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PREFACIO Confieso que este curso minúsculo de lecciones me ha costado mucho trabajo. De ello tuve conciencia desde el principio, al punto de que, si no me hubiese persuadido de la máxima utilidad de la iniciativa que responde a la fórmula de Clase única, viejo y cansado como estoy, no habría asumido el compromiso. Las dificultades, que he tratado de superar y que no estoy del todo seguro de haber superado, dependen de la necesidad de una exposición excepcionalmente sintética y simple. Síntesis en un doble sentido, por la amplitud del contenido y por la estrechez del continente. Restringir a quince lecciones, cada una de las cuales debe durar aproximadamente un cuarto de hora, el estudio de todo el proceso, comprendiendo sus dos formas elementales, la penal y la civil, puede parecer empresa desesperada. Ya la exposición paralela de esas dos formas presenta dificultades tan graves, que, en el campo científico, no se ha intentado todavía seriamente; además de que por la extraordinaria brevedad del espacio dentro del cual ha de contenerse, las lleva a la simplificación. Si se considera, por otra parte, que una tal exposición tiene que adaptarse a un público desprovisto por definición de toda preparación jurídica, surge una nueva dificultad que hace el cometido casi imposible. No digo que más de una vez no haya sido esta mi impresión durante el trabajo; pero, al final, y a pesar del riesgo, me he sentido contento de haberlo corrido. Cierto es que si el librito cayera por casualidad ante los ojos de algún entendido, no podría él menos que encontrar gran cantidad de defectos: lagunas, desarmonías, aproximaciones y hasta inexactitudes; tanto el rigor como la perfección no podían menos que verse sacrificados por la brevedad de la exposición, y más aún por su accesibilidad. Pero si es un verdadero entendido, podrá, también, advertir que ciertas simplificaciones, ciertos esbozos, ciertas aproximaciones, me han servido acaso, en último análisis, para profundizar y aclarar mis propias ideas acerca del proceso. También esta vez, como siempre y más acaso que siempre, el esfuerzo por hacerme comprender me ha servido para comprender. I EL DRAMA No se excluye que la RAI (Radio Italiana), al, proponerme el tema de las lecciones de derecho para la reanudación de la Clase única, se haya inspirado en un criterio que pudiéramos llamar de actualidad. El interés del público por los procesos, ante todo penales, pero también civiles, ha existido siempre; pero hoy, acaso, con los estímulos de la prensa y del rotograbado, ese interés ha llegado al paroxismo. El palacio de justicia de Roma, en los días del proceso Muto, estaba más concurrido acaso que el estadio el día del partido entre el Lacio y el Roma; y el apasionamiento no era menor entre la muchedumbre. El proceso contra el joven Muto era un proceso penal; pero recuerdo que cuando hace muchos años defendí ante la Corte de Apelación de Florencia la famosa causa civil entre los esposos Bruneri y aquel que otra familia había reconocido como el desaparecido capitán Canella, los accesos a la calle Cavour, en las proximidades de la plaza de San Marcos, estaban interceptados, para contener el alud de gente que quería asistir, por una compañía de soldados. ¿Por qué tanta curiosidad? ¿Queréis que respondamos crudamente? Pues, porque la gente está ávida de diversión. En uno de mis coloquios de la tarde, a ratos perdidos, recuerdo que me detuve en el concepto de diversión, que es una desviación del curso normal de nuestra vida, una especie de paréntesis que el hombre introduce en ella, o cree introducir en ella, a su placer. En realidad, en el teatro, en el cinematógrafo, en el estadío, en la Corte de Assises, se vive la vida de los demás y se olvida la propia. ¿No es así? Pero para que pueda esto ocurrir, es necesario que la vida de los demás esté comprometida en el drama, que es un rudo contraste de fuerzas, de intereses, de sentimientos y de pasiones; entonces se produce una especie de evasión de la propia vida en virtud de la cual el espectador se identifica con los actores y hasta, con uno solo de ellos, ya que cada cual termina por adoptar su héroe. Este es el origen de esa participación del público que hoy toma el nombre de apasionamiento, y que no solo en los espectáculos circenses encuentra sus más clamorosas y aun más escandalosas manifestaciones. Hasta ahora ha surgido una analogía entre la Corte de Assises y el teatro, acerca de la cual tendremos oportunidad de volver; pero se debe tener presente la diferencia. En el teatro, si la ficción escénica consigue su objeto, se puede tener incluso la ilusión de un drama verdadero; pero al menos en las pausas la ilusión desaparece. Lo contrario debiera ocurrir en las competiciones deportivas; y así ocurría por cierto en el Circo Máximo cuando uno de los dos gladiadores ponía en ello la vida; pero las recientes aventuras de la trigésima séptima Vuelta de Italia han sugerido la sospecha a más de uno de que no todos los corredores, y sobre todo los predilectos del público, lo hiciesen en serio. Pues bien, una duda de esta índole no se presenta en la Corte de Assises. Las aventuras de Rina Fort o de la condesa Bellentani eran tan dramáticas, que parecían inventadas; pero ninguno de los apasionados que asistían a aquellos procesos, ignoraba que lo que se ponía verdaderamente en juego era la vida. Sin embargo, como le ha sido negada, hoy, a la esencial crueldad de la multitud la posibilidad de saciarse viendo correr la sangre en la arena, no le queda para gozar de aquel escalofrío más que el aula de la Corte de Assises. El parangón que hasta ahora he sostenido entre el proceso y la representación escénica o el juego deportivo, no lo he inventado ciertamente; más de una vez, por el contrario, han hablado de él filósofos, sociólogos, y juristas. Precisamente no hace mucho ha sido este el argumento de un diálogo entre CALAMANDREI, uno de mis sutiles colegas italianos, y yo. Un rasgo común, entre otros, a la representación y al proceso es que cada uno de ellos tiene sus leyes; pero si el público que asiste a la una o al otro, no las conoce, no comprende nada. Ahora, si las reglas no son justas, también los resultados de la representación o del proceso corren riesgo de no ser justos, lo cual, cuando se trata de un partido de fútbol o una pelea de boxeo, no significa una tragedia, pero cuando la apuesta es la propiedad o la libertad, amenaza al mundo, que tiene necesidad de paz para hacer su recorrido, pero la paz tiene necesidad de justicia, como el hombre de oxígeno para respirar. Precisamente las reglas del juego no tienen otra razón de ser que garantizar la victoria a quien la haya merecido; y preciso es saber lo que vale esa victoria para captar la importancia de las reglas y la necesidad de tener una idea de ellas. Podrá parecer a alguien que la alusión recientemente hecha a los antiguos combates del Circo Máximo, en que los gladiadores arriesgaban la vida, es demasiado violenta, y que no se llega a tanto en el proceso. ¿De veras? Supongamos que la pena de muerte, en Italia, haya desaparecido íntegramente, aunque no es así, por lo menos, en el derecho militar, como tampoco ha desaparecido totalmente la tentación de restablecerla. Sin embargo, la libertad vale más que la vida "como lo sabe quien por ella rehúsa a la vida"; y aunque haya dicho yo, en el curso de Cómo nace el derecho, que esta sagrada palabra debe tomarse en sentido más alto de lo que creen aquellos para quienes se resuelve dicha libertad en la posibilidad de hacer lo que agrada, e incluso precisamente por ello, lo cierto es que en la mayor parte de los procesos penales, incluso en los que pueden parecer menos graves, está en juego la libertad del imputado. Y si no la libertad, otros bienes de grandísimo valor constituyen la apuesta del proceso civil, donde no siempre se trata únicamente de intereses materiales: en ocasiones, está en juego el problema mismo de la persona humana, que se apuesta con una solemnidad sin paralelo. Por eso, si el público italiano, y hasta el público de todo el mundo, se ha apasionado tan vivamente con las alternativas judiciales del desconocido de Collegno, fue porque es cosa grave reconocer o negar a un hombre su propia identidad personal y con ello vincularlo con su pasado o desvincularlo de él. Como en los procesos de paternidad, en que se trata de ahondar en los misterios de la generación y se corre el riesgo de dejar a un hombre sin padre o de asignarle un hijo que no sea el suyo, la materia es igualmente solemne. Por supuesto, no tiene tanta importancia la discusión acerca de la propiedad, que constituye la materia acostumbrada de los juicios civiles, los cuales parecen en la mayoría de los casos dedicados a los intereses materiales, menos elevados sin duda que aquellos supremos intereses morales de que hasta ahora hemos hablado; pero sería necesario comprender cómo la propiedad es la otra cara de la libertad para hacerse cargo de la aspereza y de la tenacidad de los hombres cuando discuten acerca de lo mío y de lo tuyo; y de la gravedad del peligro de que a través del proceso se viole la frontera entre lo mío y lo tuyo. Quiero decir con esto que el interés del público, que constituye una especie de halo en tomo al proceso, es el signo infalible del drama que en él se ventila, así como de su valor para la sociedad y para la civilización. Si a ese drama, o más bien al drama en general, tratamos de ponerle un nombre, este es el de la discordia. También concordia y discordia son dos palabras que, como la de acuerdo, que tanta importancia tiene para el derecho, provienen de corde (corazón): los corazones de los hombres se unen o se separan; la concordia o la discordia son el germen de la paz o de la guerra. El proceso, después de todo, es el subrogado de la guerra. Es, en otras palabras, un modo para domesticarla. Pensad, por ejemplo, para ayudaros a comprender esta verdad fundamental, acerca de aquella forma de guerra legalizada que era el duelo. Más adelante veremos justamente qué interés tiene el duelo en el proceso. Recordemos, por ahora, lo que dijimos en el curso anterior acerca de las relaciones entre el derecho y la guerra: el derecho nace para que muera la guerra. A este fin no puede hacer más que ponerle una mordaza. El duelo es una guerra aprisionada. En lugar de bellum omniuni contra onines [la guerra de todos contra todos], es la guerra solo entre dos, entre los adalides. A tal punto es un combate el proceso, que en ciertos tiempos y entre ciertos pueblos se lo hace con las armas: el éxito del duelo indica el juicio de Dios. Más adelante los medios del combate se transforman y la relación entre vencer y tener razón se invierte: no ya quien vence es el que tiene razón, sino que quien tiene razón resulta vencedor; sin embargo, el vencer y el perder, que continúan significando las suertes del proceso, expresan todavía su contenido bélico: si el proceso se asemeja por su estructura al juego, en la función hace las veces de la guerra; ne cives ad arma veniant [para que los ciudadanos no lleguen a las armas] decían los romanos: se acude al juez para no tener que acudir a las armas. El proceso es un juego terriblemente serio, en una palabra. De ello tiene la sensación el público que llena las salas o lee con avidez las crónicas judiciales. En los estadios no está ya en juego la vida de los luchadores; pero en los tribunales la multitud puede gozar de veras el crudo espectáculo de la discordia. Puede gozarlo; pero es difícil que se interiorice en el drama como debiera para que pueda beneficiarse del goce. Casi siempre la participación no pasa de la superficie. Los cronistas judiciales, que debieran ser los espectadores más perspicaces, son desgraciadamente responsables de captar únicamente los aspectos exteriores del espectáculo. Sus narraciones que son a menudo ricas en particularidades y no raramente en indiscreciones y petulancias, casi nunca descubren las razones por las cuales se agita y se apasiona el público. Una leyenda que debería escribirse en las salas de los tribunales para que la gente comprendiera un poco mejor los dramas que en ellas se representan, pudiera ser la antigua máxima: concordia minimae res crescunt, discordia maximae dilabuntur [por la concordia las cosas mínimas crecen, por la discordia hasta las mayores se desbaratan]. Lo que allí se ve son las tristes consecuencias de la lucha "entre aquellos a quienes un muro y una fosa cercan". Hombres contra hombres, ciudadanos contra ciudadanos, esposos contra esposas, hermanos contra hermanos. Hermanos contra hermanos, he dicho, no solo en el sentido espiritual, sino también en el sentido camal de la palabra. Los expertos en el proceso, jueces o defensores, sabemos que las experiencias más sangrientas son precisamente aquellas en que luchan entre sí los descendientes de un tronco común. Todo esto he querido deciros a modo de introducción a nuestros coloquios, a fin de que os hagáis cargo de que el argumento de ellos no es tanto la ley como la vida en uno de sus más dolientes y peligrosos aspectos: las leyes no son más que instrumentos, pobres e inadecuados, casi siempre, para tratar de dominar a los hombres cuando, arrastrados por sus intereses y sus pasiones, en vez de abrazarse como hermanos tratan de despedazarse como lobos. El estudio de tales medios en sí puede parecer árido y abstracto; pero quisiera haceros ver siempre sobre el fondo del cuadro esa inquieta y doliente humanidad a la cual nuestros esfuerzos, a menudo demasiado en vano, tratan de poner remedio. II EL PROCESO PENAL El proceso penal sugiere la idea de la pena; y esta, la idea del delito. Por eso el proceso penal corresponde al derecho penal, como el proceso civil corresponde al derecho civil. Más concretamente, el proceso penal se hace para castigar los delitos; incluso para castigar los crímenes. A propósito de lo cual recuérdese que no se castigan solamente los delitos, sino también esas perturbaciones menos graves del orden social, que se llaman contravenciones. Precisamente porque los delitos perturban el orden y la sociedad necesita de orden, al delito debe seguir la pena para que la gente se abstenga de cometer otros delitos y la misma persona que lo ha cometido pueda recuperar su libertad, que es el dominio de sí, y con ella la capacidad de reprimir las tentaciones, que desgraciadamente nos acechan continuamente a lo largo de nuestro camino. Uno ha robado: he aquí el delito; debe ponérsele en prisión: he ahí la pena. En esta simple fórmula el delito y el castigo se consideran como dos hechos equivalentes, cuya equivalencia incluso restablece el orden social; pero esa equivalencia disfraza la estructura profundamente diversa del uno y del otro: una diversidad que se manifiesta, entre otras cosas, en el plano temporal. Hay ciertos delitos largamente preparados; ciertos hurtos, por ejemplo, que exigen mucha paciencia; en materia de homicidio se habla a este respecto de premeditación; pero frecuentemente, en cambio, el delito ocurre tan rápidamente que se puede decir de él que es instantáneo: por ejemplo, un homicidio en riña o un hurto con destreza. La premeditación, en cambio, si es un carácter accidental del delito, es un carácter esencial del castigo. Cuando oímos decir que la justicia debe ser rápida, he ahí una fórmula que se debe tomar con beneficio de inventario; el cliché de los llamados hombres de Estado que prometen a toda discusión del balance de la justicia que esta tendrá un desenvolvimiento rápido y seguro, plantea un problema análogo al de la cuadratura del círculo. Por desgracia, la justicia, si es segura no es rápida, y si es rápida no es segura. Preciso es tener el valor de decir, en cambio, también del proceso: quien va despacio, va bien y va lejos. Esta verdad trasciende, incluso, de la palabra misma "proceso", la cual alude a un desenvolvimiento gradual en el tiempo: proceder quiere decir, aproximadamente, dar un paso después del otro. El homicidio en riña, dijimos, es un ejemplar de delito instantáneo; pero como siempre ocurre, apenas escapa el muerto, como dice la gente, se escabullen los que reñían; la policía, en nueve de cada diez veces, aunque acuda con urgencia, llega cuando todos han desaparecido; entonces comienzan las investigaciones, pero aquello (y la triste crónica de estos días ofrece algún ejemplo clamoroso de ello) es como buscar un alfiler en la arena de la playa. ¿Cuánto tiempo se necesitará para descubrir a los que tomaron parte en la riña? Supongamos que se los capture; pero ¿serán ellos? En cuanto a los arrestados, nueve de cada diez dirán que no. Testimonios, interrogatorios, reconocimientos, careos: cosas todas ellas fáciles de decir, pero difíciles de hacer. Y aunque uno confiese: sí, yo he sido quien ha disparado, dirá en nueve de cada diez veces, pero si no lo hubiese matado yo a él, él me hubiera matado a mí; y se debe probar si es esto verdad, pues de serlo, el homicida no debería ser castigado. Un ejemplo como este basta para demostrar cuáles son las primeras dificultades por las cuales el castigo, desgraciadamente, no puede ser rápido, como lo es el delito. Y esas exigencias, lógicamente, se explican reflexionando que castigar quiere decir, ante todo, juzgar. El delito, después de todo, puede hacerse de prisa precisamente porque a menudo es sin juicio; si quien lo comete tuviese juicio, no lo cometería; pero un castigo sin juicio sería, en vez de castigo, un nuevo delito. Pues bien, el juicio es la mayor dificultad que el hombre encuentra en su camino. Nuestra tragedia está en que no podemos actuar sin juzgar, pero no sabemos juzgar. Cuando el Señor nos dijo: no juzguéis, quiso precisamente decir: despacio, en el juzgar, porque es muy fácil equivocarse. Pero, ¿cómo se puede castigar a uno sin juzgarlo? El proceso penal, por consiguiente, es en su esencia un juicio; pero si se lo llama proceso es cabalmente para dar a entender que el juicio procede, o debe proceder, o no puede menos de proceder, con pies de plomo. Detengámonos un poco. Unos disparos de pistola llaman la atención de la gente; la gente acude a la policía; la policía inicia sus investigaciones. Pero la policía no basta; ella es un instrumento necesario, pero insuficiente a los fines tanto de la prevención de los delitos como de su castigo; y no se debe ocultar que no pocas veces es peligrosa. El sargento de los carabineros o el comisario de seguridad pública, después de las indagaciones más urgentes, debe dejar paso al juez. Y el juez, ya se sabe, tiene que proceder con cautela: examen de las relaciones, inspección del cadáver, de las cosas, de los lugares, interrogatorio a los testigos, audición del imputado, solo sirven, por lo menos en los casos más graves, para darle una primera orientación, en virtud de la cual le será posible, no ya saber sin más si debe o no castigar, sino si debe abrir a este fin una investigación pública. Más adelante veremos cuáles son las razones que aconsejan la publicidad del juicio penal; aunque esta, precisamente por agravar el sufrimiento y el daño del imputado, no se la debe encarar sino cuando se ofrecen serias probabilidades de culpabilidad en él. He aquí por qué, como diremos mejor a continuación, el proceso penal se desdobla normalmente de lo que resultan dos fases distintas, una de las cuales toma el nombre de instrucción y la otra el de debate; las cuales sirven, no tanto para castigar, cuanto para saber si se debe castigar; de no hacerlo así, se correría el riesgo de castigar a inocentes. Solo que tampoco ese doble examen que se hace normalmente mediante la instrucción y el debate, exime del error judicial, que puede ser tanto positivo (condena de un inocente) como negativo (absolución de un culpable). Ocurre en esta materia como en los cálculos matemáticos, que, no tanto para estar seguros cuanto para reducir las probabilidades de error, no hay otro camino más que el de volver a realizar la operación. Si no siempre, sí, por lo menos, las más de las veces este es el camino que se sigue en el proceso penal. Volveremos a hablar de ello mejor más adelante. De cualquier modo, ya desde ahora, a lo dicho para describir un proceso penal se debe agregar que con frecuencia, por no decir siempre, salvo que asuma una cierta importancia, el proceso penal, después de hecho, ya termine en la condena o en la absolución, se rehace, si bien este rehacerse no sea en todo igual a cuando se lo hizo por primera vez. Y puede también ocurrir que no baste rehacerlo una sola vez, pues, en una palabra, la sed de justicia, que debiera saciarse ante todo con el proceso penal, no se extingue jamás. Ahora bien, después de estas explicaciones, la palabra "proceso" nos ha descubierto acaso un poco de su secreto. Se trata en honor a la verdad, de un proceder, de un caminar, de un recorrer un largo camino, cuya meta parece señalada por un acto solemne, con el cual el juez declara la certeza, es decir, dice que es cierto: ¿el qué? Una de estas dos cosas: o que el imputado es culpable o que el imputado es inocente. Meditemos también acerca de estas dos hipótesis. Si es inocente, el proceso en verdad está terminado, y todos tienen la impresión de que ha terminado del mejor de los modos; pero la verdad es que en este caso la máquina de la justicia ha trabajado con pérdida, y la pérdida la constituyen, no solo el costo del trabajo realizado, sino sobre todo el sufrimiento de aquel a quien se lo imputó y a menudo hasta se lo encarceló, cuando nada de esto debía hacerse con él; sin hablar de que no raras veces para su vida ello ha sido una tragedia, si no una ruina. Desde ahora debéis comprender que la llamada absolución del imputado es la quiebra del proceso penal: un proceso penal que se resuelve con una tal sentencia, es un proceso que no debiera haberse hecho, y el proceso penal es como un fusil que muchas veces se encasilla cuando no suelta el tiro por la culata. De todos modos, decíamos, cuando se cierra con la absolución, el proceso penal termina verdaderamente, mientras que no ocurre así en el caso opuesto, cuando se pronuncia una condena contra el imputado. También en este caso la impresión es que, hecha definitiva la condena, ocurre como en el teatro cuando al final del último acto cae el telón y se vacía la sala; pero no sería exagerado decir que en el teatro de la justicia por el contrario, el drama no solo continúa sino que da la sensación de estar comenzando. Condenar no quiere decir, después de todo, más que ordenar el castigo; pero este, después de ordenado, debe ser ejecutado, y la ejecución, muy frecuentemente, dura años y años, y no pocas veces dura toda la vida del condenado. Con la condena definitiva cae efectivamente el telón en uno de los teatros de la justicia, pero se alza en otro: el primero se llama tribunal, el segundo penitenciaría. Y el proceso sigue procediendo, continúa su triste camino. La condena, al cabo, se asemeja a la diagnosis del médico: un hombre está enfermo y se le debe curar, dice este; un hombre es culpable y debe ser castigado, ha dicho el juez; pero ¿ha terminado el cometido del médico cuando ha diagnosticado la enfermedad y prescrito la cura? Tampoco el oficio del juez queda cumplido cuando ha pronunciado la condena. De acuerdo con los técnicos después del proceso de cognición, que sirve para conocer si un hombre es culpable o inocente, cuando se resuelve con la condena, viene el proceso de ejecución, sin embargo, durante mucho tiempo se ha creído que la ejecución era algo muy diverso de la cognición y no tenía nada de común con el proceso. Claro, últimamente, se han modificado estas ideas. Hoy, por ejemplo, se piensa que son, en cambio, dos fases de un mismo proceso, como son dos fases de la medicina el diagnóstico y la cura. Con esta diferencia por desgracia en daño de la cura del alma en comparación con la cura del cuerpo, se dice, que igualmente, cuando la experiencia de la cura advierte al médico que el diagnóstico estaba equivocado, puede él corregirlo, sería absurdo que no se lo pudiera hacer también así respecto del alma; pero en cambio la cura del culpable prescrita por el juez con la sentencia de condena, salvo casos excepcionales, es por desgracia irrevocable, y son pocos, incluso poquísimos, los que se rebelan contra este absurdo. De todos modos, decíamos, al transferirse del tribunal a la penitenciaría, el proceso continúa su triste camino. También aquí la gente tiene impresiones equivocadas, que debo tratar de rectificar. Se tiene la impresión de que, cuando la pena infligida con la condena ha sido expiada, o como se dice, cuando se ha cumplido la condena el camino ha llegado por fin a la meta. Pero ¿cuál es la meta de la cura de un enfermo, sino su curación? Si la cura no resulta, ¿no se intenta otra? En cambio, la cura del delito, que es el proceso penal, termina de todos modos en el momento fijado, sin que nadie se preocupe por saber si se ha curado el enfermo ni cuál habrá de ser su suerte cuando se le haya dado de alta en el hospital. Por desgracia, las curaciones son pocas. Las hay, naturalmente; sería injusto negar un cierto progreso también en este sentido. Por eso cuando el enfermo se decide a recuperar la salud, la cárcel, como el hospital, no es ya un lugar de dolor; entonces el camino se alegra, como cuando al frío del invierno sucede el calor de la primavera; pero la verdad es que esos enfermos, cuando curan, nadie sabe si han curado siquiera; y si alguien lo sabe, los demás no lo creen. La gente los considera enfermos todavía, temen su contagio, los rehuyen y rechazan; y así aquel retorno a la vida que ellos soñaron para cuando se les abrieran las puertas de la cárcel, se resuelve en una desilusión atroz, pues si ellos se han hecho con la expiación idóneos para ser reincorporados a la sociedad, esta se niega a admitirlos. De esta manera, aun cuando parezca que ha conseguido su fin, el proceso penal ha fracasado en su objeto. III EL PROCESO CIVIL El proceso civil se distingue, a simple vista, del proceso penal, por un carácter negativo: no hay un delito. Siendo el delito negación de la civilidad, podríamos llamar al proceso penal a fin de entendernos, un proceso incivil; y al proceso civil, en cambio, lo llamaríamos civil porque se realiza inter cives, es decir, entre hombres dotados de civilidad. Esta es la apariencia; pero si bien se mira hay algo más hondo, que puede modificar la primera impresión. Es asunto, ante todo, de entendemos sobre el concepto de civilidad. Civilitas es el modo de ser del civis o también de la civitas, es decir, del ciudadano y de la ciudad. También desde este punto de vista surge un rayo de luz de la palabra: civis, probablemente, deriva, de cum ire, ir o andar conjuntamente. La civilidad no es, pues, otra cosa que un andar de acuerdo; pero si los hombres tienen necesidad del proceso, quiere ello decir que falta el acuerdo entre ellos, Y vuelve a aflorar aquí el concepto aquel del acuerdo que ya dijimos es fundamental para el derecho. El bacilo de la discordia es el conflicto de intereses. Quien tiene hambre, tiene interés en disponer del pan con que saciarse; si son dos los que tienen hambre y el pan no basta más que para uno, surge el conflicto entre ellos. Conflicto, que, si los tales son inciviles, se convierte en una lucha: en virtud de esta, el más fuerte se sacia y el otro continúa con hambre. En cambio, si fuesen enteramente civiles o civilizados, se dividirían el pan, no según sus fuerzas, sino según sus necesidades. Pero puede darse también un estado de ánimo del que no surja la lucha, pero del que puede surgir de un momento a otro: uno de los dos quiere todo el pan para sí y el otro se opone a ello. Una tal situación no es aún la guerra entre ambos, pero la contiene en potencia por lo cual se comprende que alguien o algo deba intervenir para evitarla. Ese algo es el proceso, que se llama civil porque todavía no ha surgido el delito que reclama la pena; y la situación frente a la cual interviene, toma el nombre de litis o litigio. La litis es, pues, un desacuerdo. Elemento esencial del desacuerdo es un conflicto de intereses: si se satisface el interés del uno, queda sin satisfacer el interés del otro, y viceversa. Sobre este elemento sustancial se implanta un elemento formal, que consiste en un comportamiento correlativo de los dos interesados: uno de ellos exige que tolere al otro y la satisfacción de su interés, y a esa exigencia se la llama pretensión; pero el otro, en vez de tolerarlo, se opone. No hay necesidad de agregar que la litis es una situación peligrosa para el orden social. La litis no es todavía un delito, pero lo contiene en germen. Entre litis y delito, hay la misma diferencia que existe entre peligro y daño. Por eso litigiosidad y delincuencia son dos índices correlativos de incivilidad: cuando más civil o civilizado es un pueblo, menos delitos se cometen y menos litigios surgen en su seno. En la litis va siempre implícita una injusticia. En efecto, no es posible que ambos litigantes tengan razón, esto es, que tanto la pretensión como la oposición respondan a la justicia: o es justa la una o es justa la otra, o una y otra solo son justas en parte. Ahora bien, la injusticia perturba el orden y la paz social. Por eso es necesario, no tanto que los litigantes se pongan de acuerdo, cuanto que el acuerdo sea justo; tampoco en música un acorde que desentone, es acorde. No se debe creer, pues, socialmente útil que uno de los dos se rinda a la voluntad del otro, si es injusta; en tales casos, no hay más que una apariencia de paz, ya que la paz sin justicia no es paz. La moral no aconseja nunca la vileza: resistir al comportamiento injusto del adversario no es contrario sino conforme a la moral. De ahí que, para eliminar el litigio, no sirva tanto un medio que impida a la litis que degenere en lucha abierta, cuanto un medio, que, encontrando la senda de la justicia, componga a los litigantes en paz. Este medio es el proceso civil. El proceso civil, pues, opera para combatir la litis, como el proceso penal opera para combatir el delito. Pero la acción, o mejor la reacción del proceso civil, es más compleja que la del proceso penal. Este último, mientras no se dé, si no propiamente la existencia, por lo menos la apariencia de un delito, no se pone en movimiento. En cambio, el proceso civil puede operar, no solo para la represión, sino también para la prevención del litigio, a fines higiénicos y no terapéuticos. Precisamente la actividad preventiva del proceso civil se da en presencia de ciertas situaciones que pueden propiciar la injusticia. Por eso, porque la injusticia es el bacilo de la discordia, el proceso opera a fin de que no se manifieste. A estas dos formas del proceso civil, preventiva o represiva, se podría dar genuinamente el nombre del proceso civil con litis o sin litis; pero la ciencia jurídica, que no ha llegado todavía a descubrir, no tanto la distinción, cuanto la coordinación entre ellas, utiliza las dos fórmulas, mucho menos claras, de proceso contencioso y proceso voluntario. El proceso civil voluntario, que tiene por tanto carácter preventivo, es la figura menos importante, o con más exactitud, menos compleja de las dos; por eso escapa fácilmente a la atención de quien no se ocupa de él. Sin embargo, es harto conocido que en muchos casos se recurre al juez para obtener permisos, autorizaciones, convalidaciones de ciertos actos respecto de los cuales es más grave el peligro de injusticia. Por ejemplo, cuando alguien quiere adoptar a otro como hijo, o cuando el esposo quiere vender un bien dotal, o cuando el progenitor quiere realizar un negocio que excede de la administración ordinaria sobre los bienes de sus hijos menores, o cuando varias personas quieren constituir entre sí una sociedad por acciones: esos actos no quedan válidamente realizados sin la intervención del juez, quien tiene precisamente el deber de impedir que se lleven a cabo si no responden a la justicia. Pero para cumplir con ese deber realiza a su vez y ordena realizar una serie de actos que constituyen un proceso; ese proceso, no siendo evidentemente un proceso penal, no puede ser más que un proceso civil. La figura del proceso civil que más llama la atención del público, es el proceso represivo, o contencioso, como se lo quiera llamar, que se desarrolla en presencia de un litigio; será uno que pretende ser hijo de otro, mientras ese otro niega ser su padre; será uno que sostiene tener la propiedad de un poder que otro posee, mientras ese tal no quiere reconocer su propiedad; serán dos vecinos que litigan acerca de una servidumbre de paso, que el uno reclama y el otro discute; serán dos socios que no están de acuerdo acerca de la parte de utilidades que a cada uno de ellos le corresponde; serán los herederos legítimos que afirman la nulidad del testamento a favor de un extraño mientras este está convencido de su validez; será el vendedor de una mercadería que pide el pago del precio mientras el comprador quiere restituírsela porque, según él, no responde a la calidad pactada. En todos estos casos, y en mil casos más, en que el egoísmo pone en desacuerdo a los hombres que se encuentran en conflicto de intereses, vemos que se dirigen al juez para pedirle cada cual que le dé a él la razón y se la niegue al otro litigante. El proceso civil contencioso se caracteriza, pues, por un contraste entre dos hombres o entre dos grupos de hombres, cada uno de los cuales pretende tener razón o se queja de la injusticia del otro, lo que viene a ser lo mismo. El proceso penal se realiza aun cuando el que ha cometido un delito se reconoce culpable de él y admite que debe ser castigado; no así el proceso civil. Nosotros decimos, para representar esta diferencia, que un proceso civil no se puede promover de oficio; el juez, a fin de promoverlo, debe ser solicitado por quien en ello tenga interés; son raros los casos en los cuales la iniciativa puede partir de un magistrado del que hablaremos más adelante, y que se llama ministerio público. Naturalmente, cuando se trata de proceso contencioso, esta dependencia de la iniciativa de los litigantes, que constituye su fuerza motriz, viene a ser una razón de que también el proceso civil, como el proceso penal, esté llamado a recorrer un lento y largo camino: no solo la justicia penal, sino también la justicia civil, anda como una tortuga. A primera vista puede parecer que la verdad, cuando se trata de contratos o en general de negocios lícitos y no de delitos, no se ocultará al juez como cuando tiene, en cambio, que descubrir un delito. pero desgraciadamente los litigantes, cada uno de los cuales cree tener razón, o en todo caso quiere vencer aunque no la tenga, procuran, como se suele decir, embrollar los papeles. Por otra parte, difícilmente pueden encontrar un límite en la proposición de sus demandas, en la exposición de sus razones, en la exhibición de sus pruebas y en la presentación de sus reclamaciones. Así, los oímos frecuentemente quejarse de que la justicia no sea rápida, aunque si se tomaran el trabajo de hacer un examen de conciencia, tendrían que convencerse de que la culpa de su lentitud grava en gran parte sobre sus espaldas. Ellos la cargan a la cuenta de muchas otras causas, entre las cuales ocupa el primer puesto la imperfección de la máquina procesal; y no decimos que no haya algo de verdad en sus quejas, pero se debe confesar también que aun cuando se eliminasen esas causas, sería la naturaleza de la litis la que retardara el paso de la justicia civil. La verdad es que si uno de los litigantes, normalmente el que pide al juez que cambie el estado de las cosas (el acreedor que quiere ser pagado, el propietario que quiere recuperar su fundo, el comprador que pretende la entrega de la mercadería que se le debe), tiene interés en que se proceda rápidamente, el otro, el que si pierde tendrá que pagar, restituir o entregar, tiene interés en lo contrario. Ninguno de ellos se resigna a dejar al otro la última palabra. Si una providencia del juez no responde a sus deseos cada cual busca todos los medios para hacer que se la revoque o modifique; y si no lo consigue, difícilmente se resigna a ejecutar las órdenes del juez, y entonces también el proceso civil debe proseguir pasando, como se dice y como veremos, de la fase de cognición a la fase de ejecución. Así el proceso se arrastra en medio de una maraña de dificultades que retardan su marcha, agravan el costo y a menudo comprometen su resultado. Siempre están dispuestos a cargar la culpa a los demás y con facilidad olvidan sus propias responsabilidades. IV EL JUEZ Tanto el proceso penal como el proceso civil nos ofrece una distinción entre quien juzga y quien es juzgado. Basta penetrar en la sala de un tribunal para advertir que tal distinción se da entre uno que está arriba y otro que está abajo, entre un súbdito y un soberano. Debemos ahora meditar acerca de esta posición diversa. En fin de cuentas, la necesidad del proceso se debe a la incapacidad de alguien para juzgar, por sí, acerca de lo que debe hacerse o no hacerse. Si quien ha robado o matado hubiese sabido juzgar por sí, no hubiera robado ni matado; y si los litigantes supiesen juzgar por sí mismos, no litigarían, pues reconocerían por sí mismos la razón y la sinrazón. El proceso sirve, pues, en una palabra, para hacer que entren en juicio aquellos que no lo tienen. Y puesto que el juicio es propio del hombre, para sustituir el juicio de uno al juicio de otro u otros, haciendo del juicio de uno la regla de conducta de otros. El que hace entrar en juicio, es decir, el que suministra a los otros que lo necesitan, su juicio, es el juez. Juez es, en primer lugar, uno que tiene juicio; si no lo tuviese, ¿cómo podría darlo a los demás? Se dice que tienen juicio los que saben juzgar. He aquí por qué, para comprender cómo se hace un proceso, se debe comprender, cómo se hace para juzgar. Y he aquí por qué la ciencia del derecho, y en particular la ciencia del proceso, nos sitúa ante el más difícil de los problemas; no es exagerado decir que es el menos soluble de los problemas. Quienes dudaron y dudan todavía de que exista una ciencia verdadera y propia del derecho, del mismo rango que las ciencias naturales, tiene la intuición más o menos clara de esta verdad: la ciencia del derecho tendría que ser la ciencia del juicio, ¿y quién ha poseído o quién poseerá una ciencia del juicio? En la raíz de esa intuición está, aun para los no creyentes, la palabra de Cristo: no juzguéis. Si supiesen qué quiere decir juzgar, se darían cuenta de que es lo mismo que ver en el futuro; pero el hombre es prisionero del tiempo y el juicio es una evasión imposible. Todo esto lo digo para hacer comprender una sola cosa, para tener una idea del proceso: el juez, para serlo, debiera ser más que hombre: un hombre que se aproximara a Dios, De esta verdad conserva un recuerdo la historia al mostramos una primitiva coincidencia entre el juez y el sacerdote, que pide a Dios y obtiene de Dios una capacidad superior a la de los demás hombres. Aun hoy todavía si el juez, pese al desprecio hacia las formas y los símbolos, que es uno de los caracteres peyorativos de la vida moderna, lleva el hábito solemne que llamamos toga, ello responde a la necesidad de hacer visible la majestad; y esta es un atributo divino. Pero ¿dónde encontrar un hombre que sea más que hombre? El problema del proceso, en este aspecto, parece un rompecabezas. Probablemente las soluciones, en el plano lógico, son dos, dependientes de los dos conceptos de la cualidad y de la cantidad. Desde el punto de vista cualitativo, aflora nuevamente la coincidencia original entre el juez y el sacerdote. En el aspecto cuantitativo, se trata de acrecentar la idoneidad del hombre, poniendo varios hombres a la vez; este es el principio del colegio judicial o del juez colegiado; en sus orígenes, juez, particularmente en los procesos penales, era todo el pueblo. Toda la obra de la humanidad en orden a la elección del juez, se realiza a la luz de estas ideas. Todos están de acuerdo en reconocer que debiera ser juez el mejor; pero ¿cómo se encuentra al mejor? Cuando el derecho se ha separado de la religión y el proceso ha venido perdiendo su carácter sagrado, el problema de la elección del juez, en su aspecto cualitativo, ha pasado a ser el problema del órgano de la elección: el mejor debiera buscarlo el que tuviera la capacidad para elegir. Hoy la regla consiste en que el juez es elegido por el Estado, es decir, por ciertos órganos del Estado, según ciertos dispositivos que se conceptúan idóneos para hacer la elección. Estos dispositivos son de dos tipos, según que la elección se haga desde arriba o desde abajo, por decreto o por elección. En Italia no existen actualmente jueces electivos; pero los hay, por ejemplo, en la vecina Suiza. Una forma de investidura electiva se puede contemplar en el arbitraje, en cuanto se consiente dentro de ciertos límites que provea al proceso civil un juez elegido por acuerdo entre las partes. No se debe creer que con ello se sustituya a la justicia del Estado por una justicia privada; al contrario, tanto el proceso penal como el proceso civil constituyen siempre una función del Estado, precisamente porque tanto el delito como el litigio interesan al orden social, y el Estado no puede nunca permanecer indiferente respecto de él. Naturalmente, en ciertos casos, también el ejercicio de esta función pública se puede consentir a un particular, que está no obstante sometido de varias maneras a la autoridad del Estado. Con este límite, o si se quiere con esta excepción, el juez es elegido por el Estado en los Estados modernos; incluso, a fin de garantizar su idoneidad, es un funcionario del Estado vinculado a este por una relación de empleo, en virtud de la cual queda investido de poderes y gravado con una obligación determinada, como medios para el fin del cumplimiento de su altísima función. La intuición originaria, según la cual, para poseer el juicio necesario para hacer justicia, es preciso sumar varios hombres a la vez, conserva su valor aun después de que se ha constituido poco a poco una técnica y sobre ella una ciencia del proceso. El llamado colegio judicial o juez colegiado es, aun en el día de hoy, un tipo de juez que existe, más que al lado, por encima del juez singular, en el sentido de que se considera que ofrece mayores garantías al feliz cumplimiento de su oficio; pero solo en razón del mayor costo, para los procesos penales o civiles de menor importancia, se prefiere el juez singular al colegiado. En el fondo, la constitución colegial del juez se explica por la limitación de la mente humana por un lado y por su diversidad por el otro. Poniendo varios hombres juntos se consigue, o se espera conseguir por lo menos, la construcción de una especie de superhombre, que debiera poseer mayores aptitudes para el juicio de las que posee en singular cada uno de los que lo integran. El fenómeno es el mismo que aquel por el cual se uncen al arado una o más yuntas de bueyes en vez de un solo buey; pero cualquiera se hace cargo de que el mayor rendimiento de la yunta está condicionado por el trabajo efectivo de cada uno de sus miembros, y no es fácil, por exigencias técnicas además de razones psicológicas, obtener de todos los miembros del colegio judicial una participación igual en el trabajo común, La figura más interesante de formación colegiada del juez es la que toma el nombre de colegio heterogéneo, en razón de que no todos los jueces reunidos en el colegio tienen una misma preparación técnica. Compárese, a este respecto, la composición de una Corte de Apelación o de la Corte de Casación con la de la Corte de Assises: en esta, además de los jueces técnicos, o sea de los jueces que son técnicos del derecho, sesionan predominantemente los llamados jueces populares o legos, llamados así por cuanto se prescinde en su elección de un tipo específico de cultura. Esta formación mixta del colegio encuentra su razón profunda, no solo en la necesidad de la más diversa experiencia de la vida, en cuanto al conocimiento del derecho para juzgar bien, sino también en el peligro de que la costumbre de juzgar determine una especie de de deformación profesional que termine por embotar la sensibilidad del juez y con ella su capacidad de apreciar intuitivamente los valores humanos. Hemos esbozado así el planteamiento de un problema muy grave, del cual la naturaleza de estas lecciones no nos permite una adecuada profundización, para el cual se han intentado en el curso de la historia otras soluciones. Los menos jóvenes, entre quienes me escuchan, recordarán que en un pasado no muy remoto la Corte de Assises ha experimentado una importante transformación: en el sentido de que en otro tiempo los jueces populares participaban en el juicio con funciones distintas de los jueces técnicos, ya que solo se les encomendaba a ellos la comprobación de los hechos, mientras que se reservaba a los técnicos la aplicación del derecho; ahora en cambio, los jueces populares y los de derecho concurren con iguales poderes tanto a la comprobación de la culpabilidad como al castigo del culpable; y no se puede decir que la reforma haya satisfecho gran cosa las exigencias de justicia respecto a lo que los franceses llaman les grandes crimes [los grandes delitos]. Ciertamente, una colaboración de los legos con los técnicos del derecho es necesaria tanto para resolver problemas técnicos distintos de los que se refieren al derecho (para indagar, por ejemplo, las causas del derrumbamiento de un edificio o de la muerte de un hombre), como también para suministrarle un criterio de justicia inmediato e independiente de los esquemas de la ley, los cuales a menudo se adaptan mal a la naturaleza del caso; pero a esta necesidad, mejor que la introducción del lego en el colegio judicial, responde su asistencia al juez de derecho en concepto de consultor. En el lenguaje corriente se continúa hablando, en este sentido, de pericia y de peritos, pero esta fórmula no expresa tan exactamente como la otra, la idea del consejo y del consejero, con la cual se transfiere simplemente al proceso una práctica muy útil y difundida en la vida: quien tiene que resolver en asuntos de gran importancia, pide consejo a uno o más hombres cuya experiencia y prudencia estima, sin que con ello delegue en ellos su juicio, simplemente se sirve de ellos como se serviría de un apoyo en un paso peligroso del camino. Esta del consultor, o perito, como se quiera decir, no es la única asistencia necesaria al juez en su difícil actuación, e incluso es una asistencia de la cual no siempre tiene necesidad, mientras que es constante la exigencia de que sea ayudado por otros respecto a las formas de actividad inferior que responden a las llamadas funciones de orden, según la terminología burocrática. Así, vemos en primera línea, al lado de él, dos figuras bien conocidas, que son la del secretario y la del oficial judicial, adscrito el primero particularmente a la documentación de los actos del proceso, esto es, a formar los documentos que constituyen la prueba de él, y el segundo a la notificación, o sea, a suministrar las noticias que son necesarias para procurar al juez la presencia y colaboración de personas respecto de las cuales, o en concurso de las cuales, tiene él que actuar. El juez, singular o colegiado, juntamente con el secretario y el oficial judicial, son las figuras principales que constituyen un grupo de empleados del Estado que, por la estabilidad de sus cometidos, se llama oficio, y por el carácter específico de los mismos, se denomina oficio judicial. Salvo los casos de ordenamientos relativos a unidades políticas de menores dimensiones (como sería, por ejemplo, la República de San Marino, o algún cantón de la Confederación helvética), un solo oficio judicial sería insuficiente para todo el territorio del Estado; y por otra parte un juez, singular o colegiado, un secretario o un oficial judicial, no bastarían para constituir un oficio que tiene que proveer, no a un solo proceso, sino a todos los procesos necesarios para administrar justicia de acuerdo con las exigencias de un determinado sector de población. De ahí que veamos que en Italia hay diversos tribunales constituidos en las diversas capitales de departamentos, y que, por otra parte, de cada tribunal forman parte jueces, secretarios y oficiales judiciales, en un número superior a los que bastarían para la gestión de un proceso singular. Por otra parte, en el conjunto de los oficios se dejan sentir las exigencias que plantea la especialización en orden a las diversas materias de los asuntos y de los litigios que se presentan al juicio, y también de las diversas funciones que al respecto se ven obligados los jueces a ejercer, al punto de que entre los varios oficios deben distribuirse los cometidos según un plano que da lugar al instituto de la competencia judicial. Si al conjunto de los asuntos y de los litigios se atribuye un cierto volumen, es fácil ver que la distribución se hace en sentido horizontal y en sentido vertical, esto es, principalmente en razón del territorio o en razón de la función; así se distinguen, por ejemplo, el tribunal de Roma del tribunal de Nápoles o de Milán; por otra, en la circunscripción de Roma el tribunal se distingue de la Corte de Apelación o de la Corte de Casación; e igualmente el tribunal de menores o el tribunal militar se distinguen del tribunal ordinario. V LAS PARTES El juez es soberano; está sobre, en alto, en la cátedra. Abajo, frente a él, está el que debe ser juzgado. ¿El o los? Se perfila a este propósito una diferencia que parece distinguir el proceso penal del proceso civil; en este último, aquellos sobre quienes se debe juzgar son siempre dos: no puede el juez dar razón a uno de ellos sin negársela al otro, y viceversa; en cambio, en el proceso penal el juicio atañe solamente al imputado. Cuando además del imputado hay también la llamada parte civil, no se trata ya de proceso penal puro, sino de un proceso mixto, en el cual se mezcla el penal con el civil. Pero, si se pone mayor atención, se advierte que esa diferencia no tanto distingue al proceso penal del proceso civil, como al proceso voluntario del proceso contencioso, y precisamente por ello el proceso penal pertenece a la primera de estas dos categorías: por ejemplo, aun cuando el progenitor pida autorización para vender un bien del hijo menor o el esposo para vender un bien dotal, no se trata de dar razón o negarla a uno con respecto al otro. Podríamos decir, para entendernos, que el proceso contencioso es esencialmente bilateral, mientras que el proceso voluntario es, o puede ser al menos, unilateral; por eso el proceso contencioso es respecto del proceso voluntario un proceso de partes. La estructura del proceso contencioso permite entender por qué los que deben ser juzgados se llaman partes, que es un nombre extraño y un poco misterioso. ¿Qué tiene que ver con el proceso, y en general con el derecho, la noción de parte? La parte es el resultado de una división: el prius de la parte es un todo que se divide. La noción de parte está, por tanto, vinculada a la de discordia, que a su vez es el presupuesto psicológico del proceso; no habría ni litigios ni delitos si los hombres no se dividiesen. Con estas reflexiones el nombre de parte aparece expresivo y feliz. Los litigantes son partes porque están divididos; si viviesen en paz formarían una unidad; pero también el delito, cuyo concepto está estrechamente vinculado al de litigio, resulta de una división. Se comprende, pues, que también el imputado, frente al juez, sea una parte; y de ahí que la diferencia entre proceso penal y proceso civil, o más genéricamente, entre proceso voluntario y proceso contencioso, sea únicamente en el sentido de que en este último las partes comparecen en escena, mientras que en el proceso penal, o en general en el proceso voluntario, una de ellas queda entre bastidores. Sobre el fondo del proceso las partes son, pues, siempre dos. Cuando se trata de delito se distinguen por una razón sustancial: uno es el que actúa, y otro es el que sufre la acción; uno es el ofensor y otro el ofendido. En cambio, cuando se trata de litigio, la distinción se funda en la iniciativa: una de las dos partes pretende y la otra resiste a la pretensión. El criterio de la distinción es común: agresor y agredido. En el proceso penal, dijimos, el agredido no comparece como parte, esto es, como justificable; pero, puesto que quien ha cometido un delito debe no solo sufrir la pena sino restituir también a quien lo ha sufrido, las cosas que le ha quitado, y en todo caso resarcirle por los daños, se consiente que el juez penal juzgue también acerca de ello, es decir, que cuando declara la certeza del delito y aplica la pena, condene también al culpable a la restitución y al resarcimiento por el daño. Entonces, como dijimos, el proceso penal se complica con un proceso civil, y también la otra parte, es decir el ofendido, entra en escena con el nombre de parte civit La parte en el proceso penal toma el nombre de imputado. Imputado es aquel que es sometido al proceso penal a fin de que el juez compruebe si ha cometido o no un delito, y en caso afirmativo lo castigue. El proceso penal nace, por tanto, con la imputación, acto propio del juez por el cual afirma que es probable que tal haya cometido un delito. Pero, así como el hombre antes de nacer tiene una vida intrauterina, así también ocurre en el proceso penal; antes de formular la imputación se realizan ciertos actos preparatorios de ella: por ejemplo, si se encuentra un cadáver y hay razón para sospechar que la muerte proviene de delito, se hacen las indagaciones preliminares que tienden a establecer ante todo las causas de la muerte, y en segundo lugar, si resulta que se trata de homicidio, quién pudo haberlo cometido; pero mientras no haya un indicio en lugar de la simple posibilidad, no entra en existencia un proceso penal verdadero y propio. En esta fase puede intervenir el oficio judicial, aunque por lo común actúa la policía judicial, constituida por empleados del Estado pertenecientes a una rama distinta de la administración pública. Estos colaboran sin duda con el juez, y en particular preparan su intervención, no importa, que según el ordenamiento vigente no tengan todavía respecto de él una posición de verdaderos y propios auxiliares. Las partes adoptan en el proceso civil el nombre de actor y demandado. Mientras que imputado se llega a ser a consecuencia de aquel acto del juez que hemos visto es la imputación, la cualidad de actor o demandado depende de una iniciativa de las partes. Actor es propiamente aquella de las partes que pide al juez el juicio, y se llama, así, precisamente porque toma la iniciativa de la actuación; y es demandado aquel respecto del cual se demanda el juicio, y se lo llama así porque se le pide, invita o demanda, presentarse ante el juez juntamente con el actor, a fin de que el uno y el otro puedan ser juzgados. Imputado puede ser un hombre siempre que sea una persona. Actor o demandado, en cambio, pueden ser hombres aunque no sean personas o personas aunque no sean hombres. Esto, que en un principio puede provocar una impresión desconcertante, se refiere a un aspecto sumamente delicado del ordenamiento jurídico, que atañe a la personalidad. Hombre y persona no son la misma cosa, el primero de estos conceptos se refiere a la vida física, el segundo a la vida espiritual.. Puesto que todo hombre, por lo menos en su normalidad, tiene una vida espiritual además de la vida física (normalmente ambos conceptos coinciden); pero pueden darse hombres que no sean personas y personas que no sean hombres. Personas, en una fase de la civilidad o civilización casi totalmente superada, no eran los esclavos, no porque no tuviesen una vida espiritual, sino porque esta no les era reconocida (a propósito de lo cual, aunque no podamos desarrollar este concepto, diré que la vida del espíritu se resuelve en la libertad). Hoy, como decíamos, está abolida la esclavitud, particularmente según el ordenamiento italiano; sin embargo, se dan hombres a los cuales no se les reconoce la personalidad; puesto que el reconocimiento de la personalidad ocurre mediante la atribución de la capacidad jurídica, se los llama entonces incapaces, como los infantes y los enfermos mentales. Pero puede darse también la situación inversa, o sea el reconocimiento de la personalidad no ya a hombres, sino a grupos de hombres que son considerados por el derecho como un solo hombre, y en tal caso, en el lenguaje jurídico corriente se habla de personas jurídicas en lugar de personas físicas. El problema de las personas jurídicas constituye, a su vez, el aspecto más delicado del problema de la personalidad, y naturalmente no podemos hacer aquí más que esbozarlo: baste indicar que su nudo más apretado es si la atribución de la personalidad, es decir de una vida espiritual autónoma a un grupo de hombres y no a un hombre singular, constituye una ficción del derecho o el reconocimiento, en cambio, de un modo de ser de ese mismo grupo según la realidad. La fórmula que hace poco he empleado: imputado puede ser un hombre siempre que sea una persona, y actor o demandado puede ser un hombre aunque no sea persona o una persona aunque no sea un hombre, expresa una de las diferencias más destacadas entre el proceso penal y el proceso civil. Puesto que el proceso penal solo se hace para certificar y actuar la responsabilidad penal, el concepto de parte está doblemente limitado respecto de él. No puede ser imputado, porque no es penalmente imputable, un niño menor de nueve años o un enfermo mental, como no puede ser penalmente imputable una persona jurídica (por ejemplo, una sociedad comercial); imputado puede ser quien no sea penalmente imputable solo con la condición de que se ignore en el momento de la imputación que él no es imputable y el proceso se haga para saber si lo es o no. Así, puede ser imputado un niño entre los nueve y los catorce años porque su imputabilidad depende no exclusivamente de la edad, sino del discernimiento, el cual no se puede establecer más que en el proceso y por medio del proceso. En cambio, puesto que el proceso civil se hace para reprimir o para prevenir una litis, el concepto de parte respecto de él se extiende a todos los hombres aunque no sean personas y a todas las personas aunque no sean hombres, en cuanto se encame en ellos uno de los intereses comprometidos en el litigio. Un niño de menos de nueve años o un enfermo mental no puede haber cometido un delito, pero puede ser propietario de una cosa, así como acreedor o deudor de una suma; igualmente, una sociedad comercial puede haber comprado, vendido o arrendado, y encontrarse comprometida en una litis referente a uno de tales contratos. Otra es la cuestión sobre si y cómo, el menor, el enfermo mental o la persona jurídica pueda hacer valer sus derechos ante el juez. Pero esto es un asunto del que por el momento no debemos tratar, ya que aquí las partes solo se consideran en su posición de personas acerca de las cuales se debe emitir el juicio, no en cuanto actúan en el proceso, sino solamente en cuanto lo sufren, es decir, en cuanto son juzgados. Ser juzgables (es decir, personas acerca de las cuales se debe emitir un juicio) y ser juzgados quiere decir tener que prestar obediencia al juicio del juez. El juicio del juez, tal cual se forma, con los modos que veremos, es el proceso, no es un juicio cualquiera; en particular, no tiene el simple valor de un consejo, de modo que aquel a quien se lo dirige pueda seguirlo o no, según le parezca bien o mal; es un juicio que tiene la fuerza de un mandato, cual si estuviese escrito en la ley. La ley dice: quien roba, es castigado; y el juez dice: Ticio ha robado, y por tanto lo castigo. Ello es como si en la ley estuviese escrito: Ticio debe ser castigado. La ley dice: el padre debe mantener y educar al hijo menor de edad; y el juez dice: Cayo es padre del menor de edad Sempronio; ello es como si en la ley estuviese escrito: Cayo debe mantener y educar a Sempronio. La ley dice: quien ha librado una letra de cambio debe pagarla a su vencimiento; y el juez dice: Comelio ha librado una letra de cambio a Mevio; ello es como si la ley dijese: Comelio debe pagar a Mevio el importe consignado en la letra de cambio. La ley dice: el marido solo puede vender un bien dotal en caso de necesidad o de utilidad evidente; y el juez dice: es necesario o manifiestamente útil que Juliano venda el fundo entregado en dote por su esposa; ello es como si estuviese escrito en la ley que Juliano puede vender aquel fundo. El juicio del juez transforma, pues, el mandato genérico de la ley (quienquiera que robe debe ser castigado; quienquiera que sea padre debe mantener y educar al hijo menor; quienquiera que esté obligado cambiariamente debe pagar al vencimiento la suma indicada en la letra de cambio; quienquiera que sea esposo donatario puede vender un bien dotal en caso de necesidad o de utilidad evidente), es un mandato específico dirigido a la parte o partes respecto de las cuales se lo pronuncia. Los juristas expresan esta eficacia, del juicio pronunciado por el juez con la fórmula de cosa juzgada: cosa, en esta fórmula, quiere significar la materia del juicio, es decir la posición de la parte o de las partes, que antes del juicio era incierta y en virtud del juicio se ha convertido en cierta; antes era una cosa pendiente de juicio, y después ha venido a ser una cosa juzgada; y una vez que ha sido juzgada, no se puede ya discutir sobre ella. Por eso, antiguamente se decía resiudicata pro veritate habetur [la cosa juzgada vale como verdad]; el juez se habrá equivocado pero su equivocación es irrelevante porque el juez, según la ley, no se puede equivocar. Por eso las partes deben someterse y obedecer al juicio del juez. Aquí reaparece el sentido profundo de la palabra parte: el juez, frente a las partes, representa al todo, y la parte desaparece frente al todo; la parte puede contradecir a otra parte, pero no al juez. El juez tiene en su mano la balanza y la espada; si la balanza no basta para persuadir, la espada sirve para constreñir. Por eso, cuando el ladrón ha sido condenado, debe ir a prisión, de grado o por fuerza; cuando al deudor le exige el juez que pague la letra de cambio, si no paga se le quitan tantos bienes cuantos sean necesarios para traducirlos en el dinero necesario para el pago; cuando el juez ha ordenado la trascripción de una venta, el conservador de las hipotecas (registrador de la propiedad) la transcribe sin más, aunque una de las partes se oponga a ello. Los juristas dicen a este propósito que el juicio del juez tiene fuerza ejecutiva, y quieren decir con ello que, aunque las partes no se presten a ejecutarlo, alguien interviene para hacerlo ejecutar por la fuerza. VI LAS PRUEBAS Se ha dicho que el juez hace historia; no es todo lo que se debe decir de él, pero lo cierto es que el primero de sus cometidos es precisamente el de la historia, o mejor el de la historiografía, concebida en sus términos más estrictos y acaso no suficientes. El historiador escruta en el pasado para saber cómo ocurrieron las cosas. Los juicios que él pronuncia, son por tanto juicios de realidad, o más exactamente juicios de existencia; en otras palabras, juicios históricos. Un hecho ha ocurrido o no, Ticio ha robado o no, Cayo ha engendrado o no a Sempronio, Cornelio ha librado o no una letra a Mevio. El juez, al principio, se encuentra ante una hipótesis; no sabe cómo ocurrieron las cosas; si lo supiese, si hubiese estado presente en los hechos sobre los que debe juzgar, no sería juez, sino testigo y si decide, precisamente, convierte la hipótesis en tesis, adquiriendo la certeza de que ha ocurrido o no un hecho, es decir, certificando ese hecho. Estar cierto de un hecho quiere decir conocerlo como si se lo hubiese visto. Para estar ciertos de un hecho que no se ha visto, es necesario ver otros hechos de los cuales, según la experiencia, se pueda decir que, si han ocurrido, el hecho desconocido ha ocurrido a su vez o no. El juicio de existencia exige, pues, ante todo en el juez una actividad perceptiva: debe aguzar la vista y el oído y estar muy atento a mirar y escuchar algo. Los hechos que el juez mira o escucha se llaman pruebas. Las pruebas (de probare) son hechos presentes sobre los cuales se construye la probabilidad de la existencia o inexistencia de un hecho pasado; la certeza se resuelve, en rigor, en una máxima probabilidad. Un juicio sin pruebas no se puede pronunciar; un proceso no se puede hacer sin pruebas. Todo modo de ser del mundo exterior puede constituir una prueba. Por eso la actividad del juez exige una constante y paciente atención sobre los hombres y sobre las cosas que están en relación con el hecho desconocido que se le pide que declare cierto; la literatura policial ha hecho del dominio público estas nociones. Al decir hombres y cosas, he sugerido una primera distinción en el inmenso cúmulo y variedad de las pruebas. Pruebas personales, las cuales consisten en el modo de ser de un hombre; pruebas reales, las cuales consisten en el modo de ser de una cosa. El juez o el oficial de policía que corre junto a un herido caído en la calle, observa con todo cuidado el hombre y el arma que encuentra al lado de él. Precisamente porque las pruebas son un modo de ser de hombres y de cosas y ese modo de ser está sujeto a continua mutación, una de las primeras precauciones en materia de pruebas es su toma lo más inmediatamente que sea posible, y su conservación en una forma que puedan prestarse a observaciones posteriores. Toma y conservación de las pruebas de los delitos constituyen los cometidos principales de la policía judicial. El estado de una persona o de una cosa puede servir de prueba en dos formas diferentes, según las cuales las pruebas se dividen en pruebas representativas y pruebas indicativas o indiciarias. Es esta una distinción de suma importancia, acerca de la cual trataré de ser lo más claro que me sea posible. Esencial a este objeto es el concepto de representación, que ocupa en la lógica un puesto de primer plano. La palabra misma muestra la importancia que tiene para la teoría de las pruebas la noción del presente, ya que representar no quiere decir otra cosa que hacer presente algo que no está presente, es decir que ha pasado ya o que es todavía futuro. Teniendo en cuenta el significado más amplio de representación, se la puede referir también al futuro, y se puede hablar en este sentido de una representación fantástica, la cual llega en ocasiones a anticipar el futuro. Pero la que nos interesa a nosotros es la representación del pasado, mediante la cual no se evoca algo que no ha ocurrido todavía, sino algo ya acaecido. Esta evocación se realiza a través de medios sensibles, idóneos para provocar, dentro de ciertos límites, sensaciones análogas a las que determinaría el hecho evocado; tales medios merecen, precisamente, el nombre de medios representativos. En el estado actual de la técnica podemos hablar de una representación directa y de una representación indirecta. La representación indirecta, que es la más antigua y constituye aún la regla del proceso, se hace a través de la mente del hombre, el cual describe lo que percibió. La representación directa se obtiene mediante cosas capaces de registrar los aspectos ópticos o acústicos de los hechos y reproducirlos. Un ejemplar de representación indirecta es la narración de un testigo. Ejemplares de representación directa son un disco fonográfico o una fotografía. Puesto que, por lo común, los hechos que deben ser declarados ciertos en el proceso, ocurren sin la presencia de los instrumentos necesarios para su registro, la disponibilidad de pruebas representativas se limita de ordinario a la representación indirecta; pero a medida que se perfecciona la técnica representativa, crece y crecerá el número de casos en que el proceso podrá disponer de pruebas representativas directas. En este aspecto se advierte una diferencia muy conocida entre proceso civil y proceso penal, pues solo de ciertos negocios civiles se piensa en el momento de realizarlos en formar la prueba, y cuando se piensa en ello se adoptan, naturalmente, las nuevas técnicas representativas, mientras que el delito se realiza en condiciones que muy raras veces, y en vía totalmente excepcional, consienten que se disponga su representación. La representación indirecta que hasta los tiempos modernos, y a un modernísimos, era la única representación conocida, se lleva a cabo de dos modos diversos, según que la actividad del representador se despliegue en presencia o en ausencia del hecho representado, y en ausencia o en presencia de aquel o de aquellos a quienes debe ser representado el hecho. De acuerdo con este criterio, se distingue la representación documental de la representación testimonial. Dicho en términos empíricos, el testigo es una persona, y el documento es una cosa que narra. El notario forma el documento mientras alguien le declara su voluntad; el testigo forma el testimonio mientras el juez lo escucha: en el primer caso está presente el declarante, pero está ausente el juez; en el segundo ocurre lo contrario: está presente el juez, pero está ausente la persona cuyo testimonio refiere la declaración. Este criterio distintivo aclara los méritos y deméritos de cada uno de estos dos tipos de representación: el documento garantiza la fidelidad de las pruebas, en particular protege de los peligros de infidelidad de la memoria del hombre; pero por otra parte, el testimonio puede adaptarse con más ductilidad a las exigencias del juez, las cuales, en el momento en que se forma el documento, pueden no estar del todo previstas. Y ya hemos indicado la razón por la cual el documento sirve preferentemente en orden al proceso civil y el testimonio en orden al proceso penal. En este último los hechos que hay que certificar son típicamente hechos ilícitos, que en la mayoría de los casos se sustraen a la documentación, mientras que en el proceso civil se comprueba que son frecuentemente actos lícitos, contratos, acuerdos, testamentos y similares, que por lo común en el momento mismo en que se realizan son documentados, bien por las partes mismas que los realizan, bien por un documentador público, en particular por un notario. Según se trate de una o de otra hipótesis se habla de documentos privados, o de documentos públicos u oficiales. Por lo común los documentos se forman mediante la escritura, al punto de que en el lenguaje corriente de los juristas, documento y escritura son palabras que se emplean indistintamente; pero comienza a asomar también en los procesos la documentación directa en la forma de la fotografía, de la fonografia y hasta de la cinematografía. Tanto los documentos como los testimonios pueden provenir de las personas mismas que tienen en el proceso posición de parte, como de otras personas. Los testimonios, en sentido amplio, se distinguen, por tanto, en testimonios de la parte y testimonios del tercero; la palabra testimonio, sin embargo, se usa a menudo también en sentido estricto, para indicar solamente al tercero narrador, con exclusión de las partes. Cuando una parte narra hechos contrarios a su interés (por ejemplo, refiere haber cometido un delito), su testimonio toma el nombre de confesión. Las pruebas indicativas, a diferencia de las representativas, no sugieren inmediatamente la imagen del hecho que se quiere certificar y, por tanto, no actúan a través de la fantasía, sino por medio de la razón, la cual, sirviéndose de las reglas sacadas de la experiencia, argumenta de ellas la existencia o inexistencia del hecho en sí. Tales pruebas se distinguen en dos categorías, según sean naturales o artificiales: las pruebas indicativas naturales se denominan indicios; las artificiales toman el nombre de señales. También estos dos tipos de pruebas indicativas sirven en diversa medida para el proceso penal o para el proceso civil; en el primero prevalecen los indicios, y en el segundo las señales, por la razón misma que determina en el uno y en el otro el predominio del testimonio o del documento. En el proceso civil figuran frecuentemente sellos, marcas, contraseñas, que son otros tantos ejemplares de la señal, mientras que en el proceso penal toman gran importancia ciertos modos de ser de las personas o de las cosas mediante los cuales se pueden reconstruir pacientemente los hechos que se quiere certificar: heridas en el cuerpo de la víctima y de las cuales se puede argüir la causa de la muerte o la naturaleza del arma; estado del cadáver que sirve para establecer el tiempo de la muerte; huellas de lucha, manchas de sangre en las ropas de alguien, impresiones digitales, etc. Las pruebas, cualquiera que sea el tipo a que pertenezcan, deben ser en primer lugar percibidas por el juez, y en segundo lugar valoradas por él. En particular debe el juez interrogar a las partes y a los testigos, así como leer los documentos, interpretar su narración y estimar su veracidad. Son, estas, dos formas de actividad entre las cuales se debe distinguir a los fines teóricos, pero que en realidad se entrecruzan en forma casi indisoluble. Entre otras cosas, la interrogación de las partes y de los testigos se guía a medida que se suceden las impresiones que el juez recibe acerca de la exactitud y sinceridad de sus relatos. De cualquier modo que sea, se trata de actividades de grandísima importancia, que exigen del juez atención, sagacidad, experiencia y paciencia. Tales actividades culminan en la llamada crítica de las pruebas, acerca de la cual, especialmente en orden a la prueba testifical, sirve una preparación técnica inspirada en la rama de la psicología que es la psicología judicial. La verdad es que el testimonio es una prueba indispensable, pero desgraciadamente peligrosa, que debe ser percibida y valorada con extrema cautela, ya porque la fidelidad del relato depende de la atención del testigo en el momento en que acaecieron los hechos narrados, de su memoria, de sus condiciones psíquicas en el momento en que hace la narración; ya porque, a menudo, los intereses que juegan en tomo a las partes, presionan sobre él y lo inducen, con mayor o menor energía, a la reticencia y al engaño. La necesidad y el esfuerzo para extraer de las partes y de los testigos la verdad, determinó en tiempos lejanos, una costumbre que desgraciadamente ha resucitado en tiempos recientes, un instituto al que antiguamente, y acaso hoy tampoco, falta la nobleza del fin, aunque le falta en gran parte la idoneidad del medio y cuyo rendimiento, además, es en todo caso inferior a su costo. En efecto, la tortura olvida que no es suprimiendo, sino únicamente excitando la libertad del hombre, como se puede obtener aquella comunicación espiritual a la que se confía únicamente el buen fin del testimonio. Como la tortura, así también los medios técnicos recientemente hallados a fin de obrar sobre el espíritu del testigo a través de su cuerpo, son ineficaces y peligrosos. No hay otro camino para obtener del testigo todo lo que puede dar, sino el camino de la inteligencia, de la humanidad, de la paciencia de quien lo interroga en un ambiente sereno, como lo es casi siempre, mucho más, el despacho del juez instructor que la sala del debate, donde el aparato exterior, el contraste entre las partes y la presencia del público, determinan desgraciadamente en el ánimo del testigo sugestiones nocivas. La experiencia del proceso, sobre todo, enseña, aun al gran público, que las pruebas no son a menudo suficientes para que el juez pueda reconstruir con certeza los hechos de la causa. Las pruebas debieran ser como faros que iluminaran su camino en la oscuridad del pasado; pero frecuentemente ese camino queda en sombras. ¿Qué hacer en tales casos? Es necesario juzgar. Pero es esta una situación sumamente penosa: no se puede pronunciar una condena penal contra alguien sin estar ciertos de su culpabilidad, ni condenarlo a que pague una deuda sin estar ciertos de que es deudor; pero es igualmente injusto también absolverlo sin la certeza de que no haya cometido el delito o de que no hubiera contraído la deuda. En todo caso, en el supuesto de incertidumbre, se corre el riesgo de cometer una injusticia. Son estos los casos en que el proceso fracasa en su objeto. Sin embargo, repito, se debe juzgar. La justicia no puede reconocer su impotencia. No hay otro camino, en tales casos, que el de elegir el mal menor. Ahora bien, se ha considerado siempre como mal menor el absolver a un culpable, antes que condenar a un inocente. Tal es el principio que los juristas denominan del favor rei. La duda se resuelve en favor de aquel a quien la existencia del hecho incierto irrogaría perjuicio. Los juristas formulan este principio diciendo que la parte tiene la carga de suministrar las pruebas de los hechos de los cuales depende el efecto jurídico que pide al juez que constituya o certifique. Si no las suministra, su demanda debe ser rechazada. Esta fórmula se aclarará mejor más adelante, cuando tengamos que hablar del contradictorio, que es el más delicado de los dispositivos del proceso. VII LAS RAZONES En dos palabras: después de haber remontado el curso del tiempo hurgando en el pasado, el juez tiene que dirigirse al futuro; después de haber establecido lo que ha sido, tiene que establecer lo que será: Ticio ha robado, por consiguiente debe restituir e ir a la cárcel; Cayo ha engendrado a Sempronio, y, por consiguiente, debe mantenerlo y educarlo; Cornelio ha obtenido dinero en préstamo de Mevio, y, por consiguiente, debe restituirlo. Cuando se dice que el juez es un historiador, se da de él una definición exacta, pero incompleta; es ciertamente un historiador, pero no solo un historiador; después del juicio histórico, tiene que pronunciar el juicio crítico; después de haber verificado la existencia de un hecho, tiene que ponderar su valor. Ahora bien, la diferencia fundamental entre el juicio de existencia y el juicio de valor es precisamente que el primero concierne al pasado y el segundo atañe al futuro; cuando se dice que Ticio, al hacer algo, ha hecho bien o mal, se hace referencia a las que serán las consecuencias, ventajosas o nocivas, de su acción. Ahora bien, si las pruebas sirven para buscar en el pasado, las razones ayudan al juez para penetrar el secreto del futuro. Este concepto de la razón y de las razones exige para su esclarecimiento un poco de paciencia. La razón, como todos saben, es una de las fases o de los aspectos de la mente humana. Su distinción respecto de la inteligencia no es fácil de señalar. De cualquier modo, a los fines modestos de estas conversaciones baste saber que la inteligencia consigue mediante el juicio un resultado provisional y para ratificarlo se necesita de la razón: la una procede en avanzada, y la otra sigue precavida- El hombre razonable, el que razona, es uno que no se fía de la intuición, sino que la verifica cautelosamente. Ahora bien, el fin de la verificación no es otro que el de prever las consecuencias de las propias acciones, que son buenas o malas según que haya de seguirse de ellas un bien o un mal. Tiene, pues, razón el que sabe usar de su razón; así se aclara el significado del modo de decir, en virtud del cual la razón
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