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CÓMO SE HACE UN PROCESO Francesco Carnelutti

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PREFACIO 
 
Confieso que este curso minúsculo de lecciones me ha costado mucho trabajo. De ello 
tuve conciencia desde el principio, al punto de que, si no me hubiese persuadido de la máxima 
utilidad de la iniciativa que responde a la fórmula de Clase única, viejo y cansado como estoy, no 
habría asumido el compromiso. 
Las dificultades, que he tratado de superar y que no estoy del todo seguro de haber 
superado, dependen de la necesidad de una exposición excepcionalmente sintética y simple. 
Síntesis en un doble sentido, por la amplitud del contenido y por la estrechez del 
continente. Restringir a quince lecciones, cada una de las cuales debe durar aproximadamente un 
cuarto de hora, el estudio de todo el proceso, comprendiendo sus dos formas elementales, la 
penal y la civil, puede parecer empresa desesperada. Ya la exposición paralela de esas dos 
formas presenta dificultades tan graves, que, en el campo científico, no se ha intentado todavía 
seriamente; además de que por la extraordinaria brevedad del espacio dentro del cual ha de 
contenerse, las lleva a la simplificación. 
Si se considera, por otra parte, que una tal exposición tiene que adaptarse a un público 
desprovisto por definición de toda preparación jurídica, surge una nueva dificultad que hace el 
cometido casi imposible. No digo que más de una vez no haya sido esta mi impresión durante el 
trabajo; pero, al final, y a pesar del riesgo, me he sentido contento de haberlo corrido. 
Cierto es que si el librito cayera por casualidad ante los ojos de algún entendido, no podría 
él menos que encontrar gran cantidad de defectos: lagunas, desarmonías, aproximaciones y hasta 
inexactitudes; tanto el rigor como la perfección no podían menos que verse sacrificados por la 
brevedad de la exposición, y más aún por su accesibilidad. Pero si es un verdadero entendido, 
podrá, también, advertir que ciertas simplificaciones, ciertos esbozos, ciertas aproximaciones, me 
han servido acaso, en último análisis, para profundizar y aclarar mis propias ideas acerca del 
proceso. 
También esta vez, como siempre y más acaso que siempre, el esfuerzo por hacerme 
comprender me ha servido para comprender. 
 
 
I 
EL DRAMA 
 
No se excluye que la RAI (Radio Italiana), al, proponerme el tema de las lecciones de 
derecho para la reanudación de la Clase única, se haya inspirado en un criterio que pudiéramos 
llamar de actualidad. El interés del público por los procesos, ante todo penales, pero también 
civiles, ha existido siempre; pero hoy, acaso, con los estímulos de la prensa y del rotograbado, 
ese interés ha llegado al paroxismo. El palacio de justicia de Roma, en los días del proceso Muto, 
estaba más concurrido acaso que el estadio el día del partido entre el Lacio y el Roma; y el 
apasionamiento no era menor entre la muchedumbre. El proceso contra el joven Muto era un 
proceso penal; pero recuerdo que cuando hace muchos años defendí ante la Corte de Apelación 
de Florencia la famosa causa civil entre los esposos Bruneri y aquel que otra familia había 
reconocido como el desaparecido capitán Canella, los accesos a la calle Cavour, en las 
proximidades de la plaza de San Marcos, estaban interceptados, para contener el alud de gente 
que quería asistir, por una compañía de soldados. ¿Por qué tanta curiosidad? 
¿Queréis que respondamos crudamente? Pues, porque la gente está ávida de diversión. En uno 
de mis coloquios de la tarde, a ratos perdidos, recuerdo que me detuve en el concepto de 
diversión, que es una desviación del curso normal de nuestra vida, una especie de paréntesis que 
el hombre introduce en ella, o cree introducir en ella, a su placer. En realidad, en el teatro, en el 
cinematógrafo, en el estadío, en la Corte de Assises, se vive la vida de los demás y se olvida la 
propia. ¿No es así? Pero para que pueda esto ocurrir, es necesario que la vida de los demás esté 
comprometida en el drama, que es un rudo contraste de fuerzas, de intereses, de sentimientos y 
de pasiones; entonces se produce una especie de evasión de la propia vida en virtud de la cual el 
espectador se identifica con los actores y hasta, con uno solo de ellos, ya que cada cual termina 
por adoptar su héroe. Este es el origen de esa participación del público que hoy toma el nombre 
de apasionamiento, y que no solo en los espectáculos circenses encuentra sus más clamorosas y 
aun más escandalosas manifestaciones. 
Hasta ahora ha surgido una analogía entre la Corte de Assises y el teatro, acerca de la cual 
tendremos oportunidad de volver; pero se debe tener presente la diferencia. En el teatro, si la 
ficción escénica consigue su objeto, se puede tener incluso la ilusión de un drama verdadero; pero 
al menos en las pausas la ilusión desaparece. Lo contrario debiera ocurrir en las competiciones 
deportivas; y así ocurría por cierto en el Circo Máximo cuando uno de los dos gladiadores ponía 
en ello la vida; pero las recientes aventuras de la trigésima séptima Vuelta de Italia han sugerido la 
sospecha a más de uno de que no todos los corredores, y sobre todo los predilectos del público, lo 
hiciesen en serio. 
Pues bien, una duda de esta índole no se presenta en la Corte de Assises. Las aventuras de Rina 
Fort o de la condesa Bellentani eran tan dramáticas, que parecían inventadas; pero ninguno de los 
apasionados que asistían a aquellos procesos, ignoraba que lo que se ponía verdaderamente en 
juego era la vida. Sin embargo, como le ha sido negada, hoy, a la esencial crueldad de la multitud 
la posibilidad de saciarse viendo correr la sangre en la arena, no le queda para gozar de aquel 
escalofrío más que el aula de la Corte de Assises. 
El parangón que hasta ahora he sostenido entre el proceso y la representación escénica o el 
juego deportivo, no lo he inventado ciertamente; más de una vez, por el contrario, han hablado de 
él filósofos, sociólogos, y juristas. Precisamente no hace mucho ha sido este el argumento de un 
diálogo entre CALAMANDREI, uno de mis sutiles colegas italianos, y yo. 
Un rasgo común, entre otros, a la representación y al proceso es que cada uno de ellos tiene sus 
leyes; pero si el público que asiste a la una o al otro, no las conoce, no comprende nada. Ahora, si 
las reglas no son justas, también los resultados de la representación o del proceso corren riesgo 
de no ser justos, lo cual, cuando se trata de un partido de fútbol o una pelea de boxeo, no significa 
una tragedia, pero cuando la apuesta es la propiedad o la libertad, amenaza al mundo, que tiene 
necesidad de paz para hacer su recorrido, pero la paz tiene necesidad de justicia, como el hombre 
de oxígeno para respirar. Precisamente las reglas del juego no tienen otra razón de ser que 
 
 
garantizar la victoria a quien la haya merecido; y preciso es saber lo que vale esa victoria para 
captar la importancia de las reglas y la necesidad de tener una idea de ellas. 
Podrá parecer a alguien que la alusión recientemente hecha a los antiguos combates del Circo 
Máximo, en que los gladiadores arriesgaban la vida, es demasiado violenta, y que no se llega a 
tanto en el proceso. ¿De veras? Supongamos que la pena de muerte, en Italia, haya desaparecido 
íntegramente, aunque no es así, por lo menos, en el derecho militar, como tampoco ha 
desaparecido totalmente la tentación de restablecerla. 
Sin embargo, la libertad vale más que la vida "como lo sabe quien por ella rehúsa a la vida"; y 
aunque haya dicho yo, en el curso de Cómo nace el derecho, que esta sagrada palabra debe 
tomarse en sentido más alto de lo que creen aquellos para quienes se resuelve dicha libertad en 
la posibilidad de hacer lo que agrada, e incluso precisamente por ello, lo cierto es que en la mayor 
parte de los procesos penales, incluso en los que pueden parecer menos graves, está en juego la 
libertad del imputado. Y si no la libertad, otros bienes de grandísimo valor constituyen la apuesta 
del proceso civil, donde no siempre se trata únicamente de intereses materiales: en ocasiones, 
está en juego el problema
mismo de la persona humana, que se apuesta con una solemnidad sin 
paralelo. 
Por eso, si el público italiano, y hasta el público de todo el mundo, se ha apasionado tan 
vivamente con las alternativas judiciales del desconocido de Collegno, fue porque es cosa grave 
reconocer o negar a un hombre su propia identidad personal y con ello vincularlo con su pasado o 
desvincularlo de él. Como en los procesos de paternidad, en que se trata de ahondar en los 
misterios de la generación y se corre el riesgo de dejar a un hombre sin padre o de asignarle un 
hijo que no sea el suyo, la materia es igualmente solemne. 
Por supuesto, no tiene tanta importancia la discusión acerca de la propiedad, que constituye la 
materia acostumbrada de los juicios civiles, los cuales parecen en la mayoría de los casos 
dedicados a los intereses materiales, menos elevados sin duda que aquellos supremos intereses 
morales de que hasta ahora hemos hablado; pero sería necesario comprender cómo la propiedad 
es la otra cara de la libertad para hacerse cargo de la aspereza y de la tenacidad de los hombres 
cuando discuten acerca de lo mío y de lo tuyo; y de la gravedad del peligro de que a través del 
proceso se viole la frontera entre lo mío y lo tuyo. Quiero decir con esto que el interés del público, 
que constituye una especie de halo en tomo al proceso, es el signo infalible del drama que en él 
se ventila, así como de su valor para la sociedad y para la civilización. 
Si a ese drama, o más bien al drama en general, tratamos de ponerle un nombre, este es el de la 
discordia. También concordia y discordia son dos palabras que, como la de acuerdo, que tanta 
importancia tiene para el derecho, provienen de corde (corazón): los corazones de los hombres se 
unen o se separan; la concordia o la discordia son el germen de la paz o de la guerra. El proceso, 
después de todo, es el subrogado de la guerra. Es, en otras palabras, un modo para domesticarla. 
Pensad, por ejemplo, para ayudaros a comprender esta verdad fundamental, acerca de aquella 
forma de guerra legalizada que era el duelo. Más adelante veremos justamente qué interés tiene 
el duelo en el proceso. 
Recordemos, por ahora, lo que dijimos en el curso anterior acerca de las relaciones entre el 
derecho y la guerra: el derecho nace para que muera la guerra. A este fin no puede hacer más 
que ponerle una mordaza. El duelo es una guerra aprisionada. En lugar de bellum omniuni contra 
onines [la guerra de todos contra todos], es la guerra solo entre dos, entre los adalides. A tal punto 
es un combate el proceso, que en ciertos tiempos y entre ciertos pueblos se lo hace con las 
armas: el éxito del duelo indica el juicio de Dios. 
Más adelante los medios del combate se transforman y la relación entre vencer y tener razón se 
invierte: no ya quien vence es el que tiene razón, sino que quien tiene razón resulta vencedor; sin 
embargo, el vencer y el perder, que continúan significando las suertes del proceso, expresan 
todavía su contenido bélico: si el proceso se asemeja por su estructura al juego, en la función 
hace las veces de la guerra; ne cives ad arma veniant [para que los ciudadanos no lleguen a las 
armas] decían los romanos: se acude al juez para no tener que acudir a las armas. El proceso es 
un juego terriblemente serio, en una palabra. De ello tiene la sensación el público que llena las 
salas o lee con avidez las crónicas judiciales. En los estadios no está ya en juego la vida de los 
 
 
luchadores; pero en los tribunales la multitud puede gozar de veras el crudo espectáculo de la 
discordia. 
Puede gozarlo; pero es difícil que se interiorice en el drama como debiera para que pueda 
beneficiarse del goce. Casi siempre la participación no pasa de la superficie. Los cronistas 
judiciales, que debieran ser los espectadores más perspicaces, son desgraciadamente 
responsables de captar únicamente los aspectos exteriores del espectáculo. Sus narraciones que 
son a menudo ricas en particularidades y no raramente en indiscreciones y petulancias, casi 
nunca descubren las razones por las cuales se agita y se apasiona el público. 
Una leyenda que debería escribirse en las salas de los tribunales para que la gente comprendiera 
un poco mejor los dramas que en ellas se representan, pudiera ser la antigua máxima: concordia 
minimae res crescunt, discordia maximae dilabuntur [por la concordia las cosas mínimas crecen, 
por la discordia hasta las mayores se desbaratan]. Lo que allí se ve son las tristes consecuencias 
de la lucha "entre aquellos a quienes un muro y una fosa cercan". Hombres contra hombres, 
ciudadanos contra ciudadanos, esposos contra esposas, hermanos contra hermanos. Hermanos 
contra hermanos, he dicho, no solo en el sentido espiritual, sino también en el sentido camal de la 
palabra. Los expertos en el proceso, jueces o defensores, sabemos que las experiencias más 
sangrientas son precisamente aquellas en que luchan entre sí los descendientes de un tronco 
común. 
Todo esto he querido deciros a modo de introducción a nuestros coloquios, a fin de que os hagáis 
cargo de que el argumento de ellos no es tanto la ley como la vida en uno de sus más dolientes y 
peligrosos aspectos: las leyes no son más que instrumentos, pobres e inadecuados, casi siempre, 
para tratar de dominar a los hombres cuando, arrastrados por sus intereses y sus pasiones, en 
vez de abrazarse como hermanos tratan de despedazarse como lobos. El estudio de tales medios 
en sí puede parecer árido y abstracto; pero quisiera haceros ver siempre sobre el fondo del cuadro 
esa inquieta y doliente humanidad a la cual nuestros esfuerzos, a menudo demasiado en vano, 
tratan de poner remedio. 
 
 
II 
EL PROCESO PENAL 
 
El proceso penal sugiere la idea de la pena; y esta, la idea del delito. Por eso el proceso penal 
corresponde al derecho penal, como el proceso civil corresponde al derecho civil. Más 
concretamente, el proceso penal se hace para castigar los delitos; incluso para castigar los 
crímenes. A propósito de lo cual recuérdese que no se castigan solamente los delitos, sino 
también esas perturbaciones menos graves del orden social, que se llaman contravenciones. 
Precisamente porque los delitos perturban el orden y la sociedad necesita de orden, al delito debe 
seguir la pena para que la gente se abstenga de cometer otros delitos y la misma persona que lo 
ha cometido pueda recuperar su libertad, que es el dominio de sí, y con ella la capacidad de 
reprimir las tentaciones, que desgraciadamente nos acechan continuamente a lo largo de nuestro 
camino. Uno ha robado: he aquí el delito; debe ponérsele en prisión: he ahí la pena. En esta 
simple fórmula el delito y el castigo se consideran como dos hechos equivalentes, cuya 
equivalencia incluso restablece el orden social; pero esa equivalencia disfraza la estructura 
profundamente diversa del uno y del otro: una diversidad que se manifiesta, entre otras cosas, en 
el plano temporal. 
Hay ciertos delitos largamente preparados; ciertos hurtos, por ejemplo, que exigen mucha 
paciencia; en materia de homicidio se habla a este respecto de premeditación; pero 
frecuentemente, en cambio, el delito ocurre tan rápidamente que se puede decir de él que es 
instantáneo: por ejemplo, un homicidio en riña o un hurto con destreza. La premeditación, en 
cambio, si es un carácter accidental del delito, es un carácter esencial del castigo. 
Cuando oímos decir que la justicia debe ser rápida, he ahí una fórmula que se debe tomar con 
beneficio de inventario; el cliché de los llamados hombres de Estado que prometen a toda 
discusión del balance de la justicia que esta tendrá un desenvolvimiento rápido y seguro, plantea 
un problema análogo al de la cuadratura del círculo. Por desgracia, la justicia, si es segura no es 
rápida, y si es rápida no es segura. Preciso es tener el valor de decir, en cambio, también del 
proceso: quien va despacio, va bien y va lejos. Esta verdad trasciende, incluso, de la palabra 
misma "proceso", la cual alude a un desenvolvimiento
gradual en el tiempo: proceder quiere decir, 
aproximadamente, dar un paso después del otro. 
El homicidio en riña, dijimos, es un ejemplar de delito instantáneo; pero como siempre ocurre, 
apenas escapa el muerto, como dice la gente, se escabullen los que reñían; la policía, en nueve 
de cada diez veces, aunque acuda con urgencia, llega cuando todos han desaparecido; entonces 
comienzan las investigaciones, pero aquello (y la triste crónica de estos días ofrece algún ejemplo 
clamoroso de ello) es como buscar un alfiler en la arena de la playa. ¿Cuánto tiempo se 
necesitará para descubrir a los que tomaron parte en la riña? Supongamos que se los capture; 
pero ¿serán ellos? En cuanto a los arrestados, nueve de cada diez dirán que no. Testimonios, 
interrogatorios, reconocimientos, careos: cosas todas ellas fáciles de decir, pero difíciles de hacer. 
Y aunque uno confiese: sí, yo he sido quien ha disparado, dirá en nueve de cada diez veces, pero 
si no lo hubiese matado yo a él, él me hubiera matado a mí; y se debe probar si es esto verdad, 
pues de serlo, el homicida no debería ser castigado. Un ejemplo como este basta para demostrar 
cuáles son las primeras dificultades por las cuales el castigo, desgraciadamente, no puede ser 
rápido, como lo es el delito. 
Y esas exigencias, lógicamente, se explican reflexionando que castigar quiere decir, ante todo, 
juzgar. El delito, después de todo, puede hacerse de prisa precisamente porque a menudo es sin 
juicio; si quien lo comete tuviese juicio, no lo cometería; pero un castigo sin juicio sería, en vez de 
castigo, un nuevo delito. Pues bien, el juicio es la mayor dificultad que el hombre encuentra en su 
camino. Nuestra tragedia está en que no podemos actuar sin juzgar, pero no sabemos juzgar. 
Cuando el Señor nos dijo: no juzguéis, quiso precisamente decir: despacio, en el juzgar, porque es 
muy fácil equivocarse. Pero, ¿cómo se puede castigar a uno sin juzgarlo? El proceso penal, por 
consiguiente, es en su esencia un juicio; pero si se lo llama proceso es cabalmente para dar a 
entender que el juicio procede, o debe proceder, o no puede menos de proceder, con pies de 
plomo. 
 
 
Detengámonos un poco. Unos disparos de pistola llaman la atención de la gente; la gente acude a 
la policía; la policía inicia sus investigaciones. Pero la policía no basta; ella es un instrumento 
necesario, pero insuficiente a los fines tanto de la prevención de los delitos como de su castigo; y 
no se debe ocultar que no pocas veces es peligrosa. 
El sargento de los carabineros o el comisario de seguridad pública, después de las indagaciones 
más urgentes, debe dejar paso al juez. Y el juez, ya se sabe, tiene que proceder con cautela: 
examen de las relaciones, inspección del cadáver, de las cosas, de los lugares, interrogatorio a los 
testigos, audición del imputado, solo sirven, por lo menos en los casos más graves, para darle una 
primera orientación, en virtud de la cual le será posible, no ya saber sin más si debe o no castigar, 
sino si debe abrir a este fin una investigación pública. 
Más adelante veremos cuáles son las razones que aconsejan la publicidad del juicio penal; 
aunque esta, precisamente por agravar el sufrimiento y el daño del imputado, no se la debe 
encarar sino cuando se ofrecen serias probabilidades de culpabilidad en él. He aquí por qué, 
como diremos mejor a continuación, el proceso penal se desdobla normalmente de lo que resultan 
dos fases distintas, una de las cuales toma el nombre de instrucción y la otra el de debate; las 
cuales sirven, no tanto para castigar, cuanto para saber si se debe castigar; de no hacerlo así, se 
correría el riesgo de castigar a inocentes. 
Solo que tampoco ese doble examen que se hace normalmente mediante la instrucción y el 
debate, exime del error judicial, que puede ser tanto positivo (condena de un inocente) como 
negativo (absolución de un culpable). Ocurre en esta materia como en los cálculos matemáticos, 
que, no tanto para estar seguros cuanto para reducir las probabilidades de error, no hay otro 
camino más que el de volver a realizar la operación. Si no siempre, sí, por lo menos, las más de 
las veces este es el camino que se sigue en el proceso penal. Volveremos a hablar de ello mejor 
más adelante. 
De cualquier modo, ya desde ahora, a lo dicho para describir un proceso penal se debe agregar 
que con frecuencia, por no decir siempre, salvo que asuma una cierta importancia, el proceso 
penal, después de hecho, ya termine en la condena o en la absolución, se rehace, si bien este 
rehacerse no sea en todo igual a cuando se lo hizo por primera vez. Y puede también ocurrir que 
no baste rehacerlo una sola vez, pues, en una palabra, la sed de justicia, que debiera saciarse 
ante todo con el proceso penal, no se extingue jamás. 
Ahora bien, después de estas explicaciones, la palabra "proceso" nos ha descubierto acaso un 
poco de su secreto. Se trata en honor a la verdad, de un proceder, de un caminar, de un recorrer 
un largo camino, cuya meta parece señalada por un acto solemne, con el cual el juez declara la 
certeza, es decir, dice que es cierto: ¿el qué? Una de estas dos cosas: o que el imputado es 
culpable o que el imputado es inocente. Meditemos también acerca de estas dos hipótesis. 
Si es inocente, el proceso en verdad está terminado, y todos tienen la impresión de que ha 
terminado del mejor de los modos; pero la verdad es que en este caso la máquina de la justicia ha 
trabajado con pérdida, y la pérdida la constituyen, no solo el costo del trabajo realizado, sino sobre 
todo el sufrimiento de aquel a quien se lo imputó y a menudo hasta se lo encarceló, cuando nada 
de esto debía hacerse con él; sin hablar de que no raras veces para su vida ello ha sido una 
tragedia, si no una ruina. Desde ahora debéis comprender que la llamada absolución del imputado 
es la quiebra del proceso penal: un proceso penal que se resuelve con una tal sentencia, es un 
proceso que no debiera haberse hecho, y el proceso penal es como un fusil que muchas veces se 
encasilla cuando no suelta el tiro por la culata. 
De todos modos, decíamos, cuando se cierra con la absolución, el proceso penal termina 
verdaderamente, mientras que no ocurre así en el caso opuesto, cuando se pronuncia una 
condena contra el imputado. También en este caso la impresión es que, hecha definitiva la 
condena, ocurre como en el teatro cuando al final del último acto cae el telón y se vacía la sala; 
pero no sería exagerado decir que en el teatro de la justicia por el contrario, el drama no solo 
continúa sino que da la sensación de estar comenzando. Condenar no quiere decir, después de 
todo, más que ordenar el castigo; pero este, después de ordenado, debe ser ejecutado, y la 
ejecución, muy frecuentemente, dura años y años, y no pocas veces dura toda la vida del 
condenado. Con la condena definitiva cae efectivamente el telón en uno de los teatros de la 
justicia, pero se alza en otro: el primero se llama tribunal, el segundo penitenciaría. Y el proceso 
 
 
sigue procediendo, continúa su triste camino. La condena, al cabo, se asemeja a la diagnosis del 
médico: un hombre está enfermo y se le debe curar, dice este; un hombre es culpable y debe ser 
castigado, ha dicho el juez; pero ¿ha terminado el cometido del médico cuando ha diagnosticado 
la enfermedad y prescrito la cura? Tampoco el oficio del juez queda cumplido cuando ha 
pronunciado la condena. 
De acuerdo con los técnicos después del proceso de cognición, que sirve para conocer si un 
hombre es culpable o inocente, cuando se resuelve con la condena, viene el proceso de 
ejecución, sin embargo, durante mucho tiempo se ha creído que la ejecución era algo muy diverso 
de la cognición y no tenía nada de común con el proceso. Claro, últimamente, se han modificado 
estas ideas. Hoy, por ejemplo, se piensa que son, en cambio, dos fases de un mismo proceso, 
como son dos fases de la medicina el diagnóstico y la cura. Con esta diferencia por desgracia en 
daño de la cura del alma en
comparación con la cura del cuerpo, se dice, que igualmente, cuando 
la experiencia de la cura advierte al médico que el diagnóstico estaba equivocado, puede él 
corregirlo, sería absurdo que no se lo pudiera hacer también así respecto del alma; pero en 
cambio la cura del culpable prescrita por el juez con la sentencia de condena, salvo casos 
excepcionales, es por desgracia irrevocable, y son pocos, incluso poquísimos, los que se rebelan 
contra este absurdo. 
De todos modos, decíamos, al transferirse del tribunal a la penitenciaría, el proceso continúa su 
triste camino. También aquí la gente tiene impresiones equivocadas, que debo tratar de rectificar. 
Se tiene la impresión de que, cuando la pena infligida con la condena ha sido expiada, o como se 
dice, cuando se ha cumplido la condena el camino ha llegado por fin a la meta. Pero ¿cuál es la 
meta de la cura de un enfermo, sino su curación? Si la cura no resulta, ¿no se intenta otra? En 
cambio, la cura del delito, que es el proceso penal, termina de todos modos en el momento fijado, 
sin que nadie se preocupe por saber si se ha curado el enfermo ni cuál habrá de ser su suerte 
cuando se le haya dado de alta en el hospital. 
Por desgracia, las curaciones son pocas. Las hay, naturalmente; sería injusto negar un cierto 
progreso también en este sentido. Por eso cuando el enfermo se decide a recuperar la salud, la 
cárcel, como el hospital, no es ya un lugar de dolor; entonces el camino se alegra, como cuando al 
frío del invierno sucede el calor de la primavera; pero la verdad es que esos enfermos, cuando 
curan, nadie sabe si han curado siquiera; y si alguien lo sabe, los demás no lo creen. La gente los 
considera enfermos todavía, temen su contagio, los rehuyen y rechazan; y así aquel retorno a la 
vida que ellos soñaron para cuando se les abrieran las puertas de la cárcel, se resuelve en una 
desilusión atroz, pues si ellos se han hecho con la expiación idóneos para ser reincorporados a la 
sociedad, esta se niega a admitirlos. De esta manera, aun cuando parezca que ha conseguido su 
fin, el proceso penal ha fracasado en su objeto. 
 
 
III 
EL PROCESO CIVIL 
 
El proceso civil se distingue, a simple vista, del proceso penal, por un carácter negativo: no hay un 
delito. Siendo el delito negación de la civilidad, podríamos llamar al proceso penal a fin de 
entendernos, un proceso incivil; y al proceso civil, en cambio, lo llamaríamos civil porque se realiza 
inter cives, es decir, entre hombres dotados de civilidad. 
Esta es la apariencia; pero si bien se mira hay algo más hondo, que puede modificar la primera 
impresión. Es asunto, ante todo, de entendemos sobre el concepto de civilidad. Civilitas es el 
modo de ser del civis o también de la civitas, es decir, del ciudadano y de la ciudad. También 
desde este punto de vista surge un rayo de luz de la palabra: civis, probablemente, deriva, de cum 
ire, ir o andar conjuntamente. La civilidad no es, pues, otra cosa que un andar de acuerdo; pero si 
los hombres tienen necesidad del proceso, quiere ello decir que falta el acuerdo entre ellos, Y 
vuelve a aflorar aquí el concepto aquel del acuerdo que ya dijimos es fundamental para el 
derecho. 
El bacilo de la discordia es el conflicto de intereses. Quien tiene hambre, tiene interés en disponer 
del pan con que saciarse; si son dos los que tienen hambre y el pan no basta más que para uno, 
surge el conflicto entre ellos. Conflicto, que, si los tales son inciviles, se convierte en una lucha: en 
virtud de esta, el más fuerte se sacia y el otro continúa con hambre. En cambio, si fuesen 
enteramente civiles o civilizados, se dividirían el pan, no según sus fuerzas, sino según sus 
necesidades. Pero puede darse también un estado de ánimo del que no surja la lucha, pero del 
que puede surgir de un momento a otro: uno de los dos quiere todo el pan para sí y el otro se 
opone a ello. Una tal situación no es aún la guerra entre ambos, pero la contiene en potencia por 
lo cual se comprende que alguien o algo deba intervenir para evitarla. Ese algo es el proceso, que 
se llama civil porque todavía no ha surgido el delito que reclama la pena; y la situación frente a la 
cual interviene, toma el nombre de litis o litigio. 
La litis es, pues, un desacuerdo. Elemento esencial del desacuerdo es un conflicto de intereses: si 
se satisface el interés del uno, queda sin satisfacer el interés del otro, y viceversa. Sobre este 
elemento sustancial se implanta un elemento formal, que consiste en un comportamiento 
correlativo de los dos interesados: uno de ellos exige que tolere al otro y la satisfacción de su 
interés, y a esa exigencia se la llama pretensión; pero el otro, en vez de tolerarlo, se opone. 
No hay necesidad de agregar que la litis es una situación peligrosa para el orden social. La litis no 
es todavía un delito, pero lo contiene en germen. Entre litis y delito, hay la misma diferencia que 
existe entre peligro y daño. Por eso litigiosidad y delincuencia son dos índices correlativos de 
incivilidad: cuando más civil o civilizado es un pueblo, menos delitos se cometen y menos litigios 
surgen en su seno. 
 
 
En la litis va siempre implícita una injusticia. En efecto, no es posible que ambos litigantes tengan 
razón, esto es, que tanto la pretensión como la oposición respondan a la justicia: o es justa la una 
o es justa la otra, o una y otra solo son justas en parte. Ahora bien, la injusticia perturba el orden y 
la paz social. Por eso es necesario, no tanto que los litigantes se pongan de acuerdo, cuanto que 
el acuerdo sea justo; tampoco en música un acorde que desentone, es acorde. No se debe creer, 
pues, socialmente útil que uno de los dos se rinda a la voluntad del otro, si es injusta; en tales 
casos, no hay más que una apariencia de paz, ya que la paz sin justicia no es paz. La moral no 
aconseja nunca la vileza: resistir al comportamiento injusto del adversario no es contrario sino 
conforme a la moral. De ahí que, para eliminar el litigio, no sirva tanto un medio que impida a la 
litis que degenere en lucha abierta, cuanto un medio, que, encontrando la senda de la justicia, 
componga a los litigantes en paz. Este medio es el proceso civil. 
El proceso civil, pues, opera para combatir la litis, como el proceso penal opera para combatir el 
delito. Pero la acción, o mejor la reacción del proceso civil, es más compleja que la del proceso 
penal. Este último, mientras no se dé, si no propiamente la existencia, por lo menos la apariencia 
de un delito, no se pone en movimiento. En cambio, el proceso civil puede operar, no solo para la 
represión, sino también para la prevención del litigio, a fines higiénicos y no terapéuticos. 
Precisamente la actividad preventiva del proceso civil se da en presencia de ciertas situaciones 
que pueden propiciar la injusticia. Por eso, porque la injusticia es el bacilo de la discordia, el 
proceso opera a fin de que no se manifieste. A estas dos formas del proceso civil, preventiva o 
represiva, se podría dar genuinamente el nombre del proceso civil con litis o sin litis; pero la 
ciencia jurídica, que no ha llegado todavía a descubrir, no tanto la distinción, cuanto la 
coordinación entre ellas, utiliza las dos fórmulas, mucho menos claras, de proceso contencioso y 
proceso voluntario. 
El proceso civil voluntario, que tiene por tanto carácter preventivo, es la figura menos importante, o 
con más exactitud, menos compleja de las dos; por eso escapa fácilmente a la atención de quien 
no se ocupa de él. Sin embargo, es harto conocido que en muchos casos se recurre al juez para 
obtener permisos, autorizaciones, convalidaciones de ciertos actos respecto de los cuales es más 
grave el peligro de injusticia. Por ejemplo, cuando alguien quiere adoptar a otro como hijo, o 
cuando el esposo quiere vender un bien dotal, o cuando el progenitor quiere realizar un negocio 
que excede de la administración ordinaria sobre los bienes de sus hijos menores, o cuando varias 
personas quieren constituir entre sí una
sociedad por acciones: esos actos no quedan válidamente 
realizados sin la intervención del juez, quien tiene precisamente el deber de impedir que se lleven 
a cabo si no responden a la justicia. Pero para cumplir con ese deber realiza a su vez y ordena 
realizar una serie de actos que constituyen un proceso; ese proceso, no siendo evidentemente un 
proceso penal, no puede ser más que un proceso civil. 
La figura del proceso civil que más llama la atención del público, es el proceso represivo, o 
contencioso, como se lo quiera llamar, que se desarrolla en presencia de un litigio; será uno que 
pretende ser hijo de otro, mientras ese otro niega ser su padre; será uno que sostiene tener la 
propiedad de un poder que otro posee, mientras ese tal no quiere reconocer su propiedad; serán 
dos vecinos que litigan acerca de una servidumbre de paso, que el uno reclama y el otro discute; 
serán dos socios que no están de acuerdo acerca de la parte de utilidades que a cada uno de 
ellos le corresponde; serán los herederos legítimos que afirman la nulidad del testamento a favor 
de un extraño mientras este está convencido de su validez; será el vendedor de una mercadería 
que pide el pago del precio mientras el comprador quiere restituírsela porque, según él, no 
responde a la calidad pactada. En todos estos casos, y en mil casos más, en que el egoísmo pone 
en desacuerdo a los hombres que se encuentran en conflicto de intereses, vemos que se dirigen 
al juez para pedirle cada cual que le dé a él la razón y se la niegue al otro litigante. 
El proceso civil contencioso se caracteriza, pues, por un contraste entre dos hombres o entre dos 
grupos de hombres, cada uno de los cuales pretende tener razón o se queja de la injusticia del 
otro, lo que viene a ser lo mismo. El proceso penal se realiza aun cuando el que ha cometido un 
delito se reconoce culpable de él y admite que debe ser castigado; no así el proceso civil. 
Nosotros decimos, para representar esta diferencia, que un proceso civil no se puede promover de 
oficio; el juez, a fin de promoverlo, debe ser solicitado por quien en ello tenga interés; son raros los 
casos en los cuales la iniciativa puede partir de un magistrado del que hablaremos más adelante, 
y que se llama ministerio público. 
 
 
Naturalmente, cuando se trata de proceso contencioso, esta dependencia de la iniciativa de los 
litigantes, que constituye su fuerza motriz, viene a ser una razón de que también el proceso civil, 
como el proceso penal, esté llamado a recorrer un lento y largo camino: no solo la justicia penal, 
sino también la justicia civil, anda como una tortuga. 
A primera vista puede parecer que la verdad, cuando se trata de contratos o en general de 
negocios lícitos y no de delitos, no se ocultará al juez como cuando tiene, en cambio, que 
descubrir un delito. pero desgraciadamente los litigantes, cada uno de los cuales cree tener razón, 
o en todo caso quiere vencer aunque no la tenga, procuran, como se suele decir, embrollar los 
papeles. Por otra parte, difícilmente pueden encontrar un límite en la proposición de sus 
demandas, en la exposición de sus razones, en la exhibición de sus pruebas y en la presentación 
de sus reclamaciones. Así, los oímos frecuentemente quejarse de que la justicia no sea rápida, 
aunque si se tomaran el trabajo de hacer un examen de conciencia, tendrían que convencerse de 
que la culpa de su lentitud grava en gran parte sobre sus espaldas. Ellos la cargan a la cuenta de 
muchas otras causas, entre las cuales ocupa el primer puesto la imperfección de la máquina 
procesal; y no decimos que no haya algo de verdad en sus quejas, pero se debe confesar también 
que aun cuando se eliminasen esas causas, sería la naturaleza de la litis la que retardara el paso 
de la justicia civil. 
La verdad es que si uno de los litigantes, normalmente el que pide al juez que cambie el estado de 
las cosas (el acreedor que quiere ser pagado, el propietario que quiere recuperar su fundo, el 
comprador que pretende la entrega de la mercadería que se le debe), tiene interés en que se 
proceda rápidamente, el otro, el que si pierde tendrá que pagar, restituir o entregar, tiene interés 
en lo contrario. Ninguno de ellos se resigna a dejar al otro la última palabra. Si una providencia del 
juez no responde a sus deseos cada cual busca todos los medios para hacer que se la revoque o 
modifique; y si no lo consigue, difícilmente se resigna a ejecutar las órdenes del juez, y entonces 
también el proceso civil debe proseguir pasando, como se dice y como veremos, de la fase de 
cognición a la fase de ejecución. Así el proceso se arrastra en medio de una maraña de 
dificultades que retardan su marcha, agravan el costo y a menudo comprometen su resultado. 
Siempre están dispuestos a cargar la culpa a los demás y con facilidad olvidan sus propias 
responsabilidades. 
 
 
IV 
EL JUEZ 
 
Tanto el proceso penal como el proceso civil nos ofrece una distinción entre quien juzga y quien 
es juzgado. Basta penetrar en la sala de un tribunal para advertir que tal distinción se da entre uno 
que está arriba y otro que está abajo, entre un súbdito y un soberano. Debemos ahora meditar 
acerca de esta posición diversa. 
En fin de cuentas, la necesidad del proceso se debe a la incapacidad de alguien para juzgar, por 
sí, acerca de lo que debe hacerse o no hacerse. Si quien ha robado o matado hubiese sabido 
juzgar por sí, no hubiera robado ni matado; y si los litigantes supiesen juzgar por sí mismos, no 
litigarían, pues reconocerían por sí mismos la razón y la sinrazón. El proceso sirve, pues, en una 
palabra, para hacer que entren en juicio aquellos que no lo tienen. Y puesto que el juicio es propio 
del hombre, para sustituir el juicio de uno al juicio de otro u otros, haciendo del juicio de uno la 
regla de conducta de otros. El que hace entrar en juicio, es decir, el que suministra a los otros que 
lo necesitan, su juicio, es el juez. 
Juez es, en primer lugar, uno que tiene juicio; si no lo tuviese, ¿cómo podría darlo a los demás? 
Se dice que tienen juicio los que saben juzgar. He aquí por qué, para comprender cómo se hace 
un proceso, se debe comprender, cómo se hace para juzgar. Y he aquí por qué la ciencia del 
derecho, y en particular la ciencia del proceso, nos sitúa ante el más difícil de los problemas; no es 
exagerado decir que es el menos soluble de los problemas. Quienes dudaron y dudan todavía de 
que exista una ciencia verdadera y propia del derecho, del mismo rango que las ciencias 
naturales, tiene la intuición más o menos clara de esta verdad: la ciencia del derecho tendría que 
ser la ciencia del juicio, ¿y quién ha poseído o quién poseerá una ciencia del juicio? 
En la raíz de esa intuición está, aun para los no creyentes, la palabra de Cristo: no juzguéis. Si 
supiesen qué quiere decir juzgar, se darían cuenta de que es lo mismo que ver en el futuro; pero 
el hombre es prisionero del tiempo y el juicio es una evasión imposible. Todo esto lo digo para 
hacer comprender una sola cosa, para tener una idea del proceso: el juez, para serlo, debiera ser 
más que hombre: un hombre que se aproximara a Dios, De esta verdad conserva un recuerdo la 
historia al mostramos una primitiva coincidencia entre el juez y el sacerdote, que pide a Dios y 
obtiene de Dios una capacidad superior a la de los demás hombres. Aun hoy todavía si el juez, 
pese al desprecio hacia las formas y los símbolos, que es uno de los caracteres peyorativos de la 
vida moderna, lleva el hábito solemne que llamamos toga, ello responde a la necesidad de hacer 
visible la majestad; y esta es un atributo divino. 
Pero ¿dónde encontrar un hombre que sea más que hombre? El problema del proceso, en este 
aspecto, parece un rompecabezas. Probablemente las soluciones, en el plano lógico, son dos, 
dependientes de los dos conceptos de la cualidad y de la cantidad. Desde el punto de vista 
cualitativo, aflora nuevamente la coincidencia original entre el juez y el sacerdote. En el aspecto 
cuantitativo,
se trata de acrecentar la idoneidad del hombre, poniendo varios hombres a la vez; 
este es el principio del colegio judicial o del juez colegiado; en sus orígenes, juez, particularmente 
en los procesos penales, era todo el pueblo. Toda la obra de la humanidad en orden a la elección 
del juez, se realiza a la luz de estas ideas. 
Todos están de acuerdo en reconocer que debiera ser juez el mejor; pero ¿cómo se encuentra al 
mejor? Cuando el derecho se ha separado de la religión y el proceso ha venido perdiendo su 
carácter sagrado, el problema de la elección del juez, en su aspecto cualitativo, ha pasado a ser el 
problema del órgano de la elección: el mejor debiera buscarlo el que tuviera la capacidad para 
elegir. Hoy la regla consiste en que el juez es elegido por el Estado, es decir, por ciertos órganos 
del Estado, según ciertos dispositivos que se conceptúan idóneos para hacer la elección. Estos 
dispositivos son de dos tipos, según que la elección se haga desde arriba o desde abajo, por 
decreto o por elección. 
En Italia no existen actualmente jueces electivos; pero los hay, por ejemplo, en la vecina Suiza. 
Una forma de investidura electiva se puede contemplar en el arbitraje, en cuanto se consiente 
dentro de ciertos límites que provea al proceso civil un juez elegido por acuerdo entre las partes. 
 
 
No se debe creer que con ello se sustituya a la justicia del Estado por una justicia privada; al 
contrario, tanto el proceso penal como el proceso civil constituyen siempre una función del Estado, 
precisamente porque tanto el delito como el litigio interesan al orden social, y el Estado no puede 
nunca permanecer indiferente respecto de él. Naturalmente, en ciertos casos, también el ejercicio 
de esta función pública se puede consentir a un particular, que está no obstante sometido de 
varias maneras a la autoridad del Estado. Con este límite, o si se quiere con esta excepción, el 
juez es elegido por el Estado en los Estados modernos; incluso, a fin de garantizar su idoneidad, 
es un funcionario del Estado vinculado a este por una relación de empleo, en virtud de la cual 
queda investido de poderes y gravado con una obligación determinada, como medios para el fin 
del cumplimiento de su altísima función. 
La intuición originaria, según la cual, para poseer el juicio necesario para hacer justicia, es preciso 
sumar varios hombres a la vez, conserva su valor aun después de que se ha constituido poco a 
poco una técnica y sobre ella una ciencia del proceso. El llamado colegio judicial o juez colegiado 
es, aun en el día de hoy, un tipo de juez que existe, más que al lado, por encima del juez singular, 
en el sentido de que se considera que ofrece mayores garantías al feliz cumplimiento de su oficio; 
pero solo en razón del mayor costo, para los procesos penales o civiles de menor importancia, se 
prefiere el juez singular al colegiado. 
En el fondo, la constitución colegial del juez se explica por la limitación de la mente humana por un 
lado y por su diversidad por el otro. Poniendo varios hombres juntos se consigue, o se espera 
conseguir por lo menos, la construcción de una especie de superhombre, que debiera poseer 
mayores aptitudes para el juicio de las que posee en singular cada uno de los que lo integran. El 
fenómeno es el mismo que aquel por el cual se uncen al arado una o más yuntas de bueyes en 
vez de un solo buey; pero cualquiera se hace cargo de que el mayor rendimiento de la yunta está 
condicionado por el trabajo efectivo de cada uno de sus miembros, y no es fácil, por exigencias 
técnicas además de razones psicológicas, obtener de todos los miembros del colegio judicial una 
participación igual en el trabajo común, 
La figura más interesante de formación colegiada del juez es la que toma el nombre de colegio 
heterogéneo, en razón de que no todos los jueces reunidos en el colegio tienen una misma 
preparación técnica. Compárese, a este respecto, la composición de una Corte de Apelación o de 
la Corte de Casación con la de la Corte de Assises: en esta, además de los jueces técnicos, o sea 
de los jueces que son técnicos del derecho, sesionan predominantemente los llamados jueces 
populares o legos, llamados así por cuanto se prescinde en su elección de un tipo específico de 
cultura. Esta formación mixta del colegio encuentra su razón profunda, no solo en la necesidad de 
la más diversa experiencia de la vida, en cuanto al conocimiento del derecho para juzgar bien, 
sino también en el peligro de que la costumbre de juzgar determine una especie de de 
deformación profesional que termine por embotar la sensibilidad del juez y con ella su capacidad 
de apreciar intuitivamente los valores humanos. 
Hemos esbozado así el planteamiento de un problema muy grave, del cual la naturaleza de estas 
lecciones no nos permite una adecuada profundización, para el cual se han intentado en el curso 
de la historia otras soluciones. Los menos jóvenes, entre quienes me escuchan, recordarán que 
en un pasado no muy remoto la Corte de Assises ha experimentado una importante 
transformación: en el sentido de que en otro tiempo los jueces populares participaban en el juicio 
con funciones distintas de los jueces técnicos, ya que solo se les encomendaba a ellos la 
comprobación de los hechos, mientras que se reservaba a los técnicos la aplicación del derecho; 
ahora en cambio, los jueces populares y los de derecho concurren con iguales poderes tanto a la 
comprobación de la culpabilidad como al castigo del culpable; y no se puede decir que la reforma 
haya satisfecho gran cosa las exigencias de justicia respecto a lo que los franceses llaman les 
grandes crimes [los grandes delitos]. 
Ciertamente, una colaboración de los legos con los técnicos del derecho es necesaria tanto para 
resolver problemas técnicos distintos de los que se refieren al derecho (para indagar, por ejemplo, 
las causas del derrumbamiento de un edificio o de la muerte de un hombre), como también para 
suministrarle un criterio de justicia inmediato e independiente de los esquemas de la ley, los 
cuales a menudo se adaptan mal a la naturaleza del caso; pero a esta necesidad, mejor que la 
introducción del lego en el colegio judicial, responde su asistencia al juez de derecho en concepto 
de consultor. En el lenguaje corriente se continúa hablando, en este sentido, de pericia y de 
 
 
peritos, pero esta fórmula no expresa tan exactamente como la otra, la idea del consejo y del 
consejero, con la cual se transfiere simplemente al proceso una práctica muy útil y difundida en la 
vida: quien tiene que resolver en asuntos de gran importancia, pide consejo a uno o más hombres 
cuya experiencia y prudencia estima, sin que con ello delegue en ellos su juicio, simplemente se 
sirve de ellos como se serviría de un apoyo en un paso peligroso del camino. 
Esta del consultor, o perito, como se quiera decir, no es la única asistencia necesaria al juez en su 
difícil actuación, e incluso es una asistencia de la cual no siempre tiene necesidad, mientras que 
es constante la exigencia de que sea ayudado por otros respecto a las formas de actividad inferior 
que responden a las llamadas funciones de orden, según la terminología burocrática. Así, vemos 
en primera línea, al lado de él, dos figuras bien conocidas, que son la del secretario y la del oficial 
judicial, adscrito el primero particularmente a la documentación de los actos del proceso, esto es, 
a formar los documentos que constituyen la prueba de él, y el segundo a la notificación, o sea, a 
suministrar las noticias que son necesarias para procurar al juez la presencia y colaboración de 
personas respecto de las cuales, o en concurso de las cuales, tiene él que actuar. 
El juez, singular o colegiado, juntamente con el secretario y el oficial judicial, son las figuras 
principales que constituyen un grupo de empleados del Estado que, por la estabilidad de sus 
cometidos, se llama oficio, y por el carácter específico de los mismos, se denomina oficio judicial. 
Salvo los casos
de ordenamientos relativos a unidades políticas de menores dimensiones (como 
sería, por ejemplo, la República de San Marino, o algún cantón de la Confederación helvética), un 
solo oficio judicial sería insuficiente para todo el territorio del Estado; y por otra parte un juez, 
singular o colegiado, un secretario o un oficial judicial, no bastarían para constituir un oficio que 
tiene que proveer, no a un solo proceso, sino a todos los procesos necesarios para administrar 
justicia de acuerdo con las exigencias de un determinado sector de población. De ahí que veamos 
que en Italia hay diversos tribunales constituidos en las diversas capitales de departamentos, y 
que, por otra parte, de cada tribunal forman parte jueces, secretarios y oficiales judiciales, en un 
número superior a los que bastarían para la gestión de un proceso singular. 
Por otra parte, en el conjunto de los oficios se dejan sentir las exigencias que plantea la 
especialización en orden a las diversas materias de los asuntos y de los litigios que se presentan 
al juicio, y también de las diversas funciones que al respecto se ven obligados los jueces a ejercer, 
al punto de que entre los varios oficios deben distribuirse los cometidos según un plano que da 
lugar al instituto de la competencia judicial. Si al conjunto de los asuntos y de los litigios se 
atribuye un cierto volumen, es fácil ver que la distribución se hace en sentido horizontal y en 
sentido vertical, esto es, principalmente en razón del territorio o en razón de la función; así se 
distinguen, por ejemplo, el tribunal de Roma del tribunal de Nápoles o de Milán; por otra, en la 
circunscripción de Roma el tribunal se distingue de la Corte de Apelación o de la Corte de 
Casación; e igualmente el tribunal de menores o el tribunal militar se distinguen del tribunal 
ordinario. 
 
 
V 
LAS PARTES 
 
El juez es soberano; está sobre, en alto, en la cátedra. Abajo, frente a él, está el que debe ser 
juzgado. 
¿El o los? Se perfila a este propósito una diferencia que parece distinguir el proceso penal del 
proceso civil; en este último, aquellos sobre quienes se debe juzgar son siempre dos: no puede el 
juez dar razón a uno de ellos sin negársela al otro, y viceversa; en cambio, en el proceso penal el 
juicio atañe solamente al imputado. Cuando además del imputado hay también la llamada parte 
civil, no se trata ya de proceso penal puro, sino de un proceso mixto, en el cual se mezcla el penal 
con el civil. Pero, si se pone mayor atención, se advierte que esa diferencia no tanto distingue al 
proceso penal del proceso civil, como al proceso voluntario del proceso contencioso, y 
precisamente por ello el proceso penal pertenece a la primera de estas dos categorías: por 
ejemplo, aun cuando el progenitor pida autorización para vender un bien del hijo menor o el 
esposo para vender un bien dotal, no se trata de dar razón o negarla a uno con respecto al otro. 
Podríamos decir, para entendernos, que el proceso contencioso es esencialmente bilateral, 
mientras que el proceso voluntario es, o puede ser al menos, unilateral; por eso el proceso 
contencioso es respecto del proceso voluntario un proceso de partes. 
La estructura del proceso contencioso permite entender por qué los que deben ser juzgados se 
llaman partes, que es un nombre extraño y un poco misterioso. ¿Qué tiene que ver con el 
proceso, y en general con el derecho, la noción de parte? La parte es el resultado de una división: 
el prius de la parte es un todo que se divide. La noción de parte está, por tanto, vinculada a la de 
discordia, que a su vez es el presupuesto psicológico del proceso; no habría ni litigios ni delitos si 
los hombres no se dividiesen. 
Con estas reflexiones el nombre de parte aparece expresivo y feliz. Los litigantes son partes 
porque están divididos; si viviesen en paz formarían una unidad; pero también el delito, cuyo 
concepto está estrechamente vinculado al de litigio, resulta de una división. Se comprende, pues, 
que también el imputado, frente al juez, sea una parte; y de ahí que la diferencia entre proceso 
penal y proceso civil, o más genéricamente, entre proceso voluntario y proceso contencioso, sea 
únicamente en el sentido de que en este último las partes comparecen en escena, mientras que 
en el proceso penal, o en general en el proceso voluntario, una de ellas queda entre bastidores. 
Sobre el fondo del proceso las partes son, pues, siempre dos. Cuando se trata de delito se 
distinguen por una razón sustancial: uno es el que actúa, y otro es el que sufre la acción; uno es el 
ofensor y otro el ofendido. En cambio, cuando se trata de litigio, la distinción se funda en la 
iniciativa: una de las dos partes pretende y la otra resiste a la pretensión. El criterio de la distinción 
es común: agresor y agredido. En el proceso penal, dijimos, el agredido no comparece como 
parte, esto es, como justificable; pero, puesto que quien ha cometido un delito debe no solo sufrir 
la pena sino restituir también a quien lo ha sufrido, las cosas que le ha quitado, y en todo caso 
resarcirle por los daños, se consiente que el juez penal juzgue también acerca de ello, es decir, 
que cuando declara la certeza del delito y aplica la pena, condene también al culpable a la 
restitución y al resarcimiento por el daño. Entonces, como dijimos, el proceso penal se complica 
con un proceso civil, y también la otra parte, es decir el ofendido, entra en escena con el nombre 
de parte civit 
La parte en el proceso penal toma el nombre de imputado. Imputado es aquel que es sometido al 
proceso penal a fin de que el juez compruebe si ha cometido o no un delito, y en caso afirmativo lo 
castigue. El proceso penal nace, por tanto, con la imputación, acto propio del juez por el cual 
afirma que es probable que tal haya cometido un delito. 
Pero, así como el hombre antes de nacer tiene una vida intrauterina, así también ocurre en el 
proceso penal; antes de formular la imputación se realizan ciertos actos preparatorios de ella: por 
ejemplo, si se encuentra un cadáver y hay razón para sospechar que la muerte proviene de delito, 
se hacen las indagaciones preliminares que tienden a establecer ante todo las causas de la 
muerte, y en segundo lugar, si resulta que se trata de homicidio, quién pudo haberlo cometido; 
 
 
pero mientras no haya un indicio en lugar de la simple posibilidad, no entra en existencia un 
proceso penal verdadero y propio. En esta fase puede intervenir el oficio judicial, aunque por lo 
común actúa la policía judicial, constituida por empleados del Estado pertenecientes a una rama 
distinta de la administración pública. Estos colaboran sin duda con el juez, y en particular preparan 
su intervención, no importa, que según el ordenamiento vigente no tengan todavía respecto de él 
una posición de verdaderos y propios auxiliares. 
Las partes adoptan en el proceso civil el nombre de actor y demandado. Mientras que imputado se 
llega a ser a consecuencia de aquel acto del juez que hemos visto es la imputación, la cualidad de 
actor o demandado depende de una iniciativa de las partes. Actor es propiamente aquella de las 
partes que pide al juez el juicio, y se llama, así, precisamente porque toma la iniciativa de la 
actuación; y es demandado aquel respecto del cual se demanda el juicio, y se lo llama así porque 
se le pide, invita o demanda, presentarse ante el juez juntamente con el actor, a fin de que el uno 
y el otro puedan ser juzgados. 
Imputado puede ser un hombre siempre que sea una persona. Actor o demandado, en cambio, 
pueden ser hombres aunque no sean personas o personas aunque no sean hombres. Esto, que 
en un principio puede provocar una impresión desconcertante, se refiere a un aspecto sumamente 
delicado del ordenamiento jurídico, que atañe a la personalidad. Hombre y persona no son la 
misma cosa, el primero de estos conceptos se refiere a la vida física, el segundo a la vida 
espiritual.. Puesto que todo hombre, por lo menos en su normalidad, tiene una vida espiritual
además de la vida física (normalmente ambos conceptos coinciden); pero pueden darse hombres 
que no sean personas y personas que no sean hombres. Personas, en una fase de la civilidad o 
civilización casi totalmente superada, no eran los esclavos, no porque no tuviesen una vida 
espiritual, sino porque esta no les era reconocida (a propósito de lo cual, aunque no podamos 
desarrollar este concepto, diré que la vida del espíritu se resuelve en la libertad). 
Hoy, como decíamos, está abolida la esclavitud, particularmente según el ordenamiento italiano; 
sin embargo, se dan hombres a los cuales no se les reconoce la personalidad; puesto que el 
reconocimiento de la personalidad ocurre mediante la atribución de la capacidad jurídica, se los 
llama entonces incapaces, como los infantes y los enfermos mentales. Pero puede darse también 
la situación inversa, o sea el reconocimiento de la personalidad no ya a hombres, sino a grupos de 
hombres que son considerados por el derecho como un solo hombre, y en tal caso, en el lenguaje 
jurídico corriente se habla de personas jurídicas en lugar de personas físicas. 
El problema de las personas jurídicas constituye, a su vez, el aspecto más delicado del problema 
de la personalidad, y naturalmente no podemos hacer aquí más que esbozarlo: baste indicar que 
su nudo más apretado es si la atribución de la personalidad, es decir de una vida espiritual 
autónoma a un grupo de hombres y no a un hombre singular, constituye una ficción del derecho o 
el reconocimiento, en cambio, de un modo de ser de ese mismo grupo según la realidad. 
La fórmula que hace poco he empleado: imputado puede ser un hombre siempre que sea una 
persona, y actor o demandado puede ser un hombre aunque no sea persona o una persona 
aunque no sea un hombre, expresa una de las diferencias más destacadas entre el proceso penal 
y el proceso civil. Puesto que el proceso penal solo se hace para certificar y actuar la 
responsabilidad penal, el concepto de parte está doblemente limitado respecto de él. No puede 
ser imputado, porque no es penalmente imputable, un niño menor de nueve años o un enfermo 
mental, como no puede ser penalmente imputable una persona jurídica (por ejemplo, una 
sociedad comercial); imputado puede ser quien no sea penalmente imputable solo con la 
condición de que se ignore en el momento de la imputación que él no es imputable y el proceso se 
haga para saber si lo es o no. Así, puede ser imputado un niño entre los nueve y los catorce años 
porque su imputabilidad depende no exclusivamente de la edad, sino del discernimiento, el cual 
no se puede establecer más que en el proceso y por medio del proceso. 
En cambio, puesto que el proceso civil se hace para reprimir o para prevenir una litis, el concepto 
de parte respecto de él se extiende a todos los hombres aunque no sean personas y a todas las 
personas aunque no sean hombres, en cuanto se encame en ellos uno de los intereses 
comprometidos en el litigio. Un niño de menos de nueve años o un enfermo mental no puede 
haber cometido un delito, pero puede ser propietario de una cosa, así como acreedor o deudor de 
una suma; igualmente, una sociedad comercial puede haber comprado, vendido o arrendado, y 
 
 
encontrarse comprometida en una litis referente a uno de tales contratos. Otra es la cuestión 
sobre si y cómo, el menor, el enfermo mental o la persona jurídica pueda hacer valer sus derechos 
ante el juez. Pero esto es un asunto del que por el momento no debemos tratar, ya que aquí las 
partes solo se consideran en su posición de personas acerca de las cuales se debe emitir el juicio, 
no en cuanto actúan en el proceso, sino solamente en cuanto lo sufren, es decir, en cuanto son 
juzgados. 
Ser juzgables (es decir, personas acerca de las cuales se debe emitir un juicio) y ser juzgados 
quiere decir tener que prestar obediencia al juicio del juez. El juicio del juez, tal cual se forma, con 
los modos que veremos, es el proceso, no es un juicio cualquiera; en particular, no tiene el simple 
valor de un consejo, de modo que aquel a quien se lo dirige pueda seguirlo o no, según le parezca 
bien o mal; es un juicio que tiene la fuerza de un mandato, cual si estuviese escrito en la ley. 
La ley dice: quien roba, es castigado; y el juez dice: Ticio ha robado, y por tanto lo castigo. Ello es 
como si en la ley estuviese escrito: Ticio debe ser castigado. La ley dice: el padre debe mantener 
y educar al hijo menor de edad; y el juez dice: Cayo es padre del menor de edad Sempronio; ello 
es como si en la ley estuviese escrito: Cayo debe mantener y educar a Sempronio. La ley dice: 
quien ha librado una letra de cambio debe pagarla a su vencimiento; y el juez dice: Comelio ha 
librado una letra de cambio a Mevio; ello es como si la ley dijese: Comelio debe pagar a Mevio el 
importe consignado en la letra de cambio. La ley dice: el marido solo puede vender un bien dotal 
en caso de necesidad o de utilidad evidente; y el juez dice: es necesario o manifiestamente útil 
que Juliano venda el fundo entregado en dote por su esposa; ello es como si estuviese escrito en 
la ley que Juliano puede vender aquel fundo. El juicio del juez transforma, pues, el mandato 
genérico de la ley (quienquiera que robe debe ser castigado; quienquiera que sea padre debe 
mantener y educar al hijo menor; quienquiera que esté obligado cambiariamente debe pagar al 
vencimiento la suma indicada en la letra de cambio; quienquiera que sea esposo donatario puede 
vender un bien dotal en caso de necesidad o de utilidad evidente), es un mandato específico 
dirigido a la parte o partes respecto de las cuales se lo pronuncia. 
Los juristas expresan esta eficacia, del juicio pronunciado por el juez con la fórmula de cosa 
juzgada: cosa, en esta fórmula, quiere significar la materia del juicio, es decir la posición de la 
parte o de las partes, que antes del juicio era incierta y en virtud del juicio se ha convertido en 
cierta; antes era una cosa pendiente de juicio, y después ha venido a ser una cosa juzgada; y una 
vez que ha sido juzgada, no se puede ya discutir sobre ella. Por eso, antiguamente se decía 
resiudicata pro veritate habetur [la cosa juzgada vale como verdad]; el juez se habrá equivocado 
pero su equivocación es irrelevante porque el juez, según la ley, no se puede equivocar. 
Por eso las partes deben someterse y obedecer al juicio del juez. Aquí reaparece el sentido 
profundo de la palabra parte: el juez, frente a las partes, representa al todo, y la parte desaparece 
frente al todo; la parte puede contradecir a otra parte, pero no al juez. El juez tiene en su mano la 
balanza y la espada; si la balanza no basta para persuadir, la espada sirve para constreñir. Por 
eso, cuando el ladrón ha sido condenado, debe ir a prisión, de grado o por fuerza; cuando al 
deudor le exige el juez que pague la letra de cambio, si no paga se le quitan tantos bienes cuantos 
sean necesarios para traducirlos en el dinero necesario para el pago; cuando el juez ha ordenado 
la trascripción de una venta, el conservador de las hipotecas (registrador de la propiedad) la 
transcribe sin más, aunque una de las partes se oponga a ello. Los juristas dicen a este propósito 
que el juicio del juez tiene fuerza ejecutiva, y quieren decir con ello que, aunque las partes no se 
presten a ejecutarlo, alguien interviene para hacerlo ejecutar por la fuerza. 
 
 
VI 
LAS PRUEBAS 
 
Se ha dicho que el juez hace historia; no es todo lo que se debe decir de él, pero lo cierto es que 
el primero de sus cometidos es precisamente el de la historia, o mejor el de la historiografía, 
concebida en sus términos más estrictos y acaso no suficientes. El historiador escruta en el 
pasado para saber cómo ocurrieron las cosas. Los juicios que él pronuncia, son por tanto juicios 
de realidad, o más exactamente juicios de existencia; en otras palabras, juicios históricos. Un 
hecho ha ocurrido o no, Ticio ha robado o no, Cayo ha engendrado o no a Sempronio, Cornelio ha 
librado o no una letra
a Mevio. El juez, al principio, se encuentra ante una hipótesis; no sabe cómo 
ocurrieron las cosas; si lo supiese, si hubiese estado presente en los hechos sobre los que debe 
juzgar, no sería juez, sino testigo y si decide, precisamente, convierte la hipótesis en tesis, 
adquiriendo la certeza de que ha ocurrido o no un hecho, es decir, certificando ese hecho. Estar 
cierto de un hecho quiere decir conocerlo como si se lo hubiese visto. 
Para estar ciertos de un hecho que no se ha visto, es necesario ver otros hechos de los cuales, 
según la experiencia, se pueda decir que, si han ocurrido, el hecho desconocido ha ocurrido a su 
vez o no. El juicio de existencia exige, pues, ante todo en el juez una actividad perceptiva: debe 
aguzar la vista y el oído y estar muy atento a mirar y escuchar algo. Los hechos que el juez mira o 
escucha se llaman pruebas. Las pruebas (de probare) son hechos presentes sobre los cuales se 
construye la probabilidad de la existencia o inexistencia de un hecho pasado; la certeza se 
resuelve, en rigor, en una máxima probabilidad. Un juicio sin pruebas no se puede pronunciar; un 
proceso no se puede hacer sin pruebas. 
Todo modo de ser del mundo exterior puede constituir una prueba. Por eso la actividad del juez 
exige una constante y paciente atención sobre los hombres y sobre las cosas que están en 
relación con el hecho desconocido que se le pide que declare cierto; la literatura policial ha hecho 
del dominio público estas nociones. 
Al decir hombres y cosas, he sugerido una primera distinción en el inmenso cúmulo y variedad de 
las pruebas. Pruebas personales, las cuales consisten en el modo de ser de un hombre; pruebas 
reales, las cuales consisten en el modo de ser de una cosa. El juez o el oficial de policía que corre 
junto a un herido caído en la calle, observa con todo cuidado el hombre y el arma que encuentra al 
lado de él. Precisamente porque las pruebas son un modo de ser de hombres y de cosas y ese 
modo de ser está sujeto a continua mutación, una de las primeras precauciones en materia de 
pruebas es su toma lo más inmediatamente que sea posible, y su conservación en una forma que 
puedan prestarse a observaciones posteriores. Toma y conservación de las pruebas de los delitos 
constituyen los cometidos principales de la policía judicial. 
El estado de una persona o de una cosa puede servir de prueba en dos formas diferentes, según 
las cuales las pruebas se dividen en pruebas representativas y pruebas indicativas o indiciarias. 
Es esta una distinción de suma importancia, acerca de la cual trataré de ser lo más claro que me 
sea posible. Esencial a este objeto es el concepto de representación, que ocupa en la lógica un 
puesto de primer plano. 
La palabra misma muestra la importancia que tiene para la teoría de las pruebas la noción del 
presente, ya que representar no quiere decir otra cosa que hacer presente algo que no está 
presente, es decir que ha pasado ya o que es todavía futuro. Teniendo en cuenta el significado 
más amplio de representación, se la puede referir también al futuro, y se puede hablar en este 
sentido de una representación fantástica, la cual llega en ocasiones a anticipar el futuro. Pero la 
que nos interesa a nosotros es la representación del pasado, mediante la cual no se evoca algo 
que no ha ocurrido todavía, sino algo ya acaecido. Esta evocación se realiza a través de medios 
sensibles, idóneos para provocar, dentro de ciertos límites, sensaciones análogas a las que 
determinaría el hecho evocado; tales medios merecen, precisamente, el nombre de medios 
representativos. 
En el estado actual de la técnica podemos hablar de una representación directa y de una 
representación indirecta. La representación indirecta, que es la más antigua y constituye aún la 
 
 
regla del proceso, se hace a través de la mente del hombre, el cual describe lo que percibió. La 
representación directa se obtiene mediante cosas capaces de registrar los aspectos ópticos o 
acústicos de los hechos y reproducirlos. 
Un ejemplar de representación indirecta es la narración de un testigo. Ejemplares de 
representación directa son un disco fonográfico o una fotografía. Puesto que, por lo común, los 
hechos que deben ser declarados ciertos en el proceso, ocurren sin la presencia de los 
instrumentos necesarios para su registro, la disponibilidad de pruebas representativas se limita de 
ordinario a la representación indirecta; pero a medida que se perfecciona la técnica representativa, 
crece y crecerá el número de casos en que el proceso podrá disponer de pruebas representativas 
directas. 
En este aspecto se advierte una diferencia muy conocida entre proceso civil y proceso penal, pues 
solo de ciertos negocios civiles se piensa en el momento de realizarlos en formar la prueba, y 
cuando se piensa en ello se adoptan, naturalmente, las nuevas técnicas representativas, mientras 
que el delito se realiza en condiciones que muy raras veces, y en vía totalmente excepcional, 
consienten que se disponga su representación. 
La representación indirecta que hasta los tiempos modernos, y a un modernísimos, era la única 
representación conocida, se lleva a cabo de dos modos diversos, según que la actividad del 
representador se despliegue en presencia o en ausencia del hecho representado, y en ausencia o 
en presencia de aquel o de aquellos a quienes debe ser representado el hecho. De acuerdo con 
este criterio, se distingue la representación documental de la representación testimonial. 
Dicho en términos empíricos, el testigo es una persona, y el documento es una cosa que narra. 
El notario forma el documento mientras alguien le declara su voluntad; el testigo forma el 
testimonio mientras el juez lo escucha: en el primer caso está presente el declarante, pero está 
ausente el juez; en el segundo ocurre lo contrario: está presente el juez, pero está ausente la 
persona cuyo testimonio refiere la declaración. Este criterio distintivo aclara los méritos y 
deméritos de cada uno de estos dos tipos de representación: el documento garantiza la fidelidad 
de las pruebas, en particular protege de los peligros de infidelidad de la memoria del hombre; pero 
por otra parte, el testimonio puede adaptarse con más ductilidad a las exigencias del juez, las 
cuales, en el momento en que se forma el documento, pueden no estar del todo previstas. 
Y ya hemos indicado la razón por la cual el documento sirve preferentemente en orden al proceso 
civil y el testimonio en orden al proceso penal. En este último los hechos que hay que certificar 
son típicamente hechos ilícitos, que en la mayoría de los casos se sustraen a la documentación, 
mientras que en el proceso civil se comprueba que son frecuentemente actos lícitos, contratos, 
acuerdos, testamentos y similares, que por lo común en el momento mismo en que se realizan 
son documentados, bien por las partes mismas que los realizan, bien por un documentador 
público, en particular por un notario. 
Según se trate de una o de otra hipótesis se habla de documentos privados, o de documentos 
públicos u oficiales. Por lo común los documentos se forman mediante la escritura, al punto de 
que en el lenguaje corriente de los juristas, documento y escritura son palabras que se emplean 
indistintamente; pero comienza a asomar también en los procesos la documentación directa en la 
forma de la fotografía, de la fonografia y hasta de la cinematografía. 
Tanto los documentos como los testimonios pueden provenir de las personas mismas que tienen 
en el proceso posición de parte, como de otras personas. Los testimonios, en sentido amplio, se 
distinguen, por tanto, en testimonios de la parte y testimonios del tercero; la palabra testimonio, sin 
embargo, se usa a menudo también en sentido estricto, para indicar solamente al tercero 
narrador, con exclusión de las partes. Cuando una parte narra hechos contrarios a su interés (por 
ejemplo, refiere haber cometido un delito), su testimonio toma el nombre de confesión. 
Las pruebas indicativas, a
diferencia de las representativas, no sugieren inmediatamente la 
imagen del hecho que se quiere certificar y, por tanto, no actúan a través de la fantasía, sino por 
medio de la razón, la cual, sirviéndose de las reglas sacadas de la experiencia, argumenta de 
ellas la existencia o inexistencia del hecho en sí. Tales pruebas se distinguen en dos categorías, 
según sean naturales o artificiales: las pruebas indicativas naturales se denominan indicios; las 
artificiales toman el nombre de señales. También estos dos tipos de pruebas indicativas sirven en 
 
 
diversa medida para el proceso penal o para el proceso civil; en el primero prevalecen los indicios, 
y en el segundo las señales, por la razón misma que determina en el uno y en el otro el 
predominio del testimonio o del documento. 
En el proceso civil figuran frecuentemente sellos, marcas, contraseñas, que son otros tantos 
ejemplares de la señal, mientras que en el proceso penal toman gran importancia ciertos modos 
de ser de las personas o de las cosas mediante los cuales se pueden reconstruir pacientemente 
los hechos que se quiere certificar: heridas en el cuerpo de la víctima y de las cuales se puede 
argüir la causa de la muerte o la naturaleza del arma; estado del cadáver que sirve para 
establecer el tiempo de la muerte; huellas de lucha, manchas de sangre en las ropas de alguien, 
impresiones digitales, etc. 
Las pruebas, cualquiera que sea el tipo a que pertenezcan, deben ser en primer lugar percibidas 
por el juez, y en segundo lugar valoradas por él. En particular debe el juez interrogar a las partes y 
a los testigos, así como leer los documentos, interpretar su narración y estimar su veracidad. Son, 
estas, dos formas de actividad entre las cuales se debe distinguir a los fines teóricos, pero que en 
realidad se entrecruzan en forma casi indisoluble. Entre otras cosas, la interrogación de las partes 
y de los testigos se guía a medida que se suceden las impresiones que el juez recibe acerca de la 
exactitud y sinceridad de sus relatos. 
De cualquier modo que sea, se trata de actividades de grandísima importancia, que exigen del 
juez atención, sagacidad, experiencia y paciencia. Tales actividades culminan en la llamada crítica 
de las pruebas, acerca de la cual, especialmente en orden a la prueba testifical, sirve una 
preparación técnica inspirada en la rama de la psicología que es la psicología judicial. 
La verdad es que el testimonio es una prueba indispensable, pero desgraciadamente peligrosa, 
que debe ser percibida y valorada con extrema cautela, ya porque la fidelidad del relato depende 
de la atención del testigo en el momento en que acaecieron los hechos narrados, de su memoria, 
de sus condiciones psíquicas en el momento en que hace la narración; ya porque, a menudo, los 
intereses que juegan en tomo a las partes, presionan sobre él y lo inducen, con mayor o menor 
energía, a la reticencia y al engaño. 
La necesidad y el esfuerzo para extraer de las partes y de los testigos la verdad, determinó en 
tiempos lejanos, una costumbre que desgraciadamente ha resucitado en tiempos recientes, un 
instituto al que antiguamente, y acaso hoy tampoco, falta la nobleza del fin, aunque le falta en gran 
parte la idoneidad del medio y cuyo rendimiento, además, es en todo caso inferior a su costo. 
En efecto, la tortura olvida que no es suprimiendo, sino únicamente excitando la libertad del 
hombre, como se puede obtener aquella comunicación espiritual a la que se confía únicamente el 
buen fin del testimonio. Como la tortura, así también los medios técnicos recientemente hallados a 
fin de obrar sobre el espíritu del testigo a través de su cuerpo, son ineficaces y peligrosos. No hay 
otro camino para obtener del testigo todo lo que puede dar, sino el camino de la inteligencia, de la 
humanidad, de la paciencia de quien lo interroga en un ambiente sereno, como lo es casi siempre, 
mucho más, el despacho del juez instructor que la sala del debate, donde el aparato exterior, el 
contraste entre las partes y la presencia del público, determinan desgraciadamente en el ánimo 
del testigo sugestiones nocivas. 
La experiencia del proceso, sobre todo, enseña, aun al gran público, que las pruebas no son a 
menudo suficientes para que el juez pueda reconstruir con certeza los hechos de la causa. Las 
pruebas debieran ser como faros que iluminaran su camino en la oscuridad del pasado; pero 
frecuentemente ese camino queda en sombras. 
¿Qué hacer en tales casos? Es necesario juzgar. Pero es esta una situación sumamente penosa: 
no se puede pronunciar una condena penal contra alguien sin estar ciertos de su culpabilidad, ni 
condenarlo a que pague una deuda sin estar ciertos de que es deudor; pero es igualmente injusto 
también absolverlo sin la certeza de que no haya cometido el delito o de que no hubiera contraído 
la deuda. En todo caso, en el supuesto de incertidumbre, se corre el riesgo de cometer una 
injusticia. Son estos los casos en que el proceso fracasa en su objeto. 
Sin embargo, repito, se debe juzgar. La justicia no puede reconocer su impotencia. No hay otro 
camino, en tales casos, que el de elegir el mal menor. Ahora bien, se ha considerado siempre 
como mal menor el absolver a un culpable, antes que condenar a un inocente. Tal es el principio 
 
 
que los juristas denominan del favor rei. La duda se resuelve en favor de aquel a quien la 
existencia del hecho incierto irrogaría perjuicio. Los juristas formulan este principio diciendo que la 
parte tiene la carga de suministrar las pruebas de los hechos de los cuales depende el efecto 
jurídico que pide al juez que constituya o certifique. Si no las suministra, su demanda debe ser 
rechazada. Esta fórmula se aclarará mejor más adelante, cuando tengamos que hablar del 
contradictorio, que es el más delicado de los dispositivos del proceso. 
 
 
VII 
LAS RAZONES 
 
En dos palabras: después de haber remontado el curso del tiempo hurgando en el pasado, el juez 
tiene que dirigirse al futuro; después de haber establecido lo que ha sido, tiene que establecer lo 
que será: Ticio ha robado, por consiguiente debe restituir e ir a la cárcel; Cayo ha engendrado a 
Sempronio, y, por consiguiente, debe mantenerlo y educarlo; Cornelio ha obtenido dinero en 
préstamo de Mevio, y, por consiguiente, debe restituirlo. 
Cuando se dice que el juez es un historiador, se da de él una definición exacta, pero incompleta; 
es ciertamente un historiador, pero no solo un historiador; después del juicio histórico, tiene que 
pronunciar el juicio crítico; después de haber verificado la existencia de un hecho, tiene que 
ponderar su valor. Ahora bien, la diferencia fundamental entre el juicio de existencia y el juicio de 
valor es precisamente que el primero concierne al pasado y el segundo atañe al futuro; cuando se 
dice que Ticio, al hacer algo, ha hecho bien o mal, se hace referencia a las que serán las 
consecuencias, ventajosas o nocivas, de su acción. 
Ahora bien, si las pruebas sirven para buscar en el pasado, las razones ayudan al juez para 
penetrar el secreto del futuro. Este concepto de la razón y de las razones exige para su 
esclarecimiento un poco de paciencia. La razón, como todos saben, es una de las fases o de los 
aspectos de la mente humana. Su distinción respecto de la inteligencia no es fácil de señalar. De 
cualquier modo, a los fines modestos de estas conversaciones baste saber que la inteligencia 
consigue mediante el juicio un resultado provisional y para ratificarlo se necesita de la razón: la 
una procede en avanzada, y la otra sigue precavida- 
El hombre razonable, el que razona, es uno que no se fía de la intuición, sino que la verifica 
cautelosamente. Ahora bien, el fin de la verificación no es otro que el de prever las consecuencias 
de las propias acciones, que son buenas o malas según que haya de seguirse de ellas un bien o 
un mal. Tiene, pues, razón el que sabe usar de su razón; así se aclara el significado del modo de 
decir, en virtud del cual la razón

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