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Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 2 Índice: Sinopsis 3 Capítulo 1 4 Capítulo 2 14 Capítulo 3 24 Capítulo 4 32 Capítulo 5 40 Capítulo 6 48 Capítulo 7 54 Capítulo 8 65 Capítulo 9 72 Capítulo10 82 Capítulo11 92 Capítulo 12 102 Capítulo 13 109 Capítulo 14 117 Capítulo 15 125 Capítulo 6 132 Epílogo 138 Sobre la autora… Joan Bauer 143 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 3 Sinopsis Una vez más Allison —más conocida por A.J.— vuelve a estar enamorada de un «tipo especial». Peter Terris, uno de esos chicos imposibles que ni siquiera te miran y salen con chicas rubias y despampanantes. Se acerca el baile de San Valentín y A.J., sin pareja, tendrá que quedarse en casa si no encuentra pronto un candidato. Aunque siempre cabe la posibilidad de que Cupido le eche una mano y clave una de sus certeras flechas en el duro corazón de Peter… Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 4 Capítulo 1 Estaba en el cuarto oscuro, arriba del garaje, revelando la enésima foto de Peter Terris, un chico fantástico que no necesita retoques y que apenas sabe que existo. Había sacado esa foto en el vestíbulo del instituto Benjamin Franklin, mientras Peter estaba apoyado en la sagrada estatua del gran Ben. La había hecho desde lejos (la distancia es el pequeño pero fundamental problema de nuestra relación) utilizando mi Nikon F2 y el zoom, escondida detrás de una columna de mármol de imitación. Me escondía porque si Peter hubiera descubierto que me dedicaba a fotografiarlo desde hacía meses, habría pensado que soy una inmadura, una neurótica y una maniática obsesiva. La bombilla roja difundía en el cuarto oscuro una tenue claridad. Vertí el líquido de revelar sobre el papel fotográfico y estuve moviendo la cubeta mientras el rostro de Peter aparecía en el papel. Al principio se veía borroso, como una sombra, pero poco a poco fue adquiriendo nitidez. Luego sumergí la foto en el fijador, la enjuagué y la colgué para que se secara. Finalmente empujé hacia atrás la silla giratoria al tiempo que exhalaba un profundo suspiro. Me había pasado los últimos cinco meses intentando no quererlo. Tras estornudar estrepitosamente (padezco una alergia crónica), saqué el inhalador para darme un generosa rociada en casa fosa nasal. Enamorarse es un suplicio atroz. Era 6 de febrero, faltaban ocho días para San Valentín y, como de costumbre, yo no salía con ningún chico, atrapada en la mordaza de acero del amor no correspondido. Por si no fuera bastante horrible no salir con ningún chico la noche de Fin de Año, ahora también tenía que afrontar mi trágica soledad el día de San Valentín y, encima, sufrir el terrorismo psicológico de los comerciantes locales, que desde el 2 de enero habían empezado a llenar los escaparates de corazones y cupidos. Eso por hablar de lo humillante que es no tener un caballero con el que asistir al romántico baile del Rey de Corazones, que se celebra el día San Valentín en el instituto. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 5 Bajando la escalera que va desde mi estudio al garaje estuve a punto de tropezar con Stieglitz, mi perro, una bola de pelo blanco y negro de unos veinte kilos, llamado así en honor de Alfred Stieglitz, un gran fotógrafo de principios de este siglo. Se me echó encima con una alegría desatada, porque solo el hecho de verme lo hace feliz. Al menos los perros aman incondicionalmente. Me arrodillé para acariciarlo. —Stieglitz, ¿te has parado a pensar alguna vez que el amor es un sentimiento de sufrimiento en estado puro y que lo que lo único que promete son tormentos? Stieglitz no se había parado nunca a pensarlo, así que meneó el rabo al tiempo que saltaba intentando que lo cogiera en brazos. Yo crucé de prisa el garaje y entré en la cocina sin dejar de reflexionar en mi problema. Toda esta historia empezó hace cinco meses, y tengo interés en subrayar que yo no buscaba nada. Estaba cruzando el vestíbulo para ir a clase de literatura inglesa, leyendo a toda velocidad Beowulf, cuando tropecé con el espléndido pie de Peter y me caí al suelo justo delante de él, como si fuera una retrasada mental. Habría podido archivar el asunto en la carpeta titulada «Pésimo don de la oportunidad», si no hubiese levantado la vista hacia sus fenomenales ojos verde mar, que me dejaron petrificada. Era peligroso, ya que estaba intentando evitar por todos los medios establecer el más mínimo contacto visual con el género masculino. Después de que mi anterior relación terminara de un modo desastroso, Todd Kovich, con el que había salido cuatro meses, me había plantado para ir a la Universidad de Yale, pronunciando las palabras de despedida favoritas de todos los hipócritas que infestan la tierra: «Te llamaré». ¿Me ha llamado alguna vez? ¿He tenido la más mínima noticia de él desde el veintitrés de agosto? ¿Vuelan acaso los burros? En resumen, allí estaba yo, un desecho informe a los pies de Peter Terris y todavía de luto por el desalmado Todd. Intenté inútilmente convencerme de que colgarse de otro tío fantástico traspasaba los límites de la estupidez humana, especialmente si el tío en cuestión era el capitán del equipo de fútbol del instituto y formaba pareja estable con Julia Hart, a quien, por Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 6 decirlo con palabras de Trish Beckman, mi mejor amiga, se puede definir simplemente como «el cuerpo». Nada ni nadie, salvo tal vez una llama oxhídrica, podría alejar a un hombre de ella. Sonriendo, traté de hacer graciosamente mutis por el foro, pero lo único que conseguía fue tropezar de nuevo. Peter Terris me miraba como un niño mira a los payasos del circo. Me alejé cojeando y, mientras pasaba junto al banco dedicado a la paz en el mundo —una donación de los alumnos que se habían diplomado el año anterior—, Trish se acercó. —¡Ni se te ocurra, A. J.! —dijo en voz baja. Yo la miré con aire inocente. —¿A quién crees que engañas? Lo he visto todo. Has bizqueado —afirmó y, tras haberme examinado las manos, susurró siniestramente—: Tienes las manos sudadas. Conozco los síntomas. Trish y yo somos íntimas amigas desde que empezamos la secundaria y lo hemos compartido todo: infinitas desilusiones amorosas, continuas agresiones del mamarracho de su hermano y la crisis de los cuarenta de su padre, cuando salía a la calle con unas camisas ajustadas y llamaba a todo el mundo «pequeño». —¡Dilo! —ordenó Trish. —No volveré a colgarme nunca más del chico equivocado —balbuceé. Luego, en un intento de tranquilizarla, añadí—: No te preocupes. Estoy bien. Todo eso sucedió hace cinco meses. Entonces no estaba bien, y tampoco estoy bien ahora. Llamemos a las cosas por su nombre: es una tragedia. He salido con cuatro chicos, y en el espacio de un año mi potencial romántico se ha transformado en un queso suizo. Dos me dejaron para volver con sus anteriores conquistas, uno insultó mis fotografías, y Todd, el muy cabezota, que eso es lo que es, se matriculó en Yale y desapareció. Me he quedado sin ir a una fiesta de fin de curso, a una fiesta de principio de curso, y éste ya es el tercer año que no participo en el baile del Rey de Corazones. Pero, un momento, no vayáis a pensar que soy un monstruo. Tengo una Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 7 larga melena castaña, unos bonitos ojos oscuros, unos dientes perfectos y una nariz que sé fruncir con gracia llegado el momento. Soy alta (casi un metro setenta y cinco) y esbelta, me sientan bien los vestidos y soy capaz de reparar una pequeña avería en el motor del coche sin parecerun marimacho. Mis padres están preocupados porque me enamoro con demasiada facilidad. —A. J., ¿tú por qué crees que te atraen tanto los chicos? —me preguntaron una vez. No iba a hablarles de la explosión química que se produce en mi interior cuando los miro; los padres no quieren escuchar ese tipo de cosas. Así que hice como si no hubiera oído nada y me quedé en silencio. —Quizá deberías reflexionar un poco en el asunto —sugirió mamá—, al menos hasta que tus sentimientos vayan al mismo paso que la realidad. —También podríamos encadenarte al radiador hasta que superes estos momentos —añadió mi padre. Ahora entendéis contra qué debo luchar, ¿no? He intentado expresar mis emociones a través de la fotografía, y no es casual que mi preferida sea la de una lata de refresco pisoteada en medio de un parque desierto. Intento convencerme de que todo va bien, pero entonces veo pasar por la calle a una pareja enamorada y me acuerdo de cuando me sentía así, aunque no fuese una cosa seria; me acuerdo de cuando me sentía amada, deseada e importante. Y me invade la tristeza hasta tal punto que me vienen a la mente todos los tíos que me han dejado plantada, incluso Marry Mitchler, que en quinto de primaria se rió de mi postal del día de San Valentín y se la enseñó a todos durante el recreo. De todas formas, para conocerme realmente tenéis que ver mis fotografías. Cuando la fotografía y yo nos encontramos por primera vez, yo tenía siete años y estaba en Italia. Miré la Torre de Pisa a través del visor de la Leika de mi padre, incliné la cámara hasta que la torre apareció recta y entonces pulsé el botón. Cuando vi la foto revelada unos días después, me quedé maravillada al percatarme del poder de una máquina que, siendo tan pequeña, lograba enderezar un edificio peligrosamente torcido. Papá me regaló una 35mm de segunda mano y yo me dispuse a captar la vida a Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 8 través del objetivo. Los chicos no entienden el arte. Les importa un bledo si de vez en cuando la cámara de fotos manifiesta un poder que va más allá del fotógrafo, logrando capturar una emoción que sólo el corazón es capaz de ver. Cuando sacó la mía, se sienten amenazados. Hay pocos chicos que aprecien el papel del artista en la sociedad, pero yo albergaba grandes esperanzas respecto a Peter Terris. Estaba de pie junto a la puerta de la cocina, mirando trabajar a mi padre. Él estaba en otra dimensión: sostenía en la mano dos cajas de cereales con chocolate y caramelo —el maravilloso producto de su principal cliente, la Choco—Chunks International—, y las miraba con el mismo embeleso que un papá a sus gemelos recién nacidos. Estaba proyectando una nueva campaña publicitaria y sondeaba los meandros de su cerebro en busca de algo que decir sobre un producto para el desayuno de los niños que contenía las porquerías suficientes para alterar el nivel de colesterol de toda una generación. Me apoyé sigilosamente en la puerta mientras papá tocaba las cajas de cereales respirando lentamente, a fin de establecer contacto con ellas. Así era como me había enseñado a hacer las fotos. «Debes ponerte en sintonía con el sujeto —solía decir— hasta que percibas su esencia». No siempre resultaba fácil, pero cuando lo lograba era magia pura, y tengo premios para demostrarlo. Gané un premio a la «Foto más pertinente» en un concurso local con mi deprimente naturaleza muerta titulada Plato de judías guisadas, y derroté a mis adversarios en el concurso para Jóvenes Fotógrafos del Noreste con Piececitos, un delicioso primer plano de los dedos de los pies del hermano de Betty Maniero. Papá dio un puñetazo en la mesa. —¡Seremos implacables! —declaró—. Anuncios en todas las cadenas de televisión de Estados Unidos. Patrocinaremos las competiciones deportivas para jóvenes. Pondremos fotos de los atletas en la caja, cantaremos las alabanzas de sus padres contando que se pasaron años levantándose antes del amanecer para acompañarlos a la piscina, a la pista de patinaje sobre hielo o donde fuera. ¡Pobres estúpidos! Organizaremos competiciones en los colegios, y el ganador recibirá como premio una fiesta Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 9 donde tocará su grupo de rock preferido. Y haremos camisetas, gorras, pegatinas con olor de chocolate… ¡Todo Estados Unidos se volverá loco por coleccionarlas! Dio un paso atrás, satisfecho, mientras el reloj de la cocina marcaba las horas. Mi padre es un tipo larguirucho que mide un metro ochenta de alto, con la piel y el pelo oscuros, y un bigote que sube y baja cuando habla. La publicidad es su segunda piel. Durante once largos años estuvo metido en el mundo de la dirección cinematográfica —con incursiones en el de la fotografía—, y casi había logrado hacerse un nombre. Pero siempre surgía algún obstáculo: se cancelaba la financiación, la gente cambiaba de idea, sus fotos «habían estado a punto» de venderse… Y los «estar a punto», como dice papá, no bastan para pagar el alquiler. El día que yo cumplí seis años hizo borrón y cuenta nueva y se compró un traje azul. Lo llevaba como si fuese una pesada armadura. Luego se metió en la publicidad donde tuvo un gran éxito. Ha hecho bailar mesitas de noche al ritmo de la música soul, ha transformado cepillos de dientes en rayos láser, ha incitado a un gel antiacné a enfrentarse con unos granos de vampiro y ha convencido a un coro de leotardos de que canten con sentimiento. Es capaz de pedirle peras al olmo y conseguir que las dé. Y también es capaz de ser muy obtuso. Cuando, en noviembre del año pasado, declaré oficialmente que quería ir a la Escuela de Bellas Artes y hacerme un nombre en el campo de la fotografía, se enfadó muchísimo. —¡La fotografía es un oficio que no da seguridad, A.J.! Al final, unos pobres idiotas incapaces de comprender lo que estás intentando decirles acabarán por darte una patada en el culo. ¡Mi hija no echará su vida por la borda de ese modo! Montamos un buen número: yo decía a voz en grito que teníamos que hablar del asunto y él me contestaba, gritando más aún, que no había nada de que hablar. Mamá intentó poner paz, como siempre, pero nosotros estábamos firmemente decididos a permanecer cada uno en su posición. Fue entonces cuando surgió entre nosotros «el muro», hecho de silencio y de dolor. Desde aquel día parecemos dos puercoespines que intentan pasar al mismo tiempo por un pasillo demasiado estrecho. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 10 De manera que mandé las solicitudes de admisión a las escuelas «buenas», es decir, a las que según papá podrían darme una educación como es debido, rezando para que las rechazaran. Y luego, con el cauto permiso de mi madre, envié una copia de mis mejores trabajos a diferentes escuelas artísticas, sin saber qué sucedería si me aceptaran. Una noche vi a papá tirado en el sofá del salón, mirando mi primer autorretrato (tenía doce años) como si estuviera en trance. Me hubiera encantado preguntarle: «¿Crees que tengo bastante talento para abrirme camino, papá?». Pero no lo hice. Hace años, cuando a papá le ofrecieron un puesto importante en Manhattan, en una gran agencia publicitaria, nos trasladamos a Connectitud, ya que Chicago estaba demasiado lejos. Mamá tuvo que dejar la empresa de cátering donde trabajaba y discutían con frecuencia, tanto que a veces debía intervenir yo para poner paz. «Ahora —decía—, daos un beso y sonreíd». Darse un beso no servía de mucho. Lo que sirvió de verdad fue mi caída desde lo alto de un árbol del jardín, que me costó un brazo roto. En aquel período mamá y papá iban a un consultor matrimonial para tratar de racionalizar su rabia, pero dejaron sus diferencias a un lado al encontrarse ante la lamentable visión de su pobre hija implorando piedad en urgencias. Soyalérgica al dolor. Cuando me quitaron la escayola, volvían a hacerse arrumacos y a escuchar juntos música de jazz, como en los viejos tiempos. Fotografié la escayola (mi primera naturaleza muerta), la enmarqué y se la regalé a mis padres el día de su aniversario de boda. Cuando la vieron, mamá se echó a llorar y papá levantó con orgullo la cabeza. Lo que más miedo me da, además de no conseguir tener una vida sentimental decente ni ahora ni nunca, es no triunfar como fotógrafa. Hubo una época en que papá y yo cogíamos nuestras cámaras y nos íbamos a pasear juntos por las calles de Nueva York, durante el verano, en busca de imágenes. Y mientras consumíamos carrete tras carrete, me habría gustado abrazarlo y decirle lo mucho que sentía que su pasión no se hubiera convertido en su trabajo. «Ahora es mi pasatiempo —insistía él—, y así me va bien.» Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 11 Si a mí me sucediese lo mismo, si no consiguiera comunicar al mundo con mi arte lo que tengo que decir, creo que me moriría. Papá miraba las cajas de cereales con chocolate y caramelo como si contuvieran los secretos del universo. El teléfono del estudio sonó y él se percató de mi presencia. —Hola… —Bajó la vista, hundiendo las manos en los bolsillos—. Tengo que ir a contestar —murmuró. —Claro. Me senté en el sofá de la cocina y lo miré alejarse, preguntándome qué habría sido de todas sus películas y fotos guardadas en los armarios del trastero: documentales sobre la droga y los vagabundos, cortometrajes cómicos, una comedia romántica sin terminar, las cajas llenas de fotos que eran fragmentos de mi vida… ¿Cómo se puede perder el interés por algo por lo que se ha sufrido, por lo que se ha sudado? También me pregunté si mi padre confiaría alguna vez en mí como fotógrafa. Y también si Peter Terris se fijaría alguna vez en mí. Enfoqué con la F2 un pirulí en forma de corazón colocado junto al fregadero, pero antes de disparar le di un mordisco para añadirle un toque de realismo. Estaba de pie sobre un taburete para hacer una foto desde arriba, cuando sonó el teléfono y el contestador automático se disparó. «Espero —dijo la voz de Pearly Shoemaker— que estés trabajando en la portada del número dedicado al día de San Valentín, A.J.» Pearly, es la implacable directora de El Oráculo, la revista del instituto, para la que trabajo día y noche absolutamente gratis en calidad de primera fotógrafa. «Supongo que sabrás —continuó— que la revista no puede imprimirse sin la portada. ¡Y llevo seis meses trabajando como una condenada en este número!» Cerré los ojos. Sabía que aún no había acabado. «¡Si no estás trabajando en la portada, A.J., hemos acabado!» Me acerqué con el teleobjetivo para conseguir un efecto de cartel Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 12 publicitario y saqué tres instantáneas del corazón de caramelo. —¡Estoy trabajando! —repliqué. «¡Sé que estás ahí, A.J.», gritó Pearly antes de colgar. No debía haberme dejado engatusar. El número dedicado al día de San Valentín iba a ser el más voluminoso que una revista escolar hubiera publicado nunca sobre el tema del amor, desde la prehistoria hasta nuestros días. «¡Es como si estuviera viéndolo! —había exclamado Pearly—. Un número entero dedicado a amor y a los años turbulentos de la adolescencia. Tendrá cien páginas, y venderemos un montón de espacios publicitarios a los comerciantes locales. Todos querían anunciarse A.J., porque, ¿quién puede decirle no al amor? ¡Me…, perdón, nos haremos famosas!» Había proseguido diciendo que El Oráculo, hasta entonces gratuito, se vendería con ocasión de la fiesta de San Valentín al precio de dos dólares (en efectivo, nada de crédito), y que por eso la portada de A.J McCreary debía ser perfecta. Yo había sacado unas cuantas instantáneas utilizando filtros oscuros y negros, imágenes desenfocadas de muchachos abrazándose, un chico y una chica besándose delante de la pollería del señor Petrocelli, justo en el momento en que él estaba colgando en el escaparate dos pavos de cinco kilos. Pearly quería algo que hiciese referencia a los clientes. —¡Piensa en San Valentín, A.J.! ¡Corazones, cupidos…! —Yo no hago fotos de cupidos, Pearly. Son banales. —Parejitas cogidas de la mano…. —Demasiado burdo… —¡No quiero nada extravagante! —había dicho gritando—. ¡Ni deprimente! ¡Y, sobre todo, nada que resulte incomprensible o tenga doble sentido! —¿Y qué crees que queda? —había replicado yo, gritando también. —Algo normal, A.J., ¡eso es lo que queda! Yo no hago fotos normales. Después de todo tengo que cuidar mi Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 13 reputación. Así que había seguido peinando en las calles de Crestport, en Connecticut, en busca de la esencia del amor, mientras mi corazón estaba hecho añicos. Había visto aceras resbaladizas y cielos de febrero, a un chiquillo dándole puñetazos en el estómago a su hermanita y a un montón de gente enfadada, y después…, después había visto a Meter Terris y a Julia Hart caminando cogidos de la mano por el Mariah Boulevard con un aire indiscutiblemente fotogénico, ajenos al fango invernal que se había adherido a sus zapatos de marca. Apartando un mechón de pelo de la cara de Julia Peter había besado su nariz enrojecida. Me habían superado, rezumando pasión de San Valentín y mostrándose como los candidatos perfectos para la portada de El Oráculo. Había apartado la mirada de aquella escena odiosa y, angustiada, me había escondido detrás de un seto, presa de la más terrible desesperación. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 14 Capítulo 2 —¿Qué podía pasar en cuarenta y ocho horas?—le pregunté susurrando a mi madre. Ella me miró desde detrás del mostrador del Gran Gourmet, su tienda de especialidades gastronómicas, con una expresión que significaba: «Hablaremos más tarde de eso, pero, ya que me lo has preguntado, te diré que podían pasar un montón de cosas». Habíamos estado semanas discutiendo sobre mi capacidad para sobrevivir sola en casa durante cuarenta y ocho horas, mientras mis padres iban a una convención de cocineros que se celebraba en Nueva Orleans. El hecho de que me faltaran treinta y seis días para cumplir dieciocho años y de que, por lo tanto, estuviera a un paso de convertirme en una adulta experimentada, no contaba para nada. Se iban esa noche y estaban tan preocupados como si fueran a lanzarnos a mí y a Stieglitz en paracaídas sobre un iceberg en el océano y a abandonarnos a nuestra suerte. Mamá colocó bien un corazón de satén que adornaba la caja registradora y hacía juego con los corazoncitos colgados en la puerta, y me dio un codazo para que atendiera al siguiente cliente. Era sábado y la tienda estaba de bote en bote, como de costumbre. La señora Worthington pidió una docena de los famosos bollos de anacardos de mi madre; se los puse en una bolsa de papel reciclado y se los di con una sonrisa de dependienta perfecta, ya que la señora Worthington es la mujer más rica de toda la ciudad y espera que la sirvan bien. —Son doce dólares —dije. —Anótalo a mi cuenta, cielo —contestó en un tono ácido. Los ricos nunca salen de casa con dinero encima. Seguí sonriendo porque la señora Worthington es la mejor clienta de mamá y canta sus alabanzas a todas sus amistades. Luego apunté en el libro de cuentas: Viejo carcamal: doce billetes. Mamá me fulminó con la mirada y cerró el libro con un golpe seco. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 15 El delicioso aroma de los panecillos con chocolate blanco y canela se extendía por la tienda. La comida es una fuente de felicidad, y mi madre explota a fondo este principio. Los mostradores estaban a rebosar con sus creaciones de los domingos: pan con jamón y mozzarella, galletas alcaramelo, raviolis rellenos de pesto y cerdo asado con manzana al brandy. Sonia, la rolliza contable de la tienda, cogió un trozo de pastel de chocolate diciendo en tono quejumbroso que si trabajara en cualquier otro sitio no comería tanto. Hal Blitzer, el socio de mamá, se inclinó ceremoniosamente ante la siguiente cliente. Mi madre metió un brioche con chocolate fundido en una bolsita de papel, para un tipo de que decía haber venido a comprarlo expresamente desde New Jersey porque a su mujer le chiflaban y ese día era su aniversario de boda. Al oírlo, muchas mujeres que esperaban su turno les dieron un codazo en las costillas a sus maridos. Yo levanté los ojos al cielo: Peter Terris ni siquiera cruzaría la calle para comprarme una bolsita de caramelos. Mamá sonrió, encantada, y le regaló una rosa amarilla del jarrón que había junto a la caja. Nadie trata a los clientes mejor que Christine McCreary, gran chef y mujer de carrera. Mi madre tiene un sexto sentido. Siempre sabe qué exquisiteces van a gustarle a determinada persona y cree firmemente en el hecho de que la comida tiene el poder de sanar el espíritu y de estimular las relaciones humanas, y bajo esta firme convicción ha conseguido una amplia y fiel clientela. Para ella, trasladarse a Crestport fue un paso difícil. En Chicago había obtenido por fin un éxito merecido con una empresa de catering, y aquel cambio la obligaba a volver a empezar desde cero en una pequeña ciudad soñolienta que desconfiaba de la gente de fuera y no distinguía un pepinillo en vinagre de uno agridulce. Había estudiado Crestport a fondo, intentando averiguar dónde había un lugar para ella. Tres meses después entró muy decidida en el establecimiento de Hal Blitzer, en la Seminole Avenue, y le dijo que podía garantizarle el éxito organizando un curso de cocina. —Enseñaré a preparar comidas indias, italianas y francesas, y también sorprendentes platos para niños. ¿Me permite que sea franca con usted? Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 16 —Por favor. —Las mujeres de Crestport se aburren. Necesitan excitación, alimento, emociones. ¡Si las convence de que pueden preparar platos nuevos ellas solas, que pueden descubrir nuevos caminos para sorprender y dejar boquiabiertas a sus amigas, confiarán ciegamente en usted, señor Blitzer. —Llámame Hal. Mamá empezó clases de cocina un mes más tarde, tras una incitadora campaña publicitaria en el Crestport Crier ideada, naturalmente, por mi padre: «¡Déjese conquistar por las emociones de la comida!», proclamaban los anuncios, y las mujeres de Crestport lo hicieron. Y no sólo ellas, sino también un elevado número de señoras de la vecina New Leonard y de la zona meridional de Stanwich. Yo pasaba por allí todos los días al salir del colegio, hacía los deberes en la trastienda y observaba. Cuando cumplí nueve años, Hal Blitzer amplió el negocio, y entonces Christine McCreary, Maga de la Cocina, ya había echado sólidas raíces en la tierra de Nueva Inglaterra. En el espacio de tres años se convirtió en socia de Hal. Hace años que trabajo con mamá, y al igual que a cualquier otro hijo de cocinero me ha tocado hacer cosas curiosas, como entregar cuatrocientas comidas preparadas durante un tornado o lavar lechuga para trescientas personas porque la señora encargada de esa tarea había visto un ratón en la cocina y se había desmayado. Mi madre afirma que para hacer frente a las grandes emergencias gastronómicas hay que tener unos nervios a prueba de bomba. Yo digo que, además de tener unos nervios a prueba de bomba, también hay que cobrar una paga decente, y efectivamente ella me la da. En quinto de primaria hicimos una redacción sobre lo que nuestra madre nos había enseñado. La mía se titulaba: «No fiarse nunca de una lavandería». Mama la hizo plastificar y la guarda en el primer cajón de su escritorio. La comida, sin embargo, no sólo ha hecho triunfar a mi madre, sino que ha sido también su perdición. Se pasa noches en blanco entrelazando filetes de salmón y de pez espada, pierde mañanas enteras colando azúcar caramelizado a través de un paño, me monta un número si no corto la carne en el sentido correcto y siempre critica la manera en que ato el cordel cuando envuelvo cajas de pastas. Son cosas que me sacan verdaderamente de quicio. Y también es capaz, como estaba haciendo en Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 17 aquel momento, de reorganizar la bandeja de entremeses que yo acababa de preparar, empeñándose en disponer artísticamente las aceitunas griegas. —Christine —le susurró Sonia, cogiéndola de un brazo—, esas aceitunas están bien donde están. Y era verdad. Mamá soltó un gruñido (lo que significaba que no se habría sentido satisfecha ni aunque las aceitunas hubiesen dado saltos mortales hacia atrás) y lo dejó estar. Estaba cansada, enzarzada como siempre en su interminable batalla entre trabajo y descanso. Le encanta trabajar, pero se siente culpable porque me dedica muy poco tiempo, y con frecuencia se compara con las otras madres, que a la hora del desayuno están siempre en casa. —¡No soy como las demás madres! —se lamenta. Yo asiento. —A. J., ¿te sientes abandonada porque nunca hemos hecho labores juntas? —Pero, mamá, ¡si tú no sabes coser! —¡Y tampoco he decorado nunca con dibujos las paredes de tu habitación! —¡Ahora entiendo por qué no consigo encontrar a un chico decente! Si hubiera tenido una habitación con dibujos en las paredes, todo habría sido distinto… Pero ahora ya es demasiado tarde… Por lo general, al llegar a este punto mamá me da un pellizco y deja de sentirse culpable. Una vez oí que le decía a Sonia: «Tengo miedo de no poder volver a ponerme en marcha si me paro un momento». Aquél sábado habíamos trabajado hasta tarde cortando pan, envolviendo montones de encargos y sonriendo a los clientes. En este oficio, para triunfar hay que tener unos músculos faciales de acero. Hacía las cinco, cuando ya no había tantos clientes, mamá se puso a pasar la comida que quedaba a unos recipientes más pequeños. Yo me dediqué a llenar las cestas que llevamos todas las semanas al refugio para vagabundos de New Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 18 Leonard. Todos los años, por navidad, mi madre organiza una fiesta en el refugio con roastbeef, pavo relleno y otros productos típicos de esas fechas. En su despacho hay colgado un cartel que dice: A QUIEN HA RECIBIDO MUCHO, MUCHO SE LE PEDIRÁ. Ella no malgasta palabras para ayudar a la gente, lo hace y punto. Mi madre estaba cortando en tiritas la col que había sobrado para utilizarla como guarnición al día siguiente. Llevaba el pelo recogido en una trenza, lo que la hacía parecer más joven, y las gafas llenas de salpicaduras, como de costumbre. Se había puesto un delantal amarillo canario que realzaba los reflejos cobrizos de su pelo. —Cariño, me gustaría que te quedases en casa de Trish mientras papá y yo estamos fuera —dijo. ¡Otra vez! Le dije por enésima vez lo que ella ya sabía, o sea, que el hermano pequeño de Trish, Devon, es una alergia ambulante, lo que me obligaría a llevar a Stieglitz a la perrera, y después el pobrecito estaría días y días deprimido. —¡Por Dios, mamá! ¿Qué va a pasarme en cuarenta y ocho horas? Prefirió no responder. —Me ataré un extintor a la espalda y llevaré el teléfono móvil a todas partes, ¿vale? —A la cama también —insistió ella. Me puse una mano sobre el corazón. —Así me gusta —dijo. Contuvo un bostezo mientras se acaricia las arrugas de las comisuras de la boca como si intentase borrarlas. El tiempo es un enemigo implacable. Mi madre se levanta todos los días a las cuatro para preparar sus exquisiteces y siempre se va a dormir a las nueve. Y en aquellos momentos, además, la tensión entre mi padre y yo la ponía muy nerviosa.—Habla con papá —le pedí—. Intenta hacérselo entender. Ella exhaló un suspiro. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 19 —Ya he hablado con él, A. J., y también he hablado contigo. Pero hasta que no habléis vosotros dos, no cambiará nada, cariño. —¡Está siendo muy injusto! —No es tan sencillo, cariño. Tiene miedo por ti. —Estás de su parte, ¿verdad? Metí con ímpetu unos tarros de conserva de arándanos en la cesta que tenía en la mano, haciéndolos entrechocar. —No, no lo estoy —me contestó ella con lasitud. Luego se fue apresuradamente a la cocina porque el timbre del horno había empezado a sonar. Me apoyé en el mostrador, exhausta. Para mí, la jornada acababa de empezar. Había aceptado sacar fotografías del partido de baloncesto del instituto y si no me salía alguna decente, Pearly Shoemaker me desollaría viva. Empecé a dar saltos para desentumecerme… y en ese momento la puerta se abrió y entró Peter Terris. Tuve un repentino ataque de parálisis. Allí estaba, en toda la plenitud de su sensacional belleza, con un jersey ancho, unos vaqueros y una parca, caminando bajo los corazones de satén rojo que colgaban del techo. ¡Y se dirigía hacia mí! —Quisiera una tarta —dijo. Yo bajé de golpe a la tierra. —Nos quedan ésas… —¿También organizáis cursos de aerobic? —preguntó, riendo. Conteniendo la respiración, me sequé la frente con el delantal amarillo canario. —Estaba intentando animarme un poco —murmuré, al tiempo que me dirigía al mostrador de las tartas. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 20 No quedaban muchas, ya que estábamos al final del día. Era alucinante, porque hasta entonces él jamás había puesto su perfectísimo pie en la tienda de mamá. Y ahora lo tenía allí delante. ¡Eso quería decir que yo le importaba, por poco que fuera! Permanecimos de pie, respirando el mismo oxígeno, delante del mostrador de las tratas. Quería darle la mejor tarta a no ser que la comprara para Julia Hart. —¿Qué exquisiteces tenéis? —preguntó. El corazón me latía aceleradamente, las manos me temblaban y había perdido la capacidad de hablar. —Ehhh…, pues tenemos… —dije, señalando una con el dedo. —¿Es de miel? Asentí, y él hizo un gesto negativo con su espléndida cabeza. —Mi madre quiere algo especial. ¡Su madre! Estaba segura. Debía de ser una persona encantadora. Sonreí. Él señaló la otra tarta que quedaba, de fresas y ruibarbo con nata montada. Saqué la tarta más afortunada del mundo del expositor y la envolví con habilidad, aunque tuve que cortar dos trozos de cordel porque el primero se me enganchó en el reloj. Cuando Peter se acercó silbando a la caja registradora, tuve un repentino y rápido ataque de alergia. Me hubiera gustado decirle que alguien que escogía una tarta de fresas y ruibarbo tenía que ser una persona especial. Cogí el dinero que me tendía y mi pulgar rozó el suyo. —Gracias —dijo sonriendo. —Gracias a ti. Gracias por haber hecho que aquel fin de semana fuera mágico para mí. Gracia por poseer una belleza que escapaba a la comprensión humana. Mientras se alejaba, lo seguí con la mirada apoyada en el expositor, que Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 21 ahora sólo contenía una vulgar tarta de miel (mi preferida… hasta aquel momento). —¿Era un amigo tuyo? —preguntó mamá, emergiendo de la cocina. —Sólo un compañero de instituto… Empecé a sacarle brillo aplicadamente al expositor de las tartas. —Es guapo —comentó mamá. —¿Cómo dices?... —repuse, mientras le quitaba el polvo a la caja, que no lo necesitaba en absoluto. Era de noche. Para ser exactos, las 22.03. Mamá y papá estaban volando hacia Nueva Orleans, después de haber estado a punto de perder el taxi que tenía que llevarlos al aeropuerto e insultarse mutuamente por ello. Mis padres siempre discuten antes de hacer un viaje romántico. Me habían dejado una lista de normas que debía respetar sin discusión si no quería sufrir atroces torturas: * NADA DE FIESTAS * NADA DE CHICOS (ÉSTA ERA FÁCIL DE CUMPLIR) * NADA DE LLAMADAS INTERCONTINENTALES A LA PRIMA ANA QUE VIVE EN LONDRES * NADA DE IR DE COMPRAS * NADA DE TV HASTA LAS TANTAS, AUNQUE HAGAN UNA PELÍCULA DE KEVIN COSTNER Mamá había dicho que confiaba ciegamente en mí y que esperaba que me divirtiera. Papá había mirado mi Nikon F2 como si fuese una tarántula, al tiempo que me anunciaba que llamaría todas las noches. Estaba reflexionando sobre el poder de los padres y sobre los tormentos del amor no correspondido. Y lo hacía de pie en una de las gradas del polideportivo del instituto, rodeada de chicos fanáticos del baloncesto que reaccionaban ante los errores de los adversarios como si se tratara de un reto personal. Mis ojos expertos escrutaban la multitud en busca de Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 22 imágenes adecuadas para aquella portada del número del día de San Valentín. Los jugadores de nuestro equipo, los Pirañas violeta, practicaban un juego poco menos que suicida. Hacia la mitad del partido íbamos perdiendo 33 a 17 contra el St. Ignatius Ram, que en mi opinión era más malo que el sebo. Bobby Pershing, nuestro alero (habíamos salido juntos dos veces), falló varios lanzamientos, así que el entrenador, Grasser, se puso a gesticular como un enfurecido, aterrorizando al pobre Bobby hasta el punto de hacer que fallase un pase, mientras el entrenador de los Ram, el padre Bacardi, sonreía como lo hacen los sacerdotes. Durante el descanso, Grasser salió precitadamente de la cancha farfullando entre dientes algo contra ciertos «mentecatos atontados», y yo saqué algunos primeros planos que expresaban toda la trágica emoción de un partido entre principiantes. Durante el descanso me esforcé en hacer caso omiso de Peter y Julia, que estaban abrazados unas filas más debajo de la mía. La banda de los Pirañas Violeta empezó a tocar Finlandia, cosa que puso a todo el mundo, excepto a mí, de un humor excelente. Luego las animadoras de los Pirañas —más conocidas como las chicas pon-pon—entraron en la cancha gritando: ¡Muerde! ¡Ataca! ¡Nuestra es la victoria! ¡Somos los peces más feroces de la historia! En el segundo tiempo los Pirañas levantaron cabeza y, empatados a 42, alguien cometió una falta sobre Bobby Pershing lo que le dio el derecho a tres tiros libres. Estaba sobre la línea de los lanzamientos, bañado en sudor y con el semblante contraído por la emoción. Tenía que encestar los tres o los Ram ganarían. Todos los odiaban, hasta las monjas de su colegio. Carl Yolanta hizo que me subiera sobre sus hombros a fin de que pudiese inmortalizar el tiro con el que Bobby demostraría al mundo que los Pirañas del Benjamín Franklin habían vuelto, dejando atrás seis Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 23 semanas de humillaciones y derrotas. Peter y Julia estaban de pie, al igual que todos los demás, pero tan juntos que no conseguía distinguir dónde empezaba él y dónde acababa ella. Bobby encestó los dos primeros tiros; faltaba el último, el que nos podía dar la victoria. Enfoqué, pidiéndole a Carl que dejase de temblar. El árbitro silbó y la multitud estalló. El balón se apartó de las manos de Bobby, subió y siguió subiendo. Luego llegó a la altura del aro de la canasta y yo disparé en el momento en que pasaba a través de está. Nuestros hinchas profirieron un grito de alegría mientras los hinchas del equipo contrario enmudecían. Peter y Julia se abrazaron, extasiados. Carl me bajó con suavidad y luego se precipitó hacia la cancha. Yo grité junto con todos los demás: «¡Hemos ganado!», y me apoyé en una máquina de refrescos. —Vamos, A. J. Trish Beckman posó con determinación una mano sobre mi hombro. Sabía lo que quería decir, y no quería hacerlo. —Yo me voy a casa, Trish. Me sacó del polideportivo. —¡Nuncaes demasiado tarde para cambiar de vida! Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 24 Capítulo 3 Cuando las Pirañas pierden, el Superpizza va fatal; pero ahora que estábamos de nuevo en la cresta de la ola, Bo, el propietario, había revivido y andaba arriba y abajo por el local, ofreciendo gratis latas de refrescos y consejos («Los vencedores piensan como vencedores», «Los perdedores piensan como perdedores»). Había decidido concederme cuarenta y cinco minutos de diversión antes de regresar a casa para revelar la película y hundirme en la más abyecta desesperación. Trish me dio dos afectuosas palmadas en el hombro. ―Siempre te quejas de que nunca te relacionas con chicos guapos. Pues bien, A. J., aquí los tienes, delante de ti. Mire a mi alrededor, pero la representación masculina presente en la sala no era como para impresionarme. Un grupo de chicos mayores que nosotras bailaba la Danza de la Piraña, una especie de ballet que consistía en mover los brazos sin orden ni concierto, acompañándose de silbidos y gorgoteos varios. ―David Klein ―anunció Trish, con el tono de guía turística― acaba de romper con una chica del Leonard. Está disponible. ―Sí, pero mira como gorgotea ―observé. ―¿Y qué me dices de Bill Peck? ―Lleva en la cabeza un sombrero con aletas de nadar, Trish. Y dos cañitas metidas en la nariz. Trish dejo escapar un suspiro. ―Está bien. Entonces pasemos al equipo de baloncesto. Me parece una buena fuente de posibles novios, A. J., teniendo en cuenta que mides un metro ochenta. Meneé la cabeza. Estaba enamorada de Peter Terris y ella lo sabía. Comparado con él, cualquier otro chico era un adefesio, si no algo peor. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 25 ―Aunque no sean todos unos adonis, aquí hay un montón de chicos que no están nada mal, A. J., chicos que no salen con alguien a quien se conoce por el sobrenombre del Cuerpo. ¡Intentemos que no se repita la historia de Todd, por favor! De acuerdo, entre Todd y yo las cosas habían acabado mal. Yo era una artista. Él era un cretino. Yo le daba demasiada importancia a lo nuestro. Él no le daba ninguna. Trish estaba preparándose para el siguiente movimiento. ―Tú eres guapa A.J., y además inteligente. El problema es que siempre te enamoras de la imagen de un chico, sin preocuparte de cómo es realmente. Le conteste que yo no había pedido nacer así. No podía evitar que me atrajera la belleza. Trish se inclino sobre nuestra pizza vegetal con aire abatido. Quiere ser psicóloga y se pasa la vida buscando personas con las que practicar. Me parece estar viéndonos, sentadas en nuestro fast food preferido; yo estoy a punto de hincarle el diente a un perrito caliente, cuando de pronto ella empieza a golpear la mesa con el tenedor de plástico, diciendo: ―A.J., respecto al niño que hay dentro de ti... Y yo sigo: ―El niño que hay dentro de mí está perfectamente, gracias. Por favor, ¿podrías pasarme la mostaza? Trish siempre dice que soy un sujeto ideal para la psicoterapia, debido a mi resistencia innata y a mi actitud de rechazo. Nos hicimos íntimas amigas durante la celebración de su decimoprimer cumpleaños, cuando nos quedamos bloqueadas en la rueda panorámica del parque de atracciones, arriba de todo. Trish no me dejo gritar…, su inclinación por la psicología era evidente ya entonces. Comentamos el hecho de que Melissa Ferguson no nos había invitado nunca a sus fiestas a ninguna de las dos. Nos confiamos los nombres de los chicos que nos habían gustado. Hablamos de lo mucho que nos gustaba patinar sobre Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 26 hielo y de nuestro sueño de convertirnos un día en las estrellas del Holiday On Ice. Desde el fondo del Superpizza surgió un grito. Liza Shooty, primera chica pon-pon, chillaba a pleno pulmón mientras Al Costanzo, uno de los pívots, agitaba delante de su cara una porción de pizza de pimiento. Todos los «tipos especiales» sentados a su alrededor se echaron a reír, mientras los demás, humildes mortales, sonreíamos forzadamente preguntándonos qué era lo que tenía tanta gracia. Observé detenidamente las mesas amontonadas a lo largo de las paredes del fondo, donde estaban sentados los guapos y famosos del instituto. Allí estaban los héroes del Benjamín Franklin: estrellas del deporte y chicas pon-pon, guapos, divinos, estupendos e inclinados sobre sus pizzas. Al advertir mi desesperación, Trish dijo: ―Según mi madre, las chicas como Liza Shooty son víctimas de la peor maldición que puede caer sobre un ser humano. ― ¿Y en qué consiste? ―En conseguirlo todo demasiado deprisa. Miré a la pobre y maldita Liza, que había recibido de su hada madrina unos dientes espléndidos y una cascada de rizos negros como el azabache. Ella rompió a reír alegremente, echando la cabeza hacia atrás. ―Y, según tú, ¿cuándo empieza a surtir efecto la maldición? ―pregunté. ―Mientras nosotras estemos vivas, seguro que no ―contestó Trish. Estábamos allí contemplando esa trágica verdad, mientras el colesterol se apelmazaba sobre la superficie de nuestra pizza vegetal. De pronto, la puerta del Superpizza se abrió y entró Peter Terris con los aires de un rey en visita oficial, con Julia Hart pegada a su costado. ― ¡Olvídalo! ―susurró Trish. Estrechamente entrelazados, se dirigieron directamente hacia una mesa situada junto al ventanal, que se quedó libre como por arte de magia. El maravilloso cabello de Peter resplandecía y sus divinos ojos verde mar Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 27 brillaban. Julia sacudió la melena rubia y lo miro con embeleso. Yo aparté el plato. ―No tiene vuelta de hoja, A.J. ―dijo Trish, acercándome de nuevo el plato―. Hay batallas que no se pueden ganar. Peter Terris no está a tu alcance, y aunque consiguieras salir con él, cosa que dudo, te haría desgraciada, porque es un globo hinchado que sólo está enamorado de sí mismo, exactamente igual que Todd o Robbie Oldsberg, y todos los demás tíos de los que te… ―Yo no creo que sólo se quiera a sí mismo ―interrumpí, con un gruñido. ―¡Pero si es incapaz de pasar por delante de un espejo sin mirarse! ―Trish señaló a Peter, que acababa de ver su fantástico reflejo en el cristal y estaba pasándose una mano por el pelo―. Tú necesitas encontrar a una persona de verdad, A.J., no a uno de esos modelos de foto de los que te enamoras siempre. Me puse en pie, dispuesta a defenderlo, pero Pearly Shoemaker se materializó junto a nuestra mesa con una sonrisa de benevolencia plantificada en la cara, como si quisiera decir que si yo le daba inmediatamente la portada que esperaba para el número del día de San Valentín nadie sufriría ningún daño. ―Estoy trabajando en ello, Pearly. ― ¡Me alegra oírtelo decir, A.J., porque les hemos vendido el número del día de San Valentín a los anunciantes sin tener la portada! Arrojó sobre la mesa un poster publicitario de El Oráculo, decorado con cupidos tocando la trompeta. Dije que los cupidos son un trágico error de la mitología y no el símbolo de una nueva generación. Pearly parpadeó varias veces, juntando y separando las pestañas embadurnadas de rímel. ―Estoy intentando mantener la calma A.J. Yo soy la directora y, por lo tanto, yo soy quien toma las decisiones. ¡A todo el mundo le encantan los cupidos, A.J.! Le conteste en el lenguaje universal de los gestos y ella se volvió hacia Trish. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 28 ― ¡Intenta tú hacerla entrar en razón! A Trish, como amiga fiel que era, no se le ocurrió ni siquiera intentarlo. ―¡Necesito esa foto, A.J.! ¡Te doy treinta y seis horas más! ―susurró Pearly, antes de girar sobre sus talones y alejarse. ―¡La mujer de la carrera ataca de nuevo! ―dijo Trish. Mire a Peter y a Julia y me tapé lacara con las manos. Trish se acercó a mí para consolarme. ―¡Falta una semana para el baile del Rey de Corazones, A.J.! Son las chicas las que tienen que invitar a los chicos y si no espabilas, al final este año también te quedaras en casa sola, triste y deprimida. Me obligaste a prometerte que te lo recordaría hasta que hicieses algo, así que estoy recordándotelo. ―Te libero de tu promesa ―repliqué, poniéndome el chaquetón―. Y, tú, ¿por qué no llamas a Tucker? Trish desvió la mirada, incómoda. Tucker Crawford era su último amor, el insolente reportero agresivo de El Oráculo que había destapado el escándalo del envenenamiento en el comedor escolar causado por alimentos en mal estado. ―Estoy en ello ―dijo. Nina Bloomfeld arrastró una silla hasta nuestra mesa y se sentó con nosotras. Parecía estar hecha polvo. Acababa de romper con Eddie Royce, que la engañaba con otra. ―¿Qué tal te va? ―le pregunté. ―¿Cómo quieres que me vaya? ―repuso con tristeza―. Sigo repitiéndome que he hecho lo que debía hacer. Suspiramos juntas. ―Deberíamos tomar la iniciativa con alguno ―comento Trish―. Si no, nos tocara quedarnos en casa solas. ―Me pregunto ―mascullé a media voz―quién demonios estableció que quedarse en casa sola es tan tremendo. En resumidas cuentas, si a ti te Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 29 gusta un tío, pero él no quiere saber nada de ti, ¿tienes que buscar un sustituto sólo para ir al baile? ¡Pensad un poco en el nivel de degradación al que se puede llegar en esta sociedad de mujeres liberadas! ―Tienes razón. No debemos andar por ahí mendigando citas ―me apoyó Trish. Y luego añadió, hablando en voz todavía más baja―: de todas formas, si no nos damos prisa sólo quedarán los plastas. Estaba llevando a Trish a su casa en mi Volvo recién estrenado. Recorría la Mariah Avenue con la moral por los suelos mientras la radio difundía las notas de una triste canción sentimental. A juzgar por la letra de la canción, el cantante y yo teníamos el mismo problema: no lográbamos comprender el amor. Las reglas eran demasiado difíciles. Miré a Trish, que estaba durmiéndose, y giré a la izquierda después de pasar la Nickleby Novelty Company justo en el momento en que un gato saltaba desde lo alto de una pila de cajas, tirándolas al suelo. Empezó a pícame la nariz, pues la mera visión de un gato me provoca un ataque de alergia. Una caja fue a parar rodando en medio de la dalle y yo pisé el freno. Trish se despertó de golpe. De una de las cajas salió disparado un pequeño objeto que aterrizó en el capo de mi coche. ―¿Qué pasa? ―preguntó Trish con voz soñolienta. ―No lo sé… Me dispuse a abrir la portezuela. ―¡No salgas, A.J.! Es tarde, y algo no va bien ahí afuera… a lo mejor has atropellado al gato y lo has matado ―sugirió Trish. Bajé, con el corazón latiéndome aceleradamente, y eché un vistazo al objeto. ―¡No es posible! ―exclamé, riendo entre dientes. Trish estaba acurrucada en el asiento, haciéndome señas para que entrara en el coche, pero yo me arrodillé para ver mejor a la luz de los faros. Luego me eche a reír. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 30 Era un muñequito de trapo en forma de cupido, del tamaño de mi mano, con un minúsculo arco y una minúscula bolsa en bandolera, todo roto, y una estúpida sonrisita dibujada en la cara. Lo cogí. Tenía los ojos pintados de negro y la boca entreabierta, y lo único que llevaba encima era un paño rosa que le cubría púdicamente el vientre. Trish bajó del coche y le echó un vistazo al Cupido. ―Estás tomándome el pelo ―dijo, sarcástica. Le sacudí un poco el polvo al muñeco, riendo. Era mofletudo, rollizo y absolutamente ridículo. En una mejilla tenía un desgarrón por donde se le salía un poco de relleno. ―Creo que ya he encontrado la foto para la portada ―dije, tirándolo por los aires. ―A.J., Pearly te colgara de los pulgares de los pies si le llevas. . . ―Ha sido ella la que ha dicho que quiete un cupido, ¿o me equivoco? ¡Pero míralo! ¡Tiene muchísima personalidad! ―¡Y muchísimas pulgas! Cuando volvimos a subir al coche, dejé el cupido en el asiento posterior y le acaricié la cabeza para tratar de establecer contacto con él, como debería hacer todo buen fotógrafo con lo que va a fotografiar. ―Yo soy Allison Jean McCreary ―declaré―, experta fotógrafa de naturalezas muertas. Sólo tienes treinta y seis horas para mostrarme quién eres tú. Tras dejar el cupido en el estudio, bajé precipitadamente la escalera del garaje. Necesitaba dormir. Haría la foto al día siguiente. Me metí en el cuarto de baño con Stieglitz pisándome los talones, mientras le ordenaba a mi cerebro que hiciera caso omiso de las viejas tuberías de casa, que chirrían y gimen como un maniático sediento de sangre intentando descerrajar una ventana. Nuestra casa tiene más de cien años y acarrea un siglo de problemas que te ayudan a olvidar rápidamente lo atractivo de su antigüedad. Cerré con pestillo la puerta del cuarto de baño y puse delante una silla. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 31 Stieglitz dio un par de brincos, temblando y aullando, y le dije que se tumbara. Él, naturalmente, no obedeció. Sólo lo hace en la escuela de adiestramiento para perros, siempre y cuando se lo diga su adiestrador, que parece un pit bull de mal humor. Descorrí el pestillo, aparté la silla y dejé salir a Stieglitz, que se instaló junto a la ventana de mi habitación, preso a todas luces de un ataque de nervios. Salté por encima de un montón de ropa sucia que había olvidado meter en el cesto y me metí en la cama mientras Stieglitz gañía patéticamente a mis pies. Luego, estirando la manta para taparme hasta el cuello, empecé a contar, por este orden, ovejas, chicos maravillosos y los ladridos de mi perro, que amenazaban con romper el cristal de la ventana en mil pedazos. Stieglitz saltó sobre mí. ―¿Se puede saber qué te pasa? Bajé de la cama. Él daba vueltas en redondo y de vez en cuando se paraba para rascar la puerta con las patas. ―¿Qué mosca te ha picado? Stieglitz me miró con los ojos extraviados. ―¡Está bien! ―contesté, poniéndome las zapatillas―. ¡Ya voy! Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 32 Capítulo 4 Stieglitz salió disparado moviendo la cola a cien por hora y se detuvo de golpe al pie de la escalera que conduce a mi estudio, ladrando como un enloquecido. Lo seguí a toda prisa mientras en el reloj sonaban las doce (es un decir, porque es de cuarzo). El perro subió como un rayo la escalera y chocó contra la puerta de mi estudio, donde hay colgado un cartel que dice: NO INTENTÉIS ENTRAR, ES MÁS, NI LO PENSÉIS SIQUIERA. Algo extraño, sinuoso como un hilo de humo, se estaba abriendo camino en la noche. Fuera empezó a silbar el viento con un lento ulular y Stieglitz se puso a aullar exactamente igual que si en lugar de un perro fuera un lobo salvaje. —Eh, ¿qué te ocurre? Él intentó abrir la puerta, arañándola con tanta furia que hizo saltar la pintura. Así la manivela, respiré hondo y abrí… Stieglitz se precipitó al interior y de repente se quedó mudo. En cuanto a mí, noté que la sangre se me helaba en la venas. ¡El cupido! Estaba allí, mirándome con sus ardientes ojos negros y sus mejillas sonrosadas. ¡Y respiraba! La criaturita estiró las piernas y los brazos como si fuera un entrenador de aerobic, agitó las pequeñas alas y dobló la cabeza a izquierda y derecha mientras yo miraba a mi alrededor intentando averiguar si estaba soñando… Pero cuando el cupido apoyó sus minúsculas manos en sus minúsculas caderas y me miró de arriba abajo, fue excesivo. Me llevé una mano al cuello y me senté en el suelo. —¿Eres… —balbuceé—, eres… de verdad? La sombra de una sonrisa le iluminó el rostro. Se elevó por los aires a un metro del suelo, hizo una pirueta y aterrizósobre el pedestal que utilizo para las naturalezas muertas, que estaba junto a una manzana Granny Smith. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 33 —¿Eres…? —Me costaba hablar—. ¿Qué eres? Él se aclaró la voz y dijo en un tono absolutamente normal: —Bueno, ¿qué te parece si empezamos? —¡Sabes hablar! —Si nos ponemos en ese plan, te diré que sé hacer muchas más cosas — repuso, acariciando el arco. Luego sacó de la bolsa que llevaba en bandolera una microscópica manzana roja y la mordió. Yo seguía mirándolo, petrificada. Era como si un millón de películas de Walt Disney se hubieran condensado en una sola. Me sentía como si tuviese de nuevo cinco años. ¡Hubiera podido prepararle una cama en una caja de cartón! ¡Hubiera podido coserle minúsculas prendas y llevármelo a todas partes, guardado en un bolsillo! Me moría de ganas de tocarlo. —Ven aquí —murmuré, alargando una mano—. No te haré daño. El cupido, indignado, se irguió todo lo que le permitía su escasa estatura. —¡Yo soy un maestro en el tiro con arco! —me informó—. ¡No soy un juguete! Retiré la mano. —Lo siento…, perdona…, yo… Me miró con expresión desafiante hasta que aparté los ojos de él. Entonces se me ocurrió una idea: ¡el cupido podía ser un extraterrestre! Él abrió la boca para decir, mosqueado: —¡No soy un extraterrestre! —¿He dicho yo eso? —repuse. —¡Lo estabas pensando! —Sí, yo…, bueno…, ¿de qué planeta eres? Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 34 —Los norteamericanos estáis convencidos —dijo moviendo la cabeza, molesto— de que todo lo que no lográis entender viene de otro planeta. Permanecimos un rato mirándonos; luego cogí unas tijeras que estaban encima de la mesa. —¿Qué clase de broma es ésta? —Yo no gasto bromas. —Se alejó volando del pedestal y aterrizó delicadamente sobre la alfombra—. Pero tengo otras habilidades. —Dime una… Una flecha atravesó la habitación, produciendo un leve susurro, y fue a clavarse justo en el centro de la manzana. Tong. Con una sonrisa de satisfacción en la cara, el cupido permaneció inmóvil unos instantes y a continuación fue volando en busca de la flecha y la guardó de nuevo en la bolsa. —Soy consejero —dijo—. Gratuito. Y esto no es una bolsa —añadió, tocando la bolsa—, es un carcaj. —¿Me has oído pronunciar la palabra «bolsa»? La había pensado, en efecto. Me estiré el camisón hasta los tobillos, tiritando. —No debes tener miedo de nada —dijo él—. Estoy aquí para ayudarte. Nada de hilos ocultos. Se elevó hasta el techo y permaneció allí arriba revoloteando. Yo tragué saliva. —¿Dónde está la trampa? —No hay trampa. Nuestras relaciones tendrán que basarse en la confianza mutua. —¿Tengo que confiar en ti? —Hacer de consejero de adolescentes siempre es un problema… Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 35 —¿Y qué sabes tú de los adolescentes? Sus ojos se bañaron de tristeza. —Sé bastantes cosas sobre vosotros —dijo por fin—. Es mi trabajo. Lo vi volar hasta mi galería de retratos. —Tu estilo es muy melancólico. La técnica es excelente, pero si te concentrases en los aspectos más positivos de la vida, tus fotos estarían cargadas de energía. —¡Mis fotos están cargadas de energía! —De energía negativa —dijo él, con convicción—. Es una fuerza potente, pero no tanto como la positiva. Se dirigió hacia la pared de enfrente y comenzó a observar mis ampliaciones. —Si yo estuviera en tu lugar, practicaría más con la luz del amanecer — dijo. —Lo sé todo de la luz. Stieglitz hizo acopio de valor y se acercó al cupido como si se tratase de una ardilla. El cupido alargó una minúscula manita hacia él, sin miedo, y dijo en tono autoritario: —Siéntate. Stieglitz se tumbó. —Buen perro —dijo el cupido, ajustándose la bandolera del carcaj—. Deberías cepillarlo más a menudo —añadió—. Es de una raza que requiere muchos cuidados. —¡Lo cepillo todos los días! El cupido se quedó mirándome. —Las mentiras minan la base de cualquier relación. —¡Nosotros dos no tenemos ninguna relación! Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 36 —Podríamos tenerla —dijo, al tiempo que se tendía en el cojín persa que estaba sobre la alfombra—, si tú no estuvieses tan a la defensiva. Te toca a ti decidir. Salí corriendo del estudio, bajé la escalera, me senté junto al teléfono y levanté el auricular, como si quisiera llamar a los bomberos, a la policía o a no sé quién. Pero por suerte no lo hice. Deseaba desesperadamente un poco de sana normalidad. Por la calle pasó un coche con la radio a todo volumen y después se oyó rodar una lata por el suelo. Sí, todavía estaba en el mundo real. Me encontraba de pie en la puerta del estudio, con Stieglitz a mi lado. Todo estaba en silencio, pero no debía dejarme engañar. Hice chasquear los dedos y el perro se puso en posición de alerta. —Stieglitz, tienes mi permiso para hacer todo lo que consideres necesario. Rasgar, destrozar, aterrorizar. De ahora en adelante, el jefe eres tú. Stieglitz escrutó la oscuridad y se precipitó escaleras abajo. Lo seguí con la mirada. Me moría de ganas de echar un vistazo dentro. ¡Quién sabía si el cupido seguiría allí! La puerta se abrió y la criatura salió volando para posarse en mi hombro y decir: —Vamos, entra. ¡Por el amor de Dios, no disponemos de mucho tiempo! Se me hizo un nudo en la garganta y me percaté de que me sudaban las manos. Lo único que conseguí hacer fue gimotear: —¿Quién eres? ¿Qué está pasando? —Ah, ésa sí que es una buena pregunta. Emprendió el vuelo y se acercó a la ventana del estudio para contemplar las estrellas. —Lo que pase depende exclusivamente de ti. Eres tú quien tiene la capacidad de decidir qué quieres cambiar de tu vida. Con el corazón en un puño, así la manivela de la puerta y el semblante del cupido se oscureció. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 37 —Siempre me he preguntado por qué la gente tiene tanto miedo de confiar. Hay cosas que sólo se pueden aprender si se tiene confianza. La tristeza inundó de nuevo sus ojos mientras pasaba lentamente un dedo por el arco. El cupido revoloteaba sobre mi rodilla izquierda, igual que Campanilla (el hada de Peter Pan) cuando está enfadada. —¡No hay tiempo que perder! Lo miré aterrorizada. Luego, de pronto, como por arte de magia, vi la respuesta a uno de mis problemas. ¡Tenía ante mí la foto del siglo! La mandaría a Life, al National Geographic, al Times de Londres, al People y al Scientific American. Me haría famosa. Cogí la Nikon F2. —Sólo puedes verme tú, ¿sabes? Yo no soy fotogénico… Levanté la cámara de fotos. —Lo comprobaré… —Lo encuadré y mi dedo rozó el obturador, que estaba… bloqueado. ¡Maldición! Lo intenté de nuevo, pero todos mis esfuerzos fueron inútiles. —Éste es el momento idóneo —dijo el cupido— para explicarte las reglas de mi visita. Dio una voltereta y aterrizó sobre la librería. —En primer lugar, sólo podéis verme tú y tu perro. —Al oír la palabra «perro», Stieglitz profirió un ladrido—. En segundo lugar, no debes hablarle a nadie de esta visita hasta que hayas alcanzado un nivel de comprensión más profundo y, por lo tanto, estés en condiciones de afrontar la situación con la madurez adecuada. En tercer lugar, debemos darnos prisa; de lo contrario, la visita no producirá los efectos esperados. Tenemos poquísimo tiempo y nuestra empresa no es nada fácil…, aunque eso no lo entenderás hasta el final. Y en cuarto lugar —prosiguió, elevándose hasta la altura de mi nariz—, he venido para ayudarte, Allison Jean McCreary, no para hacerte daño. Cuanto antes lo entiendas, antes podremos empezar. Tragué saliva. Hay reglas que se pueden entender fácilmente, como: Sonríe y recibirás una sonrisa. Antes de hacer una foto, quita la tapa del objetivo. Si Cupido me echara una mano…¿Él me amaría con locura? 38 No salgas nunca con un jugador de hockey. Pero cuando lo sobrenatural anda por en medio, la verdad, no me siento tan segura de mí misma. El cupido se ajustó el carcaj y dijo: —Creo que tú tienes que cumplir un plazo, ¿no? ¿No debes entregar una fotografía? Desvié la vista. Tenía razón. Pero él no tenía que vérselas con una falta total de inspiración, ¡y tampoco con Pearly Shoemaker! —No debes tomarla con los demás si andas falta de inspiración. —¿Podrías dejar de leerme el pensamiento, por favor? —Me temo que no es posible. No está en mi mano romper el lazo que nos une. La confusión, si se afronta como es debido, puede conducir a la iluminación. Busca algo que refleje lo que sientes con respecto al amor y fotografíalo. —¡Gracias por el consejo! ¿Qué crees que he estado intentando hacer en los dos últimos meses? ¡Me han salido ampollas en los pies de tanto caminar de un lado a otro de la ciudad, en busca de una estúpida imagen que muestre mi idea del amor entre adolescentes! Agaché la cabeza porque estaba a punto de echarme a llorar y el cupido suspiró con impaciencia. ¿Qué podía hacer si cuando intentaba fotografiar algo que mostrase mi idea del amor entre adolescentes, una vocecita me decía que amaría a Peter Terris hasta la muerte y que él jamás se percataría? Estaba llorando como una estúpida, acurrucada sobre el cojín. El cupido se acercó a mí y me ofreció un pañuelo de papel. —Toma, suénate —me ordenó—. Ahora, duerme, amiga mía —añadió desde la puerta del estudio. El corazón me latía desacompasadamente. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 39 —¡No entiendo qué está sucediendo! —Esperemos que lo descubras antes de que sea demasiado tarde —repuso el cupido en tono solemne—. Nos hemos encontrado por una razón muy concreta, Allison Jean McCreary. Tú necesitas aprender lo que yo puedo enseñarte, y yo —miró hacia otro lado— debo reparar un error. Levanté la cabeza. —Mi última visita no obtuvo el éxito esperado. Y cuando un cupido falla, debe regresar para corregir su error, pues de lo contrario jamás encontrará la paz. —¿Dices en serio eso de que cometiste un error? —En parte fue por mi culpa, pero no del todo. La chica en cuestión también se equivocó, te lo aseguro. —¿No haces bien tu trabajo? —Prefiero visitar a personas ya maduras, personas que ya poseen un bagaje de experiencias de las que… —¡Tengo un cupido de segunda mano! Subió hacia el techo rápidamente, furioso. —¡Ahora, duerme! Mis pies se movieron en contra de mi voluntad y fui tambaleándome hasta mi dormitorio, seguida por Stieglitz. Me parecía imposible dormirme con semejante concentración de estrés en los hombros. ¡La mente de un adolescente no está hecha para soportar traumas de este tipo! Sin embargo, nada más apoyar la cabeza en la almohada me sumergí en el mundo de los sueños. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 40 Capítulo 5 Me desperté a las 6.33 de la mañana, mientras el cupido levantaba las persianas diciendo: —¡Despierta! Tenemos muchas cosas que hacer. Fue volando hasta los pies de mi cama y se posó allí como si fuera un buitre. —¿Qué demonios…? —balbuceé—. ¿Qué tenemos que hacer? Él baitó las alas y apartó la manta. —¡Levántate! —ordenó—. ¡Si no sales de la cama, no voy a poder ayudarte! Yo me limité a preguntar, tiritando: —¿Qué ocurrió con aquella chica? El cupido, irritado, gruñó: —Es una cuestión personal que no te incumbe. —Pues claro que me incumbe. Nos une un lazo, ¿recuerdas? —¡No tengo intención de hablar de ese asunto! Lávate, por favor. Yo ya estaba en pie, así que me empujó hacia la puerta del cuarto de baño. —¡Quiero saber quién eres, de dónde vienes y qué está pasando! —insistí. —¡Silencio! —dijo el cupido, cada vez más enfadado. Fui corriendo hasta el cuarto de baño y empecé a lavarme la cara como un autómata. —Para algunos, el camino de la confianza es muy largo —se lamentó, suspirando, el cupido. Estuve más rato del acostumbrado lavándome la cara, con la esperanza de que el agua y el jabón me aclarasen la mente. Pero fue inútil. El cupido me Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 41 tendió cortésmente una toalla. —Por favor, date prisa. Y cuando estés lista, coge la cámara de fotos. Salió agitando las alas y cerró la puerta del cuarto del baño tras de sí, dejándome sumida en las tinieblas de la ignorancia. Eran las 7.13 de la mañana del domingo. Stieglitz, el cupido y yo recorríamos las calles inundadas de sol y cubiertas de hielo de Crestport, en Connecticut, como si fuera la cosa más normal del mundo. Cuando doblamos la esquina de la comisaría, el cupido dio un triple salto mortal y se lanzó en picado hacia un coche de la policía. Yo me quedé pegada a una farola. Hubiera querido gritar: «¡Socorro!» —Gira a la derecha, por favor —dijo el cupido. —¿Adónde me llevas? —A la playa. —¿Para qué? —Ten paciencia. Debes aprender a ver las cosas con ojos nuevos. Mascullé que si mirar las cosas con ojos nuevos significaba perder el contacto con la realidad, no estaba de acuerdo. Luego, señalando con un dedo trémulo a la criatura, añadí que, decididamente, obedecer órdenes de un ser al que sólo podía ver yo me sacaba de quicio. Y en ese momento noté un golpecito en un hombro. Me volví. Ante mí se alzaba un voluminoso policía. —¿Va todo bien, señorita? —Ehhh… El guardia apoyó una mano en la porra. —¿Qué le parece si charlamos un poco? El cupido revoloteó alrededor de la cabeza del poli y acabó aterrizando sobre su gorra. En cuanto a mí, conseguí encontrar una excusa en un Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 42 tiempo récord. Le conté que tenía que interpretar el papel protagonista en una representación escolar y que estaba ensayando; la escena crucial de la obra se desarrollaba en una calle desierta y solitaria, así que había ido allí para identificarme mejor con mi personaje y sus emociones. —Bueno, señorita, debo reconocer que su actitud es digna de elogio. Le di las gracias, añadí que aquél era el papel con el que siempre había soñado y, acto seguido, proseguí mi camino en dirección a Browning Road con aire dramático. Trish se habría sentido orgullosa de mí. Stieglitz echó a andar meneando la cola y tirando de la correa. —¡Al paso! —le ordenó el cupido. El perro aminoró inmediatamente la marcha, adaptándose al ritmo de la mía. Traidor. El cupido volaba a unos milímetros de mi oreja. —¡Ese tipo creía que te faltaba un tornillo! El cupido se elevó para echar un vistazo a su alrededor y luego volvió junto a mi oreja. Sus alas emitían un leve murmullo. —Gira a la izquierda, por favor. —Más abajo es mucho más bonito. —¡He dicho que a la izquierda! Giré a la izquierda después de pasar las grandes casas de piedra que dan a la playa de Crestport. —Un poco más allá de aquellas dunas —me indicó—. Suelta al perro y ábrete a las emociones. Dejé escapar un gemido, pensando que por aquel día ya había tenido bastantes emociones, pero de todas formas solté a Stieglitz, que se puso a correr por la playa cubierta de nieve. El cupido me hizo señas de que lo siguiera y se fue volando hasta la atalaya del socorrista; luego se acomodó en el taburete y contempló las aguas contaminadas de Long Island Sound, que se estrellaban contra las rocas. —¿Qué tengo que hacer? Él emprendió de nuevo el vuelo mientras el viento silbaba sobre la arena y Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 43 yo lo seguí. Me gusta mucho la playa en invierno. Es salvaje y libre, y no desprende el espantoso olor de las lociones solares. Ni siquiera me importaba que fuese febrero, pues siempre ha tenido debilidad por las fotos en blanco y negro y las tonalidades difuminadas. Me levanté el cuello del chaquetóny hundí las manos en los bolsillos mientras empezaban a caer gruesos copos de nieve. En aquella misma playa, Todd me había dicho que yo era la más precioso que había en su vida. Dos horas después se había marchado a Yale. Las olas habían llevado hasta la orilla un frasco de ketchup; lo coloqué entre dos rocas e hice cinco instantáneas. Me hablaba. Me hablaba de gente rica montada en grandes barcos que arrojaba los desperdicios al mar sin pensar en las consecuencias. Me hablaba de inmersas manchas de aceite y de la desaparición de los bosques ecuatoriales. Me hablaba del aumento incontrolado de los desechos nucleares y de Julia Hart. Y en ese momento lo vi, justo a la izquierda de uno de los pilares del dique de Long Island Sound. Estaba escrito en una roca enorme y erosionada, alejada de las demás. Decía: Donna ama a Steve Gary Derek Nathaniel Donna está un poco confusa Me eché a reír mientras la nieve caía lentamente. ¡El amor en la edad del miedo! ¡Era perfecto para la portada del número dedicado a San Valentín! —Pues claro que es perfecto —dijo el cupido, revoloteando sobre la roca. —¿Cómo lo sabías? Yo estuve aquí hace cinco días y no lo vi. Un rayo de sol iluminó la playa. —La luz es perfecta, ¿no? Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 44 —Sí. Sé muy bien lo que tengo que hacer. Enfoqué la F2 y encuadré la roca buscando el mejor punto de vista. A la derecha, decidí. El sol brillaba sobre la confusión de Donna, la piedra resplandecía como si fuera cuarzo. Hice cuatro fotos a toda velocidad porque no sabía cuánto duraría el efecto de la luz. Un palomo se posó junto a la pintada. —Perfecto —murmuré— Quédate ahí, muy bien… Uno, dos, tres disparos, y luego dije: —Echa a volar. El palomo empezó a batir las alas como una mariposa y yo moví expresamente la cámara, a fin de obtener un efecto desenfocado de estilo impresionista que sin duda me haría ganar una beca para toda la carrera en la Escuela de Bellas Artes. —Lo has conseguido —dijo el cupido, recostándose sobre la arena. —Todavía no he acabado —repuse mientras ponía otro carrete en la cámara. Él meneó la cabeza. —No hace falta. —La fotógrafa soy yo —le recordé—. Tú eres… —Jonathan —dijo el cupido, tendiéndome una mano del tamaño de una uña. Se la estreché educadamente, repitiendo en voz baja: —Jonathan. De repente, las nubes cubrieron el cielo, de modo que me resultó imposible seguir haciendo más fotos. Nunca hay que fiarse de un fenómeno de la naturaleza. —¡Disponemos de poco tiempo! —El cupido llamó con un silbido a Stieglitz, que se acercó al galope—. ¡Debemos darnos prisa! Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 45 —¿Qué clase de cupido eres? —susurré. Jonathan sonrió y tomó el camino de casa. Jonathan volaba en círculo, como una abeja eufórica, por mi cuarto oscuro, mientras yo me hallaba en el momento más crítico del revelado de una película, cuando hay que hacer que aparezca la imagen sin perder los detalles más tenues. Cuando colgué del hilo la foto mojada para que se secase, vi que era magnífica. La luz del amanecer iluminaba la frase DONNA ESTÁ UN POCO CONFUSA, haciéndola resplandecer como un rayo láser. Me estiré en la silla, absolutamente satisfecha. —Son estupendas, Jonathan. Gracias. Menos de una hora después, aparqué el Volvo delante de la casa de Pearly. La ventana de la fachada estaba decorada con pósters llenos de cupidos que proclamaban: YA LLEGA. Bajé del coche gritando: —¡Tengo buenas noticias para ti, Pearly! Jonathan miró los pósters y declaró: —¡Vaya cursilada! La casa de Pearly es modernísima, una mezcla de acero y cristal que había hecho subirse por las paredes a las autoridades municipales de Crestport, que la habían declarado «absolutamente anti Nueva Inglaterra». Me adentré en el camino, bordeado de piedrecitas decorativas. Jonathan volaba a mi lado, a la altura de mi oreja. Estaba empezando a acostumbrarme y la cosa me preocupaba. Nada más pulsar el timbre, Pearly abrió la puerta vestida con un equipo de gimnasia rosa fosforescente y gafas de sol. —¿Qué clase de buenas noticias? —preguntó, sorprendida. Le plantifiqué tres ampliaciones de DONNA ESTÁ CONFUNDIDA delante de las narices. El gran arte no necesitaba presentaciones. El rostro de Pearly se iluminó, aunque no demasiado; para que se iluminase de verdad habría hecho falta como mínimo un muerto resucitado. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 46 —Ajá… —dijo, mirando las fotos—. Es raro, pero también… es…, ¡es absolutamente moderno! Retiro todo lo que he dicho sobre ti, A.J., y todo lo que he pensado…, que era mucho peor, créeme. —Vamos, Pearly, ¿te he decepcionado alguna vez? —Solo una —respondió ella, frunciendo el entrecejo. Se refería a la portada navideña en la que nuestro bedel, el señor Kendrake, aparecía vestido de Santa Claus fumándose un Camel en la sala de profesores. Cuando la señora Strictland, la directora, la vio, dirigió una severa amonestación a la redacción en pleno acerca de la sensibilidad y la libertad de expresión. —¡Aquella foto captaba la angustia del personal de las escuelas públicas norteamericanas! —protesté—. ¡Se convirtió en un clásico! —¡Se convirtió en mi pesadilla personal! —susurró Pearly. Luego miró de nuevo las fotos mientras Jonathan entraba en su casa y se acomodaba en la barandilla de la escalera. Pearly apoyó una mano en mi hombro y me preguntó—: ¿Qué te parecería un cupido pequeño en la esquina superior derecha? —¡Por favor, Pearly! —Tienes razón, quizá es excesivo. Olvidemos lo del cupido. Creo que tendremos que imprimir tres mil ejemplares. ¡Con esta portada y mi visión del mundo, pillaremos a América por sorpresa! —Se fue corriendo y volvió con una carpeta—. ¡El número de San Valentín será un exitazo, A.J.! Para empezar, tendremos un montón de anunciantes. Mira esto: «¡La empresa de pompas fúnebres Haggermayer & Socios saluda el amor y los dulces años de la adolescencia!» ¿Qué te parece? —Fantástico, Pearly. —Habrá artículos sobre las citas a ciegas, los restaurantes baratos, qué es in y qué es out, cómo descubrir si estás enamorada de verdad y… —bajó la voz— sobre esos momentos embarazosos que se producen cuando estás con él. Sobre esto último yo sabía bastante. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 47 —Pearly, tenemos que irnos. —¿Tenemos que irnos? ¿Adónde? —Cuidado —me advirtió Jonathan. —Quería decir que tengo que irme, yo, en singular… Jonathan atravesó volando la puerta cerrada (un truco realmente brillante) al tiempo que decía: —¿Quieres moverte? —Ya voy —contesté. Pearly me miró con expresión de desconcierto. —Quiero decir que me voy… Bajé precipitadamente los escalones del porche con el cupido revoloteando a mi alrededor. —Ahora podemos pasar a la siguiente fase de la visita, una fase plagada de dificultades —me informó. —Prescindiré con mucho gusto de ellas. —«Prescindir» no figura entre las opciones disponibles —repuso él, pellizcando la cuerda del arco. Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con locura? 48 Capítulo 6 Jonathan se sentó en el ventilador del techo haciéndose el ofendido. Había vuelto a preguntarle por la chica, así, de pasada, y él había contestado: «No quiero hablar más de ese asunto». Yo estaba semitendida en el pequeño sofá de la cocina, preguntándome si tendría fuerzas para subir al piso de arriba. El teléfono sonó y me apresuré a cogerlo. —¿Sí? —¡A. J.! ¿Estás bien? Era mi madre, con voz de estar muy preocupada. Era una mujer inteligente. —Te hemos dejado dos o tres mensajes, cariño. Eché un vistazo al contestador automático, cuyo piloto relampagueaba escandalosamente, y me decidí por la versión breve de la típica excusa piadosa. —Había salido,
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