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SON	de	la	calle
(Antología	personal)
	
	
	
Edwin	Ulloa
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
Sobre	esta	tumba	otra	rumba
	
(Notas	para	leer	los	cuentos	del	negro	Ulloa)
La	 narrativa	 de	 Edwin	 Ulloa	 tiene,	 por	 lo	 menos,	 tres	 momentos	 que	 coinciden
cronológica,	temática	y	lingüísticamente:	El	primero	se	reconoce	por	ser	coloquial,	de
Guayaquil,	con	personajes	y	 tramas	populares	que	se	fraguaron	antes,	durante	y	poco
después	de	 su	participación	en	el	grupo	Sicoseo	 (a	 fines	de	 los	70s	y	de	 la	dictadura
militar	en	Ecuador).	Es	quizá	el	de	mayor	 fuerza	expresiva	y	 libertad	creadora	o,	por
decirlo	 de	 otra	manera,	 de	 selección	más	 libre	 de	 su	material	 literario.	Allí	 aparecen
voces	 radiales,	 frases	 directas,	 refranes,	 juegos	 verbales,	 historias	marginales	 y	 buen
sentido	de	humor.	El	trópico	es	su	hermosa	y	fragmentaria	luminosidad.
El	 segundo	 momento	 ocurre	 a	 mediados	 de	 los	 80s,	 invadido	 de	 preocupaciones
políticas,	 sobre	 todo	 por	 el	 fin	 de	 los	 ideales	 “revolucionarios”	 y	 el	 aumento	 de	 la
represión	cívico-militar	que	caracterizó	el	gobierno	del	polémico	León	Febres-Cordero
(1984-1988).	En	este	período,	los	cuentos	de	Ulloa	se	vuelven	más	formales	y	sobrios,
a	 ratos	 herméticos,	 oscuros,	 cifrados,	 escritos	 con	 fragmentos	 en	 cursiva	 y	 cruces	 de
voces	que	complican	la	lectura.	El	humor	bullanguero	que	caracterizó	la	primera	etapa
ha	 sido	 sustituido	 por	 la	 introspección	 y	 el	 silencio	 que,	 sin	 embargo,	 se	 preocupa
también	por	los	acontecimientos	sociales	de	su	momento.
El	tercer	período	está	afectado	por	la	experiencia	de	la	inmigración	a	Estados	Unidos.	
Los	cuentos	ocurren	en	California,	mayormente,	y	son	una	búsqueda	del	mundo	de	los	
60s	que	Ulloa	vivió	en	Ecuador,	pero	esta	vez	en	la	cultura	de	la	costa	oeste	de	Estados	
Unidos,	en	la	que	perviven	comunidades	hippies	y	los	que	sufrieron	los	estragos	de	la	
guerra	de	Vietnam	y	el	consumo	masificado	de	drogas.	En	estos	cuentos,	el	narrador	de	
Ulloa	está	distante	a	las	acciones.	Es	decir,	puede	estar	presente,	pero	hay	mucha	
separación	emocional	entre	lo	que	dice	y	las	pasiones	o	sufrimientos	de	los	personajes.	
Son	cuentos	de	corte	decimonónico	con	tono	un	tanto	pedagógico.		Atribuyo	este	
desfase	entre	personaje	y	narración	en	3ra	persona	a	la	imposibilidad	de	volver	a	un	
tiempo	ya	pasado,	en	una	cultura	que	no	es	la	propia	y	en	el	momento	eclipsal	en	que	se	
encuentra	la	generación	del	60.
Paradójicamente,	 mientras	 se	 notan	 diferencias	 entre	 estos	 momentos	 del	 camino
narrativo	de	Ulloa	(aunque	el	autor	empieza	el	 libro	con	los	cuentos	menos	antiguos)
hay	 también	 rasgos	 comunes:	 la	 preocupación	 por	 lo	 social,	 el	 uso	 del	 humor	 (de	 la
apoteosis	a	la	discreción),	los	personajes	marginales	llevados	al	centro	del	escenario	y
el	afán	de	hallar	una	verdad,	una	explicación	a	los	hechos.
Si	 de	 buscar	 afiliaciones	 literarias	 se	 trata,	 se	 puede	 decir	 que	 el	 estilo	 de	 Ulloa
comparte	 lugar	 con	 la	 del	 gran	 Carlos	 Béjar	 Portilla	 (quien	 le	 ha	 dado	 a	 la	 lengua
maravillas	 como	 Tribu	 Sí,	 Simón	 el	 mago,	 Osa	 Mayor,	 Samballah,	 La	 Rosa	 de
Singapur),	en	poesía	con	Fernando	Nieto	Cadena	(en	sus	inolvidables	a	la	muerte	a	la
muerte	a	la	muerte,	de	buenas	a	primeras	y	somos	asunto	de	muchísimas	personas),	o
también	con	Fernando	Artieda,	el	poeta	que	no	siendo	popular	escribió	los	versos	más
populacheros	que	perviven	en	el	gusto	de	muchos	(como	Pueblo,	fantasma	y	clave	en
JJ	 y	 su	 libro	Safa	 cucaracha).	 Hay	muchos	más	 escritores,	 por	 supuesto	 -y	 algunos
aparecen	como	referencias	o	protagonistas	de	los	cuentos-	pero	estos	tres	ecuatorianos
quizá	 sean	 las	 contribuciones	 más	 notorias	 en	 su	 narrativa.	 Ya	 en	 el	 contexto
internacional,	 caben	 todas	 las	 influencias	 posibles	 de	 un	 lector	 dedicado,	mayor,	 con
amplia	experiencia	en	la	vida,	como	fácilmente	se	pueden	rastrear	en	su	libro.
Esta	antología	de	cuentos,	preparada	por	el	mismo	Ulloa,	es	importante	porque	reeditar
los	 textos	 originales	 es	 imposible.	A	 él	 y	 a	 su	 generación,	 como	ya	 es	 costumbre	 en
nuestras	 latitudes,	 las	 instituciones	 literarias	 y	 los	 editores	 le	 quedarán	 debiendo	 esa
gran	deuda.
Por	suerte,		a	este	libro	lo	sigue	una	amena	conversación,	un	disgusto	a	voces,	una	
ronda	de	chistes,	chismes	y	cachos,	buena	música	de	fondo	y	cerveza	bien	helada	
porque	la	rumba	llama	y	el	guaguancó	no	espera.	
Fernando	Itúrburu	(SUNY-Plattsburgh,	NY)
	
	
	
	
	
Polvo	de	Ángel
	
	
	
Nunca	se	sabrá	cómo	hay	que	contar	esto,
si	en	primera	persona	o	en	segunda,
usando	la	tercera	del	plural	o	inventando
continuamente	formas	que	no	servirán	de	nada.
Si	se	pudiera	decir:	yo	vieron	subir	la	luna,
o:	nos	me	duele	el	fondo	de	los
ojos,	y	sobre	todo
así:	tú	la	mujer	rubia	eran	las	nubes	que	siguen
corriendo	delante	de	mi	tus	sus	nuestros
vuestro	sus	rostros.	¡Qué	diablos!
	
Las	Babas	del	diablo
Julio	Cortázar
	
En	Estados	Unidos	llaman	homeless	a	quien	carece	de	fuentes	para	subsistir	y
duerme	en	la	calle	u	hoteles	de	mala	muerte	donde	se	paga	por	noche;	con	este
concepto	miré	diariamente	a	quienes	cruzaban	por	mi	ruta:	ponía	el	auto	en	el
parqueadero	 de	 las	 calles	 Spring	 y	 la	 Sexta	 y	 caminaba	 los	 cuatro	 bloque
siguientes	 a	 las	 7	 y	 45	 de	 la	 mañana.	 Durante	 esta	 fracción	 pude	 conocer
personajes	singulares	del	paisaje	urbano	al	que	uno	suele	acostumbrarse	con	la
familiaridad	 de	 los	 encuentros:	 “Hi	 Joe”,	 “How	 you	 doing”,	 “What´s	 up,
man”.
	
Y	 aun	 cuando	 nos	 identificamos	 en	 la	 confidencia	 política	 y	 deportiva,
siempre	estaba	de	por	medio	una	moneda.	Pero	también	me	ofrecieron	regalos
que	 iban	 desde	 una	 grabadora	 encontrada	 en	 el	 Metro,	 hasta	 un	 reloj	 fino,
posiblemente	 robado;	 siempre	 lo	acepté	y	en	muchos	casos	 induje	a	que	me
consiguieran	algo	más…
	
Siempre	tuve	una	ambición	compulsiva	y	no	he	aprendido	a	controlarla…	Es	
la	que	me	ata	al	negocio	del	periodismo,	a	veces	bien	a	veces	terrible,	nunca	
suficiente	para	arreglar	mi	vida	ni	la		de	los	que	confían	 en	 nosotros,	 por	 eso
buscábamos	el	escándalo,	aun	cuando	el	Diario	tenía	su	código	de	conducta	y
trataba	de	mantenerlo	por	encima	de	nuestras	apetencias.
	
No	me	ha	 ido	mal,	 justamente	 estoy	 tratando	de	 rescatar	 cosas	positivas	del
negocio:	la	convivencia	con	gente	sencilla	y	noble	de	cualquier	lugar	en	donde
he	trabajado.	Por	eso	recuerdo	a	los	homeless	y	su	entorno,	sus	experiencias	y
la	necesidad	casi	microbiana	de	aferrarse	a	la	vida,	cosa	que	no	ocurre	en	otros
sectores	 sociales	 en	 los	 que	 el	 suicidio	 denota	 cansancio	 y	 aversión	 a	 la
existencia;	aquí	se	encuentran	casos	de	muerte	por	alcoholemia	o	sobredosis
de	droga	y	se	podría	pensar	que	el	vicio	y	la	pobreza	los	mata.	Más	no	ocurre
así:	 ingresan	 en	 una	 dimensión	 espiritual,	 casi	 divina,	 poblada	 por	 una
mitología	citadina	poco	visible.
	
No	hago	apología	y	justificación	de	la	miseria,	me	limitaré	a	narrar	los	hechos,
tal	 y	 como	 sucedieron;	 no	de	 la	manera	 con	que	 se	mostraron	 en	 la	 crónica
roja:	 malintencionados,	 faltos	 de	 consistencia,	 poco	 creíbles	 y,	 sobre	 todo,
condenatorios.
	
Mi	encuentro	con	Glen	y	Paula	se	produjo	en	la	comunidad	de	los	hábitos;	ya
lo	dije,	en	la	mañana	o	en	la	tarde,	religiosamente.
	
Cuando	 frecuentamos	 un	 poco	más,	 pude	 saber	 que	 no	 éramos	 extraños:	 la
identidad	 de	 aficiones	 y	 ubicación	 en	 el	 tiempo	 nos	 hizo	 coincidir	 en	 San
Francisco,	cuando	fui	buscando	las	huellas	de	Jack	Kerouac.
	
Glen,	 vikingo	 hiperactivo,	 recorría	 el	 Down	 Town	 desde	 las	 siete	 de	 la
mañana,	 para	 adelantarse	 a	 sus	 semejantes	 en	 la	 recolección	 de	 latas	 de
cerveza	y	soda	arrojados	a	las	aceras	o	recipientes	de	basura.	Hacia	las	diez	se
reunía	con	Paula,	quien	no	soportaba	levantarse	antes	de	esa	hora	y	cuando	lo
hacía,	 inducida	 por	 el	 camarero	 del	 hotel,	 acumulaba	 ese	 genio	 que	 ni	Glen
podía	atemperarlo;	entonces	desayunaban	enNewberry,	antiguo	comedor	muy
popular	situado	dentro	del	almacén,	en	la	Quinta	y	Broadway.
	
A	partir	de	entonces	empezaba	su	rutina:	pedir	dinero	a	los	transeúntes	y	hacer
pequeñas	 labores	 relacionadas	 con	 mensajes	 o	 servicios	 cuando	 se	 rodaba
alguna	película	en	el	área.	Parece	extraño,	pero	esta	era	la	única	acción	que	les
merecía	 respeto	 considerándose	 como	 lo	 hacían,	 parte	 ignorada	 del	 show
Business.
	
La	primera	vez	que	hablamos	sobre	cosas	personales	y	Paula	se	enteró	de	que
yo	 era	 ecuatoriano,	 unimos	 recuerdos	 de	Guayaquil,	 crónica	 diferente	 de	 la
gente	que	ella	y	yo	conocíamos.	Supe	que	salió	de	Ecuador	acusada	de	haber
fundado	una	comunidad	en	la	que	se	rendía	culto	a	la	fertilidad	a	través	de	la
marihuana.	En	realidad	se	trataba	de	una	organización	de	ayuda	al	campesino
que	la	dictadura	rotuló	como	extremista	y	paramilitar.
	
Estuvo	 en	 Santiago	 unos	 días,	 luego	 salió	 para	 México	 donde	 vivían	 unos
chilenos	 que	 administraban	 el	 único	 hostal	 en	 el	 lejano	 balneario	 de	 San
Felipe.	 Después	 marchó	 hacia	 California	 con	 un	 coyote	 que	 pasándola	 se
convirtió	en	marido;	creo	que	no	más	de	seis	meses.
	
En	 San	 Diego	 supo	 que	 los	 españoles	 fundaron	 misiones	 cada	 cincuenta
kilómetros	 a	 lo	 largo	 de	 la	 costa	 californiana	 en	 el	 siglo	 XVI	 y	 decidió
conocerlas,	 siguiendo	 la	 ruta	 que	 indican	 los	 mapas	 viales	 en	 compañía	 de
americanas	 dispuestas	 al	 viaje	 haciendo	 auto	 stop.	 Pasaron	 un	 año	 entre
carreteras	 e	 iglesias:	San	Luis	Capistrano,	Misión	Viejo,	Santa	Bárbara,	San
Luis	Obispo,	San	José	y	por	último	San	Francisco,	cuyo	paisaje	las	hipnotizó
caminando	entre	las	pasarelas	del	Golden	Gate	envuelto	entre	nubes.
	
Paula	estuvo	 trabajando	en	McDonald’s	para	pagar	 la	habitación	compartida
con	sus	compañeras	de	viaje,	después	se	mudó	a	Berkeley	con	intenciones	de
estudiar	en	la	universidad,	más	lo	que	en	el	fondo	siempre	deseó	era	unirse	a	la
vida	 bohemia	 de	 los	 activistas	 y	 hippies	 que	 habían	 puesto	 una	 cortina	 de
humo	en	el	campus.
	
No	pude	ignorar	un	incidente	cuando	conocí	a	Glen:	ella	frecuentaba	“R&B”,
una	barra	gay	en	el	barrio	Castro	del	centro	de	San	Francisco	donde,	pese	a	la
atmósfera	 de	 amor	 y	 paz,	 no	 faltó	 una	 mujer	 enamorada	 que	 soportara	 el
rechazo	de	Paula	y	quiso	poner	su	firma	en	el	 rostro	con	un	pico	de	botella.
Glen	 interpuso	 el	 brazo	 y	 paró	 la	 rúbrica.	 Ha	 sido	 su	 compañero	 desde
entonces.
	
Él	venía	de	Brownsville,	Texas,	a	intercambiar	conocimientos	sobre	el	peyote
con	Timothy	Leary	y	oponer	el	 rito	mágico	de	 los	navajos	a	 la	 ilusión	de	 la
sicodelia.	Para	ello	se	inscribió	en	el	curso	preparatorio	de	Psico-Biología,	en
el	que	estaban	experimentando	clandestinamente	con	LSD.
	
Se	 frustró	 al	 saber	 que	 Carlos	 Castañeda	 fue	 profesor	 invitado	meses	 antes
para	disertar	sobre	sus	experiencias	expuestas	años	después	en	“Viaje	a	Ixtlán”
y	“Las	enseñanzas	de	Don	Juan”;	pero	no	estuvo	mal:	con	Timothy	aprendió	a
manejar	el	lenguaje	críptico	de	los	encantadores	de	serpientes	y	vendedores	de
pomadas	para	dolores	del	alma	que	Leary	utilizaba	habitualmente.	La	acción
iría	mostrando	caminos	ignorados	al	verdadero	conocimiento	y	los	mantendría
ocupados	 en	 conciertos	 de	 rock,	 muestras	 de	 arte	 pop	 y	 sesiones	 de
introspección	con	ácido	lisérgico.
	
Glen	describía	empíricamente	el	perfil	de	la	censura	que	divide	la	conciencia
del	 inconsciente,	 la	 forma	 en	 que	 se	 mezclan	 los	 contenidos	 liberados	 y	 el
triunfo	 de	 la	 verdad	 en	 el	 ser	 humano:	 sentir	 a	 través	 de	 uno	 mismo	 las
particularidades	de	los	objetos.	Me	contó	que	el	libro	de	poemas	de	Yoko	Ono
aborda	 la	 percepción	 extrasensorial	 del	 iniciado:	 cómo	 le	 crecen	 las	 uñas	 o
cómo	germina	el	cabello;	la	constitución	caprichosa	de	los	poros	interiores	de
una	 piedra	 cualquiera	 o	 el	 resplandor	 titilante	 de	 una	 melodía	 que	 jamás
recuerda.
	
Paula	grabó	en	un	fragmento	de	concha	marina	el	estribillo	de	“Light	of	my
fire”	 de	 The	 Doors	 que	 más	 los	 identifica;	 solía	 decir	 que	 ese	 lenguaje
cuneiforme	estampado	es	el	ritmo	y	color	de	la	música.	Él	aún	conserva	en	el
cuello	el	acta	de	unión;	ella	el	tatuaje	de	una	flor	de	cannabis	y	el	nombre	del
autor:	“Glen	Forever”.	Siempre	me	fijo	en	ese	detalle	cuando	 la	encuentro	y
tiene	dispuesto	el	escote.
	
En	Estados	Unidos	había	crecido	el	nivel	de	migraciones	hacía	Berkeley	y	el	
índice	de	peregrinos	a	la	India	que	retornaban	con	emblemas	de	Hare	Krishna,	
el	niño	Dios	de	la	Luz	Divina,	el	Gurú	Dravupada	y	el	hermano	Moon.	Glen	
sintió	que	estaban	reemplazando	a	Timothy	y	se	propuso	averiguarlo	en	los	
folletos	que	habían	inundado	San	Francisco.	Siempre	llegó	al	mismo	punto:	la	
paz	interior	no	se	encuentra	en	labios	de	otro,	está	en	uno	mismo	y	es	lo	que	
estuvieron	haciendo;	por	qué	reemplazarla	entonces	por	el	rostro	bonachón	de	
un	profeta	con	otra	idea	del	mundo	y	la	imagen	distorsionada	del	hombre	que	
vino		a	respaldar	el	boicot	a	la	guerra	del	Viet	Nam,	la	radicalización	de	las	
Panteras	Negras	y	la	fuerza	vital	de	la	inconformidad.	Paula	era	 la	 calle	 que
separaba	la	cordura	de	la	demencia,	y	podrían	estar	pendientes	de	Timothy.
	
Paula	se	dedicó	a	bordar	arpilleras	y	bolsos	con	alucinaciones	para	vender	en
las	 comunidades	 hippies	 de	 Nuevo	 México;	 Glen,	 aprendiz	 de	 guitarrista,
improvisaba	 letras	 recogidas	 del	 alumbramiento	 sicodélico.	 Poco	 a	 poco	 la
casa	fue	atrayendo	gente	que	transmitía	ilusiones	y	pirotecnia	verbal	o	buscaba
experimentar	cosas	nuevas.
	
En	esos	días	la	necesidad	básica	era	algo	alternativo	donde	se	pudiera	escribir,
puesto	 que	 la	 prensa	Underground	 era	 escandalosa	 y	 trivial,	 en	 unos	 casos,
extremista	 y	 provocadora	 en	 otros.	 La	 mayor	 parte	 de	 las	 publicaciones
estaban	recargadas	como	“Melody		Maker”	o	banales	estilo	“Hit	Parader”,	
“Mojo	Navigator”	y	“Crawdady”.	Pero	algo	tenían	en	común:	estaban	
dominados	por	cínicos	e	ignorantes	unidos	por	su	desprecio	a	las	expresiones	
nuevas	de	jóvenes	músicos	y	escritores	que	les	daban	de	comer.
	
Esta	opinión	la	compartíamos	muchos	de	los	recién	llegados,	entre	quienes	se
encontraba	 Jann	 Wenner,	 periodista	 del	 “Daily	 Californian”	 y	 “Sunday
Rampart”,	cuya	pasión	y	agresividad	capturaba	adeptos	a	sus	ideas.	El	asunto
tal	y	como	lo	planteó	tenía	fuerza:	crear	una	revista	que	pudiera	congregar	un
grupo	básico	profundamente	ligado	a	los	nuevos	sonidos	que	se	deslizaban	por
las	calles	de	San	Francisco.
	
A	fines	de	agosto	de	1967,	invitó	a	cenar	a	varios	de	sus	amigos:	Baron	
Colman,		notable	fotógrafo,	inducido	por	Wenner	para	discutir	la	publicación	
sobre	rock.	Allí	estuvieron	Glen	y	Paula,	con	todo	el	ímpetu	y	las	ganas	de	
vivir	para	construirse	un	espacio	lógico	y	propio.	Entonces	cómo	olvidar	a	ese	
nórdico	enorme	que	pasó	la	noche	cantando	blues	–a	pedido	del	crítico	de	jazz	
Ralph	J.	Gleason,	mi	vecino	en	aquella	época-	recostado	en	las	piernas	de	una	
esbelta	sudamericana.	
	
No	puedo	asegurar	si	nuestra	adhesión	se	produjo	en	un	rapto	de	conciencia,	lo
cierto	 es	 que	 Michael	 Lydon	 ya	 ebrio,	 decidió	 secundar	 la	 idea	 y	 propuso
escribir	 en	 una	 hoja	 de	 papel	 nombre	 y	 significado.	Wenner	 ya	 tenía	 en	 su
cabeza	 todo	 el	 esquema	 y	 ocurrió	 que	 al	 final	 de	 la	 eliminación	 solamente
quedaron	tres	nombres	unidos	por	el	destino:	“Rolling	Stone”.	Gleason	había
recordado	el	viejo	blues	de	Muddy	Waters;	Lydon	el	poema	de	Bob	Dylan	y
Wolman	 al	 grupo	 británico.	 En	 los	 días	 siguientes	 lograron	 reunir	 siete	mil
quinientos	 dólares	 con	 los	 que	 empezó	 la	 publicación	 semanal.	 En	 octubre
apareció	el	primer	número	en	cuya	portada	estaba	John	Lenon.
	
Para	los	siguientes	lanzamientos	se	interesaron	en	colaborar	gente	como	Greil
Marcus.	Ed	Ward.	Lester	Bangs,	Bud	Scoppa,	Jonathan	Cott,	Grez	Show,	entre
otros.
	
Atacada	por	el	virus	Stoniano	contraído	en	Frisco,	Paula	compró	un	pequeño
almacén	de	discos	y	revistas	en	TelegraphAvenue,	la	principal	y	más	loca	vía
de	Berkeley	que	nace	en	el	campus.
	
A	 veces	 solía	 reunirse	 con	 ella	 Janis	 Joplin,	 cuyo	 rápido	 ascenso	 como
cantante	y	muerte	prematura	vino	a	complicar	 la	existencia	de	mis	amigos	y
destruyó	 la	 fe	 en	 la	 transmigración	ácida:	nadie	muere,	 solo	 se	 trasforma	en
fuego	 de	 energía,	mezcla	 de	 agua,	 aire	 y	 colores	 básicos	 del	 arco	 iris.	 Pero
había	 algo	 más	 en	 la	 suerte	que	en	las	palabras:	la	ausencia	física	y	su	
fantasma;	cuerpos	mutilados	o	caídos	en	tierras	extrañas;	el	horror	en	forma	de	
aceite	derramado	en	Haigh-Ashbury	ante	la	escasez	de	droga;	cuerpos	
disecados	por	las	química	sicodélica	expuestos	al	sol	de	California,	la	
indolencia	de	los	que	empezaron	su	carrera		ascendente	a	millonarios,	como	
Wenner,	extendiendo	la	mano	izquierda	temblorosa	a	quienes	depositaron	su	
confianza	y	la	derecha	para	acariciar	billetes	y	saludar	con	la	fuerza	del	orden.	
Business	are	business,	That	is	the	question.
	
Por	 esos	 días,	 la	 justicia	 americana,	 luego	 de	 una	 batalla	 de	 cuatro	 años,
consiguió	la	deportación	de	Sally	Croft	y	Susan	Hagan,	dos	mujeres	británicas
que	 en	 su	 tiempo	 ocuparon	 altos	 cargos	 en	 la	 organización	 dirigida	 por
Bhagwan	Shree	Rajneesh.	Las	condenaron	a	cinco	años	de	cárcel,	acusadas	de
participar	en	una	conspiración	para	asesinar	al	fiscal	federal	de	Oregon.
	
En	esta	ciudad	habían	instalado	la	urbe	de	Rajneeshpuram	y	una	colonia	social
alternativa	que	caracterizó	a	los	años	sesenta,	pero	también	un	pulpo	que	tenía
un	 brazo	 financiero	 en	 Londres	 y	 los	 demás	 sobre	 la	 “Rajneesh	 Investment
Corporation”,	compañía	inmobiliaria	que	movía	millones	de	dólares.
Paula	y	Glen	se	convirtieron	en	difusores	de	las	bondades	de	la	ciudad/ashram
y	migraron	a	la	enorme	finca	localizada	en	Oregon.	Con	ellos	fueron	miles	de
seguidores	 de	 Rajneesh	 que	 se	 instalaron	 en	 “Muddy	 Ranch”,	 cercano	 al
pueblo	de	Antílope,	de	apenas	47	habitantes.
	
Paula,	con	la	experiencia	vivida	en	Brasil	hace	pocos	años,	le	dijo	a	Glen	a	los
pocos	días	que	sentía	que	estaba	viviendo	en	un	estado	policiaco.	Aseguraba
que	 fueron	manipulados	 e	 incluso	 envenenados.	Glen	no	 le	dio	 importancia,
sin	 embargo	 ellos	 formaban	 parte	 de	 los	 doscientos	 “sannyassin”	 que
construían	 la	 élite	 del	 movimiento.	 Este	 hecho,	 posiblemente,	 los	 indujo	 a
minimizar	 las	 sospechas	 a	 cambio	 de	 los	 deseos	 de	 formar	 parte	 de	 una
pequeña	 y	 autosuficiente	 comunidad	 pionera	 en	 agricultura	 ecológica,
matizada	con	el	misticismo	oriental	trasplantado,	y	el	sexo	indiscriminado	que
tanto	fascinaba	a	Paula	y	movía	los	celos	anglosajones	de	Glen.
	
Al	 margen	 de	 estos	 detalles	 que	 siempre	 acompañaron	 a	 mis	 amigos,
prefirieron	 dedicar	 toda	 la	 energía	 para	 sumarse	 a	 los	 constructores	 de	 la
ciudad.
	
Sin	embargo,	el	símbolo	de	amor	y	paz	se	transformó	de	repente	en	el	de	los
flamantes	Rolls	Royce	que	constituyeron	un	espectáculo	sobrepuesto	sobre	la
modestia	 que	 debería	 cubrir	 a	 los	 miembros	 de	 la	 colonia.	 El	 desencanto
empezó	a	mirar	la	sinceridad	de	los	actos	de	los	fundamentalistas	que	vinieron
de	 todos	 los	 rincones	 del	 mundo	 en	 busca	 de	 la	 realización	 espiritual.	 La
presencia	 de	 una	 escolta	 fuertemente	 armada	 y	 hasta	 un	 helicóptero	 de
combate,	invirtieron	el	proceso	de	afianzamiento	de	la	fe.
	
Los	 comentarios	 en	 voz	 baja	 se	 convirtieron	 en	 reclamo	 airado	 cuando	 los
“rajneeshsis”	 les	 comunicaron	 que	 era	 necesaria	 una	 mayor	 expansión	 y	 la
necesidad	 de	 que	 la	 comunidad	 fuera	 reconocida	 como	 ciudad	 capaz	 de
dotarse	 de	 sus	 propias	 regulaciones.	 Estas	 metas	 las	 consiguieron	 en	 las
elecciones	y	tomaron	el	control	del	ayuntamiento.
	
Cuando	la	investigación	policial	llegó	a	las	puertas	de	la	colonia,	Glen	y	Paula
habían	fugado,	pocos	días	antes	de	que	Rajneesh	fuera	expulsado	del	país.	A
quienes	 capturaron	 les	 cayó	 todo	 el	 peso	 de	 la	 ley	 y	 fueron	 acusados	 de
instaurar	 como	 policía	 de	 seguridad	 a	 las	 escuelas	 ilegales,	 provocar
intoxicaciones	 masivas,	 promiscuidad	 sexual	 y,	 sobre	 todo,	 de	 comprar	 91
Rolls	Royce	para	su	gurú.
	
De	 vuelta	 en	 San	 Francisco,	 Glen,	 impresionable	 al	 menor	 contacto	 con	 la
irrealidad,	 estuvo	 dando	 vueltas	 con	 la	 frustrada	 experiencia:	 no	 había	 sido
fácil	llegar	hasta	ese	lugar	y	alguien	lo	echó	a	perder.	El	asunto	era	recluirse	en
otra	comunidad	hippie	o	dejarlo	todo,	aun	cuando	esto	significara	abandonar	el
camino.
	
Optó	por	decidirlo	con	Paula,	aun	cuando	la	torpeza,	ingenuidad,	y	necesidad
de	sobrevivencia,	en	corto	tiempo	los	transformó	en	vendedores	de	heroína	y
anfetaminas.
	
Nunca	quedó	 claro	 si	 buscaban	 independencia,	 en	 relación	 con	 la	 actitud	de
los	comerciantes	del	nuevo	sistema	o	el	desencanto	se	apoderó	de	sus	almas.
La	 construcción	 duró	 lo	 que	 una	 travesura	 infantil.	 Los	 dos,	 a	 más	 de
arruinarse	 con	 agujas,	 brazos,	 genitales,	 incluso	 venas	 detrás	 de	 la	 lengua,
engrosaron	 el	 ejército	 paranoico	 dispuesto	 a	 todo	 con	 tal	 de	 conseguir	 un
gramo	de	polvo.
	
Paula	 me	 confesó	 haberse	 prostituido	 con	 anuencia	 de	 Glen	 para	 saciar	 la
angustia	 que	 sigue	 al	 descenso	 del	 vuelo.	 A	 ellos,	 como	 a	 muchos	 otros,
tuvieron	 que	 recogerlos	 en	 el	 interior	 de	 habitaciones	 oscuras,	 afectados	 de
pánico	y	tuberculosis.
	
No	 sé	 cuánto	 estuvieron	 hospitalizados,	 me	 han	 contado	 que	 perdieron	 la
noción	del	 tiempo.	Luego	Paula,	aferrándose	a	 la	vida	dejó	la	dependencia	y
procuró	cuidar	a	Glen	a	quien	visitaba	diariamente	para	asearlo	y	reconstruir
fragmentos	de	la	calle.
	
Mientras	 tanto,	 dormía	 en	 el	 Ejército	 de	 Salvación	 y	 se	 alimentaba	 con	 la
esperanza	de	curarse	definitivamente	para	ayudar	a	Glen.	Nunca	pudo	recobrar
la	figura	y	conserva	hasta	hoy	el	cuerpo	flácido	y	seco	de	los	drogadictos;	esta
imagen	 la	 reconoce	 cualquiera	 en	 capacidad	 de	 emplear	 a	 una	 persona
afectada,	 así	 que	 tuvo	que	dedicarse	 a	 pedir	 caridad	y	 reciclar	 basura,	 única
acción	sensata	que	le	permitió	ahorrar	unos	cuantos	dólares.
	
Cuando	salió	Glen	de	la	paranoia	fueron	a	vivir	a	Oakland,	ciudad	separada	de
San	Francisco	por	un	puente,	en	un	ghetto	apacible	lleno	de	gente	que	salió	de
la	meditación,	olor	a	incienso,	drogas	fuertes	y	ácidas,	que	habían	descubierto
la	paz	en	el	hachish.
	
En	otras	palabras,	volvieron	a	 empezar;	 sin	 embargo	 las	obligaciones	 con	el
grupo	 fueron	 rígidas:	 cada	uno	era	 responsable	de	 la	 seguridad	del	clan	y	 la
producción	para	el	consumo	diario;	nada	debía	faltar	en	el	santuario	primitivo.
	
Aquí	 aprendieron	 a	 leer	 con	 disciplina;	 todos	 estaban	 interesados	 en	 la
“Utopía”	 de	 Tomás	 Moro	 y	 “La	 Isla	 del	 Sol”	 de	 Tomás	 Campanella;	 allí
encontraron	el	método	y	la	vía	para	acceder	al	mundo	feliz	de	Aldous	Huxley
y	 la	 realización	 espiritual.	 Quisieron	 conocer	 las	 alturas	 de	 Machu	 Picchu,
donde,	probablemente	se	encontraba	la	tierra	de	la	ambrosía.
	
Alguna	vez	pregunté	ingenuamente	en	mi	país	que	entienden	por	ambrosía	y
Carlos	Béjar,	con	la	seguridad	de	un	ornitólogo,	respondió:	“…es	la	saliva	que
se	 queda	 en	 el	 pico	 al	 colibrí	 después	 de	 haber	 escanciado	 el	 néctar	 de	 las
rosas	rojas;	pero	tienen	que	ser	rojas,	loco”.
	
El	viaje	que	emprenderían	para	comprobar	si	era	cierto	aquello	del	Alto	Perú,
fue	parte	de	la	diáspora	que	ocasionó	el	agotamiento	del	continuo	peregrinaje
urbano	 y	 la	 desconfianza	 en	 sus	 acciones,	 mezcla	 de	 activismo	 político,
contracultura	y	pánico.	La	decisión	no	fue	un	acto	deliberado	ni	otra	prueba	de
resistencia	a	lo	que	pudiera	venir,	esta	vez	era	la	voz	de	la	vida,	el	llamado	de
los	antepasados,	el	mensaje	de	la	tribu	y	la	recuperación	del	fuego	ceremonial.
	
Los	nuevos	templarios	marcharon	al	sur	y	fueron	descubriendo	fronteras	de	un
mundo	 antiguo	 y	 oculto,	 erguido	 detrás	 de	 los	 intereses	 estratégicos	 de	 la
metrópoli	 y	menos“Banana	Republic”	de	 lo	que	 se	 les	había	 enseñado.	Por
supuesto	 que	 Glen	 y	 Paula	 no	 lo	 ignoraban	 y	 prefirieron	 volar	 primero	 a
Ecuador.
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
II
	
	
“Deja	 vu”,	 fenómeno	 de	 lo	 “Ya	 visto”,	 intromisión	 del	 inconsciente	 en	 el
sueño	pacífico	y	 conciliador	de	nuestras	 funciones,	 está	 escrito	 en	 la	 revista
“América”,	material	de	lectura	puesto	en	los	asientos	del	avión.
	
Glen	 no	 entiende	 la	 sensación	 de	 que	 son	 desagradables	 a	 la	 tripulación	 y
pasajeros	elegantes…	hombres	y	mujeres	de	negocios,	tal	vez.	No	huelen	mal,
piensa	 él,	 Paula	 tiene	manía	 con	 el	 aseo	 personal	 y	 esta	mañana	 se	 puso	 la
mejor	 ropa.	 Ella	 viste	 un	 pareo	 de	 colores	 vivos	 y	 una	 blusa	 tejida	 que	 le
regalaron	en	Oregon.	El	 cabello	 lo	 tiene	 sostenido	 con	un	 cintillo	 tejido	por
Glen.	La	señora	sentada	junto	a	ellos	se	siente	molesta	y	cada	vez	que	puede
los	apuñala	con	la	mirada;	ha	decidido	no	hablar	ni	responder	las	preguntas	de
Paula.
	
Glen	está	incomodo,	los	asientos	son	pequeños	y	ha	cambiado	dos	veces	a	la
ventana	y	al	pasillo.	Con	una	cerveza	Heineken	en	las	manos	se	siente	inmune
a	los	demás.
	
La	 voz	 de	 la	 cabinera	 anuncia	 el	 descenso	 a	 la	 ciudad	 de	México,	 primera
escala	del	viaje.	El	temor	los	bloquea,	las	manos	sudan,	Paula	se	sumerge	en	el
agua	mansa	de	los	ojos	de	Glen	y	busca	en	las	profundidades	la	paz	que	sale	al
encuentro.	Glen	es	muy	dado	a	maldecir,	en	su	forma	domestica	de	admirarse
de	 las	 cosas	 y	 mantener	 diálogo	 con	 sí	 mismo.	 Mentalmente	 inquiere;	 el
mecanismo	 de	 defensa	 le	 responde	 y	 escupe	 una	 de	 las	 tres	 más	 usadas
expresiones	de	su	repertorio.	Hecho	esto	masculla	“oh	gosh”	y	se	introduce	en
su	 propio	 océano.	 El	 tiempo	 ha	 eliminado	 las	 palabras	 en	 la	 relación;	 estoy
seguro	que	se	entienden	 telepáticamente,	 siempre	y	cuando	Paula	no	esté	de
mal	 humor,	 entonces	 no	 para	 de	 hablar	 y	 persigue	 al	 pobre	 Glen	 hasta
agotarse;	 pero	usualmente	 es	 toda	 ternura,	 silenciosa,	maternal	 cuando	ve	 al
gringo	enorme,	asustado	y	tímido.
	
El	 personal	 de	 reposición	 y	 servicios	 entra	 para	 sacar	 basura,	 restos	 de
alimentos,	antes	de	la	brigada	antinarcóticos	donde	las	estrellas	son	los	canes,
no	sus	conductores.	Se	ensañan	con	mis	amigos:	los	obligan	a	ponerse	de	pie	y
abrir	su	pequeño	equipaje;	los	perros	también	exageran,	los	miran	fijamente	y
huelen	una	y	otra	vez,	como	si	estuvieran	convencidos	de	su	naturaleza.	Muy	a
su	pesar	abandonan	la	misión	en	complicidad	de	pasajeros	muy	poco	seguros
del	 examen	 realizado	 y	 en	 espera	 que	 alguien	 los	 secunde	 frente	 a	 los
indeseables.
	
Minutos	después	los	invade	una	sensación	de	bienestar	que	se	desplaza	entre
el	 azul	 del	 crepúsculo	 y	 el	 telón	 salpicado	 de	 luz	 blanca	 que	 empieza	 a
desplegarse	por	el	este;	por	el	oeste	apenas	se	distingue	el	chisporroteo	del	Sol
ya	casi	derretido	en	el	firmamento.	Ahora	duermen	plácidamente	acariciados
por	el	suave	ronroneo	del	avión	en	velocidad	de	crucero.
	
La	 nave	 rueda	 en	 el	 carril	 de	 la	 pista	 del	 aeropuerto	 Simón	 Bolívar	 de
Guayaquil	 y	 parece	 que	 el	 alma	 hubiera	 vuelto	 al	 cuerpo	 de	Glen	 y	 tomara
posesión	 apartando	 lo	 inútil,	 lo	 medianamente	 cobarde	 arrinconado	 en	 las
oscuridades	del	interior.
	
Ellos	 no	 tienen	 la	 necesidad	 de	 otros	 que	 se	 dejan	 acompañar	 por	 el
“equipaje”;	ellos	más	bien	llevan	su	casa	en	las	espaldas,	como	caracoles:	una
mochila	cada	uno;	eso	es	todo	lo	que	los	compromete	con	el	mundo.
	
Paula	 vivió	 a	 comienzos	 de	 los	 60	 en	 Guayaquil,	 cuando	 la	 mitad	 de	 los
jóvenes	 de	 la	 ciudad	 empezó	 a	 cultivar	 valores	 “Light”,	 veían	 a	 la	 familia
como	 un	 hotel	 de	 cinco	 estrellas	 y	 a	 Miami	 como	 el	 destino	 final	 para
conseguir	 la	 felicidad.	 La	 otra	 estaba	 compuesta	 por	 estudiantes	 que
prefirieron	mutar	hacia	un	alma	americanista	al	ritmo	de	los	Beatles,	bajo	las
consignas	del	socialismo	revolucionario	y	las	protestas	de	París,	en	mayo	del
68.	José	Joaquín	Bejarano	decía:	“nosotros	somos	marxistas-lenonistas”.
	
Ella	 se	 adoptaba	 más	 a	 la	 lógica	 de	 los	 segundos	 y	 a	 la	 de	 su	 compañero
ecuatoriano,	un	guerrillero	nostálgico	del	Toachi.	Cuando	buscó	a	 los	viejos
camaradas	 se	 preguntó	 una	 y	 otra	 vez:	 ¿qué	 fue	 de	 aquellas	 ansias	 de	 amor
universal	y	de	cambiar	el	mundo?	Manuel	Mejía,	el	Gordo	Carreño,	Nicolás
Belucci,	Juan	Villafuerte	estaban	viviendo	en	Francia	y	España.
	
Los	únicos	a	quienes	 localizó	se	habían	anclado	en	el	 sueño	de	Oriente	y	se
convirtieron	 en	 hippies:	 Carlos	 Béjar	 Portilla,	 Hipólito	 Alvarado,	 Alfredo
Catán,	Daniel	Kraglievich,	Fernando	Artieda,	Hernán	Zúñiga,	el	joven	Héctor
Napolitano,	 hoy	 “el	 viejo	 Napo”,	 y	 todos	 los	 que,	 de	 alguna	 manera,	 se
detenían	un	tiempo	en	Guayaquil	antes	de	enrumbar	hacia	Europa.	Los	íconos
seguían	siendo	Jack	Kerouac,	Antonio	Lafurcade	(sobre	todo	el	de	“Palomita
blanca”),	Dylan	Thomas,	Julio	Cortázar	y	la	magia	pictórica	que	trajo	Enrique
Tábara	de	Barcelona.
	
Carlos	Béjar	compartió	con	Paula	el	viaje	místico	que	 realizó	a	 la	 India	con
Alfredo	Catán	y	los	percances	en	Marruecos	para	sacar	una	pequeña	cantidad
de	Hachis.	¿Qué	fueron	a	buscar	en	ese	lugar	y	qué	quedaba	de	todo	aquello?,
fue	 la	 pregunta	 que	 repitió	 dos	 veces	 Paula,	 consiente	 de	 su	 experiencia	 y
frustración	en	Oregon.	Inicialmente,	según	Alfredo	Catán,	querían	absorber	la
energía	de	Rishikesh,	la	ciudad	más	santa	de	India;	el	lugar	donde	lo	Beatles
se	 reunieron	con	el	gurú	Maharashi	Mahesh	Yogi.	Glen	 les	dijo	que	 fue	una
pérdida	de	 tiempo	pues	meterse	con	Mia	Farrow	les	disgustó	a	 los	Beatles	y
desenmascararon	al	santón.
	
Carlos	Béjar	 los	 hospedó	 en	 su	 casa,	 pues	 tenía	 la	 costumbre	 de	 adornar	 su
boutique	–la	más	loca	y	el	paradero	de	todas	las	personas	que	andaban	en	algo
(música	 pesada,	 marihuana,	 y	 amor	 libre)-	 con	 extranjeros	 rubios	 y	 de
apariencia	 extravagante.	 Glen	 y	 Paula	 se	 sumaron	 a	 dos	 argentinos	 que
atendían	el	almacén	por	las	tardes,	a	tres	chilenos	(Anita,	Quico	y	Jean	Paul)
que	llegaron	en	el	Surya	Varuna,	un	colorido	velero	que	acoderó	en	el	Yacht
Club	del	río	Guayas,	y	atendían	por	la	noche.
	
En	 esa	 embarcación	 bordearon	 el	 perfil	 costero,	 recolectando	 percebes	 y
espóndilus,	 en	 una	 prolongada	 ceremonia	 que	 reproducía	 los	 rituales	 de	 los
habitantes	de	Valdivia	en	la	búsqueda	del	sustento.
	
En	la	Isla	de	la	Plata	anclaron	para	conocer	a	un	místico	griego	que	tenía	en	la
parte	baja	del	acantilado	un	 letrero	que	ofrecía	“Por	5.000	sucres,	el	camino
más	 rápido	 hacia	 la	 madre	 tierra”.	 Allí	 lo	 encontraron,	 para	 su	 sorpresa,	 a
Carlos	el	brasileño,	recibiendo	un	curso	de	perfeccionamiento	yoga.
	
Paula	lo	conoció	en	Rio	de	Janeiro	de	sobra	y	previno	a	todos	sobre	los	“ojos
del	maligno”.	Carlos	peleó	en	la	guerrilla	de	Mariguela	en	Brasil	y	su	pasión
por	 la	 marihuana	 contribuía	 a	 que	 los	 ojos	 estuvieran	 permanentemente
enrojecidos	y	cansados.
	
Era	ya	tarde	cuando	decidieron	desembarcar	en	Montañita.	En	ese	lugar	tenía
Carlos	Béjar	 su	 casa	 de	 playa,	 dedicada	 a	 la	meditación	 y	 a	 las	 enseñanzas
hinduistas	 que	 las	 dirigía	 Alfredo	 Catán.	 Paula	 y	 Glen	 discutieron
furiosamente	 sobre	 la	 falsedad	 de	 los	 mitos	 construidos	 alrededor	 de	 los
gurúes.
	
Y	 contaron	 su	 experiencia	 en	 Oregon.	 A	 Carlos	 el	 brasileño	 le	 había
intoxicado	la	caipirinha	que	preparó	y	discutió	con	Paula	más	allá	del	dogma	y
le	reclamó	por	haberlo	abandonado	en	Río	de	Janeiro.
	
Glen	paró	la	discusión	y	salió	con	ella,	decidido	a	regresar	en	el	primer	vuelo	a
California.
	
	
	
	
	
	
	
III
	
Glen	era	un	gringo	superado	en	temas	de	pareja,	por	eso,	cuando	estuvieron	en
California,	 disipó	 los	 temores	 de	 Paula	 sobre	 la	 resaca	 de	 la	 discusión	 con
Carlos	el	brasileño.	Esta	vez	se	instalaron	en	Hollywood,	en	un	hotel	del	día,
generalmente	 habitado	 por	 drogadictos	 ytodo	 aquel	 que	 pudiera	 reunir	 el
costo	diario	de	la	habitación.
	
Estaban	a	medio	bloque	de	Sunset	Street	y	Vine,	donde	empezaba	la	vida	loca
que	 tanto	 los	 atraía.	 Blaze,	 un	 amigo	 de	 la	 pareja,	 compartió	 con	 ellos	 el
negocio	de	la	venta	de	los	mapas	de	los	ricos	y	famosos.	Por	esa	época,	en	el
boulevard	 Hollywood	 estaba	 entrando	 con	 fuerza	 el	 consumo	 de	 drogas
sintéticas	como	éxtasis	y	el	PCP	o	polvo	de	Ángel,	una	verdadera	explosión
social	en	las	discotecas	de	todo	orden.	Este	diseño	químico,	también	llamado
trip	 espiritual	 los	 cautivó	y,	para	 consumirla	 con	 regularidad,	 se	dedicaron	a
revenderla.
	
El	dueño	del	hotel	de	mala	muerte,	un	judío	especialista	en	quebrar	negocios
prósperos,	 les	 aconsejó	 que	 no	 se	 esclavizaran,	 pues	 las	 depresiones	 y	 el
insomnio	los	puede	llevar	a	la	muerte.	Según	él,	fue	inventada	en	Alemania	en
1898	como	metoximetileno	dióxido-anfetamina	(mda)	y	los	laboratorios	Merk
la	 comercializaron	 en	 1914	 para	 aplacar	 el	 hambre.	 El	 testimonio	 de	 un
hermano	 que	 se	 suicidó	 después	 de	 la	 Primera	 Guerra	 Mundial	 le	 puso
dramatismo	 al	 relato,	 además	 de	 que	 los	 nazis	 la	 suministraron	 a	 los
socorristas	y	batallones	de	choque	durante	 los	bombardeos	de	 los	aliados	en
Berlín.
	
En	las	calles	de	Hollywood	se	la	conocía	con	los	nombres	de	Mellow	drug	of
America	 y	 Speed	 for	 Lovers,	 nombres	 con	 los	 que	 la	 demanda	 para	 las
famosas	“parties	yuppis”	era	el	enganche	para	mejorar	la	situación	de	nuestros
amigos.	 Sin	 embargo	 la	 mezcla	 de	 cocaína,	 muy	 de	 moda	 en	 las	 colinas
habitadas	por	el	jet	set	financiero	y	cinematográfico	los	aceleró,	al	extremo	de
pasar	 de	 la	 euforia	 a	 la	 abulia	 para	 reconocerse	 como	 potenciales	 dementes
que	empezaron	agrediéndose	verbalmente	y	terminaron	hiriéndose	en	la	parte
que	 más	 consideraban	 el	 eslabón	 necesario	 para	 mantener	 una	 relación	 de
pareja.
	
Para	 entonces	 se	 habían	mudado	 a	 la	 pequeña	 casa	 en	West	Hollywood	que
arrendaban	 dos	 hippies	 de	 San	 Francisco:	Blaze	 y	 Sheila,	 su	 esposa,	 con	 el
ofrecimiento	de	compartir	gastos.	Las	reglas	estaban	implícitas:	hay	que	evitar
los	 excesos	 por	 respeto	 al	 pequeño	 Joey,	 hijo	 de	 cinco	 años	 y	 piedra
ceremonial	de	una	pareja	que	luchaba	por	alejarse	del	consumo	de	drogas.	De
hecho,	preferían	venderla	para	ahorrar	y	emigrar	a	Montana	para	terminar	de
criarlo.	Otra	de	 las	 recomendaciones	estaba	relacionada	con	el	consumo	y	el
negocio:	 por	 ningún	 concepto	 debía	 enterarse	 el	 niño	de	 las	 actividades	 que
realizaban,	por	lo	que	estaba	vetado	drogarse	y	permanecer	en	casa,	así	como
tener	a	buen	recaudo	los	alijos	de	droga.
	
Quién	entiende	a	Paula,	repetía	fastidiado	Glen,	cuando	arreciaron	las	ofensas.
Uno	 de	 los	 dos	 por	 lo	 general	 no	 dormía	 en	 la	 casa	 y	 volvía	 para	 hacer	 un
recambio	 de	 dinero	 por	 éxtasis.	 A	 veces	 se	 encontraban	 en	 algunas	 de	 las
barras	que	frecuentaban	y	volvía	la	armonía	para	probar	de	nuevo	que	seguían
siendo	 inmunes	 al	 olvido.	 En	 esos	 péquelos	 espacios	 de	 afecto	 se	 daban
tiempo	para	acompañar	al	cine	a	Joey	y	comer	una	pizza.	La	relación	con	el
pequeño	 era	 intensa	 y	 compensaba,	 de	 alguna	 manera,	 la	 imposibilidad	 de
procrear	 de	 Paula	 por	 la	 secuencia	 de	 abortos.	 Glen	 se	 identificaba	 con	 el
pequeño	y	lo	trataba	como	si	fuera	suyo	y,	de	alguna	manera,	lo	sentía	suyo.
	
En	un	momento	de	lucidez	hicieron	un	paréntesis	a	la	vorágine	del	consumo	y
prometieron	no	discutir,	en	homenaje	a	Joey	por	su	salud,	sobre	todo	porque	al
pequeño	le	disgustaba	esa	guerra	verbal	entre	dos	colosos	a	 los	que	se	había
acostumbrado	y	los	sentía	parte	de	él.
	
Paula	estaba	convencida	de	que	el	pequeño	era	un	Ángel	que	cuidaba	de	ellos
y	se	 lo	contó	a	Glen,	por	 lo	que	 las	salidas	con	él	eran	más	frecuentes,	unas
veces	con	Blaze	y	Sheila,	otras	únicamente	los	tres.	Lo	llevaron	a	conocer	las
playas	de	Venice	y	Santa	Mónica.	En	este	paréntesis	la	racionalidad	redujeron
el	consumo	de	éxtasis	y	PCP	a	los	fines	de	semana	para	dedicarse	con	mayor
fuerza	a	la	venta	y	el	ahorro	que	les	permitiría	adoptar	a	un	niño.	La	mañana
de	 un	 domingo	 en	 que	 se	 preparaban	 para	 ir	 a	Disney	World	 con	 Joey,	 una
llamada	a	Glen	lo	sacó	de	la	tregua	acordada	y	salió	sin	explicar	la	razón	de	la
urgencia.	Paula	 también	 lo	 hizo,	maldiciendo	 a	Glen,	 con	un	presentimiento
que	 venía	 agrandándose	 desde	 que	 regresaron	 de	 Guayaquil	 y	 salió
recordándole	a	Joey	que	había	comida	en	el	refrigerador	si	tenía	hambre.
	
Se	reunió	en	el	boulevard	Hollywood,	cerca	del	 teatro	chino	con	vendedores
de	 droga	 conocidos	 y	 preguntó	 si	 había	 pasado	 por	 ahí	 Glen,	 mientras
encendía	 la	primera	pistola	de	crak,	que	 la	 indujo	a	probar	otra,	y	otra.	Para
bajar	algo	del	vuelo	acelerado	prendió	un	pitillo	de	marihuana.	Luego	los	dejó
y	se	dirigió	a	una	barra	bar	a	la	que	había	dejado	de	ir	porque	el	alcohol	no	era
su	 fuerte,	 allí	 se	 quedó	 hasta	 entrada	 la	 noche	 compartiendo	margaritas	 con
dos	jazzistas	desempleados.
	
Cuando	 regresó	 a	 la	 casa,	 pasada	 la	medianoche,	 el	 presentimiento	 se	 abrió
como	 in	 flash	 sobre	 la	 calzada	en	 la	que	paramédicos	y	policías	 sacaban	un
pequeño	cuerpo	del	interior	de	la	vivienda.
	
Era	Joey.	Ante	la	ausencia	de	los	grandes	de	la	casa,	y	dueño	de	la	autonomía
para	hurgar	en	cajones	dio	con	los	alijos	de	polvo	de	ángel	y	empezó	a	jugar
como	 había	 visto	 hacerlo	 a	 Glen	 y	 Paula.	 Pese	 a	 la	 intoxicación	 alcanzó	 a
llamar	al	911	y	les	comunicó	que	se	sentía	mal,	cuando	llegaron	había	muerto.
La	Policía	del	 condado	arrestó	 a	Blaze,	Sheila,	Glen	y	Paula,	 y	 la	Corte	 los
condenó	a	cadena	perpetua.
	
Durante	mis	 visitas	 a	 la	 cárcel	 no	 he	 sido	 bien	 recibido	 ni	 por	Glen	 ni	 por
Paula,	 por	 lo	 que	 decidí	 no	 volver	 más,	 aun	 cuando	 en	 Guayaquil	 me
preguntan	siempre	por	ellos.
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
California	dreams
	
	
La	ciudad	de	Los	Ángeles	está	impregnada	de	un	vaho	dorado	en	las	primeras
horas	de	la	mañana,	cuando	los	rayos	del	sol	caen	perpendiculares	y	barnizan
la	piel	de	sus	habitantes,	incluso	en	invierno.
	
Dependiendo	de	quien	la	admira,	la	respeta	o	la	tolera,	puede	ser	el	cielo	o	el
infierno	y,	como	toda	urbe	industrial,	lucir	sucia	y	fea.	También	es	un	espacio
extremadamente	poblado	en	el	que	nada	está	quieto,	como	si	la	costumbre	de
convivir	con	 los	sismos,	que	amenazan	con	desaparecer	el	sur	de	California,
les	hubiera	dado	a	los	angelinos	esa	manera	cuidadosa	de	caminar	y	organizar
su	vida.
	
Por	ello,	cada	vez	que	mido	la	distancia	entre	la	línea	de	horizonte	y	todo	lo
que	me	rodea,	vuelve	como	una	pesadilla	la	sombra	alargada	por	el	impacto	de
la	mañana,	desprendiéndose	de	un	cuerpo	delgado	sobre	la	franja	de	seguridad
para	 peatones	 que	 une	 la	 acera	 de	Union	 Square,	 la	 terminal	 de	 Ferrocarril
Metropolitano	de	Los	Ángeles,	con	la	placita	Olvera.	No	es	común	atravesarla
cuando	el	semáforo	pinta	de	rojo;	es	más,	las	leyes	de	tránsito	lo	prohíben	y,
sin	embargo,	aquella	vez	esa	figura	encogida	por	el	frío	caminaba	como	si	no
la	conociera.
	
Sé	que	nadie	es	atropellado	por	este	desliz;	y	no	por	respeto	a	la	vida	sino	por
lo	 que	 cuesta	 una	 demanda:	 muchos	 inmigrantes	 en	 desgracia	 ven	 la
posibilidad	de	terminar	su	miseria	con	este	ardid.
	
Pero	ese	día	se	detuvo	frente	a	la	banca	usualmente	ocupada	por	desempleados
y	gente	en	 tránsito.	“Do	you	have	change?”,	 susurró	sin	mirarme.	“¿Quieres
un	cigarrillo?”,	le	dije	y	el	respondió	“órale”.	El	español	no	era	su	idioma	pero
se	hacía	entender	y	sin	pedir	permiso	tomo	asiento;	de	los	salvadoreños	ya	se
sabe,	todo	el	mundo	nos	previene.
	
¿Y	si	es	mexicano?	No,	él	no	andaba	en	otra	cosa	que	no	fuera	mirar	a	la	gente
con	 atención.	Al	 rato	 sonreía	 como	 si	 descubriera	 fragmentos	 ignorados	 por
los	demás	o	recordara	algo	ya	vivido.	Su	cara	había	sido	concebida	en	el	día	a
día	 para	 la	 intranquilidad;	 así	 lo	 testimoniaban	 las	 cicatrices	 en	 losarcos
superficiales.
	
Tampoco	olvido	que	éramos	impacientes	esperando	el	autobús	que	llegaría	en
menos	de	cinco	minutos;	aquí	son	exactos	los	horarios.	Cuando	volví	a	mirar
yacía	en	el	piso	retorcido	por	convulsiones	que	deformaron	el	gesto	intrigante.
	
Me	 incliné	para	 ayudarlo	y	 creo	que	 fui	 el	 único	 entre	 los	 presentes;	 con	 el
tiempo	he	aprendido	a	reconocer	la	epilepsia,	y	también	que	es	poco	lo	que	se
puede	hacer	en	estos	casos.	Mi	autobús	llego	exacto.	El	chofer	miró	como	si
formara	 parte	 de	 su	 rutina	 el	 triste	 espectáculo	 de	 un	 latino	 tendido	 en	 la
calzada	durmiendo	la	borrachera.	Quise	irme,	pero	no	me	acostumbro	a	la	idea
de	ignorar	este	tipo	de	acciones	que	mantienen	latente	la	identidad	del	poder.
Por	eso	deploro	que	en	este	país	se	practique	la	indolencia,	 la	más	odiosa	de
las	discriminaciones.
	
En	una	 situación	como	esta	 se	necesita	un	médico	y	yo	 soy	psicólogo;	pero
conozco	que	empieza	con	un	malestar,	cierta	angustia	 llamada	aura;	viene	el
ataque	 impredecible	 en	 duración,	 segundos,	 minutos	 quizás,	 tal	 vez	 horas;
luego	el	sueño	profundo.
	
Una	 ambulancia	 me	 devolvió	 a	 la	 realidad	 cuando	 los	 paramédicos	 se
ocuparon	de	él	y	alguien	preguntó	en	voz	alta	si	tenía	seguro	médico,	porque
no	lo	podrían	llevar	al	hospital	sin	ese	requisito.
	
Le	 suministraron	 oxígeno	 y	 desaparecieron	 dejándome	 con	 la	 idea	 de	 que
pronto	 despertaría.	 Así	 que	 nuevamente	 con	 la	 duda	 existencial	 de	 la
solidaridad	y	el	cuerpo	inerte	acomodado	en	la	banca,	decidí	esperar.
	
Ese	 día	 todo	 estaba	 calculado	 para	 un	 par	 de	 cosas	 que	 requerían	 de	 mi
presencia	antes	de	volver	a	 la	casa.	El	 jurado	del	condado	daría	a	conocer	el
veredicto	 del	 juicio	 en	 el	 caso	 Rodney	 King,	 el	 afroamericano	 que	 fue
detenido	 por	 la	 policía	 luego	 de	 recibir	 un	 modelo	 racista	 de	 paliza	 y	 las
imágenes	fueron	difundidas	por	la	televisión.
	
Así	 que	 encontré	 la	 solución	 al	 problema:	 un	 viejo	 amigo	 ejerce
clandestinamente	 la	medicina	porque	no	habla	 inglés	y	podía	hacer	 la	buena
acción	del	día.	En	esa	época	trabajaba	en	la	joyería	del	judío	Salomón	Olmert,
en	 la	 calle	 Hill,	 quien	 le	 permitía	 atender	 de	 vez	 en	 cuando	 casos	 de
emergencia,	siempre	y	cuando	compartiera	una	parte	de	los	honorarios.
	
“¡Qué	onda!”,	dijo	al	despertar.
“¿Te	sientes	bien?”,	pregunte.
	
Según	 él,	 no	 conoce	 por	 qué	 se	 desenchufa	 –no	 encuentro	 otra	 palabra	 que
justifique	la	impresión	que	tengo	de	estos	ataques-	y	quería	saberlo.	Le	planteé
la	posibilidad	de	que	mi	amigo	lo	examine	y	ahora	pienso	que	el	sorprendido
fue	él.	Así	que	tomamos	la	línea	1	de	Torrance	que	nos	depositaría	frente	a	la
joyería.
	
Eran	casi	las	once	de	la	mañana,	hora	en	que	los	mexicanos	caminan	con	los
ojos	 desorbitados	 buscando	 en	 las	 vitrinas	 el	 sueño	 americano;	 lo	 negros
reciclando	basura	para	comer	ese	día	o	comprar	crack	en	el	Skid	Row,	pues
son	 los	únicos	 convencidos	de	que	 la	 ilusión	 todavía	 existe	y	 se	 esconde	en
algún	lugar	del	centro	de	Los	Ángeles.
	
Mi	 amigo	 se	 llama	 Guadalupe	 y	 es	 de	 Baja	 California,	 México,	 región
abrazada	por	el	mar	de	Cortez,	donde	la	gente	que	la	habita	es	inolvidable	en
asuntos	de	afecto.
	
-“¡Qué	 pasó	 carnal!	 qué	 te	 trae	 por	 aquí,	 gritó	 desde	 el	 mostrador	 de	 la
joyería”.
-“Ya	 sabes,	 siempre	metiéndome	en	 lo	que	no	me	 importa”,	 respondí	 con	 la
misma	sinceridad	de	Lupe.
Salomón,	el	judío,	también	lo	hizo	como	cada	vez	que	paso	a	ver	a	mi	amigo:
-“Tú	sigues	bien,	no	como	iste	cabeza	dura	que	no	mi	hace	caso	y	no	escucha
al	viejo	Salomón	qui	sabe	mucho	del	fracasi	di	los	necios.	Primera	cosa:	saca
licencia	 di	 médicu,	 repitu;	 segunda:	 yo	 ayuda	 con	 dinero	 para	 consulta;
tercero:	 aprendi	 inglés,	 sin	 esa	 arma	 no	 progrisas.	 Pero	 no	 mi	 hace	 caso,
prefiere	 música	 de	 banda,	 comer	 tacos	 y	 beber	 tequila	 hasta	 pierder
conciencia.	¡Qué	ti	trae	por	aquí,	ecuatoriano!”.
	
Le	expliqué	la	situación	de	Bobby	y	me	aconsejó	que	no	le	haga	favores	a	un
desconocido.	Lupe	lo	revisó	y	dedujo	que	las	cicatrices	en	el	rostro	se	deben	a
los	ataques	de	epilepsia	que	no	contemplan	tiempo	ni	lugar	para	desconectarlo.
A	 las	 personas	 en	 tratamiento,	 me	 dijo	 confidencialmente,	 les	 procuran
compañía	para	que	los	auxilien	y	eviten	que	se	“chinguen”	la	cara.
	
-“¡No	creas	que	habla	pastosamente	porque	nació	tonto;	es	por	los	mordiscos
en	la	lengua”,	concluyó!
	
Enterado	de	que	necesitaba	tratamiento	ambulatorio	y	alguien	quien	lo	cuide,
Salí	con	el	compromiso	de	un	encuentro	a	corto	plazo	para	vaciar	una	botella
de	tequila	Centenario	que	guardo	desde	hace	un	par	de	meses.
	
A	mi	nuevo	inesperado	amigo	le	di	un	apretón	de	manos	con	sinceros	deseos	
de	buena	suerte	y	lo	acompañé	hasta	el	paradero	de	autobuses.	Con	el	
agradecimiento	adiviné	un	rasgo	de	fastidio	por	mi	partida,	en	momentos	que	
un	mexicoamericano	vestido	de	negro	y	la	cabeza	rapada	lo	increpó	enojado	
mientras	puso	disimuladamente	un	revólver		en	mis	costillas	y	nos	condujo	
hacia	un	viejo	Lincoln	negro	con	el	motor	encendido.	“Si	te	mueves	‘pum’”,	
dijo,	mientras	nos	acomodó	en	el	asiento	trasero.
	
El	vehículo	era	conducido	por	otro	bandolero	de	no	menos	1,90	de	estatura,
cuya	 testa	 había	 sido	 revestida	 por	 un	 pañuelo	 de	 fondo	 azul	 con	 bolitas
blancas.	 Luego	 tomó	 la	 calle	 Broadway	 hacia	 el	 centro-oeste	 de	 la	 cuidad,
mientras	me	 sumergía	 en	 la	 adivinanza	 del	 diálogo	 en	 spanglish:	 alguien	 lo
estaba	 buscando	 porque	 los	 pandilleros	 negros	 estaban	 armándose	 con
urgencia	 y	 él	 debía	 encontrar	 a	 otro	 latino	 llamado	 Slash.	 La	 fuerza	 de	 la
casualidad	y	la	indolencia	de	otros	me	estaban	implicando	en	algo	que	echaría
a	perder	mi	residencia	en	este	país.
	
-“Bobby”,	le	dije	en	tono	de	reproche,	“yo	no	te	conozco;	por	favor	diles	que
me	dejen	ir”.
	
Nuestro	secuestrador	amenazó	con	dispararme	y	Bobby	 lo	 insultó	con	 frases
que	gratificaban	cómo	se	siente	la	cara	partida.
	
-“Wait”,	me	interrumpió:	“luego	de	llegar	a	West	Lake	y	hablar	con	Wally	en
Mac	Arthur	Park,	te	vas,	sentenció”.
	
Miré	fijamente	al	secuestrador	en	momentos	que	tomaba	aire	para	insultarme.
	
-“¿Tienes	 algún	 problema	 pinche	 cabrón?”,	 me	 increpó	 en	 tono	 agresivo.
“No”,	respondí,	sin	otra	opción.
	
Entre	 la	estación	de	Pershing	Square	y	el	parque	Mac	Arthur	no	hay	más	de
cinco	minutos	que	se	cumplieron	al	aparcar	en	la	zona	señalada	para	la	cita.	Es
un	lugar	ruidoso	en	el	que	la	gente	funde	la	cotidianidad	en	el	grito	antes	de
conversar,	y	las	expresiones	se	mezclan	con	la	música	de	banda	que	sale	de	los
almacenes	saturados	de	personas	que	entran	y	salen	con	la	insatisfacción	en	la
mirada.
	
Es	 un	 retazo	 de	 paisaje	 típicamente	 citadino	 en	 el	 que	 predominan	 los
sombrerudos	provenientes	del	sur	de	México,	enloquecidos	con	la	propaganda
de	 comida	 picante	 que	 se	 anuncia	 en	 carteles	 bilingües:	 Birria,	 enchiladas,
taquitos	al	pastor	y	aguas	de	todos	los	colores.	En	este	espacio	suelen	aflorar
mis	 sentimientos	 qué	 se	 traducen	 en	 un	 afecto	 casi	 patológico	 a	 la	 culinaria
mexicana,	que	no	es	menor	al	temor	reverencial	por	la	naturaleza	de	los	seres
asustados	y	con	hambre.	Entonces,	¿cómo	puede	ser	de	mi	agrado	este	rincón
generalmente	 invadido	 por	 traficantes,	 falsificadores	 de	 tarjetas	 del	 Seguro
Social	y	vendedores	informales,	si	aquí,	además,	abandonan	a	su	suerte	a	los
indocumentados	recién	llegados?
	
Son	 razones	 encontradas	 que	 en	 un	momento	 se	 trasforman	 en	miedo	 y	 en
interrogantes	relacionadas	con	mi	seguridad.
	
-“¡Ahí	está:	Wait!”	dijo	eufórico	Bobby,	golpeado	las	palmas	de	sus	manos	en
las	piernas.
	
Del	 norte,	 supuse,	 blanco,	 1,85	 de	 estatura,	 más	 o	 menos,	 cabeza	 rapada	 y
brazos	 tatuados,	 seña	 inconfundible	 de	 pandillero	 (cholo)
1
	 que	 ha	 estado	 en
prisión.
	
-“¡Pinche	Bobby!”,	lo	saludó	de	la	manera	tradicional	de	los	“chicanos”:	las	
manos	en		posición	de	pulsear	y	el	choquede	puños.
	
Luego	preguntó	por	mí	y	Bobby	 le	dijo	que	permita	que	me	retire,	pues	soy
ajeno	a	sus	problemas.	Le	respondió	que	era	imposible	por	el	momento	y	pidió
a	sus	acompañantes	que	nos	aproximaran	antes	de	introducirnos	a	la	parte	más
discreta	del	parque,	donde	escuché	cosas	que	iban	a	cambiar	mi	vida.
	
-“Bobby,	 Slash	 se	 llevó	 las	 armas	 que	 la	 raza
2
	 necesita	 para	 unirse	 ante	 la
arremetida	 de	 los	 pinches	 mayates
3
.	 Estamos	 dispersos	 y	 tu	 hermano	 ha
desaparecido.	 La	 gente	 te	 respeta…	 a	 mí	 me	 odian.	 Hay	 que	 jalar	 parejo
carnal”,	le	gritó	enojado.
	
Dirigiéndose	 a	 mí	 con	 el	 ceño	 fruncido,	 decretó	 que	 seré,	 mientras	 tanto,
garantía	 y	 custodio	para	 que	Bobby	 cumpla.	Cuando	 cerró	 la	 boca	yo	había
entrado	en	un	túnel	del	que	no	se	puede	salir	ileso.
	
A	 nuestro	 secuestrador	 lo	 llamaban	 PopCorn	 y	 sugirió	 dividir
responsabilidades:	 él	 iría	 a	 buscar	 en	 Huntington	 Park	 y	 nosotros,
acompañados	de	dos	garantes	de	la	seguridad,	al	este	de	Los	Ángeles:	Mike,
bajo	 de	 estatura,	 silencioso,	 gafas	 oscuras	 empotradas	 en	 su	 rostro,	 y	 Jura,
personaje	 delgado,	 dueño	 de	 un	 aire	 siniestro	 y	 tatuaje	 en	 el	 cuello.	 Este
conduciría	el	auto.
	
Salimos	 del	Down	Town	por	 la	 calle	 7,	 convertida	más	 adelante	 en	Withier
Boulevard	después	de	atravesar	los	bloques	de	Ramona	Gardens,	y	finalmente
el	 arco	 tradicional	 de	 esta	 parte	 de	 la	 ciudad:	 “Bienvenidos	 al	 Este	 de	 Los
Ángeles”.
	
Mi	conocimiento	del	lugar	es	reducido:	unos	cuantos	datos	dispersos	atados	a
la	delincuencia,	al	sitio	en	el	que	creció	y	se	hizo	célebre	del	campeón	de	box
Óscar	 de	 la	 Hoya,	 y	 a	 ciertos	 huequitos	 inolvidables	 del	 tradicional	 sabor
mexicano.
	
Cuando	giramos	para	ascender	las	empinadas	calles	empobrecidas,	supe	que,
como	 en	 México,	 la	 vida	 no	 vale	 nada.	 Mike	 se	 detuvo	 frente	 al	 motel
“Rainbow”	en	cuya	acera	bromeaban	tres	prostitutas	y	en	menos	de	lo	que	pía
un	pollo	estuvimos	rodeados	de	muchachos	armados	como	para	una	guerra.
	
-¡What´s	up,	vato!,	dijo	el	más	animado	y	suelto	de	lengua,	poniendo	el	cañón
del	revolver	en	la	cabeza	de	Mike.	Este	no	parpadeó	con	la	demostración	para
enseñarles	valor.	El	otro,	sin	dejar	de	apuntar	hizo	un	paneo	interior.
	
-“Bobby,	what	 are	 you	 doing	men!”,	 chasqueó	 la	 lengua	 sorprendido	 por	 la
visión.
	
Había	 llegado	 el	 hombre	 menos	 esperado	 y	 se	 produjo,	 con	 el	 saludo
tradicional,	la	invitación	al	barrio.
	
Tú,	no,	 le	gritó	a	Mike.	Este	escupió	contra	 la	pared	mientras	se	arrimaba	al
coche.
	
La	diligencia	duró	menos	de	 lo	que	 supuse	y	 tuve	que	 transmitir	 el	mensaje
ante	la	incapacidad	de	Bobby	para	coordinar	ideas	y	darles	sentido.	En	estos
casos,	ya	 se	 sabe,	habla	uno	y	 los	demás	callan.	Se	me	 ignoró	hasta	el	 final
cuando	el	asentimiento	de	Bobby	y	el	intercambio	de	mirada	de	los	camaradas
tuvieron	consenso.	Nada	sabían	del	hermano	y	una	sentencia	de	muerte	corría
por	estos	lares.
	
-¡Si	conoces	algo	avísame,	pinche	Bobby!,	gritó	a	manera	de	despedida.	Así
que	otra	vez	en	la	misión	encomendada.
	
En	Los	Ángeles	llueve	poco	y	parece	que	la	mayor	parte	se	acumulara	en	estas
calles	en	donde	 los	charcos	 tardan	en	evaporarse.	Ascendimos	medio	bloque
hacia	una	casa	de	madera,	característica	de	California,	escondida	de	miradas
extrañas	e	indiscretas	entre	bromelias	y	naranjos.
	
Del	 interior	 se	 deslizaba	 una	 vieja	 melodía	 de	 los	 Beach	 Boys	 y	 los	 gritos
destemplados	 de	 una	 mujer	 entonándola.	 Mike	 se	 dirigió	 a	 Bobby	 para
preguntarle	si	deseaba	ir.	Este	asintió	de	buen	humor.	Pero	se	detuvo	frente	a
la	cerca	como	si	lo	dudara.	La	pequeña	puerta	abrió	el	espacio	que	bloqueaba
su	mente,	interrumpió	la	música	y	dejó	libre	la	vos	chillona	de	mujer.
Luego	Bobby	regresó	para	hacernos	pasar	a	la	intimidad	de	esta	casa,	su	mente
y	el	pasado.
	
-“¡Órale!,	gritó	Mike”	y	ascendimos	juntos.
	
La	entrada	principal	estaba	dominada	por	una	mesa,	seis	sillas,	y	al	costado	el
recuerdo	 de	 lo	 que	 pudo	 ser	 toda	 la	 cerveza	 bebida	 en	 una	 semana.	 En	 los
sectores	 pobres	 como	 en	 el	 que	 nos	 encontrábamos,	 es	 costumbre	 de
sobrevivencia	reciclar	latas	y	venderlas	para	ajustar	el	presupuesto	diario.
	
Mientras	nos	sentábamos,	desde	el	 fondo	del	pasillo	crecía	el	sonido	rítmico
de	un	par	de	tacones	golpeando	con	fuerza	la	madera	al	caminar.	En	el	marco
de	la	puerta	se	dibujó	una	silueta	coronada	por	el	cabello	negro	y	brillante	de
las	mujeres	latinas.	En	la	parte	superior	del	rostro,	un	par	de	ojos	almendrados
aun	llorosos	lanzaba	hechizos	a	quien	se	atreviera	a	confrontarlos.
	
Mike	 la	 abrazó	 y	 permanecieron	 en	 silencio	 hasta	 que	 ella,	 en	 voz	 baja	 lo
llamó	Baby	y	honey.
	
Entonces	 supe	 que	 era	 su	 hermana,	 cuando	 él	 le	 pidió	 perdón	 por	 haberse
alejado	 tanto	 tiempo.	 Ella	 no	 hablaba	 español	 y	 el	 diálogo	 se	 volvió
ininteligible	por	 la	velocidad	y	el	 spanglish.	Mike	 le	explicó	sobre	el	asunto
que	nos	había	unido	temporalmente	y	respondió	cortante:
	
-Forget	it,	¡ya	empezaron	los	chingadazos!
	
Según	ella,	mientras	vestía	a	su	hijo	vio	en	televisión	que	en	el	centro	sur	de
Los	Ángeles	se	amotinaron	los	negros	y	las	bandas	latinas	cuando	se	conoció
públicamente	el	veredicto	del	juicio	en	el	caso	Rodney	King;	el	jurado	había
absuelto	a	los	cuatro	policías	comprometidos	en	la	paliza.
	
El	mensaje	activó	la	alarma	y	el	niño	quedo	en	casa	de	la	abuela.	Entonces	
tomamos	la	autopista	5	hacia	el	lugar	en	donde	suponía	se	esconde	el	hermano	
de	Mike	y	se	estaba	desatando		una	matanza	interracial.
	
Al	 llegar	 a	 la	 calle	 Vermont	 los	 amotinados	 corrían	 hacia	 Florence	 y
Normandie,	 otros	 regresaban	 sudorosos	 cargando	 televisores	 y	 carritos	 de
comisariato	 llenos	de	comida.	Megan	 se	 llamaba	nuestra	 compañera,	ordenó
dejar	el	vehículo	en	casa	de	una	persona	conocida.
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
II
	
Las	puertas,	 de	 la	 idea	más	 cercana	que	 tengo	del	 infierno,	 se	 abrieron	 ante
nuestros	ojos.
	
Los	 bloques	 que	 faltaban	 para	 llegar	 a	 Florence	 y	 Normandie	 lo	 hicimos
caminando,	sin	sospechar	que	la	fuerza	de	la	ira	tiende	senderos	hacia	el	lugar
donde	se	realiza	el	inventario	de	culpas	y	el	reporte	de	daños	a	terceros.	Mike
me	advirtió	del	peligro	que	acechaba	al	hermano	de	Bobby	y	me	puso	a	elegir:
quedo	 libre	 y	 me	 retiro,	 o	 sigo	 con	 ellos	 bajo	 mi	 responsabilidad,	 pero	 el
perdón	llegó	demasiado	tarde.
	
Solo,	 yo	 como	 cualquier	 otro,	 corría	más	 peligro	 entre	 la	 comunidad	 negra.
Así	 que	 le	 agradecí	 por	 la	 oferta	 y	 continué	 con	 ellos,	 aterrorizado	 por	 la
visión	 de	 los	 vehículos	 metálicos	 sobrevolando	 el	 averno,	 y	 la	 voz
estereofónica	de	ángeles	rabiosos	 instando	a	 los	amotinados	a	que	se	retiren,
ante	 la	 negativa	 de	 cancerberos	 armados,	 pero	 temerosos	 de	 la	 respuesta	 al
mensaje	de	la	canción	“Cop	Killer”,	de	Body	Count,	que	ordenaba	matar	a	los
policías.
	
Las	 llamas	 amenazaban	 al	 cielo	 pretendiendo	 contaminarlo	 y	 los	 coreanos
gemían,	uniendo	las	manos	en	actitud	de	perdón,	los	judíos	maldecían	la	furia
de	los	negros	amotinados.
	
El	 corcel	 negro	 que	 alentaba	 a	 los	 insurrectos	 bajo	 enfurecido	 a	 un	 diablo
blanco	de	su	tráiler	(Reginald	Deny)	y	lo	ofrendo	a	los	Bloods
4
.	Los	Crips,	en
cambio,	 buscaban	 saldar	 cuentas	 con	 la	 Raza;	 a	 estos	 los	 perseguían	 para
ajusticiarlos	 contra	 la	 cerca	 de	 la	 licorera	 que	 aún	 está	 en	 el	 lado	 de
Normandie.
	
Uno	de	ellos	fue	“Pop	Corn”,	el	emisario	que	fue	a	Huntington	Park.	Uno	de
los	“bloods”	le	partió	la	cabeza	con	el	radio	de	un	vehículo,	mientras	otro	le
cortó	la	ceja.	Luego	lo	pintaron	de	negro,	de	arriba	abajo.
	
La	caballería	 federal	del	aire	 surgió	del	horizonte	que	marca	 los	confines	de
Glendora,	 Pomona	 y	 Sierra	 Madre,	 antes	 de	 sobrevolar	 el	 averno	 y	 lanzar
admoniciones	a	los	sublevados.	Las	bombas	de	humo	camuflaron	el	descenso
de	 francotiradores	que	 se	ubicaron	 a	uno	y	otro	 ladode	 la	 convergencia	del
núcleo	 de	 la	 sublevación.	 Los	 demonios	 respondían	 con	 trozos	 de	 piedra
desprendida	 de	 las	 aceras	 heridas	 y	 hierros	 arrebatados	 a	 las	 puertas	 de
seguridad	de	los	almacenes.
	
Un	 pastor	 evangélico	 caminaba	 entre	 los	 escombros	 recitando	 los	 primeros
versículos	del	Génesis	al	salir	al	encuentro	de	la	manifestación	que	venía	por
Western	Avenue,	destruyendo	las	tiendas	coreanas	y
levantando	sobre	sus	cabezas	los	equipos	de	sonido	que	sintonizaban	la	misma
música:	“Fuck	off	pig,	stupid,	incompetent,	moron,	oh	yeah!”.
	
Los	 negocios	 ardían	 sin	 remedio	 y	 el	 fuego	 ejercía	 su	 derecho	 al	 caos
formando	 nueve	 círculos	 a	 los	 que	 ingresaban,	 de	 acuerdo	 al	 pecado,
personajes	conocidos	de	la	política	californiana.	“Icon”	tocaba	frenéticamente
la	guitarra	en	la	parte	alta	del	cabezal	de	un	tráiler	volcado,	mientras	recitaba:
	
“Despréndase	de	mí	la	calma
Antes	de	que	el	agua	baje	de	la	montaña.
No	miren	hacia	atrás
Porque	la	sal	hace	estragos.
Fundan	en	mí	la	angustia,
Tómense	de	las	manos
Y	encierren	la	piedad	para	que	no	interfiera
Mientras	prueban	el	sabor	de	la	justicia.
Hermanos,	el	poder	está	en	ustedes
Utilícenlo	contra	los	descoloridos
Hijos	de	América”.
	
El	chisporroteo	de	la	madera	combustionada	y	el	tablero	de	las	ametralladoras
se	unieron	al	 chasquido	de	 las	 llamas	 tomando	 la	orilla	opuesta	de	 las	casas
vecinas.	Era	 el	 sonido	 de	 fondo	 para	 la	 vorágine	 que	 incendiaba	 también	 el
alma	antes	de	recibir	la	condena	de	“Body	Count”:
	
“Trishia	vive	en	Compton,
No	puede	ver	pero	escucha
Lo	que	cuatro	perros	dijeron	al	disparar:
¡Yeah	yii	yeah
No,	no,	no!
	
“Trishia	va	a	la	escuela
Guía	sus	pasos	un	lazarillo
Y	la	defiende	de	los	blancos
Que	van	a	tirar	a	matar:
¡Yeah	yii	yeah
No,	no,	no!
	
¿Quién	golpeó	a	Damián?
¿Cuántas	costillas	rompieron	los	bastones	policiales?
¿Qué	pecado	cometió	viniendo	de	Long	Beach?
¿Oh,	es	ladrón?
¡Yeah	yii	yeah
No,	no,	no!
	
Hermanos:
Por	Trishia,	Damián,
Y	todos	los	que	perdieron	hijos,	padres,	amigos,
Conviertan	cada	piedra	en	un	arma
Y	cada	grito	en	una	maldición:
Matemos	un	policía.
¡Oh	yeah!”
	
	
	
	
	
III
	
A	Mike	lo	perdí	y,	según	la	filosofía	de	Megan,	él	sabía	cuidarse.	Los	disparos
aun	 venían	 del	 lado	 de	 los	 policías	 y	 miembros	 de	 la	 Guardia	 Nacional
desplegados	en	 la	zona	de	guerra.	Jura,	el	conductor	del	Lincoln	negro	en	el
que	nos	transportamos,	recibió	un	tiro	en	la	nuca	y	siguió	corriendo	sin	saber
que	había	muerto.
	
Megan	 nos	 condujo	 hasta	 un	 callejón	 del	 que	 sobresalía	 imponente	 un
contenedor	metálico	de	basura.	Allí	nos	escondimos	y	por	una	de	las	aberturas
apreciamos	que	anochecía.	Compartíamos	el	pequeño	espacio	con	una	pareja
coreana	temerosa	como	Bobby	y	yo.
	
Por	una	de	las	hendijas	miramos	a	varios	afroamericanos	arrastrando	el	cuerpo
de	un	chicano,	 irreconocible	por	 las	heridas	en	el	 rostro.	Ya	estaba	muerto	y
con	una	cuerda	atada	a	 su	 tobillo	 izquierdo	 lo	paseaban	como	 trofeo	de	esta
guerra	demencial.	Bobby	dijo	con	una	voz	gutural	que	ahogaba	un	grito,	que
era	“Slash”,	su	hermano.
	
Megan	le	aseguró	que	no.	Pero	se	soltó	de	nosotros	y	enfrentó	a	los	negros	que
no	 se	 dieron	 cuenta	 de	 dónde	 venían	 los	 golpes.	 Bobby	 se	 movía	 con	 la
rapidez	 y	 contundencia	 de	 un	 profesional	 de	 la	 pelea	 callejera:	 era	 una
máquina	demoledora	que	liquidaba	uno	a	uno.
	
Cuando	 salimos	a	 socorrerlo,	nadie	quedaba	en	pie	y	 él	 abrazaba	el	 cadáver
con	la	miraba	pérdida.	Megan	lo	condujo	recostado	en	su	pecho,	sosteniéndolo
por	la	cintura	y	cargué	la	masa	informe,	o	lo	que	quedaba	del	hermano	hasta	el
contenedor,	 en	 previsión	 de	 que	 se	 recuperaran	 los	 noqueados	 y	 nos
persiguieran.
	
Ya	 está,	 dijo	 Megan,	 masticando	 un	 español	 que	 no	 lo	 dominaba	 y	 con	 la
tranquilidad	 de	 quien	 vive	 marcada	 por	 la	 fatalidad.	 En	 inglés	 dijo
rápidamente	 como	 si	 fuera	 una	 conmovedora	 plegaria	 evangélica	 que	 era	 el
tercer	humano	de	Bobby	asesinado	por	los	Bloods	o	Crips.
	
El	centro-sur	de	Los	Ángeles,	lugar	del	amotinamiento,	es	una	mezcla	de	zona
industrial	 y	 tugurio	 compartido	 por	 negros	 invisibles	 a	 las	 políticas	 sociales
del	condado,	y	centroamericanos	y	mexicanos	inmigrantes,	a	los	que	se	fueron
sumando	 en	 las	 dos	 últimas	 décadas,	 comerciantes	 chinos	 y	 coreanos.	 Por
estas	y	otras	 razones	culturales,	en	 la	pequeña	comunidad	se	 fue	 larvando	el
rencor	 e	 impotencia.	 Estos	 sentimientos	 reprimidos	 nacieron	 del	miedo,	 ese
desconocimiento	mutuo	como	el	que	nos	aparta	y	nos	junta	en	la	fatalidad	de
este	encierro	metálico.
	
Finalmente	salimos	–menos	los	coreanos-	tratando	de	evitar	a	la	Policía	y	a	los
pandilleros.
	
Megan,	Bobby	y	yo	caminamos	entre	 los	restos	encendidos	hasta	 la	Avenida
Western.	 En	 sentido	 nuestro	 venían	 retrocediendo	 dos	 vehículos	 policiales
desde	donde	disparaban	a	sus	perseguidores.	Uno	de	los	gendarmes	reconoció
a	Bobby	y	lo	introdujo	al	vehículo.	Con	mucho	tino	le	dije	que	era	epiléptico	y
necesitaba	cuidado.	“¿Lo	conoces?”	dijo,	entonando	la	voy	como	si	yo	fuera
un	aprovechador	que	quería	salir	de	la	zona	de	conflicto.
“Casi	nada”,	respondí,	y	le	conté	sobre	nuestra	experiencia,	condimentada	por
mi	veredicto	y	el	de	Lupe	sobre	la	epilepsia.
	
“Bobby	no	es	epiléptico”,	me	aclaró	en	tono	magistral.	Él	padece	un	desajuste
cerebral	producido	por	los	golpes	que	recibió	durante	los	años	en	que	ganó	y
perdió	combates	de	box	en	el	peso	pluma.
	
¿Cómo	se	llama?	Inquirí.
	
Bobby	 Chacón,	 el	 más	 grande	 peleador	 chicano,	 orgullo	 del	 Valle	 de	 San
Fernando.	Los	dos	fuimos	compañeros	del	colegio	en	Sylmar	y	es	casi	como
mi	hermano.	Mientras	abandonamos	el	campo	de	batalla	por	la	calle	Figueroa,
hacia	 el	 Hospital	 General	 de	 Los	 Ángeles	 para	 que	 atiendan	 a	 Bobby,	 el
sargento	Terry	Aguilar,	así	se	llamaba,	me	contó	sobre	el	suicidio	de	Valorie,
esposa	 de	 Bobby,	 con	 un	 rifle	 que	 le	 destrozó	 la	 cabeza,	 cansada	 de	 la
carnicería	 de	 los	 cuadriláteros,	 la	 corrupción	 que	 dominaba	 el	 negocio,	 la
forma	 en	 que	 se	 esfumaba	 el	 dinero	 que	 ganaba	 por	 las	 peleas,	 y	 el
incumplimiento	de	la	promesa	de	abandonar	el	pugilismo.
	
Con	 la	 jerga	 del	 deporte	 y	 la	 emoción	 de	 un	 narrador	 deportivo	me	 puso	 al
tanto	de	algunas	de	las	peleas	consideradas	como	las	más	sangrientas	del	box:
con	Rubén	“El	Púas”	Olivares,	Danny	“Coloradito”	López,	Alexis	Argüello,
Rafael	“Bazooca”	Limón,	Ray	“Boom	Boom”	Manzini,	entre	otros	grandes.
	
Y	además	un	hecho	que,	según	el	sargento	Aguilar,	 lo	sacó	del	negocio	y	 lo
arrojó	a	las	calles:	el	suicidio	del	mayor	de	sus	hijos.
	
En	 lo	 que	 a	 mí	 respecta,	 terminó	 la	 aventura	 de	 un	 día	 que	 tuvo	 otros	 en
secuencia,	 donde	 la	 violencia	 fue	 perdiendo	 fuerza	 y	 el	 discurso	 de	 odio	 se
diluyó,	como	los	huracanes	cuando	tocan	tierra.
	
Hace	poco	volví	a	recordar	a	Bobby,	a	propósito	de	su	ascenso	al	Hall	de	 la
Fama	del	boxeo	mundial.
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
Los	límites	del	barrio
	
	
“Cuando	la	yuca	se	haya	pasado,
Y	estoy	viendo	que	me	queda	casi	nada.
Meto	la	mano	en	el	bolsillo,
Saco	y	abro	el	cuchillo	y	te	perdono.
Yo	corto	un	poquito	para’o,
Por	si	acaso.
O	tú	comes	la	vida,
O	la	vida	te	come.
Será	feliz,
O	infeliz,	como	lo	decidas.
Mamá	no	viene,
A	cambiarte	el	pañal,
Estas	son	las	grandes	ligas.
Cuídate	mucho,
O	donde	quiera	que	estés.
Que	Dios	te	bendiga…
Siempre	estoy	pensando	en	ti”.
	
“Corazón	Guerreo”
Willis	Colón
	
Cuando	mi	hermano	Gibelino	salió	de	la	cárcel	tuvo	que	atravesar	la	ciudad	en
una	 espiral	 que	 empezaba	 en	 la	 cooperativa	 Guerreros	 del	 Fortín,	 donde
vivíamos,	según	me	han	contado,	hasta	la	Isla	Trinitaria,	nuestro	asentamiento
final,	luego	de	invadir	un	pedazo	de	estero	rellenado	con	basura	y	escombros
de	otras	 construcciones	de	concreto.	Había	pasado	mucho	 tiempo	y	él	no	 se
enteró	que	ya	no	estábamos	porque	mi	mamá	de	visitarlo	y	mis	hermanas	se
fueron	de	la	casacon	marido.
	
Del	 primer	 lugar	 tengo	 vagos	 recuerdos	 ligados	 a	 la	 tragedia.	 El	 primero
cuando	la	Policía	se	llevó	detenido	a	mi	padrastro	por	violar	a	la	intermedia	de
mis	 hermanas;	 el	 segundo,	 la	 borrachera	 que	 terminó	 con	 pelea	 a	 cuchillo
pelado	entre	mi	hermano,	de	apenas	12	años,	y	el	carnicero	de	la	esquina	que
lo	acusó	de	haberle	robado	una	bicicleta.	Por	las	heridas	murió	desangrado	y
Gibelino	fue	a	la	correccional	hasta	cumplir	la	mayoría	de	edad.
	
Mi	 madre,	 gracias	 al	 activismo	 político	 de	 la	 agrupación	 del	 alcalde,	 pudo
mejorar	 la	 situación	 de	 miseria	 cobrando	 los	 permisos	 municipales	 de
ocupación	 de	 la	 vía	 pública	 a	 los	 cachineros	 asentados	 en	 Pío	 Montufar	 y
Alcedo.	Salía	muy	temprano	y	regresaba	en	la	noche	para	comer	con	nosotros
lo	poco	que	mis	hermanas	cocinaban.	Pero	estábamos	mejor	que	antes.
	
En	la	casa	éramos	13:	nueve	hermanas	y	dos	varones,	nosotros,	además	de	mi
madre.	 Esta	 población	 femenina	 era	 el	 producto	 de	 cuatro	 compromisos,
incluido	 yo,	 el	 menor	 de	 la	 trompa.	 La	 mayor	 era	 Jacinta,	 a	 quien	 casi	 no
conocía.	Según	mi	madre,	Dioselina	Barco	Macías	para	servirle	a	cualquiera
menos	 a	 los	 hijueputas	 que	 la	 hicieron	 parir	 y	 la	 abandonaron,	 solía	 decir
soltando	una	carcajada,	cuando	Jacinta	 tenía	14	años	se	fue	con	un	policía	y
ahora	vive	en	Huaquillas.	Verito,	la	segunda,	más	conocida	en	el	barrio	como
la	niña	Vero,	está	cargada	de	hijos	de	un	vago	que	purga	una	condena	por	robo
a	la	sacristía	de	la	capilla	de	la	Trinitaria.
	
Anunziata,	 la	 tercera,	 vende	 legumbres	 en	 el	 Mercado	 de	 Transferencia	 de
Víveres	junto	a	su	marido,	un	serrano	que	la	enseñó	a	trabajar	como	burro.	A
ella	le	vemos	muy	poco.	Las	mellizas	Zoila	y	Ana	Julia	son	putas	que	recorren
las	 ferias	 de	 los	 pueblos	 de	 la	 costa.	Mi	madre	 hace	 como	 si	 no	 existieran.
Dorita	y	la	patucha	Zoraida	viven	en	Venezuela	y	son	comerciantes	callejeras
en	el	cerro	San	Cristóbal;	las	dos	tienen	compromisos	y	varios	hijos.	A	veces
escriben	y	mandan	unos	cuantos	bolívares.
	
Ivonne	se	casó	el	año	pasado	con	un	predicador	y	recorre	 los	barrios	del	sur
repartiendo	 revistas	 y	 anunciando	 que	 el	 fin	 está	 cerca.	 Jéssica	 es	 un	 año
mayor	que	yo	y	estudia	corte	y	confección	bajo	nuestra	vigilancia	y	extremado
celo.	Dice	Rivelino	que	el	que	se	meta	con	ella	tiene	que	pelear	primero	con
él…	y	conmigo	 también	digo	yo,	pues	ha	salido	muy	bonita	y	encuerpadita,
según	las	vecinas.
	
Cuando	volvió	Rivelino,	 la	necesidad	de	trabajar	y	buscar	suerte	ya	se	había
apoderado	de	todos	en	la	casa,	pues	donde	vivíamos	lo	importante	era	tener	el
estómago	lleno	antes	que	cualquier	otra	cosa.	Él	se	unió	a	los	Latin	King	para
que	en	el	barrio	nos	respetaran	a	los	pocos	que	quedábamos.
	
No	es	que	no	lo	hacían,	el	poder	de	la	lengua	de	mi	madre	y	la	fama	de	buen
puñete	 que	 le	 dieron	 nos	 blindó	 frente	 a	 cualquier	 desliz.	 A	 pesar	 de	 ello,
cuando	cumplí	doce	años	y	aun	cuando	no	hacía	falta,	mi	hermano	me	entregó
una	 recordada	 calibre	 16	 para	 defender	 la	 casa,	 si	 algo	 ocurriera	 en	 su
ausencia,	y	porque	a	veces	salía	miércoles	o	jueves	en	la	noche	a	pelar	carros
para	 cubrir	 los	 pedidos	 que	 le	 hacían	 en	 una	 mecánica	 del	 sector	 donde
trabajaba	 eventualmente,	 y	 regresaba	 el	 domingo	 en	 la	 mañana,	 a	 beber
cerveza	en	la	piedra	de	la	esquina	de	la	casa	con	nuestros	amigos.
	
Y	la	verdad	que	era	un	día	de	fiesta	porque	mandaba	a	comprar	encebollado
para	 todos	 y	 me	 regalaba	 cinco	 dólares	 para	 mis	 necesidades,	 que	 no	 eran
muchas	 en	 un	 barrio	 como	 el	 que	 vivíamos,	 apenas	 una	 porción	 de	 tierra	 y
agua	 de	 no	 más	 de	 diez	 cuadras,	 limitada	 al	 oeste	 por	 un	 brazo	 del	 estero
Salado,	 al	 norte	 por	 un	 asentamiento	 de	más	 de	 veinte	 años,	 el	 sur	 por	 los
terrenos	 de	 la	 Armada,	 y	 al	 este	 por	 la	 cabecera	 de	 la	 Isla	 Trinitaria	 más
cercana	a	la	vía	Perimetral	y	el	segundo	puente.
	
En	las	noticias	que	escuchaba	en	la	radio	decían	que	era	la	zona	más	pobre	de
Guayaquil	y	una	de	las	más	violentas,	tanto	que	de	noche	pocos	se	arriesgaban
a	caminar	por	las	calles	oscuras,	menos	nosotros,	sobre	todo	mi	hermano	y	sus
amigos,	 a	 quienes	 les	 llamaban	 tumbapuertas	 por	 la	 forma	de	 hacer	 algo	 de
dinero	quitándole	a	los	que	más	tenían	y	lo	ostentaban:	sacaban	los	equipos	de
sonido	a	 la	vereda	para	que	 todos	sepan	que	eran	 los	duros	del	billete,	o	 los
muebles	 a	 la	 calle	 para	 beber	 cuando	 se	 armaban	 los	 partidos	 de	 pelota.
Primero	 escogían	 la	 vivienda	 deshabitada	 por	 unas	 horas,	 a	 veces	 minutos,
luego	 se	 conseguían	 una	 gran	 piedra	 y	 la	 estrellaban	 contra	 la	 puerta	 y	 se
llevaban	lo	que	de	más	valor	encontraban,	que	no	era	mucho	tampoco.
	
Esta	 reflexión	 la	 saqué	midiendo	 la	 diferencia	 entre	 la	 pobreza	 y	 la	miseria
cuando	 conocí	 la	 covacha	 de	 la	 negra	Nicolasa	Orobio,	 justo	 el	 día	 en	 que
cumplí	doce	años.	Mi	hermano	le	pagó	para	que	me	hiciera	hombre.	Ella	tenía
dieciocho	años	y	dos	hijos,	de	dos	y	tres.
	
El	 mobiliario	 estaba	 compuesto	 por	 un	 petate	 coronado	 con	 un	 toldo
remendado,	 en	 un	 rincón	 sobre	 el	 piso	 de	 la	 caña	 guadua;	 cuatro	 bloques
encolumnados	sobre	una	plancha	de	zinc	simulaban	un	fogón.	Un	par	de	ollas
renegridas	por	el	humo	y	unos	cuantos	platos	y	vasos	plásticos	dados	de	baja
por	 alguien	 que	 los	 arrojó	 en	 el	 algún	 basurero.	En	 otra	 de	 las	 esquinas	 del
único	 ambiente,	 unas	 cuantas	 cajas	 de	 cartón	 apiladas,	 desde	 las	 que
sobresalían	prendas	de	vestir	arrugadas	de	ella,	su	marido	y	los	dos	pequeños.
	
Su	familia	llegó	al	barrio	cuando	se	suponía	que	el	alcalde	nos	construiría	una
calle,	como	lo	prometió	un	día	que	vino	en	campaña	electoral.	Los	Orobio,	los
Nazareno	 y	 los	Quiñónez,	 además	 de	 otros	 que	 no	 recuerdo,	 levantaron	 sus
caras	 en	 el	 agua	 y	 nos	 quitaron	 la	 visibilidad	 de	 los	 manglares	 y	 el	 paso
fortuito	de	pequeñas	lanchas	que	caleteaban	cerca	de	nuestras	viviendas	para
desembarcar	contrabando.
	
Lo	cierto	es	que	tejieron	varios	puentes	entre	casa	y	casa	y	la	vía	de	tierra	que
pasaba	por	nuestra	vivienda.	Esta	realidad,	de	alguna	manera,	dividió	el	sector
entre	 pobres	 –nosotros-	 y	 miserables	 –los	 negros-.	 Pero	 todos	 debíamos
comprar,	del	poco	dinero	que	teníamos,	el	agua	a	los	tanqueros	y	abrir	pozos
sépticos	porque	no	había	alcantarillado	ni	esperanza	de	que	los	construyeran.
Nicolasa	 no	 trabajaba;	 a	 veces	 lavaba	 ropa,	 pero	 la	mayor	 parte	 del	 tiempo
salía	 con	 sus	 dos	 hijos	 y	 el	 marido,	 un	 negro	 arrimado,	 a	 pedir	 caridad	 en
Urdesa,	 donde,	 según	 ella,	 le	 regalaban	 comida	 y	 ropa;	 por	 eso	 decía	 que
prefiere	 esa	 vida	 a	 trabajar,	 aun	 cuando	 se	 metía	 unos	 cuántos	 dólares
complaciendo	a	los	que	gustaban	de	su	trasero,	cuando	el	marido	no	estaba.
	
Por	mi	hermano	sentía	una	pasión	que	no	la	podía	ocultar	y	que	era	conocida
por	 la	 gente	 del	 barrio.	 Me	 gusta	 más	 el	 cholo	 que	 tú,	 decía	 cuando	 me
comparaba	 con	 él.	 Yo	 era	 color	 canela,	 decía	mi	 hermana	 Jéssica,	 Rivelino
siempre	fue	más	oscuro	pero	transparente	de	alma.	La	fama	de	malo	nació	del
pastor	Rodríguez	que	nunca	pudo	someter	a	Nicolasa	como	su	sirvienta:	a	la
negra	no	le	gustaba	trabajar,	ya	lo	dije,	peor	cuando	querían	obligarla.
	
Entonces	eso	de	mariguanero,	choro,	accesorista	y	tumbapuertas,	que	nadie	lo
niega,	lo	hacía	por	sus	necesidades	y	las	nuestras,	pero	no	en	las	dimensiones
que	regó	el	pastor	con	el	acolite	de	un	grupo	de	viejas	hipócritas.
	
Así	era	mi	hermano;	y	nunca	pude	olvidar	sus	promesas	porque	se	me	volvían
una	obsesión	hasta	que	las	cumplía:	ese	día	de	mi	cumpleaños,	cuando	llegué	a
las	doce,	ya	lo	mencioné,	prometió	llevarme	a	conocer	el	centro	de	la	cuidad,
el	Malecón	y	el	cerro	Santa	Ana.	Dijo	que	iríamos	en	la	Metrovía	y	yo	soñaba
despierto	cada	vez	que	la	televisión	de	nuestro	vecino	mostraba	esos	sectores.
	
Algo	que	no	he	dicho	es	queiba	a	la	escuela	del	sector:	una	casa	de	caña	sin
medio	techo,	un	hueco	para	las	necesidades,	una	plancha	de	madera	pintada	de
verde	que	hacía	las	veces	de	pizarrón.	La	señorita	Lupe	era	única	maestra	para
los	seis	grados	que	muy	pocos	lo	terminaban	porque	no	conducía	a	nada.	Lo
que	 la	 gente	 necesitaba	 era	 trabajar	 en	 cualquier	 cosa,	 eso	 incluía	 robar,
dedicarse	a	la	putería,	o	ser	chulo.
	
Mi	maestra	lo	sabía	y	hacía	de	todo	para	evitar	deserciones:	ayudaba	a	la	gente
de	 la	 cooperativa	 de	 vivienda	 a	 escribir	 peticiones	 a	 los	 curas,	 a	 los
evangélicos	y	al	Municipio,	entre	otros,	pues	muchos	de	los	allí	vivían,	a	más
de	pobres	y	analfabetos	nacieron	creyentes.
	
Era	 también	 la	 encargada	 de	 coordinar	 la	 entrega	 del	 desayuno	 y	 almuerzo
escolar	que	 lo	preparaban	 las	madres	de	 familia,	 e	de	 agitar	 a	 la	 comunidad
para	apoyar	las	concentraciones	políticas	a	favor	del	régimen.
	
Yo	 fui	 uno	 de	 los	 pocos	 que	 terminó	 la	 primaria	 y	mi	 hermano	me	 repetía,
borracho	o	cuerdo,	que	debía	ser	 la	excepción	del	barrio	y	de	la	familia.	Por
ello	 me	 consiguió	 una	 matrícula	 en	 el	 colegio	 Eloy	 Alfaro,	 a	 través	 de	 un
profesor	 marica	 a	 quien	 atendía	 mi	 hermano	 en	 sus	 soledades	 y	 noches	 de
lujuria.
	
Los	dos	meses	que	faltaban	para	ir	a	clase	se	me	hacían	largos	y	la	promesa	de
conocer	 mi	 ciudad	 una	 obsesión.	 Cada	 vez	 que	 podía	 le	 preguntaba	 a	 mi
hermano	 cuando	 podíamos	 ir	 al	 centro,	 tal	 como	 me	 había	 ofrecido.	 La
respuesta	de	ya	mismo,	 la	próxima	 semana,	o	déjame	que	 tenga	un	poco	de
plata	se	me	hacían	eternos.	Pero	el	día	llegó.
	
Esa	semana	Rivelino	salió	el	 jueves	y	regresó	el	viernes.	Me	trajo	un	par	de
zapatos	Nike	blancos	que	eran	bien	aniñados	y	yo	me	 imaginaba	caminando
todo	sabroso	por	el	barrio,	y	por	las	calles	de	mi	ciudad.	Nos	vamos	mañana
pana,	me	dijo,	 y	 casi	 no	 pude	 conciliar	 el	 sueño.	Muy	 temprano	me	 lavé	 lo
mejor	 que	 pude	 con	 dos	 tarros	 de	 agua,	 sin	 que	 se	 dieran	 cuanta,	 de	 lo
contrario	me	hubieran	puteado	al	revés	y	al	derecho.
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
	
II
	
	
No	sé	si	me	faltó	valor,	no	se	me	ocurrió,	o	fue	la	comodidad	de	tener	todo	a	la
mano,	 pero	 lo	 cierto	 es	 que	 nunca	 pude	 salir	 del	 perímetro	 del	 barrio,	 y	 no
recuerdo	si	alguien	de	los	que	quería	y	vivían	conmigo	me	lo	propusieron.	A
medida	que	fui	creciendo	me	entró	 la	curiosidad	de	saber	cómo	era	esa	urbe
tan	grande	cuyos	límites	nos	hacía	repetir	de	memoria	la	profesora,	así	como
las	 biografías	 de	 personas	 desconocidas	 cuyas	 figuras	 fueron	 plantadas	 en
parques	 y	 avenidas.	Mi	 información	 sobre	 este	 lugar	 venía	 de	 uno	 que	 otro
librito,	y	de	la	radio	que	repetía	todas	las	mañanas:	Guayaquil	por	Guayaquil.
	
Así	que	hoy	era	el	día	y	mi	hermano	se	vistió	con	una	camiseta	 sin	mangas
que	dejaba	apreciar	en	el	brazo	derecho	el	tatuaje	de	una	corona	de	tres	puntas.
Hay	algo	que	tampoco	he	dicho,	y	es	que	mi	hermano	cargaba	un	revólver	38
de	 cañón	 corto,	 que	 lo	 llevaba	 oculto	 en	 un	 estuche	 colocado	 en	 el	 tobillo
derecho.	 Lo	 revisó	 antes	 de	 salir,	 guardó	 un	 puñado	 de	 balas	 en	 el	 bolsillo
derecho	y	salimos	a	tomar	la	línea	alimentadora	que	nos	llevaría	a	la	estación
de	la	Metrovía	en	la	avenida	de	las	Esclusas,	en	el	Guasmo	sur.
	
Mi	hermano	iba	en	silencio,	atento	únicamente	a	si	sus	audífonos	se	salían	se
sus	 orejas	 o	 no.	 O	 miraba	 disimuladamente,	 como	 si	 no	 lo	 hiciera,	 a	 las
personas	que	subían	al	bus.	Con	paradas	y	todo	lo	demás,	demoramos	veinte
minutos	en	llegar	a	la	estación.
	
¡Ah!,	 otra	 cosa	 es	mirar	 los	 fierros	 enormes	 entretejidos	para	darle	 forma	al
techo	alto	del	lugar,	la	gente	haciendo	fila	para	entrar	en	estos	buses	largos	con
cintura	 flexible	 de	 caucho	 para	 unir	 los	 dos	 carros.	 No	 me	 perdí	 ningún
detalle:	gente	sudorosa	y	mal	humorada	que	maldecía	a	todo	el	mundo	por	el
calor	concentrado	en	el	espacio	interior.	Nosotros	íbamos	de	pie,	sostenidos	de
una	 de	 las	 agarraderas	 que	 colgaban	 de	 los	 tubos	 centrales	 colocados	 en	 el
cielo	del	vehículo.
	
Luego	 tuve	 la	 oportunidad	 de	 sentarme	 cuando	 en	 la	 estación	 del	 Guasmo
Norte	 se	 vació	 la	 parte	 delantera	 del	 bus.	 En	 ese	momento	miré	 a	 plenitud
cómo	respiraba	la	ciudad,	lo	más	cercano	a	una	gigantesca	señora	preocupada
de	que	todo	salga	bien	con	el	paso	de	la	gente,	en	vehículos	y	a	pie.
	
Esta	especie	de	hormiguero	gigante	se	agitaba	cuando	paraba	el	vehículo:	unos
entraban	y	otros	salían	con	idéntica	prisa,	pero	el	grueso	de	los	pasajeros	tenía
otro	destino,	por	lo	que	no	se	conmovían	con	mis	observaciones.	Debe	ser	la
costumbre	pensaba	yo.
	
En	cada	estación	había	un	letrero:	Floresta	1,	Floresta	2,	Guasmo	Central,	Los
Tulipanes,	Pradera	1	y	2…	Fue	entonces	cuando	mi	hermano	se	sentó	conmigo
y	me	fue	señalando	algunos	sitios	que	me	parecían	mágicos:	aquí	empieza	la
ciudadela	 9	 de	 Octubre,	 el	 Mercado	 de	 Caraguay	 donde	 trabaja	 vendiendo
pescado	un	primo	nuestro.	Entonces	calló	de	repente:	por	el	espejo	retrovisor
le	miraba	con	 insistencia	el	conductor,	y	para	enfocar	adecuadamente	 lo	que
quería	ver	con	precisión	se	sacó	las	gafas.
	
En	el	paradero	del	mercado	subió	bastante	gente	y	mi	hermano	me	haló	para
salir	 rápidamente.	No	 recuerdo	 haber	 visto	 algo	más,	 pero	Rivelino	me	dijo
“corre	 hacia	 la	 gasolinera”.	 Lo	 seguí	 y	 pude	 ver	 al	 pie	 del	 vagón	 de	 la
Metrovía,	al	conductor	que	conversaba	con	otra	persona	agitando	los	brazos.
	
Mientras	 caminábamos	 apretando	 el	 paso,	 y	 secándome	 con	 el	 canto	 de	 la
mano	las	lágrimas	que	brotaban	haciéndole	juego	a	la	falta	de	aire	y	un	nudo
en	 la	 garganta	 que	 me	 impedía	 gritar,	 me	 dijo	 Rivelino	 que	 el	 chofer
posiblemente	lo	había	reconocido.
	
Luego	cruzamos	por	unos	bloques	de	viviendas	despintadas	y	descuidadas	y
volvimos	 a	 salir	 a	 la	 avenida	Domingo	Comín,	 desde	 donde	 caminamos	 en
línea	recta	hacia	el	paradero	del	Barrio	Cuba,	saturado	del	olor	a	carne	asada
que	 desde	 temprano	 tienta	 a	 quienes	 pasan	 por	 los	 restaurantes	 o	 carretillas
que	caracterizan	a	 este	pequeño	espacio	de	 la	urbe,	y	nos	 sentamos	atrás,	 la
parte	más	alejada	de	cualquier	incidencia	indiscreta.
	
En	la	estación	del	Barrio	Centenario	ya	no	había	espacio	para	nadie	más;	sin
embargo	 subió	 un	 grupo	 de	 estudiantes,	 cuyo	 escudo	 en	 el	 bolsillo	 de	 la
camisa	blanca	 tenía	 el	nombre	de	un	colegio.	Uno	de	ellos,	 con	un	corte	de
pelo	 pronunciado	 en	 las	 sienes	 que	 le	 daban	 un	 aire	 pendenciero	 miró	 con
sorna	el	tatuaje	de	Rivelino	y	cuchicheó	entre	dientes	con	sus	amigos.
	
Lo	que	alcancé	a	ver	fue	el	fogonazo	de	un	arma	recortada	en	contra	nuestra	y
capté	 el	 estruendo	 de	 los	 dos	 tiros	 que	 salieron	 de	 su	 revólver,	 gritando
¡Latino!	¡Latino!,	¡los	Ñetas	son	maricones	y	montoneros!
	
Entre	 la	 confusión	y	 los	gritos	de	 los	pasajeros,	 dos	 cuerpos	desangrándose,
uno	de	ellos	con	un	orificio	del	tamaño	de	una	naranja	a	la	altura	del	hombro,
y	otro	boca	abajo	en	medio	de	un	charco	de	sangre,	Rivelino	me	haló	del	brazo
y	corrimos	hacia	el	oeste,	¡hacia	el	Barrio	del	Seguro!,	me	gritaba	como	si	yo
conociera	la	ciudad.
	
Lo	 seguí	 hasta	 que	 entramos	 a	 una	 villa	 y	mi	 hermano	 preguntaba	 por	 don
Verna,	hasta	que	apareció	un	hombre	menudo	de	unos	cincuenta	años,	que	lo
recriminó	por	gritar	de	esa	manera.
	
Le	 dijo,	 además,	 que	 no	 debía	 robar	 por	 este	 sector,	 porque	 le	 dañaba	 su
negocio.	El	 asunto	 era	 que	 compraba	y	vendía	 partes	 de	vehículos	 y	 recibía
encargos	para	 conseguirlos	bajo	pedido;	 en	esta	parte	 entraba	mi	hermano	y
sus	 amigos,	 algo	 así	 como	 proveedores.	 Don	 Verna	 también	 era	 doctor,	 el
dealer,	el	panita	que	sacaba	de	apuros	a	los	drogos.
	
Nueve	 palabras	 fueron	 suficientes	 para	 enterarse	 de	 nuestra	 desgracia:	 le
disparé	a	una	persona	y	creo	que	está	muerta.
	
Lo	recriminó	a	mi	hermano	por	andar	armado	en	los	buses,	por	ser	tan	cojudo,

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