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La cuestión de la analogía entre el goce masoquista y el más de gozar en el Seminario XVI (Dun Autre à lautre) _ Psicoanálisis__Filosofía - ElSigma

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En el seminario de La Angustia, la elaboración de la perversión
masoquista se entrevera con el matema de la división del sujeto en el
Otro, del cual surge como resto. En D’un Autre à l’autre, Lacan va a
hacer desempeñar a ese resto (objeto a) la función de “más-de-gozar”.
Esa nueva formalización (que no anula la anterior) no disipa, en
nuestra opinión, la yuxtaposición de los niveles teórico y práctico que
acabamos de señalar, aunque la abra a otras dimensiones. El término
“analógico” utilizado en el seminario del 22 de enero de 1969, en un
pasaje clave referido a Pascal, condensa la problemática a la que
apuntamos: “El goce masoquista es un goce analógico. El sujeto adopta
en él de manera analógica la posición de pérdida, de deshecho,
representada por a en el más-de-gozar [...] el sujeto juega con la
proporción que se sustrae, aproximándose al goce por la vía del más-
de-gozar” (D’un Autre à l’autre, Paris, Seuil,134). El magnífico trabajo
de Sara Vasallo gira en torno de este pasaje, para intentar responder a
la pregunta de si se puede separar la elaboración del masoquismo de
eso que Lacan llama en el mismo seminario “la lógica con la que se
debatió Pascal sin saberlo”
» Psicoanálisis<>Filosofía
La cuestión de la analogía entre el goce
masoquista y el más de gozar en el Seminario
XVI (D’un Autre à l’autre)
05/07/2007- Por Sara Vassallo - Realizar Consulta
El vacío, la nada, el “medio” y los dos infinitos
Aunque Pascal no haya dejado huellas de ningún criterio en
cuanto al lugar que pudiera ocupar el fragmento titulado “Infini
rien: le pari”, dentro de la totalidad de los fragmentos incompletos
de los Pensamientos y la Apología del cristianismo, salta a la vista
su afinidad con la obra total. Esta afinidad no es detectable, sin
embargo, si no se tiene en cuenta, como muchos comentaristas lo
han notado, que según se trate de textos geométricos y
matemáticos o de consideraciones de orden teológico-moral, los
términos de infinito y nada oscilan en su sentido. Pero más allá de
la oscilación, un esqueleto inalterable sostiene los argumentos en
esos diferentes campos articulándose en tres elementos: dos
extremos y un entre-dos. “Dos abismos”, escribe Pascal, nos
rodean, el constituido por el infinito del universo (entronizado por
Galileo y anunciado por Giordano Bruno), dentro del cual somos
un punto en medio de un universo infinitamente grande. El
segundo abismo es el observable en lo pequeño dentro de lo
pequeño donde aparecen “sin fin y sin reposo”, “maravillas tan
asombrosas en su pequeñez como lo son las otras en su
extensión” (La place de l’homme dans la nature, Pensées, op. cit.,
1106). Entre ambos extremos, lo infinitamente pequeño y lo
infinitamente grande, somos un “entre-dos” o un “medio” (milieu)
(Ibid). Pascal llama “infinito” al primer abismo y “nada” al
segundo. Nosotros, agrega, estamos “sostenidos” entre esos dos
abismos: “¿Qué es el hombre en la naturaleza? Una nada respecto
del infinito, un todo respecto de la nada, un «medio» [milieu]
entre nada y todo” (Ibid,1107). Sería un error entender la palabra
“medio” en el sentido de promedio o justa proporción entre dos
extremos. Todos los textos dan a entender claramente que ese
medio es un “punto”, que se desplaza entre dos extremos en sí
mismos incognoscibles, sin poder encontrar un lugar “fijo” (el
término es de Pascal) que le permita medir la distancia que lo
separa de ambos infinitos. Más aún, el hombre es un elemento
“finito”, hecho “igual” a todos los otros finitos por los dos abismos
que lo circundan, por lo cual, dice, no ve por qué debería “elegir
este número más que este otro, entre la infinidad de los cuales no
hay más razón para elegir éste que aquél otro” (Ibid, 1113). La
comparación que hacemos de nosotros en el plano finito “nos da
pena”. De ahí que sea presuntuoso, prosigue, “precipitarse
temerariamente en la búsqueda de la naturaleza, como si ellos
 
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[los hombres] tuvieran alguna proporción con ella [...] porque es
evidente que no se puede formar semejante proyecto sin una
presunción o capacidad infinita, como la naturaleza” (Ibid,1107).
Pascal llama entonces “desproporción” (Ibid, 1105) la impotencia
para medir la proporción entre la capacidad humana y lo infinito
de la naturaleza, entre el entre-dos y lo infinito.
Esa desproporción, que se presenta inseparablemente ligada al
hecho de ser un milieu entre ambos abismos, se enuncia también
en el campo de la geometría y la física; pero con otro sentido. A
propósito de sus experiencias sobre el vacío, y para contestar a la
pregunta de cómo definirlo, Pascal responde el 29 de octubre de
1647 al reverendo padre Noël (director de la Compañía de Jesús)
que “hay tanta diferencia entre la nada y el espacio vacío como
entre el espacio vacío y el cuerpo material, y que así el espacio
vacío ocupa el milieu entre la materia y la nada” (Ibid, 376). En la
carta dirigida a Le Pailleur, quien le reprocha contradecir a Noël,
Pascal agrega que “[el vacío] no participa ni de uno ni de otro”
(Ibid, 381), es decir, ni de la materia ni de la nada. “Difiere de la
nada por sus dimensiones, pero su irresistencia e inmovilidad lo
distinguen de la materia; hasta tal punto que se mantiene entre
estos dos extremos sin confundirse con ninguno de ellos” (Ibid). El
vacío no tiene nada que ver, pues, con la nada, ya que, al igual
que el milieu (y pese a la desproporción infinita que lo separa del
infinito) es algo y no nada. En los escritos morales (Miseria y
grandeza, por ejemplo), Pascal utiliza un argumento idéntico, en
el plano formal, a propósito de la condición humana, que el
operado respecto del vacío. El hombre aparece allí, en efecto,
definido como un entre-dos, pero no por eso deja de tener una
especificidad que lo distingue de los dos extremos: el infinito y la
nada. Medio o entre-dos no es equivalente a nada, aunque Pascal
use a veces el término de un modo metafórico, por ejemplo
cuando dice al libertino, al final de Infini rien:le Pari, que si
renuncia a sus pasiones, se dará cuenta de que arriesga una nada
si juega su vida de placeres (Ibid, 1216). De un modo similar, en
el texto Sur la conversion du pécheur, escribe que el alma tocada
por la gracia se caracteriza porque “empieza a considerar como
una nada todo lo que tiene que volver a la nada, el cielo, la tierra,
su espíritu, su cuerpo, sus amigos, sus parientes....” (Ibid, 549).
La palabra nada deja de designar en estos contextos el abismo en
el que se pierde lo infinitamente pequeño para remitir, desde el
punto de vista religioso, a un cruce entre la idea de humillarse y la
de anonadarse ante lo infinito, como lo prueba un pasaje del
manuscrito original de La conversion du pêcheur donde Pascal
había tachado humillarse para remplazarlo por anonadarse (hum
.... remplazado por anéantir): “El alma [...] entra en la visión de
las grandezas de su creador y en humillaciones y adoraciones
profundas. Se anonada, en consecuencia y no pudiendo formar de
ella misma una idea bastante baja, ni concebir otra lo bastante
alta de ese bien soberano, se esfuerza de nuevo por rebajarse
hasta los últimos abismos de la nada...” (Ibid, 551). Los textos
religiosos desplazan, pues, la nada entendida como “nada de
número” en El espíritu geométrico, hacia el entre-dos entendido
como una nada humana que contempla con horror la naturaleza
infinita: “¡Cuántos reinos nos ignoran! El silencio de esos espacios
infinitos me espanta” (Ibid, 1113). Pero la estructura basada en
tres términos se mantiene pese al cambio de la terminología. Así,
cuando Pascal polemiza, en El espíritu geométrico, con los que
comparan la relación entre la unidad y los números con la que hay
entre los indivisibles y la extensión, les opone el cero como
indivisible de número: “el cero no pertenece al mismo género que
los números porque al ser multiplicado no puede superarlos” (Ibid,
590). Veremos cómo hacer compatible esta afirmación con la frase
(que la contradice) del Infini rien: “La unidad sumada al infinito no
la aumenta en nada” (frase clave en la que Lacan comprende
unidad como cero). Digamos por ahora que la tríada conceptual se
mantiene tanto en El espíritu geométrico (nada como límite de lo
infinitamente pequeño, infinito como lo infinitamente grande y
cero como lo que hace posible pensar la serie infinita) como en los
Pensamientos (los dos extremos de lo infinitamente pequeño y lo
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infinitamente grande, y el entre-dos).
El cambio en el uso de los términos, de uno a otro registro, es,
por lo tanto, de orden metafórico. El vacío en física como milieu
entre dos instancias en las que no participa de ningún modo,
resuena por ejemplo, sin querer decir lo mismo, en la idea de la
condición humana como entre-dos en Miseria y grandeza: “No es
una prueba de grandeza situarse en un extremo sino más bien
tocar los dos a la vez, llenando todo el entre-dos” (Ibid, 1169).
Entre los dos extremos, incomprensibles para la razón, la
condición humana está en el medio y a la vez separada
“infinitamente” de ellos. Desde el punto de vista de lo que Lacan
llamaría sentido (y no es inoportuno recordar aquí que para Lacan
“todo sentido es religioso”), no es posible superponer el vacío en
la física y el milieu de la condición humana. Sin embargo, aunque
el vacío no recubra la nada del pecadorde los Pensamientos, un
punto común los vincula, esto es, la “distancia infinita” entre el
milieu y los dos extremos. 
Si abordamos, por ejemplo, los textos abarcados por el título
“Aburrimiento” (en la sección de los Pensamientos), leemos la
siguiente descripción de la “miseria” humana: “Nada es tan
insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin
pasiones, sin asuntos, sin diversión, sin aplicación. Siente
entonces su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia,
su impotencia, su vacío. Rápidamente brotarán del fondo de su
alma el aburrimiento, la negrura, la tristeza, la aflicción, el
despecho, la desesperación” (Ibid, 1138). Este fragmento se
engarza con muchos otros donde Pascal establece una relación de
desproporción entre el objeto que se persigue (en la ambición, el
amor, la vanidad, la estima) y el vacío sobre el que se recorta ese
objeto. Hasta el punto de que éste aparece esencialmente como
un mero relleno del vacío: “Corremos así, despreocupados hacia el
precipicio después de haber puesto alguna cosa delante de
nosotros que nos impide verlo” (Ibid, 1148). Una vez establecido
el estatuto de relleno del objeto para protegerse del precipicio (o
sea, de la muerte), toda la argumentación sobre la condición
humana gira en torno a la idea de que no se puede establecer
ninguna proporción mensurable entre lo que causa el deseo del
objeto y el precipicio que ese objeto oculta: “La menor cosa, una
bola de billar o una pelota detrás de la cual correr, bastan para
divertirlo [al hombre]” (Ibid, 1142). En virtud de esa
desproporción, “reímos y lloramos por la misma cosa”. El conocido
comentario sobre la nariz de Cleopatra se inscribe en la misma
idea: “Si hubiera sido más corta, la entera faz del mundo habría
cambiado”. Otro fragmento nos aclara su significado: “Quien
quiera conocer a fondo la vanidad del hombre no tiene más que
considerar las causas y efectos del amor. La causa es un no sé qué
(Corneille) y los efectos son temibles. Porque ese no sé qué, tan
poca cosa que apenas se puede reconocer, mueve toda la tierra, a
los príncipes y ejércitos, al mundo entero” (Ibid, 1133).
Se puede detectar así la analogía entre el abismo que separa la
causa (el no sé qué) del deseo y sus efectos, y el hecho de que no
se pueda “fijar” en el infinito del universo, como lo habíamos
indicado más arriba, el punto imperceptible que somos entre dos
extremos incognoscibles (hasta el punto de que otro fragmento
propone concebir a Dios como un punto que se mueve a una
velocidad infinita llenando todo el espacio, hipótesis físicamente
imposible). Pero sería interpretar mal el pensamiento de Pascal si
se asimilara el fragmento sobre la nariz de Cleopatra y otros
similares, a una mera incriminación de la vanidad humana.
Múltiples fragmentos nos obligan a considerar, muy por el
contrario, que ese objeto que hace a la vanidad (y que disimula el
“precipicio” final) es absolutamente necesario e inherente al
psiquismo. La nariz de Cleopatra desempeña la misma función que
la bola en el billar o la liebre en la caza: “Esa liebre no nos podría
garantizar la vista de la muerte ni de las miserias, sino que es la
caza (que nos desvía de ella) la que nos la garantiza” (Ibid,
1140). Ocurre con la caza, parece decir, lo que ocurre con la serie
de los números enteros, o sea, ambos vehiculan un infinito. Así
como se necesita el número entero (como uno) para constituir la
serie infinita, así también el deseo (que es infinito) necesita un
objeto: “[...] los filósofos [que] creen que la gente es poco
razonable en pasarse todo el día corriendo atrás de una liebre
[...], conocen apenas nuestra naturaleza” (Ibid). ¿Cuál es esa
naturaleza? Para Pascal, ésta incluye forzosamente la “diversión”
[divertissement], la cual resulta indispensable, estructuralmente,
para rellenar el “vacío” (el cual resurge aún cuando se satisface la
diversión). Pascal no habla como un devoto resentido; al
contrario, es necesario un objeto, dice, para no caer en un
“abismo infinito”. (adoptará por eso la solución cristiana, que
supone llenar ese abismo infinito con un “objeto infinito”, o sea,
Dios). El deseo, hecho de vacío, exige por definición un objeto (de
la vanidad, del amor propio, del poder, etc.) que lo llene. Aún
más, para Pascal los objetos de la vanidad no son “falsos”, como
lo afirma su teoría de la imaginación; mejor dicho, no son ni
verdaderos ni falsos. Se aparta, en este punto, de los escépticos
(Montaigne) e incluso de San Agustín, quienes se limitan a
anatematizar la vanidad de los deseos humanos con el pretexto de
que dependen de objetos efímeros: “San Agustín vió que uno
trabaja para lo incierto pero no vió la regla de las partidas, que
muestra que uno lo debe [trabajar para lo incierto]” (Ibid, 1166).
La regla de las partidas obliga a comprometerse con lo incierto.
Anticipándonos a su lógica paradójica, diremos que estamos
atrapados en el espacio de absoluta relatividad entre el objeto y el
vacío de todo objeto. Pascal no se limita a lamentarse
santurronamente por la vanidad de las pasiones sino que afirma,
impregnado por el angustioso descubrimiento de la infinidad del
universo abierta por Galileo y Giordano Bruno, que el objeto del
deseo humano, no por carecer de mensurabilidad respecto de su
causa, deja de ser necesario. Lo que ocurre es que el deseo es
infinito y nada, en el objeto mismo, lo causa de un modo
mensurable. La cuestión aparecerá implícitamente en el “pari”
que, para exorcizar el azar donde todo objeto se vuelve relativo a
otro, hace anonadarse lo finito ante lo infinito, haciendo caso
omiso de lo medible (Lacan toca este punto en D’un Autre à
l’autre cuando dice: “Se apuesta el objeto a en el juego con, del
lado opuesto [subrayado por mí] la idea de medida”, p. 178).
Cuando se juega, se juega una unidad finita intercambiable por
otra que se ganará o perderá. Pero precisamente, si Pascal
propone la situación disparatada de un jugador que apuesta a
perder su única vida en aras de un infinito improbable, introduce
en el juego un elemento de desproporción. Este elemento le es
dictado por el hecho de que la razón humana no puede acceder al
extremo de las dos series infinitas, es ella misma un elemento
finito. El milieu remite a la impotencia de la razón.
La falta de proporción entre el no sé qué que causa del deseo (el
centímetro de más o de menos en la nariz de Cleopatra) y su
efecto, se refracta en todos los campos: la ciencia, la política, la
moral, la religión. Ningún punto puede “fijar” (el término es de
Pascal) lo que dista entre la causa y el efecto. La sinonimia entre
“desproporción” e “incapacidad” en Miseria y grandeza es
significativa a este respecto. En el aburrimiento (el cual, como lo
nota Jean Mesnard, designa en los textos de Pascal y Montaigne,
lo que la filosofía existencial llamaría luego angustia), se hace
manifiesto de un modo particularmente agudo la “incapacidad” de
medir la relación [rapport] entre el bien u objeto perseguido y lo
infinito de la serie en que se inscribe. ¿Porqué preferir un finito y
no otro dentro de la serie infinita que los hace irrisoriamente
iguales? La base del argumento es la misma: nada, en el objeto
mismo, hace inclinar por uno en detrimento de otro. La
consecuencia moral es que “la búsqueda de un bien no deja nunca
de llevar al mal contrario” ¿Cómo se mide el paso del vicio a la
virtud, y al revés? El vicio lleva a extremos, la virtud también, los
excesos de uno se parecen extrañamente a los excesos de la otra:
“Cuando uno quiere perseguir las virtudes hasta los extremos de
un lado y otro, se presentan vicios que se insinúan
insensiblemente en ellas, en sus rutas insensibles, por el lado del
pequeño infinito, y se presentan vicios en masa por el lado del
gran infinito, de tal modo que uno se pierde en los vicios y no ve
ya las virtudes” (Ibid, 1169). El mismo ir y venir entre los dos
extremos se produce entre el deseo y su objeto: “El hombre es
tan desgraciado que se aburriría aún cuando no tuviera causas
para aburrirse” (Ibid, 1142). “¿Qué es el yo?”, insistePascal. “Un
hombre que se pone a la ventana para ver a los pasantes, si yo
paso por allí, ¿puedo decir que se puso ahí para verme? No,
porque no piensa en mí en particular. El que ama a alguien a
causa de su belleza, ¿lo ama? No, porque la viruela, que matará la
belleza sin matar a la persona, hará que él deje de amarla” (Ibid,
1165). No se ama a nadie por sí mismo, solo se aman cualidades.
El Yo no existe, concluye. En pintura, “un cuadro [no se aprecia]
desde demasiado lejos o demasiado cerca: solo un punto
indivisible constituye el verdadero lugar” [...], en cambio “en la
verdad y la moral, ¿quién lo podría asignar?” (Ibid, 1112). El
punto se sustrae. Nota lo mismo al abordar la imaginación: “[La
imaginación] sería una regla infalible de verdad si fuera también
una regla infalible de mentira. Pero como es falsa la mayoría de
las veces, no da ningún signo de su cualidad, marcando con el
mismo rasgo lo verdadero y lo falso” [subrayado por mí] (Ibid,
1116). Interfiere con la razón pero en el fondo la guía: “Hace
creer, dudar y negar la razón”. La imaginación coexiste, pues, con
la razón, embrollándola hasta el punto de que es imposible
establecer una primacía de la primera sobre la segunda o a la
inversa. Pascal la sitúa, por el contrario, en un entrevero
indisoluble de una con otra. La razón debería contener una
referencia que nos permitiera distinguir lo real y lo imaginario,
pero esa referencia se nos escapa. Por la misma razón, no nos es
posible encontrar el punto para medir lo justo en la justicia. Como
en el “nudo” (así lo llama Pascal) entre lo imaginario y la razón,
un nudo ata la fuerza y la justicia. ¿Qué hay que aconsejar al
pueblo, la libertad o el miedo a las leyes? Las leyes se vuelven
incuestionables, adquieren una fuerza social, por la costumbre.
Pero la costumbre no debe ser despreciada, como lo hace
Montaigne, nota Pascal, ya que es el efecto de la fuerza cobrada
por las leyes. La argumentación de Pascal, considerada por
muchos como conservadora, dice que para obtener la paz, hay
que imponer normas por la fuerza, la cual resulta ser la única
condición de la paz. Como es imposible determinar el punto justo
de la justicia, “ésta resulta siempre cuestionable”. Se ve el relieve
inesperado que cobra el “sustraerse” del punto en el campo
político, ya que solo lo arbitrario de la fuerza puede establecer una
proporción interna a la justicia (que la justicia no contiene). Se
puso la justicia “entre las manos de la fuerza y así, se llama justo
lo que uno está obligado a observar” (Ibid, 1160). Así, lo infinito
de la desproporción no tiene más remedio que disimularse detrás
de la apariencia de proporción, como lo dice la frase siguiente,
característica del estilo de Pascal: “Es justo que lo que es justo
sea seguido, es necesario que lo más fuerte sea seguido. La
justicia sin la fuerza es impotente; la fuerza sin la justicia es
tiránica” (Ibid). 
La misma lógica opera en la relación entre la bestia y el ángel, el
vicio y la virtud (Miseria y grandeza). Como la justicia y la fuerza,
el vicio y la virtud no son contrarios en el sentido dialéctico de la
palabra. Un tercer término, del orden de lo real (en el sentido de
Lacan), los mantiene anudados y separados al mismo tiempo. El
ni... ni en la frase “el hombre no es ni ángel ni bestia” (Ibid,
1170), no significa que el ser humano sea una mezcla de dos
sustancias que podrían prevalecer una sobre otra en medidas
cuantificables, sino un “nudo” imposible de deshacer, un
“monstruo incomprensible”, un real, en suma (Pascal utiliza el
término “nudo” en el título de los Pensamientos inmediatamente
anterior al Infini rien).
Pascal no se limita, pues, como Kant en las antinomias, a
suspender la contradicción. Llega incluso en ciertos casos, como lo
observa en nota Chevalier, a afirmar la tesis (aún cuando ésta no
tenga garantías de verdad) en contra de la antítesis.
Desautorizando una supuesta porporción (en este caso entre la
justicia y la fuerza), dada tanto por el sentido común como por la
razón, introduce una desproporción que va a entrometer en el par
considerado, un inconmensurable. Esa argumentación se cumple a
través de un proceso significante que no es otro que el que actúa
en el “pari”. 
Cuando establece en la apuesta que es tan imposible probar que
Dios existe como que no existe, la misma anulación de los
contrarios, regida por un ni .. ni, había sido aplicada en el campo
de la geometría. El texto titulado De l’esprit géométrique et de
l’art de persuader, de 1658, nos lo muestra con especial claridad.
Es imposible negar, dice, que el espacio, el tiempo y el número
puedan ser aumentados o disminuidos si se les agrega o sustrae
una unidad: “Por pequeño que sea un número, se podrá concebir
uno menor, siempre hasta el infinito, sin llegar al cero o la nada”
(Ibid, 584). El número, el tiempo y el espacio “se mantienen
todos, dice, entre la nada y el infinito, estando siempre
infinitamente alejados de los dos extremos” (Ibid). Es imposible
llegar a una “nada de duración”, o a una “nada de tiempo” o a una
“nada de número”. Sin embargo, “nada es tan evidente como
esto: un número puede aumentar o dividirse por la mitad, y ésta
por la mitad y así indefinidamente...” (Ibid). Aunque haya gente
que se niegue a aceptarlo (como su contemporáneo Méré), esas
nadas existen, aunque no podamos concebirlas. Es este punto el
que nos interesa, ya que Pascal afirma que lo que es inconcebible
para nosotros, no por ello deja de existir. El término infinitamente
parece designar ese inconcebible en la frase: “Se sostienen todos
entre la nada y el infinito [...] infinitamente alejados de ambos
extremos”. La evidencia de la posibilidad de aumentar o dividir al
infinito la serie de los números enteros coexiste con la impotencia
para concebir lo infinitamente pequeño (el cero) o lo infinitamente
grande (el infinito). Sin embargo esa evidencia, afirma Pascal,
fundamenta la geometría: “Esas verdades no pueden demostrarse
y sin embargo son los fundamentos de la geometría” (Ibid, 584). 
Subyace al texto sobre el espíritu geométrico, pues, una lógica de
la que podríamos decir, en lenguaje lacaniano, que opera con lo
real. Esa lógica va a regir toda la Apología del cristianismo,
condensada en el siguiente pasaje del Espíritu geométrico... (que
anticipa uno de los capítulos más importantes de la Apología,
referido a la inutilidad de las pruebas para creer): “Los hombres
toman como verdaderas las cosas cuyo contrario les parece falso.
Cada vez que una proposición parece inconcebible [se refiere a la
existencia del cero], hay que suspender el juicio, sin negarla
guiándose por esa marca [ne pas la nier à cette marque] sino
examinar su contrario; y si se lo juzga falso, entonces se puede
atrevidamente afirmar la primera [proposición], por
incomprensible que sea” (L’esprit géométrique..., 586). Afirmar
que es imposible tocar con el pensamiento “una nada de duración,
de extensión o de número”, es afirmar un real en geometría. Ese
real no puede encarnarse en algo, como por ejemplo el átomo
indivisible de Demócrito (resuscitado por sus contemporáneos),
que no es para Pascal más que un recurso imaginario para
representarse de algún modo el límite entre lo lleno y lo vacío, lo
finito y lo infinito, o para neutralizar la movilidad del milieu (punto
de angustia de Pascal), disfrazando así la impotencia de la razón. 
Lo real, pues, como el Dios a cuya existencia apuesta el jugador
de Pascal, no por no poder ser concebido deja de existir. No tiene
sentido probar su existencia sino que al revés, “lo que hace que
[los fundamentos de la geometría] sean incapaces de
demostración no es su oscuridad, sino su extrema evidencia: esa
falta de prueba no es un defecto sino más bien una perfección”
[subrayado por mí] (Ibid, 584). Se comprende así que Lacan diga
en “El Objeto del Psicoanálisis” (febrero de 1966) que la apuesta
de Pascal no pone en juego dos contrarios (si Dios existe o no)
sino que lo que se juega en ella es la barra misma que separa
Dios existe/Dios no existe, o sea, es lo incomprensiblelo que
posibilita lo comprensible.
Nuestra “capacidad” no es un criterio de verdad, repite Pascal. Sin
embargo, reitera, aunque no pueda medir esa distancia infinita
que lo aleja de los dos extremos, el hombre “conoce” que no
puede medirla. De ahí su “grandeza”. El hombre es un “entre-dos”
entre los extremos, una incapacidad/capacidad. Es la conclusión
final de Miseria y grandeza. Ya en El espíritu de geometría,
anticipando el desliz desde la ciencia a la religión, sugería: “Esas
dos maravillosas infinidades [....], en vez de concebirlas, hay que
admirarlas” (p.590). Según Henri Gouhier, es la primera vez que
Pascal opera el pasaje del campo de la ciencia al campo humano
(Conversion et apologétique chez Pascal). Los que acepten esto,
dice Pascal, “aprenderán, por medio de esta consideración
maravillosa, a conocerse a sí mismos, mirándose situados entre
una infinidad y una nada de extensión, entre una infinidad y una
nada de número, entre una infinidad y una nada de tiempo” (Ibid,
591). El milieu (o entre-dos) sale del plano de la observación de la
naturaleza para convertirse, por metáfora, en valor moral, base de
la sabiduría. Insistamos en que esa sabiduría nada tiene que ver
con un justo medio: en virtud de su lógica aporética, Pascal llama
sabiduría al resultado paradójico de asumir como sabia la locura
propuesta por el cristianismo, tal como la resume la fórmula de
San Pablo: “Lo que es locura de Dios es más sabio que la
sabiduría de los hombres, y lo que es debilidad de Dios es más
fuerte que la fuerza de los hombres” (Epístola a los Corintios, 1-
25). Este pasaje, constantemente retomado, marca el modelo de
las múltiples argumentaciones sobre la creencia, las pruebas, los
milagros y los misterios. Por ejemplo: “¿Quién reprochará a los
cristianos no poder dar razón de su creencia, ellos que profesan
una religión de la que no pueden dar razón?” (Infini rien, Ibid,,
1213). Vuelve así, en el campo de las verdades de la religión
cristiana, la argumentación del geómetra: “La religión [cristiana]
no necesita pruebas”, dirá en la Apología del cristianismo, así
como no necesitan pruebas ciertas verdades geométricas, las
cuales se imponen por sí mismas, en su incomprensibilidad
misma. 
¿Se puede probar lo real? La prueba por el absurdo de las
verdades de la religión cristiana
Nos preguntaremos ahora cómo se conjugan los tres términos (un
punto movible entre dos infinitos) de esta lógica que,
articulándose no siempre con las mismas palabras según los
contextos, sostienen un puente entre la verdad de la ciencia y la
verdad de la moral y la religión. 
Para empezar, el entre-dos es impotente para revocar los
contrarios, como lo haría la dialéctica de Hegel, ya que es un
“producto” finito. A diferencia del infinito hegeliano, que pretende
resolver la contradicción para continuar creando otra, asegurando
así una continuidad ontológico/racional, para Pascal los finitos de
la serie, y por ende el ser humano como finito, resultan separados
por una distancia infinita de los dos abismos. La razón, impotente,
solo puede decir: “conozco que no puedo acceder a los dos
infinitos”. El entre-dos está sometido a un real. Se podría destacar
en este punto la afinidad del entre-dos de Pascal con el objeto a
de Lacan. El entre-dos satisface las condiciones del objeto a como
caído del Otro en la medida en que el “monstruo incomprensible”,
al ser el producto de una desproporción imposible de medir entre
dos términos (miseria y grandeza), no puede conocerse sino como
intersección entre dos infinitos que se le imponen como reales y
que no puede dominar con la razón (es la razón por la cual el
entre-dos no aspira a conocerse sino a ser salvado). El único
saber que tiene el monstruo incomprensible de sí mismo es
“conocer” que su razón es impotente para medir su lugar entre los
dos términos entre los cuales surge. Pascal reitera que en eso
reside su “grandeza”, o sea, saber que es un entre-dos: “Es
miserable conocerse miserable pero es grande conocer que se es
miserable” (Ibid, 1156). 
Ahora bien, lo que caracteriza a Pascal es que, en vez de ponerla
entre paréntesis, hará operar la mentada desproporción en lo real.
Vimos que su intromisión en la serie infinita de unidades finitas
tiene consecuencias considerables (o sea, reales), en la política,
en el amor, en el ovillo imposible de desanudar entre el vicio y la
virtud, la justicia y la fuerza, la imaginación y la razón. Así como
éstas se enredan en un nudo donde es imposible encontrar un
punto de referencia que los distinga, así también en Las
Provinciales, Pascal demuestra, contra los jesuitas y siguiendo a
pie juntillas a San Agustín, que las luces naturales no bastan para
salir del nudo donde se ligan, sin poder desatarse, los dos
términos que componen el “monstruo incomprensible”. Contra
casuistas y molinistas, que sostienen que se puede cumplir con los
preceptos divinos con ayuda de la razón (gracia suficiente), Pascal
mantiene que solo una gracia eficaz, infinita y sin proporción
alguna con las luces naturales, puede salvar al pecador,
entreverado entre la grandeza y la miseria, la vanidad y la
sumisión. El nudo grandeza/miseria, núcleo incomprensible del
monstruo humano, solo puede desanudarse por el milagro
incomprensible de la gracia divina. Solo otro incomprensible puede
desanudar lo incomprensible. En los fragmentos que preceden
inmediatamente al Infini rien, Pascal había comparado el pecado
con un “punto incomprensible” que la razón no puede detectar.
Transcribo el fragmento, cuyo esqueleto lógico se reproducirá en
Infini rien: “El pecado original es locura para los hombres, pero lo
damos como tal. Usted no puede por lo tanto reprocharme la
ausencia de razón en esta doctrina, ya que la doy como exenta de
razón. Pero esta locura es más sabia que toda la sabiduría de los
hombres, sapientus est hominibus. Porque sin eso, ¿qué se dirá
que es el hombre? Todo su estado depende de ese punto
incomprensible. ¿Y cómo podría haberse dado cuenta de ello por
la razón, ya que es algo en contra de la razón, y su razón, lejos de
inventarlo por sus propias vías, se aleja de él cuando se le
presenta delante?” (Ibid, 1211-1212). Este pasaje se calca sobre
el fragmento de la epístola a los Corintios de San Pablo, que cito
de nuevo: “Lo que es locura de Dios es más sabio que la sabiduría
de los hombres, y lo que es debilidad de Dios es más fuerte que la
fuerza de los hombres”. Sin entrar en la cuestión de si las
epístolas paulinas encierran una lógica precisa (del orden de lo
inconsciente), y dejando de lado el sentido religioso en Pascal, la
frase marca un giro donde se reconoce la operatividad del tercer
término que interviene en los otros dos. Reduciéndolo a lo
mínimo, se lo podría transcribir así: 1) los hombres consideran
sabias sus leyes 2) pero ignoran que no saben nada de esas leyes:
por lo tanto, lo que consideran sabio no es sabio sino loco 3) La
verdadera sabiduría es la locura divina. Así, la sabiduría (1) y la
locura (2) entran en una especie de torbellino (girando en torno a
un punto que no se puede fijar), de donde salen
inexplicablemente desplazadas hacia un nuevo registro de locura-
sabiduría, registro que no deja de asumir los dos anteriores como
existentes pero que, por efecto del torbellino, escapa a toda
prueba racional. 
Al destacar diferentes tipos de oposición o “contrariedades” (el
término es de Pascal), Mesnard los clasifica en tres tipos.
Dejaremos de lado la establecida entre “figura” y “verdad”
aplicada a la exégesis de las Escrituras, para abocarnos a las dos
restantes. Mesnard define la primera como la afirmación
simultánea de los contrarios, de donde se deduce un medio entre
dos infinitos. Se inscribiría en este tipo de oposición la ya
comentada entre vicio y virtud, fuerza y justicia, bestia y ángel. El
segundo tipo de oposición aparece, según Mesnard, cuando Pascal
opone dos contrarios donde la verdad del uno se opone al error
del otro o a la inversa, pero de tal modo que el primer término
termina incluyendo a los dos contrarios que chocabanen el primer
caso (sería el caso, aunque Mesnard no lo diga, de los pares
locura/sabiduría y del Dios existe/Dios no existe del “pari”).
Mesnard distingue los dos tipos de oposición sin señalar, sin
embargo, que el primer tipo se mezcla siempre con el segundo, ya
que la vuelta de lo incomprensible para iluminar lo comprensible,
efectuada por el segundo tipo de oposición, caracteriza los
enunciados claves de Pascal. 
Veamos por ejemplo el referido al pecado: nada choca tanto
nuestra razón, escribe Pascal, como la doctrina de la transmisión
del pecado original: “¿Qué puede haber más contrario a nuestra
miserable justicia que condenar a un niño incapaz de voluntad por
un pecado adonde no pudo tener parte? [....] y sin embargo, sin
este misterio, el más incomprensible de todos, somos
incomprensibles para nosotros mismos. El nudo de nuestra
condición extrae sus repliegues y rodeos de ese abismo; de tal
manera que el hombre es más inconcebible sin ese misterio que lo
que puede tener de inconcebible ese misterio para el hombre”
(Ibid,1208). Este enunciado resume los tres pasos que queremos
destacar: 1) la teoría (agustiniana) de la transmisión del pecado
de Adán cometido “hace seis mil años” parece contraria a la razón
2) No es cierto que podamos conocer el bien y el mal por nuestra
razón. 3) No porque parezca contraria a la razón, hay que oponer
a 1) su contrario 2) (se reitera aquí el método expuesto en El
espíritu geométrico respecto del infinito, donde decía: “No hay que
negarlo por esa marca”, o sea, por el hecho de que sea
considerado como contrario a la razón; véase supra). El término
elegido pese a su carácter absurdo, o sea, el pecado es y se
transmite, diluye lo que se planteaba como una contradicción
aparente entre lo verdadero y lo falso. La contradicción entre los
dos términos el pecado original es/el pecado original no es, es
sustituida por el primero: el pecado original es. La sustitución no
es simple sino que supone (y basta para ello leer los sutilísmos
escritos sobre la gracia de Pascal) ahondar indefinidamente en la
contradicción misma. El enunciado el pecado original es no es
igual al mismo enunciado en el primer término de la contradicción,
sino que lo contiene junto con el segundo. El “real” (en el sentido
de Lacan) que habitaba ya en la contradicción vuelve y la invalida,
eligiendo en una segunda vuelta el término que va aparentemente
en contra de la razón. Lo incomprensible no se comprende ni es
reducido por lo comprensible sino que es el retorno de lo
incomprensible lo que posibilita un acceso a lo comprensible.
En resumen, el ateo que afirma que el pecado es locura actúa
como si dominara con las luces naturales la contradicción entre
vicio y virtud, sin ver que esa contradicción gira en torno a un
punto incomprensible por no poder ser fijado. No es por razones
de moral práctica que Pascal somete a crítica el valor de la razón,
sino dominado por la idea de la desporporción entre lo finito y los
dos extremos infinitos. De ahí la réplica dirigida al adversario: aún
cuando la doctrina sea incomprensible, hay que decidirse por ella
reafirmando la tesis inicial, esto es, repetir de algún modo la tesis
del libertino: el pecado es locura. Observemos que, si lo tomamos
como un significante, el término locura cambia de sentido al
reiterarse por segunda vez, ya que lo que es locura para los
hombres es razonable para Dios. Lo infinito irrumpe en lo finito. La
tesis del creyente no altera la del escéptico transformándola en
una tesis racional sino inoculándole la desproporción infinita. La
tesis inicial se ha vuelto comprensible no porque la razón la haya
dominado con un argumento sino introduciendo en ella un
elemento inaccesible a la razón.
Se ha producido, así, un desplazamiento del término locura entre
el enunciado del libertino el pecado es locura hasta el enunciado
del creyente: acepto que el pecado es locura. ¿Qué ha cambiado
de uno a otro? La transformación propia del argumento apagógico,
donde la tesis se afirma contra la antítesis como resultado de
haber operado una doble negación, podría tal vez invocarse aquí
como la lógica que opera en la argumentación de Pascal. No me
detendré en las bellas páginas que ha dedicado Alain Badiou a ese
argumento (sin alusión alguna a Pascal) en la Meditación 24 del
Ser y el Acontecimiento (véase sobre todo pp. 278-279 de la
versión francesa). Pero si se lee la teoría de la intervención de
Badiou a la luz del credo quia absurdum (a condición de
considerar la doble negación encerrada en él), se reconoce en ella
el acto de asumir lo “incomprensible” en contra de lo
comprensible, que acabamos de ver en Pascal. El argumento
apagógico mantiene una mayor afinidad con el campo de la
teología moral, que la interpretación lacaniana. En ésta, la lógica
de Pascal se vería absorbida en el razonamiento matemático
según el cual “el resultado de la suma solo puede figurarse con el
signo que designa uno de los términos sumados” (D’un Autre à
l’autre, 144), o sea, que cualquier número multiplicado por cero
da por resultado el número. Forzando un poco, su aplicación al
contexto del pecado se resumiría así: si agregamos la sabiduría
humana que considera locura la sabiduría divina, a la sabiduría
divina, o el cero al infinito, la sabiduría humana no “aumenta en
nada” la locura divina. El resultado es que la sabiduría humana se
diluye en la sabiduría/locura divina, por la intromisión de un
elemento loco (infinito). Desde el punto de vista religioso,
quedaría como resto un sujeto cristiano sometido a lo real de la
locura divina. 
Lo cierto es que queda siempre en pie la posibilidad, en los textos
de Pascal, de aunar los registros matemático y religioso, lo cual se
ilustra por ejemplo en este pasaje (inserto en La place de l’homme
dans la nature): “Limitados en toda clase de cosas, ese estado
que se mantiene en el medio entre dos extremos se encuentra en
todos los niveles en nosotros. Nuestros sentidos no perciben nada
extremo, demasiado ruido nos ensordece, demasiada luz nos
deslumbra, un exceso de distancia o de cercanía incomoda la
vista, un discurso demasiado largo o demasiado breve se torna
oscuro, demasiada verdad nos sorprende (conozco incluso a
algunos que no pueden comprender que si se resta cuatro de
cero, se obtiene cero) [subrayado por mí] [....] por fin, las cosas
extremas se nos escapan, o nosotros a ellas [...] Somos tan
incapaces de saber con certeza como de ignorar absolutamente
[...] Es ése el estado que nos es natural, y sin embargo el más
contrario a nuestras inclinaciones....” (Ibid, 1108-1109). Este
pasaje lo dice todo: el cero (tímidamente inserto en un
paréntesis) es el a que articula la desproporción introducida por
los dos infinitos. Un examen pormenorizado de los textos sobre el
pecado probaría que la función de éste no le es, al fin y al cabo,
ajena. El pecado, en Pascal, divide lo finito y lo infinito impidiendo
el acceso al monstruo humano (incomprensible por no poder
reducirse a un Uno). Al asimilar el cero de Pascal a su propio a,
Lacan evita dar a la función puramente matemática del cero la
función de operador de la finitud en el plano humano y religioso,
como lo hace, en cambio, Pascal: “Vogamos en un mundo vasto,
siempre inciertos y flotantes, empujados de un extremo al otro
[..] todo término donde creemos apegarnos tiembla y nos
abandona” (Ibid, 1109), aunando en una sola afirmación una
verdad humana (la del entre-dos o monstruo incomprensible) y
científica (las infinitudes pequeña y grande entre las cuales
flotamos como un término finito entre otros). Si utilizamos la
función puramente matemática del cero y la aplicamos, una vez
más a lo expuesto más arriba, tendríamos lo siguiente: la
aparente contradicción el pecado original es/el pecado original no
es, multiplicada por el pecado original es (en función de cero)
sigue siendo el pecado original es/el pecado original no es, donde
se elige el primer término de la contradicción, modificado por
cierto por la intromisión de la idea de infinito que destruye la
contradicción. Sededuce de ello que el pecado, para Pascal,
estaría en el lugar de eso que nos impide encontrar la medida que
nos separa de lo infinito. 
La transformación interna por la cual un mismo enunciado o una
misma palabra cambian de sentido, Pascal ha empezado a
aplicarla en los fragmentos dispersos que debían componer su
lectura del Antiguo y Nuevo Testamento en la Apología. Se
desarrollan ampliamente, en cambio, en la finísima interpretación
de los textos del Concilio de Trento en los Escritos sobre la gracia.
No es extrapolar decir que lo inexplicable de esa transformación,
propia del significante, presenta una afinidad con el elemento que
“se sustrae” en el mecanismo del sueño o el chiste, haciendo que
un término (locura, por ejemplo) adquiera otro sentido al ser
repetido por segunda vez. El mecanismo de desplazamiento y
repetición en el chiste deja ver un proceso similar. Ese traspase
invisible de sentido en la repetición, que en el chiste provoca la
risa, podría encontrarse en muchos argumentos de Pascal, que no
provocan risa pero que dejan al lector (y a los que lo escuchaban,
según numerosos testimonios de amigos) en un estado de
sideración particular donde lo real que “se sustrae” introduce, más
allá de los argumentos racionales y contradicciones habitualmente
aceptadas, un proceso milagroso de transposición del sentido. Así
por ejemplo en este pasaje sobre los misterios de la religión:
“¿Qué razón tienen [los ateos] en decir que no se puede
resuscitar? ¿Qué es más difícil, nacer o resuscitar? ¿Que lo que no
fué nunca sea, o que lo que fué, sea todavía?” (Ibid, 1182). Un
proceso similar se produce en ese punto clave de la Apología que
son las pruebas. En el diálogo reiterado con el libertino, se repite
el siguiente giro argumentativo: “A) Libertino: Necesito pruebas
para creer B) Pascal: Te las doy, las tengo todas C) Libertino: Todo
lo que dices es irrebatible, pero estoy hecho de tal modo que no
puedo creer D) Pascal: Yo tampoco necesito pruebas para creer,
justamente por eso no podré convencerte”. Donde el término
pruebas cambia de sentido entre B) y D): para el libertino, la
prueba es material, racional o histórica, para Pascal se trata de
una prueba por lo real. El argumento se resume en el texto del
“pari” en una frase que constituye por sí misma una definición del
significante lacaniano: “Es porque [los cristianos] carecen de
prueba que no carecen de sentido” (Ibid, 1213) [c’est en
manquant de preuve qu’ils ne manquent pas de sens].
Del mismo modo, en un pasaje referido a la dificultad para el
creyente de saber si es elegido o no por Dios, Pascal confirma la
imposibilidad de racionalizar el pasaje de B) a D), a través de una
homonimia de la lengua francesa. Pascal dice sinceramente al
escéptico que es imposible comunicar a otro la “inclinación” que
Dios imprime en el corazón del que lo ama. En el margen de la
hoja del manuscrito original, Pascal juega con la confusión de
sentido a la que da lugar la homonimia: “[Dios] penche le cœur de
celui qu’il aime/celui qui l’aime” el corazón de ése que él [el
creyente] ama/el corazón del que lo ama [o sea, de Dios].
Homonimia que se sitúa en un lugar teórico crucial, el de la
simultaneidad del surgimiento del Otro (celui qui l’aime/celui qu’il
aime) y del sujeto (celui qui l’aime/celui qu’il aime). El juego
significante expresa materialmente el vínculo literal de la
alienación en el Otro.
Es propio de la gracia, asimismo, introducir una transformación
inexplicable donde va implícita la acción de un real (o infinito) que
irrumpe en lo finito y a la vez se sustrae. En los textos sobre la
miseria/grandeza, Pascal sacaba la conclusión de que “es
peligroso hacerle ver demasiado al hombre hasta qué punto es
igual que las bestias, sin mostrarle su grandeza. Es todavía más
peligroso dejarle ignorar una y otra cosa. Pero muy ventajoso
representarle una y otra” (Ibid, 1170). La teoría del milieu llega
aquí a su máxima aplicación. Hay que tocar los dos extremos a la
vez, decía, para llenar el entre-dos (o sea, el sujeto) el cual, si es
fiel a esa lógica, se reconoce afectado por una falla que no puede
dominar con su razón: “Incrimino tanto a los que cubren a los
hombres de alabanzas como a los que se empeñan en abrumarlos
reprochándoles que se divierten; y no puedo aprobar nada más
que a los que buscan gimiendo” (Ibid, 1171). Al proponer excluir
tanto a uno como a otro, el resultado no es un promedio
cuantificado entre dos extremos sino una profundización al infinito
del nudo mismo, o sea, del entre-dos: “Si [el hombre] se jacta de
sí mismo, lo rebajo; si se rebaja, lo alabo; y lo contradigo siempre
hasta que comprenda que es un monstruo incomprensible” (Ibid,
1170). La noción de oposición desaparece, ya que se trata de
profundizar lo que anuda los opuestos negándose,
voluntariamente, a una salida de tipo racional: “Salir del medio
[milieu] es salir de la humanidad” (Ibid). 
Por eso, para Pascal solo la gracia eficaz puede anular
(confirmándola) o confirmar (anulándola) lo que los libertinos,
escépticos y muchos cristianos ven como una simple contradicción
entre vicio y virtud. Pecado original y gracia se condicionan
mutuamente, porque implican la intervención de un infinito. Es en
este sentido, y asumiendo lo forzado de la comparación, como
puede decirse que el pecado, núcleo del monstruo incomprensible
(y correlativamente la gracia eficaz) vienen a ocupar la función del
cero, o sea, hacen imposible totalizar, sumando o restando, la
suma del vicio y la virtud en un paso simple de 1 a 2 (unidades
finitas). Al inocularles un 3 entre el 1 y 2, los términos falsamente
contradictorios entran en una nueva relación (incomprensible
desde el punto de vista del sentido). Lo prueba el siguiente y
enigmático pasaje: “El mal es fácil, hay una infinidad. El bien es
casi único. Pero cierto tipo de mal es tan difícil de encontrar como
lo que se da en llamar bien, y a menudo, guiados por esa marca,
se hace pasar por bien ese mal particular. Es preciso incluso una
grandeza extraordinaria de alma para llegar a él, tanto como al
bien” (Ibid, 1160). Por oscuro que sea, no se puede negar que su
lógica rompe con una presunta proporción entre vicio (mal) y
virtud (bien). La gracia eficaz es heterogénea respecto de la
gracia suficiente sostenida por casuistas y molinistas, que suma y
resta, cuantifica y calcula, perdona de un modo automático (tanto
complaciente como cruel) a cambio de la observancia de
preceptos, confiada en el poder natural de actuar según el bien.
La gracia eficaz, en cambio, introduce, de un modo imprevisible,
improbable y esencialmente injusto, la desproporción entre las
cantidades finitas. Con ella, el punto “que se sustrae” se vuelve
operativo al máximo: “No es solamente para hacer que los
hombres practiquen los deberes exteriores de la religiosidad, es
por una virtud más alta que la de los fariseos y los sabios del
paganismo. La ley y la razón son pruebas suficientes para estos
efectos. Pero para desapegar al alma del amor por el mundo, para
hacerla morir a lo que más quiere, para hacerla morir a sí misma,
para llevarla y apegarla única e invariablemente a Dios, eso solo
puede lograrlo una mano todopoderosa” (Quinta Provincial).
Pascal concluye, siguiendo a San Agustín, no solo que el pecado
es desproporción entre vicio y virtud sino, además, que hay un
elemento indiscernible en el hecho de que algunos “se inclinen” al
don de la gracia y otros no. La temática del “punto” (originada en
la geometría) reaparece en la gracia.
La exégesis del Antiguo y Nuevo Testamento le sirve así para
articular una lógica que opera con un elemento ajeno a la razón.
Puede aplicarse en este punto a Pascal el argumento de
Kierkegaard en la Posdata a las migajas filosóficas, cuando
reprocha a sus contemporáneos confundir la religión con un saber
y, en última instancia, con una opinión. Del mismo modo, Pascal
confiesa al escéptico que no podrá convencerlo de volverse
creyente con los argumentos que convendrían a un saber objetivo.
El “arrodíllate” del “pari” cobra aquí todosu valor: solo un acto
puede llevar a la humillación de la razón. La religión no es un
saber que abarca a su objeto con un conocimiento transparente.
En la época que asiste, según la fórmula de Koyré, al paso
irreversible del mundo cerrado al universo infinito, el discurso de
Pascal enuncia que tanto el discurso científico como el religioso
contienen un agujero (y su solución personal consistió en llenar
ese agujero con el mensaje de Cristo). Pero lo distingue de otros
cristianos el haber interpretado el mensaje de Cristo mismo de
acuerdo a las coordenadas de lo real.
El caso es que nos encontramos, en el plano teológico en que se
mueve Pascal, con una lógica comparable a la que subyace a la
doble operación alienación/separación propuesta por Lacan. El
sujeto que resulta de esa operación, “tachado” en el Otro por el
significante unario, no puede representarse su división. No poder
salir de su división equivale a no poder elegir “libremente” entre S
1 y S 2 (como entre el vicio y la virtud para Pascal, por ejemplo,
que no pertenecen al nivel del saber objetivo) sino que tendrá que
efectuar una “elección forzada” bajo la marca del S 1. No es
forzado, así, poner la apuesta de Pascal bajo la férula de la
alienación/separación pensada por Lacan, a condición de tener en
cuenta que esa lógica retrotrae la ilusión de la libertad a un
momento primitivo que ha anulado ya, por así decir, su libertad en
la división operada por la intervención del infinito. 
La creencia religiosa adquiere otro cariz que el dado por una
identificación de tipo idolátrico con un pequeño otro. Hasta el
punto de que lo que Pascal reitera en su Apología del cristianismo,
en el deslinde del saber científico y la fe, se parece mucho a la
definición que diera Lacan de la creencia en el Seminario XI. El
hecho de que Lacan aluda a la creencia paranoica no altera su
validez en el campo religioso: “En el fondo de la paranoia misma,
que nos parece sin embargo enteramente animada por la
creencia, domina ese fenómeno de l’Unglauben [no-creer]. No se
trata de un ‘no creer en eso’ sino de la ausencia de uno de los
términos de la creencia, del término en que se designa la división
del sujeto. Si es cierto que no existe una creencia plena y entera,
es porque no hay creencia que no suponga en su fondo que la
dimensión última que ella ha de revelar es estrictamente
correlativa del momento en que su sentido va a devanecerse” (Les
quatre concepts de la psychanalyse, Paris, Points-Seuil, 265). Este
pasaje rehabilita una vez más, en términos psicoanalíticos, la
lógica que hemos querido poner de relieve más arriba. No es que
falte uno de los términos de la creencia al nivel de una
correspondencia entre significante y significado (Dios existe o no,
Cristo es el Mesías o no, etc), la negación no se produce entre dos
significantes/significados de un mismo nivel sino en el registro de
una negación primordial, la que divide al sujeto mismo
devolviéndolo al lugar de donde el significante unario eliminó ya la
posibilidad de elegir entre dos significantes como si fueran objetos
de saber. El sujeto surge, pues, como resultado de la negación de
la negación (a condición de no pensarla en el plano especulativo).
Pascal deja de lado como poco importante que haya dos términos
entre los cuales elegir (creer o no creer, que Dios exista o no), ya
que supone que ambos son imposibles de pensar. Al saltar por
encima de esa aparente contradicción (salto que no es del orden
de la razón ni de la conciencia), el sujeto se instala en eso que
Lacan llama su división. No se accede a la división, como al “punto
incomprensible” del pecado, por las vías de la razón. En la teología
de Pascal, esa impotencia de la razón exige que se recurra a la
gracia, en una zona donde lo que domina, a no dudarlo, son las
reglas que el inconsciente impone a un sujeto sometido
deliberadamente al Otro.
Sara Vassallo
saravillam@yahoo.fr
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