Logo Studenta

PAITITI LA CIUDAD DE ORO

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

ROBERTO LEVILLIER
EL PAITITI,
EL DORADO 
Y LAS AMAZONAS
E M E C É E D I T O R E S
El Paititi, El Dorado y las Amazonas fue ideado por 
Roberto Levillier como un relato verídico y ameno que 
mostrara a las generaciones actuales la clarividencia de un 
puñado de descubridores españoles que, tal vez por las in­
mensas distancias y el tiempo que demandaban las comu­
nicaciones entre Madrid y la Asunción, fracasaron en hacer 
comprender a monarcas y virreyes, la importancia colosal 
de la cuenca amazónica. La historia demuestra que Por­
tugal y su heredero Brasil, entonces desconocidos en e lu­
gar, supieron luego vislumbrar las enormes posibilidades de 
estas ricas comarcas donde hoy coexiste lo más moderno 
¡unto con lo más antiguo. !
Diana Levillier estaba tratando de revisar y poner en 
orden la amplia bibliografía que su padre, autor de este 
libro, había reunido y fichado con tanta erudición y pacien­
cia, cuando un destino trágico puso fin a su vida. Se debe 
a Narciso Binayán Carmona haber salvado lo que_ha' po­
dido del trabajo de la señorita Levillier, completando la 
información mediante la compulsa de catálogos y bibliotecas.
En nombre de la señora Jeanette Beatson de Levillier, 
Emecé Editores expresa su agradecimiento a todas las per­
sonas e instituciones que directa o indirectamente han ayu­
dado con sus consejos a componer este libro, en especial, 
al Dr. Enrique de Gandía, que revisó el original y las prue­
bas, al R.P. Guillermo Furlong S. J., que colaboró en la
determinación de la pauta para la colocación de láminas, 
y la señorita María Teresa Grondona, autora de los dibujos 
y croquis originales, hechos dhrante diez años bajo las in­
dicaciones de Roberto Levillier,.
Lo que se escribe viene del fondo del alma. 
Se habla, se actúa y se vive en la superficie.
R oberto L evillier
El placer de la historia es el descubrimiento 
permanente de la verdad; la marcha tenaz 
hacia la luz, el esfuerzo obstinado de la inte­
ligencia para librarse de los prejuicios, de las 
invenciones, de lo que deshonra al espíritu 
humano.
G erard W alter
I. EL ESCEN A RIO TROPICAL
En nuestra América, de majestuosas dimensiones, y en la 
zona tropical de atracción del oro, resistió al hombre la natu­
raleza. Conocedores de sus durezas, la afrontaron los españo­
les, y es hacer justicia a ella y a ellos evocar esa guerra impla­
cable, pero grandiosa, que trasformó las jornadas en odiseas.
La región de la cual se trata aquí es la tierra firme tó­
rrida asignada a Castilla, que empieza en Punta Gallinas, en 
la costa Norte del hemisferio Sur, y termina en Capricornio, 
desplegándose Oeste-Este desde la costa del Pacífico hasta 
la línea de Tordesillas. Abarca la Guayana, Venezuela, Co­
lombia, Ecuador, Perú, Bolívia —sometidas al poder de cor­
dilleras—, y el Paraguay. Ocupa el centro y m ás. . . la tierra 
inconmensurable, casi toda dominada por el Amazonas y sus 
afluentes. Circularon en ella rumores de tesoros, y el español 
conquistó andando tras de éstos, las cordilleras, los grandes 
ríos, los pueblos dé naturales, los llanos y la selva; supo de 
fieras grandes y chicas, y conoció, pagando su saber con su 
vida, los secretos, a menudo mortales, de la naturaleza.
Por la vastedad de los espacios, pasaba de los nevados 
andinos al clima tórrido de regiones desérticas o pantanosas 
formadas por crecientes y, peleando con las ventiscas de la 
nieve, volvía a la costa. Sufrió las penalidades del hambre y 
la sed —el martirio peor—, las traciones del río violento de 
imprevistos rabiones y cascadas, las embestidas de jaguares y 
yacarés, la furia de niguas, hormigas, moscas y mosquitos,
y esas fiebres de origen invisible, bijas del aire, del agua y 
del diablo, que le quitaban, con el desequilibrio mórbido del 
cuerpo, la fuerza para defenderse.
Desde los primeros descubrimientos de mares, islas, ríos 
y costas por Colón, Vespucio, Hojeda y Pinzón, el hallazgo 
de Balboa, la toma de posesión del Plata por Solís, el viaje 
Magallanes-Elcano y las conquistas de Cortés, Pizarro y Xi- 
ménez de Ouesada, se supo que el nuevo mundo rebosaba 
de oro, plata, perlas y esmeraldas, basta en las tumbas. Esas 
noticias fueron señuelos, y los optimistas dedujeron que si se 
había excavado tanto, en tan poco tiempo, debía existir mu­
chísimo más. Lecturas de la Edad Media influenciaban to­
davía las imaginaciones de la época. Las jornadas buscaban 
El D orado.. . y sus derivados. Estuviesen ellos donde estu­
viesen, había de encontrarse según rumores, a poca distan­
cia. . . Si el Magdalena, Ximénez de Ouesada y la fundación 
de Bogotá encarnan en la cronología el primer fruto de la 
leyenda del Dorado, el conocimiento del Amazonas, y seña­
ladamente, de sus mujeres guerreras, representa el segundo 
triunfo de los adalides españoles. Con la suerte que sopló 
en sus velas, salió Orellana, venció increíbles peligros y re­
corrió el río magno de punta a punta. Desde entonces y por 
mucho tiempo fueron tenidas ambas ilusiones por fuentes 
apetecibles de riquezas. Y otra hubo que atrajo por más 
liempo y a más gente.
2. Los Incas, los Antis y el Paititi
El límite oriental del Imperio incaico no contuvo a los 
intrépidos castellanos de Cuzco y Charcas; pronto lo sobre­
pasaron. Era el Antisuyo, más allá de la cordillera y de la 
selva considerada infranqueable. Los emperadores no fun­
daron pueblos en llanuras tórridas. El calor húmedo mata
a los serranos, y para llegar a los Chunchos, los Mojos, al 
Paititi y los Guarayos era preciso cruzar temibles selvas, an­
dando a pie, abriendo paso con machete, navegando en 
balsas por ríos torrentosos o atravesando pantanos infectados 
por miasmas de animales muertos.
El Antisuyo que mencionan los cronistas fue para los 
Incas el territorio situado al Este del Cuzco y de Charcas, 
que le costó a Tupac Inca Yupanqui conquistar. Allí se al­
zaron pueblos, como Vilcabamba (Macchu Picchu), Abisca 
y Apolobamba; allí sí, hubo ley incaica y dominio imperial. 
La otra acepción es: Tierra de los Antis que se extendía por 
Oriente. Era al Este de Cochabamba, a 500 kilómetros de 
distancia a vuelo de pájaro, los llanos de Chiquitos; al Este 
del Titicaca, a 750 kilómetros, los llanos de los Guarayos, 
y el Nordeste del Cuzco, lo; que hoy es Madre de Dios, a 300; 
el Río Beni, a 500, y los llanos de Mojos, a 900. Todo ese 
mundo, desde la latitud de Cochabamba (15° S .) , hasta el 
paralelo que marca la gran 'unta de los ríos (10° S .) , vivía en 
montañas boscosas, florestas tropicales o en llanos. El Oriente 
era para los Incas: Antis. Salían a explorar y regresaban con 
conocimiento d e ja s tribus. Supieron así distinguir entre 
Manaríes, Opataríes, Chiponavas, Monobambas, Chunchos 
y Mojos en el centro; Raparupas, Chachapoyas, Bracamo- 
ros, Paltas, Pastos y Ouill icingas en el Norte. Su imperio 
concluía ante ese infinito s tuado al Oriente de la Cordillera. 
En cuanto al río de desconocidas dimensiones que cruzaba 
Oeste-Este una tierra tórrida y húmeda, sólo poblada por 
tribus dispersas, no parecen haberlo visto hasta después de 
huir del Perú en la época comprendida entre la muerte 
de Atahualpa (1532) y la de Túpac Amaru (1572).
El Padre Cobo explica por qué no incluían los Incas 
a los Antis entre sus dominios. Dice:
. . . “ Fragosidad y aspereza, más que la multitud y esfuerzo 
de sus moradores, habían refrenado la ambición y codicia de 
los Incas, para que no dilatasen su reino por aquella parte, 
como deseaban y varias veces lo intentaron. Porque, dado 
que los habitadores de aquellas montañas y sierras son pocos 
en número, y ésos muy bárbaros, de naciones diferentes, di­
vididos en cortas behetrías y sin la industria y disciplina que 
los vasallos de los Incas, con todo eso, ayudados de la espe­
sura y fragosidad de sus arcabucos y montañas y de los mu­
chos ríos y ciénagas que en ellas hay, eran bastantes a resis­
tir los poderosos ejércitos de los Incas, a cuya causa ganaron 
muy poca tierra por aquella parte.”
Este sabio juicio fuea la vez profético, pues las mismas 
circunstancias de la naturaleza favorecieron a las tribus, 
cuando los españoles pretendieron descubrir por esas regio­
nes al Dorado o al Paititi.
Los orejones y descendientes de los Incas, fugados del 
Perú, para no convivir con los invasores, lograron después 
de la conquista de Pizarro y la trágica desaparición de sus 
reyes instalarse en la alta región de morros y lomas peladas 
en la cual sólo habían logrado Túpac Inca y Huayna Cápac 
elevar los fuertes que representaban los límites del Imperio.
El Inca Túpac se sintió ofendido por una actitud hos­
til de los Antis y les declaró la guerra.
Los Ouipocamayos de Vaca de Castro, al tratar de 
las conquistas de Pachacútec, agregan: “ los que no podía 
por armas y guerra los trajo a sí con halagos y dádivas que 
fueron las provincias de los Chunchos y Mojos y Andes 
hasta tener sus fortalezas junto al río Paitite y gente de guar­
nición en ellas” .
Sarmiento de Gamboa da más detalles interesantes, no 
porque hubiese batallas, sino porque el verdadero enemigo
fue para e! Inca, como para los españoles más tarde, la 
tierra misma, cuyos obstáculos diezmaban las tropas. Así 
lo describe:
“Mas como la montaña de arboleda era espesísima y llena 
de maleza, no podían romperla, ni sabían por dónde habían 
de caminar para dar en las poblaciones, que abscondidas 
muchas estaban en el monte. Y para descubridas subíanse 
los exploradores en los árboles más altos, y adonde vían 
humos, señalaban hacia aquella parte. Y así iban abriendo 
el camino hasta que perdían aquella señal y tomaban otra. . . 
Entró pues Topa Inga y los capitanes dichos en los Andes, 
que ;on unas terribles y espantables montañas de muchos 
ríos, 'adonde padeció grandísimos trabajos, y la gente que 
llevaban del Piró, con la mudanza del temple de tierra, 
porque/ Pirú es tierra iría y seca y las montañas de los An­
des Ison calientes y húmedas, enfermó la gente de guerra 
de Topa Inga y murió mucha. Y el mesmo Topa Inga con 
el tercio de la gente quel tomó para con ella conquistar, an­
duvieron mucho tiempo perdidos en las montañas sin acer­
tar á salir á un cabo ni á otro, hasta que Otorongo Achachi 
[se] encontró con él y lo encaminó. Conquistó Topa Inga 
y sus capitanes dcsta vez cuatro grandes naciones. La pri­
mera fue la de los indios llamados Opataries y la otra llamada 
Manosuyo y la teresera se dice de los Mañanes ó Yanaximes, 
que quiere decir los de las bocas negras, y la provincia del 
Río y la provincia de los Guinchos. Y por el río de Tono 
abajo anduvo mucha tierra y llegó hasta los Chiponauas. 
Y por el camino, que agora llaman de C amata, embió otro 
grande capitán suyo llamado Apo Curimache, el cual fue 
la vuelta del nascimiento del sol y caminó hasta el río, de 
que agora nuevamente se ha tenido noticia, llamado el Pay- 
titc, adonde puso los mojones del Inga Topa.”
Es ésta la primera descripción del camino seguido en 
la selva paralela al Madre de Dios, para llegar desde los 
Opataríes o Manarles hasta el Paititi.
Pronto, por la superioridad de su organización, su téc­
nica guerrera, su vida política y religiosa, su manera de vestir, 
usar joyas de oro y plata y elevar templos y palacios, fueron 
respetados y temidos por las tribus vecinas que, al hablar 
de ellos, difundieron la fama de su poder y riqueza. Cre­
yendo los conquistadores que allí estaba El Dorado, fue 
buscado desde el Paraguay hacia el Noroeste; desde el Cuzco 
por los ríos, hacia Noreste; desde Carabaya, Apolobamba y 
Larecaxa hacia el Este, y desde Santa Cruz de la Sierra, 
hacia el Norte.
Las aventuras estimuladas por rumores de existencia 
de piedras preciosas y de abundancia de metal en El Dorado, 
las Amazonas y el Paititi, se llevaron a cabo en los siglos 
xvi, xvn y xvm y casi todas fueron trágicas, pero con ellas 
se fue discriminando entre buenas y malas puertas de salida, 
climas sanos o enfermos, tribus indómitas o afables, ríos 
amigos o traidores, regiones productivas o estériles, y esos 
conocimientos telúricos facilitaron la adaptación de los blan­
cos al medio y provocaron la llegada de misioneros y mi­
siones religiosas.
3. La Cordillera de los Andes y el Amazonas
En cada país prepondera algún elemento de la natura­
leza. En América del Sur, en las tierras que dan al Pacífico, 
domina la Cordillera de los Andes o- las cordilleras. . . pues 
son tres. De sus nevados bajan aguas que en las quebradas 
forman lagunas. Arroyos impacientes salen de ellas y así
nacen ríos que buscan niveles más bajos hasta abrir la selva, 
penetrarla, dar vida a los valles próximos y, finalmente, ofre­
cer su tributo a un afluente del Amazonas. A veces, se pro­
ducen avalanchas de agua, piedras y barro, casi siempre de 
siniestras proporciones, pero en tiempo normal todo termina 
en la Amazonia, que merece su renombre de hoya prodi­
giosa. En cuanto al Amazonas, es digno de los Andes, a 
los cuales directa o indirectamente debe su belleza y mag­
nitud. En mayo y junio aumenta considerablemente el cau­
dal de las aguas, provocando crecientes en los tributarios 
del Amazonas y el Amazonas mismo. Para quienes acos­
tumbran navegar esos ríos la molestia es grave, pues se al­
teran las formas, desaparecen a la vez ciertas islas, los terre­
nos inundables llamados igapos, y con ellos los canales co­
nocidos. Sólo quedan a la vista, las tierras altas. La repen­
tina elevación, digna del río, es de 23 metros en Manaos 
y 19 en Obidos. La máxima, gira en torno a los 29 metros. 
Las precipitaciones en la cordillera quiebran las débiles cos­
tas y arrancan árboles con ellas. Otra consecuencia señalada 
por los viajeros del Amazonas es que en esos meses se 
acentúa el color marrón oscuro de sus aguas, debido al 
tanino de los troncos flotantes.
Ríos cuya unión se conoció gracias a los primeros des­
cubrimientos de la conquista forman el delta del Huayapari, 
y sus aguas al juntarse originan el Orinoco. Más al sur y 
desde la otra vertiente, descienden hacia Santa Marta, el 
Magdalena, y hacia Cartagena, el Cauca. Las aguas del 
Caquetá y del Putumayo, que bajan de la cordillera oriental, 
son las tributarias septentrionales del Negro. Éste las lleva 
al Amazonas, con todo lo suyo, caudalosísimo.
En las cordilleras nevadas del Ecuador, el Cotopaxi, 
el Antisana, Sincholagua, Sanguay, Cayambc, Pichincha, en­
garzan a Quito, como Río Bamba centra al Chimborazo
y al Tungurahua. Nevados y deshielos envían con el Ñapo, 
el Curaray, el Pastaza y el Morona, un volumen formidable 
de agua al Ucavali y al Marañón, y éstos también desem­
bocan en el Amazonas.
El espectáculo de tantas copas plateadas en un espacio 
reducido —desde un avión— es único v nuevo en América, 
y si hoy entusiasma contemplarlo, no dejaron esos volcanes 
de causar sustos en otro tiempo con sus bramidos y el de­
rrame de lava incendiaria. Plan pasado apenas tres siglos 
desde el año de 1660, en el cual el Pichincha, pegado a 
Quito, hizo oír una “ reventazón” que duró una semana. 
Se sentían grandes temblores, viéndose salir del cráter glo­
bos de fuego y relámpagos acompañado!- de conmociones, 
estruendos y disparos de escorias hirvientes que corrían por 
las calles como ríos de fuego. Además, durante todo el día, 
envolvió una tiniebla a la ciudad. La gente no se atrevía a 
salir más que para llenar las iglesias donde se expuso el Santo 
Sacramento. ^
Refiere el Padre Manuel Rodríguez1 de la Compañía 
de Jesús, lo ocurrido en los templos durante esos seis días 
que duró la conmoción del Pichincha:
“ Veinte fueron los que en el colegio de la Compañía 
estaban en los confesionarios, y muchos del concurso no 
esperaban su vez, de poderse confesar, diciendo a voces 
sus pecados; y los gritos, sollozos y sus] iros de todos cau­
saba gran confusión y obligaba a dar absoluciones. . . Allí 
se oían los votos y promesas fervorosas, se daban bofetadas, 
se mesaban los cabellos en señal de penitencia y arrepenti­
miento de sus culpas, sin que persona alguna se acordase 
de otra cosa que de prevenirsepara la muerte que espera­
b a n . . . ”
No fue tan grave el saldo de accidentes como lo temi­
do, y de los volcanes próximos, únicamente el Sincholagua 
dio disparos durante un día. Fue más el susto que el daño, 
y parece ser, según el buen Padre, que “ siendo los bramidos 
del Pichincha, voces de Dios, despertaron a los más dor­
midos del letargo en que miserablemente se hallaban como 
muertos, muy distantes de la vida de gracia. . . ” y poco a 
poco la fueron recuperando, ¡gracias al temor sentido!
El Perú es, todo él, una larga y apretada cadena de mon­
tañas entre cuyos desniveles prosiguen los ríos su marcha 
hasta llegar al Amazonas: son el Marañón, el Huallaga y el 
Ucayali. Fuera de las tres cordilleras, existen otros ramales 
de picos elevados y paisajes solemnes; la cordillera de Huay- 
kuash, explorada desde hace pocos años, cuenta con crestas 
de más de 6.000 metros: el Yerupaja grande, el Yerupaja 
chico, el Jirishanca grande, el Sarapo y el Rasac. Tiene tam­
bién seis nevados de más de 5.000 metros: Tsacra grande, 
Tsacra chico, Puscanurpa, Jirishanca chico, Rondoy y Ni- 
nashanca.
Fácil es prever, ante tantos glaciares y nieves, el nú­
mero de ríos que se formaron y el volumen de sus aguas. 
Y así resulta. El Marañón nace en la falda de la cordillera^ 
de Huaykuash, cerca de Huanaco v el Iluallaga, mellizo 
suyo, se inicia a poca distancia, alimentado también por ella 
en la vecindad del Cerro de Pasco. Descienden ambos con 
rumbo Norte, el Marañón paralelamente a la costa por oc­
cidente, y el otro por oriente hasta topar con un desvío 
del primero por 5® de latitud, y entregar sus aguas junta­
mente con él, al Amazonas. Otro tanto hace el magnífico 
Ucayali, engendrado en la Cordillera del otro lado de la 
región del Cuzco, majestuosa y poética. La altura prosigue 
mediana, humanizada por andenes y los ríos abundan sin 
ser muy caudalosos, hasta llegar más allá del nudo del Vilca-
nota. Las tres cordille'ras se conservan unidas hasta el para­
lelo 15 de latitud Sur. Allí, en Ayaviri, la central desaparece 
v las otras se apartan, siguiendo una al oriente y otra al 
occidente del Titicaca. Fiemos entrado en el altiplano, en 
una región estéril y seca, fría y llana.
Quienes acompañaron a Peranzures para fundar La 
Plata y Arequipa, no gastaron fuerzas en trasponer las cordi­
lleras nevadas, siguieron rumbo Sur atravesando las bellezas 
de la tierra incaica. Por Ayaviri, precisamente, desaparece el 
cereal y brota el ichu, la paja-puna rasa y rala, que amarillea 
como arena deslavada la pampa profunda, entre alturas de 
3.500 a 5.000 i íetros. Es la estepa frígida del Collasuyo 
que siempre separó la vida incaica de la aymará. En un 
instante quedan atrás las espigas verdes, los cerros cultivados 
y los valles, los ¡maizales, los pájaros y las mariposas que 
traían su gracia fíesele Urubamba y Yucay. De las vicuñas, 
que observan desde la altura a los seres humanos, no queda 
traza. Pasan en (Solemne marcha recuas de carneros —lla­
mas—, bestias de carga, auxilio de los conquistadores. No 
detiene la vista arboleda alguna. La atraen altos picos, de 
los cuales parece desprenderse pesadumbre. En el suelo are­
noso crece la vareta, planta resinosa de apariencia maciza, 
combustible salvador en esa región sin leña. Sólo dan la 
quinua y la papa, a la vera de tambos a menudo abando­
nados. Naturalcy i muerta en que los días y las leguas su- 
cédense sin la menor variante en una inmensidad moral­
mente sofocante, de mar sin olas.
En la provincia de Chucuyto, se halla el viandante 
frente al Titicaca. Sorpresa para cl'cspíritu y los ojos, es esa 
laguna oceánica azul de más de doscientos kilómetros de 
largo, situada a cerca de 4.000 metros de altura, rodeada 
por un lado de grandes bosques tropicales y montañas ne-
vacias, y por otro, de una pampa sin un accidente de terreno 
que destruya su impresión de uniformidad.
Al sur, en un clima más clemente, crecen pastizales. 
Salvo pequeños oasis de verde que lo embellecen en uno y 
otro costado a lo largo de arroyos y ríos, es el altiplano un pá­
ramo sin cultivo, cubierto a trozos por tolas, cactáceas, ichu y 
yareta. Parecería hasta desprovisto de fauna si no se supiera 
que la vizcacha y la chinchilla se esconden, y si al pasar por 
las lagunas no se distinguieran los ibis y los flamencos ro­
sados. Minerales le da la naturaleza como a pocas regiones 
del mundo, pero en el lugar mismo, le niega vegetación.
Es un premio la tierra de los Charcas para quienes 
llegan después de haber cruzado ese sen idesierto. En su 
clima templado es apacible el aire, la luz clara y ligera, 
y la tierra buena, si bien a veces la sacuden tremendas tor­
mentas de piedra y rayos. Su fertilidad interrumpe la aridez 
de la puna y extiende su bonanza hasta los valles de Mizque 
y Cochabamba. Nos interesa particularmente esa región por­
que desde ella parten los ríos y los caminos que durante siglos 
usaron los conquistadores en busca de D orado-Paititi.
Sobre la antigua Chuqui-chaca ele los indios Charcas, 
rodeada de Yamparaes que se sometieron, y a pocas leguas 
de las nacientes del Pilcomayo, fundó Peranzures, en 1538, 
la ciudad de La Plata. En 1539, al pie del Misti, levantó las 
bases ele Arequipa. Al Suroeste vivían los C; racaracs de Porco 
y Potosí, y al Este de la cordillera Yuracan es ambulaban los 
Chiriguanaes: guaraníes advenedizos llegados años antes. 
La subida de Caboto por los ríos, las penetraciones en Char­
cas de Alejo García, César y Ayolas, aumentaron la huida 
de esos naturales de Sur a Norte y de Este a Oeste. Y como 
el Chaco les resultó inhóspito, siguieron el Pilcomayo en su 
curso y alcanzaron las tierras habitadas por Aymarás, Chañes, 
Charcas y Collas. En tiempos de Iluayna Cápac, poco antes
efe la conquista de Pizarra, atacaron la fortaleza del Cuzco, 
mataron e hicieron estragos en la región. El Inca mandó 
tropas contra ellos, pero satisfechos con su guerrilla, se gua­
recieron estratégicamente, al Sur y Sudeste de Charcas, en 
un arco montañoso que abarcaba a lo largo de la cordillera, 
el Oeste de la actual Santa Cruz de la Sierra sobre el Pilco- C 
mayo, desde lo que es hoy Villamontes, hasta Colonia Buena 
Ventura, pasando por Montecristo. Al Este se encontraban 
los Tomacocíes, al Sudeste los Corocotoquíes, que cono­
cieron en 1548 los hombres de Irala, al buscar los caracaraes 
de Ayolas.
Desde las estribaciones de la cordillera se impusieron 
estos hombres fuertes y valerosos sobre las tribus vecinas, 
mansas, de chañes y chichas. Ayudados por los calchaquíes, 
trabaron el dominio de los españoles en Tucumán, en su 
tráfico con Chile y Charcas. Para contener a estos chirigua- / 
naes mandó fundar el Virrey Toledo las ciudades de Salta 
yjujuy.
Bien sabido es, y se advierte por estos breves ejemplos, 
que los indígenas americanos no pueden reducirse a un 
común denominador. Si los hubo indómitos, otros fueron 
capaces de civilizarse. Engaña el Padre Simón al escribir: 
“ quien ha visto un indio de América ha visto todos” , repe­
tido luego por los Ulloas, que visitaron el continente a vuelo 
de pájaro. El sabio Padre Bernabé Cobo desmorona este 
juicio superficial con toda justeza:
. .es cosa dificultosa querer medir por una regla y reducir 
unión y conformidad tanta muchedumbre de naciones y
pueblos. . . aún entre bárbaros hay gran diferencia y des­
igualdad, aventajándose un bárbaro a otro en muchas cosas 
(que no todos son cortados por una tijera). . . A tres ór­
denes clases podemos reducir estas gentes, tomando por
razón constitutiva de cada clase de manera de gobierno y 
república que guardan entre sí, por esta forma:
” En la primera clase de bárbaros, pongo aquellos que 
pasan la vida en behetrías sin pueblos, reyes ni señores.. .
” E1 segundo grado tiene ya más semejanza de repú­
blica, porque incluye todos los bárbaros que viven en co­
munidades compuestas de diferentes familias, reconocen 
una cabeza y cacique quien dan obediencia, el cual no 
tiene debajo de su dominio ningún señor devasallos.
” E1 tercer grado contiene los indios de más orden y 
razón política, que son los que se juntan en comunidades 
o repúblicas grandes, cuyo principado poseen reyes podero­
sos, que tienen por sú'xlitos otros caciques y señores de vasa­
llos . . . En lo que má^ excedían los de la tercera a los de las 
otras dos era en ser más domésticos y mansos, por estar más
acostumbrados a obedecer sus reyes. . . ”
!I
Como lo hemos dicho antes, los estímulos de la con- « 
quista, tanto en tiempo dé Pizarro como en la época virrei­
nal, fueron El Dorado, las Amazonas y el Paititi.
Para buscar estas quimeras debían escalar las cordilleras, 
sostenerse a^caballo por las inflexiones de las faldas y atra­
vesar selvas de desmesurada extensión, de piso pantanoso, 
cruzadas por ríos de corrientes bravias. A dichas laderas 
inclinadas se debían las inundaciones periódicas que forma­
ban kilométricas lag mas entre los Mojos y los Chunchos, 
en la región del C.uaporé, del Mamoré, del Beni y del 
Madre de Dios. Se sentía en ellas la atmósfera tórrida, húme­
da y malsana, del vapor acuoso de los invernáculos.
Conocimos parte mínima de una selva, al asomarnos 
a la quebrada de Paucartambo en 1923, durante una visita 
al Cuzco y a las regiones vecinas. Arboledas apretadas se es­
calonan en lento declive hasta el horizonte: espectáculo
de grandeza oceánica, envaguecido por la neblina. Ésta pa­
rece leve y se supone que irá deslizándose, pero persiste y só­
lo cambia según los juegos de irisación del sol en ella.
Bajamos a caballo por la quebrada; íbamos tres diplo­
máticos con dos baqueanos, un alto funcionario de la pro­
vincia y cuatro guardias armados. Al llegar a un abra de 
la selva, penetramos a pie en ella y anduvimos basta el ano­
checer, debiendo a veces prender luz para andar, y pasar 
en bote, pequeños lagos interiores o ríos que la cortan. 
Llevados por el entusiasmo de lo que veíamos, tan nuevo 
y sorprendente, cuando no temible, y por muchas veces 
grandioso, resolvió nuestro mentor oficial seguir andando, 
mientras durara el sol, midiéndolo todo, para que la noche 
cayese estando ya organizado el campamento y erigidas las 
carpas. Dormimos, o mejor dicho, intentamos hacerlo, pero 
algo misterioso lo impedía. En cambio al despuntar el sol y 
. filtrar por la cúpula de árboles que parecían pilares de cate­
dral, pudimos serenarnos y cerrar los ojos siquiera unas horas. 
Salimos temprano y marchamos hasta salir de la selva y 
encontrar de nuevo caballos que nos transportaron en poco 
tiempo al pueblo de Chincheros. Vimos y oímos, de día 
y de noche, lo suficiente para comprender el heroísmo de 
quienes atravesaban esas marañas sin el conocimiento de los 
senderos, ni los peligros de la fauna, ni lo que debía hacerse, 
y todo ello a 3.000 o más metros de altura en tierra rica 
en soroche. Comprendimos mejor que antes las descrip­
ciones de dificultades materiales hechas por los cronistas. 
Sin haber pasado peligro alguno, ni hambre, y teniéndolo to­
do fácil, bastó cruzar unas pocas leguas de selva e imaginarse 
allí sin defensa de expertos, para espantarnos de los riesgos 
que en cada entrada corrían los conquistadores en esos 
medios poblados de enemigos grandes y chicos, humanos 
y bestiales, sin omitir la escasez de alimentos.
¡ Como lo veremos más adelante, los españoles, después 
dé los fracasos de expediciones mandadas por Candía, Peran- 
zures, Nieto, Alemán y Álvarez Maldonado, entre 1537 y 
1568, eludieron los ríos y la selva cuzqueña como punto de 
partida y adoptaron para alcanzar El Dorado o Paititi, 
el camino que salía de Carabaya, de Apolobamba, San 
Juan de Oro, Larecaxa o Cochabamba, o bien el del río 
Guapay, desde Santa Cruz de la Sierra.
Al introducirse en el Perú de los Incas, conocieron los 
conquistadores la región mejor preparada para la civilización. 
En ella habían reinado estos romanos de América, enten­
didos en leyes, carreteras y organización colectiva, y la su­
misión al Estado era norma secular. En cambio, las jornadas 
en busca del Dorado y el Paititi, fuera de las fronteras del 
antiguo imperio, enderezaron contra los bárbaros, como los 
Toromonas, los Mojos, Chunchos, Chiquitos y Guarayos 
y determinaron una resistencia tenacísima que añadida al 
ambiente hostil y a la no menos cruel fauna, dio por siglos 
un saldo de frustración.
La verdad es que los aborígenes, ayudados por la na­
turaleza, tuvieron en su favor los mil visibles e invisibles 
enemigos del hombre, en el suelo, el aire y el agua. Todo 
lo que en los trópicos acosa, hiere, sobra o falta, lo sufrieron 
los conquistadores y las conquistas. Y los ríos del Antisuyo, 
tanto el Beni como el Madre de Dios, el Mamoré, el Gua- 
porc y el Madeira, fueron por sus violencias adversarios 
temibles.
De Charcas y del oriente boliviano era más fácil y 
corto el camino al Paititi. De los Andes de Carabaya y del 
Nudo de Apolobamba descienden tres pequeños ríos que 
reciben a corta distancia el concurso de otros, igualmente 
breves, nacidos del Iluayna-Potosí, del Illampu y del Illima- 
ni. De las cúpulas de estos tres gigantes baja un aporte mag­
no de agua, ofrecido a lo largo del paralelo 10, a un río de 
corriente veloz que baja después en línea casi recta hasta 
reunirse con el río Mamoré en Villa Bella. Este río, el famoso 
Beni, llamado también: de los Troncos, Serpiente, Amaru- 
Mayo, recibe en su margen occidental el Madre de Dios, 
producto de las montañas del Cuzco.
El Mamoré, en el cual se echa el Beni, es el río máximo 
de la antigua Charcas. Forma su caudal, en primera línea, 
el Guapay o Grande, que nace en las alturas de los Andes de 
Cochabamba; recibe luego al río Mizque y dibujando una 
curva en cuya vecindad se encontró situada la Nueva Asun­
ción de Chaves, se beneficia en las Juntas con varios afluen­
tes descendidos de la cordillera de Cochabamba. Atraviesa 
luego los llanos de Mojos y desde los 15° de latitud baja 
en línea recta, enriquecido por nuevos tributarios y hacién­
dose cargo del Guaporé, que procede de la Sierra de Pareqis, 
en Matto Grosso, situada al Este, y se une, después de 
recibir al Beni, al Madeira. Este sistema fluvial y este gran 
río representan otro copioso volumen de agua, precipitado 
desde los Andes, en el Amazonas.
Al principio de la conquista, se consideraba que el 
Mamoré seguía su curso hasta el Amazonas, o sea, que era 
un río, pero los portugueses llamaron al segundo trozo (el de 
las 23 cachuelas) Madeira, por los árboles sueltos que aca­
rrea. Al Mamoré-Madeira lo designaron también algunos: 
río Paititi, probablemente por ser vecino del escondí lo 
reino de los Incas, del mismo nombre.
Otros dos grandes afluentes de la margen derecha del 
Amazonas nacen en la cordillera: el Punís, que baja de las 
montañas de Urubamba, reuniéndose con el río mayor cerca 
de Manaos, después de un trayecto de trescientas leguas, 
y el Jurus, que vuelca sus aguas cu el Amazonas, cerca de 
su confluencia con el meridiano 75. La tierra bañada por
estos ríos tenía fama de ser la más enferma del continente, 
v no fue frecuentada.
Los exploradores que pretendían atravesarlo todo igno­
raban, la primera vez, el régimen de inestabilidad a que se 
encontraban sometidas las tumultuosas aguas cruzadas en 
la marcha, en Perú y Charcas. No lo sospechaban en 1564 
los Jueces de la Audiencia. Sabían que los tributarios del 
Madre de Dios bajaban de las sierras del Cuzco y que exis­
tía una junta colosal donde al dicho río y al Beni se acerca­
ban el Guapay, el Guaporé y el Mamoré, contribuyendo 
todos al Madeira que por su cuenta seguía camino, poderoso, 
venciendo los desniveles de las cachoeiras, hasta echarse 
en el Amazonas, que a poca distancia volcaba sus aguas en 
el Atlántico. Imaginaron, sentados en sus sillones fraileros y 
viendo mapas, que podría usarse esta red fluvial como una 
vía de comunicación con España, superior a la que se ponía 
en práctica desde Panamá para despachar las barras de 
oro de Carabava y San Juan de Oro, los tejos del mismo 
metal de Chiley la plata de Potosí. Era —al parecer- 
muchísimo más corta y directa. La realidad física es otra, 
que los blancos aprendieron en balsas y canoas, pereciendo 
muchos en el aprendizaje. Los ríos tropicales eran, a veces, 
demonios destructivos dotados de “ caldeiros do inferno” , 
animados por corrientes velocísimas y remolinos mortales, 
en aguas poco profundas y pisos rocallosos. Las balsas sufrían 
embestidas de árboles flotantes; se derrumbaban riberas, y 
los indios de la costa les negaban alimentos.
La utilización de los grandes ríos en un solo trazo del 
Cuzco al Atlántico pareció muy aceptable posibilidad a los 
oidores, pero, como veremos, al describir jornadas, los pri­
meros héroes que intentaron franquear los obstáculos para 
llegar a la junta descubrieron, al retroceder con enormes 
pérdidas, que la carretera fluvial era quimérica. Ni entonces
R O B E R T O L E V I L L I E R
t
se pudo, ni hoy se puede, cruzar por agua desde el Cuzco 
al Atlántico por el Madre de Dios, el Madeira y el Amazonas. 
No lo consiente la naturaleza, y si la ingeniería hidráulica 
quisiera construir las obras precisas, el costo sería tan con­
siderable como vana la esperanza de sacar provecho.
Tales son los principales vínculos de madre e hijos entre 
la Cordillera de los Andes y los ríos asociados a la búsqueda 
del Dorado v del Paititi.J
4. Difícil navegación de los ríos
Bien sabido es que los inmensos cursos de agua evo­
cados constituyen la mayor hoya hidrográfica del mundo. 
Si como caminos andantes beneficiaron a los pueblos, no 
por eso dejaron de provocar dificultades. Nada ha cambiado. 
Cruzar, descender o remontar las corrientes, no es tampoco 
fácil empresa en la actualidad, pero resultaba más temerario 
con las frágiles balsas o canoas, llevando los caballos de una 
jornada, animales de consumo y fardaje. Algunos soldados 
tentaban primero un vado a pie, lo que implicaba expo­
nerlos al ataque de anacondas, yacarés o pirañas, sin olvidar 
las descargas eléctricas del piraqué, las sorpresas del lam­
palagua y la invasión del candirú, pez mas breve que una 
mojarra, pero mil veces más atro; que el pique de tierra. 
Los caballos se ataban por medio de cables y poleas, con 
un sistema llamado tarabita. Ese compás de espera elegían 
los indios para sus guazavaras. Los saltos obligaban a ma­
niobrar con suma pericia: de otra.manera se estrellaban 
las balsas y bastaba uno de esos choques para perder ali­
mentos, armas y ropas, mojar la pólvora y desarticular la 
jornada. Las canoas hechas de cortezas de árboles eran de 
poco peso, de fácil manejo, pero volcaban contra cualquier
obstáculo. En ciertos ríos, los planos inclinados formaban 
verdaderos toboganes por los cuales saltaban las embarca­
ciones con más o menos suerte. Correntadas de 30 a 40 
kilómetros por hora eran frecuentes, y si el trayecto por el 
sentido favorable se hacía en semanas, la vuelta exigía meses. 
Además, algunos saltos de grandes ríos resultaban infran­
queables, y el remo había de interrumpirse para transpor­
tarlo todo a pie por la ribera, peleando con los indios simul­
táneamente. Así el Madeira con su 23 cataratas, y el Beni con 
sus aguas torrenciales y sus árboles flotantes, y el Pilcomayo 
con sus despeñaderos. Fuera de esas emociones que surgían 
imprevisibles, hacía falta estar alerta en los recodos estrechos 
de los ríos, ideales para emboscadas.
Cuando el trato con un pueblo de la costa era posible, 
parlamentaban hasta ganar su buena voluntad, dando sona­
jas, rosarios, cuchillos, espejos, tijeras, abalorios y otras me­
nudencias. Siendo por lo común eficaz ese llamado a la 
cordialidad, no impedía que durante la noche se derrumbaran 
sobre el cargamento, árboles cargados de avispas, hormigas 
y orquídeas, algo así como un recordatorio de que se apre­
ciaría la brevedad de la visita. Vengábanse así los"indios 
de requerimientos anteriores, hostiles; o de robos de tortu­
gas de sus piletas y aves de sus alacenas. Los españoles 
elegían poblados donde el indio hubiese deforestado, porque 
esa circunstancia anunciaba cultivos, vida de choza y posi­
bilidad de recoger alimentos. No siempre se llevaban la 
mejor parte los invasores, pues fuera de la defensa, siempre 
cuantiosa en cantidad, tenían los indios el mangare, tronco 
de árbol, ancho y corto, vaciado en todo lo largo y fo­
rrado en ambos extremos por pieles de mono que lo con­
vertían en tambor. Con el alertaban a los poblados contra 
los viajeros cuando estos insistían en llevarse a la fuerza,
tortugas, puercos silvestres y venados. La pelea o la permuta 
decidía quiénes serían los comensales.
En época de deshielos de la cordillera o de lluvias, el 
volumen de agua aceleraba la corriente e inundaba la tierra. 
Trozos de riberas erosionadas cedían, caían al agua for­
mando islas que a veces llevaban antas y jaguares y dificul­
taban la navegación.
Grandes ríos del Perú y también de Amazonia tienen 
saltos o rápidos que los incas llamaron en quichua: punen 
y los aymaraes: ponco. Según Jiménez de la Espada, pongo, 
como lo designaron los españoles, significa puerta y equivale 
a lo que ellos llaman encañada, abra, callejón o puerto. 
“ Los hay secos —agrega— como el de Guaranda, al pie del 
Chimborazo, en la vertiente occidental andina, pasadizos 
de trajinantes y viajeros. . . ; otros son puertas de escape 
de los ríos que fluyen de los nevados o los rompieron los 
ríos al empuje de su corriente.”
Los pongos eran en algunos grandes ríos, riesgos perma­
nentes. Cerca de Jaén se dirige el Marañón hacia el Norte y 
baja por el pongo de Rentema; tuerce por tierra de jíbaros 
hacia el Nordeste, luego hacia el Noroeste, y allí forma las 
cascadas de Mayasí; pasa poco después por el Pongo de Cum-' 
binama, avanza hacia el Nordeste y da lugar al Pongo de 
Manseriche situado en el río entre la ciudad de Borja y la 
de Santiago de la Montaña.
Place muy bien el autor el distingo entre los pongos 
chicos y los grandes, y termina diciendo:
“ Cuando las capas o bancos sedimentarios eran elevados y 
de gran espesor y los ríos. . . venían por largo trecho encau­
zados en los altos valles andinos y acaudalados y poderosos 
con afluentes recogidos al paso, entonces, cual sucede en el 
Pongo del Marañó;?, llegaba el fenómeno geológico a pro-
Pu
nt
o 
de
 r
eu
ni
ón
 d
e 
lo
s 
río
s 
Sa
nt
ia
go
 y
 M
ar
añ
ón
, 
co
n 
el 
río
 A
m
a­
zo
na
s 
en
 e
l 
Po
ng
o 
de
 M
an
se
ric
he
 e
n 
4o
30
' d
e 
la
tit
ud
 y
 8
0°
 d
e 
lo
n­
gi
tu
d 
0 
de
 P
ar
ís.
porciones tales de imponente grandeza cjue disculpan y aun 
justifican la tendencia a convertir en héroes o divinidades 
a los que allí tuvieron algo que hacer.”
Este salto es una de las maravillas del mundo y el pri­
mero que lo pasó merecerá siempre un recuerdo. Era una 
prueba de valentía personal que los indios no daban, pues 
sabían por dónde contornear el pongo. En los anales de 
la época existían en España ejemplos al caso de osadía 
física y cuando más inverosímil fuera, más atraía a otros 
por juvenil ansia de probar bríos. Ese tipo de arrojo, tan 
español, fascinaba. “ ¡Lo que hagas tú, lo haré yo. ¡Ea!” ¡Y 
al abismo. . .!
Así cruzó el Pongo de Manseriche Juan Díaz de Salinas 
y así lo hicieron sus sesenta compañeros. Esto implicaba, 
además de desafiar el vacío, tirarse con las piraguas al agua, 
hundirse necesariamente y según la suerte y la fuerza, sobre­
vivir. . . Las razones para estrellarse contra las rocas, ser 
atrapado por un remolino o caer mal y quebrarse, eran más 
numerosas que las posibilidades de salvación. El Padre Acos­
ta relata cómo se inauguró el paso:
“ El Pongo. . . , recogido entre dos peñas altísimas tajadas, 
da un salto abajo de terrible profundidad, donde el agua 
con el gran golpe hace tales remolinos, que parece im­
posible dejar de anegarse y hundirse allí. Con todo eso, la 
osadía de los hombres acometió a pasar aquel paso por la 
codicia del Dorado tan afamado. Dejáronse caer de lo alto 
arrebatados del furor del río y asiéndosebien a las canoas 
o barcas en que iban aunque se trastornaban al caer y ellos 
y sus canoas se hundían, volvían a lo alto, y en fin, con ma­
ña y fuerza salían. En efecto, escapó todo el ejército, excepto 
unos poquitos que se ahogaron.’’
Si tirarse era heroico, el regreso no lo era menos. Lo 
describe el Padre y eriza: “A la vuelta, subieron por una 
de aquellas peñas altísimas, asiéndose a los puñales que 
hincaban. . . ”
Siendo dichas rocas “ altísimas” , resulta fácil imaginar 
la horrenda ascensión, pegado a la piedra musgosa, dando la 
espalda al vacío y usando de frágiles dagas como escala. 
Salinas recordó también el hecho en su información de 
méritos y servicios. Además de recorrer el Marañón, descu­
brió a la vuelta el Ucayali y tomó parte como Adelantado 
en entradas de la época. Describe su paso del Pongo con 
la misma sen< illez con que lo cruzó:
“ Poblé el pueblo de Santiago, donde dexé parte de los sol­
dados é gente que llebaba que estaban más recios, que se­
rian hasta sesenta hombres, é algunos enfermos é todos los 
caballos; é con los'demás me embarqué en uno de los di­
chos rrios en canoas muy pequeñas, é con el rriesgo de la 
vida que se podía imaginar, por noticia que los naturales 
me dieron de buena tierra el rio abajo, me embarqué con 
el dicho número de soldados e navegué el rio abajo, pasando 
raudales temerarios é pasos y angosturas especialmente el que 
llaman los indios Pongo, ques cosa temerosa, donde estu- 
bimos en términos de perescer todos. . y añade “ se tras­
tornaron mui has canoas. . . ”
E 11 1616, el Gobernador de las provincias de los Maynas 
y Jíbaros, Don Diego Vaca de Vega, recibió orden de Esqui­
ladle, Virrey del Perú, de recorrer y describir las tierras y 
ríos de su jurisdicción. De su largo informe entresacamos 
algunos párrafos relativos al Pongo. Confirma lo dicho por 
Salinas, explicando que poco menos de media legua antes.
de producirse el salto, empieza el Marañón a angostarse y 
“ desemboca por el estrecho del Pongo, que rompió el Dilu­
vio, partiendo por aquella parte la cordillera general que atra­
viesa todo el Piró, dividiéndola este río, que pasa con tanta 
furia, que no tiene comparación. . . ”
" . . . el último raudal, que es el más peligroso, que lla­
man los indios el del Marceriche [así], por las grandes peñas 
tajadas que partió el río, que apenas su altura se alcanza con 
la vista, es de unos grandes remolinos y ollas, causados del 
encuentro que hace el río en las peñas y en una grande que 
está a la mitad de la angostura por donde el río hace un 
salto y es fuerza pasar por junto a él” .
Después de descubrir Orellana el Amazonas en 1541-42, 
comprendió la inmensa extensión de la tierra servida por 
el río, y pidió una parte en gobernación, como más tarde 
Aguayo. Les fascinaba por su magnitud, así como esa socie­
dad de mujeres a las que se atribuían fabulosa riqueza, aso­
ciada a las del Dorado.
Desde las provincias del Perú, el derrotero para llegar 
al Paititi fue el del Antisuyo de los Incas o sea hacia el 
Este, y hacia el Norte, para Charcas.
La junta de los seis ríos queda unida a esas jornadas 
del Paititi. Los exploradores adoptaron al principio la vía 
de los ríos vecinos, más adelante abandonaron esa peligro­
sísima ruta y se prefirió las puertas naturales abiertas en la 
cordillera. Después de la fundación de la segunda Santa 
Cruz de la Sierra, fue desde allí la salida usual, o por el 
Guapay. '
Los hombres del Paraguay persiguieron el mismo El Do­
rado o Paititi por el Noroeste. Sabían de una cadena de sie­
rras y lomas peladas, pasando una junta de ríos. Allí vivía un 
poderoso señor y los poblados eran grandes, la gente vestida,
las riquezas de oro y plata, considerables. Así se decía. Pronto 
se supo que eran incas refugiados. Si para alcanzar El Dorado 
o Paititi se vieron, los peruanos en el caso de escalar cuchillas, 
trasponer cordilleras, atravesar faldas boscosas, saltar pongos, 
navegar ríos torrenciales y cruzar suelos cenagosos, los hom­
bres de la Asunción afrontaron en sentido contrario otras 
barreras. Una vez abandonada la navegación del río Paraguay 
por 17, 16 ó 1-1 grados, pues variaban en cada intento,
grandes ríos, por los cuales los castellanos intentaron alcanzar el 
Paititi (situado cutre el Cuaporc, el Mamorc y el Madcira), marcado
con una estrella.
cruzaban tierras sumergidas llevando a cuestas armas, ali­
mentos y agua potable. De tiempo en tiempo, alzando un 
mangrullo, exploraba el horizonte un vigía, y desde esa ata- 
lava calculaba cuánto duraría el martirio. De esos lodazales 
sofocantes, emanaban vapores que después de semanas de 
andar enfermaban a los más débiles, dejándolos tullidos. 
Otros morían en los matorrales de paja brava, entre miles 
de gabirós rosados, cigüeñas blancas y garzas moras. Las 
alturas que ellos salvaban eran modestas, y si los bosques 
carecían de exuberancia, en los llanos arenosos, estériles, 
ardientes e inundados, los aguardaba la insolación. Infer­
nales manquis y jejenes, sabandijas agresivas y casi invisibles, 
aguas contaminadas, los infectaban con una ( isentería que 
llamaban cámara de sangre.
Más avanzado el siglo xvi, conociendo mejor las rutas 
y sobre todo las fechas de las lluvias y crecientes, no salían 
sin charque, piaras de puercos y caballos, llevando en pe­
queña cantidad maíz, harina de mandioca y bizcochos, por­
que el tránsito no toleraba voluminosos fardajes. Verdad 
es que en los bosques corrían ciervos y chanchos de monte, 
pero la pólvora escaseaba y cazaban a la par del hombre 
tigres, onzas y panteras negras. Antes que contar con carne 
fresca, preciso era eliminar a esos competidores.
Alvar Núñez actuó en 1544, entre los meridianos 57 
V 58 que flanquean al río Paraguay y Hei uando Ribera 
subió hasta ver la sierra de los Pareéis que le cerraba el ca­
mino por 14 grados sur. No pudo comunicarse con el Paititi 
buscado, ni con las Amazonas descubiertas por Orellana 
al Norte del Tapajoz, dos años antes, pero le llegaron rumo­
res de ellas. A este respecto, las indicaciones de Schmidl y 
la carta de un soldado italiano son documentos preciosos, 
lo veremos.
Irala pensaba más que en esa tierra, en la Sierra de
EL PAITITI 29
Plata de los Caracaraes hallada por Ayolas. Mala suerte fue 
que cuando conoció Charcas en 1548, ya las minas buscadas 
estaban en las manos de blancos, dueños del cerro de Potosí. 
A pesar de su aislamiento, prepararon los paraguayos en 
1553 y 1558 entradas a los Mojos o sea al Paititi. Encarnó 
ese afán Nuflo de Chaves, que enseñó la conveniencia de 
poblar en el Cuapay para utilizar algún pueblo fundado 
a propósito como trampolín estratégico y cercano que aho­
rraría los 1.000 kilómetros de vía, la navegación del Paraguay 
v la penosa travesía de 1.500 kilómetros de dicho río al 
Guapay por los llanos de Chiquitos o Guarayos.
5. La selva, su fauna y el hambre
Las penalidades de los conquistadores dilucidan muchos 
porqués de la historia; pues la naturaleza, con su animosidad 
formidable, revela el estoicismo con el cual hubieron de re­
sistir y vencer.
Fundadas las ciudades de Coro, Santa Marta, Carta­
gena, Lima, la Asunción, Bogotá, La Plata y Santa Cruz 
de la Sierra, fascinaron las leyendas del Rey Dorado, Ama­
zonas y Paititi, pronto entreveradas. En cada región las 
ubicaban en sitios distintos. Así, gracias a ellas, fueron reco­
rridos el Orinoco, el Magdalena, y el Meta, el Ñapo, el 
Coca, el Marañón, el Ucayali, el Huallaga, el Amazonas, 
el Negro, el Caquiavirí, el Madeira, el Mamoré, el Madre 
de Dios, el Beni, el Guapay, el Guaporé, el Paraguay. Por 
tierra y agua fue S. M. el Hambre un adversario tan perma­
nente como las fieras, las fiebres y los insectos.
Comer para sobrevivir fue en todas las aventuras obse­
sionante pesadilla. Al trasladarse los conquistadores de un 
punto a otro, ignorando las vicisitudes del camino, no les era
t«
posible prever cantidades, ni fijar raciones como en el mar. 
Además, con ásperas laderas, picos escarpados, breñas enlas cuales no se veía a tres metros de distancia, vados de ríos 
por puentes improvisados y marchas por extensas ciénagas, 
no era factible llevar fardajes voluminosos, porque éstos se 
perdían en las aguas de los bañados, y si allí no desaparecían, 
acababan con ellos las hormigas y la humedad. Preciso era 
fiar de la suerte. Será lo que Dios quiera, fue ley diaria.
Desde los primeros pasos conoció Francisco Pizarro ese 
martirio. En el camino de Tumbez a Trujillo, no halló comi­
da ni agua. Deshechos sus soldados, se tiraban sobre lo que 
fuera capaz de sosteneilos en pie. Así murieron unos por 
comer serpientes y escuerzos, y otros por haber tragado 
crustáceos pesados. La ^escasez no era consecuencia de la 
imprevisión sino de accidentes que malograban los alimen­
tos. Pedro de Alvarado padeció iguales necesidades en 1533, 
en su trayecto de la Bahía de Caraque a Quito. Pasó por 
arcabucos de leguas, bajo tórridos calores, sin beber. Feliz­
mente le enseñaron los indios a usar de unas cañas gruesas 
y con púas, que dan agua dulce. Por no morirse de hambre, 
sacrificó caballos. En sc’o Puerto Nevado, perdió 125 hom­
bres. En estas Expediciones, si se jugaban la vida los cris­
tianos, también lo hacían los indios. Se ofrecían de guías 
y mientras preparaban a lo lejos la emboscada de exter­
minio, incitaban amabl -mente a sus protegidos a dirigirse 
al punto del camino q.ie ellos sabían ciego y fatal. Casi 
nunca prosperaban tales planes por haberse vuelto automá­
tica la desconfianza de los blancos desde los primeros años 
de adaptación al medio; pero los combates no concluían sin 
muertos y heridos, sobre todo en las montañas, donde el 
soroche golpeaba a los fatigados.
Era más benigna la reacción de los aborígenes cuando 
los blancos vivían en sus barcos y sólo pretendían descubrir,
o sea: conocer. Las tentativas de acercamiento, con ideas 
de buscar riquezas tierra adentro, revelaban más que ese 
deseo, el de radicarse, y las tribus, temerosas de ser despla­
zadas, defendían sin cuartel su presente y el porvenir. Cuan­
do sabía a poco la fuerza, y donde no bastaban cerbatanas, 
jabalinas o flechas, envenenaban los alimentos, abrían tram­
pas en la selva oscura, concertaban guazavaras amparados 
por cañaverales o se preparaban en los desfiladeros más 
angostos de las sierras. Añadido al hambre y a la sed parecían 
exceder tantos peligros el aguante humano, y sin embargo 
seguían adelante estos Sígfridos cumpliendo lo propuesto, 
costare lo que costare.
Los tupidos bosques que cubrían la falda orit ntal de la 
cordillera, había que abrirlos a machetazos. Resultaba así 
difícil sentir la presencia de los indios, los dardillos silen­
ciosos de las cerbatanas sopladas desde lo alto de los árboles, 
adivinar la ponzoña en el agua y en las púas del musgo 
y eludir las trampas de hojas y ramas acumuladas sobre hoyos 
en cuyos fondos se alzaban estacas filosas.
Los arcabuces se dejaban a veces de lado por echarse 
a perder la pólvora. La llevaban en largos picos de tucanes 
convertidos en bolsas, pero la humedad podía más. Resulta 
elocuente en su concisión, esta queja de un soldado de 
Orellana:
“ El calor húmedo de Zumaco puede podrir la me jor verdu­
ra de una semana y lo que no se pudre se malogra por los 
insectos y sabandijas. En cuanto al acero, púlalo usted, res- 
trcgasclo cuanto quiera, que en la mañana será herrumbre... 
Nos atormentaba una lluvia que rara vez cesaba y el calor,, 
el ataque de los insectos, el hambre y la fiebre.”
Líos españoles usaban ballestas, partesanas, espadas, 
adargas y cotas de cuero de anta y ropa bien acolchada. 
Cubrían los caballos en el pecho y los costados y les prote­
gían la cabeza con testeras. La lucha cuerpo a cuerpo habría 
sido ventaja para los más numerosos, si no hubiesen com­
pensado esa superioridad la espada, la lanza y la ballesta. 
A veces indios amigos llevaban hatos de carga y mujeres 
ayudaban a guisar, pero su lealtad era dudosa; enloquecieron 
a veces en el Norte con tec-tcc metido en los alimentos- 
Los mosquitos, el pium, el jején, los tábanos y sobre 
todo las hormigas eran los más asiduos enemigos del blanco. 
T)e estas últimas era peor la sunchiion que cava en el palo 
,anto, haciendo suyos esos árboles altos, de color claro y 
jnadera blanda. Parecen de lejos pilares de catedral pues 
carecen de ramas y follaje y nada crece a sus pies. Siempre 
Voraces se lanzan esas horribles hormigas sobre los seres 
immanos, siendo la huida y el agua las únicas defensas po­
sibles! Variedades son las tangaranas rojas y las negras, to- 
eandeiias, diabólicos engendros de cuatro centímetros de 
largo, dotados de pinzas dignas de un cangrejo. Brama quien 
- las siente, pues donde toca, arde la piel y sangra. La sauba 
corta las plantas como con tijeras y deshace las ropas. Los 
fchacos de hormigas negras llamadas ccitones, han sido des- 
/ criptos por numerosos mirmccólogos y exploradores. Avanzan 
por millones en tropa regulada y cuanto encuentran a su 
i paso queda esqueletizado. Cuenta un naturista que una 
falange de esas se comió un jaguar enjaulado, en una noche. 
Hasta los osos hormigueros huyen de ellas. En el Perú, como 
en Paraguay y Misiones, penetran en las casas librándolas de 
ratas, cucarachas y garrapatas: acaban con todo. Se ha dado 
a estos regimientos sanitarios el nombre de “ La Corrección” . 
Existen sólo cu África y en la región tropical de América 
y se lia hecho el cálculo de que actúan dos millones a la vez.
Ta
pi
re
s 
o 
A
nt
as
. 
Ti
en
en
 f
or
m
a 
ele
 b
ue
y 
y 
un
 c
ue
ro
 d
e 
es
pe
so
r 
ex
tr
a­
or
di
na
rio
 q
ue
 lo
s 
co
nq
ui
sta
do
re
s s
ol
ía
n 
us
ar
 p
ar
a 
ro
de
la
s 
y 
es
ca
up
ile
s, 
co
nt
ra
 l
as
 f
le
ch
as
. 
V
iv
en
 e
n 
el
 t
ró
pi
co
 y
 s
e 
en
cu
en
tr
an
 t
am
bi
én
 
es
pe
ci
es
 m
ás
 a
l s
ur
. 
So
n 
de
 p
re
fe
re
nc
ia
 n
oc
tá
m
bu
lo
s. 
Co
m
en
 r
aí
ce
s 
y 
fr
ut
as
 y
 s
u 
ca
rn
e 
es
 s
ab
ro
sa
.
V-H
.Ô _CU
*oT G
g CU
'■h s ^03 ~ 0303 ,
ojo 3
"a ¿i
O > '-3
O o" S
W "O G 03 G
03 ^ co.OJO C3 Ctl
rQ3
o
03
03
CU
O
03K-.0.0
CU Of—H
<u
CU
cu
o o
rcu
03
O 03
N CU
O >G
O
O G
cu 7o
C/D o
<U ocu
G l-i
o-^ 1—Ho
03 o
• G 03
on
cu <u
0.0 G3
03
<uoo
vOS
s rOs>s 2
G 03 
CU rXl0,0 03
>-H03
El ataque de estas nómadas es peligroso, como lo es el de 
los reptiles pegados a los árboles: parecen enredaderas y 
se catapultan con la velocidad de un proyectil. Cobras y dor­
mideras se recuestan debajo del colchón de hojas y hongos 
del suelo y son de cuidado como la víbora de la cruz y el 
jararaca. La surucucu del Brasil —shushupe de la selva perua­
na— busca conejeras o cuevas desde donde salta y muerde 
hasta vaciar su bolsa de veneno.
Monstruo máximo es la anaconda o amaru, que vive 
en el agua y en tierra. Sus medidas son de 5 a 20 metros. 
No teme al fuego prendido en el campamento y cuando 
se enrosca alrededor de una hamaca rompe los huesos de la 
víctima y la reduce para tragarla, a la delgadez de un tubo. 
Sur ;e también en ríos y pantanos, como el caimán. Su cuero 
es de una pulgada de espesor. ¿Oué hacer contra semejante 
monumento cuando aparece en una barbacoa o se eleva en 
el ajgua? Cuenta un explorador haber visto a una envolver 
una canoa y romperla por la mitad. Por suerte es larga su 
digestión y le basta, como a la boa constrictor, un cerdito 
de ’fO kilos para dormir y ser inofensiva un mes.
, Las arañas obsesionaban a los conquistadores, sabiendo 
,qué de las techumbres de paja de los bohíos salía de noche 
la apazanca mortal. Vivían además entre los plátanos, la 
bananera hirsuta, y en ciertos árboles la mígales, del tamaño 
de un plato, cazadora de pájaros. Por suerte a estas arañas 
grandes las perseguían las avispas, con éxito.
Del huaco, que ataca y mata a los reptiles, recibieron 
la lección de los contravenenos. Herida, acude esa pequeña 
ave al bejuco y masca hojas de esa liana hasta sentirse re­
puesta; luego vuelve a la lucha. Lrotar la herida delas pica­
duras con el jugo de las hojas, también es antídoto. Esas 
trepadoras gruesas y fuertes cuelgan de los árboles y envuel­
ven a quien transita sin cuidar dónde pone los pies. Cuén­
tase de un fraile que pudo librarse de un tigre, matándola 
con una albarda, por enredarse éste en una red de bejucos. 
Tropezar con lianas finas o gruesas es también provocar la 
caída de bichos dañinos desde lo alto de los árboles.
Son demasiados los pájaros para enumerar siquiera las 
especies. Recordaremos los más curiosos. Muy difundido 
es el tavachi, que al modo del cucú invade los nidos ajenos. 
El hornero vengativo, cuando no logra echarlo, lo tapia 
desde afuera, transformando su propia casita en un sepulcro. 
Igualmente chucaros, por ser tan perseguidos, son los ararás. 
Como la garza con aigrette, el ave del paraíso y algunos 
papagayos, son magnificencias de la selva. Cantor incom­
parable es el uirapurú, que Szyszlo describe “ del tamaño 
de una paloma con plumaje verde, abdomen amarillo y cola 
marrón. Tiene —dice— una excrecencia carnosa en su pico, 
por la que su voz se oye a kilómetros de distancia” . También 
le dicen el organista y hay varias clases. Tschudi conoció 
uno de cuerpo color canela y cuello y cabeza aceituna oscura. 
De su canto dijo: “ El organista hace resonar en las partes 
más boscosas de la selva su canto fascinante, que general­
mente pronostica tormenta. Las notas melancólicas y la 
singular claridad de sus innumerables modulaciones encan­
tan al viajero.” Otro pájaro curioso es el seringueiro. De 
trecho en trecho crecen en la selva árboles de Ficus y de 
Hevea. Los Omaguas fueron los primeros en aprender a 
sacarles el látex. Lo llamaban cahuchu, de donde salieron 
los términos caoutchouc y caucho. Esta avecilla vive en esos 
árboles y anuncia la presencia de ellos con su canto.
En las tierras húmedas situadas entre cañadas y bos­
ques, desde la falda de la cordillera andina hasta el Paraguay, 
contrasta en las horas del crepúsculo, o de noche, con los 
chillidos descompuestos de los guacamayos, el canto de un 
búho que gimotea con voz humana: es el imitan o kakuy.
El Padre Sánchez Labrador, al ocuparse de esa ave, la deno­
mina corsario clcl aire y lo encuentra impresionante por 
plañidero. Los tupís del Brasil atribuyen los lamentos del 
urutaú a “ saludos de sus difuntos, parientes y amigos, que 
les mandan el ave para excitarlos a la guerra” . Abunda otro 
tipo de lechuza con el nombre de madre de la luna, que 
llora corno el urutaú. Los indios del Perú, al oírle graznar 
sobre una casa, piensan que augura una muerte. En el 
Noroeste argentino, este búho es representado en pucos, 
yuros y urnas funerarias del Valle de Santa María.
Murciélagos chicos abundan, y los vampiros son plagas 
de los caballos. Para evitar que amaneciesen debilitados, los 
hacían velar de noche los conquistadores. Hoy se untan 
con jabón, petróleo y alcanfor, lo que mantiene a distancia 
esas sanguijuelas aéreas.
El jaguar vive en el bosque y frecuenta el borde de los 
ríos, donde, por necesidad, se acercan al atardecer los vena­
dos, puercos salvajes y demás mamíferos de la selva. Sale 
a la puesta del sol en busca de esas presas y siente a gran 
distancia al hombre, que teme. Cuenta un religioso estable­
cido en una misión de los Mojos, que los indígenas lo caza­
ban de noche desde el centro del río. En una canoa iban 
cuatro o cinco bien armados. Uno de ellos metía la cabeza 
en una calabaza y simulaba el llamado de la hembra. No 
tardaba un jaguar en responder, y los indios dirigían la canoa 
hacia la voz, hasta dar con él y flecharlo. El jaguar es omní­
voro, y así como ataca tapires, armadillos, pecaríes y ciervos, 
sabe pescar; es igualmente afecto a serpientes, tortugas y 
monos. Estos últimos bien lo saben, y para evitarlo viven 
en los techos de las arboledas. No los siguen los felinos: las 
ramas altas no toleran su peso; en cambio, sufren allí los mo­
nos-ardillas las embestidas de las águilas.
1 ,a estridencia combate la paz que cu esos espacios sería
inaguantable, si se prolongara. Ascienden tumbando enjam­
bres de abejas y avispas, cuyo zurrido cubren otros sonidos 
fuertes. Por ellos apenas llegan al oído, con claridad, las 
chácharas de las loritas, ni los cuchicheos de nidos, ni el 
rumor musical del colibrí, cuando titila multicolor frente 
a sus flores preferidas. (El picaflor cuya imagen reproduci­
mos en la tapa es el Loddegesia mirabilis del Perú y de la 
región amazónica, una de las especies más raras y preciosas.)
Las chicharras sólo se oyen al despuntar la aurora y 
en el atardecer. Un chisgarabís da la supremacía a los monos 
que chirrían y hacen cabriolas en la cerradísima cúpula de 
los árboles. Hace gracia la variedad, desde el saya de aspecto 
frágil y friolento al marimonda, juguetón, y el plateado, 
parecido a negro viejo. Se destaca entre los monos el aragua­
to, cuyos aullidos desesperados recubren todos los gritos y 
ruidos de la selva. Ángel Cabrera sostiene que “ no es exac­
tamente un aullido, sino más bien un bramido ronco casi 
tan sonoro como el rugido de un león. Han descubierto los 
naturalistas que la fuerza de esos clamores se debe a una 
manzana de Adán monstruosa que sirve a su vez de caja de 
resonancia” .
El osito de pelaje gris,-marrón o fuego llamado con 
razón perezoso, se asemeja mucho a los simios; duerme vein­
te horas al día, sólo pesa 4 a 6 kilos y mide 50 centímetros. 
Manso y muy domesticable, se vuelve '■ amiliar con sus amos.
El oso colmenero es arborícola; c. za abejas de poco vo­
lumen, avispas y hormigas. Y a él lo atacaban las arpías, 
aves carnívoras.
El único oso imponente es el hormiguero, que el jaguar 
ataca a falta de presa más fácil. Pero él, desdentado, se tira 
de espalda y se defiende con las garras y la fuerza muscu­
lar de patas de hierro.
A mediodía, en la selva, en el bochorno solar, planea
I'.l \ulknlor o (daiava. i \ ma na rienda. cnnnm ci i las países tropicales. 
I\ii V en cx iitla se le llam.i \ ia:,iu;¡l¡>. \luiuda en Malta ('.msso v al 
\ a ie s l e de lltilivia. I s de pcla/c l.ne,o v ('.pesa, generalmente negro 
en las machas v />a\.i ilaia en ¡.a. Ih m hia• I .a cante salte a chivito. 
i . lias se aliiiienlaii culi pina-.. Inri". \ lenas. San leídas, pesadas V 
Instes v su a i iUnía lia sida del mida < umn wim s/n i v sumía/ al lu am ida 
ronco del lean, l a luei/a de e s e s o n i d o j n aviene de s i i manzana de
\dnn. d - i Jimm d
una hora de silencio; quietud de goce interior, repetida a la 
puesta del sol.
En la maraña hiere la muerte, tan súbita como lo que 
surge vivaz. Bellezas colindan con horrores. Brillan las lu­
ciérnagas en la noche: parecen faros verdes o rojos, e ilu­
minan vaguedades inquietantes. Entre magnolias, nardos y 
azucenas, recostada en rama gruesa, descansa la repelente 
iguana y, no lejos, el tucán risible. Las mariposas, de bellísi­
mos colores y de insólitas dimensiones, alegran el aire con 
sus vuelos de avión o de hoja. Las hay de raso o de terciopelo 
y otras son transparentes. Pero también vuelan, en esa tierra 
de sorpresas, cucarachas y vinchucas. Ouieu cae, muere 
entre la poesía del color y el aroma de flores. Lo contra­
dictorio ratifica la capacidad inventiva de la naturaleza y la 
variedad de sus creaciones. Fragancias indefinibles llegan 
entre gracias de pirinchos y aguas descompuestas. Todo se 
va y reaparece, sin trama secreta, pues lo que asquea, des­
lumbra o espanta, es simplemente la vida en eterna lucha 
con la muerte.
Muy escueta imagen es ésta del medio avasallador que 
conocieron los españoles en su búsqueda de El Dorado y su 
laguna, las Amazonas y las riquezas del Paititi. Las penali- ' 
dades fueron incontables; los riesgos de perecer, diarios; las 
muertes, miles; pero en esa riña magna iban memorizando 
los sitios de excepción, y más tarde establecieron en ellos 
chacras, labranzas, cateo de minas, reducción de indios y 
ciudades. Impulsados por sus conceptos civilizadores multi­
plicaron las misiones religiosasy estructuraron estados. Así, 
ya a fines del siglo xvi, esos hijos vigorosos de la cultura 
europea y la religión cristiana, habían elevado mental y 
moralmente la vida de esc inmenso medio tan espléndido 
como bárbaro, y formado con los aborígenes, en la fusión 
de razas, el embrión de una nueva España.
6. Ordenamiento legal de las jornadas 
y normas entre jefes, capitanes y soldados
Hemos querido esbozar el escenario en el cual se reali­
zaron, principalmente por los grandes ríos, las expediciones 
castellanas, en busca de esos mitos áureos que respondían 
a verdades meteóricas como las Amazonas, o rodeadas de 
defensas naturales que les permitieron subsistir intangibles, 
como los Incas del Paititi, o escondido, ¡quién sabe dónde! 
como el legendario Rey Dorado, nacido en Guatavita.
Antes de descubrir las hazañas y para interpretar mejor 
ciertos episodios, creemos de interés recordar la vinculación 
del Capitán General de una jornada, con el Virrey o Gober­
nador que se la confiara y, por igual motivo, expresar la 
relación de dependencia en la cual se encontraban los capi­
tanes y soldados frente al jefe.
En la muy papelista España, cada empresa descubridora, 
por agua o tierra, solía arrancar de una capitulación, acor­
dada por el Rey, el Virrey o un Gobernador, al Capitán 
General que la había solicitado. La mayoría se han publi­
cado y por lo tanto son conocidas. Sin embargo, quisiéramos 
destacar un rasgo particularísimo que fue a menudo de con­
secuencias en la ulterioridad de las relaciones entre conquis­
tadores y jefes.
Por la manera como refieren algunos cronistas las con­
quistas, dijérasc que el Emperador, el Rey, el Virrey o el 
Gobernador, toma a cargo del Estado la formación y los 
gastos de una entrada, resolviendo luego elegir un sujeto 
capaz y despacharlo. No era casi nunca así. Cuando el 
Adelantado o jefe futuro topaba con dificultades financieras, 
el Gobernante le anticipaba una ayuda que debía devolver
al Tesoro Real, junto Ton el quinto, sobre el oro, la plata, 
las piedras y perlas ganadas. Sus beneficios en la entrada, 
a caballo sobre el presente y el porvenir, consistían en regias 
promesas a cumplirse después de respetarse las obligacio­
nes concretadas en el contrato. Sería Adelantado o Mar­
qués, y tendría 20.000 vasallos y un sueldo en ducados, 
todo por dos o tres generaciones, pero después de fundar 
ciudades y después de descubrir las tierras convenidas.. . 
En cambio, él costeaba todo, lo adelantaba, y por eso se le 
llamaba Adelantado. Tal era en España la costumbre para 
las Indias, tanto en navegaciones, como en conquistas por 
tierras nuevas. De allí la sentencia tradicional que llega 
del pasado: “ Si cumpliéredes con Nos cumpliremos con vos 
v si no no seremos obligados. . . antes os mandaremos casti­
gar como a aquél que no guarda y cumple el contrato que 
lraze con su Rey: y Señor natural” . Esto obligaba al futuro 
Adelantado, o Capitán Mayor, a empeñarse y vender lo suyo 
v lo de amigos ricos, solidarizados con él. Era jugar la suerte a 
cara o cruz. Quienes además de socorrerlo con sus escudos 
lo acompañaban en la aventura, recibían en la falange for­
mada los cargo, de Teniente General, Alférez General, 
Maestre de Campo o Sargento Mayor, funciones primor­
diales que percibían también de las ganancias esperadas, 
mayores bcncfici >s que ios demás capitanes y soldados.
Si salía de Apaña, debía procurarse naos y carabelas, 
contratar hábiles pilotos y si era posible, algún cosmógrafo. 
Si iniciaba la jornada en América, y por río, había de fabricar 
bergantines y canoas y a menudo balsas, donde escaseara 
el agua. Esto no era sino el capital del principio, pues que 
fuera por mar, río o tierra, había de llevar alimentos y reme­
dios, caballos de guerra, caballos de carga con su matalotaje, 
arcabuces, ballestas, celadas y cotas de acero, lanzas, adargas, 
celadas de anta, coracinas, sillas jinetas y de brida, pertre-
dios para guerra y socorro, espadas, dagas, cueros de anta, 
escaupiles, pólvora, plomo y repuestos y quijotes de malla. 
Luego la gran espina, la comida: vacas, bueyes, cabras, 
puercos y carneros.
Esos gastos pesaban sobre el Capitán General, salvo 
en los casos de un Gobernador que hubiese tomado la ini­
ciativa, costeado los barcos y entregado la dirección a un 
hombre de su confianza. Solicitar todo lo necesario no era 
bien visto. Para ilustrar mejor el concepto de la época, refe­
riremos un caso notable que enemistó, por 1572, a Don 
Francisco de Toledo, Virrey del Perú, con don Pedro de 
Córdoba Mexía, encomendero del Perú. Éste no solicitó 
conquista alguna, y fue el Virrey Toledo quien le encargó 
la formación de un pequeño ejército para fundar en el ca­
mino de Charcas a Tucumán, en el valle de Calchaquí, 
o de Salta, una ciudad. Él sería Gobernador de esa ciudad y 
de las demás existentes en el Tucumán. Don Pedro, que 
disponía de más cuartos de nobleza que de tejos de oro, 
dirigió un oficio a S. E. aceptando el encargo y pidiendo 
con toda naturalidad 70 u 80 arcabuces, 25 botijas de 
pólvora y toda la comida de maíz de que hubiera menester. 
Hacía presente que su gente era necesitada y solicitaba una 
suma de treinta y cinco mil pesos en barras, para ayudarlo 
con herrajes, negros herradores, fraguas, acero, medicinas y 
aderezos de caballos de jineta. Insinuaba que de los treinta y 
cinco mil pesos, diera veinte mil la Caja Real, y que a él se le 
prestaran los quince mil restantes a pagarse de tributos de 
sn repartimiento.
Aún cuando pueda parecer lógico este ruego, era en 
realidad opuesto a las prácticas de la época. La respuesta 
de Don Francisco de Toledo lo revela. En tono indignado, 
expresa sn asombro ante tal actitud, basado en que en un 
mandato debe mirarse principalmente el servicio de Dios
y del Rey. Recordando que la hacienda real no fue gravada 
por entradas anteriores sino que los capitanes las acome­
tieron a su costa y al riesgo de sus vidas, añadía sarcástica­
mente: “ seria cosa nueva antes de los servicios, comenzar 
a pedir premio, antes de poner rriesgo de hazienda, ni de 
vida, ni persona, querer no solamente no hazer deudas, pero 
que le sean pagadas las que no se hizieron en servicio de 
S. M., e a este respeto querer llevar gratificada la gente, que 
se suele sacar, con solamente la opinión de la persona que 
los lleva y de la esperanza de aquello a que van” .
Queda así oficializada la esperanza como pago origi­
nario de las conquistas.
En efecto, el encargo de una jornada acompañada de 
un título no implicaba participación de la hacienda real en 
los gastos del favorecido, para armar y vestir la tropa, alimen­
tarla y llevarla a destino. El caudillo que solicitara o acep- 
v tara tal honor debía soportar las cargas de su cumplimiento. 
Tal era la teoría, por tener costumbre los virreyes de acordar 
dichos “ favores” a hombres acaudalados; pero en la prác­
tica, las jornadas de conquista, como las de socorro, o de 
castigo, fueron parcial c indirectamente ayudadas por los 
gobernantes, sea con armas, sea con préstamos de la caja real. 
Cuando eran gobernadores, recibían adelantos o tenían enco­
miendas, o ganaban salarios, lo que les facilitaba la prepara­
ción de la entrada.
Añadía Toledo esta cruda verdad de época, refiriéndose 
a los soldados: “ la codicia que los trae a este rreyno y la 
pobreza e miseria que en el hallan, con desengaño, les ha de 
hazer salir a buscar la vida como tantas vezes an salido, con 
la buena opinión del que llevaren consigo y con el ynteres 
de los repartimientos con que se entretengan” .
El Virrey dejaba la realidad positiva a un lado. Acudían 
los soldados a la conquista de nuevas tierras, con caudillos
de prestigio, llevados por su propia imaginación, y siendo 
ayudados en armas y vestimenta. El error de Don Pedro de 
Córdoba fue pedirlo todo, como condición para aceptar 
el mandato de restablecer la paz y gobernar la provincia. 
El del Virrey, fue no inquerir la situación de fortuna del 
candidato, antes de proponerle elcargo, y desatender el 
hecho de que una empresa de esa índole no interesaba 
a los soldados. No les halagaba agredir al valiente Calchaquí, 
sabiendo cuán difícil era vencerlo, ni querían subsistir des­
pués en su vecindad como lo pretendiera el Virrey. Además 
no era región de “ ynteres” ni de “codicia” , no tenía metal 
y los dejaba fríos.
Evoca Toledo, con el concepto expresado, un; disci­
plina rígida que caducó con la muerte del Emperador, a 
quien sirvió durante cuarenta años. De esta vieja escuela 
se habían emancipado ya los gobernantes en el Perú. El 
Virrey Marqués de Cañete y el Virrey Conde de 'Nieva, 
y el Presidente de la Audiencia de Lima, García Lope de 
Castro, ayudaron las jornadas; sabían que el peso ce ellas 
era demasiado considerable para que un Capitán o Licen­
ciado, con sus solos medios, pudiera costearlas como era 
debido. Ajustaban políticamente sus medidas a las exigen­
cias vitales y a la conveniencia de la conquista, como hubo 
de hacerlo muy pronto el propio Toledo.
Las ataduras del Capitán General con el Rey, el Virrey 
o el Gobernador, y sus empeños con amigos o presta nistas, 
lo obligaban a afrontar cualquier riesgo y preferir lo te­
merario a volver a mitad del camino, las manos vacías. El 
pundonor lo atenaceaba entre compromisos contraídos y 
las penalidades impuestas por la quimera. Y así se expli­
can —¿y por qué no decirlo?, pues es lo humano— algunas 
decisiones tan insensatas como heroicas. Las responsabili­
dades que sobre él pesaban y que habían de alucinarlo de día
y de noche, lógicamente gravitaban en sus relaciones con la 
oficialidad v los soldados a su cargo, pues si el éxito impli­
caba para el fama y el fracaso baldón, no significaba tanto 
para ellos, v en consecuencia no estaban dispuestos a dar 
la vida en empresas que les parecieran irrealizables y suicidas.
En Italia se pagaba al Condottieio, y con ese dinero 
él pagaba y conservaba sus adictos: el botín era de todos 
y no del Señor que usaba de él. En cambio en América, el 
jefe de la jornada reclutaba los hombres tocando tambores 
v alzando banderas, como decían, con recursos propios y 
prestados. Los soldados se alistaban en la campaña cuando 
juzgaban al jefe capaz de darles de comer y cumplir la pro­
mesa de vestirlos, armarlos, encabalgarlos, otorgarles par­
te en los repartos que hubiere y conferirles encomiendas con 
indios en la vecindad de la ciudad que fundaran. . . si todo 
saliera bien. El español es sanguíneo y su temperamento es 
optimista, de modo que los fracasos anteriores de otros, 
no nublaban sus esperanzas, al llegar después.
¿Acaso no seguían existiendo los tesoros de las Amazo­
nas, El Dorado y los Mojos o Paititi? Todos sabían de Cortés 
v Pizarro, y esperaban —¿por qué no?— estar en el reparto 
de otro tanto, con Ximénez de Ouesada y don Gonzalo. 
En los comienzos de las jornadas sentían los soldados tan 
entusiasta emulación, que su voluntad de correr riesgos resul­
taba sublime. Sin embargo con las primeras muertes, los pri­
meros reveses, las dificultades del camino, y sobre todo el 
hambre, se atenuaba su dinamismo y pronto cundían el des­
aliento y la murmuración, con la intensidad de los bríos 
iniciales. Las ganas de seguir viviendo se habían sobrepuesto 
a la codicia y, contemplando los vacíos en sus filas, se resis­
tían a nuevas irrupciones, midiendo y pesando los riesgos. 
Así disminuidos, frente a la malaventura o duración errónea­
mente calculada del tiempo, sabio era, de parte del jefe, tomar
i
en cuenta sus reconvenciones y reencender el optimismo 
con llamados a su hombría. A veces fracasaba, y las rela­
ciones se agriaban, asociándose la contrariedad a una sensa­
ción de rencor contra la conquista.
Preciso es recordar que capitanes y soldados daban su 
adhesión al Capitán General, sin más paga que la vesti­
menta, las armas y la comida. La recompensa esperada era 
una parte en el botín y una encomienda en la fundación 
de una ciudad. Al demorar el jefe en cumplir con esas 
condiciones, por cualquier circunstancia, se consideraban 
traicionados y, como revocando el pacto, pedían volver.
Bien supieron de ese tipo de insubordinación, Pizarro 
en la isla del Gallo, Magallar es frente al estrecho, dos veces 
Ximénez de Quesada en sus intentos de dar con El Dorado, 
Nuflo de Chaves en su viaje de 1558 y Francisco de Aguirre 
en su expedición a los Comeqhingones: habían exigido a sus 
capitanes y soldados más sacrificios de los que estaban 
dispuestos a dar. No hacían renuncia a la vida, y en la 
discusión de sus derechos y la apreciación de sus trabajos, 
eran partes y jueces, no obstante la promesa de seguir hasta 
el fin de la entrada. De manera que cualquier alzamiento, 
sea para apresarlo o'quitarle la jefatura, sea para expulsarlo 
o sustituirlo por otro, constituía un delito de traición ade­
más de un crimen de lesa majestad, pasible de muerte. 
Resistirse a seguir o desertar solapadamente era igualmente 
punible.
El interés de todos arraigaba en el descubrimiento de 
oro, plata, joyas de enterratorios y tesoros de palacios o en 
fundación de ciudades seguidas de encomiendas o de repar­
tos de Cortés. Los hallazgos fabulosos de Hurtado y sus 
compañeros en las huacas del Finú y del Pancenú en Colom­
bia, estimularon también en el Virreinato el entusiasmo por 
las jornadas. En suma, la lealtad incondicional al jefe nacía
de su suerte. En ella se alimentaban las fuerzas de todos. 
La ventura general dependía de la persona y del triunfo del 
caudillo. La victoria, con sus ojos brillantes, tenía para los 
supersticiosos aspecto de favor divino y suscitaba devoción; 
los reveses, en cambio, ensombrecían como un mal augurio 
V encrespaban las voluntades.
Cuando los adelantados y capitanes generales eran pru­
dentes, usaban del derecho al castigo pocas veces, y autori­
zaban a los revoltosos a irse. La afabilidad conservaba los 
ánimos en buena disposición.
II. INTENTO S DE JORNADAS AL DORADO 
D ESD E EL CARIBE 
1531 - 1579
Faltar datos en los archivos sobre la expedición de Diego 
de Oidaz. Oviedo, convencido de que fue el primero en 
elegir El Dorado como meta de una conquista, informó 
sin citar capitulación. Según él, este capitán habría reunido 
en 1531, en España, más de 400 hombres, en dos naos y 
una carabela. Irían probablemente entre ellos algunos pi­
lotos españoles conocedores de la región descubierta por 
Colón en 1497, y acaso alguno que hubiese acompañado 
a Pinzón en 1500, cuando descubrió y navegó la desemboca­
dura del Amazonas, que llamó entonces Río Grande de San- 
~~ ta María del Mar Dulce. Ordaz compró dos carabelas más 
en Tenerife y enderezó hacia el río coloso. El viento y la co­
rriente lo desviaron hasta Trinidad, cerca del Orinoco, a más 
de 3Ü0 leguas de lo que buscaba. El resto de la armada, que 
iba coi el Capitán Juan Cornejo, fue dispersado por el poro­
roca (espolón de agua dulce que con estrépito atraviesa el 
mar más de 25 leguas), hundido por alguna tormenta o rota 
contra los arrecifes, acaso por los tres enemigos a la vez. Se­
gún la misma versión, 300 hombres de Cornejo desaparecie­
ron y no se les volvió a ver. Agrega Oviedo, en referencias 
posteriores, qne fueron atacados a unas 100 leguas de la en­
trada del río, pereciendo algunos y capturados otros por ad-
versados que según el cronista fueron las Amazonas. Éste 
habría sido el menor de todos los males sufridos ya que ellas 
trataban bien a sus huéspedes, limitaban su yugo a dos meses 
por año y se hacían cargo de la prole femenina. “ Creese 
—termina diciendo Oviedo— que estos españoles son los 
trescientos hombres que perdió aquel gobernador Diego 
de Ordaz en aquella costa del Marañón en el año 1532, 
cuando fue a aquellas partes.” La noticia concuerda con 
el relato del Padre Carvajal, que al pasar por esa misma 
altura del río con Orellana, unos diez años más tarde, re­
cogió de labios indígenas la revelación de que un grupo 
grande de navegantes españoles habían sido apresados en 
la margen izquierda del río, por las Amazonas.

Continuar navegando