorosos y simples, consigan tal grado de compenetración
y armonía. Y, en pago, doblaba su ración mañanera de maíz tierno y, otra vez, sulfataba el agua en los
recipientes para evitar que la enfermedad las diezmara.
Siempre fue así, recibiendo yo lecciones de su vida sencilla; lecciones que más tarde aprovechaba para
despachar sin remordimiento las noticias que, por todas vías, ahora me hacía llegar la ex. Un día tuve claro
que, mientras fuera así, mientras tuviera en qué ocuparme (las palomas son como esposas que te exigen
tempo completo), nada tenía qué temer de los empeños de quien, infamando el lecho, se había ido y ahora
tenía la desfachatez de querer volver. A sus requerimientos y argucias, ronronearme en el teléfono era una
de ellas, respondía levantando la bocina y poniéndola a oir aquella mar gruesa de arrullos y cariños que, a
diferencia de sus falsas palabras, son el verdadero idioma del amor. ¿Quién mejor que yo lo puede decir?
Entonces tomaba un ejemplar entre mis manos, soplaba entre las plumas de su pecho algodonoso,
permitiéndole a su vez picotear entre mis labios. Caricias cuya frecuencia inocente nada tenían que envidiaral
feroz repertorio de besos que en otro tempo ofrecía el engaño. Luego iba a la puerta y echaba doble llave,
aturdido y feliz con la agitación y el revuelo.
Este es mi hogar: cientos y cientos de palomas, incontables en su variedad, que atiendo con la devota
diligencia de quien, dueño y señor, conoce los placeres del serrallo. Una aventura tal, así sea hija del
despecho, no tiene precio.
Meses ha que se amasa esta luz conyugal que, mezcla de plumas y picoteos tiernos, transforma sin
pausa mi vida en otra vida.
Hoy, valga decirlo, tengo el gusto que mi ex no supo darme.
Por otro lado, ¿cómo no llamar delirio suyo y amarguras de repudiada aquello que de mí cuenta por
ahí?.
LA MUSA
Si ella viviera en provincia, su lugar estaría en medio de todos, abanicándose con suavidad y elegancia,
y sonriendo para la historia. Tal es su condición, fácil de advertir entre el gremio de poetas y artistas, allí
donde el exceso no sobra y libre corre el licor y se festeja el chascarrido; allí donde, con minucias de reina,
ella gobernaría la cruda madeja que envuelve la vida de todos, ofreciendo a cambio de nada, inspiración. Allí
donde el fru- fru de sus ropas, hechas en casa, no tendría por qué competir con retóricas vanas y
cancioncillas huecas la solvencia de un espacio amigo. Allí donde, náyade traviesa, en plenitud de sus formas,
su alabastrina figura sería motivo para permitir al verso o al plúmbeo mármol aquello que, de otro modo,
sería imposible de conseguir, puesto que la insinuación, el atisbo, jamás el atrevimiento pecaminoso, son su
óbolo.
Casta a morir - su afán último son los orbes platónicos -, allí sentiría que para nada corre peligro su
virtud si, rastreada por la jauría, huyése de los tibios salones y corriése a refugiárse en la férrea salud de las
habitaciones con llave, y esto, porque allí, en aquella provincia amable, coloreada como un frutero, bastaría
un !no! rotundo para que cualquier zalamería cinegética regresáse a su improbable comienzo. Y es que si ella
estuviera allí, en provincia, adornando el episodio de las insomnes veladas, sería porque, ni madre ni amante
(los hijos son una decadencia, los amores furtivos un extravío), valga decirlo, estaría cumpliendo el papel, la
delicada función, que el resto de las damas, !maldita sea!, se prohíbe en todas partes a cambio de criar niños
y revolcarse en una cama.
!Que nadie, tampoco, corra a lanzar hipótesis! A un deslenguado que se atrevió tantico así, ésta fue
causa suficiente para que cayera en las mazmorras de su desdén, de donde todavía no sale.
Ni las unas, !cómo podría pensarse!, ni los otros, son motivo de nada para ella, etérea flor que
cualquier día acabó por sellarse, sacrificando lo que nadie sacrifica en favor de dar al arte (con mayúscula) lo
que el arte no tendría de otro modo. Porque, la verdad, !inspiración!, !inspiración!, es la materia inflamable
que ella, núbil doncella, desparrama aquí y allá, en cenáculos y logias, tertulias y bares bohemios, íntimos
pebeteros donde sólo arde el verdadero fuego.
De vivir allí, en provincia, al pié del reflejo que guía el manso curso de las cosas, y no acá, en la urbe
detestable, donde nadie es nadie, y su verdadera vida se pierde, tornándose rencorosa; donde, como
cualquier criatura del común, ha de atender a mil albures y adversidades, evitando ser arrastrada por la
ordinariez y la vulgaridad, esas dos deidades mugrientas a quienes una dama siempre se rehúsa; donde, en
fin, no hay forma ni ocasión para que un cierto romanticismo, habitual al alma, cultive, tronche y almacene
sus crepúsculos, sus rubendarianas angustias, sus lánguidos camellos. De vivir allí, lo repito, en la inmóvil
paz pueblerina - de donde nunca debió haber salido - y donde nadie se atrevería a negarle lo suyo, su aúrea
filiación con lo invisible, estaría abogando por la feria de acrósticos y anagramas, por la sarta de himeneos y
coplillas que, en últimas, para resumir, cualquiera sea la circunstancia (cenáculos, cafetines y mansardas )
devuelve a la vida lo que la vida siempre da.
LA MAJADA
Cuidar ovejas, nunca fue mi oficio. Ahora lo hago por accidente, por un craso error en los planes de mi
vida. ¿Quién iba a pensar que lo que comenzó casi como una distracción, pronto se transformaría en un
problema insoluble? Todo empezó cuando por hacer caso a consejos ajenos que buscaban remediar mi falta
de compañía, en lugar de un perro o un gato, me compré una oveja. En la granja donde la conseguí, me
dijeron que su cuidado no requería de mucho y que pasto fresco y sosiego eran suficientes. Entonces la traje
acá, a mi casa en el suburbio, un sitio tranquilo como ninguno, donde con rapidez se hizo a unos hábitos que
en nada perturbaron los míos.
Con mi consentimieto, la oveja se paseaba por todos lados, esparciendo en el ambiente esa lana felíz,
esos dóciles aromas, esos balidos eufóricos, que refrendaban allí, entre muros, una tibia y amistosa
proximidad. Cualquier balido suyo, tan raro de escuchar en sectores suburbanos, fuera bueno o no el
momento, constituía una satisfacción para quien, desde su lugar en la sala o el dormitorio, poco le faltaba
para responder de igual manera. Luego caí en la ramplonería de ponerle nombre, y, de ahí, al afán de llenarla
de arrumos y mimos - ya se sabe la clase de sentimiento que despiertan las ovejas -, no hubo más que un
paso. Soledad, así la llamé, segura de mi atención, venía y recostaba su cabeza sobre mis piernas, y así
pasábamos las horas.
Por lo demás, esta paz era algo que habíamos labrado los dos, y nada más legítimo que aspirar a
convertirla en simiente de los días venideros. Pero aquello no duró (¿qué paz verdadera dura?), porque
pasados algunos sucesos, nimios y sin importancia, necesitada también del rebaño, mi amiga no tardó en
volver lastimeros sus reclamos, agobiantes sus saltos y carreras, suplicantes sus arrimos, moviéndome a
tomar medidas.
Una tarde, después de un largo período de necedad, para evitar que me enloqueciera, convine en traer
un cordero. De ahí en adelante, el orden volvió, aunque ya fuéramos tres y los cuidados se multiplicaran y el
gasto en comida pesara. Por cierto, en lugar de maullidos o ladridos, que es lo que se destila en todas
partes, música fue lo que de nuevo se oyó en casa.
A veces, en esas tardes tranquilas, apoyaba la cabeza en el espaldar del sillón y, flotando en aquellos
toscos llamados ancestrales (en su dulce quejumbre), que se anticipan siempre al miedo y el amor, no dejaba
de reflexionar en el poder de tanta mansedumbre, capaz de atravesar la historia, incluso con más fortuna
que otras criaturas mejor dispuestas para la lucha, y de las que no queda ahora sino el vestigio.
Una oveja, me decía, pese al colmillo asesino y a la brutalidad de tanto cuchillo inmolador, no hace sino
poner en evidencia la condición de hierro de una virtud como la bondad.
Y, así, me iba en pensamientos que sólo aspiraban a hacer justicia a quien, hermoso y delicado, se
relega por su condición de víctima eterna. !La bondad! !La pureza! !Jamás ha habido mayor símbolo ni
criatura más indestructible que las encarne! !Mientras haya ovejas, así discurría yo, la pureza y la bondad
están aseguradas! Bendecía, entonces, el curso habitual de las cosas y doblaba, una vez más, la ración
mañanera de forraje y fresca avena.
Quizá fuera este sentimiento, inexplicable en su obsesión, el que, tempo después, me condujo a
comprar más ovejas y corderos. De remedio para mis penas, de repente, casi sin darme cuenta, los bovinos
se convirtieron en una manía escandalosa para la cual la casa comenzó a no ser suficiente. Llegó el momento
en que, tal era su número, que no cabía uno más!
Más tarde, con las nuevas crías, se formaron rebaños enteros, que vinieron a multiplicar los ya
existentes y que, pese a la adversidad (los rigores del clima, los accidentes callejeros, el colmillo de los
depredadores), conseguían superar tal fatalidad. El evento, sin embargo, con todo lo pintoresco que era
(había que

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