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ROBERTO LEVILLIER EL PAITITI, EL DORADO Y LAS AMAZONAS E M E C É E D I T O R E S El Paititi, El Dorado y las Amazonas fue ideado por Roberto Levillier como un relato verídico y ameno que mostrara a las generaciones actuales la clarividencia de un puñado de descubridores españoles que, tal vez por las in mensas distancias y el tiempo que demandaban las comu nicaciones entre Madrid y la Asunción, fracasaron en hacer comprender a monarcas y virreyes, la importancia colosal de la cuenca amazónica. La historia demuestra que Por tugal y su heredero Brasil, entonces desconocidos en e lu gar, supieron luego vislumbrar las enormes posibilidades de estas ricas comarcas donde hoy coexiste lo más moderno ¡unto con lo más antiguo. ! Diana Levillier estaba tratando de revisar y poner en orden la amplia bibliografía que su padre, autor de este libro, había reunido y fichado con tanta erudición y pacien cia, cuando un destino trágico puso fin a su vida. Se debe a Narciso Binayán Carmona haber salvado lo que_ha' po dido del trabajo de la señorita Levillier, completando la información mediante la compulsa de catálogos y bibliotecas. En nombre de la señora Jeanette Beatson de Levillier, Emecé Editores expresa su agradecimiento a todas las per sonas e instituciones que directa o indirectamente han ayu dado con sus consejos a componer este libro, en especial, al Dr. Enrique de Gandía, que revisó el original y las prue bas, al R.P. Guillermo Furlong S. J., que colaboró en la determinación de la pauta para la colocación de láminas, y la señorita María Teresa Grondona, autora de los dibujos y croquis originales, hechos dhrante diez años bajo las in dicaciones de Roberto Levillier,. Lo que se escribe viene del fondo del alma. Se habla, se actúa y se vive en la superficie. R oberto L evillier El placer de la historia es el descubrimiento permanente de la verdad; la marcha tenaz hacia la luz, el esfuerzo obstinado de la inte ligencia para librarse de los prejuicios, de las invenciones, de lo que deshonra al espíritu humano. G erard W alter I. EL ESCEN A RIO TROPICAL En nuestra América, de majestuosas dimensiones, y en la zona tropical de atracción del oro, resistió al hombre la natu raleza. Conocedores de sus durezas, la afrontaron los españo les, y es hacer justicia a ella y a ellos evocar esa guerra impla cable, pero grandiosa, que trasformó las jornadas en odiseas. La región de la cual se trata aquí es la tierra firme tó rrida asignada a Castilla, que empieza en Punta Gallinas, en la costa Norte del hemisferio Sur, y termina en Capricornio, desplegándose Oeste-Este desde la costa del Pacífico hasta la línea de Tordesillas. Abarca la Guayana, Venezuela, Co lombia, Ecuador, Perú, Bolívia —sometidas al poder de cor dilleras—, y el Paraguay. Ocupa el centro y m ás. . . la tierra inconmensurable, casi toda dominada por el Amazonas y sus afluentes. Circularon en ella rumores de tesoros, y el español conquistó andando tras de éstos, las cordilleras, los grandes ríos, los pueblos dé naturales, los llanos y la selva; supo de fieras grandes y chicas, y conoció, pagando su saber con su vida, los secretos, a menudo mortales, de la naturaleza. Por la vastedad de los espacios, pasaba de los nevados andinos al clima tórrido de regiones desérticas o pantanosas formadas por crecientes y, peleando con las ventiscas de la nieve, volvía a la costa. Sufrió las penalidades del hambre y la sed —el martirio peor—, las traciones del río violento de imprevistos rabiones y cascadas, las embestidas de jaguares y yacarés, la furia de niguas, hormigas, moscas y mosquitos, y esas fiebres de origen invisible, bijas del aire, del agua y del diablo, que le quitaban, con el desequilibrio mórbido del cuerpo, la fuerza para defenderse. Desde los primeros descubrimientos de mares, islas, ríos y costas por Colón, Vespucio, Hojeda y Pinzón, el hallazgo de Balboa, la toma de posesión del Plata por Solís, el viaje Magallanes-Elcano y las conquistas de Cortés, Pizarro y Xi- ménez de Ouesada, se supo que el nuevo mundo rebosaba de oro, plata, perlas y esmeraldas, basta en las tumbas. Esas noticias fueron señuelos, y los optimistas dedujeron que si se había excavado tanto, en tan poco tiempo, debía existir mu chísimo más. Lecturas de la Edad Media influenciaban to davía las imaginaciones de la época. Las jornadas buscaban El D orado.. . y sus derivados. Estuviesen ellos donde estu viesen, había de encontrarse según rumores, a poca distan cia. . . Si el Magdalena, Ximénez de Ouesada y la fundación de Bogotá encarnan en la cronología el primer fruto de la leyenda del Dorado, el conocimiento del Amazonas, y seña ladamente, de sus mujeres guerreras, representa el segundo triunfo de los adalides españoles. Con la suerte que sopló en sus velas, salió Orellana, venció increíbles peligros y re corrió el río magno de punta a punta. Desde entonces y por mucho tiempo fueron tenidas ambas ilusiones por fuentes apetecibles de riquezas. Y otra hubo que atrajo por más liempo y a más gente. 2. Los Incas, los Antis y el Paititi El límite oriental del Imperio incaico no contuvo a los intrépidos castellanos de Cuzco y Charcas; pronto lo sobre pasaron. Era el Antisuyo, más allá de la cordillera y de la selva considerada infranqueable. Los emperadores no fun daron pueblos en llanuras tórridas. El calor húmedo mata a los serranos, y para llegar a los Chunchos, los Mojos, al Paititi y los Guarayos era preciso cruzar temibles selvas, an dando a pie, abriendo paso con machete, navegando en balsas por ríos torrentosos o atravesando pantanos infectados por miasmas de animales muertos. El Antisuyo que mencionan los cronistas fue para los Incas el territorio situado al Este del Cuzco y de Charcas, que le costó a Tupac Inca Yupanqui conquistar. Allí se al zaron pueblos, como Vilcabamba (Macchu Picchu), Abisca y Apolobamba; allí sí, hubo ley incaica y dominio imperial. La otra acepción es: Tierra de los Antis que se extendía por Oriente. Era al Este de Cochabamba, a 500 kilómetros de distancia a vuelo de pájaro, los llanos de Chiquitos; al Este del Titicaca, a 750 kilómetros, los llanos de los Guarayos, y el Nordeste del Cuzco, lo; que hoy es Madre de Dios, a 300; el Río Beni, a 500, y los llanos de Mojos, a 900. Todo ese mundo, desde la latitud de Cochabamba (15° S .) , hasta el paralelo que marca la gran 'unta de los ríos (10° S .) , vivía en montañas boscosas, florestas tropicales o en llanos. El Oriente era para los Incas: Antis. Salían a explorar y regresaban con conocimiento d e ja s tribus. Supieron así distinguir entre Manaríes, Opataríes, Chiponavas, Monobambas, Chunchos y Mojos en el centro; Raparupas, Chachapoyas, Bracamo- ros, Paltas, Pastos y Ouill icingas en el Norte. Su imperio concluía ante ese infinito s tuado al Oriente de la Cordillera. En cuanto al río de desconocidas dimensiones que cruzaba Oeste-Este una tierra tórrida y húmeda, sólo poblada por tribus dispersas, no parecen haberlo visto hasta después de huir del Perú en la época comprendida entre la muerte de Atahualpa (1532) y la de Túpac Amaru (1572). El Padre Cobo explica por qué no incluían los Incas a los Antis entre sus dominios. Dice: . . . “ Fragosidad y aspereza, más que la multitud y esfuerzo de sus moradores, habían refrenado la ambición y codicia de los Incas, para que no dilatasen su reino por aquella parte, como deseaban y varias veces lo intentaron. Porque, dado que los habitadores de aquellas montañas y sierras son pocos en número, y ésos muy bárbaros, de naciones diferentes, di vididos en cortas behetrías y sin la industria y disciplina que los vasallos de los Incas, con todo eso, ayudados de la espe sura y fragosidad de sus arcabucos y montañas y de los mu chos ríos y ciénagas que en ellas hay, eran bastantes a resis tir los poderosos ejércitos de los Incas, a cuya causa ganaron muy poca tierra por aquella parte.” Este sabio juicio fuea la vez profético, pues las mismas circunstancias de la naturaleza favorecieron a las tribus, cuando los españoles pretendieron descubrir por esas regio nes al Dorado o al Paititi. Los orejones y descendientes de los Incas, fugados del Perú, para no convivir con los invasores, lograron después de la conquista de Pizarro y la trágica desaparición de sus reyes instalarse en la alta región de morros y lomas peladas en la cual sólo habían logrado Túpac Inca y Huayna Cápac elevar los fuertes que representaban los límites del Imperio. El Inca Túpac se sintió ofendido por una actitud hos til de los Antis y les declaró la guerra. Los Ouipocamayos de Vaca de Castro, al tratar de las conquistas de Pachacútec, agregan: “ los que no podía por armas y guerra los trajo a sí con halagos y dádivas que fueron las provincias de los Chunchos y Mojos y Andes hasta tener sus fortalezas junto al río Paitite y gente de guar nición en ellas” . Sarmiento de Gamboa da más detalles interesantes, no porque hubiese batallas, sino porque el verdadero enemigo fue para e! Inca, como para los españoles más tarde, la tierra misma, cuyos obstáculos diezmaban las tropas. Así lo describe: “Mas como la montaña de arboleda era espesísima y llena de maleza, no podían romperla, ni sabían por dónde habían de caminar para dar en las poblaciones, que abscondidas muchas estaban en el monte. Y para descubridas subíanse los exploradores en los árboles más altos, y adonde vían humos, señalaban hacia aquella parte. Y así iban abriendo el camino hasta que perdían aquella señal y tomaban otra. . . Entró pues Topa Inga y los capitanes dichos en los Andes, que ;on unas terribles y espantables montañas de muchos ríos, 'adonde padeció grandísimos trabajos, y la gente que llevaban del Piró, con la mudanza del temple de tierra, porque/ Pirú es tierra iría y seca y las montañas de los An des Ison calientes y húmedas, enfermó la gente de guerra de Topa Inga y murió mucha. Y el mesmo Topa Inga con el tercio de la gente quel tomó para con ella conquistar, an duvieron mucho tiempo perdidos en las montañas sin acer tar á salir á un cabo ni á otro, hasta que Otorongo Achachi [se] encontró con él y lo encaminó. Conquistó Topa Inga y sus capitanes dcsta vez cuatro grandes naciones. La pri mera fue la de los indios llamados Opataries y la otra llamada Manosuyo y la teresera se dice de los Mañanes ó Yanaximes, que quiere decir los de las bocas negras, y la provincia del Río y la provincia de los Guinchos. Y por el río de Tono abajo anduvo mucha tierra y llegó hasta los Chiponauas. Y por el camino, que agora llaman de C amata, embió otro grande capitán suyo llamado Apo Curimache, el cual fue la vuelta del nascimiento del sol y caminó hasta el río, de que agora nuevamente se ha tenido noticia, llamado el Pay- titc, adonde puso los mojones del Inga Topa.” Es ésta la primera descripción del camino seguido en la selva paralela al Madre de Dios, para llegar desde los Opataríes o Manarles hasta el Paititi. Pronto, por la superioridad de su organización, su téc nica guerrera, su vida política y religiosa, su manera de vestir, usar joyas de oro y plata y elevar templos y palacios, fueron respetados y temidos por las tribus vecinas que, al hablar de ellos, difundieron la fama de su poder y riqueza. Cre yendo los conquistadores que allí estaba El Dorado, fue buscado desde el Paraguay hacia el Noroeste; desde el Cuzco por los ríos, hacia Noreste; desde Carabaya, Apolobamba y Larecaxa hacia el Este, y desde Santa Cruz de la Sierra, hacia el Norte. Las aventuras estimuladas por rumores de existencia de piedras preciosas y de abundancia de metal en El Dorado, las Amazonas y el Paititi, se llevaron a cabo en los siglos xvi, xvn y xvm y casi todas fueron trágicas, pero con ellas se fue discriminando entre buenas y malas puertas de salida, climas sanos o enfermos, tribus indómitas o afables, ríos amigos o traidores, regiones productivas o estériles, y esos conocimientos telúricos facilitaron la adaptación de los blan cos al medio y provocaron la llegada de misioneros y mi siones religiosas. 3. La Cordillera de los Andes y el Amazonas En cada país prepondera algún elemento de la natura leza. En América del Sur, en las tierras que dan al Pacífico, domina la Cordillera de los Andes o- las cordilleras. . . pues son tres. De sus nevados bajan aguas que en las quebradas forman lagunas. Arroyos impacientes salen de ellas y así nacen ríos que buscan niveles más bajos hasta abrir la selva, penetrarla, dar vida a los valles próximos y, finalmente, ofre cer su tributo a un afluente del Amazonas. A veces, se pro ducen avalanchas de agua, piedras y barro, casi siempre de siniestras proporciones, pero en tiempo normal todo termina en la Amazonia, que merece su renombre de hoya prodi giosa. En cuanto al Amazonas, es digno de los Andes, a los cuales directa o indirectamente debe su belleza y mag nitud. En mayo y junio aumenta considerablemente el cau dal de las aguas, provocando crecientes en los tributarios del Amazonas y el Amazonas mismo. Para quienes acos tumbran navegar esos ríos la molestia es grave, pues se al teran las formas, desaparecen a la vez ciertas islas, los terre nos inundables llamados igapos, y con ellos los canales co nocidos. Sólo quedan a la vista, las tierras altas. La repen tina elevación, digna del río, es de 23 metros en Manaos y 19 en Obidos. La máxima, gira en torno a los 29 metros. Las precipitaciones en la cordillera quiebran las débiles cos tas y arrancan árboles con ellas. Otra consecuencia señalada por los viajeros del Amazonas es que en esos meses se acentúa el color marrón oscuro de sus aguas, debido al tanino de los troncos flotantes. Ríos cuya unión se conoció gracias a los primeros des cubrimientos de la conquista forman el delta del Huayapari, y sus aguas al juntarse originan el Orinoco. Más al sur y desde la otra vertiente, descienden hacia Santa Marta, el Magdalena, y hacia Cartagena, el Cauca. Las aguas del Caquetá y del Putumayo, que bajan de la cordillera oriental, son las tributarias septentrionales del Negro. Éste las lleva al Amazonas, con todo lo suyo, caudalosísimo. En las cordilleras nevadas del Ecuador, el Cotopaxi, el Antisana, Sincholagua, Sanguay, Cayambc, Pichincha, en garzan a Quito, como Río Bamba centra al Chimborazo y al Tungurahua. Nevados y deshielos envían con el Ñapo, el Curaray, el Pastaza y el Morona, un volumen formidable de agua al Ucavali y al Marañón, y éstos también desem bocan en el Amazonas. El espectáculo de tantas copas plateadas en un espacio reducido —desde un avión— es único v nuevo en América, y si hoy entusiasma contemplarlo, no dejaron esos volcanes de causar sustos en otro tiempo con sus bramidos y el de rrame de lava incendiaria. Plan pasado apenas tres siglos desde el año de 1660, en el cual el Pichincha, pegado a Quito, hizo oír una “ reventazón” que duró una semana. Se sentían grandes temblores, viéndose salir del cráter glo bos de fuego y relámpagos acompañado!- de conmociones, estruendos y disparos de escorias hirvientes que corrían por las calles como ríos de fuego. Además, durante todo el día, envolvió una tiniebla a la ciudad. La gente no se atrevía a salir más que para llenar las iglesias donde se expuso el Santo Sacramento. ^ Refiere el Padre Manuel Rodríguez1 de la Compañía de Jesús, lo ocurrido en los templos durante esos seis días que duró la conmoción del Pichincha: “ Veinte fueron los que en el colegio de la Compañía estaban en los confesionarios, y muchos del concurso no esperaban su vez, de poderse confesar, diciendo a voces sus pecados; y los gritos, sollozos y sus] iros de todos cau saba gran confusión y obligaba a dar absoluciones. . . Allí se oían los votos y promesas fervorosas, se daban bofetadas, se mesaban los cabellos en señal de penitencia y arrepenti miento de sus culpas, sin que persona alguna se acordase de otra cosa que de prevenirsepara la muerte que espera b a n . . . ” No fue tan grave el saldo de accidentes como lo temi do, y de los volcanes próximos, únicamente el Sincholagua dio disparos durante un día. Fue más el susto que el daño, y parece ser, según el buen Padre, que “ siendo los bramidos del Pichincha, voces de Dios, despertaron a los más dor midos del letargo en que miserablemente se hallaban como muertos, muy distantes de la vida de gracia. . . ” y poco a poco la fueron recuperando, ¡gracias al temor sentido! El Perú es, todo él, una larga y apretada cadena de mon tañas entre cuyos desniveles prosiguen los ríos su marcha hasta llegar al Amazonas: son el Marañón, el Huallaga y el Ucayali. Fuera de las tres cordilleras, existen otros ramales de picos elevados y paisajes solemnes; la cordillera de Huay- kuash, explorada desde hace pocos años, cuenta con crestas de más de 6.000 metros: el Yerupaja grande, el Yerupaja chico, el Jirishanca grande, el Sarapo y el Rasac. Tiene tam bién seis nevados de más de 5.000 metros: Tsacra grande, Tsacra chico, Puscanurpa, Jirishanca chico, Rondoy y Ni- nashanca. Fácil es prever, ante tantos glaciares y nieves, el nú mero de ríos que se formaron y el volumen de sus aguas. Y así resulta. El Marañón nace en la falda de la cordillera^ de Huaykuash, cerca de Huanaco v el Iluallaga, mellizo suyo, se inicia a poca distancia, alimentado también por ella en la vecindad del Cerro de Pasco. Descienden ambos con rumbo Norte, el Marañón paralelamente a la costa por oc cidente, y el otro por oriente hasta topar con un desvío del primero por 5® de latitud, y entregar sus aguas junta mente con él, al Amazonas. Otro tanto hace el magnífico Ucayali, engendrado en la Cordillera del otro lado de la región del Cuzco, majestuosa y poética. La altura prosigue mediana, humanizada por andenes y los ríos abundan sin ser muy caudalosos, hasta llegar más allá del nudo del Vilca- nota. Las tres cordille'ras se conservan unidas hasta el para lelo 15 de latitud Sur. Allí, en Ayaviri, la central desaparece v las otras se apartan, siguiendo una al oriente y otra al occidente del Titicaca. Fiemos entrado en el altiplano, en una región estéril y seca, fría y llana. Quienes acompañaron a Peranzures para fundar La Plata y Arequipa, no gastaron fuerzas en trasponer las cordi lleras nevadas, siguieron rumbo Sur atravesando las bellezas de la tierra incaica. Por Ayaviri, precisamente, desaparece el cereal y brota el ichu, la paja-puna rasa y rala, que amarillea como arena deslavada la pampa profunda, entre alturas de 3.500 a 5.000 i íetros. Es la estepa frígida del Collasuyo que siempre separó la vida incaica de la aymará. En un instante quedan atrás las espigas verdes, los cerros cultivados y los valles, los ¡maizales, los pájaros y las mariposas que traían su gracia fíesele Urubamba y Yucay. De las vicuñas, que observan desde la altura a los seres humanos, no queda traza. Pasan en (Solemne marcha recuas de carneros —lla mas—, bestias de carga, auxilio de los conquistadores. No detiene la vista arboleda alguna. La atraen altos picos, de los cuales parece desprenderse pesadumbre. En el suelo are noso crece la vareta, planta resinosa de apariencia maciza, combustible salvador en esa región sin leña. Sólo dan la quinua y la papa, a la vera de tambos a menudo abando nados. Naturalcy i muerta en que los días y las leguas su- cédense sin la menor variante en una inmensidad moral mente sofocante, de mar sin olas. En la provincia de Chucuyto, se halla el viandante frente al Titicaca. Sorpresa para cl'cspíritu y los ojos, es esa laguna oceánica azul de más de doscientos kilómetros de largo, situada a cerca de 4.000 metros de altura, rodeada por un lado de grandes bosques tropicales y montañas ne- vacias, y por otro, de una pampa sin un accidente de terreno que destruya su impresión de uniformidad. Al sur, en un clima más clemente, crecen pastizales. Salvo pequeños oasis de verde que lo embellecen en uno y otro costado a lo largo de arroyos y ríos, es el altiplano un pá ramo sin cultivo, cubierto a trozos por tolas, cactáceas, ichu y yareta. Parecería hasta desprovisto de fauna si no se supiera que la vizcacha y la chinchilla se esconden, y si al pasar por las lagunas no se distinguieran los ibis y los flamencos ro sados. Minerales le da la naturaleza como a pocas regiones del mundo, pero en el lugar mismo, le niega vegetación. Es un premio la tierra de los Charcas para quienes llegan después de haber cruzado ese sen idesierto. En su clima templado es apacible el aire, la luz clara y ligera, y la tierra buena, si bien a veces la sacuden tremendas tor mentas de piedra y rayos. Su fertilidad interrumpe la aridez de la puna y extiende su bonanza hasta los valles de Mizque y Cochabamba. Nos interesa particularmente esa región por que desde ella parten los ríos y los caminos que durante siglos usaron los conquistadores en busca de D orado-Paititi. Sobre la antigua Chuqui-chaca ele los indios Charcas, rodeada de Yamparaes que se sometieron, y a pocas leguas de las nacientes del Pilcomayo, fundó Peranzures, en 1538, la ciudad de La Plata. En 1539, al pie del Misti, levantó las bases ele Arequipa. Al Suroeste vivían los C; racaracs de Porco y Potosí, y al Este de la cordillera Yuracan es ambulaban los Chiriguanaes: guaraníes advenedizos llegados años antes. La subida de Caboto por los ríos, las penetraciones en Char cas de Alejo García, César y Ayolas, aumentaron la huida de esos naturales de Sur a Norte y de Este a Oeste. Y como el Chaco les resultó inhóspito, siguieron el Pilcomayo en su curso y alcanzaron las tierras habitadas por Aymarás, Chañes, Charcas y Collas. En tiempos de Iluayna Cápac, poco antes efe la conquista de Pizarra, atacaron la fortaleza del Cuzco, mataron e hicieron estragos en la región. El Inca mandó tropas contra ellos, pero satisfechos con su guerrilla, se gua recieron estratégicamente, al Sur y Sudeste de Charcas, en un arco montañoso que abarcaba a lo largo de la cordillera, el Oeste de la actual Santa Cruz de la Sierra sobre el Pilco- C mayo, desde lo que es hoy Villamontes, hasta Colonia Buena Ventura, pasando por Montecristo. Al Este se encontraban los Tomacocíes, al Sudeste los Corocotoquíes, que cono cieron en 1548 los hombres de Irala, al buscar los caracaraes de Ayolas. Desde las estribaciones de la cordillera se impusieron estos hombres fuertes y valerosos sobre las tribus vecinas, mansas, de chañes y chichas. Ayudados por los calchaquíes, trabaron el dominio de los españoles en Tucumán, en su tráfico con Chile y Charcas. Para contener a estos chirigua- / naes mandó fundar el Virrey Toledo las ciudades de Salta yjujuy. Bien sabido es, y se advierte por estos breves ejemplos, que los indígenas americanos no pueden reducirse a un común denominador. Si los hubo indómitos, otros fueron capaces de civilizarse. Engaña el Padre Simón al escribir: “ quien ha visto un indio de América ha visto todos” , repe tido luego por los Ulloas, que visitaron el continente a vuelo de pájaro. El sabio Padre Bernabé Cobo desmorona este juicio superficial con toda justeza: . .es cosa dificultosa querer medir por una regla y reducir unión y conformidad tanta muchedumbre de naciones y pueblos. . . aún entre bárbaros hay gran diferencia y des igualdad, aventajándose un bárbaro a otro en muchas cosas (que no todos son cortados por una tijera). . . A tres ór denes clases podemos reducir estas gentes, tomando por razón constitutiva de cada clase de manera de gobierno y república que guardan entre sí, por esta forma: ” En la primera clase de bárbaros, pongo aquellos que pasan la vida en behetrías sin pueblos, reyes ni señores.. . ” E1 segundo grado tiene ya más semejanza de repú blica, porque incluye todos los bárbaros que viven en co munidades compuestas de diferentes familias, reconocen una cabeza y cacique quien dan obediencia, el cual no tiene debajo de su dominio ningún señor devasallos. ” E1 tercer grado contiene los indios de más orden y razón política, que son los que se juntan en comunidades o repúblicas grandes, cuyo principado poseen reyes podero sos, que tienen por sú'xlitos otros caciques y señores de vasa llos . . . En lo que má^ excedían los de la tercera a los de las otras dos era en ser más domésticos y mansos, por estar más acostumbrados a obedecer sus reyes. . . ” !I Como lo hemos dicho antes, los estímulos de la con- « quista, tanto en tiempo dé Pizarro como en la época virrei nal, fueron El Dorado, las Amazonas y el Paititi. Para buscar estas quimeras debían escalar las cordilleras, sostenerse a^caballo por las inflexiones de las faldas y atra vesar selvas de desmesurada extensión, de piso pantanoso, cruzadas por ríos de corrientes bravias. A dichas laderas inclinadas se debían las inundaciones periódicas que forma ban kilométricas lag mas entre los Mojos y los Chunchos, en la región del C.uaporé, del Mamoré, del Beni y del Madre de Dios. Se sentía en ellas la atmósfera tórrida, húme da y malsana, del vapor acuoso de los invernáculos. Conocimos parte mínima de una selva, al asomarnos a la quebrada de Paucartambo en 1923, durante una visita al Cuzco y a las regiones vecinas. Arboledas apretadas se es calonan en lento declive hasta el horizonte: espectáculo de grandeza oceánica, envaguecido por la neblina. Ésta pa rece leve y se supone que irá deslizándose, pero persiste y só lo cambia según los juegos de irisación del sol en ella. Bajamos a caballo por la quebrada; íbamos tres diplo máticos con dos baqueanos, un alto funcionario de la pro vincia y cuatro guardias armados. Al llegar a un abra de la selva, penetramos a pie en ella y anduvimos basta el ano checer, debiendo a veces prender luz para andar, y pasar en bote, pequeños lagos interiores o ríos que la cortan. Llevados por el entusiasmo de lo que veíamos, tan nuevo y sorprendente, cuando no temible, y por muchas veces grandioso, resolvió nuestro mentor oficial seguir andando, mientras durara el sol, midiéndolo todo, para que la noche cayese estando ya organizado el campamento y erigidas las carpas. Dormimos, o mejor dicho, intentamos hacerlo, pero algo misterioso lo impedía. En cambio al despuntar el sol y . filtrar por la cúpula de árboles que parecían pilares de cate dral, pudimos serenarnos y cerrar los ojos siquiera unas horas. Salimos temprano y marchamos hasta salir de la selva y encontrar de nuevo caballos que nos transportaron en poco tiempo al pueblo de Chincheros. Vimos y oímos, de día y de noche, lo suficiente para comprender el heroísmo de quienes atravesaban esas marañas sin el conocimiento de los senderos, ni los peligros de la fauna, ni lo que debía hacerse, y todo ello a 3.000 o más metros de altura en tierra rica en soroche. Comprendimos mejor que antes las descrip ciones de dificultades materiales hechas por los cronistas. Sin haber pasado peligro alguno, ni hambre, y teniéndolo to do fácil, bastó cruzar unas pocas leguas de selva e imaginarse allí sin defensa de expertos, para espantarnos de los riesgos que en cada entrada corrían los conquistadores en esos medios poblados de enemigos grandes y chicos, humanos y bestiales, sin omitir la escasez de alimentos. ¡ Como lo veremos más adelante, los españoles, después dé los fracasos de expediciones mandadas por Candía, Peran- zures, Nieto, Alemán y Álvarez Maldonado, entre 1537 y 1568, eludieron los ríos y la selva cuzqueña como punto de partida y adoptaron para alcanzar El Dorado o Paititi, el camino que salía de Carabaya, de Apolobamba, San Juan de Oro, Larecaxa o Cochabamba, o bien el del río Guapay, desde Santa Cruz de la Sierra. Al introducirse en el Perú de los Incas, conocieron los conquistadores la región mejor preparada para la civilización. En ella habían reinado estos romanos de América, enten didos en leyes, carreteras y organización colectiva, y la su misión al Estado era norma secular. En cambio, las jornadas en busca del Dorado y el Paititi, fuera de las fronteras del antiguo imperio, enderezaron contra los bárbaros, como los Toromonas, los Mojos, Chunchos, Chiquitos y Guarayos y determinaron una resistencia tenacísima que añadida al ambiente hostil y a la no menos cruel fauna, dio por siglos un saldo de frustración. La verdad es que los aborígenes, ayudados por la na turaleza, tuvieron en su favor los mil visibles e invisibles enemigos del hombre, en el suelo, el aire y el agua. Todo lo que en los trópicos acosa, hiere, sobra o falta, lo sufrieron los conquistadores y las conquistas. Y los ríos del Antisuyo, tanto el Beni como el Madre de Dios, el Mamoré, el Gua- porc y el Madeira, fueron por sus violencias adversarios temibles. De Charcas y del oriente boliviano era más fácil y corto el camino al Paititi. De los Andes de Carabaya y del Nudo de Apolobamba descienden tres pequeños ríos que reciben a corta distancia el concurso de otros, igualmente breves, nacidos del Iluayna-Potosí, del Illampu y del Illima- ni. De las cúpulas de estos tres gigantes baja un aporte mag no de agua, ofrecido a lo largo del paralelo 10, a un río de corriente veloz que baja después en línea casi recta hasta reunirse con el río Mamoré en Villa Bella. Este río, el famoso Beni, llamado también: de los Troncos, Serpiente, Amaru- Mayo, recibe en su margen occidental el Madre de Dios, producto de las montañas del Cuzco. El Mamoré, en el cual se echa el Beni, es el río máximo de la antigua Charcas. Forma su caudal, en primera línea, el Guapay o Grande, que nace en las alturas de los Andes de Cochabamba; recibe luego al río Mizque y dibujando una curva en cuya vecindad se encontró situada la Nueva Asun ción de Chaves, se beneficia en las Juntas con varios afluen tes descendidos de la cordillera de Cochabamba. Atraviesa luego los llanos de Mojos y desde los 15° de latitud baja en línea recta, enriquecido por nuevos tributarios y hacién dose cargo del Guaporé, que procede de la Sierra de Pareqis, en Matto Grosso, situada al Este, y se une, después de recibir al Beni, al Madeira. Este sistema fluvial y este gran río representan otro copioso volumen de agua, precipitado desde los Andes, en el Amazonas. Al principio de la conquista, se consideraba que el Mamoré seguía su curso hasta el Amazonas, o sea, que era un río, pero los portugueses llamaron al segundo trozo (el de las 23 cachuelas) Madeira, por los árboles sueltos que aca rrea. Al Mamoré-Madeira lo designaron también algunos: río Paititi, probablemente por ser vecino del escondí lo reino de los Incas, del mismo nombre. Otros dos grandes afluentes de la margen derecha del Amazonas nacen en la cordillera: el Punís, que baja de las montañas de Urubamba, reuniéndose con el río mayor cerca de Manaos, después de un trayecto de trescientas leguas, y el Jurus, que vuelca sus aguas cu el Amazonas, cerca de su confluencia con el meridiano 75. La tierra bañada por estos ríos tenía fama de ser la más enferma del continente, v no fue frecuentada. Los exploradores que pretendían atravesarlo todo igno raban, la primera vez, el régimen de inestabilidad a que se encontraban sometidas las tumultuosas aguas cruzadas en la marcha, en Perú y Charcas. No lo sospechaban en 1564 los Jueces de la Audiencia. Sabían que los tributarios del Madre de Dios bajaban de las sierras del Cuzco y que exis tía una junta colosal donde al dicho río y al Beni se acerca ban el Guapay, el Guaporé y el Mamoré, contribuyendo todos al Madeira que por su cuenta seguía camino, poderoso, venciendo los desniveles de las cachoeiras, hasta echarse en el Amazonas, que a poca distancia volcaba sus aguas en el Atlántico. Imaginaron, sentados en sus sillones fraileros y viendo mapas, que podría usarse esta red fluvial como una vía de comunicación con España, superior a la que se ponía en práctica desde Panamá para despachar las barras de oro de Carabava y San Juan de Oro, los tejos del mismo metal de Chiley la plata de Potosí. Era —al parecer- muchísimo más corta y directa. La realidad física es otra, que los blancos aprendieron en balsas y canoas, pereciendo muchos en el aprendizaje. Los ríos tropicales eran, a veces, demonios destructivos dotados de “ caldeiros do inferno” , animados por corrientes velocísimas y remolinos mortales, en aguas poco profundas y pisos rocallosos. Las balsas sufrían embestidas de árboles flotantes; se derrumbaban riberas, y los indios de la costa les negaban alimentos. La utilización de los grandes ríos en un solo trazo del Cuzco al Atlántico pareció muy aceptable posibilidad a los oidores, pero, como veremos, al describir jornadas, los pri meros héroes que intentaron franquear los obstáculos para llegar a la junta descubrieron, al retroceder con enormes pérdidas, que la carretera fluvial era quimérica. Ni entonces R O B E R T O L E V I L L I E R t se pudo, ni hoy se puede, cruzar por agua desde el Cuzco al Atlántico por el Madre de Dios, el Madeira y el Amazonas. No lo consiente la naturaleza, y si la ingeniería hidráulica quisiera construir las obras precisas, el costo sería tan con siderable como vana la esperanza de sacar provecho. Tales son los principales vínculos de madre e hijos entre la Cordillera de los Andes y los ríos asociados a la búsqueda del Dorado v del Paititi.J 4. Difícil navegación de los ríos Bien sabido es que los inmensos cursos de agua evo cados constituyen la mayor hoya hidrográfica del mundo. Si como caminos andantes beneficiaron a los pueblos, no por eso dejaron de provocar dificultades. Nada ha cambiado. Cruzar, descender o remontar las corrientes, no es tampoco fácil empresa en la actualidad, pero resultaba más temerario con las frágiles balsas o canoas, llevando los caballos de una jornada, animales de consumo y fardaje. Algunos soldados tentaban primero un vado a pie, lo que implicaba expo nerlos al ataque de anacondas, yacarés o pirañas, sin olvidar las descargas eléctricas del piraqué, las sorpresas del lam palagua y la invasión del candirú, pez mas breve que una mojarra, pero mil veces más atro; que el pique de tierra. Los caballos se ataban por medio de cables y poleas, con un sistema llamado tarabita. Ese compás de espera elegían los indios para sus guazavaras. Los saltos obligaban a ma niobrar con suma pericia: de otra.manera se estrellaban las balsas y bastaba uno de esos choques para perder ali mentos, armas y ropas, mojar la pólvora y desarticular la jornada. Las canoas hechas de cortezas de árboles eran de poco peso, de fácil manejo, pero volcaban contra cualquier obstáculo. En ciertos ríos, los planos inclinados formaban verdaderos toboganes por los cuales saltaban las embarca ciones con más o menos suerte. Correntadas de 30 a 40 kilómetros por hora eran frecuentes, y si el trayecto por el sentido favorable se hacía en semanas, la vuelta exigía meses. Además, algunos saltos de grandes ríos resultaban infran queables, y el remo había de interrumpirse para transpor tarlo todo a pie por la ribera, peleando con los indios simul táneamente. Así el Madeira con su 23 cataratas, y el Beni con sus aguas torrenciales y sus árboles flotantes, y el Pilcomayo con sus despeñaderos. Fuera de esas emociones que surgían imprevisibles, hacía falta estar alerta en los recodos estrechos de los ríos, ideales para emboscadas. Cuando el trato con un pueblo de la costa era posible, parlamentaban hasta ganar su buena voluntad, dando sona jas, rosarios, cuchillos, espejos, tijeras, abalorios y otras me nudencias. Siendo por lo común eficaz ese llamado a la cordialidad, no impedía que durante la noche se derrumbaran sobre el cargamento, árboles cargados de avispas, hormigas y orquídeas, algo así como un recordatorio de que se apre ciaría la brevedad de la visita. Vengábanse así los"indios de requerimientos anteriores, hostiles; o de robos de tortu gas de sus piletas y aves de sus alacenas. Los españoles elegían poblados donde el indio hubiese deforestado, porque esa circunstancia anunciaba cultivos, vida de choza y posi bilidad de recoger alimentos. No siempre se llevaban la mejor parte los invasores, pues fuera de la defensa, siempre cuantiosa en cantidad, tenían los indios el mangare, tronco de árbol, ancho y corto, vaciado en todo lo largo y fo rrado en ambos extremos por pieles de mono que lo con vertían en tambor. Con el alertaban a los poblados contra los viajeros cuando estos insistían en llevarse a la fuerza, tortugas, puercos silvestres y venados. La pelea o la permuta decidía quiénes serían los comensales. En época de deshielos de la cordillera o de lluvias, el volumen de agua aceleraba la corriente e inundaba la tierra. Trozos de riberas erosionadas cedían, caían al agua for mando islas que a veces llevaban antas y jaguares y dificul taban la navegación. Grandes ríos del Perú y también de Amazonia tienen saltos o rápidos que los incas llamaron en quichua: punen y los aymaraes: ponco. Según Jiménez de la Espada, pongo, como lo designaron los españoles, significa puerta y equivale a lo que ellos llaman encañada, abra, callejón o puerto. “ Los hay secos —agrega— como el de Guaranda, al pie del Chimborazo, en la vertiente occidental andina, pasadizos de trajinantes y viajeros. . . ; otros son puertas de escape de los ríos que fluyen de los nevados o los rompieron los ríos al empuje de su corriente.” Los pongos eran en algunos grandes ríos, riesgos perma nentes. Cerca de Jaén se dirige el Marañón hacia el Norte y baja por el pongo de Rentema; tuerce por tierra de jíbaros hacia el Nordeste, luego hacia el Noroeste, y allí forma las cascadas de Mayasí; pasa poco después por el Pongo de Cum-' binama, avanza hacia el Nordeste y da lugar al Pongo de Manseriche situado en el río entre la ciudad de Borja y la de Santiago de la Montaña. Place muy bien el autor el distingo entre los pongos chicos y los grandes, y termina diciendo: “ Cuando las capas o bancos sedimentarios eran elevados y de gran espesor y los ríos. . . venían por largo trecho encau zados en los altos valles andinos y acaudalados y poderosos con afluentes recogidos al paso, entonces, cual sucede en el Pongo del Marañó;?, llegaba el fenómeno geológico a pro- Pu nt o de r eu ni ón d e lo s río s Sa nt ia go y M ar añ ón , co n el río A m a zo na s en e l Po ng o de M an se ric he e n 4o 30 ' d e la tit ud y 8 0° d e lo n gi tu d 0 de P ar ís. porciones tales de imponente grandeza cjue disculpan y aun justifican la tendencia a convertir en héroes o divinidades a los que allí tuvieron algo que hacer.” Este salto es una de las maravillas del mundo y el pri mero que lo pasó merecerá siempre un recuerdo. Era una prueba de valentía personal que los indios no daban, pues sabían por dónde contornear el pongo. En los anales de la época existían en España ejemplos al caso de osadía física y cuando más inverosímil fuera, más atraía a otros por juvenil ansia de probar bríos. Ese tipo de arrojo, tan español, fascinaba. “ ¡Lo que hagas tú, lo haré yo. ¡Ea!” ¡Y al abismo. . .! Así cruzó el Pongo de Manseriche Juan Díaz de Salinas y así lo hicieron sus sesenta compañeros. Esto implicaba, además de desafiar el vacío, tirarse con las piraguas al agua, hundirse necesariamente y según la suerte y la fuerza, sobre vivir. . . Las razones para estrellarse contra las rocas, ser atrapado por un remolino o caer mal y quebrarse, eran más numerosas que las posibilidades de salvación. El Padre Acos ta relata cómo se inauguró el paso: “ El Pongo. . . , recogido entre dos peñas altísimas tajadas, da un salto abajo de terrible profundidad, donde el agua con el gran golpe hace tales remolinos, que parece im posible dejar de anegarse y hundirse allí. Con todo eso, la osadía de los hombres acometió a pasar aquel paso por la codicia del Dorado tan afamado. Dejáronse caer de lo alto arrebatados del furor del río y asiéndosebien a las canoas o barcas en que iban aunque se trastornaban al caer y ellos y sus canoas se hundían, volvían a lo alto, y en fin, con ma ña y fuerza salían. En efecto, escapó todo el ejército, excepto unos poquitos que se ahogaron.’’ Si tirarse era heroico, el regreso no lo era menos. Lo describe el Padre y eriza: “A la vuelta, subieron por una de aquellas peñas altísimas, asiéndose a los puñales que hincaban. . . ” Siendo dichas rocas “ altísimas” , resulta fácil imaginar la horrenda ascensión, pegado a la piedra musgosa, dando la espalda al vacío y usando de frágiles dagas como escala. Salinas recordó también el hecho en su información de méritos y servicios. Además de recorrer el Marañón, descu brió a la vuelta el Ucayali y tomó parte como Adelantado en entradas de la época. Describe su paso del Pongo con la misma sen< illez con que lo cruzó: “ Poblé el pueblo de Santiago, donde dexé parte de los sol dados é gente que llebaba que estaban más recios, que se rian hasta sesenta hombres, é algunos enfermos é todos los caballos; é con los'demás me embarqué en uno de los di chos rrios en canoas muy pequeñas, é con el rriesgo de la vida que se podía imaginar, por noticia que los naturales me dieron de buena tierra el rio abajo, me embarqué con el dicho número de soldados e navegué el rio abajo, pasando raudales temerarios é pasos y angosturas especialmente el que llaman los indios Pongo, ques cosa temerosa, donde estu- bimos en términos de perescer todos. . y añade “ se tras tornaron mui has canoas. . . ” E 11 1616, el Gobernador de las provincias de los Maynas y Jíbaros, Don Diego Vaca de Vega, recibió orden de Esqui ladle, Virrey del Perú, de recorrer y describir las tierras y ríos de su jurisdicción. De su largo informe entresacamos algunos párrafos relativos al Pongo. Confirma lo dicho por Salinas, explicando que poco menos de media legua antes. de producirse el salto, empieza el Marañón a angostarse y “ desemboca por el estrecho del Pongo, que rompió el Dilu vio, partiendo por aquella parte la cordillera general que atra viesa todo el Piró, dividiéndola este río, que pasa con tanta furia, que no tiene comparación. . . ” " . . . el último raudal, que es el más peligroso, que lla man los indios el del Marceriche [así], por las grandes peñas tajadas que partió el río, que apenas su altura se alcanza con la vista, es de unos grandes remolinos y ollas, causados del encuentro que hace el río en las peñas y en una grande que está a la mitad de la angostura por donde el río hace un salto y es fuerza pasar por junto a él” . Después de descubrir Orellana el Amazonas en 1541-42, comprendió la inmensa extensión de la tierra servida por el río, y pidió una parte en gobernación, como más tarde Aguayo. Les fascinaba por su magnitud, así como esa socie dad de mujeres a las que se atribuían fabulosa riqueza, aso ciada a las del Dorado. Desde las provincias del Perú, el derrotero para llegar al Paititi fue el del Antisuyo de los Incas o sea hacia el Este, y hacia el Norte, para Charcas. La junta de los seis ríos queda unida a esas jornadas del Paititi. Los exploradores adoptaron al principio la vía de los ríos vecinos, más adelante abandonaron esa peligro sísima ruta y se prefirió las puertas naturales abiertas en la cordillera. Después de la fundación de la segunda Santa Cruz de la Sierra, fue desde allí la salida usual, o por el Guapay. ' Los hombres del Paraguay persiguieron el mismo El Do rado o Paititi por el Noroeste. Sabían de una cadena de sie rras y lomas peladas, pasando una junta de ríos. Allí vivía un poderoso señor y los poblados eran grandes, la gente vestida, las riquezas de oro y plata, considerables. Así se decía. Pronto se supo que eran incas refugiados. Si para alcanzar El Dorado o Paititi se vieron, los peruanos en el caso de escalar cuchillas, trasponer cordilleras, atravesar faldas boscosas, saltar pongos, navegar ríos torrenciales y cruzar suelos cenagosos, los hom bres de la Asunción afrontaron en sentido contrario otras barreras. Una vez abandonada la navegación del río Paraguay por 17, 16 ó 1-1 grados, pues variaban en cada intento, grandes ríos, por los cuales los castellanos intentaron alcanzar el Paititi (situado cutre el Cuaporc, el Mamorc y el Madcira), marcado con una estrella. cruzaban tierras sumergidas llevando a cuestas armas, ali mentos y agua potable. De tiempo en tiempo, alzando un mangrullo, exploraba el horizonte un vigía, y desde esa ata- lava calculaba cuánto duraría el martirio. De esos lodazales sofocantes, emanaban vapores que después de semanas de andar enfermaban a los más débiles, dejándolos tullidos. Otros morían en los matorrales de paja brava, entre miles de gabirós rosados, cigüeñas blancas y garzas moras. Las alturas que ellos salvaban eran modestas, y si los bosques carecían de exuberancia, en los llanos arenosos, estériles, ardientes e inundados, los aguardaba la insolación. Infer nales manquis y jejenes, sabandijas agresivas y casi invisibles, aguas contaminadas, los infectaban con una ( isentería que llamaban cámara de sangre. Más avanzado el siglo xvi, conociendo mejor las rutas y sobre todo las fechas de las lluvias y crecientes, no salían sin charque, piaras de puercos y caballos, llevando en pe queña cantidad maíz, harina de mandioca y bizcochos, por que el tránsito no toleraba voluminosos fardajes. Verdad es que en los bosques corrían ciervos y chanchos de monte, pero la pólvora escaseaba y cazaban a la par del hombre tigres, onzas y panteras negras. Antes que contar con carne fresca, preciso era eliminar a esos competidores. Alvar Núñez actuó en 1544, entre los meridianos 57 V 58 que flanquean al río Paraguay y Hei uando Ribera subió hasta ver la sierra de los Pareéis que le cerraba el ca mino por 14 grados sur. No pudo comunicarse con el Paititi buscado, ni con las Amazonas descubiertas por Orellana al Norte del Tapajoz, dos años antes, pero le llegaron rumo res de ellas. A este respecto, las indicaciones de Schmidl y la carta de un soldado italiano son documentos preciosos, lo veremos. Irala pensaba más que en esa tierra, en la Sierra de EL PAITITI 29 Plata de los Caracaraes hallada por Ayolas. Mala suerte fue que cuando conoció Charcas en 1548, ya las minas buscadas estaban en las manos de blancos, dueños del cerro de Potosí. A pesar de su aislamiento, prepararon los paraguayos en 1553 y 1558 entradas a los Mojos o sea al Paititi. Encarnó ese afán Nuflo de Chaves, que enseñó la conveniencia de poblar en el Cuapay para utilizar algún pueblo fundado a propósito como trampolín estratégico y cercano que aho rraría los 1.000 kilómetros de vía, la navegación del Paraguay v la penosa travesía de 1.500 kilómetros de dicho río al Guapay por los llanos de Chiquitos o Guarayos. 5. La selva, su fauna y el hambre Las penalidades de los conquistadores dilucidan muchos porqués de la historia; pues la naturaleza, con su animosidad formidable, revela el estoicismo con el cual hubieron de re sistir y vencer. Fundadas las ciudades de Coro, Santa Marta, Carta gena, Lima, la Asunción, Bogotá, La Plata y Santa Cruz de la Sierra, fascinaron las leyendas del Rey Dorado, Ama zonas y Paititi, pronto entreveradas. En cada región las ubicaban en sitios distintos. Así, gracias a ellas, fueron reco rridos el Orinoco, el Magdalena, y el Meta, el Ñapo, el Coca, el Marañón, el Ucayali, el Huallaga, el Amazonas, el Negro, el Caquiavirí, el Madeira, el Mamoré, el Madre de Dios, el Beni, el Guapay, el Guaporé, el Paraguay. Por tierra y agua fue S. M. el Hambre un adversario tan perma nente como las fieras, las fiebres y los insectos. Comer para sobrevivir fue en todas las aventuras obse sionante pesadilla. Al trasladarse los conquistadores de un punto a otro, ignorando las vicisitudes del camino, no les era t« posible prever cantidades, ni fijar raciones como en el mar. Además, con ásperas laderas, picos escarpados, breñas enlas cuales no se veía a tres metros de distancia, vados de ríos por puentes improvisados y marchas por extensas ciénagas, no era factible llevar fardajes voluminosos, porque éstos se perdían en las aguas de los bañados, y si allí no desaparecían, acababan con ellos las hormigas y la humedad. Preciso era fiar de la suerte. Será lo que Dios quiera, fue ley diaria. Desde los primeros pasos conoció Francisco Pizarro ese martirio. En el camino de Tumbez a Trujillo, no halló comi da ni agua. Deshechos sus soldados, se tiraban sobre lo que fuera capaz de sosteneilos en pie. Así murieron unos por comer serpientes y escuerzos, y otros por haber tragado crustáceos pesados. La ^escasez no era consecuencia de la imprevisión sino de accidentes que malograban los alimen tos. Pedro de Alvarado padeció iguales necesidades en 1533, en su trayecto de la Bahía de Caraque a Quito. Pasó por arcabucos de leguas, bajo tórridos calores, sin beber. Feliz mente le enseñaron los indios a usar de unas cañas gruesas y con púas, que dan agua dulce. Por no morirse de hambre, sacrificó caballos. En sc’o Puerto Nevado, perdió 125 hom bres. En estas Expediciones, si se jugaban la vida los cris tianos, también lo hacían los indios. Se ofrecían de guías y mientras preparaban a lo lejos la emboscada de exter minio, incitaban amabl -mente a sus protegidos a dirigirse al punto del camino q.ie ellos sabían ciego y fatal. Casi nunca prosperaban tales planes por haberse vuelto automá tica la desconfianza de los blancos desde los primeros años de adaptación al medio; pero los combates no concluían sin muertos y heridos, sobre todo en las montañas, donde el soroche golpeaba a los fatigados. Era más benigna la reacción de los aborígenes cuando los blancos vivían en sus barcos y sólo pretendían descubrir, o sea: conocer. Las tentativas de acercamiento, con ideas de buscar riquezas tierra adentro, revelaban más que ese deseo, el de radicarse, y las tribus, temerosas de ser despla zadas, defendían sin cuartel su presente y el porvenir. Cuan do sabía a poco la fuerza, y donde no bastaban cerbatanas, jabalinas o flechas, envenenaban los alimentos, abrían tram pas en la selva oscura, concertaban guazavaras amparados por cañaverales o se preparaban en los desfiladeros más angostos de las sierras. Añadido al hambre y a la sed parecían exceder tantos peligros el aguante humano, y sin embargo seguían adelante estos Sígfridos cumpliendo lo propuesto, costare lo que costare. Los tupidos bosques que cubrían la falda orit ntal de la cordillera, había que abrirlos a machetazos. Resultaba así difícil sentir la presencia de los indios, los dardillos silen ciosos de las cerbatanas sopladas desde lo alto de los árboles, adivinar la ponzoña en el agua y en las púas del musgo y eludir las trampas de hojas y ramas acumuladas sobre hoyos en cuyos fondos se alzaban estacas filosas. Los arcabuces se dejaban a veces de lado por echarse a perder la pólvora. La llevaban en largos picos de tucanes convertidos en bolsas, pero la humedad podía más. Resulta elocuente en su concisión, esta queja de un soldado de Orellana: “ El calor húmedo de Zumaco puede podrir la me jor verdu ra de una semana y lo que no se pudre se malogra por los insectos y sabandijas. En cuanto al acero, púlalo usted, res- trcgasclo cuanto quiera, que en la mañana será herrumbre... Nos atormentaba una lluvia que rara vez cesaba y el calor,, el ataque de los insectos, el hambre y la fiebre.” Líos españoles usaban ballestas, partesanas, espadas, adargas y cotas de cuero de anta y ropa bien acolchada. Cubrían los caballos en el pecho y los costados y les prote gían la cabeza con testeras. La lucha cuerpo a cuerpo habría sido ventaja para los más numerosos, si no hubiesen com pensado esa superioridad la espada, la lanza y la ballesta. A veces indios amigos llevaban hatos de carga y mujeres ayudaban a guisar, pero su lealtad era dudosa; enloquecieron a veces en el Norte con tec-tcc metido en los alimentos- Los mosquitos, el pium, el jején, los tábanos y sobre todo las hormigas eran los más asiduos enemigos del blanco. T)e estas últimas era peor la sunchiion que cava en el palo ,anto, haciendo suyos esos árboles altos, de color claro y jnadera blanda. Parecen de lejos pilares de catedral pues carecen de ramas y follaje y nada crece a sus pies. Siempre Voraces se lanzan esas horribles hormigas sobre los seres immanos, siendo la huida y el agua las únicas defensas po sibles! Variedades son las tangaranas rojas y las negras, to- eandeiias, diabólicos engendros de cuatro centímetros de largo, dotados de pinzas dignas de un cangrejo. Brama quien - las siente, pues donde toca, arde la piel y sangra. La sauba corta las plantas como con tijeras y deshace las ropas. Los fchacos de hormigas negras llamadas ccitones, han sido des- / criptos por numerosos mirmccólogos y exploradores. Avanzan por millones en tropa regulada y cuanto encuentran a su i paso queda esqueletizado. Cuenta un naturista que una falange de esas se comió un jaguar enjaulado, en una noche. Hasta los osos hormigueros huyen de ellas. En el Perú, como en Paraguay y Misiones, penetran en las casas librándolas de ratas, cucarachas y garrapatas: acaban con todo. Se ha dado a estos regimientos sanitarios el nombre de “ La Corrección” . Existen sólo cu África y en la región tropical de América y se lia hecho el cálculo de que actúan dos millones a la vez. Ta pi re s o A nt as . Ti en en f or m a ele b ue y y un c ue ro d e es pe so r ex tr a or di na rio q ue lo s co nq ui sta do re s s ol ía n us ar p ar a ro de la s y es ca up ile s, co nt ra l as f le ch as . V iv en e n el t ró pi co y s e en cu en tr an t am bi én es pe ci es m ás a l s ur . So n de p re fe re nc ia n oc tá m bu lo s. Co m en r aí ce s y fr ut as y s u ca rn e es s ab ro sa . V-H .Ô _CU *oT G g CU '■h s ^03 ~ 0303 , ojo 3 "a ¿i O > '-3 O o" S W "O G 03 G 03 ^ co.OJO C3 Ctl rQ3 o 03 03 CU O 03K-.0.0 CU Of—H <u CU cu o o rcu 03 O 03 N CU O >G O O G cu 7o C/D o <U ocu G l-i o-^ 1—Ho 03 o • G 03 on cu <u 0.0 G3 03 <uoo vOS s rOs>s 2 G 03 CU rXl0,0 03 >-H03 El ataque de estas nómadas es peligroso, como lo es el de los reptiles pegados a los árboles: parecen enredaderas y se catapultan con la velocidad de un proyectil. Cobras y dor mideras se recuestan debajo del colchón de hojas y hongos del suelo y son de cuidado como la víbora de la cruz y el jararaca. La surucucu del Brasil —shushupe de la selva perua na— busca conejeras o cuevas desde donde salta y muerde hasta vaciar su bolsa de veneno. Monstruo máximo es la anaconda o amaru, que vive en el agua y en tierra. Sus medidas son de 5 a 20 metros. No teme al fuego prendido en el campamento y cuando se enrosca alrededor de una hamaca rompe los huesos de la víctima y la reduce para tragarla, a la delgadez de un tubo. Sur ;e también en ríos y pantanos, como el caimán. Su cuero es de una pulgada de espesor. ¿Oué hacer contra semejante monumento cuando aparece en una barbacoa o se eleva en el ajgua? Cuenta un explorador haber visto a una envolver una canoa y romperla por la mitad. Por suerte es larga su digestión y le basta, como a la boa constrictor, un cerdito de ’fO kilos para dormir y ser inofensiva un mes. , Las arañas obsesionaban a los conquistadores, sabiendo ,qué de las techumbres de paja de los bohíos salía de noche la apazanca mortal. Vivían además entre los plátanos, la bananera hirsuta, y en ciertos árboles la mígales, del tamaño de un plato, cazadora de pájaros. Por suerte a estas arañas grandes las perseguían las avispas, con éxito. Del huaco, que ataca y mata a los reptiles, recibieron la lección de los contravenenos. Herida, acude esa pequeña ave al bejuco y masca hojas de esa liana hasta sentirse re puesta; luego vuelve a la lucha. Lrotar la herida delas pica duras con el jugo de las hojas, también es antídoto. Esas trepadoras gruesas y fuertes cuelgan de los árboles y envuel ven a quien transita sin cuidar dónde pone los pies. Cuén tase de un fraile que pudo librarse de un tigre, matándola con una albarda, por enredarse éste en una red de bejucos. Tropezar con lianas finas o gruesas es también provocar la caída de bichos dañinos desde lo alto de los árboles. Son demasiados los pájaros para enumerar siquiera las especies. Recordaremos los más curiosos. Muy difundido es el tavachi, que al modo del cucú invade los nidos ajenos. El hornero vengativo, cuando no logra echarlo, lo tapia desde afuera, transformando su propia casita en un sepulcro. Igualmente chucaros, por ser tan perseguidos, son los ararás. Como la garza con aigrette, el ave del paraíso y algunos papagayos, son magnificencias de la selva. Cantor incom parable es el uirapurú, que Szyszlo describe “ del tamaño de una paloma con plumaje verde, abdomen amarillo y cola marrón. Tiene —dice— una excrecencia carnosa en su pico, por la que su voz se oye a kilómetros de distancia” . También le dicen el organista y hay varias clases. Tschudi conoció uno de cuerpo color canela y cuello y cabeza aceituna oscura. De su canto dijo: “ El organista hace resonar en las partes más boscosas de la selva su canto fascinante, que general mente pronostica tormenta. Las notas melancólicas y la singular claridad de sus innumerables modulaciones encan tan al viajero.” Otro pájaro curioso es el seringueiro. De trecho en trecho crecen en la selva árboles de Ficus y de Hevea. Los Omaguas fueron los primeros en aprender a sacarles el látex. Lo llamaban cahuchu, de donde salieron los términos caoutchouc y caucho. Esta avecilla vive en esos árboles y anuncia la presencia de ellos con su canto. En las tierras húmedas situadas entre cañadas y bos ques, desde la falda de la cordillera andina hasta el Paraguay, contrasta en las horas del crepúsculo, o de noche, con los chillidos descompuestos de los guacamayos, el canto de un búho que gimotea con voz humana: es el imitan o kakuy. El Padre Sánchez Labrador, al ocuparse de esa ave, la deno mina corsario clcl aire y lo encuentra impresionante por plañidero. Los tupís del Brasil atribuyen los lamentos del urutaú a “ saludos de sus difuntos, parientes y amigos, que les mandan el ave para excitarlos a la guerra” . Abunda otro tipo de lechuza con el nombre de madre de la luna, que llora corno el urutaú. Los indios del Perú, al oírle graznar sobre una casa, piensan que augura una muerte. En el Noroeste argentino, este búho es representado en pucos, yuros y urnas funerarias del Valle de Santa María. Murciélagos chicos abundan, y los vampiros son plagas de los caballos. Para evitar que amaneciesen debilitados, los hacían velar de noche los conquistadores. Hoy se untan con jabón, petróleo y alcanfor, lo que mantiene a distancia esas sanguijuelas aéreas. El jaguar vive en el bosque y frecuenta el borde de los ríos, donde, por necesidad, se acercan al atardecer los vena dos, puercos salvajes y demás mamíferos de la selva. Sale a la puesta del sol en busca de esas presas y siente a gran distancia al hombre, que teme. Cuenta un religioso estable cido en una misión de los Mojos, que los indígenas lo caza ban de noche desde el centro del río. En una canoa iban cuatro o cinco bien armados. Uno de ellos metía la cabeza en una calabaza y simulaba el llamado de la hembra. No tardaba un jaguar en responder, y los indios dirigían la canoa hacia la voz, hasta dar con él y flecharlo. El jaguar es omní voro, y así como ataca tapires, armadillos, pecaríes y ciervos, sabe pescar; es igualmente afecto a serpientes, tortugas y monos. Estos últimos bien lo saben, y para evitarlo viven en los techos de las arboledas. No los siguen los felinos: las ramas altas no toleran su peso; en cambio, sufren allí los mo nos-ardillas las embestidas de las águilas. 1 ,a estridencia combate la paz que cu esos espacios sería inaguantable, si se prolongara. Ascienden tumbando enjam bres de abejas y avispas, cuyo zurrido cubren otros sonidos fuertes. Por ellos apenas llegan al oído, con claridad, las chácharas de las loritas, ni los cuchicheos de nidos, ni el rumor musical del colibrí, cuando titila multicolor frente a sus flores preferidas. (El picaflor cuya imagen reproduci mos en la tapa es el Loddegesia mirabilis del Perú y de la región amazónica, una de las especies más raras y preciosas.) Las chicharras sólo se oyen al despuntar la aurora y en el atardecer. Un chisgarabís da la supremacía a los monos que chirrían y hacen cabriolas en la cerradísima cúpula de los árboles. Hace gracia la variedad, desde el saya de aspecto frágil y friolento al marimonda, juguetón, y el plateado, parecido a negro viejo. Se destaca entre los monos el aragua to, cuyos aullidos desesperados recubren todos los gritos y ruidos de la selva. Ángel Cabrera sostiene que “ no es exac tamente un aullido, sino más bien un bramido ronco casi tan sonoro como el rugido de un león. Han descubierto los naturalistas que la fuerza de esos clamores se debe a una manzana de Adán monstruosa que sirve a su vez de caja de resonancia” . El osito de pelaje gris,-marrón o fuego llamado con razón perezoso, se asemeja mucho a los simios; duerme vein te horas al día, sólo pesa 4 a 6 kilos y mide 50 centímetros. Manso y muy domesticable, se vuelve '■ amiliar con sus amos. El oso colmenero es arborícola; c. za abejas de poco vo lumen, avispas y hormigas. Y a él lo atacaban las arpías, aves carnívoras. El único oso imponente es el hormiguero, que el jaguar ataca a falta de presa más fácil. Pero él, desdentado, se tira de espalda y se defiende con las garras y la fuerza muscu lar de patas de hierro. A mediodía, en la selva, en el bochorno solar, planea I'.l \ulknlor o (daiava. i \ ma na rienda. cnnnm ci i las países tropicales. I\ii V en cx iitla se le llam.i \ ia:,iu;¡l¡>. \luiuda en Malta ('.msso v al \ a ie s l e de lltilivia. I s de pcla/c l.ne,o v ('.pesa, generalmente negro en las machas v />a\.i ilaia en ¡.a. Ih m hia• I .a cante salte a chivito. i . lias se aliiiienlaii culi pina-.. Inri". \ lenas. San leídas, pesadas V Instes v su a i iUnía lia sida del mida < umn wim s/n i v sumía/ al lu am ida ronco del lean, l a luei/a de e s e s o n i d o j n aviene de s i i manzana de \dnn. d - i Jimm d una hora de silencio; quietud de goce interior, repetida a la puesta del sol. En la maraña hiere la muerte, tan súbita como lo que surge vivaz. Bellezas colindan con horrores. Brillan las lu ciérnagas en la noche: parecen faros verdes o rojos, e ilu minan vaguedades inquietantes. Entre magnolias, nardos y azucenas, recostada en rama gruesa, descansa la repelente iguana y, no lejos, el tucán risible. Las mariposas, de bellísi mos colores y de insólitas dimensiones, alegran el aire con sus vuelos de avión o de hoja. Las hay de raso o de terciopelo y otras son transparentes. Pero también vuelan, en esa tierra de sorpresas, cucarachas y vinchucas. Ouieu cae, muere entre la poesía del color y el aroma de flores. Lo contra dictorio ratifica la capacidad inventiva de la naturaleza y la variedad de sus creaciones. Fragancias indefinibles llegan entre gracias de pirinchos y aguas descompuestas. Todo se va y reaparece, sin trama secreta, pues lo que asquea, des lumbra o espanta, es simplemente la vida en eterna lucha con la muerte. Muy escueta imagen es ésta del medio avasallador que conocieron los españoles en su búsqueda de El Dorado y su laguna, las Amazonas y las riquezas del Paititi. Las penali- ' dades fueron incontables; los riesgos de perecer, diarios; las muertes, miles; pero en esa riña magna iban memorizando los sitios de excepción, y más tarde establecieron en ellos chacras, labranzas, cateo de minas, reducción de indios y ciudades. Impulsados por sus conceptos civilizadores multi plicaron las misiones religiosasy estructuraron estados. Así, ya a fines del siglo xvi, esos hijos vigorosos de la cultura europea y la religión cristiana, habían elevado mental y moralmente la vida de esc inmenso medio tan espléndido como bárbaro, y formado con los aborígenes, en la fusión de razas, el embrión de una nueva España. 6. Ordenamiento legal de las jornadas y normas entre jefes, capitanes y soldados Hemos querido esbozar el escenario en el cual se reali zaron, principalmente por los grandes ríos, las expediciones castellanas, en busca de esos mitos áureos que respondían a verdades meteóricas como las Amazonas, o rodeadas de defensas naturales que les permitieron subsistir intangibles, como los Incas del Paititi, o escondido, ¡quién sabe dónde! como el legendario Rey Dorado, nacido en Guatavita. Antes de descubrir las hazañas y para interpretar mejor ciertos episodios, creemos de interés recordar la vinculación del Capitán General de una jornada, con el Virrey o Gober nador que se la confiara y, por igual motivo, expresar la relación de dependencia en la cual se encontraban los capi tanes y soldados frente al jefe. En la muy papelista España, cada empresa descubridora, por agua o tierra, solía arrancar de una capitulación, acor dada por el Rey, el Virrey o un Gobernador, al Capitán General que la había solicitado. La mayoría se han publi cado y por lo tanto son conocidas. Sin embargo, quisiéramos destacar un rasgo particularísimo que fue a menudo de con secuencias en la ulterioridad de las relaciones entre conquis tadores y jefes. Por la manera como refieren algunos cronistas las con quistas, dijérasc que el Emperador, el Rey, el Virrey o el Gobernador, toma a cargo del Estado la formación y los gastos de una entrada, resolviendo luego elegir un sujeto capaz y despacharlo. No era casi nunca así. Cuando el Adelantado o jefe futuro topaba con dificultades financieras, el Gobernante le anticipaba una ayuda que debía devolver al Tesoro Real, junto Ton el quinto, sobre el oro, la plata, las piedras y perlas ganadas. Sus beneficios en la entrada, a caballo sobre el presente y el porvenir, consistían en regias promesas a cumplirse después de respetarse las obligacio nes concretadas en el contrato. Sería Adelantado o Mar qués, y tendría 20.000 vasallos y un sueldo en ducados, todo por dos o tres generaciones, pero después de fundar ciudades y después de descubrir las tierras convenidas.. . En cambio, él costeaba todo, lo adelantaba, y por eso se le llamaba Adelantado. Tal era en España la costumbre para las Indias, tanto en navegaciones, como en conquistas por tierras nuevas. De allí la sentencia tradicional que llega del pasado: “ Si cumpliéredes con Nos cumpliremos con vos v si no no seremos obligados. . . antes os mandaremos casti gar como a aquél que no guarda y cumple el contrato que lraze con su Rey: y Señor natural” . Esto obligaba al futuro Adelantado, o Capitán Mayor, a empeñarse y vender lo suyo v lo de amigos ricos, solidarizados con él. Era jugar la suerte a cara o cruz. Quienes además de socorrerlo con sus escudos lo acompañaban en la aventura, recibían en la falange for mada los cargo, de Teniente General, Alférez General, Maestre de Campo o Sargento Mayor, funciones primor diales que percibían también de las ganancias esperadas, mayores bcncfici >s que ios demás capitanes y soldados. Si salía de Apaña, debía procurarse naos y carabelas, contratar hábiles pilotos y si era posible, algún cosmógrafo. Si iniciaba la jornada en América, y por río, había de fabricar bergantines y canoas y a menudo balsas, donde escaseara el agua. Esto no era sino el capital del principio, pues que fuera por mar, río o tierra, había de llevar alimentos y reme dios, caballos de guerra, caballos de carga con su matalotaje, arcabuces, ballestas, celadas y cotas de acero, lanzas, adargas, celadas de anta, coracinas, sillas jinetas y de brida, pertre- dios para guerra y socorro, espadas, dagas, cueros de anta, escaupiles, pólvora, plomo y repuestos y quijotes de malla. Luego la gran espina, la comida: vacas, bueyes, cabras, puercos y carneros. Esos gastos pesaban sobre el Capitán General, salvo en los casos de un Gobernador que hubiese tomado la ini ciativa, costeado los barcos y entregado la dirección a un hombre de su confianza. Solicitar todo lo necesario no era bien visto. Para ilustrar mejor el concepto de la época, refe riremos un caso notable que enemistó, por 1572, a Don Francisco de Toledo, Virrey del Perú, con don Pedro de Córdoba Mexía, encomendero del Perú. Éste no solicitó conquista alguna, y fue el Virrey Toledo quien le encargó la formación de un pequeño ejército para fundar en el ca mino de Charcas a Tucumán, en el valle de Calchaquí, o de Salta, una ciudad. Él sería Gobernador de esa ciudad y de las demás existentes en el Tucumán. Don Pedro, que disponía de más cuartos de nobleza que de tejos de oro, dirigió un oficio a S. E. aceptando el encargo y pidiendo con toda naturalidad 70 u 80 arcabuces, 25 botijas de pólvora y toda la comida de maíz de que hubiera menester. Hacía presente que su gente era necesitada y solicitaba una suma de treinta y cinco mil pesos en barras, para ayudarlo con herrajes, negros herradores, fraguas, acero, medicinas y aderezos de caballos de jineta. Insinuaba que de los treinta y cinco mil pesos, diera veinte mil la Caja Real, y que a él se le prestaran los quince mil restantes a pagarse de tributos de sn repartimiento. Aún cuando pueda parecer lógico este ruego, era en realidad opuesto a las prácticas de la época. La respuesta de Don Francisco de Toledo lo revela. En tono indignado, expresa sn asombro ante tal actitud, basado en que en un mandato debe mirarse principalmente el servicio de Dios y del Rey. Recordando que la hacienda real no fue gravada por entradas anteriores sino que los capitanes las acome tieron a su costa y al riesgo de sus vidas, añadía sarcástica mente: “ seria cosa nueva antes de los servicios, comenzar a pedir premio, antes de poner rriesgo de hazienda, ni de vida, ni persona, querer no solamente no hazer deudas, pero que le sean pagadas las que no se hizieron en servicio de S. M., e a este respeto querer llevar gratificada la gente, que se suele sacar, con solamente la opinión de la persona que los lleva y de la esperanza de aquello a que van” . Queda así oficializada la esperanza como pago origi nario de las conquistas. En efecto, el encargo de una jornada acompañada de un título no implicaba participación de la hacienda real en los gastos del favorecido, para armar y vestir la tropa, alimen tarla y llevarla a destino. El caudillo que solicitara o acep- v tara tal honor debía soportar las cargas de su cumplimiento. Tal era la teoría, por tener costumbre los virreyes de acordar dichos “ favores” a hombres acaudalados; pero en la prác tica, las jornadas de conquista, como las de socorro, o de castigo, fueron parcial c indirectamente ayudadas por los gobernantes, sea con armas, sea con préstamos de la caja real. Cuando eran gobernadores, recibían adelantos o tenían enco miendas, o ganaban salarios, lo que les facilitaba la prepara ción de la entrada. Añadía Toledo esta cruda verdad de época, refiriéndose a los soldados: “ la codicia que los trae a este rreyno y la pobreza e miseria que en el hallan, con desengaño, les ha de hazer salir a buscar la vida como tantas vezes an salido, con la buena opinión del que llevaren consigo y con el ynteres de los repartimientos con que se entretengan” . El Virrey dejaba la realidad positiva a un lado. Acudían los soldados a la conquista de nuevas tierras, con caudillos de prestigio, llevados por su propia imaginación, y siendo ayudados en armas y vestimenta. El error de Don Pedro de Córdoba fue pedirlo todo, como condición para aceptar el mandato de restablecer la paz y gobernar la provincia. El del Virrey, fue no inquerir la situación de fortuna del candidato, antes de proponerle elcargo, y desatender el hecho de que una empresa de esa índole no interesaba a los soldados. No les halagaba agredir al valiente Calchaquí, sabiendo cuán difícil era vencerlo, ni querían subsistir des pués en su vecindad como lo pretendiera el Virrey. Además no era región de “ ynteres” ni de “codicia” , no tenía metal y los dejaba fríos. Evoca Toledo, con el concepto expresado, un; disci plina rígida que caducó con la muerte del Emperador, a quien sirvió durante cuarenta años. De esta vieja escuela se habían emancipado ya los gobernantes en el Perú. El Virrey Marqués de Cañete y el Virrey Conde de 'Nieva, y el Presidente de la Audiencia de Lima, García Lope de Castro, ayudaron las jornadas; sabían que el peso ce ellas era demasiado considerable para que un Capitán o Licen ciado, con sus solos medios, pudiera costearlas como era debido. Ajustaban políticamente sus medidas a las exigen cias vitales y a la conveniencia de la conquista, como hubo de hacerlo muy pronto el propio Toledo. Las ataduras del Capitán General con el Rey, el Virrey o el Gobernador, y sus empeños con amigos o presta nistas, lo obligaban a afrontar cualquier riesgo y preferir lo te merario a volver a mitad del camino, las manos vacías. El pundonor lo atenaceaba entre compromisos contraídos y las penalidades impuestas por la quimera. Y así se expli can —¿y por qué no decirlo?, pues es lo humano— algunas decisiones tan insensatas como heroicas. Las responsabili dades que sobre él pesaban y que habían de alucinarlo de día y de noche, lógicamente gravitaban en sus relaciones con la oficialidad v los soldados a su cargo, pues si el éxito impli caba para el fama y el fracaso baldón, no significaba tanto para ellos, v en consecuencia no estaban dispuestos a dar la vida en empresas que les parecieran irrealizables y suicidas. En Italia se pagaba al Condottieio, y con ese dinero él pagaba y conservaba sus adictos: el botín era de todos y no del Señor que usaba de él. En cambio en América, el jefe de la jornada reclutaba los hombres tocando tambores v alzando banderas, como decían, con recursos propios y prestados. Los soldados se alistaban en la campaña cuando juzgaban al jefe capaz de darles de comer y cumplir la pro mesa de vestirlos, armarlos, encabalgarlos, otorgarles par te en los repartos que hubiere y conferirles encomiendas con indios en la vecindad de la ciudad que fundaran. . . si todo saliera bien. El español es sanguíneo y su temperamento es optimista, de modo que los fracasos anteriores de otros, no nublaban sus esperanzas, al llegar después. ¿Acaso no seguían existiendo los tesoros de las Amazo nas, El Dorado y los Mojos o Paititi? Todos sabían de Cortés v Pizarro, y esperaban —¿por qué no?— estar en el reparto de otro tanto, con Ximénez de Ouesada y don Gonzalo. En los comienzos de las jornadas sentían los soldados tan entusiasta emulación, que su voluntad de correr riesgos resul taba sublime. Sin embargo con las primeras muertes, los pri meros reveses, las dificultades del camino, y sobre todo el hambre, se atenuaba su dinamismo y pronto cundían el des aliento y la murmuración, con la intensidad de los bríos iniciales. Las ganas de seguir viviendo se habían sobrepuesto a la codicia y, contemplando los vacíos en sus filas, se resis tían a nuevas irrupciones, midiendo y pesando los riesgos. Así disminuidos, frente a la malaventura o duración errónea mente calculada del tiempo, sabio era, de parte del jefe, tomar i en cuenta sus reconvenciones y reencender el optimismo con llamados a su hombría. A veces fracasaba, y las rela ciones se agriaban, asociándose la contrariedad a una sensa ción de rencor contra la conquista. Preciso es recordar que capitanes y soldados daban su adhesión al Capitán General, sin más paga que la vesti menta, las armas y la comida. La recompensa esperada era una parte en el botín y una encomienda en la fundación de una ciudad. Al demorar el jefe en cumplir con esas condiciones, por cualquier circunstancia, se consideraban traicionados y, como revocando el pacto, pedían volver. Bien supieron de ese tipo de insubordinación, Pizarro en la isla del Gallo, Magallar es frente al estrecho, dos veces Ximénez de Quesada en sus intentos de dar con El Dorado, Nuflo de Chaves en su viaje de 1558 y Francisco de Aguirre en su expedición a los Comeqhingones: habían exigido a sus capitanes y soldados más sacrificios de los que estaban dispuestos a dar. No hacían renuncia a la vida, y en la discusión de sus derechos y la apreciación de sus trabajos, eran partes y jueces, no obstante la promesa de seguir hasta el fin de la entrada. De manera que cualquier alzamiento, sea para apresarlo o'quitarle la jefatura, sea para expulsarlo o sustituirlo por otro, constituía un delito de traición ade más de un crimen de lesa majestad, pasible de muerte. Resistirse a seguir o desertar solapadamente era igualmente punible. El interés de todos arraigaba en el descubrimiento de oro, plata, joyas de enterratorios y tesoros de palacios o en fundación de ciudades seguidas de encomiendas o de repar tos de Cortés. Los hallazgos fabulosos de Hurtado y sus compañeros en las huacas del Finú y del Pancenú en Colom bia, estimularon también en el Virreinato el entusiasmo por las jornadas. En suma, la lealtad incondicional al jefe nacía de su suerte. En ella se alimentaban las fuerzas de todos. La ventura general dependía de la persona y del triunfo del caudillo. La victoria, con sus ojos brillantes, tenía para los supersticiosos aspecto de favor divino y suscitaba devoción; los reveses, en cambio, ensombrecían como un mal augurio V encrespaban las voluntades. Cuando los adelantados y capitanes generales eran pru dentes, usaban del derecho al castigo pocas veces, y autori zaban a los revoltosos a irse. La afabilidad conservaba los ánimos en buena disposición. II. INTENTO S DE JORNADAS AL DORADO D ESD E EL CARIBE 1531 - 1579 Faltar datos en los archivos sobre la expedición de Diego de Oidaz. Oviedo, convencido de que fue el primero en elegir El Dorado como meta de una conquista, informó sin citar capitulación. Según él, este capitán habría reunido en 1531, en España, más de 400 hombres, en dos naos y una carabela. Irían probablemente entre ellos algunos pi lotos españoles conocedores de la región descubierta por Colón en 1497, y acaso alguno que hubiese acompañado a Pinzón en 1500, cuando descubrió y navegó la desemboca dura del Amazonas, que llamó entonces Río Grande de San- ~~ ta María del Mar Dulce. Ordaz compró dos carabelas más en Tenerife y enderezó hacia el río coloso. El viento y la co rriente lo desviaron hasta Trinidad, cerca del Orinoco, a más de 3Ü0 leguas de lo que buscaba. El resto de la armada, que iba coi el Capitán Juan Cornejo, fue dispersado por el poro roca (espolón de agua dulce que con estrépito atraviesa el mar más de 25 leguas), hundido por alguna tormenta o rota contra los arrecifes, acaso por los tres enemigos a la vez. Se gún la misma versión, 300 hombres de Cornejo desaparecie ron y no se les volvió a ver. Agrega Oviedo, en referencias posteriores, qne fueron atacados a unas 100 leguas de la en trada del río, pereciendo algunos y capturados otros por ad- versados que según el cronista fueron las Amazonas. Éste habría sido el menor de todos los males sufridos ya que ellas trataban bien a sus huéspedes, limitaban su yugo a dos meses por año y se hacían cargo de la prole femenina. “ Creese —termina diciendo Oviedo— que estos españoles son los trescientos hombres que perdió aquel gobernador Diego de Ordaz en aquella costa del Marañón en el año 1532, cuando fue a aquellas partes.” La noticia concuerda con el relato del Padre Carvajal, que al pasar por esa misma altura del río con Orellana, unos diez años más tarde, re cogió de labios indígenas la revelación de que un grupo grande de navegantes españoles habían sido apresados en la margen izquierda del río, por las Amazonas.
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