Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
LAZOS VERDES Nuestra relación con la naturaleza Adriana Anzolín EDITORIAL MAIPUE Anzolin, Adriana Lazos verdes : nuestra relación con la naturaleza / Adriana Anzolin. - 1a ed . - Ituzaingó : Maipue, 2016. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-3615-51-1 1. Ecología. I. Título. CDD 577 Edición digital, octubre de 2016. Imagen de tapa: «Naufragio» (Pintura), Rubén Herrera Diseño de tapa: Disegnobrass Corrección: Milena Sesar Composición, diagramación y armado: Paihuen ©Editorial Maipue Zufriategui 1153, 1714 Ituzaingó, provincia de Buenos Aires, Argentina. Tel./fax: 54-11-4458-0259 y 54-11-4624-9370 ventas@maipue.com.ar / promocion@maipue.com.ar www.maipue.com.ar Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723. No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11723 y 25446. Prólogo Nos resultaría difícil no aceptar que existe una creciente conciencia planetaria en torno a la visualización de la diversidad y multiplicidad de problemas ambientales. Éstos, en los últimos treinta años, han ocupado de manera creciente espacios en la opinión pública, en los ámbitos científicos y académicos, en las escuelas, en las organizaciones sociales, en los gobiernos. Todo ello ha contribuido a crear la necesidad de intervenir y dar respuesta a los desafíos que implica reconocer dichos problemas. Por otro lado, también podemos decir que existe una creciente conciencia planetaria vinculada a los hábitos de consumo, al uso de las nuevas tecnologías de comunicación y al dominio global de recursos estratégicos tales como el agua, el petróleo, los minerales, el suelo y la biodiversidad. Son dos caras de un mismo fenómeno. Por un lado la necesidad de conservar y mejorar las condiciones de vida para todos, humanos y no humanos; y por otro, la depredadora mano del mercado global que no reconoce límites y que tiene por única finalidad crecer y concentrar poder. Los problemas ambientales y los conflictos implícitos en ellos, es decir, tensión de intereses entre afectados y beneficiarios, son hoy difíciles de negar. Estos problemas no emergen de manera espontánea y desarticulada, sino que son una manifestación de un proceso civilizatorio, occidental y moderno, que entra en crisis y nos pone como humanidad ante desafíos inéditos en nuestra corta historia como especie biológica. Estos desafíos impactarán en todos los campos de conocimiento, pero en particular sobre aquellos vinculados con la formación y la educación. Ya que seguimos sosteniendo que es ésta uno de los medios más eficaces para lograr cambios en las sociedades. De relacionar la crisis ambiental con la educación surge a principio de los 70 la Educación Ambiental, como un campo específico de la educación y que ha logrado importantes avances hasta la actualidad, aunque es necesario reconocer, que es un campo de conocimiento en construcción y que la dedicación de los investigadores y educadores para su desarrollo es fundamental. La Educación Ambiental no viene dada, hay que hacerla, y ello nos da la oportunidad de ser sujetos protagónicos en su construcción. Lazos Verdes va sin dudas en este sentido y avanza en una necesidad fundamental que es la de contar con textos para docentes y estudiantes que puedan ligar lo que históricamente ha sido separado en disciplinas científicas, en sociedad y naturaleza, en sujeto y objeto, en yo y los otros, negando así la complejidad ambiental como totalidad integrada que tan bien tratada está en el presente texto. Es sin lugar a dudas un aporte de sustancial valor, que contribuye con el desarrollo de la Educación Ambiental y que surge de las ganas y motivaciones, de la sensibilidad y el conocimiento, en este caso de la Licenciada Adriana Anzolín, pero que es compartido por tantas personas en el planeta. El texto cuenta con recursos que van de la historia a la narración literaria, de la ciencia al conocimiento intuitivo y sensible; lo que le da un perfil complejo, reflexivo y motivador para la tarea docente. Articula con facilidad y gracia disciplinas científicas con saberes tradicionales, buscando siempre ligar lo que la autora denomina “Lazos verdes”; es decir, el contrato con la naturaleza, de la que dependemos y con la que tenemos una responsabilidad mayor que cualquier otra especie biológica, dada nuestra enorme capacidad transformadora. Podemos decir de manera general que la crisis ambiental nos interpela y nos da la oportunidad para soñar en un mundo más justo, equitativo, participativo, de sujetos respetuosos, responsables y solidarios; es decir, un mundo sustentable. Esta tarea generosa llevada a cabo por la autora, aporta sin lugar a dudas a dicho mundo, el único posible, en el que quepamos dignamente todos. Lic. Guillermo Priotto Coordinador del Área de Educación, Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Escuela Pedagógica y Sindical “Marina Vilte” de la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina. Campodónico, Rodolfo. Solís y el Río de la Plata. Capítulo 1 De los árboles al ciberespacio. Nuestra relación con la naturaleza a través de la historia Historia 1: El sol despunta en el horizonte pincelando con nuevos colores la sabana. En un bosquecito de acacias se escuchan movimientos. De pronto, varias criaturas saltan de la copa de los árboles, se yerguen en sus dos patas y repasan con la vista toda la zona. No hay peligro. Hacen un gesto y el resto del grupo baja a tierra firme. Hambrientos, varios se abalanzan sobre los restos de la cena que debieron abandonar el día anterior, cuando escucharon el rugir cercano de un tigre diente de sable. Felizmente, los huesos todavía están allí. Uno de ellos toma uno, lo quiebra con una piedra y todos comen con fruición la médula que le extrae, una comida rica en grasas, algo así como un fast food prehistórico. Un nuevo día ha comenzado para el Homo habilis en el África oriental. Historia 2: Simultáneamente varias pantallas, diseminadas por todo el mundo, reproducen la imagen: un grupo de Homo sapiens, de guardapolvo blanco, y sentados en semicírculo que miran a la cámara. Detrás de ellos aparece un sofisticado laboratorio. Se percibe el ambiente de júbilo, y no es para menos. Cuando el más anciano habla, sus palabras surcan el ciberespacio y casi instantáneamente llegan a los colegas con los que está comunicado por teleconferencia. Les está confirmando el éxito de las investigaciones: ya es un hecho la nueva especie de tomate que no se congela con el frío, pues han logrado agregarle genes de pez a su material genético. ¿Qué sucedió en el medio? ¿Cómo, en los 2 millones de años que median entre ambas historias, de criaturas inermes frente a las fuerzas de la naturaleza nos convertimos en otras, que modifican paisajes y hasta manipulan las bases mismas de la vida? ¿Cómo una “recién llegada” en la escala temporal de la evolución, se ha abierto paso a los codazos entre las demás especies? ¿Qué hemos hecho para llegar a este presente de profunda crisis ambiental? A las respuestas a tantas preguntas que se agolpan, debemos rastrearlas en el pasado, en el que aparecen las claves para entender un nexo especialísimo, el del hombre con la naturaleza. Un vínculo signado, en sus comienzos, por una profunda influencia del entorno natural en el modo de vida de nuestra especie pero que, con el tiempo, trocó en otro cuyas pautas culturales, tecnologías u organizaciones económicas dejaron una impronta indeleble en el ambiente. Descorramos juntos el telón y revivamos esta crónica tan singular, la de nuestra relación histórica con la naturaleza, fascinante por sus magníficos escenarios y giros imprevistos, con un enorme reparto de actores y un final que todavía estamos escribiendo... Primer acto: los recolectores y cazadoresComo toda historia, ésta comienza por el principio. Sin embargo, a diferencia de otros relatos, éste es incierto, está perdido en la noche de los tiempos, cubierto por mil velos de incertidumbre. Nuevos y frecuentes descubrimientos óseos invitan, cada vez que se producen, a los científicos a revisar las teorías sobre nuestra evolución. Es que nuestro árbol genealógico es frondoso y muchas de sus ramas se truncaron en algún punto de la evolución, mientras otras fructificaron hasta llegar a nosotros, los Homo sapiens. Hemos elegido al Homo habilis como iniciador de esta saga pues es el primero de nuestros antepasados capaz de modificar, aunque levemente, su entorno (entre 2,4 y 1,5 millones de años atrás). Esta criatura compartía con sus antecesores en la línea evolutiva, los australopithecus, una altura semejante (no más de 1,3 m.) y el caminar bípedo. Esta última cualidad que nos hizo caminar erguidos, a pesar de traernos algunos problemitas de espalda y de acelerar nuestros embarazos (ya que damos nacimiento a crías menos maduras y más indefensas frente al ataque de otras especies), demostró ser un regalo de la naturaleza por dos razones: nos permitía elevarnos por sobre los pastizales y ver enemigos a gran distancia y, sobre todo, nos dejaba libres unas manos que, morfológicamente, ya estaban preparadas para construir. La capacidad manual se aunó en el Homo habilis con un aumento de su capacidad craneana a 600-800 cm3, para dar a luz el primer instrumento tecnológico conocido: una piedra afilada. Es esta habilidad para crear los primeros utensilios la que le dio su nombre y le otorgó una mejor capacidad defensiva y de caza. Aunque la actividad recolectora de frutas, vegetales, raíces y también de carroña –que constituían su base alimentaria– lo tenía en permanente movimiento, lentamente mejoró la forma y el filo de sus piedras (que podían cortar cueros tan fuertes como el del elefante) y las técnicas de cazar en grupo, que requerían planificación, cooperación y comunicación. Esto le permitió obtener comida abundante para varios días, y para nuestros ancestros fue como si el supermercado natural hubiese agregado una góndola repleta de proteínas, hasta ese entonces muy escasas en la dieta humana. El rol de este hombre primitivo no era demasiado diferente al de otros organismos vivos: el de un actor de reparto que miraba expectante los procesos naturales que no podía comprender. Pero en él ya aparecían los atisbos de esa cualidad poderosa de nuestra especie: la inteligencia, que le permitió luego elevarse sobre el determinismo biológico e influir sobre el medio en el que evoluciona. A partir de este momento, la tecnología (por más sencilla que fuera) y no solo la evolución biológica irán cambiando el entorno. El siguiente y fundamental paso lo dio un descendiente suyo, el Homo erectus, que surgió hace aproximadamente 1,5 millones de años. Además de gran caminante (después de partir de África, su cuna, llegó hasta Europa y Asia)[1] y fabricante de útiles de piedra cada vez más sofisticados, como hachas y bolas, realizó la proeza de domesticar al fuego. Es difícil imaginar cómo, tras vencer el miedo a una fuerza tan hostil, desatada por rayos y volcanes, logró capturarla, conservarla y reproducirla para su propio beneficio. El fuego resultó trascendental para el medio ambiente y para el propio hombre por muchas razones. En primer lugar, acercó calor a la humanidad, lo que permitió nuestra expansión hacia zonas más frías, y también nos perfeccionó como cazadores, al utilizarlo para cercar a las presas y poder matar y consumir algunos grandes herbívoros. Esta práctica de caza da por tierra con la imagen de un hombre prehistórico que se comporta siempre de manera idílica con la naturaleza. Por el contrario, en muchos casos existen evidencias de que el Homo erectus, a través del fuego, se convirtió en el primer “paisajista” de la historia. Exterminó algunas especies vegetales y colaboró en el desarrollo de otras, creando áreas de pastos (sabanas) con un número reducido de árboles resistentes, como las acacias y mimosas en África. En el continente americano, colonizado miles de años más tarde, también quedan vestigios de la acción del fuego, como los pastizales de nuestras pampas o las áreas de pasto en el Chaco. Los animales capaces de esconderse en cuevas subterráneas para protegerse del calor abrasador del fuego tuvieron más suerte que otros que no pudieron resistir la presión combinada de la caza y los cambios climáticos que se sucedieron luego. Así, terminaron extinguiéndose mamuts, perezosos gigantes, rinocerontes lanudos, etc. que pastaban en Eurasia y en América del Norte. Pero el fuego no sólo dejó su impronta en la naturaleza, también encendió una nueva chispa en la humanidad. A medida que fuimos ascendiendo por el árbol evolutivo, nuestro cerebro creció y nuestros dientes y maxilares se achicaron hasta llegar a la forma que poseen actualmente. En este proceso que ocurrió, según distintas teorías antropológicas, entre 300.000 a 150.000 años, el volumen de nuestro cerebro llegó a sus actuales 1.300-1.500 cm³ y el lenguaje se fue afianzando y recreando en torno a los fogones del Pleistoceno superior. Alrededor de una fogata probablemente se organizaba la cacería del día siguiente (que se hacía en grupos de unas 25 personas), los cazadores contaban sus hazañas, o se relataban historias míticas. En definitiva, fue el espacio donde empezamos a tejer lazos familiares y sociales más fuertes, donde se consolidaron las primeras tribus. ¿Será por eso que aún perdura la fascinación por los fogones o la cocina, el rincón más calentito de la casa? Y hablando de cocina, es oportuno recordar lo que alguien ha dicho: “El hombre es un omnívoro que se nutre de carne, vegetales y de imaginario.” El fuego nutrió la imaginación de las primeras cocineras (probablemente ya existía la división del trabajo y los hombres eran los que cazaban), que lo asociaron al proceso de la maceración y lograron así ablandar los alimentos, eliminar gustos amargos o astringentes y quitar propiedades tóxicas a cosas que de otra manera hubiesen resultado incomibles. Algunos aventuran que los alimentos más blandos hicieron innecesarios los grandes dientes y mandíbulas que, al achicarse, dejaron espacio para el desarrollo del cerebro y, por ende, del lenguaje, que también mejoró gracias a una lengua más flexible. A pesar de lo que podría suponerse, los recolectores-cazadores tuvieron una dieta mucho más variada y menos vulnerable a los azares catastróficos que la de los agricultores que los sucederían. Estudios de sociedades pre-agrícolas que perduran hasta nuestros días revelan que algunas utilizan hasta 1.400 especies vegetales, consumen azúcares de la miel, y completan su dieta con la caza o la pesca. Están lejos de los males del hombre moderno, como el colesterol, la presión sanguínea elevada y la obesidad. Conforme las habilidades del hombre para fabricar utensilios mejoraron, sus posibilidades de adaptarse a distintos entornos creció. Por ejemplo, la fabricación de agujas finas y pequeñas le permitió coser el cuero de animales y confeccionar ropa abrigada que, junto con el fuego, lo ayudaron a avanzar sobre zonas más frías. No caben dudas de que el punto de partida en la conquista de nuevas tierras partió desde África hacia el resto del mundo, pero no está tan claro cómo se distribuyó. Actualmente se realizan estudios del ADN en poblaciones de todo el mundo para rastrear los grados de parentescos entre ellas y evaluar cómo el hombre fue avanzando. Lo que parece estar claro es que el continente americano fue el último en poblarse, hace más de 30.000 años, a través del estrecho de Bering, en una etapa en que los hielos avanzaron y tendieron un puente con Asia (aunque también habrían contribuido corrientes migratorias desde la Polinesia). Con los fríos intensos de la última glaciación (hace unos 50.000 años) los bosques y muchos animales escasearon o desaparecieron y nuestros antepasados deben de haber aguzado el ingeniopara sobrevivir. Se sabe que utilizaron los hielos como el primer freezer de la historia, para preservar los animales cazados y consumirlos en época de escasez, y que mejoraron las técnicas para obtener sus armas. La conquista de nuevos espacios influyó en nuestros rasgos exteriores y dio origen a las distintas etnias, que no son más que simples adaptaciones al medio. En las zonas frías del norte, donde la radiación solar es más escasa, nuestra piel se hizo muy clara para maximizar la síntesis de vitamina D, los ojos, claros también, porque ven mejor con poca luminosidad; y las narices, afiladas, para humedecer y calentar el aire frío antes de que llegue a los pulmones. En zonas calurosas nos hicimos enjutos y morenos para protegernos del sol. En las selvas tropicales nos volvimos bajitos porque el denso follaje no deja pasar el sol y se limita la incorporación de calcio que, al igual que otros minerales, es escaso en los suelos tropicales, lavados en parte por las lluvias torrenciales. Todavía nos percibíamos como parte de un orden natural y, en la cosmología de los pueblos, a lo largo y a lo ancho del mundo, la naturaleza ocupaba un lugar central. Los ritos de las primeras religiones eran para el hombre una posibilidad de afirmarse en el espantoso misterio del mundo, de aplacar con ofrendas sus devastadoras fuerzas naturales, de propiciar la fertilidad de la tierra, de establecer vínculos con los espíritus de animales y plantas a los que se admiraba o temía y de festejar los ciclos de la naturaleza. En el mundo de los cazadores y labriegos primitivos, todas las cosas, animadas e inanimadas, estaban poseídas de espíritu y relacionadas entre sí. El hechicero era el mediador entre los hombres y el mundo espiritual, al que se invocaba para curar, propiciar la buena caza, ahuyentar demonios, adquirir las habilidades o la fuerza de animales que permitieran vencer a los enemigos, etc. El ayuno, el uso de plantas como el peyote en México (de propiedades narcóticas), la música ritual (las danzas del águila, del oso y del búfalo de los indios americanos o la danza del canguro de los aborígenes de Australia) y las máscaras de los animales invocados, facilitaban el ingreso “al otro mundo”. Incluso, es posible que algunas pinturas rupestres que reflejan escenas de caza hayan tenido un contenido ritual. Se han encontrado bastones en la zona del Mediterráneo, hechos en hueso o asta, en los que algunos quieren ver el antiquísimo mito de la “varita mágica”, ya que poseen marcas y dibujos que no indican un simple hobby decorativo de los chamanes, sino que se los utilizaba como almacenadores de información, a semejanza de un disquete de nuestros tiempos. Los más recientes (de hace unos 17.000 años) tienen dibujos de animales y marcas realizadas con una cierta periodicidad, lo que revelaría que los utilizaban para tener registrado de alguna manera en qué época del año aparecían los animales migrantes. A uno de ellos en particular (el hueso francés La Marche), si se lo compara con un modelo astronómico, resulta una anotación exacta del calendario lunar. Ya apreciamos, en épocas tan tempranas, la obsesión humana por el movimiento de los astros. Es que de nuestro conocimiento de lo que sucediera en la esfera celeste dependían la vida y la muerte aquí abajo, en la Tierra. Cazábamos, y nuestras piezas aumentaban o disminuían según sus migraciones periódicas; y los frutos, el frío y las lluvias aparecían en determinadas épocas de año. El cielo, gracias a la periodicidad de sus movimientos, nos ofrecía un reloj cósmico para saber cuándo sucederían estas cosas y prepararnos para afrontarlas. Segundo acto: los agricultores El hilo de esta historia nos conduce al siguiente paso trascendental para el hombre y la naturaleza, la creación de la agricultura, un don directamente otorgado por los dioses, según muchas culturas. Los egipcios relatan que fue Osiris en persona quien les enseñó las artes de la labranza, e Isis, su hermana y esposa, la que logró elaborar pan a partir de trigo y cebada. Los relatos bíblicos tienen una versión diferente, pues hablan de ella como un castigo divino impuesto a Adán y Eva por su pecado. Ellos, expulsados del paraíso, tuvieron que ganarse el pan con el sudor de su frente. La realidad parece acercarse más a esta historia, pues si bien la agricultura nos permitió sustentar a una mayor cantidad de población, el esfuerzo laboral que imponía era mayor que el de la recolección. Todavía las nieblas del tiempo cubren parte de nuestro relato y nos impiden avizorar con certeza qué pasó y por qué. Antropólogos, biólogos, arqueólogos y otros estudiosos no se ponen de acuerdo sobre qué impulsó al hombre a convertirse en agricultor, a abandonar el “paraíso descansado” de los cazadores- recolectores. Algunos suponen que nos quedamos sin varios platos en nuestra mesa debido a la extinción de numerosas especies animales (como dijimos, por cambios climáticos intensos y la caza) y que además nuestro número había aumentado bastante (algunos estiman que éramos unos 5 millones. Sin embargo, otros suponen que no fue la necesidad la que nos impulsó, pues todavía había comida suficiente. Sea cual fuere la causa, lo cierto es que hace apenas unos 12.000 años iniciamos la primera revolución agrícola. Es probable que sus primeros esbozos comenzaran con la observación del crecimiento espontáneo de algunas semillas silvestres, que se colectaban para moler y comer o que invadían el hábitat perturbado por el hombre (quien, con sus desechos, fertilizaba la tierra). Paso a paso realizamos una selección y creamos un ambiente favorable a su crecimiento a diversas especies vegetales que tuvieran alguna característica beneficiosa como rapidez de crecimiento, alto rinde, gusto agradable y, obviamente, ausencia de toxicidad. Hoy nos asombraría ver cómo, a lo largo de miles de años de selección artificial, obtuvimos cultivos con características morfológicas, fisiológicas y hasta químicas muy diferentes de las originales. Por ejemplo, un maíz prehistórico era un alfeñique seis veces más chico que el actual, y las papas, de tan amargas y tóxicas (debido su alto contenido de alcaloides), resultaban impensables como plato. Algunas de nuestras elecciones fueron casi contra natura, pues seleccionamos ciertas variedades de especies que tenían bajas probabilidades de sobrevivir por sí mismas pero que lo lograron con nuestra ayuda. En el caso del trigo, se eligieron las variedades que tenían una espiga que no se desgranaba fácilmente y, por lo tanto, al momento de recolectarlas no se rompían y dispersaban. Esta cualidad, que era beneficiosa para el agricultor porque facilitaba su trabajo, era negativa cuando la planta debía propagarse sola en la naturaleza, porque dificultaba la dispersión de las semillas. Los animales, aparentemente poco tiempo después, tampoco escaparon a nuestra mirada escrutadora. El primero que se nos arrimó fue el perro, con el que creamos una especie de sociedad: él nos ayudaba a cazar y nosotros, a cambio, le dábamos trozos del animal cazado. A este compañero de ruta, que se demostraría fiel y adorable a lo largo de miles de años, le siguieron: Cuadro 1.1.: Época de domesticación de animales. (Fuente Diario Clarín, 21-6-1994). Las especies animales fueron elegidas por algún rasgo específico como su docilidad, la cantidad de carne proporcionada o el tipo de piel o de cuero que poseían. Es probable que muchas se acercaran a comer los restos de nuestras cosechas, momento que aprovechábamos para atraparlas. Nuestras reses actuales son descendientes de una proveniente de Rusia, mientras que el cerdo lo sería del jabalí, que vagaba por grandes extensiones de Europa, Asia y África. En menos de 10.000 años hemos logrado cambios espectaculares con los animales domesticados: las ovejas actuales rinden de 10 a 20 veces más lana y de mejor calidad que la de sus ancestros y las vacas producen varios miles de veces más litros de leche que en la antigüedad. Como vemos, paso a paso, “el hombre encauzó el río evolutivohacia su propio molino”, de manera cada vez más consciente, generando lo que, con justeza, se llama la revolución agrícola del neolítico, porque supuso cambios ambientales y sociales muy importantes. La agricultura y la domesticación de animales le permitieron al hombre acopiar alimentos y pasar de una vida trashumante a una sedentaria. Ya no era necesario correr tras el “plato favorito”, caminar en busca de frutos o seguir las migraciones periódicas de los animales como les ocurría, por ejemplo, a algunos indios americanos con el bisonte. No obstante, ya algunas tribus de cazadores-recolectores llevaban una vida prácticamente sedentaria en lugares que les ofrecían abundantes recursos (mariscos en las zonas costeras, frutos en algunos bosques, etc.). Sólo siguieron moviéndose periódicamente los agricultores de algunas zonas boscosas, que despejaban una pequeña área mediante la tala y quema de los árboles, la cultivaban durante dos o tres años (hasta que los rendimientos comenzaban a decrecer) y luego se trasladaban hacia otro lugar, donde realizaban la misma operatoria. De esta forma la tierra no se agotaba. Este sedentarismo constituyó un cambio trascendental. Por primera vez el hombre permanecería en un “lugar”, probablemente para toda su vida, y se pensaría a sí mismo como natural “de” determinado lugar, para diferenciarse de los de “otros” lugares. El sentido de patria empezaría a forjarse en las primeras aldeas que, a su vez, serían el germen de las primeras grandes civilizaciones urbanas. Así, los ríos Tigris y el Éufrates de la Mesopotamia, abrazaron hace unos 4.000 a 3.500 años a la civilización sumeria y luego a babilonios, asirios y persas. En el valle del río Nilo, alrededor de la misma época, comenzó la egipcia, mientras que la civilización del valle del Indo creció en la India, y la china, a orillas del río Amarillo. Como vemos, todas al borde de algún río que proporcionara agua, pesca, facilitara la agricultura en sus riberas, fertilizadas con los sedimentos de las inundaciones periódicas y libres de jungla espesa difícil de despejar. El río, además, permitía el uso de algún medio de transporte para cubrir largas distancias. Mientras que los recolectores–cazadores consideraban como recurso una gama amplísima de frutos, animales, semillas, raíces, etc., los antiguos campesinos centraron su atención en un total de no más de cincuenta animales y vegetales que aún hoy constituyen la fuente básica de nuestra alimentación. El problema de la dependencia de pocos alimentos no es precisamente que el menú fuera más aburrido, sino que abrió las puertas a algunas enfermedades producidas por la carencia de nutrientes, como el kwashiorkor (por falta de proteínas), la ceguera y el beriberi (por falta de vitaminas A o B respectivamente). Es de imaginar que el fracaso de una cosecha de la que se dependía casi en exclusividad, por sequía, pestes o cualquier otro factor ambiental, producía verdaderas hambrunas y disputas entre las tribus por los alimentos. Esta selección de especies que, según algunos indicios, habría sido realizada por las mujeres mientras realizaban sus actividades recolectoras, produjo una gradual modificación del paisaje natural. La policromía y la diversidad de formas de los ecosistemas naturales fueron desapareciendo bajo los toscos arados y la siembra de unas pocas especies. El período Neolítico fue el preludio de un proceso de pérdida de especies que se acentúa cada vez más y provoca graves consecuencias, como veremos más adelante. Es probable que el cambio de régimen al que nos vimos sometidos al poder acumular alimentos para momentos de carestía haya acelerado el crecimiento demográfico, lo que a su vez impulsó la agricultura. Y que ésta, al necesitar más mano de obra, acicateara a nuestra especie a tener más hijos, promoviendo una espiral de crecimiento de la población que no se había observado antes. Entreacto: los recursos naturales Antes de continuar, nos detendremos a considerar un aspecto muy importante para esta historia. Como se habrá dado cuenta el lector, lo que diferenció a los recolectores-cazadores de los agricultores fue qué tomaron de la naturaleza y cómo lo utilizaron. Los elementos de la naturaleza que cada cultura utiliza para satisfacer directa o indirectamente sus necesidades se llaman recursos naturales, un concepto muy empleado pero comprendido a medias. Tendemos a pensar que sólo son bienes tangibles, como la madera de un bosque, el petróleo, los minerales, la flora, la fauna…; y fenómenos naturales, como las mareas, los vientos, etc., que nos son útiles en la generación de energía o cualquier otro uso (imaginemos qué habría sido de Colón sin el viento hinchando las velas de sus carabelas...). Sin embargo, citando al Principito, muchas veces “lo esencial es invisible a los ojos” y existen otros recursos menos obvios pero tan o más importantes, sin los cuales los ecosistemas se dañarían irreversiblemente y nuestras actividades no podrían proseguir. Entre ellos, se encuentran ciertos servicios que nos presta la naturaleza conocidos con el rimbombante nombre de funciones ecosistémicas. Por ejemplo, un bosque, además de darnos madera, frutas o raíces, cumple la función de proteger al suelo contra la erosión de la lluvia o del viento (es como un amoroso guardián que lo abraza y retiene con sus raíces), actúa como regulador climático manteniendo la humedad ambiente y regula el equilibrio de ciertos gases en la atmósfera a través de la fotosíntesis. Otro ejemplo son los ríos, que no sólo aportan su agua y sus recursos biológicos, sino también su capacidad depuradora para degradar los residuos que volcamos en ellos. Ciertamente, somos deudores de esta incansable trabajadora que es la naturaleza, proveedora de innumerables servicios de los cuales muchas veces no somos conscientes. En la lista de recursos no debemos olvidar a los que provienen del espacio exterior, ¿acaso no lo estamos utilizando como basurero de chatarra espacial (restos de satélites, cohetes, etc.) y aprovechando su ingravidez para fabricar aleaciones especiales o realizar experimentos impracticables en la Tierra? Las necesidades que los recursos naturales pueden satisfacer no son sólo materiales, sino también espirituales o recreativas. Infinidad de lugares naturales como bosques, montañas, cascadas y manantiales son santuarios “a cielo abierto” para determinadas sociedades. Curiosamente, algunos de ellos han mantenido ese carácter a través de los tiempos, las religiones y las culturas. Es el caso del sitio donde se construyó la bella catedral gótica de Chartres (Francia), que antes de ser destinado al culto cristiano había sido objeto de veneración de los druidas y, en el Neolítico, asentamiento de túmulos funerarios. En cuanto a las necesidades recreativas, es obvio que un bello paisaje es fuente de solaz y esparcimiento para cualquier cultura. Como dijimos, los recolectores-cazadores y los agricultores tomaron diversos elementos de la naturaleza, esto significa que el concepto de recurso natural es dinámico, va variando en función de los conocimientos con que cuenta cada sociedad y también de las pautas culturales que la rigen. El recurso puede estar y no “ser visto”, como cuenta la historia que sucedió con un mármol utilizado por Miguel Ángel. Según ella, mientras caminaba por un mercado donde se ofrecían todo tipo de mármoles, el artista vio una roca y sintió que era la ideal para realizar su obra. Cuando preguntó su precio, el propietario se la regaló, pues durante años había estado tirada sin que nadie considerase que fuera aprovechable. El genio y la destreza de Miguel Ángel trabajaron durante un año, en que la convirtió en una de las obras escultóricas más bellas: La Piedad. Cuando se la mostró al comerciante, éste no podía dar crédito a que tanta hermosura hubiese salido de un material aparentemente inservible para todos. La historia de la humanidad está llena de estos “mármoles” que tardaron en ser descubiertos. Es el caso de un hongo bastante feo, por cierto que,de elemento absolutamente ignorado se convirtió en un recurso de inestimable valor. Hablamos del hongo Penicillium notatum, del que Alexander Fleming descubrió accidentalmente la propiedad de producir penicilina, un antibiótico eficaz contra varias enfermedades como la sífilis, el tétanos o la escarlatina. Puede suceder, por el contrario, que un recurso deje de serlo, o que pierda alguna de sus aplicaciones cuando se descubre que puede ser reemplazado por otro menos costoso o más eficiente para el uso al que estaba destinado. El caucho, un material gomoso que fluye cuando se hace un corte en la corteza de varias plantas, es uno de esos casos. Mayas y aztecas hacían numerosos objetos e incluso amasaban el material para obtener unos balones de tamaño semejante a los de una pelota de fútbol, que usaban en sus juegos. Según el historiador Antonio de Herrera, Cristóbal Colón lo conoció observando éstos en el transcurso de su segundo viaje. Para este cronista de las conquistas españolas, las bolas del material elástico “botaban mejor que las castellanas.” También Cortés presenció estos juegos durante su conquista del Imperio Azteca, en el palacio de Moctezuma, y se admiró de la blancura de los dientes de las chicas aztecas, que atribuyó al mascado de esta goma. Llevado a Europa, se descubrieron sus propiedades para fabricar gomas de borrar lápiz y para recubrir prendas y hacerlas impermeables. Pero este recurso inició una carrera verdaderamente rutilante varias centurias después, cuando Goodyear descubrió, en el siglo XIX, el proceso de vulcanización, que abrió las puertas a su uso a gran escala. Este proceso permitió obtener un material distinto, sin los inconvenientes del caucho crudo, que se derrite cuando hace calor y se torna quebradizo cuando hace frío. A partir de este proceso y del gran crecimiento de la industria del automóvil a principios del siglo XX, la principal fuerza impulsora de la industria del caucho fue la fabricación de neumáticos. Grandes extensiones de cultivo del Hevea brasilensis, árbol considerado el proveedor de la mejor calidad de caucho, se desarrollaron fundamentalmente en Brasil y, en menor escala, en Perú, Colombia, Bolivia y Ecuador. Un verdadero imperio creció en el corazón del Amazonas comandado por los “barones del caucho” que, dados los fastuosos edificios que construyeron en la ciudad de Manaos, la convirtieron en la “París de los trópicos”. Cuando Brasil perdió la hegemonía del caucho a manos de los ingleses, que contrabandearon las semillas brasileñas y las sembraron en sus colonias asiáticas, los precios cayeron y el imperio amazónico comenzó a tambalear. El derrumbe se apresuró con el desarrollo del caucho sintético (sobre todo a partir del estallido de la Segunda Guerra Mundial), que hoy ha desplazado al natural en una inmensa gama de aplicaciones, e incluso se utiliza en la industria aeroespacial. La historia del caucho muestra la importancia de la tecnología (en este caso la vulcanización) para hacer uso de un recurso. A su vez, la tecnología empleada por cada sociedad pone de manifiesto varias cosas, de las cuales la más obvia es el grado de los conocimientos científicos que posee. Pero, como veremos repetidas veces a lo largo de este trabajo, también declara la relación que dicha sociedad establece con la naturaleza, si busca respetar sus ciclos de renovación o únicamente extraer lo más rápidamente sus riquezas hasta extenuarlas. Y, por último, habla de cómo nos tratamos entre nosotros, los de la misma especie pues, como ha dicho Maurice Godelier: “En todas partes aparece un lazo estrecho entre la forma de usar la naturaleza y la forma de usar a los humanos.” Para ir cerrando este entreacto dedicado a los recursos naturales, diremos que pueden clasificarse de varias formas, la más usual es en renovables y no renovables. Los recursos renovables son aquellos que se reproducen en el estado actual del planeta y que pueden obtenerse en forma continua. Esto es así siempre que se respetan sus tiempos, es decir, que se los explote a una velocidad inferior a la de su reproducción y que, además, no se supere su capacidad de auto restauración frente a la contaminación, erosión, etc. La flora y la fauna son ejemplos de recursos que se reproducen, pero que también han sido llevados a la extinción por sobreexplotación. El agua es un recurso potencialmente renovable pero, en algunos lugares donde es muy escasa, se la puede agotar si se la utiliza en forma desmedida. Los recursos no renovables son aquellos que la naturaleza no está produciendo actualmente, o los que produce en forma muy limitada y que, por lo tanto, se agotan luego de un período de explotación. Es el caso del petróleo o de los minerales. Muchos de ellos han estado sepultados durante millones de años en las entrañas de la Tierra, ajenos a lo ocurría en la superficie del planeta. Mientras permanecían inmovilizados, los seres vivos seguían con sus ocupaciones, entre ellas evolucionar. Cuando el hombre comenzó a extraer petróleo de las profundidades, en instantes, puso en contacto a dos perfectos desconocidos: viejos materiales y ecosistemas actuales. Al no haber recorrido juntos el camino evolutivo no han tenido la oportunidad de adaptarse los unos a los otros y han resultado un matrimonio desavenido. Excepto algunas bacterias, no existen seres vivos que se dediquen a comer petróleo o a utilizarlo de alguna manera. Por el contrario, es muy tóxico y permanece largo tiempo en los ecosistemas al no haber procesos naturales que los eliminen rápidamente. Por último, podemos decir que el hombre ha amasado con su ingenio los llamados recursos inducidos, a partir de la manipulación de los recursos naturales. Es el caso de las actividades agrarias en cualquiera de sus especializaciones. A su vez, y teniendo como base los recursos naturales e inducidos, ha creado los recursos culturales, que son invenciones puramente humanas, como los libros, el cine, las computadoras, y miles más. Tercer acto: Los “poli-rubro” Antes de proseguir con nuestro relato debemos dejar claro que el progreso humano nunca ha sido lineal. Por eso es común encontrar que, durante diferentes períodos, han convivido sociedades organizadas en torno a la caza con otras que practicaban la agricultura o la industria. De manera que no imaginemos la historia como un único sendero, sino como una ancha avenida con algunas calles laterales. La avenida nos muestra linealmente, mojón por mojón, nuestros avances. Pero tengamos presente que algunos grupos humanos, en ciertos momentos de su evolución, siguieron “por una calle lateral”, y se retrasaron más o menos en su recorrido respecto de los que fueron por la calle principal. El camino elegido dependió sobremanera de los recursos que les ofrecía el medio, sobre todo del clima. Por ejemplo, la agricultura y la vida sedentaria se desarrollaron mucho más rápido en el sur de Europa y el sur de Asia que en el norte de Europa, que tardó mucho más en recuperarse de la última glaciación. Elegiremos transitar esta historia por la vía rápida (que, como veremos, no siempre ha sido la mejor), y nos detendremos sólo en los mojones importantes para la relación hombre-naturaleza. Si a la historia de los cazadores-recolectores nos la narran principalmente sus huesos y algunas parcas posesiones encontradas, a medida que el hombre evolucionó fue dejando más y más evidencias que nos permiten reconstruir cada vez mejor este relato. Paso a paso, a fuerza de inventiva y de suerte (que nos permitió descubrimientos fortuitos), fuimos encontrando nuevos elementos que hicieron más cómoda y segura nuestra vida. Desarrollamos la alfarería, la cestería y los trabajos textiles aproximadamente entre los años 6000 a 5000 a de C.; e hicimos una serie de descubrimientos (la rueda, el uso de los metales, la palanca, la escritura, etc.) que lograron que ganáramos confianza en nuestras propias fuerzas y nos afianzáramos en el medio ambiente. Las actividades de nuestra especie se hicieron más diversificadas y complejas. Gracias alos excedentes de la agricultura podíamos mantener a personas que no producían directamente alimentos. Así, además de agricultores, hicieron su aparición artesanos de muy variada índole, comerciantes, escribas, curanderos, jefes, etc. que tenían algún tipo de conocimiento requerido por la población. La sociedad “poli-rubro” ya estaba en marcha y, por lo general, se organizó según jerarquías claramente establecidas donde un poder central (conformado por gobernantes, sacerdotes y militares) dirigía los aspectos económicos, políticos, religiosos y militares. Ahora los chamanes devenidos sacerdotes eran los depositarios de los conocimientos esotéricos y astronómicos que compartían con los gobernantes. El Sol y la Luna, reverenciados desde tiempos inmemoriales, revistieron un papel cardinal en las antiguas culturas del Medio Oriente y de América y se los relacionaba directamente con el poder de los reyes. Endiosados monarcas derivaron del Sol sus orígenes y sus dominios en las culturas egipcia, maya, azteca e inca. Nombres tales como el del faraón Ramsés (“hijo de Ra”) revelan su filiación con el dios sol Ra y mostraban que el gobernante encarnaba los poderes benefactores del astro. Los calendarios de algunas de estas culturas y sus observatorios astronómicos asombran por su precisión, como los de Angkor Bat en Camboya, Chichen Itzá en México, Abu Simbel en Egipto y de la cultura anasazi en Nuevo México. En algunos casos han sido construidos de manera que en los alrededores del 21 de junio y 21 de diciembre (en el hemisferio norte, solsticio de verano y de invierno respectivamente) ingrese luz en determinados lugares ceremoniales, que indica el inicio del verano y del invierno. En todos los lugares del planeta se realizaban fiestas para recibirlos y para celebrar la fertilidad humana y la de la naturaleza. Los incas, por ejemplo, durante el solsticio de invierno tenían varias celebraciones, como la Fiesta del Sol (Inti-Raymi), en la que se le agradecía al astro por la cosecha obtenida. Algunas han sido recuperadas, como la celebración del comienzo de un nuevo ciclo de la naturaleza (la llegada del invierno) conocida como Wiñoy Tripanta o We Tripanta, que la comunidad Mapuche- Tehuelche de Esquel volvió a festejar en 1998. Muchas otras fiestas perduran hasta nuestros días, quizá la más conocida sea el Carnaval, derivado de las Saturnales, fiestas romanas en honor a Saturno, dios de la agricultura y de la naturaleza, que según las mitologías es de quien el hombre aprendió las labores del campo y el amor a la naturaleza. Tal era la raigambre de esta fiesta en el pueblo, que cuando el cristianismo comenzó a extenderse por el mundo pagano, no pudo desterrarla y tuvo que terminar aceptándola a regañadientes. No fue la única. La fiesta de San Juan, coincidente con el solsticio de invierno (24 de Junio), surgió de una fiesta pagana que se remonta al culto al dios sol Ra, donde se hacían hogueras sobre las que había que saltar como forma de purificación de los pecados y eliminación de los espíritus. El sentido se mantuvo, ya que San Juan el bautista era el predicador del bautismo, que busca redimirnos del pecado. Lo cierto es que de aquel alborear de la cultura llegan a nuestros días muchos vestigios, más o menos “disfrazados” de encantamientos, ritos y dioses paganos invocados para obtener los favores de la naturaleza. Como por ejemplo, cuando se bautiza un navío con champán en lugar de con sangre expiatoria. O cuando, en las tierras de la alta Escocia se invoca a Santa Brígida, una versión cristianizada de Bridget, la diosa céltica de los fuegos sagrados y los manantiales santos. A medida que nuestras ciudades crecieron y se sofisticaron, comenzó a recrearse un ambiente donde la naturaleza todavía estaba presente, pero comenzaban a pesar las pautas sociales y culturales, fruto de la interrelación permanente de los hombres entre sí. Debimos acostumbrarnos a reglas muy estrictas –como la pena capital para ciertos delitos–, que aseguraban una convivencia más o menos en paz en espacios estrechos y permitían administrar actividades cada vez más complejas. Renunciamos a la antigua libertad de movimiento de los cazadoresrecolectores, su contacto directo con la naturaleza y la libertad de elegir sus propios jefes. A cambio, obtuvimos la protección de las amuralladas ciudades frente a los ataques de otros pueblos y más probabilidades de obtener una cuota alimentaria regular. El crecimiento de estas ciudades no sólo cambió nuestra organización como sociedad, sino que también provocó la ruptura de ciertos equilibrios ecológicos, lo cual, con el correr del tiempo, tendría nefastas consecuencias. A las evidencias más antiguas sobre los efectos ambientales de las ciudades podemos rastrearlas entre el tercero y segundo milenio antes de Cristo, en la cultura sumeria. Hay que hacer un verdadero ejercicio de imaginación para poder recrear el aspecto del actual Irak, el sur de Turquía y otras zonas de Medio Oriente en esa época. Lo que hoy es un páramo, alguna vez tuvo magníficos bosques de cedros y otras especies como el álamo del Éufrates y el sauce. Desaparecieron bajo el hacha de los sumerios, que utilizaron la madera para construir ciudades cada vez más grandiosas, con templos y lujosos edificios que alimentaban la vanidad del gobernante de turno, y que requerían ingentes cantidades de madera para vigas, tablones, etc. Los bosques también terminaron como tablones para sus barcos, piezas de arado, herramientas, canales de riego y como combustible para fundir el bronce. La sentencia de Luther Burbank: “Las leyes de la naturaleza afirman en vez de prohibir. Si violas sus leyes eres al mismo tiempo tu fiscal, tu juez, tu jurado y tu verdugo”, se cumplió a rajatabla en la Mesopotamia. El desmonte provocó la erosión del suelo y dejó expuestas rocas muy salinas, luego el viento y el agua arrastraron barro, troncos y sal a los ríos Tigris y Éufrates. La gigantesca red de irrigación de la Baja Mesopotamia debió ser permanentemente controlada para que no se atascara con los sedimentos, y la única forma en que los barcos podían navegar era si los ríos habían sido previamente dragados. Pero nada pudieron hacer con la creciente salinidad de los suelos. Esta alteración fue un duro golpe para el cultivo de la cebada, fuente principal de alimento de los sumerios. Mientras la agricultura se desintegraba, la declinación de este pueblo se aceleraba y muchas grandes ciudades desaparecieron o quedaron reducidas a meras aldeas. Como la historia es una víbora que se come la cola, con sus variantes locales, los acontecimientos que aquejaron a los sumerios vuelven a repetirse una y otra vez. Los bosques han sido la base de la prosperidad de muchos pueblos porque resultaban imprescindibles para actividades para las que no existían sustitutos, pero también la causa de su decadencia cuando aquellos no supieron cuidarlos. Quien tenía árboles, tenía un tesoro. Creta, por ejemplo, era una isla griega que, debido al esplendor de sus bosques, atrajo en 1900 a.C. a comerciantes de la deforestada Mesopotamia. Se convirtió, merced a la paulatina tala y comercialización, en una potencia del Mediterráneo. Hasta que sus suelos erosionados dijeron basta y su población decayó, pues no había alimentos para sostenerla. Las ciudades-estados griegas también padecieron los sinsabores de quedarse sin árboles, lo que los obligó a depender de la madera de Macedonia, una país insignificante pero con bosques. ¿Se imaginan el final? Macedonia se enriqueció y sometió a los griegos. La lujosa vida de las principales ciudades del Imperio Romano también se sostuvo a expensas de buena parte de los bosques de la península itálica y de otras regiones. Los sofisticados romanos utilizaban madera para los techos, escaleras y galerías de sus residencias, pero también consumían mucha para cocer los ladrillos. Otro elemento que se convirtió en el último grito de la moda del siglo I fue el vidrio, que se usaba en las ventanas de las mansiones de familias adineradas y quefue reemplazando paulatinamente a los metales en la fabricación de copas y vasos. También la de los baños públicos constituía una de las actividades que apasionaban a los romanos y que consumía mucha madera, pues debían mantenerse elevadas a 70 º C las temperaturas de las aguas y de los cuartos destinados a sudar. Cuando Roma terminó con sus reservas, fue por más. Los extensos y bellísimos bosques de las actuales Francia, Alemania, Gran Bretaña y norte de África maravillaron y espolearon su codicia, lo que provocó el inicio del saqueo maderero, que modificaría parte del paisaje del mundo “bárbaro”: los bosques cedieron paso al arado y amplias zonas antes vacías vieron surgir ciudades y caminos que unían distintos puntos del Imperio. El hambre de madera no fue el único inconveniente derivado de los centros urbanos. Mientras vivíamos en mudanza permanente, dejábamos detrás de nosotros los desechos que producíamos, devolviéndole a la naturaleza los nutrientes que habíamos extraído “envasados” en frutos, cultivos, presas; y elementos naturales como la madera, barro o fibras utilizados para hacer distintos objetos. La mayoría de éstos se reintegraban rápidamente al medio natural y no fueron causa de problemas debido a que todavía nuestra población era escasa y no usaba materiales sintéticos (aunque se han encontrado cuevas del neolítico que funcionaron como basureros prehistóricos, atiborradas de conchas marinas y huesos de animales que la naturaleza no pudo asimilar). Cuando nos hicimos agricultores y nos instalamos en pequeñas aldeas cercanas a las fuentes de alimentos, todavía el ida y vuelta de los nutrientes continuó, pues con nuestros desechos fisiológicos, restos de alimentos, etc. fertilizamos las tierras de cultivo y alimentamos al ganado. Pero a medida que las concentraciones urbanas se hicieron más grandes y estuvieron más alejadas del campo, menor cantidad de nutrientes regresaron allí y el equilibrio se fue rompiendo. En algunos sitios, la fertilidad del suelo comenzó a declinar y los residuos empezaron a apilarse en las ciudades. Roma, por ejemplo, tenía grandes problemas para deshacerse de los restos de productos manufacturados que importaba de tierras lejanas. Uno de los mayores dolores de cabeza eran los restos de ánforas en las que habían arribado a la capital del imperio aceites, vinos, semillas, etc., y que vendrían a ser el equivalente a los envases de plástico de nuestras actuales ciudades. A estos restos de objetos de alfarería se sumaban los provenientes de la metalurgia y de las incipientes producciones de químicos, como el yeso y la cal, que la naturaleza no podía degradar. Tal parece que fue el problema en la ciudad de los Césares: una de las colinas sobre las que está asentada tuvo su origen en un inmenso vertedero de residuos. La mayoría de estas ciudades crecieron en forma desordenada, con áreas atiborradas de casas, calles estrechas y tortuosas y donde los desagües cloacales eran un lujo de unos pocos ricos. Existió, por ejemplo, hace más de 4.000 años una especie de “prototipo” de inodoro utilizado por los cretenses en el palacio real de Cnossos que constaba de una cisterna, tazal y canal de desagüe. También en Roma hubo un sistema de alcantarillado y se construyeron acueductos muy importantes. Pero la realidad es que sólo hace dos siglos que las cloacas sirven a un número importante de domicilios privados. Mientras tanto, los orinales fueron volcados a la calle y muchos animales muertos tenían el mismo destino. Como es de imaginar frente a semejante escenario, la hora de las pestes había llegado. Repetidas veces se dieron un macabro festín con nuestra especie, en particular la peste negra. El bacilo de esta enfermedad era transmitido a los humanos por pulgas que a su vez se habían alimentado con la sangre de ratas infectadas que pululaban en los centros urbanos. Los griegos y romanos hablan de repentinos brotes de lo que parece ser esta enfermedad (siglo VI d.C), que pudieron haber matado más de la mitad de la población de Constantinopla. En el siglo V el Imperio Romano, debilitado por su propia corrupción y las invasiones bárbaras, cae; y la organización que habían mantenido por siglos se hace añicos. Con el hundimiento de esta cultura, vastas extensiones de campos cultivados desaparecieron, fueron reemplazados por pequeñas explotaciones locales y los bosques comenzaron a recuperase en algunas zonas. Pero si la naturaleza se tomaba un respiro en estos lugares, eran tiempos oscuros para el hombre: el hambre, las pestes y la disolución social eran moneda corriente. Comenzada la Edad Media, que duró nada menos que diez siglos, el poder de la Iglesia cristiana se afianzó, interviniendo directamente o ejerciendo su influencia sobre los reyes para reglar aspectos fundamentales de la vida de millones de personas, como por ejemplo su educación. Algunos han achacado a esta religión (y también a otras monoteístas como el Islam), el difundir una idea de superioridad del hombre sobre los demás seres vivos, avalada por lo que dice el Génesis (9, 1-2): “Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra. Sed el temor y el horror de todos los animales de la tierra y de todos los pájaros del cielo, como de todo lo que se mueve en la tierra y de todos los peces del mar: se han librado a vuestras manos.” Algunos padres de la Iglesia parecen corroborar esa visión cuando, como forma de denigrarlos, hacían referencia a los paganos como “las bestias del bosque”, una tradición que en Occidente perdurará largamente: es una víbora, un gusano, un pavo, un picaflor, un cuervo, una hiena, etc., se utilizan estas expresiones cuando queremos calificar mal, por supuesto, a los de nuestra misma especie. ¡Si hasta menospreciamos a nuestro mejor amigo animal, cuando decimos de alguien “es un perro”! Pero también es justo reconocer cierta ambivalencia en los textos bíblicos. Por ejemplo, Moisés recomienda: “cuando ataques una ciudad, no destruyas el bosque que lo rodea. El árbol no es tu enemigo.” También, el Libro de los Salmos habla del descanso de un año que hay que darle a la tierra luego de seis años de trabajarla. Incluso dentro de la propia Iglesia, aunque de manera bastante marginal, hubo corrientes de pensamiento que profesaron un profundo respeto por la naturaleza, como el catarismo, o la encarnada por San Francisco de Asís, que hablaba de “el hermano Sol y la hermana Luna”. Lo cierto es que a estas alturas ya nos sentíamos los protagonistas de esta historia, aunque todavía sin las veleidades de un primer actor que más tarde adquiriríamos. Que los animales y las plantas no tenían alma era el pensamiento generalizado entre los cristianos, por lo tanto podían ser “mejorados” aumentando su utilidad y belleza, obviamente siempre desde nuestra óptica. Muchos monasterios acometieron la tarea, como lo indican las descripciones de un monje benedictino francés del siglo XII, que hablaba de que se había dado sentido al paisaje poniendo orden donde había caos y diques en los ríos para abastecer las norias del convento, una verdadera factoría con telares, prensas, sierras, molinos, etc. Bien entrada la Edad Media, la agricultura se expandió gracias al perfeccionamiento de las técnicas de roturación del suelo, el uso de los animales de tiro y la tala de bosques, que dejaba terreno despejado para las tareas agrícolas. Aproximadamente en el siglo X, ya eran notables los efectos de la deforestación. Si en esa época hubiésemos podido tomar una foto instantánea desde el espacio exterior, y si pudiéramos compararla con una actual, veríamos que los bosques que hace 10 mil años cubrían el 34% de la superficie terrestre, ya tienen varios manchones en Europa, India, Asia y América Central. En esta última, se conjetura que la deforestación y la alteración del ciclo del agua arruinaron la agricultura maya y explicarían el derrumbe de esta sociedad. Las mejoras agrícolas produjeron un crecimiento demográfico muy importante al punto que, en el siglo XIV, el equilibrio entre los recursos y la población llegó aun límite bastante crítico y se hizo cada vez más difícil obtener nuevas tierras de labranza. Las sombras del hambre y otra vieja conocida, la peste negra o bubónica, volvieron a abatirse con particular saña en ese siglo. Esta última fue traída por mercaderes de Asia Central y del Oriente próximo y se enseñoreó en Europa. Si bien no existen datos fiables, se sabe que la mortalidad fue tan elevada que, en los lugares más afectados, pereció al menos la mitad de la población. Aldeas y ciudades enteras quedaron vacías e incluso sucumbieron animales de granja y pájaros. El origen de la enfermedad no era comprendido y, como ha sucedido en otras ocasiones en la historia humana, los que buscaban una explicación fácil encontraron a los culpables entre los proscriptos de la sociedad y así, los mendigos y pobres fueron acusados de contaminar al pueblo. También se aguzó el ingenio bélico pues, quizá como la forma más antigua de guerra bacteriológica, los cadáveres de los infectados eran arrojados con catapultas al interior de ciudades sitiadas para acabar con los enemigos. A mediados del siglo XV, el mundo se ensancha. Los adelantos técnicos y científicos realizados en las postrimerías de la Edad Media nos permitieron construir navíos equipados para largas travesías y entonces nos lanzamos al mar. Españoles, portugueses, ingleses, franceses y holandeses fueron en busca de nuevas rutas para llegar a un Oriente rico, exquisito y repleto de especies que los europeos no poseían y buscaban para dar sabor y conservar sus alimentos. En esa febril exploración descubrieron que el mundo era algo así como un tercio más grande de lo que pensaban y que estaba poblado de extrañas criaturas, que los océanos eran más vastos y, por sobre todas las cosas, que existía un nuevo continente: América. El descubrimiento del continente americano significó el acceso a un mundo rebosante de recursos naturales; sin embargo, los sueños y desvelos de los conquistadores españoles estuvieron casi excluyentemente protagonizados por la explotación del oro y la plata. La vegetación exuberante y de exóticas formas, los animales que parecían haber escapado de relatos mitológicos y las dilatadas extensiones de los paisajes americanos fueron vistos con una mezcla de estupor y de desconfianza. Un humanista español de aquella época hablaba de “dar a aquellas tierras extrañas la forma de la nuestra” o sea, de convertir a América en algo más familiar a los ojos de los recién llegados. Es así que trajeron a estas tierras muchos vegetales consigo: trigo, cebada, arroz, centeno, vides, garbanzos, lentejas, almendros, naranjos, limoneros, perales, romeros, castaños y multitud de flores. Y también animales como el caballo, el buey, la mula, vacas, cabras, cerdos y ovejas. Por el contrario, las especies americanas no fueron tan fácilmente aceptadas en Europa. El tomate fue durante largo tiempo sospechado de venenoso, al punto que en algunos lugares de Europa recién se lo aceptó comenzado el siglo XX. Aparentemente los italianos fueron los primeros en romper el tabú, en el siglo XVI, cuando se animaron a comerlo con sal, pimienta y aceite. A la papa le fue peor. Este tubérculo estaba adaptado a los días cortos de los Andes y, por lo tanto, no se reproducía adecuadamente durante los largos días veraniegos de la zona mediterránea. Debieron pasar 200 años para que se lograran variedades que produjeran regularmente tubérculos en el nuevo hábitat y mucho más tiempo aún para que fuera aceptada como alimento. También al principio se la creyó venenosa y hasta se prohibió su consumo porque no estaba descripta en la Biblia, aunque más tarde comenzó a ganar adeptos, cuando se hizo fama de afrodisíaca. Por esas piruetas del destino, este cultivo inicialmente censurado, más tarde resultó una solución a las hambrunas que periódicamente sufrían las clases menos favorecidas cuando fallaban las cosechas de cereales. Este trasvase de especies que hicieron los conquistadores entre el Viejo y el Nuevo Mundo desplazó a empujones sistemas de cultivo probadamente eficaces. Los incas, por ejemplo, cultivaban en terrazas una gran diversidad de vegetales (más de 100 especies), que seleccionaban según las altitudes a las que iban a ser sembradas. De algunas especies, como la papa y el maíz, obtuvieron muchas variedades que crecían en suelos y temperaturas diferentes. Los cultivos eran alternados con canales de riego que evitaban la erosión del suelo y que actuaban como reguladores térmicos (porque disminuían el intenso frío de las alturas andinas). Además, fertilizaban con sustancias naturales como el guano. Alimentaron a una gran población sin degradar el medio ambiente, aprovechando en forma respetuosa todas las posibilidades que les ofrecía el sistema montañoso. Este excelente andamiaje agrícola empezó a desmoronarse con el arribo de los españoles, que tampoco respetaron algunas prácticas indígenas que protegían a los animales. La vicuña casi se extingue, muerta de frío, cuando comenzaron a esquilarla por completo, desdeñando la usanza inca de hacerlo superficialmente. Pero todo empalidece frente al trato que nos dimos entre nosotros los Homo sapiens. En su afán de extraer los metales preciosos que ofrecía el nuevo continente, los conquistadores ibéricos segaron la vida de miles de indígenas que trabajaban en las minas hasta, literalmente, caer muertos de tanto esfuerzo físico, maltratos y, como veremos, también contaminación. Desde Potosí (Bolivia), la “joya americana de la corona española”, se enviaron a Europa, entre 1503 y 1660, 16.000 toneladas de plata. Para su obtención se horadaron miles de bocas en los cerros y el mineral extraído era molido con trapiches hidráulicos que levantaban una espesa polvareda que generaba silicosis (una enfermedad pulmonar típica de los mineros). Pero peor aún era el mercurio, que se calentaba junto con el mineral para amalgamar y extraer la plata contenida en este último. Los indios eran obligados, para acelerar el proceso, a amasar con sus pies esa mezcla que exhalaba vapores tóxicos. Según las crónicas de la época, en “menos de cuatro años” sucumbían a ellos con fuertes temblores. La vegetación circundante también desapareció bajo esta contaminación industrial, la más antigua del continente americano. La reverencia de los incas hacia la naturaleza fue compartida por muchas otras etnias americanas, entre ellas varios pueblos norteamericanos que más tarde (durante los siglos XVII y XVIII) debieron soportar la conducta del depredador más voraz que jamás había penetrado en su entorno: el hombre blanco. Han quedado numerosos testimonios del azoramiento que les producía a los aborígenes la conducta de los recién llegados, británicos y franceses. Un cacique Sioux, Oso Erguido, decía: “Nosotros no creíamos que las praderas infinitas, las hermosas cumbres y lo susurrantes arroyos rodeados de enmarañada maleza fueran ‘salvajes’. Solamente el hombre blanco creía en la ‘naturaleza salvaje’, y solamente él creía que la tierra estaba llena de animales ‘salvajes’. Para nosotros la naturaleza estaba domesticada. La tierra era pródiga y nos rodeaban las bendiciones del Gran Misterio. Hasta que llegó el hombre hirsuto del Este y empezó a infligirnos con frenética brutalidada nosotros y a nuestros seres queridosinjusticia tras injusticia, la tierra nunca fue ‘salvaje’ para nosotros. Cuando los animales del bosque comenzaron a huir del hombre blanco, fue cuando empezó para nosotros el ‘Salvaje Oeste’. Los ancianos Lakota eran sabios. Sabían que, apartado de la naturaleza, el corazón del hombre se endurece. Sabían que la falta de respeto hacia las cosas vivientes, lleva también a una falta de respeto hacia los humanos.” Para sumar más desolación a tanta muerte, los indígenas fueron diezmados por un ejército invisible pero temible: los agentes patógenos traídos del Viejo Mundo. Los aborígenes no poseían mecanismos defensivos frente a enfermedades que les eran desconocidas como la viruela, el sarampión, la tuberculosis, la peste negra, el cólera, eltifus, etc.; con las que habían lidiado durante milenios los euroasiáticos y africanos, y a quienes esta lucha les había conferido cierto grado de inmunidad. Mientras el avance del ejército ibérico podía ser muy lento a través de la selva, virus y bacterias lo precedían y hacían su trabajo. De manera que era bastante común que cuando arribaban a alguna población aborigen, encontraran a sus pobladores debilitados o directamente diezmados, lo que suponía casi un milagro para las intenciones militares de los españoles. América pagó muy caro su ingreso al “mercado común de las enfermedades” y sólo en épocas relativamente recientes empezamos a cobrar conciencia de cuán alto fue ese precio. Según algunos estudios, entre 1520 y 1545 se verificó la mayor caída poblacional, que rondó los 19 millones de personas. Pero si consideramos períodos más largos, sólo en México, entre comienzos del siglo XVI e inicios del siguiente se alcanzó la misma cifra de muertos. Los más desfavorecidos fueron los indígenas de las zonas tropicales, donde la virulencia de las enfermedades era mayor, como es el caso de los arawaco de las Antillas, que fueron los primeros en entrar en contacto con los europeos. Sólo han quedado de ellos las pinturas que los representan intercambiando presentes con Colón. No solo viajaron como polizontes las enfermedades que produjeron la catástrofe demográfica americana. También llegaron semillas de malezas en compañía de las de plantas agrícolas, que tuvieron un rotundo éxito en colonizar las nuevas tierras. Algunas no sólo hicieron el cruce trasatlántico en barco, sino que una vez arribadas y consumidas por vacas y caballos cimarrones viajaron largas distancias en su tracto digestivo. Por ejemplo, las salicáceas europeas se asilvestraron y cruzaron con el único Salix nativo, y cubrieron todos los valles fluviales de la Patagonia. Nuestras pampas parecen conservar poco de su flora nativa y, hasta el propio Charles Darwin se asombró de la “capacidad invasora” del cardo de Castilla en el Cono Sur. Con algunas especies animales introducidas ocurrió algo parecido. En la región andina las vacas y ovejas desplazaron a los camélidos, y todos conocemos cómo se reprodujeron las vacas y caballos abandonados por Pedro de Mendoza luego de primera fundación de Buenos Aires. Los grandes pajonales pampeanos fueron un festín para ellos, que ocuparon el espacio vacío dejado por otros grandes herbívoros extinguidos. Este ganado cimarrón también se reprodujo con entusiasmo en pastizales de México, Venezuela, Colombia, el sur de Brasil y Texas, al punto de convertirse en una plaga. El valor del ganado vacuno llegó a ser prácticamente nulo y se lo mataba por el sebo, el cuero o algún pequeño trozo de carne, dejando el resto abandonado a las mandíbulas de inmensas manadas de perros cimarrones. Éstos llegaron a ser tantos que, incluso, se organizaron expediciones militares para combatirlos. Los viajeros de la época hablan de que debían detenerse por muchas horas para ceder el paso a inmensas tropillas de caballos cimarrones que atravesaban los caminos. América debe haber sido el primer lugar del mundo donde debieron construirse cercas para evitar que el ganado entrara en los campos cultivados y no para evitar que se escapase. Otro caso de explosión demográfica fue la experimentada por los cerdos, que eran dejados en las islas tropicales por los marineros como “vianda” para cuando regresaban. Hacia 1570 en México y Centroamérica comenzó la declinación del ganado vacuno, al agotarse los pastos por el sobrepastoreo y la erosión del suelo. Se produjo así una de las primeras grandes crisis ambientales del continente, amén de la que generó el contacto inicial con Europa. En la Argentina, la organización de vaquerías para capturar y matar indiscriminadamente al ganado vacuno cimarrón (para abastecer de carne a las ciudades y exportar sebo, cueros y carne salada), aunada con sequías recurrentes fueron haciendo declinar su número, hasta quedar sólo el que se criaba en estancias. Según el historiador Félix de Azara, en un siglo (de 1700 a 1800), se perdió la escalofriante cifra de 42 millones de cabezas de ganado. Más que un encuentro entre dos mundos, el descubrimiento y la conquista de América constituyeron un encontronazo biológico y cultural frente al cual algunas películas de invasiones alienígenas casi parecen cuentos de hadas. Como hemos visto, el intercambio fue muy poco simétrico. El resultado fue una América “europeizada” por los invasores que, como tantos otros de todas las épocas, han buscado transplantar su tecnología y recursos naturales antes que adaptarse a los que les ofrece el lugar conquistado. Cuarto acto: el Homo “tecnológicus” Aunque el título de este acto parezca desmentirlo, seguimos contando la historia del Homo sapiens en relación con la naturaleza. Sólo que, a estas alturas, nuestra especie (enancada en una serie de descubrimientos científicos y tecnológicos) adquiere todas las veleidades de un primer actor, al que me he tomado la licencia de llamar Homo “tecnológicus”. ¿Y cuándo comenzó a gestarse? No existe una fecha exacta, pero sí podemos decir que ya existen claros indicios en el siglo XV, cuando el Renacimiento ya estaba instalado en Italia y se fue extendiendo a otros países europeos. En esta época de verdadera ebullición intelectual y artística, la mirada inquisidora de muchos hombres con ansias de conocer y de explicar el mundo que los rodeaba fue derribando poco a poco muros de prejuicios y supersticiones mantenidos durante centurias. El método científico, tal como hoy lo conocemos, comenzaba a gestarse. Hasta ese momento se podían hacer todo tipo de elucubraciones sin contrastarlas con la realidad. Se seguía la lógica de Aristóteles quien, por ejemplo, con toda soltura, afirmaba que las mujeres tenían menos dientes que los hombres aunque, en toda su vida, ¡no se le ocurrió asomarse a la boca de sus dos esposas para verificar si lo que decía era cierto! No era la única idea peregrina del filósofo griego. Entre otras cosas, también sostenía que los niños crecían más sanos si eran concebidos con viento norte. Hasta este momento, tratar de comprobar lo que decía el maestro hubiera sido impensable, pues era poner en duda su incuestionable palabra. Durante los oscuros siglos medievales los monasterios habían atesorado fragmentos de las esplendorosas culturas griega y romana, ya desaparecidas, en manuscritos que se habían encargado de recuperar aquí y allá. Con infinita paciencia o por la fuerza de las armas (como sucedió con los manuscritos dejados por los árabes cuando fueron expulsados de España) compilaron estos saberes que durante siglos fueron la única fuente de conocimiento sobre la naturaleza y que poco agregaban a los estudios realizados por Aristóteles, Plinio, Teofrasto y otros. La invención de la imprenta, a mediados del siglo XV, democratizó este conocimiento al que sólo habían tenido acceso la Iglesia y algunos monarcas. Los hombres del Renacimiento pudieron entonces leer los textos griegos, y se desató una verdadera fiebre de conocimiento que, además, fue acicateada por el descubrimiento de nuevas tierras. Los herbarios y colecciones de animales, que no se habían modificado demasiado desde la época griega, “engordaron” explosivamente con seres traídos de los más recónditos lugares. La naturaleza empezaba a ser ordenada y clasificada. Como era esperable, ciertas “verdades” sostenidas durante siglos, fueron revisadas y el escándalo apareció a la vuelta de la esquina: la idea aristoteliana de un Universo que giraba en torno a la Tierra y que era compartida por la Iglesia, fue puesta en duda. Copérnico en primer lugar, con su teoría de que era la Tierra la que giraba en torno al Sol, y luego Galileo, con sus observaciones experimentales, pusieron patas para arriba la antigua creencia. Cuando Galileo volvió su telescopio hacia el cielo, abrió nuevos campos de conocimiento que describió en su libro Mensajero de las estrellas. En él dice: «Doy gracias a Dios, que ha tenidoa bien hacerme el primero en observar las maravillas ocultas a los siglos pasados. Me he cerciorado de que la Luna es un cuerpo semejante a la Tierra... He contemplado una multitud de estrellas fijas que nunca antes se observaron… Pero la mayor maravilla de todas ellas es el descubrimiento de cuatro nuevos planetas (cuatro satélites de Júpiter)... He observado que se mueven alrededor del Sol.» Galileo hizo descubrimientos astronómicos, inventó el primer termómetro y el concepto de aceleración utilizado en la física moderna, etc. Pero por sobre todo, estableció la experimentación como base de la metodología científica, anteponiéndola a dogmas sin sostén. Como todos sabemos, tamaño desacato al pensamiento establecido no le resultó gratis: La Inquisición prohibió su último libro, lo obligó a abjurar de sus creencias heliocéntricas y le dictaminó arresto domiciliario hasta el fin de sus días. Galileo no logró que ningún inquisidor simplemente se acercara a la lente del telescopio para verificar que sus descubrimientos eran ciertos, pero no estaba solo. Sir Francis Bacon, Descartes, Kepler y muchos otros se embarcaron en la aventura del conocimiento. La ciencia había echado a andar y los descubrimientos se sucedían en todas las áreas: desde el sistema circulatorio hasta las órbitas de los planetas, nada escapaba a nuestra insaciable curiosidad. El punto culminante llegó con Newton, que concibió una explicación única y general de cómo la fuerza de la gravitación causa el movimiento de la Luna y los planetas. La ciencia se convirtió desde entonces en la más alta expresión de la racionalidad y trajo, no cabe la menor duda, extraordinarios beneficios y progreso a la humanidad. Sin embargo, con el correr del tiempo, modificó radicalmente nuestra relación con la naturaleza. Ésta comenzó a ser vista como un gigantesco mecanismo de relojería en el cual cada pieza debía ser estudiada y sus leyes de funcionamiento desentrañadas. Pero ya no con el mero afán de conocimiento, sino como forma de dominarla y hasta “perfeccionarla”. En 1760, un novelista inglés escribía: “Ved los campos de Inglaterra sonriendo con sus cultivos: los terrenos exhiben toda la perfección de la agricultura, parcelados en hermosos cercados, campos de cereales, bosques y prados.” Según la nueva visión, el caos natural debía ser ordenado por el hombre, y la naturaleza, manipulada para hacerla más productiva, en definitiva, era un mero objeto de explotación para nuestro propio beneficio. Obviamente la condición de sagrada de la naturaleza recibió un golpe mortal; y los espíritus paganos de bosques, ríos y montañas que habían resistido la embestida cristiana se desvanecieron. El mundo había sido desencantado y la hora de su explotación feroz había comenzado. Las nuevas catedrales eran los laboratorios de experimentación y los científicos los “sacerdotes de la naturaleza”, como lo proclamó el científico Robert Boyle. El próximo hito de esta historia es la Revolución Industrial, que plasmó la nueva concepción del mundo a través de instrumentos concretos como lo fueron las nuevas invenciones tecnológicas: el motor a vapor, los telares mecánicos, el telégrafo, los ferrocarriles, etc. Ellos harán posible el paradigma de la sociedad industrial: obtener más de la naturaleza y en el menor tiempo posible. Esta revolución se desarrolló con gran fuerza en el siglo XVIII en Inglaterra, luego se extendió a Europa y se impuso en las colonias europeas de Asia y África, que fueron organizadas según la localización de sus recursos estratégicos. A partir de este momento el relato se acelera como una película pasada en cámara rápida y el cambio será la única constante. Nuestro estilo de vida y percepciones se irán transformando y el medio ambiente también se modificará profundamente. Varias son las características de estos cambios: 1. El proceso de urbanización se acentuó porque las incipientes industrias crearon numerosos puestos de trabajo que atrajeron la gente del campo hacia las ciudades. 2. Empezamos a utilizar en forma intensiva la energía, sin la cual esta Revolución hubiese sido imposible. Inglaterra, precursora de la industrialización, había repetido la vieja historia de talar sus bosques (que se habían recuperado del ataque romano siglos antes) para sostener algunas actividades que eran voraces consumidoras de madera, como la fundición de hierro, la fabricación de vidrio, la construcción de edificios y la de su poderosa flota. Para muestra basta un botón: un barco de guerra, que debía llevar pesados cañones, requería alrededor de 2 mil robles centenarios (los jóvenes no servían) o sea, un mínimo de 25 hectáreas de bosque. En ciertas regiones hasta hubo revueltas populares, pues la madera llegó a ser tan escasa que no alcanzaba para calentarse en los inclementes inviernos y los más pobres morían de frío. ¿De dónde provino entonces la energía que alimentó la industrialización? De un descubrimiento que permitió reemplazar el carbón vegetal (obtenido de los bosques) por el extraído de las abundantes minas que poseía el país. Abraham Darby y su hijo pudieron purificar este carbón, hasta ese momento inutilizable en la industria del hierro por su alto contenido de impurezas, y obtuvieron el coque. Tal fue el éxito, que desde su descubrimiento a mediados del siglo XVIII hasta fines del mismo siglo, la producción de carbón se triplicó y permitió obtener hierro para fabricar una enorme variedad de elementos: desde clavos hasta ferrocarriles y barcos pasando por las máquinas de vapor. Estas últimas, verdaderas estrellas de la industrialización, eran alimentadas con carbón y se convirtieron en sustituto de las viejas fuentes de energía, como la hidráulica, la animal y la humana. La cantidad de bienes generados crecía a la par que los costos se reducían, aumentando notablemente la productividad, como ocurrió con las manufacturas textiles, un verdadero boom. 3. La naturaleza pasó a convertirse en el gran sumidero de los desechos de la humanidad. La contaminación derivada del uso de combustibles fósiles, de los desechos industriales y de la falta de servicios en las ciudades en rápido crecimiento, se convirtió en la compañera inseparable del mundo industrializado y puso en riesgo la vida en general. 4. La curva de crecimiento de nuestra especie pega un respingo: empezamos a reproducirnos a una velocidad nunca antes vista, pues la paulatina mejora en los estándares de vida y los descubrimientos científicos redujeron las tasas de mortalidad. Esto aumentó la demanda de bienes y servicios, ergo, aumentaron las presiones sobre el medio ambiente para obtenerlos y también la contaminación derivada de su fabricación y uso. 5. Tuvo lugar la división internacional del trabajo y, de acuerdo con ésta, a cada ecosistema del mundo se lo “reacomodó” en función de orientarlo a la producción de determinados elementos necesarios para el mercado internacional. El nuevo orden mundial establecía cuál de los países produciría café, cuál produciría carnes y cuál explotaría los minerales. Obviamente, Argentina adquirió el rol de exportador de productos agrícolas y el mote de “granero del mundo.” La super-especialización estaba en marcha, y la variedad de cultivos o los bosques fueron reemplazados por monocultivos intensivos, ganadería o explotaciones mineras que, con el correr del tiempo, produjeron la degradación del suelo. La super–especialización que aplicamos a la naturaleza también tuvo su espejo en nosotros. Las factorías empezaron a fragmentar el trabajo en tareas individuales más sencillas y rutinarias, al punto que un visitante a una metalúrgica inglesa decía: “En vez de aplicar la misma mano para acabar un botón o cualquier otra tarea, se subdivide en tantas manos como sea posible, suponiendo sin duda que las facultades humanas, limitadas a la repetición del mismo gesto, se hacen más veloces y fiables que si se tiene que pasar de uno a otro. Así, un botón pasa por cincuenta manos, cada una de las cuales realiza la misma operación quizás mil veces al día...” La tediosa
Compartir