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Si cupido me hechara una mano-Joan Bauer

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Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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Índice: 
Sinopsis 3 
Capítulo 1 4 
Capítulo 2 14 
Capítulo 3 24 
Capítulo 4 32 
Capítulo 5 40 
Capítulo 6 48 
Capítulo 7 54 
Capítulo 8 65 
Capítulo 9 72 
Capítulo10 82 
Capítulo11 92 
Capítulo 12 102 
Capítulo 13 109 
Capítulo 14 117 
Capítulo 15 125 
Capítulo 6 132 
Epílogo 138 
Sobre la autora… Joan Bauer 143 
 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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Sinopsis 
Una vez más Allison —más conocida por A.J.— vuelve a estar enamorada 
de un «tipo especial». Peter Terris, uno de esos chicos imposibles que ni 
siquiera te miran y salen con chicas rubias y despampanantes. Se acerca 
el baile de San Valentín y A.J., sin pareja, tendrá que quedarse en casa si 
no encuentra pronto un candidato. Aunque siempre cabe la posibilidad de 
que Cupido le eche una mano y clave una de sus certeras flechas en el 
duro corazón de Peter… 
 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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Capítulo 1 
 
Estaba en el cuarto oscuro, arriba del garaje, revelando la enésima foto de 
Peter Terris, un chico fantástico que no necesita retoques y que apenas 
sabe que existo. Había sacado esa foto en el vestíbulo del instituto 
Benjamin Franklin, mientras Peter estaba apoyado en la sagrada estatua 
del gran Ben. La había hecho desde lejos (la distancia es el pequeño pero 
fundamental problema de nuestra relación) utilizando mi Nikon F2 y el 
zoom, escondida detrás de una columna de mármol de imitación. Me 
escondía porque si Peter hubiera descubierto que me dedicaba a 
fotografiarlo desde hacía meses, habría pensado que soy una inmadura, 
una neurótica y una maniática obsesiva. 
La bombilla roja difundía en el cuarto oscuro una tenue claridad. Vertí el 
líquido de revelar sobre el papel fotográfico y estuve moviendo la cubeta 
mientras el rostro de Peter aparecía en el papel. Al principio se veía 
borroso, como una sombra, pero poco a poco fue adquiriendo nitidez. 
Luego sumergí la foto en el fijador, la enjuagué y la colgué para que se 
secara. Finalmente empujé hacia atrás la silla giratoria al tiempo que 
exhalaba un profundo suspiro. 
Me había pasado los últimos cinco meses intentando no quererlo. 
Tras estornudar estrepitosamente (padezco una alergia crónica), saqué el 
inhalador para darme un generosa rociada en casa fosa nasal. Enamorarse 
es un suplicio atroz. 
Era 6 de febrero, faltaban ocho días para San Valentín y, como de 
costumbre, yo no salía con ningún chico, atrapada en la mordaza de acero 
del amor no correspondido. 
Por si no fuera bastante horrible no salir con ningún chico la noche de Fin 
de Año, ahora también tenía que afrontar mi trágica soledad el día de San 
Valentín y, encima, sufrir el terrorismo psicológico de los comerciantes 
locales, que desde el 2 de enero habían empezado a llenar los escaparates 
de corazones y cupidos. Eso por hablar de lo humillante que es no tener 
un caballero con el que asistir al romántico baile del Rey de Corazones, 
que se celebra el día San Valentín en el instituto. 
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locura? 
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Bajando la escalera que va desde mi estudio al garaje estuve a punto de 
tropezar con Stieglitz, mi perro, una bola de pelo blanco y negro de unos 
veinte kilos, llamado así en honor de Alfred Stieglitz, un gran fotógrafo de 
principios de este siglo. Se me echó encima con una alegría desatada, 
porque solo el hecho de verme lo hace feliz. Al menos los perros aman 
incondicionalmente. 
Me arrodillé para acariciarlo. 
—Stieglitz, ¿te has parado a pensar alguna vez que el amor es un 
sentimiento de sufrimiento en estado puro y que lo que lo único que 
promete son tormentos? 
Stieglitz no se había parado nunca a pensarlo, así que meneó el rabo al 
tiempo que saltaba intentando que lo cogiera en brazos. Yo crucé de prisa 
el garaje y entré en la cocina sin dejar de reflexionar en mi problema. 
Toda esta historia empezó hace cinco meses, y tengo interés en subrayar 
que yo no buscaba nada. Estaba cruzando el vestíbulo para ir a clase de 
literatura inglesa, leyendo a toda velocidad Beowulf, cuando tropecé con el 
espléndido pie de Peter y me caí al suelo justo delante de él, como si fuera 
una retrasada mental. Habría podido archivar el asunto en la carpeta 
titulada «Pésimo don de la oportunidad», si no hubiese levantado la vista 
hacia sus fenomenales ojos verde mar, que me dejaron petrificada. 
Era peligroso, ya que estaba intentando evitar por todos los medios 
establecer el más mínimo contacto visual con el género masculino. 
Después de que mi anterior relación terminara de un modo desastroso, 
Todd Kovich, con el que había salido cuatro meses, me había plantado 
para ir a la Universidad de Yale, pronunciando las palabras de despedida 
favoritas de todos los hipócritas que infestan la tierra: «Te llamaré». 
¿Me ha llamado alguna vez? 
¿He tenido la más mínima noticia de él desde el veintitrés de agosto? 
¿Vuelan acaso los burros? 
En resumen, allí estaba yo, un desecho informe a los pies de Peter Terris y 
todavía de luto por el desalmado Todd. Intenté inútilmente convencerme 
de que colgarse de otro tío fantástico traspasaba los límites de la estupidez 
humana, especialmente si el tío en cuestión era el capitán del equipo de 
fútbol del instituto y formaba pareja estable con Julia Hart, a quien, por 
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decirlo con palabras de Trish Beckman, mi mejor amiga, se puede definir 
simplemente como «el cuerpo». Nada ni nadie, salvo tal vez una llama 
oxhídrica, podría alejar a un hombre de ella. 
Sonriendo, traté de hacer graciosamente mutis por el foro, pero lo único 
que conseguía fue tropezar de nuevo. Peter Terris me miraba como un niño 
mira a los payasos del circo. Me alejé cojeando y, mientras pasaba junto al 
banco dedicado a la paz en el mundo —una donación de los alumnos que 
se habían diplomado el año anterior—, Trish se acercó. 
—¡Ni se te ocurra, A. J.! —dijo en voz baja. 
Yo la miré con aire inocente. 
—¿A quién crees que engañas? Lo he visto todo. Has bizqueado —afirmó y, 
tras haberme examinado las manos, susurró siniestramente—: Tienes las 
manos sudadas. Conozco los síntomas. 
Trish y yo somos íntimas amigas desde que empezamos la secundaria y lo 
hemos compartido todo: infinitas desilusiones amorosas, continuas 
agresiones del mamarracho de su hermano y la crisis de los cuarenta de 
su padre, cuando salía a la calle con unas camisas ajustadas y llamaba a 
todo el mundo «pequeño». 
—¡Dilo! —ordenó Trish. 
—No volveré a colgarme nunca más del chico equivocado —balbuceé. 
Luego, en un intento de tranquilizarla, añadí—: No te preocupes. Estoy 
bien. 
Todo eso sucedió hace cinco meses. Entonces no estaba bien, y tampoco 
estoy bien ahora. 
Llamemos a las cosas por su nombre: es una tragedia. 
He salido con cuatro chicos, y en el espacio de un año mi potencial 
romántico se ha transformado en un queso suizo. Dos me dejaron para 
volver con sus anteriores conquistas, uno insultó mis fotografías, y Todd, 
el muy cabezota, que eso es lo que es, se matriculó en Yale y desapareció. 
Me he quedado sin ir a una fiesta de fin de curso, a una fiesta de principio 
de curso, y éste ya es el tercer año que no participo en el baile del Rey de 
Corazones. 
Pero, un momento, no vayáis a pensar que soy un monstruo. Tengo una 
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larga melena castaña, unos bonitos ojos oscuros, unos dientes perfectos y 
una nariz que sé fruncir con gracia llegado el momento. Soy alta (casi un 
metro setenta y cinco) y esbelta, me sientan bien los vestidos y soy capaz 
de reparar una pequeña avería en el motor del coche sin parecerun 
marimacho. 
Mis padres están preocupados porque me enamoro con demasiada 
facilidad. 
—A. J., ¿tú por qué crees que te atraen tanto los chicos? —me 
preguntaron una vez. 
No iba a hablarles de la explosión química que se produce en mi interior 
cuando los miro; los padres no quieren escuchar ese tipo de cosas. Así que 
hice como si no hubiera oído nada y me quedé en silencio. 
—Quizá deberías reflexionar un poco en el asunto —sugirió mamá—, al 
menos hasta que tus sentimientos vayan al mismo paso que la realidad. 
—También podríamos encadenarte al radiador hasta que superes estos 
momentos —añadió mi padre. 
Ahora entendéis contra qué debo luchar, ¿no? 
He intentado expresar mis emociones a través de la fotografía, y no es 
casual que mi preferida sea la de una lata de refresco pisoteada en medio 
de un parque desierto. Intento convencerme de que todo va bien, pero 
entonces veo pasar por la calle a una pareja enamorada y me acuerdo de 
cuando me sentía así, aunque no fuese una cosa seria; me acuerdo de 
cuando me sentía amada, deseada e importante. Y me invade la tristeza 
hasta tal punto que me vienen a la mente todos los tíos que me han dejado 
plantada, incluso Marry Mitchler, que en quinto de primaria se rió de mi 
postal del día de San Valentín y se la enseñó a todos durante el recreo. 
De todas formas, para conocerme realmente tenéis que ver mis fotografías. 
Cuando la fotografía y yo nos encontramos por primera vez, yo tenía siete 
años y estaba en Italia. Miré la Torre de Pisa a través del visor de la Leika 
de mi padre, incliné la cámara hasta que la torre apareció recta y entonces 
pulsé el botón. Cuando vi la foto revelada unos días después, me quedé 
maravillada al percatarme del poder de una máquina que, siendo tan 
pequeña, lograba enderezar un edificio peligrosamente torcido. Papá me 
regaló una 35mm de segunda mano y yo me dispuse a captar la vida a 
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través del objetivo. 
Los chicos no entienden el arte. Les importa un bledo si de vez en cuando 
la cámara de fotos manifiesta un poder que va más allá del fotógrafo, 
logrando capturar una emoción que sólo el corazón es capaz de ver. 
Cuando sacó la mía, se sienten amenazados. 
Hay pocos chicos que aprecien el papel del artista en la sociedad, pero yo 
albergaba grandes esperanzas respecto a Peter Terris. 
Estaba de pie junto a la puerta de la cocina, mirando trabajar a mi padre. 
Él estaba en otra dimensión: sostenía en la mano dos cajas de cereales con 
chocolate y caramelo —el maravilloso producto de su principal cliente, la 
Choco—Chunks International—, y las miraba con el mismo embeleso que 
un papá a sus gemelos recién nacidos. Estaba proyectando una nueva 
campaña publicitaria y sondeaba los meandros de su cerebro en busca de 
algo que decir sobre un producto para el desayuno de los niños que 
contenía las porquerías suficientes para alterar el nivel de colesterol de 
toda una generación. 
Me apoyé sigilosamente en la puerta mientras papá tocaba las cajas de 
cereales respirando lentamente, a fin de establecer contacto con ellas. Así 
era como me había enseñado a hacer las fotos. «Debes ponerte en sintonía 
con el sujeto —solía decir— hasta que percibas su esencia». 
No siempre resultaba fácil, pero cuando lo lograba era magia pura, y tengo 
premios para demostrarlo. Gané un premio a la «Foto más pertinente» en 
un concurso local con mi deprimente naturaleza muerta titulada Plato de 
judías guisadas, y derroté a mis adversarios en el concurso para Jóvenes 
Fotógrafos del Noreste con Piececitos, un delicioso primer plano de los 
dedos de los pies del hermano de Betty Maniero. 
Papá dio un puñetazo en la mesa. 
—¡Seremos implacables! —declaró—. Anuncios en todas las cadenas de 
televisión de Estados Unidos. Patrocinaremos las competiciones deportivas 
para jóvenes. Pondremos fotos de los atletas en la caja, cantaremos las 
alabanzas de sus padres contando que se pasaron años levantándose 
antes del amanecer para acompañarlos a la piscina, a la pista de patinaje 
sobre hielo o donde fuera. ¡Pobres estúpidos! Organizaremos 
competiciones en los colegios, y el ganador recibirá como premio una fiesta 
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donde tocará su grupo de rock preferido. Y haremos camisetas, gorras, 
pegatinas con olor de chocolate… ¡Todo Estados Unidos se volverá loco por 
coleccionarlas! 
Dio un paso atrás, satisfecho, mientras el reloj de la cocina marcaba las 
horas. Mi padre es un tipo larguirucho que mide un metro ochenta de alto, 
con la piel y el pelo oscuros, y un bigote que sube y baja cuando habla. La 
publicidad es su segunda piel. Durante once largos años estuvo metido en 
el mundo de la dirección cinematográfica —con incursiones en el de la 
fotografía—, y casi había logrado hacerse un nombre. Pero siempre surgía 
algún obstáculo: se cancelaba la financiación, la gente cambiaba de idea, 
sus fotos «habían estado a punto» de venderse… Y los «estar a punto», 
como dice papá, no bastan para pagar el alquiler. 
El día que yo cumplí seis años hizo borrón y cuenta nueva y se compró un 
traje azul. Lo llevaba como si fuese una pesada armadura. Luego se metió 
en la publicidad donde tuvo un gran éxito. Ha hecho bailar mesitas de 
noche al ritmo de la música soul, ha transformado cepillos de dientes en 
rayos láser, ha incitado a un gel antiacné a enfrentarse con unos granos 
de vampiro y ha convencido a un coro de leotardos de que canten con 
sentimiento. Es capaz de pedirle peras al olmo y conseguir que las dé. 
Y también es capaz de ser muy obtuso. 
Cuando, en noviembre del año pasado, declaré oficialmente que quería ir a 
la Escuela de Bellas Artes y hacerme un nombre en el campo de la 
fotografía, se enfadó muchísimo. 
—¡La fotografía es un oficio que no da seguridad, A.J.! Al final, unos 
pobres idiotas incapaces de comprender lo que estás intentando decirles 
acabarán por darte una patada en el culo. ¡Mi hija no echará su vida por la 
borda de ese modo! 
Montamos un buen número: yo decía a voz en grito que teníamos que 
hablar del asunto y él me contestaba, gritando más aún, que no había 
nada de que hablar. Mamá intentó poner paz, como siempre, pero nosotros 
estábamos firmemente decididos a permanecer cada uno en su posición. 
Fue entonces cuando surgió entre nosotros «el muro», hecho de silencio y 
de dolor. Desde aquel día parecemos dos puercoespines que intentan 
pasar al mismo tiempo por un pasillo demasiado estrecho. 
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De manera que mandé las solicitudes de admisión a las escuelas «buenas», 
es decir, a las que según papá podrían darme una educación como es 
debido, rezando para que las rechazaran. Y luego, con el cauto permiso de 
mi madre, envié una copia de mis mejores trabajos a diferentes escuelas 
artísticas, sin saber qué sucedería si me aceptaran. Una noche vi a papá 
tirado en el sofá del salón, mirando mi primer autorretrato (tenía doce 
años) como si estuviera en trance. 
Me hubiera encantado preguntarle: «¿Crees que tengo bastante talento 
para abrirme camino, papá?». 
Pero no lo hice. 
Hace años, cuando a papá le ofrecieron un puesto importante en 
Manhattan, en una gran agencia publicitaria, nos trasladamos a 
Connectitud, ya que Chicago estaba demasiado lejos. Mamá tuvo que dejar 
la empresa de cátering donde trabajaba y discutían con frecuencia, tanto 
que a veces debía intervenir yo para poner paz. «Ahora —decía—, daos un 
beso y sonreíd». 
Darse un beso no servía de mucho. Lo que sirvió de verdad fue mi caída 
desde lo alto de un árbol del jardín, que me costó un brazo roto. En aquel 
período mamá y papá iban a un consultor matrimonial para tratar de 
racionalizar su rabia, pero dejaron sus diferencias a un lado al encontrarse 
ante la lamentable visión de su pobre hija implorando piedad en 
urgencias. Soyalérgica al dolor. Cuando me quitaron la escayola, volvían a 
hacerse arrumacos y a escuchar juntos música de jazz, como en los viejos 
tiempos. Fotografié la escayola (mi primera naturaleza muerta), la 
enmarqué y se la regalé a mis padres el día de su aniversario de boda. 
Cuando la vieron, mamá se echó a llorar y papá levantó con orgullo la 
cabeza. 
Lo que más miedo me da, además de no conseguir tener una vida 
sentimental decente ni ahora ni nunca, es no triunfar como fotógrafa. 
Hubo una época en que papá y yo cogíamos nuestras cámaras y nos 
íbamos a pasear juntos por las calles de Nueva York, durante el verano, en 
busca de imágenes. Y mientras consumíamos carrete tras carrete, me 
habría gustado abrazarlo y decirle lo mucho que sentía que su pasión no 
se hubiera convertido en su trabajo. «Ahora es mi pasatiempo —insistía 
él—, y así me va bien.» 
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Si a mí me sucediese lo mismo, si no consiguiera comunicar al mundo con 
mi arte lo que tengo que decir, creo que me moriría. 
Papá miraba las cajas de cereales con chocolate y caramelo como si 
contuvieran los secretos del universo. El teléfono del estudio sonó y él se 
percató de mi presencia. 
—Hola… —Bajó la vista, hundiendo las manos en los bolsillos—. Tengo 
que ir a contestar —murmuró. 
—Claro. 
Me senté en el sofá de la cocina y lo miré alejarse, preguntándome qué 
habría sido de todas sus películas y fotos guardadas en los armarios del 
trastero: documentales sobre la droga y los vagabundos, cortometrajes 
cómicos, una comedia romántica sin terminar, las cajas llenas de fotos que 
eran fragmentos de mi vida… ¿Cómo se puede perder el interés por algo 
por lo que se ha sufrido, por lo que se ha sudado? También me pregunté si 
mi padre confiaría alguna vez en mí como fotógrafa. 
Y también si Peter Terris se fijaría alguna vez en mí. 
Enfoqué con la F2 un pirulí en forma de corazón colocado junto al 
fregadero, pero antes de disparar le di un mordisco para añadirle un toque 
de realismo. Estaba de pie sobre un taburete para hacer una foto desde 
arriba, cuando sonó el teléfono y el contestador automático se disparó. 
«Espero —dijo la voz de Pearly Shoemaker— que estés trabajando en la 
portada del número dedicado al día de San Valentín, A.J.» 
Pearly, es la implacable directora de El Oráculo, la revista del instituto, 
para la que trabajo día y noche absolutamente gratis en calidad de primera 
fotógrafa. 
«Supongo que sabrás —continuó— que la revista no puede imprimirse sin 
la portada. ¡Y llevo seis meses trabajando como una condenada en este 
número!» 
Cerré los ojos. Sabía que aún no había acabado. 
«¡Si no estás trabajando en la portada, A.J., hemos acabado!» 
Me acerqué con el teleobjetivo para conseguir un efecto de cartel 
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publicitario y saqué tres instantáneas del corazón de caramelo. 
—¡Estoy trabajando! —repliqué. 
«¡Sé que estás ahí, A.J.», gritó Pearly antes de colgar. 
No debía haberme dejado engatusar. El número dedicado al día de San 
Valentín iba a ser el más voluminoso que una revista escolar hubiera 
publicado nunca sobre el tema del amor, desde la prehistoria hasta 
nuestros días. 
«¡Es como si estuviera viéndolo! —había exclamado Pearly—. Un número 
entero dedicado a amor y a los años turbulentos de la adolescencia. 
Tendrá cien páginas, y venderemos un montón de espacios publicitarios a 
los comerciantes locales. Todos querían anunciarse A.J., porque, ¿quién 
puede decirle no al amor? ¡Me…, perdón, nos haremos famosas!» 
Había proseguido diciendo que El Oráculo, hasta entonces gratuito, se 
vendería con ocasión de la fiesta de San Valentín al precio de dos dólares 
(en efectivo, nada de crédito), y que por eso la portada de A.J McCreary 
debía ser perfecta. 
Yo había sacado unas cuantas instantáneas utilizando filtros oscuros y 
negros, imágenes desenfocadas de muchachos abrazándose, un chico y 
una chica besándose delante de la pollería del señor Petrocelli, justo en el 
momento en que él estaba colgando en el escaparate dos pavos de cinco 
kilos. Pearly quería algo que hiciese referencia a los clientes. 
—¡Piensa en San Valentín, A.J.! ¡Corazones, cupidos…! 
—Yo no hago fotos de cupidos, Pearly. Son banales. 
—Parejitas cogidas de la mano…. 
—Demasiado burdo… 
—¡No quiero nada extravagante! —había dicho gritando—. ¡Ni deprimente! 
¡Y, sobre todo, nada que resulte incomprensible o tenga doble sentido! 
—¿Y qué crees que queda? —había replicado yo, gritando también. 
—Algo normal, A.J., ¡eso es lo que queda! 
Yo no hago fotos normales. Después de todo tengo que cuidar mi 
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reputación. 
Así que había seguido peinando en las calles de Crestport, en Connecticut, 
en busca de la esencia del amor, mientras mi corazón estaba hecho añicos. 
Había visto aceras resbaladizas y cielos de febrero, a un chiquillo dándole 
puñetazos en el estómago a su hermanita y a un montón de gente 
enfadada, y después…, después había visto a Meter Terris y a Julia Hart 
caminando cogidos de la mano por el Mariah Boulevard con un aire 
indiscutiblemente fotogénico, ajenos al fango invernal que se había 
adherido a sus zapatos de marca. Apartando un mechón de pelo de la cara 
de Julia Peter había besado su nariz enrojecida. Me habían superado, 
rezumando pasión de San Valentín y mostrándose como los candidatos 
perfectos para la portada de El Oráculo. 
Había apartado la mirada de aquella escena odiosa y, angustiada, me 
había escondido detrás de un seto, presa de la más terrible desesperación. 
 
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Capítulo 2 
 
—¿Qué podía pasar en cuarenta y ocho horas?—le pregunté susurrando a 
mi madre. 
Ella me miró desde detrás del mostrador del Gran Gourmet, su tienda de 
especialidades gastronómicas, con una expresión que significaba: 
«Hablaremos más tarde de eso, pero, ya que me lo has preguntado, te diré 
que podían pasar un montón de cosas». Habíamos estado semanas 
discutiendo sobre mi capacidad para sobrevivir sola en casa durante 
cuarenta y ocho horas, mientras mis padres iban a una convención de 
cocineros que se celebraba en Nueva Orleans. El hecho de que me faltaran 
treinta y seis días para cumplir dieciocho años y de que, por lo tanto, 
estuviera a un paso de convertirme en una adulta experimentada, no 
contaba para nada. Se iban esa noche y estaban tan preocupados como si 
fueran a lanzarnos a mí y a Stieglitz en paracaídas sobre un iceberg en el 
océano y a abandonarnos a nuestra suerte. Mamá colocó bien un corazón 
de satén que adornaba la caja registradora y hacía juego con los 
corazoncitos colgados en la puerta, y me dio un codazo para que atendiera 
al siguiente cliente. Era sábado y la tienda estaba de bote en bote, como de 
costumbre. 
La señora Worthington pidió una docena de los famosos bollos de 
anacardos de mi madre; se los puse en una bolsa de papel reciclado y se 
los di con una sonrisa de dependienta perfecta, ya que la señora 
Worthington es la mujer más rica de toda la ciudad y espera que la sirvan 
bien. 
—Son doce dólares —dije. 
—Anótalo a mi cuenta, cielo —contestó en un tono ácido. Los ricos nunca 
salen de casa con dinero encima. 
Seguí sonriendo porque la señora Worthington es la mejor clienta de 
mamá y canta sus alabanzas a todas sus amistades. Luego apunté en el 
libro de cuentas: Viejo carcamal: doce billetes. Mamá me fulminó con la 
mirada y cerró el libro con un golpe seco. 
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El delicioso aroma de los panecillos con chocolate blanco y canela se 
extendía por la tienda. La comida es una fuente de felicidad, y mi madre 
explota a fondo este principio. Los mostradores estaban a rebosar con sus 
creaciones de los domingos: pan con jamón y mozzarella, galletas alcaramelo, raviolis rellenos de pesto y cerdo asado con manzana al brandy. 
Sonia, la rolliza contable de la tienda, cogió un trozo de pastel de chocolate 
diciendo en tono quejumbroso que si trabajara en cualquier otro sitio no 
comería tanto. Hal Blitzer, el socio de mamá, se inclinó ceremoniosamente 
ante la siguiente cliente. Mi madre metió un brioche con chocolate fundido 
en una bolsita de papel, para un tipo de que decía haber venido a 
comprarlo expresamente desde New Jersey porque a su mujer le chiflaban 
y ese día era su aniversario de boda. Al oírlo, muchas mujeres que 
esperaban su turno les dieron un codazo en las costillas a sus maridos. Yo 
levanté los ojos al cielo: Peter Terris ni siquiera cruzaría la calle para 
comprarme una bolsita de caramelos. 
Mamá sonrió, encantada, y le regaló una rosa amarilla del jarrón que 
había junto a la caja. Nadie trata a los clientes mejor que Christine 
McCreary, gran chef y mujer de carrera. 
Mi madre tiene un sexto sentido. Siempre sabe qué exquisiteces van a 
gustarle a determinada persona y cree firmemente en el hecho de que la 
comida tiene el poder de sanar el espíritu y de estimular las relaciones 
humanas, y bajo esta firme convicción ha conseguido una amplia y fiel 
clientela. 
Para ella, trasladarse a Crestport fue un paso difícil. En Chicago había 
obtenido por fin un éxito merecido con una empresa de catering, y aquel 
cambio la obligaba a volver a empezar desde cero en una pequeña ciudad 
soñolienta que desconfiaba de la gente de fuera y no distinguía un 
pepinillo en vinagre de uno agridulce. Había estudiado Crestport a fondo, 
intentando averiguar dónde había un lugar para ella. Tres meses después 
entró muy decidida en el establecimiento de Hal Blitzer, en la Seminole 
Avenue, y le dijo que podía garantizarle el éxito organizando un curso de 
cocina. 
—Enseñaré a preparar comidas indias, italianas y francesas, y también 
sorprendentes platos para niños. ¿Me permite que sea franca con usted? 
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—Por favor. 
—Las mujeres de Crestport se aburren. Necesitan excitación, alimento, 
emociones. ¡Si las convence de que pueden preparar platos nuevos ellas 
solas, que pueden descubrir nuevos caminos para sorprender y dejar 
boquiabiertas a sus amigas, confiarán ciegamente en usted, señor Blitzer. 
—Llámame Hal. 
Mamá empezó clases de cocina un mes más tarde, tras una incitadora 
campaña publicitaria en el Crestport Crier ideada, naturalmente, por mi 
padre: «¡Déjese conquistar por las emociones de la comida!», proclamaban 
los anuncios, y las mujeres de Crestport lo hicieron. Y no sólo ellas, sino 
también un elevado número de señoras de la vecina New Leonard y de la 
zona meridional de Stanwich. Yo pasaba por allí todos los días al salir del 
colegio, hacía los deberes en la trastienda y observaba. Cuando cumplí 
nueve años, Hal Blitzer amplió el negocio, y entonces Christine McCreary, 
Maga de la Cocina, ya había echado sólidas raíces en la tierra de Nueva 
Inglaterra. En el espacio de tres años se convirtió en socia de Hal. 
Hace años que trabajo con mamá, y al igual que a cualquier otro hijo de 
cocinero me ha tocado hacer cosas curiosas, como entregar cuatrocientas 
comidas preparadas durante un tornado o lavar lechuga para trescientas 
personas porque la señora encargada de esa tarea había visto un ratón en 
la cocina y se había desmayado. Mi madre afirma que para hacer frente a 
las grandes emergencias gastronómicas hay que tener unos nervios a 
prueba de bomba. Yo digo que, además de tener unos nervios a prueba de 
bomba, también hay que cobrar una paga decente, y efectivamente ella me 
la da. En quinto de primaria hicimos una redacción sobre lo que nuestra 
madre nos había enseñado. La mía se titulaba: «No fiarse nunca de una 
lavandería». Mama la hizo plastificar y la guarda en el primer cajón de su 
escritorio. 
La comida, sin embargo, no sólo ha hecho triunfar a mi madre, sino que 
ha sido también su perdición. Se pasa noches en blanco entrelazando 
filetes de salmón y de pez espada, pierde mañanas enteras colando azúcar 
caramelizado a través de un paño, me monta un número si no corto la 
carne en el sentido correcto y siempre critica la manera en que ato el 
cordel cuando envuelvo cajas de pastas. Son cosas que me sacan 
verdaderamente de quicio. Y también es capaz, como estaba haciendo en 
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aquel momento, de reorganizar la bandeja de entremeses que yo acababa 
de preparar, empeñándose en disponer artísticamente las aceitunas 
griegas. 
—Christine —le susurró Sonia, cogiéndola de un brazo—, esas aceitunas 
están bien donde están. 
Y era verdad. 
Mamá soltó un gruñido (lo que significaba que no se habría sentido 
satisfecha ni aunque las aceitunas hubiesen dado saltos mortales hacia 
atrás) y lo dejó estar. Estaba cansada, enzarzada como siempre en su 
interminable batalla entre trabajo y descanso. Le encanta trabajar, pero se 
siente culpable porque me dedica muy poco tiempo, y con frecuencia se 
compara con las otras madres, que a la hora del desayuno están siempre 
en casa. 
—¡No soy como las demás madres! —se lamenta. 
Yo asiento. 
—A. J., ¿te sientes abandonada porque nunca hemos hecho labores 
juntas? 
—Pero, mamá, ¡si tú no sabes coser! 
—¡Y tampoco he decorado nunca con dibujos las paredes de tu habitación! 
—¡Ahora entiendo por qué no consigo encontrar a un chico decente! Si 
hubiera tenido una habitación con dibujos en las paredes, todo habría sido 
distinto… Pero ahora ya es demasiado tarde… 
Por lo general, al llegar a este punto mamá me da un pellizco y deja de 
sentirse culpable. Una vez oí que le decía a Sonia: «Tengo miedo de no 
poder volver a ponerme en marcha si me paro un momento». 
Aquél sábado habíamos trabajado hasta tarde cortando pan, envolviendo 
montones de encargos y sonriendo a los clientes. En este oficio, para 
triunfar hay que tener unos músculos faciales de acero. Hacía las cinco, 
cuando ya no había tantos clientes, mamá se puso a pasar la comida que 
quedaba a unos recipientes más pequeños. Yo me dediqué a llenar las 
cestas que llevamos todas las semanas al refugio para vagabundos de New 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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Leonard. Todos los años, por navidad, mi madre organiza una fiesta en el 
refugio con roastbeef, pavo relleno y otros productos típicos de esas fechas. 
En su despacho hay colgado un cartel que dice: 
A QUIEN HA RECIBIDO MUCHO, MUCHO SE LE PEDIRÁ. Ella no 
malgasta palabras para ayudar a la gente, lo hace y punto. 
Mi madre estaba cortando en tiritas la col que había sobrado para 
utilizarla como guarnición al día siguiente. Llevaba el pelo recogido en una 
trenza, lo que la hacía parecer más joven, y las gafas llenas de 
salpicaduras, como de costumbre. Se había puesto un delantal amarillo 
canario que realzaba los reflejos cobrizos de su pelo. 
—Cariño, me gustaría que te quedases en casa de Trish mientras papá y 
yo estamos fuera —dijo. 
¡Otra vez! Le dije por enésima vez lo que ella ya sabía, o sea, que el 
hermano pequeño de Trish, Devon, es una alergia ambulante, lo que me 
obligaría a llevar a Stieglitz a la perrera, y después el pobrecito estaría días 
y días deprimido. 
—¡Por Dios, mamá! ¿Qué va a pasarme en cuarenta y ocho horas? 
Prefirió no responder. 
—Me ataré un extintor a la espalda y llevaré el teléfono móvil a todas 
partes, ¿vale? 
—A la cama también —insistió ella. 
Me puse una mano sobre el corazón. 
—Así me gusta —dijo. 
Contuvo un bostezo mientras se acaricia las arrugas de las comisuras de 
la boca como si intentase borrarlas. El tiempo es un enemigo implacable. 
Mi madre se levanta todos los días a las cuatro para preparar sus 
exquisiteces y siempre se va a dormir a las nueve. Y en aquellos 
momentos, además, la tensión entre mi padre y yo la ponía muy nerviosa.—Habla con papá —le pedí—. Intenta hacérselo entender. 
Ella exhaló un suspiro. 
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locura? 
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—Ya he hablado con él, A. J., y también he hablado contigo. Pero hasta 
que no habléis vosotros dos, no cambiará nada, cariño. 
—¡Está siendo muy injusto! 
—No es tan sencillo, cariño. Tiene miedo por ti. 
—Estás de su parte, ¿verdad? 
Metí con ímpetu unos tarros de conserva de arándanos en la cesta que 
tenía en la mano, haciéndolos entrechocar. 
—No, no lo estoy —me contestó ella con lasitud. 
Luego se fue apresuradamente a la cocina porque el timbre del horno 
había empezado a sonar. 
Me apoyé en el mostrador, exhausta. Para mí, la jornada acababa de 
empezar. Había aceptado sacar fotografías del partido de baloncesto del 
instituto y si no me salía alguna decente, Pearly Shoemaker me desollaría 
viva. Empecé a dar saltos para desentumecerme… y en ese momento la 
puerta se abrió y entró Peter Terris. 
Tuve un repentino ataque de parálisis. 
Allí estaba, en toda la plenitud de su sensacional belleza, con un jersey 
ancho, unos vaqueros y una parca, caminando bajo los corazones de satén 
rojo que colgaban del techo. ¡Y se dirigía hacia mí! 
—Quisiera una tarta —dijo. 
Yo bajé de golpe a la tierra. 
—Nos quedan ésas… 
—¿También organizáis cursos de aerobic? —preguntó, riendo. 
Conteniendo la respiración, me sequé la frente con el delantal amarillo 
canario. 
—Estaba intentando animarme un poco —murmuré, al tiempo que me 
dirigía al mostrador de las tartas. 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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No quedaban muchas, ya que estábamos al final del día. Era alucinante, 
porque hasta entonces él jamás había puesto su perfectísimo pie en la 
tienda de mamá. Y ahora lo tenía allí delante. 
¡Eso quería decir que yo le importaba, por poco que fuera! 
Permanecimos de pie, respirando el mismo oxígeno, delante del mostrador 
de las tratas. 
Quería darle la mejor tarta a no ser que la comprara para Julia Hart. 
—¿Qué exquisiteces tenéis? —preguntó. 
El corazón me latía aceleradamente, las manos me temblaban y había 
perdido la capacidad de hablar. 
—Ehhh…, pues tenemos… —dije, señalando una con el dedo. 
—¿Es de miel? 
Asentí, y él hizo un gesto negativo con su espléndida cabeza. 
—Mi madre quiere algo especial. 
¡Su madre! Estaba segura. Debía de ser una persona encantadora. Sonreí. 
Él señaló la otra tarta que quedaba, de fresas y ruibarbo con nata 
montada. 
Saqué la tarta más afortunada del mundo del expositor y la envolví con 
habilidad, aunque tuve que cortar dos trozos de cordel porque el primero 
se me enganchó en el reloj. Cuando Peter se acercó silbando a la caja 
registradora, tuve un repentino y rápido ataque de alergia. Me hubiera 
gustado decirle que alguien que escogía una tarta de fresas y ruibarbo 
tenía que ser una persona especial. Cogí el dinero que me tendía y mi 
pulgar rozó el suyo. 
—Gracias —dijo sonriendo. 
—Gracias a ti. 
Gracias por haber hecho que aquel fin de semana fuera mágico para mí. 
Gracia por poseer una belleza que escapaba a la comprensión humana. 
Mientras se alejaba, lo seguí con la mirada apoyada en el expositor, que 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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ahora sólo contenía una vulgar tarta de miel (mi preferida… hasta aquel 
momento). 
—¿Era un amigo tuyo? —preguntó mamá, emergiendo de la cocina. 
—Sólo un compañero de instituto… 
Empecé a sacarle brillo aplicadamente al expositor de las tartas. 
—Es guapo —comentó mamá. 
—¿Cómo dices?... —repuse, mientras le quitaba el polvo a la caja, que no 
lo necesitaba en absoluto. 
Era de noche. Para ser exactos, las 22.03. Mamá y papá estaban volando 
hacia Nueva Orleans, después de haber estado a punto de perder el taxi 
que tenía que llevarlos al aeropuerto e insultarse mutuamente por ello. Mis 
padres siempre discuten antes de hacer un viaje romántico. Me habían 
dejado una lista de normas que debía respetar sin discusión si no quería 
sufrir atroces torturas: 
* NADA DE FIESTAS 
* NADA DE CHICOS (ÉSTA ERA FÁCIL DE CUMPLIR) 
* NADA DE LLAMADAS INTERCONTINENTALES A LA PRIMA ANA QUE 
VIVE EN LONDRES 
* NADA DE IR DE COMPRAS 
* NADA DE TV HASTA LAS TANTAS, AUNQUE HAGAN UNA PELÍCULA DE 
KEVIN COSTNER 
Mamá había dicho que confiaba ciegamente en mí y que esperaba que me 
divirtiera. Papá había mirado mi Nikon F2 como si fuese una tarántula, al 
tiempo que me anunciaba que llamaría todas las noches. 
Estaba reflexionando sobre el poder de los padres y sobre los tormentos 
del amor no correspondido. Y lo hacía de pie en una de las gradas del 
polideportivo del instituto, rodeada de chicos fanáticos del baloncesto que 
reaccionaban ante los errores de los adversarios como si se tratara de un 
reto personal. Mis ojos expertos escrutaban la multitud en busca de 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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imágenes adecuadas para aquella portada del número del día de San 
Valentín. 
Los jugadores de nuestro equipo, los Pirañas violeta, practicaban un juego 
poco menos que suicida. Hacia la mitad del partido íbamos perdiendo 33 a 
17 contra el St. Ignatius Ram, que en mi opinión era más malo que el 
sebo. 
Bobby Pershing, nuestro alero (habíamos salido juntos dos veces), falló 
varios lanzamientos, así que el entrenador, Grasser, se puso a gesticular 
como un enfurecido, aterrorizando al pobre Bobby hasta el punto de hacer 
que fallase un pase, mientras el entrenador de los Ram, el padre Bacardi, 
sonreía como lo hacen los sacerdotes. 
Durante el descanso, Grasser salió precitadamente de la cancha 
farfullando entre dientes algo contra ciertos «mentecatos atontados», y yo 
saqué algunos primeros planos que expresaban toda la trágica emoción de 
un partido entre principiantes. 
Durante el descanso me esforcé en hacer caso omiso de Peter y Julia, que 
estaban abrazados unas filas más debajo de la mía. La banda de los 
Pirañas Violeta empezó a tocar Finlandia, cosa que puso a todo el mundo, 
excepto a mí, de un humor excelente. Luego las animadoras de los Pirañas 
—más conocidas como las chicas pon-pon—entraron en la cancha 
gritando: 
¡Muerde! ¡Ataca! 
¡Nuestra es la victoria! 
¡Somos los peces 
más feroces de la historia! 
En el segundo tiempo los Pirañas levantaron cabeza y, empatados a 42, 
alguien cometió una falta sobre Bobby Pershing lo que le dio el derecho a 
tres tiros libres. Estaba sobre la línea de los lanzamientos, bañado en 
sudor y con el semblante contraído por la emoción. Tenía que encestar los 
tres o los Ram ganarían. Todos los odiaban, hasta las monjas de su 
colegio. Carl Yolanta hizo que me subiera sobre sus hombros a fin de que 
pudiese inmortalizar el tiro con el que Bobby demostraría al mundo que 
los Pirañas del Benjamín Franklin habían vuelto, dejando atrás seis 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
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semanas de humillaciones y derrotas. Peter y Julia estaban de pie, al igual 
que todos los demás, pero tan juntos que no conseguía distinguir dónde 
empezaba él y dónde acababa ella. 
Bobby encestó los dos primeros tiros; faltaba el último, el que nos podía 
dar la victoria. Enfoqué, pidiéndole a Carl que dejase de temblar. 
El árbitro silbó y la multitud estalló. El balón se apartó de las manos de 
Bobby, subió y siguió subiendo. Luego llegó a la altura del aro de la 
canasta y yo disparé en el momento en que pasaba a través de está. 
Nuestros hinchas profirieron un grito de alegría mientras los hinchas del 
equipo contrario enmudecían. Peter y Julia se abrazaron, extasiados. Carl 
me bajó con suavidad y luego se precipitó hacia la cancha. Yo grité junto 
con todos los demás: «¡Hemos ganado!», y me apoyé en una máquina de 
refrescos. 
—Vamos, A. J. 
Trish Beckman posó con determinación una mano sobre mi hombro. Sabía 
lo que quería decir, y no quería hacerlo. 
—Yo me voy a casa, Trish. 
Me sacó del polideportivo. 
—¡Nuncaes demasiado tarde para cambiar de vida! 
 
 
 
 
 
 
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Capítulo 3 
 
Cuando las Pirañas pierden, el Superpizza va fatal; pero ahora que 
estábamos de nuevo en la cresta de la ola, Bo, el propietario, había 
revivido y andaba arriba y abajo por el local, ofreciendo gratis latas de 
refrescos y consejos («Los vencedores piensan como vencedores», «Los 
perdedores piensan como perdedores»). 
Había decidido concederme cuarenta y cinco minutos de diversión antes 
de regresar a casa para revelar la película y hundirme en la más abyecta 
desesperación. Trish me dio dos afectuosas palmadas en el hombro. 
―Siempre te quejas de que nunca te relacionas con chicos guapos. Pues 
bien, A. J., aquí los tienes, delante de ti. 
Mire a mi alrededor, pero la representación masculina presente en la sala 
no era como para impresionarme. Un grupo de chicos mayores que 
nosotras bailaba la Danza de la Piraña, una especie de ballet que consistía 
en mover los brazos sin orden ni concierto, acompañándose de silbidos y 
gorgoteos varios. 
 ―David Klein ―anunció Trish, con el tono de guía turística― acaba de 
romper con una chica del Leonard. Está disponible. 
―Sí, pero mira como gorgotea ―observé. 
―¿Y qué me dices de Bill Peck? 
―Lleva en la cabeza un sombrero con aletas de nadar, Trish. Y dos cañitas 
metidas en la nariz. 
Trish dejo escapar un suspiro. 
―Está bien. Entonces pasemos al equipo de baloncesto. Me parece una 
buena fuente de posibles novios, A. J., teniendo en cuenta que mides un 
metro ochenta. 
Meneé la cabeza. Estaba enamorada de Peter Terris y ella lo sabía. 
Comparado con él, cualquier otro chico era un adefesio, si no algo peor. 
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locura? 
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―Aunque no sean todos unos adonis, aquí hay un montón de chicos que 
no están nada mal, A. J., chicos que no salen con alguien a quien se 
conoce por el sobrenombre del Cuerpo. ¡Intentemos que no se repita la 
historia de Todd, por favor! 
De acuerdo, entre Todd y yo las cosas habían acabado mal. Yo era una 
artista. Él era un cretino. Yo le daba demasiada importancia a lo nuestro. 
Él no le daba ninguna. 
Trish estaba preparándose para el siguiente movimiento. 
―Tú eres guapa A.J., y además inteligente. El problema es que siempre te 
enamoras de la imagen de un chico, sin preocuparte de cómo es 
realmente. 
Le conteste que yo no había pedido nacer así. No podía evitar que me 
atrajera la belleza. 
Trish se inclino sobre nuestra pizza vegetal con aire abatido. Quiere ser 
psicóloga y se pasa la vida buscando personas con las que practicar. Me 
parece estar viéndonos, sentadas en nuestro fast food preferido; yo estoy a 
punto de hincarle el diente a un perrito caliente, cuando de pronto ella 
empieza a golpear la mesa con el tenedor de plástico, diciendo: 
―A.J., respecto al niño que hay dentro de ti... 
Y yo sigo: 
―El niño que hay dentro de mí está perfectamente, gracias. Por favor, 
¿podrías pasarme la mostaza? 
Trish siempre dice que soy un sujeto ideal para la psicoterapia, debido a 
mi resistencia innata y a mi actitud de rechazo. 
Nos hicimos íntimas amigas durante la celebración de su decimoprimer 
cumpleaños, cuando nos quedamos bloqueadas en la rueda panorámica 
del parque de atracciones, arriba de todo. Trish no me dejo gritar…, su 
inclinación por la psicología era evidente ya entonces. Comentamos el 
hecho de que Melissa Ferguson no nos había invitado nunca a sus fiestas 
a ninguna de las dos. Nos confiamos los nombres de los chicos que nos 
habían gustado. Hablamos de lo mucho que nos gustaba patinar sobre 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
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hielo y de nuestro sueño de convertirnos un día en las estrellas del Holiday 
On Ice. 
Desde el fondo del Superpizza surgió un grito. Liza Shooty, primera chica 
pon-pon, chillaba a pleno pulmón mientras Al Costanzo, uno de los pívots, 
agitaba delante de su cara una porción de pizza de pimiento. Todos los 
«tipos especiales» sentados a su alrededor se echaron a reír, mientras los 
demás, humildes mortales, sonreíamos forzadamente preguntándonos qué 
era lo que tenía tanta gracia. 
Observé detenidamente las mesas amontonadas a lo largo de las paredes 
del fondo, donde estaban sentados los guapos y famosos del instituto. Allí 
estaban los héroes del Benjamín Franklin: estrellas del deporte y chicas 
pon-pon, guapos, divinos, estupendos e inclinados sobre sus pizzas. 
Al advertir mi desesperación, Trish dijo: 
―Según mi madre, las chicas como Liza Shooty son víctimas de la peor 
maldición que puede caer sobre un ser humano. 
― ¿Y en qué consiste? 
―En conseguirlo todo demasiado deprisa. 
Miré a la pobre y maldita Liza, que había recibido de su hada madrina 
unos dientes espléndidos y una cascada de rizos negros como el azabache. 
Ella rompió a reír alegremente, echando la cabeza hacia atrás. 
―Y, según tú, ¿cuándo empieza a surtir efecto la maldición? ―pregunté. 
―Mientras nosotras estemos vivas, seguro que no ―contestó Trish. 
Estábamos allí contemplando esa trágica verdad, mientras el colesterol se 
apelmazaba sobre la superficie de nuestra pizza vegetal. De pronto, la 
puerta del Superpizza se abrió y entró Peter Terris con los aires de un rey 
en visita oficial, con Julia Hart pegada a su costado. 
― ¡Olvídalo! ―susurró Trish. 
Estrechamente entrelazados, se dirigieron directamente hacia una mesa 
situada junto al ventanal, que se quedó libre como por arte de magia. El 
maravilloso cabello de Peter resplandecía y sus divinos ojos verde mar 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
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brillaban. Julia sacudió la melena rubia y lo miro con embeleso. Yo aparté 
el plato. 
―No tiene vuelta de hoja, A.J. ―dijo Trish, acercándome de nuevo el 
plato―. Hay batallas que no se pueden ganar. Peter Terris no está a tu 
alcance, y aunque consiguieras salir con él, cosa que dudo, te haría 
desgraciada, porque es un globo hinchado que sólo está enamorado de sí 
mismo, exactamente igual que Todd o Robbie Oldsberg, y todos los demás 
tíos de los que te… 
―Yo no creo que sólo se quiera a sí mismo ―interrumpí, con un gruñido. 
―¡Pero si es incapaz de pasar por delante de un espejo sin mirarse! ―Trish 
señaló a Peter, que acababa de ver su fantástico reflejo en el cristal y 
estaba pasándose una mano por el pelo―. Tú necesitas encontrar a una 
persona de verdad, A.J., no a uno de esos modelos de foto de los que te 
enamoras siempre. 
Me puse en pie, dispuesta a defenderlo, pero Pearly Shoemaker se 
materializó junto a nuestra mesa con una sonrisa de benevolencia 
plantificada en la cara, como si quisiera decir que si yo le daba 
inmediatamente la portada que esperaba para el número del día de San 
Valentín nadie sufriría ningún daño. 
―Estoy trabajando en ello, Pearly. 
― ¡Me alegra oírtelo decir, A.J., porque les hemos vendido el número del 
día de San Valentín a los anunciantes sin tener la portada! 
Arrojó sobre la mesa un poster publicitario de El Oráculo, decorado con 
cupidos tocando la trompeta. Dije que los cupidos son un trágico error de 
la mitología y no el símbolo de una nueva generación. 
Pearly parpadeó varias veces, juntando y separando las pestañas 
embadurnadas de rímel. 
―Estoy intentando mantener la calma A.J. Yo soy la directora y, por lo 
tanto, yo soy quien toma las decisiones. ¡A todo el mundo le encantan los 
cupidos, A.J.! 
Le conteste en el lenguaje universal de los gestos y ella se volvió hacia 
Trish. 
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― ¡Intenta tú hacerla entrar en razón! 
A Trish, como amiga fiel que era, no se le ocurrió ni siquiera intentarlo. 
―¡Necesito esa foto, A.J.! ¡Te doy treinta y seis horas más! ―susurró Pearly, 
antes de girar sobre sus talones y alejarse. 
―¡La mujer de la carrera ataca de nuevo! ―dijo Trish. 
Mire a Peter y a Julia y me tapé lacara con las manos. Trish se acercó a 
mí para consolarme. 
―¡Falta una semana para el baile del Rey de Corazones, A.J.! Son las 
chicas las que tienen que invitar a los chicos y si no espabilas, al final este 
año también te quedaras en casa sola, triste y deprimida. Me obligaste a 
prometerte que te lo recordaría hasta que hicieses algo, así que estoy 
recordándotelo. 
―Te libero de tu promesa ―repliqué, poniéndome el chaquetón―. Y, tú, 
¿por qué no llamas a Tucker? 
Trish desvió la mirada, incómoda. Tucker Crawford era su último amor, el 
insolente reportero agresivo de El Oráculo que había destapado el 
escándalo del envenenamiento en el comedor escolar causado por 
alimentos en mal estado. 
―Estoy en ello ―dijo. 
Nina Bloomfeld arrastró una silla hasta nuestra mesa y se sentó con 
nosotras. Parecía estar hecha polvo. Acababa de romper con Eddie Royce, 
que la engañaba con otra. 
―¿Qué tal te va? ―le pregunté. 
―¿Cómo quieres que me vaya? ―repuso con tristeza―. Sigo repitiéndome 
que he hecho lo que debía hacer. 
Suspiramos juntas. 
―Deberíamos tomar la iniciativa con alguno ―comento Trish―. Si no, nos 
tocara quedarnos en casa solas. 
―Me pregunto ―mascullé a media voz―quién demonios estableció que 
quedarse en casa sola es tan tremendo. En resumidas cuentas, si a ti te 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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gusta un tío, pero él no quiere saber nada de ti, ¿tienes que buscar un 
sustituto sólo para ir al baile? ¡Pensad un poco en el nivel de degradación 
al que se puede llegar en esta sociedad de mujeres liberadas! 
―Tienes razón. No debemos andar por ahí mendigando citas ―me apoyó 
Trish. Y luego añadió, hablando en voz todavía más baja―: de todas 
formas, si no nos damos prisa sólo quedarán los plastas. 
Estaba llevando a Trish a su casa en mi Volvo recién estrenado. Recorría la 
Mariah Avenue con la moral por los suelos mientras la radio difundía las 
notas de una triste canción sentimental. A juzgar por la letra de la 
canción, el cantante y yo teníamos el mismo problema: no lográbamos 
comprender el amor. Las reglas eran demasiado difíciles. 
Miré a Trish, que estaba durmiéndose, y giré a la izquierda después de 
pasar la Nickleby Novelty Company justo en el momento en que un gato 
saltaba desde lo alto de una pila de cajas, tirándolas al suelo. Empezó a 
pícame la nariz, pues la mera visión de un gato me provoca un ataque de 
alergia. Una caja fue a parar rodando en medio de la dalle y yo pisé el 
freno. Trish se despertó de golpe. 
De una de las cajas salió disparado un pequeño objeto que aterrizó en el 
capo de mi coche. 
―¿Qué pasa? ―preguntó Trish con voz soñolienta. 
―No lo sé… 
Me dispuse a abrir la portezuela. 
―¡No salgas, A.J.! Es tarde, y algo no va bien ahí afuera… a lo mejor has 
atropellado al gato y lo has matado ―sugirió Trish. 
Bajé, con el corazón latiéndome aceleradamente, y eché un vistazo al 
objeto. 
―¡No es posible! ―exclamé, riendo entre dientes. 
Trish estaba acurrucada en el asiento, haciéndome señas para que entrara 
en el coche, pero yo me arrodillé para ver mejor a la luz de los faros. Luego 
me eche a reír. 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
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Era un muñequito de trapo en forma de cupido, del tamaño de mi mano, 
con un minúsculo arco y una minúscula bolsa en bandolera, todo roto, y 
una estúpida sonrisita dibujada en la cara. 
Lo cogí. Tenía los ojos pintados de negro y la boca entreabierta, y lo único 
que llevaba encima era un paño rosa que le cubría púdicamente el vientre. 
Trish bajó del coche y le echó un vistazo al Cupido. 
―Estás tomándome el pelo ―dijo, sarcástica. 
Le sacudí un poco el polvo al muñeco, riendo. Era mofletudo, rollizo y 
absolutamente ridículo. En una mejilla tenía un desgarrón por donde se le 
salía un poco de relleno. 
―Creo que ya he encontrado la foto para la portada ―dije, tirándolo por los 
aires. 
―A.J., Pearly te colgara de los pulgares de los pies si le llevas. . . 
―Ha sido ella la que ha dicho que quiete un cupido, ¿o me equivoco? ¡Pero 
míralo! ¡Tiene muchísima personalidad! 
―¡Y muchísimas pulgas! 
Cuando volvimos a subir al coche, dejé el cupido en el asiento posterior y 
le acaricié la cabeza para tratar de establecer contacto con él, como 
debería hacer todo buen fotógrafo con lo que va a fotografiar. 
―Yo soy Allison Jean McCreary ―declaré―, experta fotógrafa de 
naturalezas muertas. Sólo tienes treinta y seis horas para mostrarme 
quién eres tú. 
Tras dejar el cupido en el estudio, bajé precipitadamente la escalera del 
garaje. Necesitaba dormir. Haría la foto al día siguiente. 
Me metí en el cuarto de baño con Stieglitz pisándome los talones, mientras 
le ordenaba a mi cerebro que hiciera caso omiso de las viejas tuberías de 
casa, que chirrían y gimen como un maniático sediento de sangre 
intentando descerrajar una ventana. Nuestra casa tiene más de cien años 
y acarrea un siglo de problemas que te ayudan a olvidar rápidamente lo 
atractivo de su antigüedad. Cerré con pestillo la puerta del cuarto de baño 
y puse delante una silla. 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
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Stieglitz dio un par de brincos, temblando y aullando, y le dije que se 
tumbara. Él, naturalmente, no obedeció. Sólo lo hace en la escuela de 
adiestramiento para perros, siempre y cuando se lo diga su adiestrador, 
que parece un pit bull de mal humor. Descorrí el pestillo, aparté la silla y 
dejé salir a Stieglitz, que se instaló junto a la ventana de mi habitación, 
preso a todas luces de un ataque de nervios. 
Salté por encima de un montón de ropa sucia que había olvidado meter en 
el cesto y me metí en la cama mientras Stieglitz gañía patéticamente a mis 
pies. Luego, estirando la manta para taparme hasta el cuello, empecé a 
contar, por este orden, ovejas, chicos maravillosos y los ladridos de mi 
perro, que amenazaban con romper el cristal de la ventana en mil pedazos. 
Stieglitz saltó sobre mí. 
―¿Se puede saber qué te pasa? 
Bajé de la cama. Él daba vueltas en redondo y de vez en cuando se paraba 
para rascar la puerta con las patas. 
―¿Qué mosca te ha picado? 
Stieglitz me miró con los ojos extraviados. 
―¡Está bien! ―contesté, poniéndome las zapatillas―. ¡Ya voy! 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
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Capítulo 4 
 
Stieglitz salió disparado moviendo la cola a cien por hora y se detuvo de 
golpe al pie de la escalera que conduce a mi estudio, ladrando como un 
enloquecido. Lo seguí a toda prisa mientras en el reloj sonaban las doce (es 
un decir, porque es de cuarzo). El perro subió como un rayo la escalera y 
chocó contra la puerta de mi estudio, donde hay colgado un cartel que 
dice: NO INTENTÉIS ENTRAR, ES MÁS, NI LO PENSÉIS SIQUIERA. 
Algo extraño, sinuoso como un hilo de humo, se estaba abriendo camino 
en la noche. Fuera empezó a silbar el viento con un lento ulular y Stieglitz 
se puso a aullar exactamente igual que si en lugar de un perro fuera un 
lobo salvaje. 
—Eh, ¿qué te ocurre? 
Él intentó abrir la puerta, arañándola con tanta furia que hizo saltar la 
pintura. Así la manivela, respiré hondo y abrí… Stieglitz se precipitó al 
interior y de repente se quedó mudo. En cuanto a mí, noté que la sangre 
se me helaba en la venas. 
¡El cupido! Estaba allí, mirándome con sus ardientes ojos negros y sus 
mejillas sonrosadas. ¡Y respiraba! 
La criaturita estiró las piernas y los brazos como si fuera un entrenador de 
aerobic, agitó las pequeñas alas y dobló la cabeza a izquierda y derecha 
mientras yo miraba a mi alrededor intentando averiguar si estaba 
soñando… Pero cuando el cupido apoyó sus minúsculas manos en sus 
minúsculas caderas y me miró de arriba abajo, fue excesivo. Me llevé una 
mano al cuello y me senté en el suelo. 
—¿Eres… —balbuceé—, eres… de verdad? 
La sombra de una sonrisa le iluminó el rostro. Se elevó por los aires a un 
metro del suelo, hizo una pirueta y aterrizósobre el pedestal que utilizo 
para las naturalezas muertas, que estaba junto a una manzana Granny 
Smith. 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
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—¿Eres…? —Me costaba hablar—. ¿Qué eres? 
Él se aclaró la voz y dijo en un tono absolutamente normal: 
—Bueno, ¿qué te parece si empezamos? 
—¡Sabes hablar! 
—Si nos ponemos en ese plan, te diré que sé hacer muchas más cosas —
repuso, acariciando el arco. Luego sacó de la bolsa que llevaba en 
bandolera una microscópica manzana roja y la mordió. 
Yo seguía mirándolo, petrificada. Era como si un millón de películas de 
Walt Disney se hubieran condensado en una sola. Me sentía como si 
tuviese de nuevo cinco años. 
¡Hubiera podido prepararle una cama en una caja de cartón! ¡Hubiera 
podido coserle minúsculas prendas y llevármelo a todas partes, guardado 
en un bolsillo! 
Me moría de ganas de tocarlo. 
—Ven aquí —murmuré, alargando una mano—. No te haré daño. 
El cupido, indignado, se irguió todo lo que le permitía su escasa estatura. 
—¡Yo soy un maestro en el tiro con arco! —me informó—. ¡No soy un 
juguete! 
Retiré la mano. 
—Lo siento…, perdona…, yo… 
Me miró con expresión desafiante hasta que aparté los ojos de él. Entonces 
se me ocurrió una idea: ¡el cupido podía ser un extraterrestre! 
Él abrió la boca para decir, mosqueado: 
—¡No soy un extraterrestre! 
—¿He dicho yo eso? —repuse. 
—¡Lo estabas pensando! 
—Sí, yo…, bueno…, ¿de qué planeta eres? 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
34 
—Los norteamericanos estáis convencidos —dijo moviendo la cabeza, 
molesto— de que todo lo que no lográis entender viene de otro planeta. 
Permanecimos un rato mirándonos; luego cogí unas tijeras que estaban 
encima de la mesa. 
—¿Qué clase de broma es ésta? 
—Yo no gasto bromas. —Se alejó volando del pedestal y aterrizó 
delicadamente sobre la alfombra—. Pero tengo otras habilidades. 
—Dime una… 
Una flecha atravesó la habitación, produciendo un leve susurro, y fue a 
clavarse justo en el centro de la manzana. 
Tong. 
Con una sonrisa de satisfacción en la cara, el cupido permaneció inmóvil 
unos instantes y a continuación fue volando en busca de la flecha y la 
guardó de nuevo en la bolsa. 
—Soy consejero —dijo—. Gratuito. Y esto no es una bolsa —añadió, 
tocando la bolsa—, es un carcaj. 
—¿Me has oído pronunciar la palabra «bolsa»? 
La había pensado, en efecto. Me estiré el camisón hasta los tobillos, 
tiritando. 
—No debes tener miedo de nada —dijo él—. Estoy aquí para ayudarte. 
Nada de hilos ocultos. 
Se elevó hasta el techo y permaneció allí arriba revoloteando. 
Yo tragué saliva. 
—¿Dónde está la trampa? 
—No hay trampa. Nuestras relaciones tendrán que basarse en la confianza 
mutua. 
—¿Tengo que confiar en ti? 
—Hacer de consejero de adolescentes siempre es un problema… 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
35 
—¿Y qué sabes tú de los adolescentes? 
Sus ojos se bañaron de tristeza. 
—Sé bastantes cosas sobre vosotros —dijo por fin—. Es mi trabajo. 
Lo vi volar hasta mi galería de retratos. 
—Tu estilo es muy melancólico. La técnica es excelente, pero si te 
concentrases en los aspectos más positivos de la vida, tus fotos estarían 
cargadas de energía. 
—¡Mis fotos están cargadas de energía! 
—De energía negativa —dijo él, con convicción—. Es una fuerza potente, 
pero no tanto como la positiva. 
Se dirigió hacia la pared de enfrente y comenzó a observar mis 
ampliaciones. 
—Si yo estuviera en tu lugar, practicaría más con la luz del amanecer —
dijo. 
—Lo sé todo de la luz. 
Stieglitz hizo acopio de valor y se acercó al cupido como si se tratase de 
una ardilla. El cupido alargó una minúscula manita hacia él, sin miedo, y 
dijo en tono autoritario: 
—Siéntate. 
Stieglitz se tumbó. 
—Buen perro —dijo el cupido, ajustándose la bandolera del carcaj—. 
Deberías cepillarlo más a menudo —añadió—. Es de una raza que requiere 
muchos cuidados. 
—¡Lo cepillo todos los días! 
El cupido se quedó mirándome. 
—Las mentiras minan la base de cualquier relación. 
—¡Nosotros dos no tenemos ninguna relación! 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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—Podríamos tenerla —dijo, al tiempo que se tendía en el cojín persa que 
estaba sobre la alfombra—, si tú no estuvieses tan a la defensiva. Te toca a 
ti decidir. 
Salí corriendo del estudio, bajé la escalera, me senté junto al teléfono y 
levanté el auricular, como si quisiera llamar a los bomberos, a la policía o 
a no sé quién. Pero por suerte no lo hice. Deseaba desesperadamente un 
poco de sana normalidad. 
Por la calle pasó un coche con la radio a todo volumen y después se oyó 
rodar una lata por el suelo. Sí, todavía estaba en el mundo real. Me 
encontraba de pie en la puerta del estudio, con Stieglitz a mi lado. Todo 
estaba en silencio, pero no debía dejarme engañar. Hice chasquear los 
dedos y el perro se puso en posición de alerta. 
—Stieglitz, tienes mi permiso para hacer todo lo que consideres necesario. 
Rasgar, destrozar, aterrorizar. De ahora en adelante, el jefe eres tú. 
Stieglitz escrutó la oscuridad y se precipitó escaleras abajo. Lo seguí con la 
mirada. Me moría de ganas de echar un vistazo dentro. 
¡Quién sabía si el cupido seguiría allí! 
La puerta se abrió y la criatura salió volando para posarse en mi hombro y 
decir: 
—Vamos, entra. ¡Por el amor de Dios, no disponemos de mucho tiempo! 
Se me hizo un nudo en la garganta y me percaté de que me sudaban las 
manos. Lo único que conseguí hacer fue gimotear: 
—¿Quién eres? ¿Qué está pasando? 
—Ah, ésa sí que es una buena pregunta. 
Emprendió el vuelo y se acercó a la ventana del estudio para contemplar 
las estrellas. 
—Lo que pase depende exclusivamente de ti. Eres tú quien tiene la 
capacidad de decidir qué quieres cambiar de tu vida. 
Con el corazón en un puño, así la manivela de la puerta y el semblante del 
cupido se oscureció. 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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—Siempre me he preguntado por qué la gente tiene tanto miedo de confiar. 
Hay cosas que sólo se pueden aprender si se tiene confianza. 
La tristeza inundó de nuevo sus ojos mientras pasaba lentamente un dedo 
por el arco. El cupido revoloteaba sobre mi rodilla izquierda, igual que 
Campanilla (el hada de Peter Pan) cuando está enfadada. 
—¡No hay tiempo que perder! 
Lo miré aterrorizada. Luego, de pronto, como por arte de magia, vi la 
respuesta a uno de mis problemas. ¡Tenía ante mí la foto del siglo! La 
mandaría a Life, al National Geographic, al Times de Londres, al People y al 
Scientific American. Me haría famosa. Cogí la Nikon F2. 
—Sólo puedes verme tú, ¿sabes? Yo no soy fotogénico… 
Levanté la cámara de fotos. 
—Lo comprobaré… —Lo encuadré y mi dedo rozó el obturador, que 
estaba… bloqueado. ¡Maldición! Lo intenté de nuevo, pero todos mis 
esfuerzos fueron inútiles. 
—Éste es el momento idóneo —dijo el cupido— para explicarte las reglas 
de mi visita. 
Dio una voltereta y aterrizó sobre la librería. 
—En primer lugar, sólo podéis verme tú y tu perro. —Al oír la palabra 
«perro», Stieglitz profirió un ladrido—. En segundo lugar, no debes hablarle 
a nadie de esta visita hasta que hayas alcanzado un nivel de comprensión 
más profundo y, por lo tanto, estés en condiciones de afrontar la situación 
con la madurez adecuada. En tercer lugar, debemos darnos prisa; de lo 
contrario, la visita no producirá los efectos esperados. Tenemos poquísimo 
tiempo y nuestra empresa no es nada fácil…, aunque eso no lo entenderás 
hasta el final. Y en cuarto lugar —prosiguió, elevándose hasta la altura de 
mi nariz—, he venido para ayudarte, Allison Jean McCreary, no para 
hacerte daño. Cuanto antes lo entiendas, antes podremos empezar. 
Tragué saliva. Hay reglas que se pueden entender fácilmente, como: 
Sonríe y recibirás una sonrisa. 
Antes de hacer una foto, quita la tapa del objetivo. 
 Si Cupido me echara una mano…¿Él me amaría con 
locura? 
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No salgas nunca con un jugador de hockey. 
 
 
Pero cuando lo sobrenatural anda por en medio, la verdad, no me siento 
tan segura de mí misma. 
El cupido se ajustó el carcaj y dijo: 
—Creo que tú tienes que cumplir un plazo, ¿no? ¿No debes entregar una 
fotografía? 
Desvié la vista. Tenía razón. Pero él no tenía que vérselas con una falta 
total de inspiración, ¡y tampoco con Pearly Shoemaker! 
—No debes tomarla con los demás si andas falta de inspiración. 
—¿Podrías dejar de leerme el pensamiento, por favor? 
—Me temo que no es posible. No está en mi mano romper el lazo que nos 
une. La confusión, si se afronta como es debido, puede conducir a la 
iluminación. Busca algo que refleje lo que sientes con respecto al amor y 
fotografíalo. 
—¡Gracias por el consejo! ¿Qué crees que he estado intentando hacer en 
los dos últimos meses? ¡Me han salido ampollas en los pies de tanto 
caminar de un lado a otro de la ciudad, en busca de una estúpida imagen 
que muestre mi idea del amor entre adolescentes! 
Agaché la cabeza porque estaba a punto de echarme a llorar y el cupido 
suspiró con impaciencia. ¿Qué podía hacer si cuando intentaba fotografiar 
algo que mostrase mi idea del amor entre adolescentes, una vocecita me 
decía que amaría a Peter Terris hasta la muerte y que él jamás se 
percataría? 
Estaba llorando como una estúpida, acurrucada sobre el cojín. El cupido 
se acercó a mí y me ofreció un pañuelo de papel. 
—Toma, suénate —me ordenó—. Ahora, duerme, amiga mía —añadió 
desde la puerta del estudio. 
El corazón me latía desacompasadamente. 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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—¡No entiendo qué está sucediendo! 
—Esperemos que lo descubras antes de que sea demasiado tarde —repuso 
el cupido en tono solemne—. Nos hemos encontrado por una razón muy 
concreta, Allison Jean McCreary. Tú necesitas aprender lo que yo puedo 
enseñarte, y yo —miró hacia otro lado— debo reparar un error. 
Levanté la cabeza. 
—Mi última visita no obtuvo el éxito esperado. Y cuando un cupido falla, 
debe regresar para corregir su error, pues de lo contrario jamás encontrará 
la paz. 
—¿Dices en serio eso de que cometiste un error? 
—En parte fue por mi culpa, pero no del todo. La chica en cuestión 
también se equivocó, te lo aseguro. 
—¿No haces bien tu trabajo? 
—Prefiero visitar a personas ya maduras, personas que ya poseen un 
bagaje de experiencias de las que… 
—¡Tengo un cupido de segunda mano! 
Subió hacia el techo rápidamente, furioso. 
—¡Ahora, duerme! 
Mis pies se movieron en contra de mi voluntad y fui tambaleándome hasta 
mi dormitorio, seguida por Stieglitz. Me parecía imposible dormirme con 
semejante concentración de estrés en los hombros. ¡La mente de un 
adolescente no está hecha para soportar traumas de este tipo! 
Sin embargo, nada más apoyar la cabeza en la almohada me sumergí en el 
mundo de los sueños. 
 
 
 
 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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Capítulo 5 
 
Me desperté a las 6.33 de la mañana, mientras el cupido levantaba las 
persianas diciendo: 
—¡Despierta! Tenemos muchas cosas que hacer. 
Fue volando hasta los pies de mi cama y se posó allí como si fuera un 
buitre. 
—¿Qué demonios…? —balbuceé—. ¿Qué tenemos que hacer? 
Él baitó las alas y apartó la manta. 
—¡Levántate! —ordenó—. ¡Si no sales de la cama, no voy a poder ayudarte! 
Yo me limité a preguntar, tiritando: 
—¿Qué ocurrió con aquella chica? 
El cupido, irritado, gruñó: 
—Es una cuestión personal que no te incumbe. 
—Pues claro que me incumbe. Nos une un lazo, ¿recuerdas? 
—¡No tengo intención de hablar de ese asunto! Lávate, por favor. 
Yo ya estaba en pie, así que me empujó hacia la puerta del cuarto de baño. 
—¡Quiero saber quién eres, de dónde vienes y qué está pasando! —insistí. 
—¡Silencio! —dijo el cupido, cada vez más enfadado. 
Fui corriendo hasta el cuarto de baño y empecé a lavarme la cara como un 
autómata. 
—Para algunos, el camino de la confianza es muy largo —se lamentó, 
suspirando, el cupido. 
Estuve más rato del acostumbrado lavándome la cara, con la esperanza de 
que el agua y el jabón me aclarasen la mente. Pero fue inútil. El cupido me 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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tendió cortésmente una toalla. 
—Por favor, date prisa. Y cuando estés lista, coge la cámara de fotos. 
Salió agitando las alas y cerró la puerta del cuarto del baño tras de sí, 
dejándome sumida en las tinieblas de la ignorancia. 
Eran las 7.13 de la mañana del domingo. Stieglitz, el cupido y yo 
recorríamos las calles inundadas de sol y cubiertas de hielo de Crestport, 
en Connecticut, como si fuera la cosa más normal del mundo. Cuando 
doblamos la esquina de la comisaría, el cupido dio un triple salto mortal y 
se lanzó en picado hacia un coche de la policía. Yo me quedé pegada a una 
farola. 
Hubiera querido gritar: «¡Socorro!» 
—Gira a la derecha, por favor —dijo el cupido. 
—¿Adónde me llevas? 
—A la playa. 
—¿Para qué? 
—Ten paciencia. Debes aprender a ver las cosas con ojos nuevos. 
Mascullé que si mirar las cosas con ojos nuevos significaba perder el 
contacto con la realidad, no estaba de acuerdo. Luego, señalando con un 
dedo trémulo a la criatura, añadí que, decididamente, obedecer órdenes de 
un ser al que sólo podía ver yo me sacaba de quicio. Y en ese momento 
noté un golpecito en un hombro. 
Me volví. Ante mí se alzaba un voluminoso policía. 
—¿Va todo bien, señorita? 
—Ehhh… 
El guardia apoyó una mano en la porra. 
—¿Qué le parece si charlamos un poco? 
El cupido revoloteó alrededor de la cabeza del poli y acabó aterrizando 
sobre su gorra. En cuanto a mí, conseguí encontrar una excusa en un 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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tiempo récord. Le conté que tenía que interpretar el papel protagonista en 
una representación escolar y que estaba ensayando; la escena crucial de la 
obra se desarrollaba en una calle desierta y solitaria, así que había ido allí 
para identificarme mejor con mi personaje y sus emociones. 
—Bueno, señorita, debo reconocer que su actitud es digna de elogio. 
Le di las gracias, añadí que aquél era el papel con el que siempre había 
soñado y, acto seguido, proseguí mi camino en dirección a Browning Road 
con aire dramático. Trish se habría sentido orgullosa de mí. Stieglitz echó a 
andar meneando la cola y tirando de la correa. 
—¡Al paso! —le ordenó el cupido. 
El perro aminoró inmediatamente la marcha, adaptándose al ritmo de la 
mía. Traidor. El cupido volaba a unos milímetros de mi oreja. 
—¡Ese tipo creía que te faltaba un tornillo! 
El cupido se elevó para echar un vistazo a su alrededor y luego volvió junto 
a mi oreja. Sus alas emitían un leve murmullo. 
—Gira a la izquierda, por favor. 
—Más abajo es mucho más bonito. 
—¡He dicho que a la izquierda! 
Giré a la izquierda después de pasar las grandes casas de piedra que dan a 
la playa de Crestport. 
—Un poco más allá de aquellas dunas —me indicó—. Suelta al perro y 
ábrete a las emociones. 
Dejé escapar un gemido, pensando que por aquel día ya había tenido 
bastantes emociones, pero de todas formas solté a Stieglitz, que se puso a 
correr por la playa cubierta de nieve. El cupido me hizo señas de que lo 
siguiera y se fue volando hasta la atalaya del socorrista; luego se acomodó 
en el taburete y contempló las aguas contaminadas de Long Island Sound, 
que se estrellaban contra las rocas. 
—¿Qué tengo que hacer? 
Él emprendió de nuevo el vuelo mientras el viento silbaba sobre la arena y 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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yo lo seguí. Me gusta mucho la playa en invierno. Es salvaje y libre, y no 
desprende el espantoso olor de las lociones solares. Ni siquiera me 
importaba que fuese febrero, pues siempre ha tenido debilidad por las 
fotos en blanco y negro y las tonalidades difuminadas. 
Me levanté el cuello del chaquetóny hundí las manos en los bolsillos 
mientras empezaban a caer gruesos copos de nieve. En aquella misma 
playa, Todd me había dicho que yo era la más precioso que había en su 
vida. Dos horas después se había marchado a Yale. 
Las olas habían llevado hasta la orilla un frasco de ketchup; lo coloqué 
entre dos rocas e hice cinco instantáneas. Me hablaba. Me hablaba de 
gente rica montada en grandes barcos que arrojaba los desperdicios al mar 
sin pensar en las consecuencias. Me hablaba de inmersas manchas de 
aceite y de la desaparición de los bosques ecuatoriales. Me hablaba del 
aumento incontrolado de los desechos nucleares y de Julia Hart. Y en ese 
momento lo vi, justo a la izquierda de uno de los pilares del dique de Long 
Island Sound. Estaba escrito en una roca enorme y erosionada, alejada de 
las demás. Decía: 
 
Donna ama a Steve 
Gary 
Derek 
Nathaniel 
Donna está un poco confusa 
 
Me eché a reír mientras la nieve caía lentamente. ¡El amor en la edad del 
miedo! ¡Era perfecto para la portada del número dedicado a San Valentín! 
—Pues claro que es perfecto —dijo el cupido, revoloteando sobre la roca. 
—¿Cómo lo sabías? Yo estuve aquí hace cinco días y no lo vi. 
Un rayo de sol iluminó la playa. 
—La luz es perfecta, ¿no? 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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—Sí. Sé muy bien lo que tengo que hacer. 
Enfoqué la F2 y encuadré la roca buscando el mejor punto de vista. A la 
derecha, decidí. El sol brillaba sobre la confusión de Donna, la piedra 
resplandecía como si fuera cuarzo. Hice cuatro fotos a toda velocidad 
porque no sabía cuánto duraría el efecto de la luz. Un palomo se posó 
junto a la pintada. 
—Perfecto —murmuré— Quédate ahí, muy bien… 
Uno, dos, tres disparos, y luego dije: 
—Echa a volar. 
El palomo empezó a batir las alas como una mariposa y yo moví 
expresamente la cámara, a fin de obtener un efecto desenfocado de estilo 
impresionista que sin duda me haría ganar una beca para toda la carrera 
en la Escuela de Bellas Artes. 
—Lo has conseguido —dijo el cupido, recostándose sobre la arena. 
—Todavía no he acabado —repuse mientras ponía otro carrete en la 
cámara. 
Él meneó la cabeza. 
—No hace falta. 
—La fotógrafa soy yo —le recordé—. Tú eres… 
—Jonathan —dijo el cupido, tendiéndome una mano del tamaño de una 
uña. 
Se la estreché educadamente, repitiendo en voz baja: 
—Jonathan. 
De repente, las nubes cubrieron el cielo, de modo que me resultó imposible 
seguir haciendo más fotos. Nunca hay que fiarse de un fenómeno de la 
naturaleza. 
—¡Disponemos de poco tiempo! —El cupido llamó con un silbido a Stieglitz, 
que se acercó al galope—. ¡Debemos darnos prisa! 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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—¿Qué clase de cupido eres? —susurré. 
Jonathan sonrió y tomó el camino de casa. 
Jonathan volaba en círculo, como una abeja eufórica, por mi cuarto 
oscuro, mientras yo me hallaba en el momento más crítico del revelado de 
una película, cuando hay que hacer que aparezca la imagen sin perder los 
detalles más tenues. Cuando colgué del hilo la foto mojada para que se 
secase, vi que era magnífica. La luz del amanecer iluminaba la frase 
DONNA ESTÁ UN POCO CONFUSA, haciéndola resplandecer como un rayo 
láser. 
Me estiré en la silla, absolutamente satisfecha. 
—Son estupendas, Jonathan. Gracias. 
Menos de una hora después, aparqué el Volvo delante de la casa de Pearly. 
La ventana de la fachada estaba decorada con pósters llenos de cupidos 
que proclamaban: YA LLEGA. Bajé del coche gritando: 
—¡Tengo buenas noticias para ti, Pearly! 
Jonathan miró los pósters y declaró: 
—¡Vaya cursilada! 
La casa de Pearly es modernísima, una mezcla de acero y cristal que había 
hecho subirse por las paredes a las autoridades municipales de Crestport, 
que la habían declarado «absolutamente anti Nueva Inglaterra». Me 
adentré en el camino, bordeado de piedrecitas decorativas. Jonathan 
volaba a mi lado, a la altura de mi oreja. Estaba empezando a 
acostumbrarme y la cosa me preocupaba. Nada más pulsar el timbre, 
Pearly abrió la puerta vestida con un equipo de gimnasia rosa 
fosforescente y gafas de sol. 
—¿Qué clase de buenas noticias? —preguntó, sorprendida. 
Le plantifiqué tres ampliaciones de DONNA ESTÁ CONFUNDIDA delante 
de las narices. El gran arte no necesitaba presentaciones. 
El rostro de Pearly se iluminó, aunque no demasiado; para que se 
iluminase de verdad habría hecho falta como mínimo un muerto 
resucitado. 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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—Ajá… —dijo, mirando las fotos—. Es raro, pero también… es…, ¡es 
absolutamente moderno! Retiro todo lo que he dicho sobre ti, A.J., y todo 
lo que he pensado…, que era mucho peor, créeme. 
—Vamos, Pearly, ¿te he decepcionado alguna vez? 
—Solo una —respondió ella, frunciendo el entrecejo. 
Se refería a la portada navideña en la que nuestro bedel, el señor 
Kendrake, aparecía vestido de Santa Claus fumándose un Camel en la sala 
de profesores. Cuando la señora Strictland, la directora, la vio, dirigió una 
severa amonestación a la redacción en pleno acerca de la sensibilidad y la 
libertad de expresión. 
—¡Aquella foto captaba la angustia del personal de las escuelas públicas 
norteamericanas! —protesté—. ¡Se convirtió en un clásico! 
—¡Se convirtió en mi pesadilla personal! —susurró Pearly. Luego miró de 
nuevo las fotos mientras Jonathan entraba en su casa y se acomodaba en 
la barandilla de la escalera. Pearly apoyó una mano en mi hombro y me 
preguntó—: ¿Qué te parecería un cupido pequeño en la esquina superior 
derecha? 
—¡Por favor, Pearly! 
—Tienes razón, quizá es excesivo. Olvidemos lo del cupido. Creo que 
tendremos que imprimir tres mil ejemplares. ¡Con esta portada y mi visión 
del mundo, pillaremos a América por sorpresa! —Se fue corriendo y volvió 
con una carpeta—. ¡El número de San Valentín será un exitazo, A.J.! Para 
empezar, tendremos un montón de anunciantes. Mira esto: «¡La empresa 
de pompas fúnebres Haggermayer & Socios saluda el amor y los dulces 
años de la adolescencia!» ¿Qué te parece? 
—Fantástico, Pearly. 
—Habrá artículos sobre las citas a ciegas, los restaurantes baratos, qué es 
in y qué es out, cómo descubrir si estás enamorada de verdad y… —bajó la 
voz— sobre esos momentos embarazosos que se producen cuando estás 
con él. 
Sobre esto último yo sabía bastante. 
 Si Cupido me echara una mano… ¿Él me amaría con 
locura? 
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—Pearly, tenemos que irnos. 
—¿Tenemos que irnos? ¿Adónde? 
—Cuidado —me advirtió Jonathan. 
—Quería decir que tengo que irme, yo, en singular… 
Jonathan atravesó volando la puerta cerrada (un truco realmente brillante) 
al tiempo que decía: 
—¿Quieres moverte? 
—Ya voy —contesté. 
Pearly me miró con expresión de desconcierto. 
—Quiero decir que me voy… 
Bajé precipitadamente los escalones del porche con el cupido revoloteando 
a mi alrededor. 
—Ahora podemos pasar a la siguiente fase de la visita, una fase plagada de 
dificultades —me informó. 
—Prescindiré con mucho gusto de ellas. 
—«Prescindir» no figura entre las opciones disponibles —repuso él, 
pellizcando la cuerda del arco. 
 
 
 
 
 
 
 
 
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locura? 
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Capítulo 6 
 
Jonathan se sentó en el ventilador del techo haciéndose el ofendido. Había 
vuelto a preguntarle por la chica, así, de pasada, y él había contestado: 
«No quiero hablar más de ese asunto». 
Yo estaba semitendida en el pequeño sofá de la cocina, preguntándome si 
tendría fuerzas para subir al piso de arriba. El teléfono sonó y me apresuré 
a cogerlo. 
—¿Sí? 
—¡A. J.! ¿Estás bien? 
Era mi madre, con voz de estar muy preocupada. Era una mujer 
inteligente. 
—Te hemos dejado dos o tres mensajes, cariño. 
Eché un vistazo al contestador automático, cuyo piloto relampagueaba 
escandalosamente, y me decidí por la versión breve de la típica excusa 
piadosa. 
—Había salido,

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