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EL PROCESO COMO JUEGO (*)
SumAnlo: 1. Aspecto psicológico del proceso. 2. Carácter agonistico
del proceso: el principio de dialecticidad. 3. El deber de leal-
tad en el proceso: mala fe procesal, uso indirecto y abuso del
proceso. 4. Medios de coacción psicológica antes de iniciarse 11
proceso. 5. Expedientes para retardar el curso del proceso. 6. Ex-
pedientes para acelerar el curso del proceso. 7. El dispositivo
psicológico de las medidas cautelares. 8. La fase instructoria.
9. Mecanismo psicológico de la carga. 10. La valoración subje-
tiva del comportamiento de las partes. 11. Los sobreentendidos
del juramento decisorio. 12. Conclusión.
1. ASPECTO PSICOLOGICO DEL PROCESO
La razón de que no baste salir de la Universidad con un
doctorado en procedimiento civil obtenido con todos los hono-
res, para ser sin más abogados duchos de audiencia, es muy
similar psicológicamente a la razón de común experiencia por
la cual no se llega a ser hábiles jugadores de ajedrez sólo con
aprender de memoria, tomadas de un manual, las reglas del
juego. Es verdad que sin conocerlas, es imposible jugar: lo
mismo que sin conocer a la perfección las normas del Código
de procedimiento, no se puede llevar adelante un proceso (a
menos que se siga el método de ciertos abogados a quienes
conozco, que continúan arremetiendo aún contra el vituperado
Código de procedimiento civil vigente, porque se obstinan
en servirse de él sin haberlo leído jamás) ; pero, una vez co-
nocidas las reglas teóricas, lo que más cuenta para aprender
(•) El presente estudio forma parte de los Scritti giuridici in
onore di Francesco Carnelutti, vol. II, Padova, Cedam, 1950, págs.
485-511. Publicado también en Riv. dir. proc., 1950, parte 1, págs. 23-
51. Figura también en Studi sul Processo civile, vol. VI, Padova, Ce-
dam, 1957, págs. 43-71.
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el juego, es verlas funcionar en la práctica, es experimentar
cómo se entienden y cómo las respetan los hombres que deben
observarlas, contra qué resistencias corren riesgo de enfren-
tarse, y con qué reacciones o con qué tentativas de elusión
tienen que contar.
El legislador hace las leyes para su tiempo: tiene que
conocer bien el nivel moral y social del pueblo para el cual
hace esas leyes, y calcular de antemano en qué forma se com-
portará frente a esas leyes, y si estará dispuesto a tomarlas
en serio un ciudadano de tipo "normal" que en cuanto a mo-
ralidad e inteligencia responda al promedio de la sociedad a
que pertenece. El buen legislador debe estar dotado de una
cierta imaginación, pero atenuada por el sentido histórico, a
fin de conseguir prever con suficiente aproximación cómo ha-
brán de ser acogidas por los que deberán observarlas, las
leyes que él se apresta a poner en vigor: en esos sus cálculos
previsores debe cuidarse del pesimismo, que lo llevaría a con- .
siderar el promedio de los ciudadanos como deshonestos y
rebeldes, desprovistos de todo sentido de acatamiento a las
leyes, y ansiosos únicamente de eludirlas; pero debe cuidarse
también del excesivo optimismo, que lo induciría a imaginarse
el consorcio para el cual legisla como compuesto únicamente
de personas decentes, en competición por prestar celoso obse-
quio a la legalidad (acaso haya sido éste el más grave error
del vigente Código de procedimiento civil: haber imaginado
a los jueces y abogados mejores de lo que son).
Sólo el jurista "puro" puede darse el lujo de tratar las
leyes como instrumentos de precisión, que al contacto con los
hombres considerados en serie y todos ellos iguales y equiva-
lentes, sean capaces de reaccionar siempre del mismo modo,
así como para pretender que al simple tacto dispare siempre
del mismo modo la máquina inanimada. En cambio, el legis-
lador debe conocer, antes que la técnica jurídica, la psi-
cología y la economía de su pueblo: y sobre todo no puede
limitarse a ser un jurista puro el abogado que en todo instante
tiene que recordar que todo hombre es una persona, es decir,
un mundo moral único y original, que frente a las leyes se
comporta según sus aficiones y sus intereses, de manera im-
previsible y a menudo desconcertante. Esta necesidad de no
olvidar jamás que las leyes están hechas para los hombres
vivos, de los cuales, antes de estudiar el derecho, hay que
conocer la psicología, vale sobre todo a propósito de las leyes
procesales: pues ellas, más que ninguna otra categoría de
normas, están destinadas, más que a garantizar un efecto jurí-
dico constante y previsible en abstracto, a registrar a posteriori
el resultado concreto de aquella especie de partida legal, hecha
de voluntades concursantes, de movimientos sutilmente estu-
diados y de observaciones técnicas, que es el proceso.
El derecho procesal entra en su casi totalidad en la cate-
goría de disposiciones que fueron denominadas "reglas fina-
les": que no imponen obligaciones, sino que, a quien se pro-
ponga un determinado fin (obtener justicia), le ofrecen el
método, o podríamos decir, el recetario, para conseguirlo.
Pero este método no garantiza a priori que se lo consiga:
para obtener justicia, no basta tener razón. También el an-
tiguo proverbio véneto, entre los ingredientes necesarios para
triunfar en el litigio, pone, ciertamente, en primer lugar, el
"tener razón", pero inmediatamente después agrega que es
necesario también "saberla exponer", "encontrar quién la en-
tienda", y "la quiera dar", y, por último, "un deudor que pueda
pagar".
En el proceso civil el actor se mueve para pedir una sen-
tencia que reconozca su derecho; pero conseguirlo, no depende
únicamente de su demanda: el juez no es, como sagazmente
lo advertía Gnaeus Flavius, una de esas máquinas automáticas
en las cuales basta introducir por un lado una moneda para
que por el otro salga una tarjeta con la respuesta. A fin de
que la demanda propuesta por el actor pueda ser acogida,
es necesario que vaya filtrándose a través de la mente del
juez, y que consiga hacerse entender de él y persuadirlo: el
éxito depende, por consiguiente, de la interferencia de estas
psicologías individuales y de la fuerza de convicción con que
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las razones hechas valer por el demandante consigan hacer
suscitar resonancias y simpatías en la conciencia del juzgador.
Pero con ello no decimos todavía lo que para el proceso
civil es lo esencial. Efectivamente, no sólo hay que agregar
que, siendo el proceso civil un proceso de partes basado en el
principio del contradictorio (art. 101, C. p. c.), las fuerzas psi-
cológicas que tienden a persuadir al juez son siempre dos, en
contraste entre sí, de manera que la decisión del juez implica
siempre una elección; sino que hay que destacar sobre todo
que en la elección entre esas dos voluntades contrastantes, el
juez, cuyo visus está institucionalmente limitado al marco de
los allegata et probata, no es libre para dar razón a quien se
le antoje; sino que está obligado a darla a la parte que mejor
éonsiga, con los medios técnicos a ello apropiados, demostrar
que la tiene.
La sentencia no es, por consiguiente, el producto auto-
mático de la aplicación de las leyes a los hechos, sino la resul-
tante psicológica de tres fuerzas en juego, dos de las cuales,
al tratar cada una de arrastrar en su propia dirección a la
tercera, despliegan entre sí una competición reñida, qué no es
sólo de buenas razones, sino también de habilidad técnica
para hacerlas valer. Afortunada coincidencia es la que se
verifica cuando entre los dos litigantes el más justo sea tam-
bién el más hábil: pero cuando en ciertos casos (y quiero
creer que en raros casos) esa coincidencia no se dé, puede
ocurrir que el proceso, de instrumento de justicia, creado para
dar la razón al más justo, pase a ser un instrumento de habili-
dad técnica, creado para dar la victoria al más astuto.
Es verdad que las leyes procesales están dictadas en inte-
rés público de la justicia: el fin supremo que el Estado pone
idealmente como meta a todolitigante, y en general a todas
las personas que en uno u otro carácter participan en el pro-
ceso o colaboran en él, es la observancia del derecho, el triunfo
de la verdad, la victoria de la razón. Pero en concreto, si se
puede esperar que en la mayoría de los casos se logre efectiva-
mente esa finalidad, ello ocurre, no porque todos los personajes
que toman parte en el proceso lo quieran conseguir del mismo
modo: en realidad, si excluimos al juez, en quien debería
personificarse concretamente ese superior interés de la justicia
que es propio del Estado, todos los demás sujetos persiguen
en el proceso finalidades más limitadas y burdamente egoístas,
tal vez en contraste (aunque no se lo confiese) con aquel fin
superior. Depende de la suma algebraica de esos esfuerzos
contrastantes (de las acciones y de las omisiones, de las astu-
cias o de los descuidos, de los movimientos acertados y de las
equivocaciones), si al final el proceso, como síntesis, consigue
lograr un resultado que responda verdaderamente a la justicia:
pero, en cuanto a las dos partes en contraste (tesis y antítesis),
ocurre a menudo que lo que importa no es tanto la justicia
cuanto la victoria: de manera que, para ellas, el proceso viene
a ser nada más que un juego en el que hay que vencer.
2. CARACTER AGONISTICO DEL PROCESO:
EL PRINCIPIO DE DIALECTICIDAD
En todas las instituciones procesales puede reconocerse, por
clara derivación histórica, una significación metafóricamente
agonística. El debate judicial es una especie de representación
alusiva y simbólica de un certamen primitivo, en el cual el
juez no era más que un juez de campo: la alternativa sucesión
de los actos procesales de los litigantes viene a ser la trans-
formación mímica de lo que en sus orígenes era un hecho de
armas; hasta la terminología del proceso está tomada todavía
de la de la esgrima o la palestra. Esta alusión a la lucha es
viva en el proceso todavía en el día de hoy, a pesar de que se
reconozca comúnmente la naturaleza publicística de las insti-
tuciones judiciales: mientras en el proceso civil se mantiene
en vigor el principio dispositivo, la lucha entre contrapuestos
intereses de parte es considerada y aprovechada por el Estado
como el instrumento más apropiado para satisfacer al final el
interés público de la justicia. Al choque de las espadas se ha
sustituido, con la civilización, la polémica de los argumentos;
pero hay todavía en este contraste, el ensañamiento de un
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asalto. La razón se dará a quien mejor sepa razonar: si al
final el juez otorga el triunfo a quien mejor consiga persua-
dirlo con su argumentación, se puede decir que el proceso, de
brutal choque de ímpetus guerreros, ha pasado a ser juego
sutil de razonamientos ingeniosos.
Este carácter de juego razonado se manifiesta especial-
mente en el principio fundamental del proceso que podríamos
denominar principio de dialecticidad.
El proceso no es solamente una serie de actos que deben
sucederse en un determinado orden establecido por la ley
(ordo procedendi), sino que es también, en el cumplimiento
de esos actos, un ordenado alternar de varias personas (actos
trium personarum), cada una de las cuales, en esa serie de
actos, debe actuar y hablar en el momento preciso, ni antes ni
después, del mismo modo que en la recitación de un drama
cada actor tiene que saber "entrar" a tiempo para su inter-
vención, o en una partida de ajedrez tienen los jugadores que
alternarse con regularidad en el movimiento de sus piezas.
Pero la dialecticidad del proceso no consiste solamente en
esto: no es únicamente el alternarse, en un orden cronológi-
camente preestablecido, de actos realizados por distintos su-
jetos, sino que es la concatenación lógica que vincula cada
uno de esos actos al que lo precede y al que lo sigue, el nexo
pscológico en virtud del cual cada acto que una parte realiza
en el momento preciso, constituye una premisa y un estímulo
para el acto que la contraparte podrá realizar inmediatamente
después. El proceso es una serie de actos que se cruzan y se
corresponden como los movimientos de un juego: de preguntas
y respuestas, de réplicas y contrarréplicas, de acciones que
provocan reacciones, suscitadoras a su vez de contrarreacciones.
En esto consiste principalmente la dialecticidad del pro-
ceso: que todo movimiento realizado por una parte abre a la
parte contraria la posibilidad de realizar otro movimiento di-
rigido a contrarrestar los efectos del que lo precede y que,
podríamos decir, lo contiene en potencia. No sería exacto defi-
nir esta relación como un nexo de causalidad: en realidad,
todo movimiento realizado por una parte del proceso no es
causa necesaria y suficiente del acto sucesivo de la contra-
parte, sino que es solamente una ocasión que se le da para
realizar a su vez uno de los distintos movimientos, todos ellos
jurídicamente posibles, entre los cuales queda remitido a su
sentido de la oportunidad elegir el más apropiado para neutra-
lizar el movimiento contrario. Cuando en el proceso realiza
mi adversario un movimiento cualquiera (presenta una excep-
ción de incompetencia, pide un nuevo señalamiento, propone
una prueba), yo vengo a encontrarme, por efecto de su acto,
en una situación jurídica distinta de aquella en que me encon-
traba antes de él: no puedo ignorarlo, pues si no reacciono de
algún modo, mi inercia podrá serme perjudicial; pero si quiero
reaccionar, puedo hacerlo de varias maneras, pues tengo la
elección entre distintas posibilidades que el acto abre ante
mí. Si se me ha deferido el juramento decisorio, puedo pres-
tarlo, referirlo, o negarme a prestarlo. Cada movimiento de
una parte crea para el adversario una serie de posibilidades,
de las cuales puede ocurrir que resulte, si se mueve hábilmente,
sacar provecho contrariamente a lo que su antagonista supo-
nía. En esto consiste la táctica procesal, encomendada a la
sagacidad y al sentido de responsabilidad de cada uno de los
litigantes; aquí es donde está la habilidad del juego. Cada com-
petidor, antes de dar un paso, debe tratar de prever, mediante
un atento estudio, no sólo de la situación jurídica, sino también
de la psicología del adversario y del juez, con qué reacciones
responderá el antagonista a su movimiento. Así, aun sin perder
de vista el fin último del proceso, que es la victoria, los com-
petidores continúan estudiándose durante todo el curso del
proceso como dos esgrimistas frente a frente; y la partida
viene a fraccionarse en una serie de episodios en cada uno de
los cuales sus esfuerzos van inmediatamente dirigidos a con-
seguir una ventaja parcial, un "punto", que quede conquistado
a su favor y pueda concurrir a asegurarle, cuando hayan de
hacerse las sumas, la victoria final.
De esta dinamicidad dialéctica del proceso civil de tipo
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dispositivo se ha dado una inolvidable demostración sistemá-
tica en la obra fundamental de James Goldschmidt, Der Pro-
zess als Rechtslage ( I ): en la cual se configura el proceso, no
como una relación jurídica unitaria, fuente de derechos y de
obligaciones (Prozessrechtsverhaltnis), sino como una sitúa-
ción jurídica flúida y mutable, fuente de expectativas, posi-
bilidades y cargas (Aussichten, Moglichkeiten, Lasten), desti-
nada a plasmarse según la varia sucesión de los actos procesa-
les, cada uno de los cuales da al curso del procedimiento
nuevas direcciones y abre a las partes nuevás perspectivas. El
proceso está constituido así por una ceñida sucesión de chan-
ces, alternativamente ofrecidas a la una o a la otra de las
partes: quien no sabe prever la chance favorable que un im-
prudente movimiento suyo puede dar al adversario; quien no
sabe servirse en el momento oportuno de la chance que el
adversario le ofrece, corre el riesgo de perder la causa. Toda
parte es así árbitro y responsable de la propia suerte: faber est
suae quisque fortunae [cada cual es el elaborador de su propia
suerte]. Es una concepción eminentementeindividualística del
proceso, que el mismo Goldschmidt ha parangonado, en el
prefacio de su libro, al concepto liberal de la lucha política.
Por eso, a pesar de los formularios fijos del procedimiento,
no hay un proceso que sea igual a otro, como no hay en el
juego de ajedrez una partida igual a otra. El proceso nace y
se crea en cada caso, movimiento a movimiento, tal y como
lo modelan en forma imprevista e imprevisible las combina-
ciones a menudo desconcertantes de las fuerzas contrapuestas
que en él se cruzan. Quien quisiera parangonar el curso de un
debate judicial al diálogo de una comedia, fallaría en su pa-
rangón, pues los papeles de una comedia están todos ellos es-
critos de antemano en la obra; al paso que en el diálogo judicial
es necesario que los personajes sepan improvisar; y cómo llegue
a terminar ese drama, nadie lo sabe, fuera de Dios, único
que conoce por anticipado la marcha de las estrellas.
(1) Berlín, 1925.
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Todo esto no destruye, entendámonos bien, la exactitud
de la teoría de la relación procesal, en lo que atañe al núcleo
central de ella, que es el deber del juez de proveer, y el co-
rrespondiente derecho de las partes, de conseguir que él pro-
vea; pero es cierto que el contenido concreto de esta obligación
del juez se plasma dialécticamente en correspondencia con las
situaciones jurídicas creadas por la actividad concurrente: se-
gún la variable puntuación, podríamos decir, de su juego.
3. EL DEBER DE LEALTAD EN EL PROCESO: MALA FE
PROCESAL, USO INDIRECTO Y ABUSO DEL PROCESO
No debe considerarse irreverente esta insistencia en pa-
rangonar el proceso a un juego. Aun sin invocar la autoridad
del historiador genial que creyó contemplar en el instinto del
juego la primera raíz de algunas de las más elevadas mani-
festaciones de la civilización humana, lo cierto es que, al poner
en evidencia esos elementos de competición que se encuentran
en todo debate judicial, no se atenúan ni la seriedad ni la
santidad del sistema de reglas procesales que el Estado dicta
en orden a la administración de la justicia; sino que se quiere
decir que, para apreciarlas en su valor, no basta adorarlas co-
mo dogmas inmóviles, sino que es necesario verlas vivir y
conocer su fisiología y su patología, y hacerse cargo de las
elusiones y de los fraudes que las amenazan, así como de las
celadas que, al amparo de sus fórmulas inocentes, pueden ser
preparadas por la fantasía inventiva de los litigantes.
Por eso la abogacía es un arte en el cual el conocimiento
escolástico de las leyes sirve muy poco, si no va acompañado
de la intuición psicológica, que sirve para conocer a los hom-
bres, y los múltiples expedientes y maniobras mediante los
cuales tratan ellos de plegar las leyes a sus finalidades prác-
ticas. En vano se espera que los códigos de procedimiento, aun
los mejor estudiados teóricamente, sirvan verdaderamente a
la justicia si no son sostenidos en su aplicación práctica por
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la lealtad y la corrección del juego, por el fair play cuyas
reglas no escritas están principalmente encomendadas a la con-
ciencia y a la sensibilidad de los órdenes forenses.
Resulta, efectivamente, de lo que hasta ahora hemos di-
cho, que las actividades que se despliegan en el proceso por
los distintos sujetos que en él participan, no están todas ellas
rígidamente preestablecidas y vinculadas por el derecho pro-
cesal, de manera que, para ser jurídicamente válidas, no pue-
dan ser realizadas más que de un sólo modo. En realidad, las
normas del derecho procesal marcan únicamente ciertas direc-
tivas muy elásticas, que dejan amplio margen, según hemos
visto, a la iniciativa y a la elección individual. Las reglas pro-
piamente jurídicas constituyen en el proceso una especie de
marco dentro del cual puede espaciarse el poder dispositivo
de las partes: sólo en la observancia de esas reglas marginales
está vinculada la actividad de las partes; pero en el espacio
en blanco su actividad es esencialmente libre.
Precisamente en vista de esa actividad libre (en la cual,
según las clasificaciones de Carnelutti, habría que hacer en-
trar, no sólo los actos jurídicos facultativos, sino también los
actos puramente lícitos, esto es, jurídicamente neutros [2] ),
que el art. 88 del C. p. c. impone a las partes y a sus defenso-
res "el deber de comportarse en juicio con lealtad y probidad".
Este deber, tan vago e indeterminado, no tendría sentido al-
guno en un proceso en que la actividad de las partes y de
sus defensores estuviese por ley rígidamente vinculada en
todas sus manifestaciones; adquiere, en cambio, un significado
muy importante en un proceso, como es el de tipo dispositivo,
en que, dentro de los confines establecidos por el derecho pro-
cesal, se deja a las partes un amplio campo discrecional, den-
tro del cual cada una de ellas es libre para elegir los movi-
mientos que le parezcan más apropiados para vencer a su
contrario. La lealtad prescrita por el art. 88 es la lealtad
en el juego: el juego, esto es, la competición de habilidad, es
(2) Sistema del dir. proc. civ., II (1938), ns. 408 y 419.
lícito, pero no se permite hacer trampas. El proceso no es
solamente ciencia del derecho procesal, no es solamente téc-
nica de su aplicación práctica, sino que es también leal obser-
vancia de las reglas del juego, es decir, fidelidad a los cánones
no escritos de corrección profesional que señalan el límite en-
tre la elegante y meritoria maestría del esgrimista perfecto
y las torpes marrullerías del fullero. De estos cánones de leal-
tad y probidad, únicos que quedan para regular la conducta
de los competidores dentro del campo discrecional en que no
penetran las leyes, es custodio el juez: el cual, aun cuando la
transgresión de dichos cánones no sea de tal relevancia, que
repercuta sobre el mérito de la litis (según ocurre, por ejemplo,
en el caso de revocación por dolo, art. 395, n. 1), vela continua-
mente desde el balcón del art. 116 del C. p. c., la conducta de
las partes en el debate, y contra la que haya faltado a la
lealtad del contradictorio puede adoptar providencias sancio-
natorias (arts. 92 y 96; cfr. también art. 88, segundo ap.),
comparables a las medidas de rigor que inflige el árbitro a
los jugadores sorprendidos en culpa.
Pero en este delicadísimo mecanismo que es el principio
dispositivo, en el cual cada una de las partes debe esperar la
victoria únicamente de sus propias fuerzas, y puede abstenerse
de aducir elementos que puedan contribuir a la victoria con-
traria (nemo tenetur edere contra se), es muy difícil estable-
cer hasta dónde llegan los derechos de una sagaz defensa y
dónde comienza el reprobable engaño. Precisamente por esa
dificultad, que desaparecería en un proceso de tipo rígidamente
inquisitorio, el cometido de la doctrina viene a ser tan arduo
cuando se trata de trasladar al campo del proceso las nociones.
relativas a los efectos y las figuras de la mala fe que en el
campo del derecho sustancial son ya tan comúnmente admiti-
das; y, siempre a causa de esa dificultad, la doctrina no ha.
conseguido todavía aislar en el proceso ciertas situaciones que
tal vez no tengan mucho que ver con la mala fe procesal y que
deberían más bien asimilarse a las figuras que en el campo
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del derecho sustancial se hacen entrar bajo la noción del nego-
cio indirecto o de comodidad ( S ).
En todas las variadas hipótesis de mala fe procesal (men-
tira, falsedad, dolo unilateral o bilateral, fraude, simulación)
se puede captar un carácter común: que una parte, o las dos,
tienden, mediante engaño, a conseguir en el proceso (o en una
fase de él, o en la decisión final) un cierto efecto jurídico,
sin que existan los presupuestos (de hecho o de derecho)
a los cuales lo vincula la ley. La mala fe procesal, en sus
variadas configuraciones, va siempre dirigida a conseguir en el
proceso un efecto jurídico que sin el engaño no podríaconseguir-
se. Pero frente a tales casos, que todos ellos pueden hacerse
entrar bajo la noción de la mala fe procesal, se presentan en la
dialéctica procesal variadísimas situaciones en que una parte,
aun encontrándose en condiciones de cumplir válidamente un
cierto acto procesal y de producir legítimamente los efectos
jurídicos que de él se siguen, se sirve de él no tanto para
conseguir los efectos jurídicos que le son propios, cuanto para
conseguir ulteriores efectos psicológicos (sobre el adversario
o sobre el juez), de los cuales espera la parte sacar ventaja
en la táctica de su juego.
Sabido es que en el campo del derecho sustancial se habla
de negocio indirecto siempre que las partes, aun queriendo
realmente constituir un cierto negocio que tiene una causa
típica, se proponen satisfacer, a través del efecto jurídico pro-
pio de dicho negocio, una ulterior finalidad económica distinta
de aquella a cuya satisfacción está típicamente predestinado el
negocio; los contratantes, por consiguiente, han querido real-
mente concluir (y por ello están fuera del campo de la simula-
ción) el negocia aparente, y han querido realmente conseguir
los efectos jurídicos quede son propios; pero la consecución
de esos efectos ha sido considerada por ellos como una etapa,
como un medio, para llegar a la consecución de un fin ulterior,
(') Una alusión a la posibilidad de extender al proceso la
noción de negocio jurídico indirecto, en CARNELUTTI, Sistema, cit.,
II, n. 520.
en sí no ilícito. No se puede decir, pues, que haya diversidad
entre el fin típico del negocio aparente y el fin efectivamente
querido por las partes; el fin típico ha sido querido, pero como
medio para satisfacer indirectamente, pasando por la vía más
larga, una finalidad ulterior a cuya directa satisfacción con-
duce normalmente otro tipo de negocio.
Algo similar puede ocurrir en el proceso: el acto procesal
es en sí lícito y efectivamente querido; pero en los cálculos
del litigante cuenta, no tanto por los efectos procesales que
produce según ley, cuanto por las previsibles reacciones que
provocará en el comportamiento de los demás sujetos del pro-
ceso. Este uso indirecto de los actos procesales no se puede
decir que sea siempre y sin más ilícito: muchas veces entra
en la honesta habilidad del patrocinio; otras, limita, antes de
llegar a las figuras extremas del dolo y del fraude, en una
zona intermedia que, por alguna semejanza con la figura del
abuso del derecho, podríamos denominar el abuso del proceso.
Es aquí donde principalmente tiene valor la intuición y la
mesura del defensor, que debe saber que en el curso del pro-
ceso los mismos actos pueden provocar reacciones de diversa
naturaleza, según la distinta psicología de la parte contraria
y del juez; y debe, por otra parte, saber interpretar el movi-
miento del adversario, no por su efecto jurídico inmediato,
sino también por los remotos desenvolvimientos tácticos que
permite suponer. En este terreno los artículos de los códigos
son necesariamente mudos: el legislador inocente no ha cal-
culado a qué sutiles virtuosismos pueda prestarse en cada
caso, en la táctica de los litigantes, el empleo indirecto de
ciertos institutos, ni ha sospechado siquiera que puedan ellos.
ser utilizados como medios de estímulo o de freno, orientados
a fines que van mucho más allá de los queridos o previstos
por la ley.
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4. MEDIOS DE COACCION PSICOLOGICA ANTES
DE INICIARSE EL PROCESO
Esta táctica de escaramuzas, en la cual los artículos del
Código de procedimiento civil pueden ser utilizados por los
contendientes como peones de un juego de ajedrez, puede co-
menzar incluso antes de que se inicie el proceso: ya la ame-
naza de recurrir, como dicen los prácticos, "a la vías de ley",
puede ser un argumento suficiente para inducir al adversario
que sabe no tener razón, a capitular antes de ser atacado.
También en el campo judicial, antes de que el heraldo noti-
fique al demandado la especie de cartel de desafío que es el
acto de citación, puede haber un período más o menos largo
de negociaciones, de recriminaciones, de intimidaciones; antes
de llegar al tribunal, puede haber, también en el proceso, la
guerra "fría": la guerra de los nervios, antes de la de los
papeles timbrados.
Esta es la fase en la cual entran en danza los hechiceros
de las magias de corredor, que susurran poseer la receta infa-
lible para elegir de antemano la sección y el relator, para
predisponer la composición del colegio o para conocer las
secretas vías de acceso al corazón de cada uno de sus inte-
grantes: serían, en términos deportivos, los que se han espe-
cializado en la preparación del campo de juego, y que se ocu-
pan de antemano en hacer que el equipo a quien ellos sirven
no tenga que combatir sobre un terreno resbaladizo o con el
sol de frente.
Pero, sobre todo, es ésta la fase en que puede tener sus
triunfos aquella arte de sugestión que en ciertos juegos se
denomina bluff, y que consiste, como todos saben, en hacer
creer al adversario que se tiene en la mano mejores cartas
de las que en realidad se poseen. He conocido en mi vida
profesional abogados que habían adquirido fama únicamente
por su ceño adusto y el acento oratorio de sus respuestas.
Recuerdo siempre la aventura ocurrida a un joven que hacía
sus primeras armas, y que, invitado a tratar una transacción
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en el estudio de un autorizado colega, famoso por el "método
duro" con el cual conseguía impresionar a sus interlocutores,
se permitió citar como argumento favorable a la propia tesis
un cierto artículo del Código de comercio; pero aquel ener-
gúmeno lo interrumpe con rostro feroz: "¿Quién le ha metido
a usted en la cabeza que el Código diga semejantes estupide-
ces?" Su tono era tan perentorio, que el novato so se atrevió
a replicar: y aceptó la transacción, convencido de haber dicho
un despropósito (pero apenas retornado a su estudio, quiso
hojear el código, y encontró que aquel artículo, honestamente
aprendido en la Universidad, seguía en su sitio... ). En esta
fase también la desfachatez puede ser una arma, y la dis-
creción una debilidad. Supóngase la hipótesis de que un pobre
diablo, que no entiende de derecho ni ha tenido en su vida
un solo litigio, vea de pronto que un día le llega una carta
con el membrete de un destacado abogado que le notifica que
está por iniciar una grave causa contra él y al final le ad-
vierte: "Mi experiencia me aconseja hacerle notar que si
usted se mete en esta causa, terminará indudablemente en la
derrota." Si se trata de un hombre tímido y ajeno a los litigios
¿como no habrá de detenerse inmediatamente ante la solem-
nidad de semejante oráculo?
Cualquiera sabe que muchas causas civiles se inician, no
con la intención de llevarlas adelante, sino con la honesta
esperanza de que el demandado, apenas recibida la citación,
se convenza de que no tiene razón y cumpla inmediatamente
su deuda: y esto ocurre tal vez porque parece ser que para
las personas sencillas las razones adquieren un fuerza irre-
sistible cuando han sido escritas en papel sellado. Esto vale
sobre todo para la gente humilde, que a menudo no sabe dis-
tinguir entre justicia civil y justicia penal, y que al ver que
se le notifica un acto de citación, queda turbada como si se
tratase de un mandato de captura: todos los abogados conocen
casos de personas que tienen un sagrado terror a los tribuna-
les, y que por no pasar aquel umbral comprometedor ("... en
274
	
ESTUDIOS SOBRE EL PROCESO CIVIL
mi familia, nunca hemos tenido que ver con los tribunales. ");
están dispuestos a dejarse quitar la camisa.
Y no hablemos de las causas "escandalosas", aquellas con
las cuales se amenaza lanzar al público una delicada situación
íntima, un secreto de familia, para cuya defensa es de prever
que el amenazado consentirá en dejarse robar la cartera...
Este empleo preventivo de la coacción psicológica comprende,
en la táctica procesal, toda una gama de matices: comienza
por el obligado y discreto anuncioque todo abogado, antes de
hacer una citación, dirige a la parte contraria en la esperanza
de evitar un litigio, y puede llegar, a través de un crescendo
de indiscreciones y desfachateces, a las formas de incorrección
y de ilicitud que resbalan hasta el chantaje y la extorsión.
Y no hay que olvidar una figura típica, con la cual me ha
ocurrido encontrarme más de una vez: el empleo del proceso
como instrumento de concurrencia desleal. A fin de arruinar
a un concurrente, se pone en escena contra él una causa cla-
morosa, atribuyéndole alguna acción incorrecta o fraudulenta
que sirva para ponerlo en mala situación ante su clientela: al
final se perderá la causa, pero entretanto habrán hablado de
ella los diarios, y la publicidad habrá llegado a aquella sos-
pechosa categoría de consumidores a quienes iba destinada: y
así... quelque chose y restera.
5. EXPEDIENTES PARA RETARDAR EL CURSO
DEL PROCESO
Una vez iniciado el proceso, el abuso clásico o tradicional
que una u otra parte intentará (y hasta incluso ambas partes,
puestas de acuerdo), será el de darle largas. Dum pendet ren-
det [mientras pende, rinde], es viejo reproche dirigido a los
abogados; el aplazamiento es, en la opinión común, el arma
predilecta del litigio; y el vocabulario judicial está lleno, desde
la antigüedad, de palabras que recorren todos los matices de
esta enfermedad.. endémica de los juicios: tergiversar, cansar,
molestar, hartar, retardar, remitir, aplazar, diferir... Habría
EL PROCESO COMO JUEGO
	
275
que hacer un interesante estudio lingüístico sobre esta cosecha
de sinónimos, que han crecido en el terreno fértil de la liti-
giosidad.
En todo proceso ocurre casi siempre que, frente a la parte
que tiene prisa, está la que quiere ir despacio: de ordinario
quien tiene prisa es el actor, y quien no la tiene es el deman-
dado, interesado en alargar lo más que puede la rendición de
cuentas. Pero puede también ocurrir que el afán retardatario
esté de parte del actor, cuando, conociendo que no tiene razón,
trata de mantener en pie la causa lo más que puede, a fin de
tener al tímido adversario bajo aquella espada de Damocles,
hasta que se decida a aceptar una transacción (o también para
esperar que sea ascendido el juez, o que entre en vigor la
esperada reforma procesal).
En ambos casos, hay una parte que tiene interés en ser-
virse de todas las posibles desviaciones y complicaciones del
procedimiento, no para conseguir los efectos fisiológicos a los
cuales preordena la ley aquella posibilidad, sino a fin de con-
seguir el efecto indirecto de retardar el ritmo judicial y aplazar
la solución. En un sistema procesal de tipo dispositivo como
es el nuestro, es normal, ya que las palancas de velocidad
están dejadas a la iniciativa de las partes, que el ritmo del
proceso esté dominado por ellas: y, por tanto, es natural que
dentro de ciertos límites (es decir, dentro de la elástica dis-
ciplina de los términos procesales, cuyo sistema, algunos con
función retardataria y otros con función aceleratriz, tiende a
mantener entre los diversos actos del proceso una justa sepa-
ración), cada parte se valga de su propio poder de impulso
para acelerar o retardar el cumplimiento de ciertas actividades
que de él dependen. Pero el abuso comienza cuando una parte,
habiendo agotado ya aquel margen de lícito retardo que le era
concedido por la elasticidad de los plazos, trata de alargar
el proceso mediante peticiones que sabe son infundadas y que
se proponen, no para que sean acogidas, sino únicamente a
fin de ganar el tiempo qué el contrario tendrá que gastar en
oponerse a ellas y el juez en rechazarlas: lo cual acaece espe-
276
	
ESTUDIOS SOBRE EL PROCESO CIVIL
	
EL PROCESO COMO JUEGO
	
277
cialmente respecto de ciertas proposiciones de medios de prueba
sobre hechos que la parte requirente sabe perfectamente que no
son verdaderos, pero que, no obstante, logran su finalidad de
imponer al juez, para que pueda declararlos no verdaderos,
el empleo de una larga actividad instructoria.
Este abuso de finalidad dilatoria de los medios procesales
es tan común y tradicional, que se ha llegado a hacer de él
objeto de estudio, considerándolo, no como una degeneración
patológica, sino como un refinado virtuosismo de buena prác-
tica forense: baste recordar los numerosos tratados acerca de
las cautelae dirigidas ad protrahendum causas ad longum, en-
tre los cuales fue celebérrimo el de Bartolomeo Cepolla ( 4 ).
De tales "cautelae" se hace largo empleo, aunque no se
escriban ya tratados sobre el tema, también en el proceso de
nuestros tiempos: la mayor o menor frecuencia con la cual se
recurre en la práctica judicial a ciertas excepciones; la fortuna,
de lo contrario incomprensible, de ciertos procedimientos que
a primera vista parecerían menos cómodos y menos maneja-
bles que otros más sencillos y rápidos, que, en cambio, se
dejan de lado, se explican cuando se consideran los fines indi-
rectos a que tales excepciones y tales providencias se emplean
en la técnica maniobrada del sofisma.
Si algún practicón descarado quisiera hoy escribir una
especie de prontuario práctico de las cavilaciones para uso
de los principiantes, el primer capítulo debería ir dedicado
a clasificar los expedientes que los patrocinadores emplean
para obtener los aplazamientos. Bajo el Código de procedi-
miento civil hoy vigente, que teóricamente se inspira en un
cierto rigorismo contra el lamentado abuso de los nuevos
señalamientos, abogados y jueces se han encontrado súbita-
mente de acuerdo (tampoco a los jueces, especialmente en
tiempos de mayor actividad judicial, les son desagradables
ciertos aplazamientos) en emplear para este servicio, meramen-
(4) Cfr. V. MANZINI, Le cautelae nena storia del diritto italiano
(Atti del Reale Istituto Veneto di Scienze, lettere ed arti), Vene-
zia, 1927.
te dilatorio, disposiciones que el legislador había dictado con
una finalidad enteramente distinta: ¡cuántas comparecencias
personales de las partes, cuántas tentativas de conciliación,
cuántos intercambios de memorias ilustrativas piden los de-
fensores, y ordena el juez instructor, únicamente como expe-
dientes para alargar la instructoria en uno o dos meses, con
la certeza, sin embargo, de que la tentativa de conciliación no
se logrará, o que en las memorias los abogados no tendrán
nada nuevo que agregar a lo que ya dijeron!
A la misma finalidad meramente dilatoria han servido
siempre, en los procesos de todos los tiempos, las excepciones
litis ingressum impedientes, y en especial las de incompeten-
cia; ésta es acaso la razón por la cual dos procedimientos que
el vigente Código de procedimiento civil ha introducido a fin
de librar desde el comienzo al proceso del peso retardador de
ciertas cuestiones preliminares (me refiero a la regulación
de competencia y a la regulación de jurisdicción), han
encontrado el inesperado favor de muchos practicones, que
han aprendido que, aunque la excepción de incompetencia sea
descaradamente infundada, basta, sin embargo, presentarla
para ganar así, con la necesaria suspensión del proceso de
mérito, los tres o cuatro meses que habrán de pasar antes de
que aquella descarada falta de fundamento haya sido declara-
da por la casación. De este modo, la regulación de com-
petencia ha pasado a ser hoy un nuevo recurso de comodidad,
a fin de prolongar en algunos meses la duración del proceso;
como bajo el Código de procedimiento civil de 1865, el pro-
nunciamiento de un laudo interlocutorio había venido a ser
en el juicio arbitral un expediente habitual para prolongar el
plazo (art. 34, penúlt. ap.) ( 5 ).
Algo similar ocurría en tiempos cuando faltaba a las sec-
ciones simples de la casación la competencia sobre la propia
competencia, y bastaba encarar en audiencia la sospecha de
que el recurso entrara en la competencia de las secciones unidas
(°) MORTARA, Comm., vol. III, n. 117.
II
278
	
ESTUDIOS SOBRE EL PROCESO CIVIL
para obtener sin más la remisión a ellas. Nunca he podido
olvidar una lección que me dio a mí, novel, un colega ancianoy
experimentadísimo, a quien yo, ardiente de juvenil celo pro-
fesional, le había negado en casación una remisión que él me
solicitaba; él defendía a una blasonada estafadora que había
adquirido, sin pagarlo, un lujoso abrigo de pieles, y que du-
rante muchos años había logrado, a fuerza de recursos procesa-
les, tomar a broma a aquel desdichado peletero cliente mío.
Finalmente, condenada a pagar, la señora había recurrido en
casación: fijada la audiencia su abogado, en el último momento,
me pide una remisión, a la cual me opuse yo, suponiendo que
era un pretexto. Se pasó a audiencia: y entonces, apenas lla -
mado el recurso, mi adversario se pone de pie y con voz meliflua
pide la remisión a las secciones unidas por razones de compe-
tencia. Protesto yo indignado: —Se trata del pago de un abrigo
de pieles: ¿qué tienen que ver aquí las secciones unidas?
Y él —¿Mi distinguido contradictor ignora, pues, que tam-
bién en materia de abrigos de pieles sólo las secciones unidas
pueden saber si son o no competentes? —Estoy viendo todavía
la bondadosa sonrisa con que me miró el presidente de la
sección (era Venzi, lo recuerdo todavía), cuando dijo: Remi-
tido, por razones de competencia, a las secciones unidas.
Así, si se pudiera siempre conocer los distintos móviles
psicológicos de ciertos comportamientos procesales aparente-
mente ilógicos, aparecerían ellos también a los ojos del profano
menos irracionales de lo que en ocasiones aparecen: se com-
prendería, por qué muchas veces el abogado espera hasta el
último día del plazo para proponer un medio de impugnación
contra una sentencia que le ha negado la razón a su cliente,
no por olvido o por negligencia, sino porque hasta aquel día
ha esperado poder llegar, bajo la amenaza de la apelación o
del recurso de casación, a una aceptable componenda; se com-
prendería por qué es buena regla impugnar siempre, incluso
sin esperanzas, una sentencia desfavorable, por qué la pen-
dencia del juicio de impugnación puede ser siempre una carta
en las negociaciones de transacción. Se comprendería también
EL PROCESO COMO JUEGO.
	
279
por qué, para ciertas causas, parece ser que ambos litigantes
estuvieran de acuerdo en no querer que se llegue a una defi-
nición: en dejarla que viva letárgicamente. Cuando entró en
vigencia en 1942 el actual Código de procedimiento civil, uno
de los más graves errores que cometió el legislador de entonces
fue el de imponer la reasunción con el nuevo rito de todas las
causas que bajo el antiguo código vivían en estado letárgico,
en espera de la honrosa perención: viejas causas pacíficas, que
estaban dejadas de lado sin molestar a nadie, y que llevadas
de nuevo autoritariamente al turno de los juicios instructorios,
han recuperado virulencia y pretensiones de juventud, y han
contribuido poderosamente así a agravar el estancamiento de
que sufre hoy la justicia civil.
En ocasiones, al leer en los repertorios de jurisprudencia
ciertas decisiones, se resiste uno a comprender cómo ciertas
cuestiones hayan podido ser suscitadas. Pero se explica si se
piensa que aun la tesis más descabellada puede servir, a un
abogado sin escrúpulos, para ganar tiempo. He visto yo mismo
a uno de esos practicones aventureros proponer a última hora,
contra el dignísimo consejero relator, una instancia de re cu-
sación acompañada de una denuncia calumniosa; y salir así
al encuentro, con desesperada ceguera, a las consecuencias ci-
viles y disciplinarias, y hasta incluso penales, de aquel innoble
gesto, a fin de poderse jactar frente al cliente de haber con-
seguido una vez más aplazar, con aquella brillante hazaña, el
día de la derrota.
6. EXPEDIENTES PARA ACELERAR EL CURSO
DEL PROCESO
Pero no faltan en los recetarios de los leguleyos los espe-
cíficos para acelerar también el ritmo del proceso y obligar al
adversario a la improvisación, especulando con la desorienta-
ción psicológica producida por la sorpresa. De ordinario los
litigantes (o sus patrocinadores) no están nunca de acuerdo
-en tomar por los atajos, si para adoptarlos es necesario que
280
	
ESTUDIOS SOBRE EL PROCESO CIVIL
sean dos: si el proceso admite que las partes en ciertos casos
puedan de común acuerdo prescindir de ciertas formalidades
procesales o abreviar un plazo o saltarse un grado, ocurre
indefectiblemente que una de ellas se niega a prestarse a tal
simplificación. Por el solo hecho de que una de ellas estaría
dispuesta a ello, se opone la otra; que también entre adversa-
rios pueda haber en el proceso un interés común en la rapidez
y en economizar tiempo y gastos, una cierta solidaridad pro-
cesal en orden a la buena marcha del procedimiento, es idea
que no va con el genio de los litigantes: el abogado que esté
dispuesto a prestar su adhesión a cualquier requerimiento
contrario, sólo porque considere que el aceptarlo podría sim-
plificar las formas sin perjudicar al mérito, se gana inmedia-
tamente, en la estimación de su propio cliente (especialmente
del cliente pobre que es siempre el más suspicaz), la tacha de
débil y de inepto ("... ¡Lástima! Sería muy bueno, pero le
falta espíritu de combate..."), si no ya la de vendido. Esto
explica la poca suerte, o hasta el olvido, en que han caído
algunas innovaciones introducidas por el vigente código de
procedimiento civil, que hubieran debido servir, con tal de
que ambas partes se hubiesen puesto de acuerdo para valerse
de ellas, para hacer más rápidos ciertos procesos: tal, el poder
otorgado al juez de decidir la causa según equidad cuando las
partes "le hagan de ello requerimiento concorde" (art. 114),
o el recurso de casación proponible per saltum contra la sen-
tencia apelable del tribunal, "si las partes están de acuerdo
para omitir la apelación" (art. 360, penúlt. ap.). Al respecto
no hay datos estadísticos; pero sospecho que nunca, desde
1942 hasta el día de hoy, ha ocurrido que dos abogados en
contradictorio hayan estado de acuerdo en servirse de una u
otra de tales disposiciones.
Por el contrario, los expedientes para acelerar, o hasta
para estrangular el proceso, son largamente empleados, y a
menudo más allá de los fines previstos por la ley, cuando para
servirse de ellos no haya necesidad del concorde requerimien-
EL PROCESO COMO JUEGO
	
281
to de las partes, sino que uno solo de los litigantes puede
esperar poder de ese modo pillar desprevenido a su adversario,
e impedirle así que se defienda fácilmente. Tampoco aquí la
lentitud o la celeridad del juego se aprecia en sí misma, sino
únicamente en función instrumental, en cuanto sirve, mediante
la paralización o la sorpresa del adversario, para darle una
ventaja en la partida.
De ordinario las maniobras dirigidas a menoscabar el de-
recho de defensa de la contraparte y pillarla desprevenida
(como se acostumbraba con las mal afamadas "notas después
de la audiencia" del viejo código, insidiosa flecha del Parto,
a la cual el adversario no podía ya replicar), son consideradas
por la ley como contrarias a la lealtad procesal (art. 88). Pero
en ciertos casos es la misma ley procesal la que dispone los
medios para coger desprevenido al adversario e impedirle, en
un primer momento, que se defienda.
Las derogaciones al principio del contradictorio inicial
(art. 101), que se verifican cuando la providencia es dada por
el juez inaudita altera parte, y la iniciativa del contradictorio
es invertida o aplazada, no tienen siempre la misma finalidad:
en ocasiones, mediante el desplazamiento de la iniciativa del
contradictorio del actor al oponente (ejemplo, art. 645), tiende
la ley, meciéndose en una previsión un tanto optimista, a
hacer, efectivamente, que la defensa en contradictorio se de-
sarrolle sólo a iniciativa del oponente, ya que sólo él está en
condiciones de conocer si dispone de alguna buena razón que
oponer a la demanda; pero, otras veces, el aplazamiento del
contradictorio tiende precisamente a hacer que la providencia
del juez llegue de manera impre7 :ta al blanco que debe herir
antes de que la parte contra la cual se dirige, pueda precaverse
para hacerla ineficaz.Esto ocurre más frecuentemente, como
es sabido, en los procedimientos cautelares: típico, el secues-
tro conservativo (art. 672), que para conseguir su finalidad de
impedir la enajenación o la dispersión de las cosas que cons-
tituyen la garantía del acreedor, necesita ineludiblemente que
llegue cuando el deudor no lo espera, y antes de que haya
Il
.282
	
ESTUDIOS SOBRE EL PROCESO CIVIL
tenido tiempo de preparar sus defensas y de sustraer su patri-
monio a la persecución judicial.
7. EL DISPOSITIVO PSICOLOGICO DE LAS MEDIDAS
CAUTELARES
Sin embargo, en la práctica judicial esta mayor facilidad
y celeridad con que, en razón de la urgencia, es dable obtener
del juez, a base de una información superficial y sumaria, una
providencia cautelar contra el adversario indefenso, es a me-
nudo malograda por fines que van mucho más allá de las
previsiones de la ley. La providencia cautelar, que en la
intención de la ley debería tener finalidades meramente con-
servativas de la situación de hecho (nihil lite pendente inno-
vetur), sin perjuicio alguno de la decisión de mérito, viene a
ser en realidad, en manos de un litigante astuto, una arma a
veces irresistible para constreñir a su adversario a la rendi-
ción, y obtener así en el mérito una victoria que, si el adver-
sario hubiese podido defenderse, sería locura esperar. De las
peligrosas especulaciones a las cuales se prestan en la práctica
judicial los embargos (el conservativo, pero acaso más to-
davía el judicial) se han dado ya brillantes descripciones por
maestros experimentadísimos de estrategia forense ( 6 ), y nada
hay que agregar a tales cuadros. El embargo, de medio cau-
telar, pasa frecuentemente a ser un medio de coacción psico-
lógica, un medio expeditivo, podría decirse, para agarrar al
adversario por el cuello; no sirve (como hipócritamente se
dice) para mantener durante el curso de la litis la igualdad
de las partes y la estabilidad de sus respectivas situaciones
.patrimoniales, sino que sirve, por el contrario, para poner a
una de las partes en condiciones tales de inferioridad, que
se la constriña, antes de decidirse la litis, a pedir merced por
asfixia. Todos los abogados saben que conseguir la obtención
de un embargo significa muy a menudo haber vencido en la
(°) CANDIAN, Incubi sul processo civile, en Terni, 1947, pág. 60;
BIANco, Foro it., 1949,. 1, 490.
EL PROCESO COMO JUEGO
	
283
causa; esto vale especialmente a propósito del embargo judi-
cial. En causa de reivindicación o de división, en que sea
objeto del debate la propiedad de una hacienda o finca rural,
la parte que está en la posesión se encuentra siempre en una
condición de ventaja, pues mientras dura la litis goza de los
frutos del bien discutido y encuentra en él los medios para
hacer frente a los gastos del proceso. También en las causas,
como en la guerra, y por desgracia en toda eventualidad de la
vida, la parte rica, se encuentra siempre en ventaja sobre la
parte pobre: entre el reivindicarte que tiene razón, pero no
tiene la posesión, y el detentador que no tiene razón, pero
entretanto disfruta de las rentas de la propiedad, m'elior e¡st con-
ditio possidentis; de manera que, muy a menudo, quien se bate
para obtener el embargo judicial del bien discutido, tiende
ante todo a quitar a la contraparte las fuentes de donde hasta
entonces extrajo ella los medios para sostener la litis. Pero a
veces los argumentos de coacción psicológica con que el em-
bargante persuade al embargado a que se rinda, son todavía
más irresistibles: está, cuando el bien discutido es una finca
agraria, el temor a que la administración de las fuentes quede
encomendada a un extraño costoso, como puede ser el secues-
tratario, que en ella se instale como dueño y ponga en prác-
tica, para su ventaja, la táctica del tercero entre dos litigantes:
está, cuando el bien discutido es un establecimiento industrial
o una hacienda comercial, la sospecha de que el secuestratario
sorprenda los secretos de fábrica, y, sobre todo, el terror a la
extorsión fiscal... Por eso ocurre muchas veces que el em-
bargado, con tal de no deber sufrir en su hacienda o en su
establecimiento la peligrosa y dispendiosa tortura del custodio
extraño, se ve inducido inmediatamente a pactar: tanto más,
cuando que, si quiere esperar obtener la revocación de ello
por vía judicial, advertiría, a su propia costa, que el embargo
se asemeja a ciertas enfermedades, que para contraerlas basta
.un instante, pero para curarse de ellas pueden no ser sufi-
cientes muchos arios. . .
Por eso, especialmente en los períodos de estancamiento
'pm
284
	
ESTUDIOS SOBRE EL PROCESO CIVIL
judicial, como es el que hoy atravesamos, durante los cuales
las vías ordinarias de la justicia son más lentas y más dis-
pendiosas, la fulgurante estrategia de los secuestros, que ven-
dría a ser algo así como la Blitz-krieg del procedimiento, ha
adquirido una importancia que va mucho más allá de los fines
fisiológicos asignados por el legislador a los institutos cau-
telares.
Todas las reglas de discreción y de buenas costumbres
profesionales, que aconsejan al abogado correcto que no vaya
a hablar con el magistrado sin la presencia de la contraparte,
e imponen al magistrado no tomar en cuenta las razones su-
surradas a él particularmente lejos del control purificador del
contradictorio, parece que caen por tierra en materia de me-
didas cautelares, respecto de las cuales, si es la misma ley la
que permite en ciertos casos concederlas inaudita altera parte
y a base de informaciones sumarias, parece lícito y natural
que el abogado que pide un secuestro, vaya antes a tratar
reservadamente con el presidente, y con toda su buena inte-
ción, a informarle según verdad, ponga sobre todo en evidencia
(según es función del abogado) la parte de verdad que sirve
para apoyar su requerimiento.
La concesión de los secuestros es, también por la suges-
tión personal que el abogado puede hacer jugar sin escrúpulos
en esta materia, una de las funciones judiciales más delicadas;
una de aquellas en que mejor se aprecian el tacto y la sagacidad
del magistrado, que debe ser, antes que jurista, psicólogo.
—Sé cauto en conceder medidas cautelares—, tal debería
ser una de las primeras máximas del buen juez. Sabido es, por
lo demás, que la misma ley, previendo los abusos a que puede
dar lugar la demasiado fácil concesión de los embargos, pre-
dispone, como correctivo de las cautelas, ciertas contracautelas
que, empleadas en el momento oportuno, pueden moderar la
coacción psicológica, ejercida por una medida cautelar dema-
siado violenta, mediante un contrachoque psicológico que sir-
ve para restablecer el equilibrio entre las partes. Es típica a
este fin la función de la "caución" que, por el art. 674, puede
EL PROCESO COMO JUEGO
	
285
imponer el juez al embargante como condición para concederle
el embargo: si ocurre (y puede ocurrir a veces) que el ma-
gistrado, inducido a engaño por las exageradas informaciones
del requirente, haya concedido precipitadamente un embargo
que luego, vista a fondo la causa, reconozca excesivo, la posi-
bilidad de imponer al embargante una caución puede servirle
como remedio para hacer menos dañosa su precipitación ini-
cial. Conozco el caso de un presidente de tribunal que, des-
pués de haber concedido precipitadamente el embargo judicial
de una importante hacienda, se dio cuenta, inmediatamente
después, pero ya demasiado tarde para revocarlo, que había
corrido excesivamente: y entonces, antes de que se ejecutara
el embargo, impuso al embargante el depósito de una caución
de monto superior al valor de la hacienda, creando así, en
remedio de la coacción psicológica constituida a cargo del
embargado por el embargo excesivo, una contrapartida psicoló-
gica más excesiva todavía a su favor, que quitó al embargante
toda veleidad de ponerlo en ejecución.
Todo esto demuestra cómo, para entender de qué modo
juegan en el proceso los delicados mecanismos del sistema
cautelar, no basta leer lo que está escrito en los artículos del
código, sinoque hay que conocer también todas las estrata-
gemas psicológicas con que la práctica se sirve de esas fór-
mulas para conseguir, maniobrando, finalidades sumamente
distintas de las señaladas en las construcciones dogmáticas de
los tratadistas.
8. LA FASE INSTRUCTORIA
Pero este juego de sobreentendidos psicológicos que se
despliegue entre los sujetos del proceso al amparo de los ar-
tículos y que hace del proceso una peripecia mucho más sutil
y proteiforme que los rígidos esquemas que se presentan en
los manuales escolásticos, se hace más cerrado en la fase
instructoria, donde los medios de prueba de que se sirve el
juez para llegar a conocer la verdad de los hechos contra .
286
	
ESTUDIOS SOBRE EL PROCESO CIVIL
	
EL PROCESO COMO JUEGO
	
287
vertidos, son casi siempre empleados de manera menos simple
y menos directa de lo que correspondería a su aparente des-
tino.
Es cierto que en el destino intentado por las leyes, los
medios de prueba son instrumentos para llegar al descubri-
miento de la verdad; y es también exacto que al juez se lo
puede parangonar, como imparcial investigador de la verdad,
con el historiador ( 7 ). Pero en realidad la historia que escribe
el juez, no es simplemente la historia de la verdad, sino que es
más bien la historia (la "crónica deportiva", podríamos decir)
del juego a través del cual una de las partes ha conseguida
hacer triunfar en el proceso, secundum allegata et probata,
su verdad.
Piénsese, por ejemplo, en lo que, entre personas de bien
y de buena fe, parecería que hubiera de ser el procedimiento
probatorio más expeditivo y más natural: a saber, el interro-
gatorio dirigido a la parte contraria con la esperanza de que
ella respondiera lealmente según verdad. En realidad, la parte
adversaria no tiene el deber jurídico de decir la verdad (que
en el proceso no podría ser afirmado sin destruir el derecho
de defensa), y acaso, en un proceso de tipo dispositivo fun-
dado en la distribución de la carga de la prueba, se puede
hasta llegar a dudar si tiene el deber moral de hacerlo. De
todos modos, lo cierto es que en la práctica, quien defiere
un interrogatorio a la contraparte, muy raramente se ve indu-
cido a ello por la esperanza de que responda ella según verdad
con una contra se declaratio: al punto de que, si hubiera que
atenerse a las definiciones dadas por los manuales, que. ven
en el interrogatorio formal, el procedimiento para provocar
del adversario una confesión judicial, habría que concluir que
el interrogatorio es un procedimiento casi inútil, ya que se
sabe desde el comienzo que a esa finalidad casi nunca sirve.
Y, sin embargo, se puede decir que no hay proceso en que
no se vea propuesto por una o la otra parte el interrogatorio
(') Cfr. II giudice e lo storico, en mis Studi, vol. V, págs. 27 y
sigtes.
del adversario: ello ocurre porque también en orden al uso
del interrogatorio se sigue el método del empleo indirecto (la
técnica del contragolpe, que parece traducir al campo psico-
lógico la técnica del juego de la carambola), que tiende a
sacar de ese procedimiento no el resultado probatorio inme-
diato y pleno (confesión) al cual la ley lo preordena, sino
solamente alguna ventaja táctica lateral, que se espera pueda
constituir el pretexto para preparar la admisión de otros me-
dios probatorios más decisivos y directos. Una vieja opinión
(hoy generalmente abandonada) consideraba que en las par-
ciales admisiones contenidas en el acta de interrogatorio, se
podía contemplar el "principio de prueba por escrito" que,
según el art. 1347 del C. c. de 1865 (art. 2724, n. 1, C. c.
vigente), hacía admisible la prueba por testigos también en
los casos en que ordinariamente no se la admitía (8) : ahora
bien, para quien seguía esta opinión, podía ocurrir que el in-
terrogatorio fuese deferido a la contraparte, no con el fin, que
bien sabía inalcanzable, de obtener una inmediata confesión,
sino al objeto indirecto de encontrar en las respuestas nega-
tivas del interrogatorio aquel "principio de prueba", coma
asidero para obtener la admisión de una prueba testifical en
otra forma inadmisible. Incluso más en general se puede decir
que el interrogatorio muchas veces es deferido precisamente
a fin de obtener con él lo contrario de la verdad: si el adver-
sario, para defenderse, niega plenamente la verdad y hay luego ,
modo de hacer comprender al juez, mediante otras pruebas,
aun meramente indiciarias, que sus respuestas han sido enga-
ñosas, también éste es un sistema para llegar indirectamente
al mismo fin al cual hubiera podido llevar directamente una.
inmediata confesión verídica. También los embustes pueden
frecuentemente ayudar, especialmente cuando son demasiada
visibles, a descubrir la verdad: así, cuando el interrogatorio es
propuesto a este fin de inducir al adversario a hacerse abier-
tamente embustero para desmentirlo luego a presencia del.
(8) MORTARA, Comm., III, pág. 560, nota 1.
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juez, cuanto más burdos sean los embustes que diga, tanto
mejor se verá que también en el proceso las mentiras tienen
las piernas cortas.
9. MECANISMO PSICOL0GIC0 DE LA CARGA
Y aquí no podemos menos de recordar la gran ingeniosidad
psicológica con que funciona, en toda la dinámica del proceso,
pero especialmente en la probatoria, aquel mecanismo típico
del liberalismo procesal que es la carga: por medio del cual
la parte es la única responsable de su suerte procesal, y queda
libre para modificar con su propia actividad o para dejar in-
variada a la propia inercia la propia situación jurídica en el
proceso. La parte no tiene el deber jurídico de decir en juicio
la verdad en su propio daño; no tiene la obligación jurídica de
confesar (a fortiori este principio vale en el proceso penal
para defensa del imputado: el principio contrario, afirmado
por los regímenes autoritarios, lleva directamente a la legiti-
mación de la tortura); y no tiene siquiera la obligación jurí-
dica de responder o de mantener ante el juez una conducta
que parezca inspirada en colaboración o sumisión. Pero, sin
embargo, aunque no confiese, el modo con que evita confesar
puede tener su importancia probatoria: la ausencia, el silencio,
el comportamiento perplejo o negativo de la parte, puede en
ciertos casos ser considerado por el juez (custodio, como hemos
dicho, de las reglas del juego) como un argumento de prueba
contra él, con valor sustancialmente similar al de una confe-
sión. La ficta con f essio del art. 232 del C. p. c., el poder que
el juez tiene de sacar consecuencias probatorias de la nega-
tiva de la parte a consentir la inspección (art. 118, penúlt.
ap.), o de las respuestas que las partes hayan dado en el in-
terrogatorio no formal (art. 117), y más en general el princi-
pio según el cual el juez puede "deducir argumentos de
prueba... del comportamiento de dichas partes en el pro-
ceso" (art. 116), son todas ellas disposiciones que, aun dejando
libre a la parte para comportarse como mejor le parezca,
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vinculan, sin embargo, a ciertos comportamientos suyos una
determinada consecuencia: de modo que la parte sabe que,
comportándose de cierta manera, va contra un determinado
riesgo, y se ve, por tanto, inducida a considerar, antes de
establecer su línea de conducta, si conviene a su interés arros-
trarlo o no. De este modo la ley no crea a cargo de la parte
deberes jurídicos que le puedan ser impuestos contra su vo-
luntad, sino que pone frente a su voluntad, en el momento
en que ella va a determinarse, una serie de admoniciones y de
estímulo psicológico en virtud de los cuales puede ocurrir que
la parte se convenza de que es interés suyo el responder según
verdad al interrogatorio, prestarse voluntariamente a las ins-
pecciones ordenadas por el juez y, más en general, tener en el
proceso un comportamiento sumiso y leal: es decir, que se
convenza de que a la larga también en el proceso la honestidad
termina por ser un buen negocio.
No hay necesidad de insistir para demostrar de qué suti-
lezas, de qué matices,de qué sagacidades está hecho este me-
canismo. Se trata, en sustancia, de persuadir al juez, no tanto
de la verdad de los hechos afirmados por la parte, cuanto
de la honestidad y credibilidad de la parte que los afirma:
cuando el art. 116 dice que el juez puede sacar del compor-
tamiento de la parte argumentos de prueba (se entiende no
sólo contra ella, sino también a favor de ella), viene a decir,
en sustancia, que la indagación del juez se desplaza, de la
valoración objetiva e histórica de los hechos, a la subjetiva y
moral de la persona. Si el juez se forma una mala opinión
de un litigante, si comienza a imaginárselo un deshonesto, un
mentiroso o un sofista, su causa está perdida, aunque en reali-
dad sus razones sean fundadas; y viceversa, puede bastar que
el juez llegue a convencerse de la corrección y seriedad de
una parte, para darle sin más la victoria, aunque sus argu-
mentos sean en sí inconcluyentes.
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10. LA VALORACION SUBJETIVA DEL COMPORTAMIENTO
DE LAS PARTES
Todo esto puede ser sumamente peligroso : pues esta va-
loración subjetiva del comportamiento de la parte, a la cual
abre acceso el art. 116, se presta inconscientemente a las in-
fluencias del sentimiento, a las sugerencias de la simpatía, a
las desviaciones de la política, a los imperativos de la religión.
A través del alcance del art. 116, es posible que un juez, en el
contraste entre un rico y un pobre, o entre un ateo y un cre-
yente, dé razón, sin advertirlo, al uno o al otro de ellos, no
por razones objetivas de la causa, sino por la propensión moral
que él experimenta hacia la categoría social a que el uno o el
otro pertenece.
. Se comprende, así, cómo pueda ocurrir que en ciertas con-
tingencias los litigantes o los imputados prefieran, al defensor
serio y experimentado, el abogado de moda, que en virtud del
partido en que milita o de la secta a que pertenece, se considera
más apropiado para ejercer por simpatía una cierta "influencia"
sobre los jueces: y sería de ciegos negar la importancia que
en todas las causas puede ejercer la simpatía que las partes,
o incluso sus defensores, pueden suscitar en torno de sí.
Son por eso malos psicólogos (y, por consiguiente, malos
jugadores de la partida judicial) los abogados que, no sabiendo
renunciar al gusto de poner en ejecución sus exasperantes vir-
tuosismos defensionales o de ostentar en audiencia su superio-
ridad profesional, no advierten que de ese modo hacen un
mal servicio a su cliente, ya que indisponen al juez, y lo lle-
van, sin que él mismo se percate de ello, a considerar bajo
mala luz todas las razones, por más serias y fundadas que
sean, que vienen de aquella parte. ( ¡Por eso los clientes, cuan-
do eligen un defensor, harían bien en precaverse, no sólo de
los demasiado arteros, sino también de los demasiado bravos!)
Por otra parte, parece que el sistema probatorio hubiese
puesto cuidado en tranquilizar la conciencia del juez, inven-
tando diversos expedientes para hacer aparecer como fundada
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en pruebas objetivas la sentencia que en realidad sólo esté
basada en una valoración comparativa de las figuras morales
de los dos competidores. Sabido es que la motivación de la
sentencia, que lógicamente debería nacer como premisa de
la parte dispositiva, muchas veces se la construye después,
como justificación a posteriori de una voluntad ya fijada pre-
cedentemente por motivos morales o sentimentales. También
de las pruebas se puede decir algo similar: muchas veces sir-
ven al juez, no para persuadirlo, sino para revestir de razones
aparentes una persuasión ya formada por otras vías. Ninguna
disposición autoriza al juez a dar razón a una parte solamente
en consideración a la mayor confianza moral que ella haya
sabido inspirarle; pero el juramento supletorio (art. 2736, n.
2) con que el juez elige la parte que, jurando, vencerá la
causa, es un modo indirecto que la ley le ofrece para dar razón
a la parte que moralmente le parezca preferible, aunque a su
favor no haya una prueba del todo convincente. Así el juez,
aunque en esa su preferencia moral haya errado, puede quedar
tranquilo en conciencia; pues a la postre, si la sentencia es
injusta, podrá él pensar que en fin de cuentas la responsabili-
dad no grava sobre él, que invitó a la parte a jurar, sino sobre
la parte que juró en falso (en realidad, la parte invitada por el
juez a jurar, jura siempre; y así en el caso, psicológicamente,
de la taxatio en el juramento de estimación: art. 241).
11. LOS SOBREENTENDIDOS DEL JURAMENTO DECISORIO
Complicados entretelones psicológicos anidan también tras
el juramento decisorio : el cual, no sin razón, ha sido parango-
nado a la tortura, pues la parte invitada a prestarlo se en-
cuentra atenazada, como en una prensa, por la elección que
le es propuesta, entre la derrota y el perjurio. Pero incluso el
que defiere el juramento, se encuentra con que tiene que
resolver problemas psicológicos y morales frecuentemente más
arduos, no sólo porque al deferir el juramento tiene que pre-
ver la posibilidad de que éste le sea a él referido, y de ese
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modo valorar de antemano el riesgo a que se expone de pasar
de torturador a torturado; sino también porque, antes de
deferirlo, debe hacerse cargo del carácter de su adversario,
si es veraz o mentiroso, si es tímido o descarado, si es religioso
o incrédulo, si es culto o iletrado, y en virtud de estos cálculos
suyos tratar de prever cuáles podrán ser sus reacciones frente
a la invitación a jurar. Muchas veces, como todos saben, entre
los distintos elementos que las partes deben tomar en consi-
deración al deferir o al prestar el juramento, está la existencia,
conocida a ambas partes, de un documento que por razones
fiscales no se puede producir abiertamente en juicio, pero que,
si el jurante jura en falso, podrá ser el día de mañana, en el
juicio penal, la prueba de la falsedad del juramento. De este
modo, el que es invitado a jurar, aunque sea un cínico des-
creído, que no tema los rayos con que Júpiter castiga al perju-
ro, queda perplejo ante la idea de aquel documento no regis-
trado, que queda en espera, como una pistola cargada, en la
caja fuerte del adversario: y se ve constreñido, por motivos
terrestres sumamente distintos de los que comúnmente se vin-
culan a la solemnidad y santidad del juramento, a tomar en
serio este medio probatorio, del cual en otra forma, si sólo
estuviesen los rayos del cielo, estaría dispuesto a mofarse.
Pero aquí se entraría en un terreno demasiado vasto y acci-
dentado para explorarlo: el de las deformaciones y perversio-
nes procesales que crecen a la sombra de la "pesadilla fiscal",
de que he tenido ya ocasión de celebrar los grandes méritos ( 9 ).
En el terreno dominado por esa pesadilla, el abuso del
proceso crece y se ramifica, como ciertas yerbas malignas en
terrenos pantanosos; y es precisamente en ese terreno resba-
ladizo donde se ve a los litigantes girar a veces en intermina-
bles evoluciones que los llevan a desviarse de lo que sería el
itinerario más fácil y más breve del proceso normal. Así,
el temor al fisco induce a ciertos litigantes a seguir la táctica de
los contrabandistas en los países fronterizos, los cuales se
(°) Cfr. mi escrito, Il processo sotto l'incubo fiscale, en Stucli,
vol. III, págs. 75 y sigtes.
aventuran fatigosamente por senderos impracticables de mon-
taña en vez de seguir el camino real que sería el camino más
llano y más breve, pero que tiene el defecto de pasar ante los
ojos de los aduaneros.
12. CONCLUSION
Creo que los ejemplos ofrecidos hasta ahora serán más
que suficientes para justificar la asimilación, que es la idea
central de este ensayo, entre el proceso y el juego. Max As-
coli ( lo ) vio una vez en el proceso penal una especie de repre-
sentación sagrada, en la cual, mediante procedimientos tea-
trales, se reconstruye el delito y se lo castiga en efigie; y ésta
es una de las razones por las cualesel pueblo se apasiona con
tanta participación sentimental, que no es solamente curiosi-
dad morbosa, sino a menudo angustia casi religiosa, en el
desenvolvimiento de ciertos procesos penales en los cuales casi
se intuye el símbolo oscuro de la suerte humana, de ese mis-
terioso proceso kafkiano, que termina inexorablemente con la
condena a muerte.
Pero el sentimiento que mueve el proceso civil tiene me-
nos pathos. El encarnizamiento que lleva a los litigantes el
uno contra el otro, en el proceso civil es más a menudo jue-
go que drama; quien tiene práctica en juicios civiles, advierte
que muchas veces la causa por la cual los litigantes continúan
batiéndose, no es ya tanto el bien económico objeto de la dis-
cusión ("señor abogado, no me importa gastar: con tal de que
mi adversario no venza, estoy dispuesto a perder todo mi
patrimonio"), como el puntillo de honra, el amor propio, el es-
píritu de lucha, el empeño por vencer, y acaso los celos, y
acaso la envidia: todos los estímulos, desde los más bajos hasta
los más nobles, que entran en acción en la competición de-
portiva.
La litigiosidad, esa fiebre capaz de devorar los patrimonios
y de hundir en la ruina a las familias, tiene psicológicamente
(10) La interpretazione delle leggi, Roma, 1928.
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muchos puntos de contacto con la locura del jugador de azar.
La originalidad más admirable de los Plaideurs de Racine está
precisamente aquí: en haber sabido expresar esa manía casi
deportiva de litigar en el vacío (una especie de "tifus" judi-
cial), en personajes inolvidables, como el del viejo presidente
Dandin, que después de jubilado no puede menos de juzgar, y
se recomienda desde la ventana a los transeúntes para que,
por caridad, le den alguna cuestión que juzgar; y al final se
contenta con presidir solemnemente el proceso contra el perro
de la casa, culpable de haber dado una dentellada a un capón;
o ,como aquél, más vivo todavía, de la Condesa, que después
de haber pasado toda su vida litigando, se encuentra, a la edad
de sesenta años ("le bel áge pour plaider"), herida por la
enorme injusticia de una sentencia que la inhibe para conti-
nuar pleiteando: y bajo aquel duro golpe, advierte que la
vida se le ha hecho insoportable:
"Mais vivre sans plaider, est-il contentement?"
SUPERVIVENCIA DE LA QUERELLA DE
NULIDAD EN EL PROCESO
CIVIL VIGENTE (*)
SUMARIO: 1. Significado histórico del art. 161 del Código de pro-
cedimiento civil. 2. Supervivencia de la actio nullitatis. 3. La
apelación en función de querella de nulidad. 4. El recurso de
casación en función de querella de nulidad. 5. Si la nulidad
de la sentencia puede ser hecha valer con otros medíos de im-
pugnación. 6. Conclusión.
1. SIGNIFICADO HISTORICO DEL ART. 161 DEL CODIGO
DE PROCEDIMIENTO CIVIL
pqo
Proceso y juego, papel sellado y cartas de baraja... Es
necesario, abogados y jueces, hacer lo imposible para que así,
no sea: y para que verdaderamente el proceso sirva a la justi-
cia. Pero no hay que ignorar que es muy otra la realidad
psicológica, tan sombría incluso cuando parece sonriente, que
llena de tornadiza y turbia inquietud humana las cuadradas
casillas del derecho procesal: cuyo estudio es abstracción es-
téril, si no es también estudio del hombre vivo.
A nadie se le ocurriría, queriendo describir el sistema
de los medios de impugnación hoy vigente, mencionar entre
ellos la querella de nulidad. Es ésta una noción elemental, que
forma parte del bagaje de todo concienzudo estudiante, que
se presenta al examen de procedimiento civil: la querela
nullitatis existía antiguamente en el derecho común; pero hoy,
en las legislaciones modernas, su función ha sido asumida por
otras formas de impugnación más expeditivas y más compren-
sivas, y ella, como medio de impugnación autónomo y distinto,
ha quedado en simple recuerdo histórico.
Esto es exacto, si se mira a las palabras: en ningún ar-
tículo del Código de procedimiento civil se encuentra recordada
la "querella de nulidad": y, sin embargo, si se mira bajo las
palabras, se advierte que ella, aunque no se la mencione ex-
(*) Escrito para los Scritti giuridici in onore di Antonio Scialoja,
vol. IV, Bologna, 1953, págs. 133 y sigtes. Publicado también en Riv.
dir. proc., año VI, 1951, págs. 112 y sigtes.; y en Studi sul processo
civile, vol. VI, Padova, Cedam, 1957, págs. 72-88.
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