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LAZOS VERDES Adriana Anzolín

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LAZOS	VERDES
Nuestra	relación	con	la	naturaleza
Adriana	Anzolín
EDITORIAL	MAIPUE
Anzolin,	Adriana
Lazos	verdes	:	nuestra	relación	con	la	naturaleza	/	Adriana	Anzolin.	-	1a	ed	.	-	Ituzaingó	:	Maipue,
2016.
Libro	digital,	EPUB
Archivo	Digital:	descarga
ISBN	978-987-3615-51-1
1.	Ecología.	I.	Título.
CDD	577
Edición	digital,	octubre	de	2016.
Imagen	de	tapa:	«Naufragio»	(Pintura),	Rubén	Herrera
Diseño	de	tapa:	Disegnobrass
Corrección:	Milena	Sesar
Composición,	diagramación	y	armado:	Paihuen
©Editorial	Maipue
Zufriategui	1153,	1714	Ituzaingó,	provincia	de	Buenos	Aires,	Argentina.
Tel./fax:	54-11-4458-0259	y	54-11-4624-9370
ventas@maipue.com.ar	/	promocion@maipue.com.ar
www.maipue.com.ar
Queda	hecho	el	depósito	que	establece	la	Ley	11.723.
No	se	permite	la	reproducción	parcial	o	total,	el	almacenamiento,	el	alquiler,	la	transmisión	o	la
transformación	de	este	libro,	en	cualquier	forma	o	por	cualquier	medio,	sea	electrónico	o	mecánico,
mediante	fotocopias,	digitalización	u	otros	métodos,	sin	el	permiso	previo	y	escrito	del	editor.	Su
infracción	está	penada	por	las	leyes	11723	y	25446.
Prólogo
Nos	resultaría	difícil	no	aceptar	que	existe	una	creciente	conciencia	planetaria	en	torno	a	la
visualización	de	la	diversidad	y	multiplicidad	de	problemas	ambientales.	Éstos,	en	los	últimos	treinta
años,	han	ocupado	de	manera	creciente	espacios	en	la	opinión	pública,	en	los	ámbitos	científicos	y
académicos,	en	las	escuelas,	en	las	organizaciones	sociales,	en	los	gobiernos.	Todo	ello	ha	contribuido	a
crear	la	necesidad	de	intervenir	y	dar	respuesta	a	los	desafíos	que	implica	reconocer	dichos	problemas.
Por	otro	lado,	también	podemos	decir	que	existe	una	creciente	conciencia	planetaria	vinculada	a	los
hábitos	de	consumo,	al	uso	de	las	nuevas	tecnologías	de	comunicación	y	al	dominio	global	de	recursos
estratégicos	tales	como	el	agua,	el	petróleo,	los	minerales,	el	suelo	y	la	biodiversidad.
Son	dos	caras	de	un	mismo	fenómeno.	Por	un	lado	la	necesidad	de	conservar	y	mejorar	las	condiciones
de	vida	para	todos,	humanos	y	no	humanos;	y	por	otro,	la	depredadora	mano	del	mercado	global	que	no
reconoce	límites	y	que	tiene	por	única	finalidad	crecer	y	concentrar	poder.
Los	problemas	ambientales	y	los	conflictos	implícitos	en	ellos,	es	decir,	tensión	de	intereses	entre
afectados	y	beneficiarios,	son	hoy	difíciles	de	negar.	Estos	problemas	no	emergen	de	manera	espontánea
y	desarticulada,	sino	que	son	una	manifestación	de	un	proceso	civilizatorio,	occidental	y	moderno,	que
entra	en	crisis	y	nos	pone	como	humanidad	ante	desafíos	inéditos	en	nuestra	corta	historia	como	especie
biológica.
Estos	desafíos	impactarán	en	todos	los	campos	de	conocimiento,	pero	en	particular	sobre	aquellos
vinculados	con	la	formación	y	la	educación.	Ya	que	seguimos	sosteniendo	que	es	ésta	uno	de	los	medios
más	eficaces	para	lograr	cambios	en	las	sociedades.
De	relacionar	la	crisis	ambiental	con	la	educación	surge	a	principio	de	los	70	la	Educación	Ambiental,
como	un	campo	específico	de	la	educación	y	que	ha	logrado	importantes	avances	hasta	la	actualidad,
aunque	es	necesario	reconocer,	que	es	un	campo	de	conocimiento	en	construcción	y	que	la	dedicación	de
los	investigadores	y	educadores	para	su	desarrollo	es	fundamental.	La	Educación	Ambiental	no	viene
dada,	hay	que	hacerla,	y	ello	nos	da	la	oportunidad	de	ser	sujetos	protagónicos	en	su	construcción.
Lazos	Verdes	va	sin	dudas	en	este	sentido	y	avanza	en	una	necesidad	fundamental	que	es	la	de	contar
con	textos	para	docentes	y	estudiantes	que	puedan	ligar	lo	que	históricamente	ha	sido	separado	en
disciplinas	científicas,	en	sociedad	y	naturaleza,	en	sujeto	y	objeto,	en	yo	y	los	otros,	negando	así	la
complejidad	ambiental	como	totalidad	integrada	que	tan	bien	tratada	está	en	el	presente	texto.
Es	sin	lugar	a	dudas	un	aporte	de	sustancial	valor,	que	contribuye	con	el	desarrollo	de	la	Educación
Ambiental	y	que	surge	de	las	ganas	y	motivaciones,	de	la	sensibilidad	y	el	conocimiento,	en	este	caso	de	la
Licenciada	Adriana	Anzolín,	pero	que	es	compartido	por	tantas	personas	en	el	planeta.
El	texto	cuenta	con	recursos	que	van	de	la	historia	a	la	narración	literaria,	de	la	ciencia	al	conocimiento
intuitivo	y	sensible;	lo	que	le	da	un	perfil	complejo,	reflexivo	y	motivador	para	la	tarea	docente.	Articula
con	facilidad	y	gracia	disciplinas	científicas	con	saberes	tradicionales,	buscando	siempre	ligar	lo	que	la
autora	denomina	“Lazos	verdes”;	es	decir,	el	contrato	con	la	naturaleza,	de	la	que	dependemos	y	con	la
que	tenemos	una	responsabilidad	mayor	que	cualquier	otra	especie	biológica,	dada	nuestra	enorme
capacidad	transformadora.
Podemos	decir	de	manera	general	que	la	crisis	ambiental	nos	interpela	y	nos	da	la	oportunidad	para
soñar	en	un	mundo	más	justo,	equitativo,	participativo,	de	sujetos	respetuosos,	responsables	y	solidarios;
es	decir,	un	mundo	sustentable.	Esta	tarea	generosa	llevada	a	cabo	por	la	autora,	aporta	sin	lugar	a	dudas
a	dicho	mundo,	el	único	posible,	en	el	que	quepamos	dignamente	todos.
Lic.	Guillermo	Priotto
Coordinador	del	Área	de	Educación,	Ambiente	y	Desarrollo	Sustentable	de	la	Escuela	Pedagógica	y
Sindical	“Marina	Vilte”	de	la	Confederación	de	Trabajadores	de	la	Educación	de	la	República	Argentina.
Campodónico,	Rodolfo.	Solís	y	el	Río	de	la	Plata.
Capítulo	1
De	los	árboles	al	ciberespacio.	Nuestra	relación	con	la	naturaleza	a
través	de	la	historia
Historia	1:	El	sol	despunta	en	el	horizonte	pincelando	con	nuevos	colores	la	sabana.	En	un	bosquecito
de	acacias	se	escuchan	movimientos.	De	pronto,	varias	criaturas	saltan	de	la	copa	de	los	árboles,	se
yerguen	en	sus	dos	patas	y	repasan	con	la	vista	toda	la	zona.	No	hay	peligro.	Hacen	un	gesto	y	el	resto	del
grupo	baja	a	tierra	firme.	Hambrientos,	varios	se	abalanzan	sobre	los	restos	de	la	cena	que	debieron
abandonar	el	día	anterior,	cuando	escucharon	el	rugir	cercano	de	un	tigre	diente	de	sable.	Felizmente,	los
huesos	todavía	están	allí.	Uno	de	ellos	toma	uno,	lo	quiebra	con	una	piedra	y	todos	comen	con	fruición	la
médula	que	le	extrae,	una	comida	rica	en	grasas,	algo	así	como	un	fast	food	prehistórico.	Un	nuevo	día	ha
comenzado	para	el	Homo	habilis	en	el	África	oriental.
Historia	2:	Simultáneamente	varias	pantallas,	diseminadas	por	todo	el	mundo,	reproducen	la	imagen:
un	grupo	de	Homo	sapiens,	de	guardapolvo	blanco,	y	sentados	en	semicírculo	que	miran	a	la	cámara.
Detrás	de	ellos	aparece	un	sofisticado	laboratorio.	Se	percibe	el	ambiente	de	júbilo,	y	no	es	para	menos.
Cuando	el	más	anciano	habla,	sus	palabras	surcan	el	ciberespacio	y	casi	instantáneamente	llegan	a	los
colegas	con	los	que	está	comunicado	por	teleconferencia.	Les	está	confirmando	el	éxito	de	las
investigaciones:	ya	es	un	hecho	la	nueva	especie	de	tomate	que	no	se	congela	con	el	frío,	pues	han	logrado
agregarle	genes	de	pez	a	su	material	genético.
¿Qué	sucedió	en	el	medio?	¿Cómo,	en	los	2	millones	de	años	que	median	entre	ambas	historias,	de
criaturas	inermes	frente	a	las	fuerzas	de	la	naturaleza	nos	convertimos	en	otras,	que	modifican	paisajes	y
hasta	manipulan	las	bases	mismas	de	la	vida?	¿Cómo	una	“recién	llegada”	en	la	escala	temporal	de	la
evolución,	se	ha	abierto	paso	a	los	codazos	entre	las	demás	especies?	¿Qué	hemos	hecho	para	llegar	a	este
presente	de	profunda	crisis	ambiental?
A	las	respuestas	a	tantas	preguntas	que	se	agolpan,	debemos	rastrearlas	en	el	pasado,	en	el	que
aparecen	las	claves	para	entender	un	nexo	especialísimo,	el	del	hombre	con	la	naturaleza.	Un	vínculo
signado,	en	sus	comienzos,	por	una	profunda	influencia	del	entorno	natural	en	el	modo	de	vida	de
nuestra	especie	pero	que,	con	el	tiempo,	trocó	en	otro	cuyas	pautas	culturales,	tecnologías	u
organizaciones	económicas	dejaron	una	impronta	indeleble	en	el	ambiente.
Descorramos	juntos	el	telón	y	revivamos	esta	crónica	tan	singular,	la	de	nuestra	relación	histórica	con
la	naturaleza,	fascinante	por	sus	magníficos	escenarios	y	giros	imprevistos,	con	un	enorme	reparto	de
actores	y	un	final	que	todavía	estamos	escribiendo...
Primer	acto:	los	recolectores	y	cazadoresComo	toda	historia,	ésta	comienza	por	el	principio.	Sin	embargo,	a	diferencia	de	otros	relatos,	éste	es
incierto,	está	perdido	en	la	noche	de	los	tiempos,	cubierto	por	mil	velos	de	incertidumbre.	Nuevos	y
frecuentes	descubrimientos	óseos	invitan,	cada	vez	que	se	producen,	a	los	científicos	a	revisar	las	teorías
sobre	nuestra	evolución.	Es	que	nuestro	árbol	genealógico	es	frondoso	y	muchas	de	sus	ramas	se
truncaron	en	algún	punto	de	la	evolución,	mientras	otras	fructificaron	hasta	llegar	a	nosotros,	los	Homo
sapiens.
Hemos	elegido	al	Homo	habilis	como	iniciador	de	esta	saga	pues	es	el	primero	de	nuestros
antepasados	capaz	de	modificar,	aunque	levemente,	su	entorno	(entre	2,4	y	1,5	millones	de	años	atrás).
Esta	criatura	compartía	con	sus	antecesores	en	la	línea	evolutiva,	los	australopithecus,	una	altura
semejante	(no	más	de	1,3	m.)	y	el	caminar	bípedo.	Esta	última	cualidad	que	nos	hizo	caminar	erguidos,	a
pesar	de	traernos	algunos	problemitas	de	espalda	y	de	acelerar	nuestros	embarazos	(ya	que	damos
nacimiento	a	crías	menos	maduras	y	más	indefensas	frente	al	ataque	de	otras	especies),	demostró	ser	un
regalo	de	la	naturaleza	por	dos	razones:	nos	permitía	elevarnos	por	sobre	los	pastizales	y	ver	enemigos	a
gran	distancia	y,	sobre	todo,	nos	dejaba	libres	unas	manos	que,	morfológicamente,	ya	estaban	preparadas
para	construir.	La	capacidad	manual	se	aunó	en	el	Homo	habilis	con	un	aumento	de	su	capacidad
craneana	a	600-800	cm3,	para	dar	a	luz	el	primer	instrumento	tecnológico	conocido:	una	piedra	afilada.
Es	esta	habilidad	para	crear	los	primeros	utensilios	la	que	le	dio	su	nombre	y	le	otorgó	una	mejor
capacidad	defensiva	y	de	caza.	Aunque	la	actividad	recolectora	de	frutas,	vegetales,	raíces	y	también	de
carroña	–que	constituían	su	base	alimentaria–	lo	tenía	en	permanente	movimiento,	lentamente	mejoró	la
forma	y	el	filo	de	sus	piedras	(que	podían	cortar	cueros	tan	fuertes	como	el	del	elefante)	y	las	técnicas	de
cazar	en	grupo,	que	requerían	planificación,	cooperación	y	comunicación.	Esto	le	permitió	obtener
comida	abundante	para	varios	días,	y	para	nuestros	ancestros	fue	como	si	el	supermercado	natural
hubiese	agregado	una	góndola	repleta	de	proteínas,	hasta	ese	entonces	muy	escasas	en	la	dieta	humana.
El	rol	de	este	hombre	primitivo	no	era	demasiado	diferente	al	de	otros	organismos	vivos:	el	de	un	actor
de	reparto	que	miraba	expectante	los	procesos	naturales	que	no	podía	comprender.	Pero	en	él	ya
aparecían	los	atisbos	de	esa	cualidad	poderosa	de	nuestra	especie:	la	inteligencia,	que	le	permitió	luego
elevarse	sobre	el	determinismo	biológico	e	influir	sobre	el	medio	en	el	que	evoluciona.	A	partir	de	este
momento,	la	tecnología	(por	más	sencilla	que	fuera)	y	no	solo	la	evolución	biológica	irán	cambiando	el
entorno.
El	siguiente	y	fundamental	paso	lo	dio	un	descendiente	suyo,	el	Homo	erectus,	que	surgió	hace
aproximadamente	1,5	millones	de	años.	Además	de	gran	caminante	(después	de	partir	de	África,	su	cuna,
llegó	hasta	Europa	y	Asia)[1]	y	fabricante	de	útiles	de	piedra	cada	vez	más	sofisticados,	como	hachas	y
bolas,	realizó	la	proeza	de	domesticar	al	fuego.	Es	difícil	imaginar	cómo,	tras	vencer	el	miedo	a	una	fuerza
tan	hostil,	desatada	por	rayos	y	volcanes,	logró	capturarla,	conservarla	y	reproducirla	para	su	propio
beneficio.
El	fuego	resultó	trascendental	para	el	medio	ambiente	y	para	el	propio	hombre	por	muchas	razones.
En	primer	lugar,	acercó	calor	a	la	humanidad,	lo	que	permitió	nuestra	expansión	hacia	zonas	más	frías,	y
también	nos	perfeccionó	como	cazadores,	al	utilizarlo	para	cercar	a	las	presas	y	poder	matar	y	consumir
algunos	grandes	herbívoros.
Esta	práctica	de	caza	da	por	tierra	con	la	imagen	de	un	hombre	prehistórico	que	se	comporta	siempre
de	manera	idílica	con	la	naturaleza.	Por	el	contrario,	en	muchos	casos	existen	evidencias	de	que	el	Homo
erectus,	a	través	del	fuego,	se	convirtió	en	el	primer	“paisajista”	de	la	historia.	Exterminó	algunas	especies
vegetales	y	colaboró	en	el	desarrollo	de	otras,	creando	áreas	de	pastos	(sabanas)	con	un	número	reducido
de	árboles	resistentes,	como	las	acacias	y	mimosas	en	África.	En	el	continente	americano,	colonizado
miles	de	años	más	tarde,	también	quedan	vestigios	de	la	acción	del	fuego,	como	los	pastizales	de	nuestras
pampas	o	las	áreas	de	pasto	en	el	Chaco.	Los	animales	capaces	de	esconderse	en	cuevas	subterráneas	para
protegerse	del	calor	abrasador	del	fuego	tuvieron	más	suerte	que	otros	que	no	pudieron	resistir	la	presión
combinada	de	la	caza	y	los	cambios	climáticos	que	se	sucedieron	luego.	Así,	terminaron	extinguiéndose
mamuts,	perezosos	gigantes,	rinocerontes	lanudos,	etc.	que	pastaban	en	Eurasia	y	en	América	del	Norte.
Pero	el	fuego	no	sólo	dejó	su	impronta	en	la	naturaleza,	también	encendió	una	nueva	chispa	en	la
humanidad.	A	medida	que	fuimos	ascendiendo	por	el	árbol	evolutivo,	nuestro	cerebro	creció	y	nuestros
dientes	y	maxilares	se	achicaron	hasta	llegar	a	la	forma	que	poseen	actualmente.
En	este	proceso	que	ocurrió,	según	distintas	teorías	antropológicas,	entre	300.000	a	150.000	años,	el
volumen	de	nuestro	cerebro	llegó	a	sus	actuales	1.300-1.500	cm³	y	el	lenguaje	se	fue	afianzando	y
recreando	en	torno	a	los	fogones	del	Pleistoceno	superior.	Alrededor	de	una	fogata	probablemente	se
organizaba	la	cacería	del	día	siguiente	(que	se	hacía	en	grupos	de	unas	25	personas),	los	cazadores
contaban	sus	hazañas,	o	se	relataban	historias	míticas.	En	definitiva,	fue	el	espacio	donde	empezamos	a
tejer	lazos	familiares	y	sociales	más	fuertes,	donde	se	consolidaron	las	primeras	tribus.	¿Será	por	eso	que
aún	perdura	la	fascinación	por	los	fogones	o	la	cocina,	el	rincón	más	calentito	de	la	casa?
Y	hablando	de	cocina,	es	oportuno	recordar	lo	que	alguien	ha	dicho:	“El	hombre	es	un	omnívoro	que	se
nutre	de	carne,	vegetales	y	de	imaginario.”	El	fuego	nutrió	la	imaginación	de	las	primeras	cocineras
(probablemente	ya	existía	la	división	del	trabajo	y	los	hombres	eran	los	que	cazaban),	que	lo	asociaron	al
proceso	de	la	maceración	y	lograron	así	ablandar	los	alimentos,	eliminar	gustos	amargos	o	astringentes	y
quitar	propiedades	tóxicas	a	cosas	que	de	otra	manera	hubiesen	resultado	incomibles.	Algunos	aventuran
que	los	alimentos	más	blandos	hicieron	innecesarios	los	grandes	dientes	y	mandíbulas	que,	al	achicarse,
dejaron	espacio	para	el	desarrollo	del	cerebro	y,	por	ende,	del	lenguaje,	que	también	mejoró	gracias	a	una
lengua	más	flexible.
A	pesar	de	lo	que	podría	suponerse,	los	recolectores-cazadores	tuvieron	una	dieta	mucho	más	variada
y	menos	vulnerable	a	los	azares	catastróficos	que	la	de	los	agricultores	que	los	sucederían.	Estudios	de
sociedades	pre-agrícolas	que	perduran	hasta	nuestros	días	revelan	que	algunas	utilizan	hasta	1.400
especies	vegetales,	consumen	azúcares	de	la	miel,	y	completan	su	dieta	con	la	caza	o	la	pesca.	Están	lejos
de	los	males	del	hombre	moderno,	como	el	colesterol,	la	presión	sanguínea	elevada	y	la	obesidad.
Conforme	las	habilidades	del	hombre	para	fabricar	utensilios	mejoraron,	sus	posibilidades	de
adaptarse	a	distintos	entornos	creció.	Por	ejemplo,	la	fabricación	de	agujas	finas	y	pequeñas	le	permitió
coser	el	cuero	de	animales	y	confeccionar	ropa	abrigada	que,	junto	con	el	fuego,	lo	ayudaron	a	avanzar
sobre	zonas	más	frías.
No	caben	dudas	de	que	el	punto	de	partida	en	la	conquista	de	nuevas	tierras	partió	desde	África	hacia
el	resto	del	mundo,	pero	no	está	tan	claro	cómo	se	distribuyó.	Actualmente	se	realizan	estudios	del	ADN
en	poblaciones	de	todo	el	mundo	para	rastrear	los	grados	de	parentescos	entre	ellas	y	evaluar	cómo	el
hombre	fue	avanzando.	Lo	que	parece	estar	claro	es	que	el	continente	americano	fue	el	último	en
poblarse,	hace	más	de	30.000	años,	a	través	del	estrecho	de	Bering,	en	una	etapa	en	que	los	hielos
avanzaron	y	tendieron	un	puente	con	Asia	(aunque	también	habrían	contribuido	corrientes	migratorias
desde	la	Polinesia).	Con	los	fríos	intensos	de	la	última	glaciación	(hace	unos	50.000	años)	los	bosques	y
muchos	animales	escasearon	o	desaparecieron	y	nuestros	antepasados	deben	de	haber	aguzado	el	ingeniopara	sobrevivir.	Se	sabe	que	utilizaron	los	hielos	como	el	primer	freezer	de	la	historia,	para	preservar	los
animales	cazados	y	consumirlos	en	época	de	escasez,	y	que	mejoraron	las	técnicas	para	obtener	sus
armas.
La	conquista	de	nuevos	espacios	influyó	en	nuestros	rasgos	exteriores	y	dio	origen	a	las	distintas
etnias,	que	no	son	más	que	simples	adaptaciones	al	medio.	En	las	zonas	frías	del	norte,	donde	la
radiación	solar	es	más	escasa,	nuestra	piel	se	hizo	muy	clara	para	maximizar	la	síntesis	de	vitamina	D,	los
ojos,	claros	también,	porque	ven	mejor	con	poca	luminosidad;	y	las	narices,	afiladas,	para	humedecer	y
calentar	el	aire	frío	antes	de	que	llegue	a	los	pulmones.	En	zonas	calurosas	nos	hicimos	enjutos	y	morenos
para	protegernos	del	sol.	En	las	selvas	tropicales	nos	volvimos	bajitos	porque	el	denso	follaje	no	deja
pasar	el	sol	y	se	limita	la	incorporación	de	calcio	que,	al	igual	que	otros	minerales,	es	escaso	en	los	suelos
tropicales,	lavados	en	parte	por	las	lluvias	torrenciales.
Todavía	nos	percibíamos	como	parte	de	un	orden	natural	y,	en	la	cosmología	de	los	pueblos,	a	lo	largo
y	a	lo	ancho	del	mundo,	la	naturaleza	ocupaba	un	lugar	central.	Los	ritos	de	las	primeras	religiones	eran
para	el	hombre	una	posibilidad	de	afirmarse	en	el	espantoso	misterio	del	mundo,	de	aplacar	con	ofrendas
sus	devastadoras	fuerzas	naturales,	de	propiciar	la	fertilidad	de	la	tierra,	de	establecer	vínculos	con	los
espíritus	de	animales	y	plantas	a	los	que	se	admiraba	o	temía	y	de	festejar	los	ciclos	de	la	naturaleza.	En	el
mundo	de	los	cazadores	y	labriegos	primitivos,	todas	las	cosas,	animadas	e	inanimadas,	estaban	poseídas
de	espíritu	y	relacionadas	entre	sí.	El	hechicero	era	el	mediador	entre	los	hombres	y	el	mundo	espiritual,
al	que	se	invocaba	para	curar,	propiciar	la	buena	caza,	ahuyentar	demonios,	adquirir	las	habilidades	o	la
fuerza	de	animales	que	permitieran	vencer	a	los	enemigos,	etc.	El	ayuno,	el	uso	de	plantas	como	el	peyote
en	México	(de	propiedades	narcóticas),	la	música	ritual	(las	danzas	del	águila,	del	oso	y	del	búfalo	de	los
indios	americanos	o	la	danza	del	canguro	de	los	aborígenes	de	Australia)	y	las	máscaras	de	los	animales
invocados,	facilitaban	el	ingreso	“al	otro	mundo”.	Incluso,	es	posible	que	algunas	pinturas	rupestres	que
reflejan	escenas	de	caza	hayan	tenido	un	contenido	ritual.	Se	han	encontrado	bastones	en	la	zona	del
Mediterráneo,	hechos	en	hueso	o	asta,	en	los	que	algunos	quieren	ver	el	antiquísimo	mito	de	la	“varita
mágica”,	ya	que	poseen	marcas	y	dibujos	que	no	indican	un	simple	hobby	decorativo	de	los	chamanes,
sino	que	se	los	utilizaba	como	almacenadores	de	información,	a	semejanza	de	un	disquete	de	nuestros
tiempos.	Los	más	recientes	(de	hace	unos	17.000	años)	tienen	dibujos	de	animales	y	marcas	realizadas
con	una	cierta	periodicidad,	lo	que	revelaría	que	los	utilizaban	para	tener	registrado	de	alguna	manera	en
qué	época	del	año	aparecían	los	animales	migrantes.	A	uno	de	ellos	en	particular	(el	hueso	francés	La
Marche),	si	se	lo	compara	con	un	modelo	astronómico,	resulta	una	anotación	exacta	del	calendario	lunar.
Ya	apreciamos,	en	épocas	tan	tempranas,	la	obsesión	humana	por	el	movimiento	de	los	astros.	Es	que
de	nuestro	conocimiento	de	lo	que	sucediera	en	la	esfera	celeste	dependían	la	vida	y	la	muerte	aquí	abajo,
en	la	Tierra.	Cazábamos,	y	nuestras	piezas	aumentaban	o	disminuían	según	sus	migraciones	periódicas;	y
los	frutos,	el	frío	y	las	lluvias	aparecían	en	determinadas	épocas	de	año.	El	cielo,	gracias	a	la	periodicidad
de	sus	movimientos,	nos	ofrecía	un	reloj	cósmico	para	saber	cuándo	sucederían	estas	cosas	y	prepararnos
para	afrontarlas.
Segundo	acto:	los	agricultores
El	hilo	de	esta	historia	nos	conduce	al	siguiente	paso	trascendental	para	el	hombre	y	la	naturaleza,	la
creación	de	la	agricultura,	un	don	directamente	otorgado	por	los	dioses,	según	muchas	culturas.	Los
egipcios	relatan	que	fue	Osiris	en	persona	quien	les	enseñó	las	artes	de	la	labranza,	e	Isis,	su	hermana	y
esposa,	la	que	logró	elaborar	pan	a	partir	de	trigo	y	cebada.
Los	relatos	bíblicos	tienen	una	versión	diferente,	pues	hablan	de	ella	como	un	castigo	divino	impuesto
a	Adán	y	Eva	por	su	pecado.	Ellos,	expulsados	del	paraíso,	tuvieron	que	ganarse	el	pan	con	el	sudor	de	su
frente.	La	realidad	parece	acercarse	más	a	esta	historia,	pues	si	bien	la	agricultura	nos	permitió	sustentar
a	una	mayor	cantidad	de	población,	el	esfuerzo	laboral	que	imponía	era	mayor	que	el	de	la	recolección.
Todavía	las	nieblas	del	tiempo	cubren	parte	de	nuestro	relato	y	nos	impiden	avizorar	con	certeza	qué
pasó	y	por	qué.	Antropólogos,	biólogos,	arqueólogos	y	otros	estudiosos	no	se	ponen	de	acuerdo	sobre	qué
impulsó	al	hombre	a	convertirse	en	agricultor,	a	abandonar	el	“paraíso	descansado”	de	los	cazadores-
recolectores.	Algunos	suponen	que	nos	quedamos	sin	varios	platos	en	nuestra	mesa	debido	a	la	extinción
de	numerosas	especies	animales	(como	dijimos,	por	cambios	climáticos	intensos	y	la	caza)	y	que	además
nuestro	número	había	aumentado	bastante	(algunos	estiman	que	éramos	unos	5	millones.	Sin	embargo,
otros	suponen	que	no	fue	la	necesidad	la	que	nos	impulsó,	pues	todavía	había	comida	suficiente.
Sea	cual	fuere	la	causa,	lo	cierto	es	que	hace	apenas	unos	12.000	años	iniciamos	la	primera	revolución
agrícola.	Es	probable	que	sus	primeros	esbozos	comenzaran	con	la	observación	del	crecimiento
espontáneo	de	algunas	semillas	silvestres,	que	se	colectaban	para	moler	y	comer	o	que	invadían	el	hábitat
perturbado	por	el	hombre	(quien,	con	sus	desechos,	fertilizaba	la	tierra).	Paso	a	paso	realizamos	una
selección	y	creamos	un	ambiente	favorable	a	su	crecimiento	a	diversas	especies	vegetales	que	tuvieran
alguna	característica	beneficiosa	como	rapidez	de	crecimiento,	alto	rinde,	gusto	agradable	y,	obviamente,
ausencia	de	toxicidad.	Hoy	nos	asombraría	ver	cómo,	a	lo	largo	de	miles	de	años	de	selección	artificial,
obtuvimos	cultivos	con	características	morfológicas,	fisiológicas	y	hasta	químicas	muy	diferentes	de	las
originales.	Por	ejemplo,	un	maíz	prehistórico	era	un	alfeñique	seis	veces	más	chico	que	el	actual,	y	las
papas,	de	tan	amargas	y	tóxicas	(debido	su	alto	contenido	de	alcaloides),	resultaban	impensables	como
plato.
Algunas	de	nuestras	elecciones	fueron	casi	contra	natura,	pues	seleccionamos	ciertas	variedades	de
especies	que	tenían	bajas	probabilidades	de	sobrevivir	por	sí	mismas	pero	que	lo	lograron	con	nuestra
ayuda.	En	el	caso	del	trigo,	se	eligieron	las	variedades	que	tenían	una	espiga	que	no	se	desgranaba
fácilmente	y,	por	lo	tanto,	al	momento	de	recolectarlas	no	se	rompían	y	dispersaban.	Esta	cualidad,	que
era	beneficiosa	para	el	agricultor	porque	facilitaba	su	trabajo,	era	negativa	cuando	la	planta	debía
propagarse	sola	en	la	naturaleza,	porque	dificultaba	la	dispersión	de	las	semillas.
Los	animales,	aparentemente	poco	tiempo	después,	tampoco	escaparon	a	nuestra	mirada	escrutadora.
El	primero	que	se	nos	arrimó	fue	el	perro,	con	el	que	creamos	una	especie	de	sociedad:	él	nos	ayudaba	a
cazar	y	nosotros,	a	cambio,	le	dábamos	trozos	del	animal	cazado.	A	este	compañero	de	ruta,	que	se
demostraría	fiel	y	adorable	a	lo	largo	de	miles	de	años,	le	siguieron:
Cuadro	1.1.:	Época	de	domesticación	de	animales.	(Fuente	Diario	Clarín,	21-6-1994).
Las	especies	animales	fueron	elegidas	por	algún	rasgo	específico	como	su	docilidad,	la	cantidad	de
carne	proporcionada	o	el	tipo	de	piel	o	de	cuero	que	poseían.	Es	probable	que	muchas	se	acercaran	a
comer	los	restos	de	nuestras	cosechas,	momento	que	aprovechábamos	para	atraparlas.
Nuestras	reses	actuales	son	descendientes	de	una	proveniente	de	Rusia,	mientras	que	el	cerdo	lo	sería
del	jabalí,	que	vagaba	por	grandes	extensiones	de	Europa,	Asia	y	África.	En	menos	de	10.000	años	hemos
logrado	cambios	espectaculares	con	los	animales	domesticados:	las	ovejas	actuales	rinden	de	10	a	20
veces	más	lana	y	de	mejor	calidad	que	la	de	sus	ancestros	y	las	vacas	producen	varios	miles	de	veces	más
litros	de	leche	que	en	la	antigüedad.
Como	vemos,	paso	a	paso,	“el	hombre	encauzó	el	río	evolutivohacia	su	propio	molino”,	de	manera
cada	vez	más	consciente,	generando	lo	que,	con	justeza,	se	llama	la	revolución	agrícola	del	neolítico,
porque	supuso	cambios	ambientales	y	sociales	muy	importantes.
La	agricultura	y	la	domesticación	de	animales	le	permitieron	al	hombre	acopiar	alimentos	y	pasar	de
una	vida	trashumante	a	una	sedentaria.	Ya	no	era	necesario	correr	tras	el	“plato	favorito”,	caminar	en
busca	de	frutos	o	seguir	las	migraciones	periódicas	de	los	animales	como	les	ocurría,	por	ejemplo,	a
algunos	indios	americanos	con	el	bisonte.	No	obstante,	ya	algunas	tribus	de	cazadores-recolectores
llevaban	una	vida	prácticamente	sedentaria	en	lugares	que	les	ofrecían	abundantes	recursos	(mariscos	en
las	zonas	costeras,	frutos	en	algunos	bosques,	etc.).	Sólo	siguieron	moviéndose	periódicamente	los
agricultores	de	algunas	zonas	boscosas,	que	despejaban	una	pequeña	área	mediante	la	tala	y	quema	de	los
árboles,	la	cultivaban	durante	dos	o	tres	años	(hasta	que	los	rendimientos	comenzaban	a	decrecer)	y
luego	se	trasladaban	hacia	otro	lugar,	donde	realizaban	la	misma	operatoria.	De	esta	forma	la	tierra	no	se
agotaba.
Este	sedentarismo	constituyó	un	cambio	trascendental.	Por	primera	vez	el	hombre	permanecería	en	un
“lugar”,	probablemente	para	toda	su	vida,	y	se	pensaría	a	sí	mismo	como	natural	“de”	determinado	lugar,
para	diferenciarse	de	los	de	“otros”	lugares.	El	sentido	de	patria	empezaría	a	forjarse	en	las	primeras
aldeas	que,	a	su	vez,	serían	el	germen	de	las	primeras	grandes	civilizaciones	urbanas.	Así,	los	ríos	Tigris	y
el	Éufrates	de	la	Mesopotamia,	abrazaron	hace	unos	4.000	a	3.500	años	a	la	civilización	sumeria	y	luego	a
babilonios,	asirios	y	persas.	En	el	valle	del	río	Nilo,	alrededor	de	la	misma	época,	comenzó	la	egipcia,
mientras	que	la	civilización	del	valle	del	Indo	creció	en	la	India,	y	la	china,	a	orillas	del	río	Amarillo.	Como
vemos,	todas	al	borde	de	algún	río	que	proporcionara	agua,	pesca,	facilitara	la	agricultura	en	sus	riberas,
fertilizadas	con	los	sedimentos	de	las	inundaciones	periódicas	y	libres	de	jungla	espesa	difícil	de	despejar.
El	río,	además,	permitía	el	uso	de	algún	medio	de	transporte	para	cubrir	largas	distancias.
Mientras	que	los	recolectores–cazadores	consideraban	como	recurso	una	gama	amplísima	de	frutos,
animales,	semillas,	raíces,	etc.,	los	antiguos	campesinos	centraron	su	atención	en	un	total	de	no	más	de
cincuenta	animales	y	vegetales	que	aún	hoy	constituyen	la	fuente	básica	de	nuestra	alimentación.	El
problema	de	la	dependencia	de	pocos	alimentos	no	es	precisamente	que	el	menú	fuera	más	aburrido,	sino
que	abrió	las	puertas	a	algunas	enfermedades	producidas	por	la	carencia	de	nutrientes,	como	el
kwashiorkor	(por	falta	de	proteínas),	la	ceguera	y	el	beriberi	(por	falta	de	vitaminas	A	o	B
respectivamente).	Es	de	imaginar	que	el	fracaso	de	una	cosecha	de	la	que	se	dependía	casi	en
exclusividad,	por	sequía,	pestes	o	cualquier	otro	factor	ambiental,	producía	verdaderas	hambrunas	y
disputas	entre	las	tribus	por	los	alimentos.
Esta	selección	de	especies	que,	según	algunos	indicios,	habría	sido	realizada	por	las	mujeres	mientras
realizaban	sus	actividades	recolectoras,	produjo	una	gradual	modificación	del	paisaje	natural.	La
policromía	y	la	diversidad	de	formas	de	los	ecosistemas	naturales	fueron	desapareciendo	bajo	los	toscos
arados	y	la	siembra	de	unas	pocas	especies.	El	período	Neolítico	fue	el	preludio	de	un	proceso	de	pérdida
de	especies	que	se	acentúa	cada	vez	más	y	provoca	graves	consecuencias,	como	veremos	más	adelante.
Es	probable	que	el	cambio	de	régimen	al	que	nos	vimos	sometidos	al	poder	acumular	alimentos	para
momentos	de	carestía	haya	acelerado	el	crecimiento	demográfico,	lo	que	a	su	vez	impulsó	la	agricultura.	Y
que	ésta,	al	necesitar	más	mano	de	obra,	acicateara	a	nuestra	especie	a	tener	más	hijos,	promoviendo	una
espiral	de	crecimiento	de	la	población	que	no	se	había	observado	antes.
Entreacto:	los	recursos	naturales
Antes	de	continuar,	nos	detendremos	a	considerar	un	aspecto	muy	importante	para	esta	historia.
Como	se	habrá	dado	cuenta	el	lector,	lo	que	diferenció	a	los	recolectores-cazadores	de	los	agricultores	fue
qué	tomaron	de	la	naturaleza	y	cómo	lo	utilizaron.	Los	elementos	de	la	naturaleza	que	cada	cultura	utiliza
para	satisfacer	directa	o	indirectamente	sus	necesidades	se	llaman	recursos	naturales,	un	concepto	muy
empleado	pero	comprendido	a	medias.	Tendemos	a	pensar	que	sólo	son	bienes	tangibles,	como	la	madera
de	un	bosque,	el	petróleo,	los	minerales,	la	flora,	la	fauna…;	y	fenómenos	naturales,	como	las	mareas,	los
vientos,	etc.,	que	nos	son	útiles	en	la	generación	de	energía	o	cualquier	otro	uso	(imaginemos	qué	habría
sido	de	Colón	sin	el	viento	hinchando	las	velas	de	sus	carabelas...).	Sin	embargo,	citando	al	Principito,
muchas	veces	“lo	esencial	es	invisible	a	los	ojos”	y	existen	otros	recursos	menos	obvios	pero	tan	o	más
importantes,	sin	los	cuales	los	ecosistemas	se	dañarían	irreversiblemente	y	nuestras	actividades	no
podrían	proseguir.	Entre	ellos,	se	encuentran	ciertos	servicios	que	nos	presta	la	naturaleza	conocidos	con
el	rimbombante	nombre	de	funciones	ecosistémicas.	Por	ejemplo,	un	bosque,	además	de	darnos	madera,
frutas	o	raíces,	cumple	la	función	de	proteger	al	suelo	contra	la	erosión	de	la	lluvia	o	del	viento	(es	como
un	amoroso	guardián	que	lo	abraza	y	retiene	con	sus	raíces),	actúa	como	regulador	climático
manteniendo	la	humedad	ambiente	y	regula	el	equilibrio	de	ciertos	gases	en	la	atmósfera	a	través	de	la
fotosíntesis.	Otro	ejemplo	son	los	ríos,	que	no	sólo	aportan	su	agua	y	sus	recursos	biológicos,	sino
también	su	capacidad	depuradora	para	degradar	los	residuos	que	volcamos	en	ellos.	Ciertamente,	somos
deudores	de	esta	incansable	trabajadora	que	es	la	naturaleza,	proveedora	de	innumerables	servicios	de
los	cuales	muchas	veces	no	somos	conscientes.
En	la	lista	de	recursos	no	debemos	olvidar	a	los	que	provienen	del	espacio	exterior,	¿acaso	no	lo
estamos	utilizando	como	basurero	de	chatarra	espacial	(restos	de	satélites,	cohetes,	etc.)	y	aprovechando
su	ingravidez	para	fabricar	aleaciones	especiales	o	realizar	experimentos	impracticables	en	la	Tierra?
Las	necesidades	que	los	recursos	naturales	pueden	satisfacer	no	son	sólo	materiales,	sino	también
espirituales	o	recreativas.	Infinidad	de	lugares	naturales	como	bosques,	montañas,	cascadas	y
manantiales	son	santuarios	“a	cielo	abierto”	para	determinadas	sociedades.	Curiosamente,	algunos	de
ellos	han	mantenido	ese	carácter	a	través	de	los	tiempos,	las	religiones	y	las	culturas.	Es	el	caso	del	sitio
donde	se	construyó	la	bella	catedral	gótica	de	Chartres	(Francia),	que	antes	de	ser	destinado	al	culto
cristiano	había	sido	objeto	de	veneración	de	los	druidas	y,	en	el	Neolítico,	asentamiento	de	túmulos
funerarios.	En	cuanto	a	las	necesidades	recreativas,	es	obvio	que	un	bello	paisaje	es	fuente	de	solaz	y
esparcimiento	para	cualquier	cultura.
Como	dijimos,	los	recolectores-cazadores	y	los	agricultores	tomaron	diversos	elementos	de	la
naturaleza,	esto	significa	que	el	concepto	de	recurso	natural	es	dinámico,	va	variando	en	función	de	los
conocimientos	con	que	cuenta	cada	sociedad	y	también	de	las	pautas	culturales	que	la	rigen.	El	recurso
puede	estar	y	no	“ser	visto”,	como	cuenta	la	historia	que	sucedió	con	un	mármol	utilizado	por	Miguel
Ángel.	Según	ella,	mientras	caminaba	por	un	mercado	donde	se	ofrecían	todo	tipo	de	mármoles,	el	artista
vio	una	roca	y	sintió	que	era	la	ideal	para	realizar	su	obra.	Cuando	preguntó	su	precio,	el	propietario	se	la
regaló,	pues	durante	años	había	estado	tirada	sin	que	nadie	considerase	que	fuera	aprovechable.	El	genio
y	la	destreza	de	Miguel	Ángel	trabajaron	durante	un	año,	en	que	la	convirtió	en	una	de	las	obras
escultóricas	más	bellas:	La	Piedad.	Cuando	se	la	mostró	al	comerciante,	éste	no	podía	dar	crédito	a	que
tanta	hermosura	hubiese	salido	de	un	material	aparentemente	inservible	para	todos.	La	historia	de	la
humanidad	está	llena	de	estos	“mármoles”	que	tardaron	en	ser	descubiertos.	Es	el	caso	de	un	hongo
bastante	feo,	por	cierto	que,de	elemento	absolutamente	ignorado	se	convirtió	en	un	recurso	de
inestimable	valor.	Hablamos	del	hongo	Penicillium	notatum,	del	que	Alexander	Fleming	descubrió
accidentalmente	la	propiedad	de	producir	penicilina,	un	antibiótico	eficaz	contra	varias	enfermedades
como	la	sífilis,	el	tétanos	o	la	escarlatina.
Puede	suceder,	por	el	contrario,	que	un	recurso	deje	de	serlo,	o	que	pierda	alguna	de	sus	aplicaciones
cuando	se	descubre	que	puede	ser	reemplazado	por	otro	menos	costoso	o	más	eficiente	para	el	uso	al	que
estaba	destinado.	El	caucho,	un	material	gomoso	que	fluye	cuando	se	hace	un	corte	en	la	corteza	de	varias
plantas,	es	uno	de	esos	casos.	Mayas	y	aztecas	hacían	numerosos	objetos	e	incluso	amasaban	el	material
para	obtener	unos	balones	de	tamaño	semejante	a	los	de	una	pelota	de	fútbol,	que	usaban	en	sus	juegos.
Según	el	historiador	Antonio	de	Herrera,	Cristóbal	Colón	lo	conoció	observando	éstos	en	el	transcurso	de
su	segundo	viaje.	Para	este	cronista	de	las	conquistas	españolas,	las	bolas	del	material	elástico	“botaban
mejor	que	las	castellanas.”
También	Cortés	presenció	estos	juegos	durante	su	conquista	del	Imperio	Azteca,	en	el	palacio	de
Moctezuma,	y	se	admiró	de	la	blancura	de	los	dientes	de	las	chicas	aztecas,	que	atribuyó	al	mascado	de
esta	goma.
Llevado	a	Europa,	se	descubrieron	sus	propiedades	para	fabricar	gomas	de	borrar	lápiz	y	para	recubrir
prendas	y	hacerlas	impermeables.	Pero	este	recurso	inició	una	carrera	verdaderamente	rutilante	varias
centurias	después,	cuando	Goodyear	descubrió,	en	el	siglo	XIX,	el	proceso	de	vulcanización,	que	abrió	las
puertas	a	su	uso	a	gran	escala.	Este	proceso	permitió	obtener	un	material	distinto,	sin	los	inconvenientes
del	caucho	crudo,	que	se	derrite	cuando	hace	calor	y	se	torna	quebradizo	cuando	hace	frío.	A	partir	de
este	proceso	y	del	gran	crecimiento	de	la	industria	del	automóvil	a	principios	del	siglo	XX,	la	principal
fuerza	impulsora	de	la	industria	del	caucho	fue	la	fabricación	de	neumáticos.	Grandes	extensiones	de
cultivo	del	Hevea	brasilensis,	árbol	considerado	el	proveedor	de	la	mejor	calidad	de	caucho,	se
desarrollaron	fundamentalmente	en	Brasil	y,	en	menor	escala,	en	Perú,	Colombia,	Bolivia	y	Ecuador.	Un
verdadero	imperio	creció	en	el	corazón	del	Amazonas	comandado	por	los	“barones	del	caucho”	que,
dados	los	fastuosos	edificios	que	construyeron	en	la	ciudad	de	Manaos,	la	convirtieron	en	la	“París	de	los
trópicos”.	Cuando	Brasil	perdió	la	hegemonía	del	caucho	a	manos	de	los	ingleses,	que	contrabandearon
las	semillas	brasileñas	y	las	sembraron	en	sus	colonias	asiáticas,	los	precios	cayeron	y	el	imperio
amazónico	comenzó	a	tambalear.	El	derrumbe	se	apresuró	con	el	desarrollo	del	caucho	sintético	(sobre
todo	a	partir	del	estallido	de	la	Segunda	Guerra	Mundial),	que	hoy	ha	desplazado	al	natural	en	una
inmensa	gama	de	aplicaciones,	e	incluso	se	utiliza	en	la	industria	aeroespacial.
La	historia	del	caucho	muestra	la	importancia	de	la	tecnología	(en	este	caso	la	vulcanización)	para
hacer	uso	de	un	recurso.	A	su	vez,	la	tecnología	empleada	por	cada	sociedad	pone	de	manifiesto	varias
cosas,	de	las	cuales	la	más	obvia	es	el	grado	de	los	conocimientos	científicos	que	posee.
Pero,	como	veremos	repetidas	veces	a	lo	largo	de	este	trabajo,	también	declara	la	relación	que	dicha
sociedad	establece	con	la	naturaleza,	si	busca	respetar	sus	ciclos	de	renovación	o	únicamente	extraer	lo
más	rápidamente	sus	riquezas	hasta	extenuarlas.	Y,	por	último,	habla	de	cómo	nos	tratamos	entre
nosotros,	los	de	la	misma	especie	pues,	como	ha	dicho	Maurice	Godelier:	“En	todas	partes	aparece	un
lazo	estrecho	entre	la	forma	de	usar	la	naturaleza	y	la	forma	de	usar	a	los	humanos.”
Para	ir	cerrando	este	entreacto	dedicado	a	los	recursos	naturales,	diremos	que	pueden	clasificarse	de
varias	formas,	la	más	usual	es	en	renovables	y	no	renovables.	Los	recursos	renovables	son	aquellos	que	se
reproducen	en	el	estado	actual	del	planeta	y	que	pueden	obtenerse	en	forma	continua.	Esto	es	así	siempre
que	se	respetan	sus	tiempos,	es	decir,	que	se	los	explote	a	una	velocidad	inferior	a	la	de	su	reproducción	y
que,	además,	no	se	supere	su	capacidad	de	auto	restauración	frente	a	la	contaminación,	erosión,	etc.	La
flora	y	la	fauna	son	ejemplos	de	recursos	que	se	reproducen,	pero	que	también	han	sido	llevados	a	la
extinción	por	sobreexplotación.	El	agua	es	un	recurso	potencialmente	renovable	pero,	en	algunos	lugares
donde	es	muy	escasa,	se	la	puede	agotar	si	se	la	utiliza	en	forma	desmedida.
Los	recursos	no	renovables	son	aquellos	que	la	naturaleza	no	está	produciendo	actualmente,	o	los	que
produce	en	forma	muy	limitada	y	que,	por	lo	tanto,	se	agotan	luego	de	un	período	de	explotación.	Es	el
caso	del	petróleo	o	de	los	minerales.	Muchos	de	ellos	han	estado	sepultados	durante	millones	de	años	en
las	entrañas	de	la	Tierra,	ajenos	a	lo	ocurría	en	la	superficie	del	planeta.	Mientras	permanecían
inmovilizados,	los	seres	vivos	seguían	con	sus	ocupaciones,	entre	ellas	evolucionar.	Cuando	el	hombre
comenzó	a	extraer	petróleo	de	las	profundidades,	en	instantes,	puso	en	contacto	a	dos	perfectos
desconocidos:	viejos	materiales	y	ecosistemas	actuales.	Al	no	haber	recorrido	juntos	el	camino	evolutivo
no	han	tenido	la	oportunidad	de	adaptarse	los	unos	a	los	otros	y	han	resultado	un	matrimonio
desavenido.	Excepto	algunas	bacterias,	no	existen	seres	vivos	que	se	dediquen	a	comer	petróleo	o	a
utilizarlo	de	alguna	manera.	Por	el	contrario,	es	muy	tóxico	y	permanece	largo	tiempo	en	los	ecosistemas
al	no	haber	procesos	naturales	que	los	eliminen	rápidamente.
Por	último,	podemos	decir	que	el	hombre	ha	amasado	con	su	ingenio	los	llamados	recursos	inducidos,
a	partir	de	la	manipulación	de	los	recursos	naturales.	Es	el	caso	de	las	actividades	agrarias	en	cualquiera
de	sus	especializaciones.	A	su	vez,	y	teniendo	como	base	los	recursos	naturales	e	inducidos,	ha	creado	los
recursos	culturales,	que	son	invenciones	puramente	humanas,	como	los	libros,	el	cine,	las	computadoras,
y	miles	más.
Tercer	acto:	Los	“poli-rubro”
Antes	de	proseguir	con	nuestro	relato	debemos	dejar	claro	que	el	progreso	humano	nunca	ha	sido
lineal.	Por	eso	es	común	encontrar	que,	durante	diferentes	períodos,	han	convivido	sociedades
organizadas	en	torno	a	la	caza	con	otras	que	practicaban	la	agricultura	o	la	industria.	De	manera	que	no
imaginemos	la	historia	como	un	único	sendero,	sino	como	una	ancha	avenida	con	algunas	calles	laterales.
La	avenida	nos	muestra	linealmente,	mojón	por	mojón,	nuestros	avances.	Pero	tengamos	presente	que
algunos	grupos	humanos,	en	ciertos	momentos	de	su	evolución,	siguieron	“por	una	calle	lateral”,	y	se
retrasaron	más	o	menos	en	su	recorrido	respecto	de	los	que	fueron	por	la	calle	principal.	El	camino
elegido	dependió	sobremanera	de	los	recursos	que	les	ofrecía	el	medio,	sobre	todo	del	clima.	Por	ejemplo,
la	agricultura	y	la	vida	sedentaria	se	desarrollaron	mucho	más	rápido	en	el	sur	de	Europa	y	el	sur	de	Asia
que	en	el	norte	de	Europa,	que	tardó	mucho	más	en	recuperarse	de	la	última	glaciación.	Elegiremos
transitar	esta	historia	por	la	vía	rápida	(que,	como	veremos,	no	siempre	ha	sido	la	mejor),	y	nos
detendremos	sólo	en	los	mojones	importantes	para	la	relación	hombre-naturaleza.
Si	a	la	historia	de	los	cazadores-recolectores	nos	la	narran	principalmente	sus	huesos	y	algunas	parcas
posesiones	encontradas,	a	medida	que	el	hombre	evolucionó	fue	dejando	más	y	más	evidencias	que	nos
permiten	reconstruir	cada	vez	mejor	este	relato.
Paso	a	paso,	a	fuerza	de	inventiva	y	de	suerte	(que	nos	permitió	descubrimientos	fortuitos),	fuimos
encontrando	nuevos	elementos	que	hicieron	más	cómoda	y	segura	nuestra	vida.	Desarrollamos	la
alfarería,	la	cestería	y	los	trabajos	textiles	aproximadamente	entre	los	años	6000	a	5000	a	de	C.;	e
hicimos	una	serie	de	descubrimientos	(la	rueda,	el	uso	de	los	metales,	la	palanca,	la	escritura,	etc.)	que
lograron	que	ganáramos	confianza	en	nuestras	propias	fuerzas	y	nos	afianzáramos	en	el	medio	ambiente.
Las	actividades	de	nuestra	especie	se	hicieron	más	diversificadas	y	complejas.	Gracias	alos	excedentes	de
la	agricultura	podíamos	mantener	a	personas	que	no	producían	directamente	alimentos.	Así,	además	de
agricultores,	hicieron	su	aparición	artesanos	de	muy	variada	índole,	comerciantes,	escribas,	curanderos,
jefes,	etc.	que	tenían	algún	tipo	de	conocimiento	requerido	por	la	población.	La	sociedad	“poli-rubro”	ya
estaba	en	marcha	y,	por	lo	general,	se	organizó	según	jerarquías	claramente	establecidas	donde	un	poder
central	(conformado	por	gobernantes,	sacerdotes	y	militares)	dirigía	los	aspectos	económicos,	políticos,
religiosos	y	militares.
Ahora	los	chamanes	devenidos	sacerdotes	eran	los	depositarios	de	los	conocimientos	esotéricos	y
astronómicos	que	compartían	con	los	gobernantes.	El	Sol	y	la	Luna,	reverenciados	desde	tiempos
inmemoriales,	revistieron	un	papel	cardinal	en	las	antiguas	culturas	del	Medio	Oriente	y	de	América	y	se
los	relacionaba	directamente	con	el	poder	de	los	reyes.	Endiosados	monarcas	derivaron	del	Sol	sus
orígenes	y	sus	dominios	en	las	culturas	egipcia,	maya,	azteca	e	inca.	Nombres	tales	como	el	del	faraón
Ramsés	(“hijo	de	Ra”)	revelan	su	filiación	con	el	dios	sol	Ra	y	mostraban	que	el	gobernante	encarnaba	los
poderes	benefactores	del	astro.	Los	calendarios	de	algunas	de	estas	culturas	y	sus	observatorios
astronómicos	asombran	por	su	precisión,	como	los	de	Angkor	Bat	en	Camboya,	Chichen	Itzá	en	México,
Abu	Simbel	en	Egipto	y	de	la	cultura	anasazi	en	Nuevo	México.	En	algunos	casos	han	sido	construidos	de
manera	que	en	los	alrededores	del	21	de	junio	y	21	de	diciembre	(en	el	hemisferio	norte,	solsticio	de
verano	y	de	invierno	respectivamente)	ingrese	luz	en	determinados	lugares	ceremoniales,	que	indica	el
inicio	del	verano	y	del	invierno.
En	todos	los	lugares	del	planeta	se	realizaban	fiestas	para	recibirlos	y	para	celebrar	la	fertilidad
humana	y	la	de	la	naturaleza.	Los	incas,	por	ejemplo,	durante	el	solsticio	de	invierno	tenían	varias
celebraciones,	como	la	Fiesta	del	Sol	(Inti-Raymi),	en	la	que	se	le	agradecía	al	astro	por	la	cosecha
obtenida.
Algunas	han	sido	recuperadas,	como	la	celebración	del	comienzo	de	un	nuevo	ciclo	de	la	naturaleza	(la
llegada	del	invierno)	conocida	como	Wiñoy	Tripanta	o	We	Tripanta,	que	la	comunidad	Mapuche-
Tehuelche	de	Esquel	volvió	a	festejar	en	1998.	Muchas	otras	fiestas	perduran	hasta	nuestros	días,	quizá	la
más	conocida	sea	el	Carnaval,	derivado	de	las	Saturnales,	fiestas	romanas	en	honor	a	Saturno,	dios	de	la
agricultura	y	de	la	naturaleza,	que	según	las	mitologías	es	de	quien	el	hombre	aprendió	las	labores	del
campo	y	el	amor	a	la	naturaleza.	Tal	era	la	raigambre	de	esta	fiesta	en	el	pueblo,	que	cuando	el
cristianismo	comenzó	a	extenderse	por	el	mundo	pagano,	no	pudo	desterrarla	y	tuvo	que	terminar
aceptándola	a	regañadientes.	No	fue	la	única.	La	fiesta	de	San	Juan,	coincidente	con	el	solsticio	de
invierno	(24	de	Junio),	surgió	de	una	fiesta	pagana	que	se	remonta	al	culto	al	dios	sol	Ra,	donde	se	hacían
hogueras	sobre	las	que	había	que	saltar	como	forma	de	purificación	de	los	pecados	y	eliminación	de	los
espíritus.	El	sentido	se	mantuvo,	ya	que	San	Juan	el	bautista	era	el	predicador	del	bautismo,	que	busca
redimirnos	del	pecado.	Lo	cierto	es	que	de	aquel	alborear	de	la	cultura	llegan	a	nuestros	días	muchos
vestigios,	más	o	menos	“disfrazados”	de	encantamientos,	ritos	y	dioses	paganos	invocados	para	obtener
los	favores	de	la	naturaleza.	Como	por	ejemplo,	cuando	se	bautiza	un	navío	con	champán	en	lugar	de	con
sangre	expiatoria.	O	cuando,	en	las	tierras	de	la	alta	Escocia	se	invoca	a	Santa	Brígida,	una	versión
cristianizada	de	Bridget,	la	diosa	céltica	de	los	fuegos	sagrados	y	los	manantiales	santos.
A	medida	que	nuestras	ciudades	crecieron	y	se	sofisticaron,	comenzó	a	recrearse	un	ambiente	donde	la
naturaleza	todavía	estaba	presente,	pero	comenzaban	a	pesar	las	pautas	sociales	y	culturales,	fruto	de	la
interrelación	permanente	de	los	hombres	entre	sí.	Debimos	acostumbrarnos	a	reglas	muy	estrictas	–como
la	pena	capital	para	ciertos	delitos–,	que	aseguraban	una	convivencia	más	o	menos	en	paz	en	espacios
estrechos	y	permitían	administrar	actividades	cada	vez	más	complejas.	Renunciamos	a	la	antigua	libertad
de	movimiento	de	los	cazadoresrecolectores,	su	contacto	directo	con	la	naturaleza	y	la	libertad	de	elegir
sus	propios	jefes.	A	cambio,	obtuvimos	la	protección	de	las	amuralladas	ciudades	frente	a	los	ataques	de
otros	pueblos	y	más	probabilidades	de	obtener	una	cuota	alimentaria	regular.
El	crecimiento	de	estas	ciudades	no	sólo	cambió	nuestra	organización	como	sociedad,	sino	que
también	provocó	la	ruptura	de	ciertos	equilibrios	ecológicos,	lo	cual,	con	el	correr	del	tiempo,	tendría
nefastas	consecuencias.	A	las	evidencias	más	antiguas	sobre	los	efectos	ambientales	de	las	ciudades
podemos	rastrearlas	entre	el	tercero	y	segundo	milenio	antes	de	Cristo,	en	la	cultura	sumeria.	Hay	que
hacer	un	verdadero	ejercicio	de	imaginación	para	poder	recrear	el	aspecto	del	actual	Irak,	el	sur	de
Turquía	y	otras	zonas	de	Medio	Oriente	en	esa	época.	Lo	que	hoy	es	un	páramo,	alguna	vez	tuvo
magníficos	bosques	de	cedros	y	otras	especies	como	el	álamo	del	Éufrates	y	el	sauce.	Desaparecieron	bajo
el	hacha	de	los	sumerios,	que	utilizaron	la	madera	para	construir	ciudades	cada	vez	más	grandiosas,	con
templos	y	lujosos	edificios	que	alimentaban	la	vanidad	del	gobernante	de	turno,	y	que	requerían	ingentes
cantidades	de	madera	para	vigas,	tablones,	etc.	Los	bosques	también	terminaron	como	tablones	para	sus
barcos,	piezas	de	arado,	herramientas,	canales	de	riego	y	como	combustible	para	fundir	el	bronce.
La	sentencia	de	Luther	Burbank:	“Las	leyes	de	la	naturaleza	afirman	en	vez	de	prohibir.	Si	violas	sus
leyes	eres	al	mismo	tiempo	tu	fiscal,	tu	juez,	tu	jurado	y	tu	verdugo”,	se	cumplió	a	rajatabla	en	la
Mesopotamia.	El	desmonte	provocó	la	erosión	del	suelo	y	dejó	expuestas	rocas	muy	salinas,	luego	el
viento	y	el	agua	arrastraron	barro,	troncos	y	sal	a	los	ríos	Tigris	y	Éufrates.	La	gigantesca	red	de	irrigación
de	la	Baja	Mesopotamia	debió	ser	permanentemente	controlada	para	que	no	se	atascara	con	los
sedimentos,	y	la	única	forma	en	que	los	barcos	podían	navegar	era	si	los	ríos	habían	sido	previamente
dragados.	Pero	nada	pudieron	hacer	con	la	creciente	salinidad	de	los	suelos.	Esta	alteración	fue	un	duro
golpe	para	el	cultivo	de	la	cebada,	fuente	principal	de	alimento	de	los	sumerios.	Mientras	la	agricultura	se
desintegraba,	la	declinación	de	este	pueblo	se	aceleraba	y	muchas	grandes	ciudades	desaparecieron	o
quedaron	reducidas	a	meras	aldeas.
Como	la	historia	es	una	víbora	que	se	come	la	cola,	con	sus	variantes	locales,	los	acontecimientos	que
aquejaron	a	los	sumerios	vuelven	a	repetirse	una	y	otra	vez.	Los	bosques	han	sido	la	base	de	la
prosperidad	de	muchos	pueblos	porque	resultaban	imprescindibles	para	actividades	para	las	que	no
existían	sustitutos,	pero	también	la	causa	de	su	decadencia	cuando	aquellos	no	supieron	cuidarlos.	Quien
tenía	árboles,	tenía	un	tesoro.	Creta,	por	ejemplo,	era	una	isla	griega	que,	debido	al	esplendor	de	sus
bosques,	atrajo	en	1900	a.C.	a	comerciantes	de	la	deforestada	Mesopotamia.	Se	convirtió,	merced	a	la
paulatina	tala	y	comercialización,	en	una	potencia	del	Mediterráneo.	Hasta	que	sus	suelos	erosionados
dijeron	basta	y	su	población	decayó,	pues	no	había	alimentos	para	sostenerla.	Las	ciudades-estados
griegas	también	padecieron	los	sinsabores	de	quedarse	sin	árboles,	lo	que	los	obligó	a	depender	de	la
madera	de	Macedonia,	una	país	insignificante	pero	con	bosques.	¿Se	imaginan	el	final?	Macedonia	se
enriqueció	y	sometió	a	los	griegos.
La	lujosa	vida	de	las	principales	ciudades	del	Imperio	Romano	también	se	sostuvo	a	expensas	de
buena	parte	de	los	bosques	de	la	península	itálica	y	de	otras	regiones.	Los	sofisticados	romanos	utilizaban
madera	para	los	techos,	escaleras	y	galerías	de	sus	residencias,	pero	también	consumían	mucha	para
cocer	los	ladrillos.	Otro	elemento	que	se	convirtió	en	el	último	grito	de	la	moda	del	siglo	I	fue	el	vidrio,
que	se	usaba	en	las	ventanas	de	las	mansiones	de	familias	adineradas	y	quefue	reemplazando
paulatinamente	a	los	metales	en	la	fabricación	de	copas	y	vasos.	También	la	de	los	baños	públicos
constituía	una	de	las	actividades	que	apasionaban	a	los	romanos	y	que	consumía	mucha	madera,	pues
debían	mantenerse	elevadas	a	70	º	C	las	temperaturas	de	las	aguas	y	de	los	cuartos	destinados	a	sudar.
Cuando	Roma	terminó	con	sus	reservas,	fue	por	más.	Los	extensos	y	bellísimos	bosques	de	las	actuales
Francia,	Alemania,	Gran	Bretaña	y	norte	de	África	maravillaron	y	espolearon	su	codicia,	lo	que	provocó	el
inicio	del	saqueo	maderero,	que	modificaría	parte	del	paisaje	del	mundo	“bárbaro”:	los	bosques	cedieron
paso	al	arado	y	amplias	zonas	antes	vacías	vieron	surgir	ciudades	y	caminos	que	unían	distintos	puntos
del	Imperio.
El	hambre	de	madera	no	fue	el	único	inconveniente	derivado	de	los	centros	urbanos.	Mientras
vivíamos	en	mudanza	permanente,	dejábamos	detrás	de	nosotros	los	desechos	que	producíamos,
devolviéndole	a	la	naturaleza	los	nutrientes	que	habíamos	extraído	“envasados”	en	frutos,	cultivos,
presas;	y	elementos	naturales	como	la	madera,	barro	o	fibras	utilizados	para	hacer	distintos	objetos.	La
mayoría	de	éstos	se	reintegraban	rápidamente	al	medio	natural	y	no	fueron	causa	de	problemas	debido	a
que	todavía	nuestra	población	era	escasa	y	no	usaba	materiales	sintéticos	(aunque	se	han	encontrado
cuevas	del	neolítico	que	funcionaron	como	basureros	prehistóricos,	atiborradas	de	conchas	marinas	y
huesos	de	animales	que	la	naturaleza	no	pudo	asimilar).
Cuando	nos	hicimos	agricultores	y	nos	instalamos	en	pequeñas	aldeas	cercanas	a	las	fuentes	de
alimentos,	todavía	el	ida	y	vuelta	de	los	nutrientes	continuó,	pues	con	nuestros	desechos	fisiológicos,
restos	de	alimentos,	etc.	fertilizamos	las	tierras	de	cultivo	y	alimentamos	al	ganado.	Pero	a	medida	que	las
concentraciones	urbanas	se	hicieron	más	grandes	y	estuvieron	más	alejadas	del	campo,	menor	cantidad
de	nutrientes	regresaron	allí	y	el	equilibrio	se	fue	rompiendo.	En	algunos	sitios,	la	fertilidad	del	suelo
comenzó	a	declinar	y	los	residuos	empezaron	a	apilarse	en	las	ciudades.	Roma,	por	ejemplo,	tenía
grandes	problemas	para	deshacerse	de	los	restos	de	productos	manufacturados	que	importaba	de	tierras
lejanas.	Uno	de	los	mayores	dolores	de	cabeza	eran	los	restos	de	ánforas	en	las	que	habían	arribado	a	la
capital	del	imperio	aceites,	vinos,	semillas,	etc.,	y	que	vendrían	a	ser	el	equivalente	a	los	envases	de
plástico	de	nuestras	actuales	ciudades.	A	estos	restos	de	objetos	de	alfarería	se	sumaban	los	provenientes
de	la	metalurgia	y	de	las	incipientes	producciones	de	químicos,	como	el	yeso	y	la	cal,	que	la	naturaleza	no
podía	degradar.	Tal	parece	que	fue	el	problema	en	la	ciudad	de	los	Césares:	una	de	las	colinas	sobre	las
que	está	asentada	tuvo	su	origen	en	un	inmenso	vertedero	de	residuos.
La	mayoría	de	estas	ciudades	crecieron	en	forma	desordenada,	con	áreas	atiborradas	de	casas,	calles
estrechas	y	tortuosas	y	donde	los	desagües	cloacales	eran	un	lujo	de	unos	pocos	ricos.	Existió,	por
ejemplo,	hace	más	de	4.000	años	una	especie	de	“prototipo”	de	inodoro	utilizado	por	los	cretenses	en	el
palacio	real	de	Cnossos	que	constaba	de	una	cisterna,	tazal	y	canal	de	desagüe.	También	en	Roma	hubo
un	sistema	de	alcantarillado	y	se	construyeron	acueductos	muy	importantes.	Pero	la	realidad	es	que	sólo
hace	dos	siglos	que	las	cloacas	sirven	a	un	número	importante	de	domicilios	privados.	Mientras	tanto,	los
orinales	fueron	volcados	a	la	calle	y	muchos	animales	muertos	tenían	el	mismo	destino.
Como	es	de	imaginar	frente	a	semejante	escenario,	la	hora	de	las	pestes	había	llegado.	Repetidas	veces
se	dieron	un	macabro	festín	con	nuestra	especie,	en	particular	la	peste	negra.	El	bacilo	de	esta
enfermedad	era	transmitido	a	los	humanos	por	pulgas	que	a	su	vez	se	habían	alimentado	con	la	sangre	de
ratas	infectadas	que	pululaban	en	los	centros	urbanos.	Los	griegos	y	romanos	hablan	de	repentinos	brotes
de	lo	que	parece	ser	esta	enfermedad	(siglo	VI	d.C),	que	pudieron	haber	matado	más	de	la	mitad	de	la
población	de	Constantinopla.
En	el	siglo	V	el	Imperio	Romano,	debilitado	por	su	propia	corrupción	y	las	invasiones	bárbaras,	cae;	y
la	organización	que	habían	mantenido	por	siglos	se	hace	añicos.	Con	el	hundimiento	de	esta	cultura,
vastas	extensiones	de	campos	cultivados	desaparecieron,	fueron	reemplazados	por	pequeñas
explotaciones	locales	y	los	bosques	comenzaron	a	recuperase	en	algunas	zonas.	Pero	si	la	naturaleza	se
tomaba	un	respiro	en	estos	lugares,	eran	tiempos	oscuros	para	el	hombre:	el	hambre,	las	pestes	y	la
disolución	social	eran	moneda	corriente.
Comenzada	la	Edad	Media,	que	duró	nada	menos	que	diez	siglos,	el	poder	de	la	Iglesia	cristiana	se
afianzó,	interviniendo	directamente	o	ejerciendo	su	influencia	sobre	los	reyes	para	reglar	aspectos
fundamentales	de	la	vida	de	millones	de	personas,	como	por	ejemplo	su	educación.	Algunos	han
achacado	a	esta	religión	(y	también	a	otras	monoteístas	como	el	Islam),	el	difundir	una	idea	de
superioridad	del	hombre	sobre	los	demás	seres	vivos,	avalada	por	lo	que	dice	el	Génesis	(9,	1-2):	“Sed
fecundos,	multiplicaos	y	llenad	la	tierra.	Sed	el	temor	y	el	horror	de	todos	los	animales	de	la	tierra	y	de
todos	los	pájaros	del	cielo,	como	de	todo	lo	que	se	mueve	en	la	tierra	y	de	todos	los	peces	del	mar:	se	han
librado	a	vuestras	manos.”	Algunos	padres	de	la	Iglesia	parecen	corroborar	esa	visión	cuando,	como
forma	de	denigrarlos,	hacían	referencia	a	los	paganos	como	“las	bestias	del	bosque”,	una	tradición	que	en
Occidente	perdurará	largamente:	es	una	víbora,	un	gusano,	un	pavo,	un	picaflor,	un	cuervo,	una	hiena,
etc.,	se	utilizan	estas	expresiones	cuando	queremos	calificar	mal,	por	supuesto,	a	los	de	nuestra	misma
especie.	¡Si	hasta	menospreciamos	a	nuestro	mejor	amigo	animal,	cuando	decimos	de	alguien	“es	un
perro”!
Pero	también	es	justo	reconocer	cierta	ambivalencia	en	los	textos	bíblicos.	Por	ejemplo,	Moisés
recomienda:	“cuando	ataques	una	ciudad,	no	destruyas	el	bosque	que	lo	rodea.	El	árbol	no	es	tu
enemigo.”	También,	el	Libro	de	los	Salmos	habla	del	descanso	de	un	año	que	hay	que	darle	a	la	tierra
luego	de	seis	años	de	trabajarla.	Incluso	dentro	de	la	propia	Iglesia,	aunque	de	manera	bastante	marginal,
hubo	corrientes	de	pensamiento	que	profesaron	un	profundo	respeto	por	la	naturaleza,	como	el
catarismo,	o	la	encarnada	por	San	Francisco	de	Asís,	que	hablaba	de	“el	hermano	Sol	y	la	hermana	Luna”.
Lo	cierto	es	que	a	estas	alturas	ya	nos	sentíamos	los	protagonistas	de	esta	historia,	aunque	todavía	sin
las	veleidades	de	un	primer	actor	que	más	tarde	adquiriríamos.	Que	los	animales	y	las	plantas	no	tenían
alma	era	el	pensamiento	generalizado	entre	los	cristianos,	por	lo	tanto	podían	ser	“mejorados”
aumentando	su	utilidad	y	belleza,	obviamente	siempre	desde	nuestra	óptica.	Muchos	monasterios
acometieron	la	tarea,	como	lo	indican	las	descripciones	de	un	monje	benedictino	francés	del	siglo	XII,
que	hablaba	de	que	se	había	dado	sentido	al	paisaje	poniendo	orden	donde	había	caos	y	diques	en	los	ríos
para	abastecer	las	norias	del	convento,	una	verdadera	factoría	con	telares,	prensas,	sierras,	molinos,	etc.
Bien	entrada	la	Edad	Media,	la	agricultura	se	expandió	gracias	al	perfeccionamiento	de	las	técnicas	de
roturación	del	suelo,	el	uso	de	los	animales	de	tiro	y	la	tala	de	bosques,	que	dejaba	terreno	despejado	para
las	tareas	agrícolas.	Aproximadamente	en	el	siglo	X,	ya	eran	notables	los	efectos	de	la	deforestación.	Si	en
esa	época	hubiésemos	podido	tomar	una	foto	instantánea	desde	el	espacio	exterior,	y	si	pudiéramos
compararla	con	una	actual,	veríamos	que	los	bosques	que	hace	10	mil	años	cubrían	el	34%	de	la	superficie
terrestre,	ya	tienen	varios	manchones	en	Europa,	India,	Asia	y	América	Central.	En	esta	última,	se
conjetura	que	la	deforestación	y	la	alteración	del	ciclo	del	agua	arruinaron	la	agricultura	maya	y
explicarían	el	derrumbe	de	esta	sociedad.	Las	mejoras	agrícolas	produjeron	un	crecimiento	demográfico
muy	importante	al	punto	que,	en	el	siglo	XIV,	el	equilibrio	entre	los	recursos	y	la	población	llegó	aun
límite	bastante	crítico	y	se	hizo	cada	vez	más	difícil	obtener	nuevas	tierras	de	labranza.	Las	sombras	del
hambre	y	otra	vieja	conocida,	la	peste	negra	o	bubónica,	volvieron	a	abatirse	con	particular	saña	en	ese
siglo.	Esta	última	fue	traída	por	mercaderes	de	Asia	Central	y	del	Oriente	próximo	y	se	enseñoreó	en
Europa.	Si	bien	no	existen	datos	fiables,	se	sabe	que	la	mortalidad	fue	tan	elevada	que,	en	los	lugares	más
afectados,	pereció	al	menos	la	mitad	de	la	población.	Aldeas	y	ciudades	enteras	quedaron	vacías	e	incluso
sucumbieron	animales	de	granja	y	pájaros.	El	origen	de	la	enfermedad	no	era	comprendido	y,	como	ha
sucedido	en	otras	ocasiones	en	la	historia	humana,	los	que	buscaban	una	explicación	fácil	encontraron	a
los	culpables	entre	los	proscriptos	de	la	sociedad	y	así,	los	mendigos	y	pobres	fueron	acusados	de
contaminar	al	pueblo.	También	se	aguzó	el	ingenio	bélico	pues,	quizá	como	la	forma	más	antigua	de
guerra	bacteriológica,	los	cadáveres	de	los	infectados	eran	arrojados	con	catapultas	al	interior	de	ciudades
sitiadas	para	acabar	con	los	enemigos.
A	mediados	del	siglo	XV,	el	mundo	se	ensancha.	Los	adelantos	técnicos	y	científicos	realizados	en	las
postrimerías	de	la	Edad	Media	nos	permitieron	construir	navíos	equipados	para	largas	travesías	y
entonces	nos	lanzamos	al	mar.	Españoles,	portugueses,	ingleses,	franceses	y	holandeses	fueron	en	busca
de	nuevas	rutas	para	llegar	a	un	Oriente	rico,	exquisito	y	repleto	de	especies	que	los	europeos	no	poseían
y	buscaban	para	dar	sabor	y	conservar	sus	alimentos.	En	esa	febril	exploración	descubrieron	que	el
mundo	era	algo	así	como	un	tercio	más	grande	de	lo	que	pensaban	y	que	estaba	poblado	de	extrañas
criaturas,	que	los	océanos	eran	más	vastos	y,	por	sobre	todas	las	cosas,	que	existía	un	nuevo	continente:
América.
El	descubrimiento	del	continente	americano	significó	el	acceso	a	un	mundo	rebosante	de	recursos
naturales;	sin	embargo,	los	sueños	y	desvelos	de	los	conquistadores	españoles	estuvieron	casi
excluyentemente	protagonizados	por	la	explotación	del	oro	y	la	plata.	La	vegetación	exuberante	y	de
exóticas	formas,	los	animales	que	parecían	haber	escapado	de	relatos	mitológicos	y	las	dilatadas
extensiones	de	los	paisajes	americanos	fueron	vistos	con	una	mezcla	de	estupor	y	de	desconfianza.	Un
humanista	español	de	aquella	época	hablaba	de	“dar	a	aquellas	tierras	extrañas	la	forma	de	la	nuestra”	o
sea,	de	convertir	a	América	en	algo	más	familiar	a	los	ojos	de	los	recién	llegados.	Es	así	que	trajeron	a
estas	tierras	muchos	vegetales	consigo:	trigo,	cebada,	arroz,	centeno,	vides,	garbanzos,	lentejas,
almendros,	naranjos,	limoneros,	perales,	romeros,	castaños	y	multitud	de	flores.	Y	también	animales
como	el	caballo,	el	buey,	la	mula,	vacas,	cabras,	cerdos	y	ovejas.
Por	el	contrario,	las	especies	americanas	no	fueron	tan	fácilmente	aceptadas	en	Europa.	El	tomate	fue
durante	largo	tiempo	sospechado	de	venenoso,	al	punto	que	en	algunos	lugares	de	Europa	recién	se	lo
aceptó	comenzado	el	siglo	XX.	Aparentemente	los	italianos	fueron	los	primeros	en	romper	el	tabú,	en	el
siglo	XVI,	cuando	se	animaron	a	comerlo	con	sal,	pimienta	y	aceite.	A	la	papa	le	fue	peor.	Este	tubérculo
estaba	adaptado	a	los	días	cortos	de	los	Andes	y,	por	lo	tanto,	no	se	reproducía	adecuadamente	durante
los	largos	días	veraniegos	de	la	zona	mediterránea.	Debieron	pasar	200	años	para	que	se	lograran
variedades	que	produjeran	regularmente	tubérculos	en	el	nuevo	hábitat	y	mucho	más	tiempo	aún	para
que	fuera	aceptada	como	alimento.	También	al	principio	se	la	creyó	venenosa	y	hasta	se	prohibió	su
consumo	porque	no	estaba	descripta	en	la	Biblia,	aunque	más	tarde	comenzó	a	ganar	adeptos,	cuando	se
hizo	fama	de	afrodisíaca.	Por	esas	piruetas	del	destino,	este	cultivo	inicialmente	censurado,	más	tarde
resultó	una	solución	a	las	hambrunas	que	periódicamente	sufrían	las	clases	menos	favorecidas	cuando
fallaban	las	cosechas	de	cereales.
Este	trasvase	de	especies	que	hicieron	los	conquistadores	entre	el	Viejo	y	el	Nuevo	Mundo	desplazó	a
empujones	sistemas	de	cultivo	probadamente	eficaces.	Los	incas,	por	ejemplo,	cultivaban	en	terrazas	una
gran	diversidad	de	vegetales	(más	de	100	especies),	que	seleccionaban	según	las	altitudes	a	las	que	iban	a
ser	sembradas.	De	algunas	especies,	como	la	papa	y	el	maíz,	obtuvieron	muchas	variedades	que	crecían
en	suelos	y	temperaturas	diferentes.	Los	cultivos	eran	alternados	con	canales	de	riego	que	evitaban	la
erosión	del	suelo	y	que	actuaban	como	reguladores	térmicos	(porque	disminuían	el	intenso	frío	de	las
alturas	andinas).	Además,	fertilizaban	con	sustancias	naturales	como	el	guano.	Alimentaron	a	una	gran
población	sin	degradar	el	medio	ambiente,	aprovechando	en	forma	respetuosa	todas	las	posibilidades	que
les	ofrecía	el	sistema	montañoso.	Este	excelente	andamiaje	agrícola	empezó	a	desmoronarse	con	el	arribo
de	los	españoles,	que	tampoco	respetaron	algunas	prácticas	indígenas	que	protegían	a	los	animales.	La
vicuña	casi	se	extingue,	muerta	de	frío,	cuando	comenzaron	a	esquilarla	por	completo,	desdeñando	la
usanza	inca	de	hacerlo	superficialmente.
Pero	todo	empalidece	frente	al	trato	que	nos	dimos	entre	nosotros	los	Homo	sapiens.	En	su	afán	de
extraer	los	metales	preciosos	que	ofrecía	el	nuevo	continente,	los	conquistadores	ibéricos	segaron	la	vida
de	miles	de	indígenas	que	trabajaban	en	las	minas	hasta,	literalmente,	caer	muertos	de	tanto	esfuerzo
físico,	maltratos	y,	como	veremos,	también	contaminación.	Desde	Potosí	(Bolivia),	la	“joya	americana	de
la	corona	española”,	se	enviaron	a	Europa,	entre	1503	y	1660,	16.000	toneladas	de	plata.	Para	su
obtención	se	horadaron	miles	de	bocas	en	los	cerros	y	el	mineral	extraído	era	molido	con	trapiches
hidráulicos	que	levantaban	una	espesa	polvareda	que	generaba	silicosis	(una	enfermedad	pulmonar	típica
de	los	mineros).	Pero	peor	aún	era	el	mercurio,	que	se	calentaba	junto	con	el	mineral	para	amalgamar	y
extraer	la	plata	contenida	en	este	último.	Los	indios	eran	obligados,	para	acelerar	el	proceso,	a	amasar
con	sus	pies	esa	mezcla	que	exhalaba	vapores	tóxicos.	Según	las	crónicas	de	la	época,	en	“menos	de	cuatro
años”	sucumbían	a	ellos	con	fuertes	temblores.	La	vegetación	circundante	también	desapareció	bajo	esta
contaminación	industrial,	la	más	antigua	del	continente	americano.
La	reverencia	de	los	incas	hacia	la	naturaleza	fue	compartida	por	muchas	otras	etnias	americanas,
entre	ellas	varios	pueblos	norteamericanos	que	más	tarde	(durante	los	siglos	XVII	y	XVIII)	debieron
soportar	la	conducta	del	depredador	más	voraz	que	jamás	había	penetrado	en	su	entorno:	el	hombre
blanco.	Han	quedado	numerosos	testimonios	del	azoramiento	que	les	producía	a	los	aborígenes	la
conducta	de	los	recién	llegados,	británicos	y	franceses.	Un	cacique	Sioux,	Oso	Erguido,	decía:
“Nosotros	no	creíamos	que	las	praderas	infinitas,	las	hermosas	cumbres	y	lo	susurrantes	arroyos	rodeados	de
enmarañada	maleza	fueran	‘salvajes’.	Solamente	el	hombre	blanco	creía	en	la	‘naturaleza	salvaje’,	y	solamente	él
creía	que	la	tierra	estaba	llena	de	animales	‘salvajes’.	Para	nosotros	la	naturaleza	estaba	domesticada.	La	tierra
era	pródiga	y	nos	rodeaban	las	bendiciones	del	Gran	Misterio.	Hasta	que	llegó	el	hombre	hirsuto	del	Este	y
empezó	a	infligirnos	con	frenética	brutalidada	nosotros	y	a	nuestros	seres	queridosinjusticia	tras	injusticia,	la
tierra	nunca	fue	‘salvaje’	para	nosotros.	Cuando	los	animales	del	bosque	comenzaron	a	huir	del	hombre	blanco,
fue	cuando	empezó	para	nosotros	el	‘Salvaje	Oeste’.	Los	ancianos	Lakota	eran	sabios.	Sabían	que,	apartado	de	la
naturaleza,	el	corazón	del	hombre	se	endurece.	Sabían	que	la	falta	de	respeto	hacia	las	cosas	vivientes,	lleva
también	a	una	falta	de	respeto	hacia	los	humanos.”
Para	sumar	más	desolación	a	tanta	muerte,	los	indígenas	fueron	diezmados	por	un	ejército	invisible
pero	temible:	los	agentes	patógenos	traídos	del	Viejo	Mundo.	Los	aborígenes	no	poseían	mecanismos
defensivos	frente	a	enfermedades	que	les	eran	desconocidas	como	la	viruela,	el	sarampión,	la
tuberculosis,	la	peste	negra,	el	cólera,	eltifus,	etc.;	con	las	que	habían	lidiado	durante	milenios	los
euroasiáticos	y	africanos,	y	a	quienes	esta	lucha	les	había	conferido	cierto	grado	de	inmunidad.	Mientras
el	avance	del	ejército	ibérico	podía	ser	muy	lento	a	través	de	la	selva,	virus	y	bacterias	lo	precedían	y
hacían	su	trabajo.	De	manera	que	era	bastante	común	que	cuando	arribaban	a	alguna	población	aborigen,
encontraran	a	sus	pobladores	debilitados	o	directamente	diezmados,	lo	que	suponía	casi	un	milagro	para
las	intenciones	militares	de	los	españoles.
América	pagó	muy	caro	su	ingreso	al	“mercado	común	de	las	enfermedades”	y	sólo	en	épocas
relativamente	recientes	empezamos	a	cobrar	conciencia	de	cuán	alto	fue	ese	precio.	Según	algunos
estudios,	entre	1520	y	1545	se	verificó	la	mayor	caída	poblacional,	que	rondó	los	19	millones	de	personas.
Pero	si	consideramos	períodos	más	largos,	sólo	en	México,	entre	comienzos	del	siglo	XVI	e	inicios	del
siguiente	se	alcanzó	la	misma	cifra	de	muertos.	Los	más	desfavorecidos	fueron	los	indígenas	de	las	zonas
tropicales,	donde	la	virulencia	de	las	enfermedades	era	mayor,	como	es	el	caso	de	los	arawaco	de	las
Antillas,	que	fueron	los	primeros	en	entrar	en	contacto	con	los	europeos.	Sólo	han	quedado	de	ellos	las
pinturas	que	los	representan	intercambiando	presentes	con	Colón.
No	solo	viajaron	como	polizontes	las	enfermedades	que	produjeron	la	catástrofe	demográfica
americana.	También	llegaron	semillas	de	malezas	en	compañía	de	las	de	plantas	agrícolas,	que	tuvieron
un	rotundo	éxito	en	colonizar	las	nuevas	tierras.	Algunas	no	sólo	hicieron	el	cruce	trasatlántico	en	barco,
sino	que	una	vez	arribadas	y	consumidas	por	vacas	y	caballos	cimarrones	viajaron	largas	distancias	en	su
tracto	digestivo.	Por	ejemplo,	las	salicáceas	europeas	se	asilvestraron	y	cruzaron	con	el	único	Salix	nativo,
y	cubrieron	todos	los	valles	fluviales	de	la	Patagonia.	Nuestras	pampas	parecen	conservar	poco	de	su	flora
nativa	y,	hasta	el	propio	Charles	Darwin	se	asombró	de	la	“capacidad	invasora”	del	cardo	de	Castilla	en	el
Cono	Sur.
Con	algunas	especies	animales	introducidas	ocurrió	algo	parecido.	En	la	región	andina	las	vacas	y
ovejas	desplazaron	a	los	camélidos,	y	todos	conocemos	cómo	se	reprodujeron	las	vacas	y	caballos
abandonados	por	Pedro	de	Mendoza	luego	de	primera	fundación	de	Buenos	Aires.	Los	grandes	pajonales
pampeanos	fueron	un	festín	para	ellos,	que	ocuparon	el	espacio	vacío	dejado	por	otros	grandes
herbívoros	extinguidos.	Este	ganado	cimarrón	también	se	reprodujo	con	entusiasmo	en	pastizales	de
México,	Venezuela,	Colombia,	el	sur	de	Brasil	y	Texas,	al	punto	de	convertirse	en	una	plaga.	El	valor	del
ganado	vacuno	llegó	a	ser	prácticamente	nulo	y	se	lo	mataba	por	el	sebo,	el	cuero	o	algún	pequeño	trozo
de	carne,	dejando	el	resto	abandonado	a	las	mandíbulas	de	inmensas	manadas	de	perros	cimarrones.
Éstos	llegaron	a	ser	tantos	que,	incluso,	se	organizaron	expediciones	militares	para	combatirlos.	Los
viajeros	de	la	época	hablan	de	que	debían	detenerse	por	muchas	horas	para	ceder	el	paso	a	inmensas
tropillas	de	caballos	cimarrones	que	atravesaban	los	caminos.	América	debe	haber	sido	el	primer	lugar
del	mundo	donde	debieron	construirse	cercas	para	evitar	que	el	ganado	entrara	en	los	campos	cultivados
y	no	para	evitar	que	se	escapase.	Otro	caso	de	explosión	demográfica	fue	la	experimentada	por	los	cerdos,
que	eran	dejados	en	las	islas	tropicales	por	los	marineros	como	“vianda”	para	cuando	regresaban.
Hacia	1570	en	México	y	Centroamérica	comenzó	la	declinación	del	ganado	vacuno,	al	agotarse	los
pastos	por	el	sobrepastoreo	y	la	erosión	del	suelo.	Se	produjo	así	una	de	las	primeras	grandes	crisis
ambientales	del	continente,	amén	de	la	que	generó	el	contacto	inicial	con	Europa.	En	la	Argentina,	la
organización	de	vaquerías	para	capturar	y	matar	indiscriminadamente	al	ganado	vacuno	cimarrón	(para
abastecer	de	carne	a	las	ciudades	y	exportar	sebo,	cueros	y	carne	salada),	aunada	con	sequías	recurrentes
fueron	haciendo	declinar	su	número,	hasta	quedar	sólo	el	que	se	criaba	en	estancias.	Según	el	historiador
Félix	de	Azara,	en	un	siglo	(de	1700	a	1800),	se	perdió	la	escalofriante	cifra	de	42	millones	de	cabezas	de
ganado.
Más	que	un	encuentro	entre	dos	mundos,	el	descubrimiento	y	la	conquista	de	América	constituyeron
un	encontronazo	biológico	y	cultural	frente	al	cual	algunas	películas	de	invasiones	alienígenas	casi
parecen	cuentos	de	hadas.	Como	hemos	visto,	el	intercambio	fue	muy	poco	simétrico.	El	resultado	fue
una	América	“europeizada”	por	los	invasores	que,	como	tantos	otros	de	todas	las	épocas,	han	buscado
transplantar	su	tecnología	y	recursos	naturales	antes	que	adaptarse	a	los	que	les	ofrece	el	lugar
conquistado.
Cuarto	acto:	el	Homo	“tecnológicus”
Aunque	el	título	de	este	acto	parezca	desmentirlo,	seguimos	contando	la	historia	del	Homo	sapiens	en
relación	con	la	naturaleza.	Sólo	que,	a	estas	alturas,	nuestra	especie	(enancada	en	una	serie	de
descubrimientos	científicos	y	tecnológicos)	adquiere	todas	las	veleidades	de	un	primer	actor,	al	que	me	he
tomado	la	licencia	de	llamar	Homo	“tecnológicus”.
¿Y	cuándo	comenzó	a	gestarse?	No	existe	una	fecha	exacta,	pero	sí	podemos	decir	que	ya	existen	claros
indicios	en	el	siglo	XV,	cuando	el	Renacimiento	ya	estaba	instalado	en	Italia	y	se	fue	extendiendo	a	otros
países	europeos.
En	esta	época	de	verdadera	ebullición	intelectual	y	artística,	la	mirada	inquisidora	de	muchos	hombres
con	ansias	de	conocer	y	de	explicar	el	mundo	que	los	rodeaba	fue	derribando	poco	a	poco	muros	de
prejuicios	y	supersticiones	mantenidos	durante	centurias.	El	método	científico,	tal	como	hoy	lo
conocemos,	comenzaba	a	gestarse.	Hasta	ese	momento	se	podían	hacer	todo	tipo	de	elucubraciones	sin
contrastarlas	con	la	realidad.	Se	seguía	la	lógica	de	Aristóteles	quien,	por	ejemplo,	con	toda	soltura,
afirmaba	que	las	mujeres	tenían	menos	dientes	que	los	hombres	aunque,	en	toda	su	vida,	¡no	se	le	ocurrió
asomarse	a	la	boca	de	sus	dos	esposas	para	verificar	si	lo	que	decía	era	cierto!	No	era	la	única	idea
peregrina	del	filósofo	griego.	Entre	otras	cosas,	también	sostenía	que	los	niños	crecían	más	sanos	si	eran
concebidos	con	viento	norte.	Hasta	este	momento,	tratar	de	comprobar	lo	que	decía	el	maestro	hubiera
sido	impensable,	pues	era	poner	en	duda	su	incuestionable	palabra.
Durante	los	oscuros	siglos	medievales	los	monasterios	habían	atesorado	fragmentos	de	las
esplendorosas	culturas	griega	y	romana,	ya	desaparecidas,	en	manuscritos	que	se	habían	encargado	de
recuperar	aquí	y	allá.	Con	infinita	paciencia	o	por	la	fuerza	de	las	armas	(como	sucedió	con	los
manuscritos	dejados	por	los	árabes	cuando	fueron	expulsados	de	España)	compilaron	estos	saberes	que
durante	siglos	fueron	la	única	fuente	de	conocimiento	sobre	la	naturaleza	y	que	poco	agregaban	a	los
estudios	realizados	por	Aristóteles,	Plinio,	Teofrasto	y	otros.	La	invención	de	la	imprenta,	a	mediados	del
siglo	XV,	democratizó	este	conocimiento	al	que	sólo	habían	tenido	acceso	la	Iglesia	y	algunos	monarcas.
Los	hombres	del	Renacimiento	pudieron	entonces	leer	los	textos	griegos,	y	se	desató	una	verdadera	fiebre
de	conocimiento	que,	además,	fue	acicateada	por	el	descubrimiento	de	nuevas	tierras.	Los	herbarios	y
colecciones	de	animales,	que	no	se	habían	modificado	demasiado	desde	la	época	griega,	“engordaron”
explosivamente	con	seres	traídos	de	los	más	recónditos	lugares.	La	naturaleza	empezaba	a	ser	ordenada	y
clasificada.
Como	era	esperable,	ciertas	“verdades”	sostenidas	durante	siglos,	fueron	revisadas	y	el	escándalo
apareció	a	la	vuelta	de	la	esquina:	la	idea	aristoteliana	de	un	Universo	que	giraba	en	torno	a	la	Tierra	y
que	era	compartida	por	la	Iglesia,	fue	puesta	en	duda.	Copérnico	en	primer	lugar,	con	su	teoría	de	que	era
la	Tierra	la	que	giraba	en	torno	al	Sol,	y	luego	Galileo,	con	sus	observaciones	experimentales,	pusieron
patas	para	arriba	la	antigua	creencia.	Cuando	Galileo	volvió	su	telescopio	hacia	el	cielo,	abrió	nuevos
campos	de	conocimiento	que	describió	en	su	libro	Mensajero	de	las	estrellas.	En	él	dice:	«Doy	gracias	a
Dios,	que	ha	tenidoa	bien	hacerme	el	primero	en	observar	las	maravillas	ocultas	a	los	siglos	pasados.	Me
he	cerciorado	de	que	la	Luna	es	un	cuerpo	semejante	a	la	Tierra...	He	contemplado	una	multitud	de
estrellas	fijas	que	nunca	antes	se	observaron…	Pero	la	mayor	maravilla	de	todas	ellas	es	el	descubrimiento
de	cuatro	nuevos	planetas	(cuatro	satélites	de	Júpiter)...	He	observado	que	se	mueven	alrededor	del	Sol.»
Galileo	hizo	descubrimientos	astronómicos,	inventó	el	primer	termómetro	y	el	concepto	de	aceleración
utilizado	en	la	física	moderna,	etc.	Pero	por	sobre	todo,	estableció	la	experimentación	como	base	de	la
metodología	científica,	anteponiéndola	a	dogmas	sin	sostén.	Como	todos	sabemos,	tamaño	desacato	al
pensamiento	establecido	no	le	resultó	gratis:	La	Inquisición	prohibió	su	último	libro,	lo	obligó	a	abjurar
de	sus	creencias	heliocéntricas	y	le	dictaminó	arresto	domiciliario	hasta	el	fin	de	sus	días.
Galileo	no	logró	que	ningún	inquisidor	simplemente	se	acercara	a	la	lente	del	telescopio	para	verificar
que	sus	descubrimientos	eran	ciertos,	pero	no	estaba	solo.	Sir	Francis	Bacon,	Descartes,	Kepler	y	muchos
otros	se	embarcaron	en	la	aventura	del	conocimiento.	La	ciencia	había	echado	a	andar	y	los
descubrimientos	se	sucedían	en	todas	las	áreas:	desde	el	sistema	circulatorio	hasta	las	órbitas	de	los
planetas,	nada	escapaba	a	nuestra	insaciable	curiosidad.	El	punto	culminante	llegó	con	Newton,	que
concibió	una	explicación	única	y	general	de	cómo	la	fuerza	de	la	gravitación	causa	el	movimiento	de	la
Luna	y	los	planetas.	La	ciencia	se	convirtió	desde	entonces	en	la	más	alta	expresión	de	la	racionalidad	y
trajo,	no	cabe	la	menor	duda,	extraordinarios	beneficios	y	progreso	a	la	humanidad.
Sin	embargo,	con	el	correr	del	tiempo,	modificó	radicalmente	nuestra	relación	con	la	naturaleza.	Ésta
comenzó	a	ser	vista	como	un	gigantesco	mecanismo	de	relojería	en	el	cual	cada	pieza	debía	ser	estudiada
y	sus	leyes	de	funcionamiento	desentrañadas.	Pero	ya	no	con	el	mero	afán	de	conocimiento,	sino	como
forma	de	dominarla	y	hasta	“perfeccionarla”.	En	1760,	un	novelista	inglés	escribía:	“Ved	los	campos	de
Inglaterra	sonriendo	con	sus	cultivos:	los	terrenos	exhiben	toda	la	perfección	de	la	agricultura,	parcelados
en	hermosos	cercados,	campos	de	cereales,	bosques	y	prados.”	Según	la	nueva	visión,	el	caos	natural
debía	ser	ordenado	por	el	hombre,	y	la	naturaleza,	manipulada	para	hacerla	más	productiva,	en
definitiva,	era	un	mero	objeto	de	explotación	para	nuestro	propio	beneficio.	Obviamente	la	condición	de
sagrada	de	la	naturaleza	recibió	un	golpe	mortal;	y	los	espíritus	paganos	de	bosques,	ríos	y	montañas	que
habían	resistido	la	embestida	cristiana	se	desvanecieron.	El	mundo	había	sido	desencantado	y	la	hora	de
su	explotación	feroz	había	comenzado.	Las	nuevas	catedrales	eran	los	laboratorios	de	experimentación	y
los	científicos	los	“sacerdotes	de	la	naturaleza”,	como	lo	proclamó	el	científico	Robert	Boyle.
El	próximo	hito	de	esta	historia	es	la	Revolución	Industrial,	que	plasmó	la	nueva	concepción	del
mundo	a	través	de	instrumentos	concretos	como	lo	fueron	las	nuevas	invenciones	tecnológicas:	el	motor	a
vapor,	los	telares	mecánicos,	el	telégrafo,	los	ferrocarriles,	etc.	Ellos	harán	posible	el	paradigma	de	la
sociedad	industrial:	obtener	más	de	la	naturaleza	y	en	el	menor	tiempo	posible.
Esta	revolución	se	desarrolló	con	gran	fuerza	en	el	siglo	XVIII	en	Inglaterra,	luego	se	extendió	a
Europa	y	se	impuso	en	las	colonias	europeas	de	Asia	y	África,	que	fueron	organizadas	según	la
localización	de	sus	recursos	estratégicos.	A	partir	de	este	momento	el	relato	se	acelera	como	una	película
pasada	en	cámara	rápida	y	el	cambio	será	la	única	constante.	Nuestro	estilo	de	vida	y	percepciones	se	irán
transformando	y	el	medio	ambiente	también	se	modificará	profundamente.	Varias	son	las	características
de	estos	cambios:
1.	El	proceso	de	urbanización	se	acentuó	porque	las	incipientes	industrias	crearon	numerosos	puestos
de	trabajo	que	atrajeron	la	gente	del	campo	hacia	las	ciudades.
2.	Empezamos	a	utilizar	en	forma	intensiva	la	energía,	sin	la	cual	esta	Revolución	hubiese	sido
imposible.	Inglaterra,	precursora	de	la	industrialización,	había	repetido	la	vieja	historia	de	talar	sus
bosques	(que	se	habían	recuperado	del	ataque	romano	siglos	antes)	para	sostener	algunas	actividades	que
eran	voraces	consumidoras	de	madera,	como	la	fundición	de	hierro,	la	fabricación	de	vidrio,	la
construcción	de	edificios	y	la	de	su	poderosa	flota.	Para	muestra	basta	un	botón:	un	barco	de	guerra,	que
debía	llevar	pesados	cañones,	requería	alrededor	de	2	mil	robles	centenarios	(los	jóvenes	no	servían)	o
sea,	un	mínimo	de	25	hectáreas	de	bosque.	En	ciertas	regiones	hasta	hubo	revueltas	populares,	pues	la
madera	llegó	a	ser	tan	escasa	que	no	alcanzaba	para	calentarse	en	los	inclementes	inviernos	y	los	más
pobres	morían	de	frío.	¿De	dónde	provino	entonces	la	energía	que	alimentó	la	industrialización?	De	un
descubrimiento	que	permitió	reemplazar	el	carbón	vegetal	(obtenido	de	los	bosques)	por	el	extraído	de
las	abundantes	minas	que	poseía	el	país.	Abraham	Darby	y	su	hijo	pudieron	purificar	este	carbón,	hasta
ese	momento	inutilizable	en	la	industria	del	hierro	por	su	alto	contenido	de	impurezas,	y	obtuvieron	el
coque.	Tal	fue	el	éxito,	que	desde	su	descubrimiento	a	mediados	del	siglo	XVIII	hasta	fines	del	mismo
siglo,	la	producción	de	carbón	se	triplicó	y	permitió	obtener	hierro	para	fabricar	una	enorme	variedad	de
elementos:	desde	clavos	hasta	ferrocarriles	y	barcos	pasando	por	las	máquinas	de	vapor.	Estas	últimas,
verdaderas	estrellas	de	la	industrialización,	eran	alimentadas	con	carbón	y	se	convirtieron	en	sustituto	de
las	viejas	fuentes	de	energía,	como	la	hidráulica,	la	animal	y	la	humana.	La	cantidad	de	bienes	generados
crecía	a	la	par	que	los	costos	se	reducían,	aumentando	notablemente	la	productividad,	como	ocurrió	con
las	manufacturas	textiles,	un	verdadero	boom.
3.	La	naturaleza	pasó	a	convertirse	en	el	gran	sumidero	de	los	desechos	de	la	humanidad.	La
contaminación	derivada	del	uso	de	combustibles	fósiles,	de	los	desechos	industriales	y	de	la	falta	de
servicios	en	las	ciudades	en	rápido	crecimiento,	se	convirtió	en	la	compañera	inseparable	del	mundo
industrializado	y	puso	en	riesgo	la	vida	en	general.
4.	La	curva	de	crecimiento	de	nuestra	especie	pega	un	respingo:	empezamos	a	reproducirnos	a	una
velocidad	nunca	antes	vista,	pues	la	paulatina	mejora	en	los	estándares	de	vida	y	los	descubrimientos
científicos	redujeron	las	tasas	de	mortalidad.	Esto	aumentó	la	demanda	de	bienes	y	servicios,	ergo,
aumentaron	las	presiones	sobre	el	medio	ambiente	para	obtenerlos	y	también	la	contaminación	derivada
de	su	fabricación	y	uso.
5.	Tuvo	lugar	la	división	internacional	del	trabajo	y,	de	acuerdo	con	ésta,	a	cada	ecosistema	del	mundo
se	lo	“reacomodó”	en	función	de	orientarlo	a	la	producción	de	determinados	elementos	necesarios	para	el
mercado	internacional.	El	nuevo	orden	mundial	establecía	cuál	de	los	países	produciría	café,	cuál
produciría	carnes	y	cuál	explotaría	los	minerales.	Obviamente,	Argentina	adquirió	el	rol	de	exportador	de
productos	agrícolas	y	el	mote	de	“granero	del	mundo.”	La	super-especialización	estaba	en	marcha,	y	la
variedad	de	cultivos	o	los	bosques	fueron	reemplazados	por	monocultivos	intensivos,	ganadería	o
explotaciones	mineras	que,	con	el	correr	del	tiempo,	produjeron	la	degradación	del	suelo.
La	super–especialización	que	aplicamos	a	la	naturaleza	también	tuvo	su	espejo	en	nosotros.	Las
factorías	empezaron	a	fragmentar	el	trabajo	en	tareas	individuales	más	sencillas	y	rutinarias,	al	punto	que
un	visitante	a	una	metalúrgica	inglesa	decía:	“En	vez	de	aplicar	la	misma	mano	para	acabar	un	botón	o
cualquier	otra	tarea,	se	subdivide	en	tantas	manos	como	sea	posible,	suponiendo	sin	duda	que	las
facultades	humanas,	limitadas	a	la	repetición	del	mismo	gesto,	se	hacen	más	veloces	y	fiables	que	si	se
tiene	que	pasar	de	uno	a	otro.	Así,	un	botón	pasa	por	cincuenta	manos,	cada	una	de	las	cuales	realiza	la
misma	operación	quizás	mil	veces	al	día...”	La	tediosa

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