Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
SON de la calle (Antología personal) Edwin Ulloa Sobre esta tumba otra rumba (Notas para leer los cuentos del negro Ulloa) La narrativa de Edwin Ulloa tiene, por lo menos, tres momentos que coinciden cronológica, temática y lingüísticamente: El primero se reconoce por ser coloquial, de Guayaquil, con personajes y tramas populares que se fraguaron antes, durante y poco después de su participación en el grupo Sicoseo (a fines de los 70s y de la dictadura militar en Ecuador). Es quizá el de mayor fuerza expresiva y libertad creadora o, por decirlo de otra manera, de selección más libre de su material literario. Allí aparecen voces radiales, frases directas, refranes, juegos verbales, historias marginales y buen sentido de humor. El trópico es su hermosa y fragmentaria luminosidad. El segundo momento ocurre a mediados de los 80s, invadido de preocupaciones políticas, sobre todo por el fin de los ideales “revolucionarios” y el aumento de la represión cívico-militar que caracterizó el gobierno del polémico León Febres-Cordero (1984-1988). En este período, los cuentos de Ulloa se vuelven más formales y sobrios, a ratos herméticos, oscuros, cifrados, escritos con fragmentos en cursiva y cruces de voces que complican la lectura. El humor bullanguero que caracterizó la primera etapa ha sido sustituido por la introspección y el silencio que, sin embargo, se preocupa también por los acontecimientos sociales de su momento. El tercer período está afectado por la experiencia de la inmigración a Estados Unidos. Los cuentos ocurren en California, mayormente, y son una búsqueda del mundo de los 60s que Ulloa vivió en Ecuador, pero esta vez en la cultura de la costa oeste de Estados Unidos, en la que perviven comunidades hippies y los que sufrieron los estragos de la guerra de Vietnam y el consumo masificado de drogas. En estos cuentos, el narrador de Ulloa está distante a las acciones. Es decir, puede estar presente, pero hay mucha separación emocional entre lo que dice y las pasiones o sufrimientos de los personajes. Son cuentos de corte decimonónico con tono un tanto pedagógico. Atribuyo este desfase entre personaje y narración en 3ra persona a la imposibilidad de volver a un tiempo ya pasado, en una cultura que no es la propia y en el momento eclipsal en que se encuentra la generación del 60. Paradójicamente, mientras se notan diferencias entre estos momentos del camino narrativo de Ulloa (aunque el autor empieza el libro con los cuentos menos antiguos) hay también rasgos comunes: la preocupación por lo social, el uso del humor (de la apoteosis a la discreción), los personajes marginales llevados al centro del escenario y el afán de hallar una verdad, una explicación a los hechos. Si de buscar afiliaciones literarias se trata, se puede decir que el estilo de Ulloa comparte lugar con la del gran Carlos Béjar Portilla (quien le ha dado a la lengua maravillas como Tribu Sí, Simón el mago, Osa Mayor, Samballah, La Rosa de Singapur), en poesía con Fernando Nieto Cadena (en sus inolvidables a la muerte a la muerte a la muerte, de buenas a primeras y somos asunto de muchísimas personas), o también con Fernando Artieda, el poeta que no siendo popular escribió los versos más populacheros que perviven en el gusto de muchos (como Pueblo, fantasma y clave en JJ y su libro Safa cucaracha). Hay muchos más escritores, por supuesto -y algunos aparecen como referencias o protagonistas de los cuentos- pero estos tres ecuatorianos quizá sean las contribuciones más notorias en su narrativa. Ya en el contexto internacional, caben todas las influencias posibles de un lector dedicado, mayor, con amplia experiencia en la vida, como fácilmente se pueden rastrear en su libro. Esta antología de cuentos, preparada por el mismo Ulloa, es importante porque reeditar los textos originales es imposible. A él y a su generación, como ya es costumbre en nuestras latitudes, las instituciones literarias y los editores le quedarán debiendo esa gran deuda. Por suerte, a este libro lo sigue una amena conversación, un disgusto a voces, una ronda de chistes, chismes y cachos, buena música de fondo y cerveza bien helada porque la rumba llama y el guaguancó no espera. Fernando Itúrburu (SUNY-Plattsburgh, NY) Polvo de Ángel Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mi tus sus nuestros vuestro sus rostros. ¡Qué diablos! Las Babas del diablo Julio Cortázar En Estados Unidos llaman homeless a quien carece de fuentes para subsistir y duerme en la calle u hoteles de mala muerte donde se paga por noche; con este concepto miré diariamente a quienes cruzaban por mi ruta: ponía el auto en el parqueadero de las calles Spring y la Sexta y caminaba los cuatro bloque siguientes a las 7 y 45 de la mañana. Durante esta fracción pude conocer personajes singulares del paisaje urbano al que uno suele acostumbrarse con la familiaridad de los encuentros: “Hi Joe”, “How you doing”, “What´s up, man”. Y aun cuando nos identificamos en la confidencia política y deportiva, siempre estaba de por medio una moneda. Pero también me ofrecieron regalos que iban desde una grabadora encontrada en el Metro, hasta un reloj fino, posiblemente robado; siempre lo acepté y en muchos casos induje a que me consiguieran algo más… Siempre tuve una ambición compulsiva y no he aprendido a controlarla… Es la que me ata al negocio del periodismo, a veces bien a veces terrible, nunca suficiente para arreglar mi vida ni la de los que confían en nosotros, por eso buscábamos el escándalo, aun cuando el Diario tenía su código de conducta y trataba de mantenerlo por encima de nuestras apetencias. No me ha ido mal, justamente estoy tratando de rescatar cosas positivas del negocio: la convivencia con gente sencilla y noble de cualquier lugar en donde he trabajado. Por eso recuerdo a los homeless y su entorno, sus experiencias y la necesidad casi microbiana de aferrarse a la vida, cosa que no ocurre en otros sectores sociales en los que el suicidio denota cansancio y aversión a la existencia; aquí se encuentran casos de muerte por alcoholemia o sobredosis de droga y se podría pensar que el vicio y la pobreza los mata. Más no ocurre así: ingresan en una dimensión espiritual, casi divina, poblada por una mitología citadina poco visible. No hago apología y justificación de la miseria, me limitaré a narrar los hechos, tal y como sucedieron; no de la manera con que se mostraron en la crónica roja: malintencionados, faltos de consistencia, poco creíbles y, sobre todo, condenatorios. Mi encuentro con Glen y Paula se produjo en la comunidad de los hábitos; ya lo dije, en la mañana o en la tarde, religiosamente. Cuando frecuentamos un poco más, pude saber que no éramos extraños: la identidad de aficiones y ubicación en el tiempo nos hizo coincidir en San Francisco, cuando fui buscando las huellas de Jack Kerouac. Glen, vikingo hiperactivo, recorría el Down Town desde las siete de la mañana, para adelantarse a sus semejantes en la recolección de latas de cerveza y soda arrojados a las aceras o recipientes de basura. Hacia las diez se reunía con Paula, quien no soportaba levantarse antes de esa hora y cuando lo hacía, inducida por el camarero del hotel, acumulaba ese genio que ni Glen podía atemperarlo; entonces desayunaban enNewberry, antiguo comedor muy popular situado dentro del almacén, en la Quinta y Broadway. A partir de entonces empezaba su rutina: pedir dinero a los transeúntes y hacer pequeñas labores relacionadas con mensajes o servicios cuando se rodaba alguna película en el área. Parece extraño, pero esta era la única acción que les merecía respeto considerándose como lo hacían, parte ignorada del show Business. La primera vez que hablamos sobre cosas personales y Paula se enteró de que yo era ecuatoriano, unimos recuerdos de Guayaquil, crónica diferente de la gente que ella y yo conocíamos. Supe que salió de Ecuador acusada de haber fundado una comunidad en la que se rendía culto a la fertilidad a través de la marihuana. En realidad se trataba de una organización de ayuda al campesino que la dictadura rotuló como extremista y paramilitar. Estuvo en Santiago unos días, luego salió para México donde vivían unos chilenos que administraban el único hostal en el lejano balneario de San Felipe. Después marchó hacia California con un coyote que pasándola se convirtió en marido; creo que no más de seis meses. En San Diego supo que los españoles fundaron misiones cada cincuenta kilómetros a lo largo de la costa californiana en el siglo XVI y decidió conocerlas, siguiendo la ruta que indican los mapas viales en compañía de americanas dispuestas al viaje haciendo auto stop. Pasaron un año entre carreteras e iglesias: San Luis Capistrano, Misión Viejo, Santa Bárbara, San Luis Obispo, San José y por último San Francisco, cuyo paisaje las hipnotizó caminando entre las pasarelas del Golden Gate envuelto entre nubes. Paula estuvo trabajando en McDonald’s para pagar la habitación compartida con sus compañeras de viaje, después se mudó a Berkeley con intenciones de estudiar en la universidad, más lo que en el fondo siempre deseó era unirse a la vida bohemia de los activistas y hippies que habían puesto una cortina de humo en el campus. No pude ignorar un incidente cuando conocí a Glen: ella frecuentaba “R&B”, una barra gay en el barrio Castro del centro de San Francisco donde, pese a la atmósfera de amor y paz, no faltó una mujer enamorada que soportara el rechazo de Paula y quiso poner su firma en el rostro con un pico de botella. Glen interpuso el brazo y paró la rúbrica. Ha sido su compañero desde entonces. Él venía de Brownsville, Texas, a intercambiar conocimientos sobre el peyote con Timothy Leary y oponer el rito mágico de los navajos a la ilusión de la sicodelia. Para ello se inscribió en el curso preparatorio de Psico-Biología, en el que estaban experimentando clandestinamente con LSD. Se frustró al saber que Carlos Castañeda fue profesor invitado meses antes para disertar sobre sus experiencias expuestas años después en “Viaje a Ixtlán” y “Las enseñanzas de Don Juan”; pero no estuvo mal: con Timothy aprendió a manejar el lenguaje críptico de los encantadores de serpientes y vendedores de pomadas para dolores del alma que Leary utilizaba habitualmente. La acción iría mostrando caminos ignorados al verdadero conocimiento y los mantendría ocupados en conciertos de rock, muestras de arte pop y sesiones de introspección con ácido lisérgico. Glen describía empíricamente el perfil de la censura que divide la conciencia del inconsciente, la forma en que se mezclan los contenidos liberados y el triunfo de la verdad en el ser humano: sentir a través de uno mismo las particularidades de los objetos. Me contó que el libro de poemas de Yoko Ono aborda la percepción extrasensorial del iniciado: cómo le crecen las uñas o cómo germina el cabello; la constitución caprichosa de los poros interiores de una piedra cualquiera o el resplandor titilante de una melodía que jamás recuerda. Paula grabó en un fragmento de concha marina el estribillo de “Light of my fire” de The Doors que más los identifica; solía decir que ese lenguaje cuneiforme estampado es el ritmo y color de la música. Él aún conserva en el cuello el acta de unión; ella el tatuaje de una flor de cannabis y el nombre del autor: “Glen Forever”. Siempre me fijo en ese detalle cuando la encuentro y tiene dispuesto el escote. En Estados Unidos había crecido el nivel de migraciones hacía Berkeley y el índice de peregrinos a la India que retornaban con emblemas de Hare Krishna, el niño Dios de la Luz Divina, el Gurú Dravupada y el hermano Moon. Glen sintió que estaban reemplazando a Timothy y se propuso averiguarlo en los folletos que habían inundado San Francisco. Siempre llegó al mismo punto: la paz interior no se encuentra en labios de otro, está en uno mismo y es lo que estuvieron haciendo; por qué reemplazarla entonces por el rostro bonachón de un profeta con otra idea del mundo y la imagen distorsionada del hombre que vino a respaldar el boicot a la guerra del Viet Nam, la radicalización de las Panteras Negras y la fuerza vital de la inconformidad. Paula era la calle que separaba la cordura de la demencia, y podrían estar pendientes de Timothy. Paula se dedicó a bordar arpilleras y bolsos con alucinaciones para vender en las comunidades hippies de Nuevo México; Glen, aprendiz de guitarrista, improvisaba letras recogidas del alumbramiento sicodélico. Poco a poco la casa fue atrayendo gente que transmitía ilusiones y pirotecnia verbal o buscaba experimentar cosas nuevas. En esos días la necesidad básica era algo alternativo donde se pudiera escribir, puesto que la prensa Underground era escandalosa y trivial, en unos casos, extremista y provocadora en otros. La mayor parte de las publicaciones estaban recargadas como “Melody Maker” o banales estilo “Hit Parader”, “Mojo Navigator” y “Crawdady”. Pero algo tenían en común: estaban dominados por cínicos e ignorantes unidos por su desprecio a las expresiones nuevas de jóvenes músicos y escritores que les daban de comer. Esta opinión la compartíamos muchos de los recién llegados, entre quienes se encontraba Jann Wenner, periodista del “Daily Californian” y “Sunday Rampart”, cuya pasión y agresividad capturaba adeptos a sus ideas. El asunto tal y como lo planteó tenía fuerza: crear una revista que pudiera congregar un grupo básico profundamente ligado a los nuevos sonidos que se deslizaban por las calles de San Francisco. A fines de agosto de 1967, invitó a cenar a varios de sus amigos: Baron Colman, notable fotógrafo, inducido por Wenner para discutir la publicación sobre rock. Allí estuvieron Glen y Paula, con todo el ímpetu y las ganas de vivir para construirse un espacio lógico y propio. Entonces cómo olvidar a ese nórdico enorme que pasó la noche cantando blues –a pedido del crítico de jazz Ralph J. Gleason, mi vecino en aquella época- recostado en las piernas de una esbelta sudamericana. No puedo asegurar si nuestra adhesión se produjo en un rapto de conciencia, lo cierto es que Michael Lydon ya ebrio, decidió secundar la idea y propuso escribir en una hoja de papel nombre y significado. Wenner ya tenía en su cabeza todo el esquema y ocurrió que al final de la eliminación solamente quedaron tres nombres unidos por el destino: “Rolling Stone”. Gleason había recordado el viejo blues de Muddy Waters; Lydon el poema de Bob Dylan y Wolman al grupo británico. En los días siguientes lograron reunir siete mil quinientos dólares con los que empezó la publicación semanal. En octubre apareció el primer número en cuya portada estaba John Lenon. Para los siguientes lanzamientos se interesaron en colaborar gente como Greil Marcus. Ed Ward. Lester Bangs, Bud Scoppa, Jonathan Cott, Grez Show, entre otros. Atacada por el virus Stoniano contraído en Frisco, Paula compró un pequeño almacén de discos y revistas en TelegraphAvenue, la principal y más loca vía de Berkeley que nace en el campus. A veces solía reunirse con ella Janis Joplin, cuyo rápido ascenso como cantante y muerte prematura vino a complicar la existencia de mis amigos y destruyó la fe en la transmigración ácida: nadie muere, solo se trasforma en fuego de energía, mezcla de agua, aire y colores básicos del arco iris. Pero había algo más en la suerte que en las palabras: la ausencia física y su fantasma; cuerpos mutilados o caídos en tierras extrañas; el horror en forma de aceite derramado en Haigh-Ashbury ante la escasez de droga; cuerpos disecados por las química sicodélica expuestos al sol de California, la indolencia de los que empezaron su carrera ascendente a millonarios, como Wenner, extendiendo la mano izquierda temblorosa a quienes depositaron su confianza y la derecha para acariciar billetes y saludar con la fuerza del orden. Business are business, That is the question. Por esos días, la justicia americana, luego de una batalla de cuatro años, consiguió la deportación de Sally Croft y Susan Hagan, dos mujeres británicas que en su tiempo ocuparon altos cargos en la organización dirigida por Bhagwan Shree Rajneesh. Las condenaron a cinco años de cárcel, acusadas de participar en una conspiración para asesinar al fiscal federal de Oregon. En esta ciudad habían instalado la urbe de Rajneeshpuram y una colonia social alternativa que caracterizó a los años sesenta, pero también un pulpo que tenía un brazo financiero en Londres y los demás sobre la “Rajneesh Investment Corporation”, compañía inmobiliaria que movía millones de dólares. Paula y Glen se convirtieron en difusores de las bondades de la ciudad/ashram y migraron a la enorme finca localizada en Oregon. Con ellos fueron miles de seguidores de Rajneesh que se instalaron en “Muddy Ranch”, cercano al pueblo de Antílope, de apenas 47 habitantes. Paula, con la experiencia vivida en Brasil hace pocos años, le dijo a Glen a los pocos días que sentía que estaba viviendo en un estado policiaco. Aseguraba que fueron manipulados e incluso envenenados. Glen no le dio importancia, sin embargo ellos formaban parte de los doscientos “sannyassin” que construían la élite del movimiento. Este hecho, posiblemente, los indujo a minimizar las sospechas a cambio de los deseos de formar parte de una pequeña y autosuficiente comunidad pionera en agricultura ecológica, matizada con el misticismo oriental trasplantado, y el sexo indiscriminado que tanto fascinaba a Paula y movía los celos anglosajones de Glen. Al margen de estos detalles que siempre acompañaron a mis amigos, prefirieron dedicar toda la energía para sumarse a los constructores de la ciudad. Sin embargo, el símbolo de amor y paz se transformó de repente en el de los flamantes Rolls Royce que constituyeron un espectáculo sobrepuesto sobre la modestia que debería cubrir a los miembros de la colonia. El desencanto empezó a mirar la sinceridad de los actos de los fundamentalistas que vinieron de todos los rincones del mundo en busca de la realización espiritual. La presencia de una escolta fuertemente armada y hasta un helicóptero de combate, invirtieron el proceso de afianzamiento de la fe. Los comentarios en voz baja se convirtieron en reclamo airado cuando los “rajneeshsis” les comunicaron que era necesaria una mayor expansión y la necesidad de que la comunidad fuera reconocida como ciudad capaz de dotarse de sus propias regulaciones. Estas metas las consiguieron en las elecciones y tomaron el control del ayuntamiento. Cuando la investigación policial llegó a las puertas de la colonia, Glen y Paula habían fugado, pocos días antes de que Rajneesh fuera expulsado del país. A quienes capturaron les cayó todo el peso de la ley y fueron acusados de instaurar como policía de seguridad a las escuelas ilegales, provocar intoxicaciones masivas, promiscuidad sexual y, sobre todo, de comprar 91 Rolls Royce para su gurú. De vuelta en San Francisco, Glen, impresionable al menor contacto con la irrealidad, estuvo dando vueltas con la frustrada experiencia: no había sido fácil llegar hasta ese lugar y alguien lo echó a perder. El asunto era recluirse en otra comunidad hippie o dejarlo todo, aun cuando esto significara abandonar el camino. Optó por decidirlo con Paula, aun cuando la torpeza, ingenuidad, y necesidad de sobrevivencia, en corto tiempo los transformó en vendedores de heroína y anfetaminas. Nunca quedó claro si buscaban independencia, en relación con la actitud de los comerciantes del nuevo sistema o el desencanto se apoderó de sus almas. La construcción duró lo que una travesura infantil. Los dos, a más de arruinarse con agujas, brazos, genitales, incluso venas detrás de la lengua, engrosaron el ejército paranoico dispuesto a todo con tal de conseguir un gramo de polvo. Paula me confesó haberse prostituido con anuencia de Glen para saciar la angustia que sigue al descenso del vuelo. A ellos, como a muchos otros, tuvieron que recogerlos en el interior de habitaciones oscuras, afectados de pánico y tuberculosis. No sé cuánto estuvieron hospitalizados, me han contado que perdieron la noción del tiempo. Luego Paula, aferrándose a la vida dejó la dependencia y procuró cuidar a Glen a quien visitaba diariamente para asearlo y reconstruir fragmentos de la calle. Mientras tanto, dormía en el Ejército de Salvación y se alimentaba con la esperanza de curarse definitivamente para ayudar a Glen. Nunca pudo recobrar la figura y conserva hasta hoy el cuerpo flácido y seco de los drogadictos; esta imagen la reconoce cualquiera en capacidad de emplear a una persona afectada, así que tuvo que dedicarse a pedir caridad y reciclar basura, única acción sensata que le permitió ahorrar unos cuantos dólares. Cuando salió Glen de la paranoia fueron a vivir a Oakland, ciudad separada de San Francisco por un puente, en un ghetto apacible lleno de gente que salió de la meditación, olor a incienso, drogas fuertes y ácidas, que habían descubierto la paz en el hachish. En otras palabras, volvieron a empezar; sin embargo las obligaciones con el grupo fueron rígidas: cada uno era responsable de la seguridad del clan y la producción para el consumo diario; nada debía faltar en el santuario primitivo. Aquí aprendieron a leer con disciplina; todos estaban interesados en la “Utopía” de Tomás Moro y “La Isla del Sol” de Tomás Campanella; allí encontraron el método y la vía para acceder al mundo feliz de Aldous Huxley y la realización espiritual. Quisieron conocer las alturas de Machu Picchu, donde, probablemente se encontraba la tierra de la ambrosía. Alguna vez pregunté ingenuamente en mi país que entienden por ambrosía y Carlos Béjar, con la seguridad de un ornitólogo, respondió: “…es la saliva que se queda en el pico al colibrí después de haber escanciado el néctar de las rosas rojas; pero tienen que ser rojas, loco”. El viaje que emprenderían para comprobar si era cierto aquello del Alto Perú, fue parte de la diáspora que ocasionó el agotamiento del continuo peregrinaje urbano y la desconfianza en sus acciones, mezcla de activismo político, contracultura y pánico. La decisión no fue un acto deliberado ni otra prueba de resistencia a lo que pudiera venir, esta vez era la voz de la vida, el llamado de los antepasados, el mensaje de la tribu y la recuperación del fuego ceremonial. Los nuevos templarios marcharon al sur y fueron descubriendo fronteras de un mundo antiguo y oculto, erguido detrás de los intereses estratégicos de la metrópoli y menos“Banana Republic” de lo que se les había enseñado. Por supuesto que Glen y Paula no lo ignoraban y prefirieron volar primero a Ecuador. II “Deja vu”, fenómeno de lo “Ya visto”, intromisión del inconsciente en el sueño pacífico y conciliador de nuestras funciones, está escrito en la revista “América”, material de lectura puesto en los asientos del avión. Glen no entiende la sensación de que son desagradables a la tripulación y pasajeros elegantes… hombres y mujeres de negocios, tal vez. No huelen mal, piensa él, Paula tiene manía con el aseo personal y esta mañana se puso la mejor ropa. Ella viste un pareo de colores vivos y una blusa tejida que le regalaron en Oregon. El cabello lo tiene sostenido con un cintillo tejido por Glen. La señora sentada junto a ellos se siente molesta y cada vez que puede los apuñala con la mirada; ha decidido no hablar ni responder las preguntas de Paula. Glen está incomodo, los asientos son pequeños y ha cambiado dos veces a la ventana y al pasillo. Con una cerveza Heineken en las manos se siente inmune a los demás. La voz de la cabinera anuncia el descenso a la ciudad de México, primera escala del viaje. El temor los bloquea, las manos sudan, Paula se sumerge en el agua mansa de los ojos de Glen y busca en las profundidades la paz que sale al encuentro. Glen es muy dado a maldecir, en su forma domestica de admirarse de las cosas y mantener diálogo con sí mismo. Mentalmente inquiere; el mecanismo de defensa le responde y escupe una de las tres más usadas expresiones de su repertorio. Hecho esto masculla “oh gosh” y se introduce en su propio océano. El tiempo ha eliminado las palabras en la relación; estoy seguro que se entienden telepáticamente, siempre y cuando Paula no esté de mal humor, entonces no para de hablar y persigue al pobre Glen hasta agotarse; pero usualmente es toda ternura, silenciosa, maternal cuando ve al gringo enorme, asustado y tímido. El personal de reposición y servicios entra para sacar basura, restos de alimentos, antes de la brigada antinarcóticos donde las estrellas son los canes, no sus conductores. Se ensañan con mis amigos: los obligan a ponerse de pie y abrir su pequeño equipaje; los perros también exageran, los miran fijamente y huelen una y otra vez, como si estuvieran convencidos de su naturaleza. Muy a su pesar abandonan la misión en complicidad de pasajeros muy poco seguros del examen realizado y en espera que alguien los secunde frente a los indeseables. Minutos después los invade una sensación de bienestar que se desplaza entre el azul del crepúsculo y el telón salpicado de luz blanca que empieza a desplegarse por el este; por el oeste apenas se distingue el chisporroteo del Sol ya casi derretido en el firmamento. Ahora duermen plácidamente acariciados por el suave ronroneo del avión en velocidad de crucero. La nave rueda en el carril de la pista del aeropuerto Simón Bolívar de Guayaquil y parece que el alma hubiera vuelto al cuerpo de Glen y tomara posesión apartando lo inútil, lo medianamente cobarde arrinconado en las oscuridades del interior. Ellos no tienen la necesidad de otros que se dejan acompañar por el “equipaje”; ellos más bien llevan su casa en las espaldas, como caracoles: una mochila cada uno; eso es todo lo que los compromete con el mundo. Paula vivió a comienzos de los 60 en Guayaquil, cuando la mitad de los jóvenes de la ciudad empezó a cultivar valores “Light”, veían a la familia como un hotel de cinco estrellas y a Miami como el destino final para conseguir la felicidad. La otra estaba compuesta por estudiantes que prefirieron mutar hacia un alma americanista al ritmo de los Beatles, bajo las consignas del socialismo revolucionario y las protestas de París, en mayo del 68. José Joaquín Bejarano decía: “nosotros somos marxistas-lenonistas”. Ella se adoptaba más a la lógica de los segundos y a la de su compañero ecuatoriano, un guerrillero nostálgico del Toachi. Cuando buscó a los viejos camaradas se preguntó una y otra vez: ¿qué fue de aquellas ansias de amor universal y de cambiar el mundo? Manuel Mejía, el Gordo Carreño, Nicolás Belucci, Juan Villafuerte estaban viviendo en Francia y España. Los únicos a quienes localizó se habían anclado en el sueño de Oriente y se convirtieron en hippies: Carlos Béjar Portilla, Hipólito Alvarado, Alfredo Catán, Daniel Kraglievich, Fernando Artieda, Hernán Zúñiga, el joven Héctor Napolitano, hoy “el viejo Napo”, y todos los que, de alguna manera, se detenían un tiempo en Guayaquil antes de enrumbar hacia Europa. Los íconos seguían siendo Jack Kerouac, Antonio Lafurcade (sobre todo el de “Palomita blanca”), Dylan Thomas, Julio Cortázar y la magia pictórica que trajo Enrique Tábara de Barcelona. Carlos Béjar compartió con Paula el viaje místico que realizó a la India con Alfredo Catán y los percances en Marruecos para sacar una pequeña cantidad de Hachis. ¿Qué fueron a buscar en ese lugar y qué quedaba de todo aquello?, fue la pregunta que repitió dos veces Paula, consiente de su experiencia y frustración en Oregon. Inicialmente, según Alfredo Catán, querían absorber la energía de Rishikesh, la ciudad más santa de India; el lugar donde lo Beatles se reunieron con el gurú Maharashi Mahesh Yogi. Glen les dijo que fue una pérdida de tiempo pues meterse con Mia Farrow les disgustó a los Beatles y desenmascararon al santón. Carlos Béjar los hospedó en su casa, pues tenía la costumbre de adornar su boutique –la más loca y el paradero de todas las personas que andaban en algo (música pesada, marihuana, y amor libre)- con extranjeros rubios y de apariencia extravagante. Glen y Paula se sumaron a dos argentinos que atendían el almacén por las tardes, a tres chilenos (Anita, Quico y Jean Paul) que llegaron en el Surya Varuna, un colorido velero que acoderó en el Yacht Club del río Guayas, y atendían por la noche. En esa embarcación bordearon el perfil costero, recolectando percebes y espóndilus, en una prolongada ceremonia que reproducía los rituales de los habitantes de Valdivia en la búsqueda del sustento. En la Isla de la Plata anclaron para conocer a un místico griego que tenía en la parte baja del acantilado un letrero que ofrecía “Por 5.000 sucres, el camino más rápido hacia la madre tierra”. Allí lo encontraron, para su sorpresa, a Carlos el brasileño, recibiendo un curso de perfeccionamiento yoga. Paula lo conoció en Rio de Janeiro de sobra y previno a todos sobre los “ojos del maligno”. Carlos peleó en la guerrilla de Mariguela en Brasil y su pasión por la marihuana contribuía a que los ojos estuvieran permanentemente enrojecidos y cansados. Era ya tarde cuando decidieron desembarcar en Montañita. En ese lugar tenía Carlos Béjar su casa de playa, dedicada a la meditación y a las enseñanzas hinduistas que las dirigía Alfredo Catán. Paula y Glen discutieron furiosamente sobre la falsedad de los mitos construidos alrededor de los gurúes. Y contaron su experiencia en Oregon. A Carlos el brasileño le había intoxicado la caipirinha que preparó y discutió con Paula más allá del dogma y le reclamó por haberlo abandonado en Río de Janeiro. Glen paró la discusión y salió con ella, decidido a regresar en el primer vuelo a California. III Glen era un gringo superado en temas de pareja, por eso, cuando estuvieron en California, disipó los temores de Paula sobre la resaca de la discusión con Carlos el brasileño. Esta vez se instalaron en Hollywood, en un hotel del día, generalmente habitado por drogadictos ytodo aquel que pudiera reunir el costo diario de la habitación. Estaban a medio bloque de Sunset Street y Vine, donde empezaba la vida loca que tanto los atraía. Blaze, un amigo de la pareja, compartió con ellos el negocio de la venta de los mapas de los ricos y famosos. Por esa época, en el boulevard Hollywood estaba entrando con fuerza el consumo de drogas sintéticas como éxtasis y el PCP o polvo de Ángel, una verdadera explosión social en las discotecas de todo orden. Este diseño químico, también llamado trip espiritual los cautivó y, para consumirla con regularidad, se dedicaron a revenderla. El dueño del hotel de mala muerte, un judío especialista en quebrar negocios prósperos, les aconsejó que no se esclavizaran, pues las depresiones y el insomnio los puede llevar a la muerte. Según él, fue inventada en Alemania en 1898 como metoximetileno dióxido-anfetamina (mda) y los laboratorios Merk la comercializaron en 1914 para aplacar el hambre. El testimonio de un hermano que se suicidó después de la Primera Guerra Mundial le puso dramatismo al relato, además de que los nazis la suministraron a los socorristas y batallones de choque durante los bombardeos de los aliados en Berlín. En las calles de Hollywood se la conocía con los nombres de Mellow drug of America y Speed for Lovers, nombres con los que la demanda para las famosas “parties yuppis” era el enganche para mejorar la situación de nuestros amigos. Sin embargo la mezcla de cocaína, muy de moda en las colinas habitadas por el jet set financiero y cinematográfico los aceleró, al extremo de pasar de la euforia a la abulia para reconocerse como potenciales dementes que empezaron agrediéndose verbalmente y terminaron hiriéndose en la parte que más consideraban el eslabón necesario para mantener una relación de pareja. Para entonces se habían mudado a la pequeña casa en West Hollywood que arrendaban dos hippies de San Francisco: Blaze y Sheila, su esposa, con el ofrecimiento de compartir gastos. Las reglas estaban implícitas: hay que evitar los excesos por respeto al pequeño Joey, hijo de cinco años y piedra ceremonial de una pareja que luchaba por alejarse del consumo de drogas. De hecho, preferían venderla para ahorrar y emigrar a Montana para terminar de criarlo. Otra de las recomendaciones estaba relacionada con el consumo y el negocio: por ningún concepto debía enterarse el niño de las actividades que realizaban, por lo que estaba vetado drogarse y permanecer en casa, así como tener a buen recaudo los alijos de droga. Quién entiende a Paula, repetía fastidiado Glen, cuando arreciaron las ofensas. Uno de los dos por lo general no dormía en la casa y volvía para hacer un recambio de dinero por éxtasis. A veces se encontraban en algunas de las barras que frecuentaban y volvía la armonía para probar de nuevo que seguían siendo inmunes al olvido. En esos péquelos espacios de afecto se daban tiempo para acompañar al cine a Joey y comer una pizza. La relación con el pequeño era intensa y compensaba, de alguna manera, la imposibilidad de procrear de Paula por la secuencia de abortos. Glen se identificaba con el pequeño y lo trataba como si fuera suyo y, de alguna manera, lo sentía suyo. En un momento de lucidez hicieron un paréntesis a la vorágine del consumo y prometieron no discutir, en homenaje a Joey por su salud, sobre todo porque al pequeño le disgustaba esa guerra verbal entre dos colosos a los que se había acostumbrado y los sentía parte de él. Paula estaba convencida de que el pequeño era un Ángel que cuidaba de ellos y se lo contó a Glen, por lo que las salidas con él eran más frecuentes, unas veces con Blaze y Sheila, otras únicamente los tres. Lo llevaron a conocer las playas de Venice y Santa Mónica. En este paréntesis la racionalidad redujeron el consumo de éxtasis y PCP a los fines de semana para dedicarse con mayor fuerza a la venta y el ahorro que les permitiría adoptar a un niño. La mañana de un domingo en que se preparaban para ir a Disney World con Joey, una llamada a Glen lo sacó de la tregua acordada y salió sin explicar la razón de la urgencia. Paula también lo hizo, maldiciendo a Glen, con un presentimiento que venía agrandándose desde que regresaron de Guayaquil y salió recordándole a Joey que había comida en el refrigerador si tenía hambre. Se reunió en el boulevard Hollywood, cerca del teatro chino con vendedores de droga conocidos y preguntó si había pasado por ahí Glen, mientras encendía la primera pistola de crak, que la indujo a probar otra, y otra. Para bajar algo del vuelo acelerado prendió un pitillo de marihuana. Luego los dejó y se dirigió a una barra bar a la que había dejado de ir porque el alcohol no era su fuerte, allí se quedó hasta entrada la noche compartiendo margaritas con dos jazzistas desempleados. Cuando regresó a la casa, pasada la medianoche, el presentimiento se abrió como in flash sobre la calzada en la que paramédicos y policías sacaban un pequeño cuerpo del interior de la vivienda. Era Joey. Ante la ausencia de los grandes de la casa, y dueño de la autonomía para hurgar en cajones dio con los alijos de polvo de ángel y empezó a jugar como había visto hacerlo a Glen y Paula. Pese a la intoxicación alcanzó a llamar al 911 y les comunicó que se sentía mal, cuando llegaron había muerto. La Policía del condado arrestó a Blaze, Sheila, Glen y Paula, y la Corte los condenó a cadena perpetua. Durante mis visitas a la cárcel no he sido bien recibido ni por Glen ni por Paula, por lo que decidí no volver más, aun cuando en Guayaquil me preguntan siempre por ellos. California dreams La ciudad de Los Ángeles está impregnada de un vaho dorado en las primeras horas de la mañana, cuando los rayos del sol caen perpendiculares y barnizan la piel de sus habitantes, incluso en invierno. Dependiendo de quien la admira, la respeta o la tolera, puede ser el cielo o el infierno y, como toda urbe industrial, lucir sucia y fea. También es un espacio extremadamente poblado en el que nada está quieto, como si la costumbre de convivir con los sismos, que amenazan con desaparecer el sur de California, les hubiera dado a los angelinos esa manera cuidadosa de caminar y organizar su vida. Por ello, cada vez que mido la distancia entre la línea de horizonte y todo lo que me rodea, vuelve como una pesadilla la sombra alargada por el impacto de la mañana, desprendiéndose de un cuerpo delgado sobre la franja de seguridad para peatones que une la acera de Union Square, la terminal de Ferrocarril Metropolitano de Los Ángeles, con la placita Olvera. No es común atravesarla cuando el semáforo pinta de rojo; es más, las leyes de tránsito lo prohíben y, sin embargo, aquella vez esa figura encogida por el frío caminaba como si no la conociera. Sé que nadie es atropellado por este desliz; y no por respeto a la vida sino por lo que cuesta una demanda: muchos inmigrantes en desgracia ven la posibilidad de terminar su miseria con este ardid. Pero ese día se detuvo frente a la banca usualmente ocupada por desempleados y gente en tránsito. “Do you have change?”, susurró sin mirarme. “¿Quieres un cigarrillo?”, le dije y el respondió “órale”. El español no era su idioma pero se hacía entender y sin pedir permiso tomo asiento; de los salvadoreños ya se sabe, todo el mundo nos previene. ¿Y si es mexicano? No, él no andaba en otra cosa que no fuera mirar a la gente con atención. Al rato sonreía como si descubriera fragmentos ignorados por los demás o recordara algo ya vivido. Su cara había sido concebida en el día a día para la intranquilidad; así lo testimoniaban las cicatrices en losarcos superficiales. Tampoco olvido que éramos impacientes esperando el autobús que llegaría en menos de cinco minutos; aquí son exactos los horarios. Cuando volví a mirar yacía en el piso retorcido por convulsiones que deformaron el gesto intrigante. Me incliné para ayudarlo y creo que fui el único entre los presentes; con el tiempo he aprendido a reconocer la epilepsia, y también que es poco lo que se puede hacer en estos casos. Mi autobús llego exacto. El chofer miró como si formara parte de su rutina el triste espectáculo de un latino tendido en la calzada durmiendo la borrachera. Quise irme, pero no me acostumbro a la idea de ignorar este tipo de acciones que mantienen latente la identidad del poder. Por eso deploro que en este país se practique la indolencia, la más odiosa de las discriminaciones. En una situación como esta se necesita un médico y yo soy psicólogo; pero conozco que empieza con un malestar, cierta angustia llamada aura; viene el ataque impredecible en duración, segundos, minutos quizás, tal vez horas; luego el sueño profundo. Una ambulancia me devolvió a la realidad cuando los paramédicos se ocuparon de él y alguien preguntó en voz alta si tenía seguro médico, porque no lo podrían llevar al hospital sin ese requisito. Le suministraron oxígeno y desaparecieron dejándome con la idea de que pronto despertaría. Así que nuevamente con la duda existencial de la solidaridad y el cuerpo inerte acomodado en la banca, decidí esperar. Ese día todo estaba calculado para un par de cosas que requerían de mi presencia antes de volver a la casa. El jurado del condado daría a conocer el veredicto del juicio en el caso Rodney King, el afroamericano que fue detenido por la policía luego de recibir un modelo racista de paliza y las imágenes fueron difundidas por la televisión. Así que encontré la solución al problema: un viejo amigo ejerce clandestinamente la medicina porque no habla inglés y podía hacer la buena acción del día. En esa época trabajaba en la joyería del judío Salomón Olmert, en la calle Hill, quien le permitía atender de vez en cuando casos de emergencia, siempre y cuando compartiera una parte de los honorarios. “¡Qué onda!”, dijo al despertar. “¿Te sientes bien?”, pregunte. Según él, no conoce por qué se desenchufa –no encuentro otra palabra que justifique la impresión que tengo de estos ataques- y quería saberlo. Le planteé la posibilidad de que mi amigo lo examine y ahora pienso que el sorprendido fue él. Así que tomamos la línea 1 de Torrance que nos depositaría frente a la joyería. Eran casi las once de la mañana, hora en que los mexicanos caminan con los ojos desorbitados buscando en las vitrinas el sueño americano; lo negros reciclando basura para comer ese día o comprar crack en el Skid Row, pues son los únicos convencidos de que la ilusión todavía existe y se esconde en algún lugar del centro de Los Ángeles. Mi amigo se llama Guadalupe y es de Baja California, México, región abrazada por el mar de Cortez, donde la gente que la habita es inolvidable en asuntos de afecto. -“¡Qué pasó carnal! qué te trae por aquí, gritó desde el mostrador de la joyería”. -“Ya sabes, siempre metiéndome en lo que no me importa”, respondí con la misma sinceridad de Lupe. Salomón, el judío, también lo hizo como cada vez que paso a ver a mi amigo: -“Tú sigues bien, no como iste cabeza dura que no mi hace caso y no escucha al viejo Salomón qui sabe mucho del fracasi di los necios. Primera cosa: saca licencia di médicu, repitu; segunda: yo ayuda con dinero para consulta; tercero: aprendi inglés, sin esa arma no progrisas. Pero no mi hace caso, prefiere música de banda, comer tacos y beber tequila hasta pierder conciencia. ¡Qué ti trae por aquí, ecuatoriano!”. Le expliqué la situación de Bobby y me aconsejó que no le haga favores a un desconocido. Lupe lo revisó y dedujo que las cicatrices en el rostro se deben a los ataques de epilepsia que no contemplan tiempo ni lugar para desconectarlo. A las personas en tratamiento, me dijo confidencialmente, les procuran compañía para que los auxilien y eviten que se “chinguen” la cara. -“¡No creas que habla pastosamente porque nació tonto; es por los mordiscos en la lengua”, concluyó! Enterado de que necesitaba tratamiento ambulatorio y alguien quien lo cuide, Salí con el compromiso de un encuentro a corto plazo para vaciar una botella de tequila Centenario que guardo desde hace un par de meses. A mi nuevo inesperado amigo le di un apretón de manos con sinceros deseos de buena suerte y lo acompañé hasta el paradero de autobuses. Con el agradecimiento adiviné un rasgo de fastidio por mi partida, en momentos que un mexicoamericano vestido de negro y la cabeza rapada lo increpó enojado mientras puso disimuladamente un revólver en mis costillas y nos condujo hacia un viejo Lincoln negro con el motor encendido. “Si te mueves ‘pum’”, dijo, mientras nos acomodó en el asiento trasero. El vehículo era conducido por otro bandolero de no menos 1,90 de estatura, cuya testa había sido revestida por un pañuelo de fondo azul con bolitas blancas. Luego tomó la calle Broadway hacia el centro-oeste de la cuidad, mientras me sumergía en la adivinanza del diálogo en spanglish: alguien lo estaba buscando porque los pandilleros negros estaban armándose con urgencia y él debía encontrar a otro latino llamado Slash. La fuerza de la casualidad y la indolencia de otros me estaban implicando en algo que echaría a perder mi residencia en este país. -“Bobby”, le dije en tono de reproche, “yo no te conozco; por favor diles que me dejen ir”. Nuestro secuestrador amenazó con dispararme y Bobby lo insultó con frases que gratificaban cómo se siente la cara partida. -“Wait”, me interrumpió: “luego de llegar a West Lake y hablar con Wally en Mac Arthur Park, te vas, sentenció”. Miré fijamente al secuestrador en momentos que tomaba aire para insultarme. -“¿Tienes algún problema pinche cabrón?”, me increpó en tono agresivo. “No”, respondí, sin otra opción. Entre la estación de Pershing Square y el parque Mac Arthur no hay más de cinco minutos que se cumplieron al aparcar en la zona señalada para la cita. Es un lugar ruidoso en el que la gente funde la cotidianidad en el grito antes de conversar, y las expresiones se mezclan con la música de banda que sale de los almacenes saturados de personas que entran y salen con la insatisfacción en la mirada. Es un retazo de paisaje típicamente citadino en el que predominan los sombrerudos provenientes del sur de México, enloquecidos con la propaganda de comida picante que se anuncia en carteles bilingües: Birria, enchiladas, taquitos al pastor y aguas de todos los colores. En este espacio suelen aflorar mis sentimientos qué se traducen en un afecto casi patológico a la culinaria mexicana, que no es menor al temor reverencial por la naturaleza de los seres asustados y con hambre. Entonces, ¿cómo puede ser de mi agrado este rincón generalmente invadido por traficantes, falsificadores de tarjetas del Seguro Social y vendedores informales, si aquí, además, abandonan a su suerte a los indocumentados recién llegados? Son razones encontradas que en un momento se trasforman en miedo y en interrogantes relacionadas con mi seguridad. -“¡Ahí está: Wait!” dijo eufórico Bobby, golpeado las palmas de sus manos en las piernas. Del norte, supuse, blanco, 1,85 de estatura, más o menos, cabeza rapada y brazos tatuados, seña inconfundible de pandillero (cholo) 1 que ha estado en prisión. -“¡Pinche Bobby!”, lo saludó de la manera tradicional de los “chicanos”: las manos en posición de pulsear y el choquede puños. Luego preguntó por mí y Bobby le dijo que permita que me retire, pues soy ajeno a sus problemas. Le respondió que era imposible por el momento y pidió a sus acompañantes que nos aproximaran antes de introducirnos a la parte más discreta del parque, donde escuché cosas que iban a cambiar mi vida. -“Bobby, Slash se llevó las armas que la raza 2 necesita para unirse ante la arremetida de los pinches mayates 3 . Estamos dispersos y tu hermano ha desaparecido. La gente te respeta… a mí me odian. Hay que jalar parejo carnal”, le gritó enojado. Dirigiéndose a mí con el ceño fruncido, decretó que seré, mientras tanto, garantía y custodio para que Bobby cumpla. Cuando cerró la boca yo había entrado en un túnel del que no se puede salir ileso. A nuestro secuestrador lo llamaban PopCorn y sugirió dividir responsabilidades: él iría a buscar en Huntington Park y nosotros, acompañados de dos garantes de la seguridad, al este de Los Ángeles: Mike, bajo de estatura, silencioso, gafas oscuras empotradas en su rostro, y Jura, personaje delgado, dueño de un aire siniestro y tatuaje en el cuello. Este conduciría el auto. Salimos del Down Town por la calle 7, convertida más adelante en Withier Boulevard después de atravesar los bloques de Ramona Gardens, y finalmente el arco tradicional de esta parte de la ciudad: “Bienvenidos al Este de Los Ángeles”. Mi conocimiento del lugar es reducido: unos cuantos datos dispersos atados a la delincuencia, al sitio en el que creció y se hizo célebre del campeón de box Óscar de la Hoya, y a ciertos huequitos inolvidables del tradicional sabor mexicano. Cuando giramos para ascender las empinadas calles empobrecidas, supe que, como en México, la vida no vale nada. Mike se detuvo frente al motel “Rainbow” en cuya acera bromeaban tres prostitutas y en menos de lo que pía un pollo estuvimos rodeados de muchachos armados como para una guerra. -¡What´s up, vato!, dijo el más animado y suelto de lengua, poniendo el cañón del revolver en la cabeza de Mike. Este no parpadeó con la demostración para enseñarles valor. El otro, sin dejar de apuntar hizo un paneo interior. -“Bobby, what are you doing men!”, chasqueó la lengua sorprendido por la visión. Había llegado el hombre menos esperado y se produjo, con el saludo tradicional, la invitación al barrio. Tú, no, le gritó a Mike. Este escupió contra la pared mientras se arrimaba al coche. La diligencia duró menos de lo que supuse y tuve que transmitir el mensaje ante la incapacidad de Bobby para coordinar ideas y darles sentido. En estos casos, ya se sabe, habla uno y los demás callan. Se me ignoró hasta el final cuando el asentimiento de Bobby y el intercambio de mirada de los camaradas tuvieron consenso. Nada sabían del hermano y una sentencia de muerte corría por estos lares. -¡Si conoces algo avísame, pinche Bobby!, gritó a manera de despedida. Así que otra vez en la misión encomendada. En Los Ángeles llueve poco y parece que la mayor parte se acumulara en estas calles en donde los charcos tardan en evaporarse. Ascendimos medio bloque hacia una casa de madera, característica de California, escondida de miradas extrañas e indiscretas entre bromelias y naranjos. Del interior se deslizaba una vieja melodía de los Beach Boys y los gritos destemplados de una mujer entonándola. Mike se dirigió a Bobby para preguntarle si deseaba ir. Este asintió de buen humor. Pero se detuvo frente a la cerca como si lo dudara. La pequeña puerta abrió el espacio que bloqueaba su mente, interrumpió la música y dejó libre la vos chillona de mujer. Luego Bobby regresó para hacernos pasar a la intimidad de esta casa, su mente y el pasado. -“¡Órale!, gritó Mike” y ascendimos juntos. La entrada principal estaba dominada por una mesa, seis sillas, y al costado el recuerdo de lo que pudo ser toda la cerveza bebida en una semana. En los sectores pobres como en el que nos encontrábamos, es costumbre de sobrevivencia reciclar latas y venderlas para ajustar el presupuesto diario. Mientras nos sentábamos, desde el fondo del pasillo crecía el sonido rítmico de un par de tacones golpeando con fuerza la madera al caminar. En el marco de la puerta se dibujó una silueta coronada por el cabello negro y brillante de las mujeres latinas. En la parte superior del rostro, un par de ojos almendrados aun llorosos lanzaba hechizos a quien se atreviera a confrontarlos. Mike la abrazó y permanecieron en silencio hasta que ella, en voz baja lo llamó Baby y honey. Entonces supe que era su hermana, cuando él le pidió perdón por haberse alejado tanto tiempo. Ella no hablaba español y el diálogo se volvió ininteligible por la velocidad y el spanglish. Mike le explicó sobre el asunto que nos había unido temporalmente y respondió cortante: -Forget it, ¡ya empezaron los chingadazos! Según ella, mientras vestía a su hijo vio en televisión que en el centro sur de Los Ángeles se amotinaron los negros y las bandas latinas cuando se conoció públicamente el veredicto del juicio en el caso Rodney King; el jurado había absuelto a los cuatro policías comprometidos en la paliza. El mensaje activó la alarma y el niño quedo en casa de la abuela. Entonces tomamos la autopista 5 hacia el lugar en donde suponía se esconde el hermano de Mike y se estaba desatando una matanza interracial. Al llegar a la calle Vermont los amotinados corrían hacia Florence y Normandie, otros regresaban sudorosos cargando televisores y carritos de comisariato llenos de comida. Megan se llamaba nuestra compañera, ordenó dejar el vehículo en casa de una persona conocida. II Las puertas, de la idea más cercana que tengo del infierno, se abrieron ante nuestros ojos. Los bloques que faltaban para llegar a Florence y Normandie lo hicimos caminando, sin sospechar que la fuerza de la ira tiende senderos hacia el lugar donde se realiza el inventario de culpas y el reporte de daños a terceros. Mike me advirtió del peligro que acechaba al hermano de Bobby y me puso a elegir: quedo libre y me retiro, o sigo con ellos bajo mi responsabilidad, pero el perdón llegó demasiado tarde. Solo, yo como cualquier otro, corría más peligro entre la comunidad negra. Así que le agradecí por la oferta y continué con ellos, aterrorizado por la visión de los vehículos metálicos sobrevolando el averno, y la voz estereofónica de ángeles rabiosos instando a los amotinados a que se retiren, ante la negativa de cancerberos armados, pero temerosos de la respuesta al mensaje de la canción “Cop Killer”, de Body Count, que ordenaba matar a los policías. Las llamas amenazaban al cielo pretendiendo contaminarlo y los coreanos gemían, uniendo las manos en actitud de perdón, los judíos maldecían la furia de los negros amotinados. El corcel negro que alentaba a los insurrectos bajo enfurecido a un diablo blanco de su tráiler (Reginald Deny) y lo ofrendo a los Bloods 4 . Los Crips, en cambio, buscaban saldar cuentas con la Raza; a estos los perseguían para ajusticiarlos contra la cerca de la licorera que aún está en el lado de Normandie. Uno de ellos fue “Pop Corn”, el emisario que fue a Huntington Park. Uno de los “bloods” le partió la cabeza con el radio de un vehículo, mientras otro le cortó la ceja. Luego lo pintaron de negro, de arriba abajo. La caballería federal del aire surgió del horizonte que marca los confines de Glendora, Pomona y Sierra Madre, antes de sobrevolar el averno y lanzar admoniciones a los sublevados. Las bombas de humo camuflaron el descenso de francotiradores que se ubicaron a uno y otro ladode la convergencia del núcleo de la sublevación. Los demonios respondían con trozos de piedra desprendida de las aceras heridas y hierros arrebatados a las puertas de seguridad de los almacenes. Un pastor evangélico caminaba entre los escombros recitando los primeros versículos del Génesis al salir al encuentro de la manifestación que venía por Western Avenue, destruyendo las tiendas coreanas y levantando sobre sus cabezas los equipos de sonido que sintonizaban la misma música: “Fuck off pig, stupid, incompetent, moron, oh yeah!”. Los negocios ardían sin remedio y el fuego ejercía su derecho al caos formando nueve círculos a los que ingresaban, de acuerdo al pecado, personajes conocidos de la política californiana. “Icon” tocaba frenéticamente la guitarra en la parte alta del cabezal de un tráiler volcado, mientras recitaba: “Despréndase de mí la calma Antes de que el agua baje de la montaña. No miren hacia atrás Porque la sal hace estragos. Fundan en mí la angustia, Tómense de las manos Y encierren la piedad para que no interfiera Mientras prueban el sabor de la justicia. Hermanos, el poder está en ustedes Utilícenlo contra los descoloridos Hijos de América”. El chisporroteo de la madera combustionada y el tablero de las ametralladoras se unieron al chasquido de las llamas tomando la orilla opuesta de las casas vecinas. Era el sonido de fondo para la vorágine que incendiaba también el alma antes de recibir la condena de “Body Count”: “Trishia vive en Compton, No puede ver pero escucha Lo que cuatro perros dijeron al disparar: ¡Yeah yii yeah No, no, no! “Trishia va a la escuela Guía sus pasos un lazarillo Y la defiende de los blancos Que van a tirar a matar: ¡Yeah yii yeah No, no, no! ¿Quién golpeó a Damián? ¿Cuántas costillas rompieron los bastones policiales? ¿Qué pecado cometió viniendo de Long Beach? ¿Oh, es ladrón? ¡Yeah yii yeah No, no, no! Hermanos: Por Trishia, Damián, Y todos los que perdieron hijos, padres, amigos, Conviertan cada piedra en un arma Y cada grito en una maldición: Matemos un policía. ¡Oh yeah!” III A Mike lo perdí y, según la filosofía de Megan, él sabía cuidarse. Los disparos aun venían del lado de los policías y miembros de la Guardia Nacional desplegados en la zona de guerra. Jura, el conductor del Lincoln negro en el que nos transportamos, recibió un tiro en la nuca y siguió corriendo sin saber que había muerto. Megan nos condujo hasta un callejón del que sobresalía imponente un contenedor metálico de basura. Allí nos escondimos y por una de las aberturas apreciamos que anochecía. Compartíamos el pequeño espacio con una pareja coreana temerosa como Bobby y yo. Por una de las hendijas miramos a varios afroamericanos arrastrando el cuerpo de un chicano, irreconocible por las heridas en el rostro. Ya estaba muerto y con una cuerda atada a su tobillo izquierdo lo paseaban como trofeo de esta guerra demencial. Bobby dijo con una voz gutural que ahogaba un grito, que era “Slash”, su hermano. Megan le aseguró que no. Pero se soltó de nosotros y enfrentó a los negros que no se dieron cuenta de dónde venían los golpes. Bobby se movía con la rapidez y contundencia de un profesional de la pelea callejera: era una máquina demoledora que liquidaba uno a uno. Cuando salimos a socorrerlo, nadie quedaba en pie y él abrazaba el cadáver con la miraba pérdida. Megan lo condujo recostado en su pecho, sosteniéndolo por la cintura y cargué la masa informe, o lo que quedaba del hermano hasta el contenedor, en previsión de que se recuperaran los noqueados y nos persiguieran. Ya está, dijo Megan, masticando un español que no lo dominaba y con la tranquilidad de quien vive marcada por la fatalidad. En inglés dijo rápidamente como si fuera una conmovedora plegaria evangélica que era el tercer humano de Bobby asesinado por los Bloods o Crips. El centro-sur de Los Ángeles, lugar del amotinamiento, es una mezcla de zona industrial y tugurio compartido por negros invisibles a las políticas sociales del condado, y centroamericanos y mexicanos inmigrantes, a los que se fueron sumando en las dos últimas décadas, comerciantes chinos y coreanos. Por estas y otras razones culturales, en la pequeña comunidad se fue larvando el rencor e impotencia. Estos sentimientos reprimidos nacieron del miedo, ese desconocimiento mutuo como el que nos aparta y nos junta en la fatalidad de este encierro metálico. Finalmente salimos –menos los coreanos- tratando de evitar a la Policía y a los pandilleros. Megan, Bobby y yo caminamos entre los restos encendidos hasta la Avenida Western. En sentido nuestro venían retrocediendo dos vehículos policiales desde donde disparaban a sus perseguidores. Uno de los gendarmes reconoció a Bobby y lo introdujo al vehículo. Con mucho tino le dije que era epiléptico y necesitaba cuidado. “¿Lo conoces?” dijo, entonando la voy como si yo fuera un aprovechador que quería salir de la zona de conflicto. “Casi nada”, respondí, y le conté sobre nuestra experiencia, condimentada por mi veredicto y el de Lupe sobre la epilepsia. “Bobby no es epiléptico”, me aclaró en tono magistral. Él padece un desajuste cerebral producido por los golpes que recibió durante los años en que ganó y perdió combates de box en el peso pluma. ¿Cómo se llama? Inquirí. Bobby Chacón, el más grande peleador chicano, orgullo del Valle de San Fernando. Los dos fuimos compañeros del colegio en Sylmar y es casi como mi hermano. Mientras abandonamos el campo de batalla por la calle Figueroa, hacia el Hospital General de Los Ángeles para que atiendan a Bobby, el sargento Terry Aguilar, así se llamaba, me contó sobre el suicidio de Valorie, esposa de Bobby, con un rifle que le destrozó la cabeza, cansada de la carnicería de los cuadriláteros, la corrupción que dominaba el negocio, la forma en que se esfumaba el dinero que ganaba por las peleas, y el incumplimiento de la promesa de abandonar el pugilismo. Con la jerga del deporte y la emoción de un narrador deportivo me puso al tanto de algunas de las peleas consideradas como las más sangrientas del box: con Rubén “El Púas” Olivares, Danny “Coloradito” López, Alexis Argüello, Rafael “Bazooca” Limón, Ray “Boom Boom” Manzini, entre otros grandes. Y además un hecho que, según el sargento Aguilar, lo sacó del negocio y lo arrojó a las calles: el suicidio del mayor de sus hijos. En lo que a mí respecta, terminó la aventura de un día que tuvo otros en secuencia, donde la violencia fue perdiendo fuerza y el discurso de odio se diluyó, como los huracanes cuando tocan tierra. Hace poco volví a recordar a Bobby, a propósito de su ascenso al Hall de la Fama del boxeo mundial. Los límites del barrio “Cuando la yuca se haya pasado, Y estoy viendo que me queda casi nada. Meto la mano en el bolsillo, Saco y abro el cuchillo y te perdono. Yo corto un poquito para’o, Por si acaso. O tú comes la vida, O la vida te come. Será feliz, O infeliz, como lo decidas. Mamá no viene, A cambiarte el pañal, Estas son las grandes ligas. Cuídate mucho, O donde quiera que estés. Que Dios te bendiga… Siempre estoy pensando en ti”. “Corazón Guerreo” Willis Colón Cuando mi hermano Gibelino salió de la cárcel tuvo que atravesar la ciudad en una espiral que empezaba en la cooperativa Guerreros del Fortín, donde vivíamos, según me han contado, hasta la Isla Trinitaria, nuestro asentamiento final, luego de invadir un pedazo de estero rellenado con basura y escombros de otras construcciones de concreto. Había pasado mucho tiempo y él no se enteró que ya no estábamos porque mi mamá de visitarlo y mis hermanas se fueron de la casacon marido. Del primer lugar tengo vagos recuerdos ligados a la tragedia. El primero cuando la Policía se llevó detenido a mi padrastro por violar a la intermedia de mis hermanas; el segundo, la borrachera que terminó con pelea a cuchillo pelado entre mi hermano, de apenas 12 años, y el carnicero de la esquina que lo acusó de haberle robado una bicicleta. Por las heridas murió desangrado y Gibelino fue a la correccional hasta cumplir la mayoría de edad. Mi madre, gracias al activismo político de la agrupación del alcalde, pudo mejorar la situación de miseria cobrando los permisos municipales de ocupación de la vía pública a los cachineros asentados en Pío Montufar y Alcedo. Salía muy temprano y regresaba en la noche para comer con nosotros lo poco que mis hermanas cocinaban. Pero estábamos mejor que antes. En la casa éramos 13: nueve hermanas y dos varones, nosotros, además de mi madre. Esta población femenina era el producto de cuatro compromisos, incluido yo, el menor de la trompa. La mayor era Jacinta, a quien casi no conocía. Según mi madre, Dioselina Barco Macías para servirle a cualquiera menos a los hijueputas que la hicieron parir y la abandonaron, solía decir soltando una carcajada, cuando Jacinta tenía 14 años se fue con un policía y ahora vive en Huaquillas. Verito, la segunda, más conocida en el barrio como la niña Vero, está cargada de hijos de un vago que purga una condena por robo a la sacristía de la capilla de la Trinitaria. Anunziata, la tercera, vende legumbres en el Mercado de Transferencia de Víveres junto a su marido, un serrano que la enseñó a trabajar como burro. A ella le vemos muy poco. Las mellizas Zoila y Ana Julia son putas que recorren las ferias de los pueblos de la costa. Mi madre hace como si no existieran. Dorita y la patucha Zoraida viven en Venezuela y son comerciantes callejeras en el cerro San Cristóbal; las dos tienen compromisos y varios hijos. A veces escriben y mandan unos cuantos bolívares. Ivonne se casó el año pasado con un predicador y recorre los barrios del sur repartiendo revistas y anunciando que el fin está cerca. Jéssica es un año mayor que yo y estudia corte y confección bajo nuestra vigilancia y extremado celo. Dice Rivelino que el que se meta con ella tiene que pelear primero con él… y conmigo también digo yo, pues ha salido muy bonita y encuerpadita, según las vecinas. Cuando volvió Rivelino, la necesidad de trabajar y buscar suerte ya se había apoderado de todos en la casa, pues donde vivíamos lo importante era tener el estómago lleno antes que cualquier otra cosa. Él se unió a los Latin King para que en el barrio nos respetaran a los pocos que quedábamos. No es que no lo hacían, el poder de la lengua de mi madre y la fama de buen puñete que le dieron nos blindó frente a cualquier desliz. A pesar de ello, cuando cumplí doce años y aun cuando no hacía falta, mi hermano me entregó una recordada calibre 16 para defender la casa, si algo ocurriera en su ausencia, y porque a veces salía miércoles o jueves en la noche a pelar carros para cubrir los pedidos que le hacían en una mecánica del sector donde trabajaba eventualmente, y regresaba el domingo en la mañana, a beber cerveza en la piedra de la esquina de la casa con nuestros amigos. Y la verdad que era un día de fiesta porque mandaba a comprar encebollado para todos y me regalaba cinco dólares para mis necesidades, que no eran muchas en un barrio como el que vivíamos, apenas una porción de tierra y agua de no más de diez cuadras, limitada al oeste por un brazo del estero Salado, al norte por un asentamiento de más de veinte años, el sur por los terrenos de la Armada, y al este por la cabecera de la Isla Trinitaria más cercana a la vía Perimetral y el segundo puente. En las noticias que escuchaba en la radio decían que era la zona más pobre de Guayaquil y una de las más violentas, tanto que de noche pocos se arriesgaban a caminar por las calles oscuras, menos nosotros, sobre todo mi hermano y sus amigos, a quienes les llamaban tumbapuertas por la forma de hacer algo de dinero quitándole a los que más tenían y lo ostentaban: sacaban los equipos de sonido a la vereda para que todos sepan que eran los duros del billete, o los muebles a la calle para beber cuando se armaban los partidos de pelota. Primero escogían la vivienda deshabitada por unas horas, a veces minutos, luego se conseguían una gran piedra y la estrellaban contra la puerta y se llevaban lo que de más valor encontraban, que no era mucho tampoco. Esta reflexión la saqué midiendo la diferencia entre la pobreza y la miseria cuando conocí la covacha de la negra Nicolasa Orobio, justo el día en que cumplí doce años. Mi hermano le pagó para que me hiciera hombre. Ella tenía dieciocho años y dos hijos, de dos y tres. El mobiliario estaba compuesto por un petate coronado con un toldo remendado, en un rincón sobre el piso de la caña guadua; cuatro bloques encolumnados sobre una plancha de zinc simulaban un fogón. Un par de ollas renegridas por el humo y unos cuantos platos y vasos plásticos dados de baja por alguien que los arrojó en el algún basurero. En otra de las esquinas del único ambiente, unas cuantas cajas de cartón apiladas, desde las que sobresalían prendas de vestir arrugadas de ella, su marido y los dos pequeños. Su familia llegó al barrio cuando se suponía que el alcalde nos construiría una calle, como lo prometió un día que vino en campaña electoral. Los Orobio, los Nazareno y los Quiñónez, además de otros que no recuerdo, levantaron sus caras en el agua y nos quitaron la visibilidad de los manglares y el paso fortuito de pequeñas lanchas que caleteaban cerca de nuestras viviendas para desembarcar contrabando. Lo cierto es que tejieron varios puentes entre casa y casa y la vía de tierra que pasaba por nuestra vivienda. Esta realidad, de alguna manera, dividió el sector entre pobres –nosotros- y miserables –los negros-. Pero todos debíamos comprar, del poco dinero que teníamos, el agua a los tanqueros y abrir pozos sépticos porque no había alcantarillado ni esperanza de que los construyeran. Nicolasa no trabajaba; a veces lavaba ropa, pero la mayor parte del tiempo salía con sus dos hijos y el marido, un negro arrimado, a pedir caridad en Urdesa, donde, según ella, le regalaban comida y ropa; por eso decía que prefiere esa vida a trabajar, aun cuando se metía unos cuántos dólares complaciendo a los que gustaban de su trasero, cuando el marido no estaba. Por mi hermano sentía una pasión que no la podía ocultar y que era conocida por la gente del barrio. Me gusta más el cholo que tú, decía cuando me comparaba con él. Yo era color canela, decía mi hermana Jéssica, Rivelino siempre fue más oscuro pero transparente de alma. La fama de malo nació del pastor Rodríguez que nunca pudo someter a Nicolasa como su sirvienta: a la negra no le gustaba trabajar, ya lo dije, peor cuando querían obligarla. Entonces eso de mariguanero, choro, accesorista y tumbapuertas, que nadie lo niega, lo hacía por sus necesidades y las nuestras, pero no en las dimensiones que regó el pastor con el acolite de un grupo de viejas hipócritas. Así era mi hermano; y nunca pude olvidar sus promesas porque se me volvían una obsesión hasta que las cumplía: ese día de mi cumpleaños, cuando llegué a las doce, ya lo mencioné, prometió llevarme a conocer el centro de la cuidad, el Malecón y el cerro Santa Ana. Dijo que iríamos en la Metrovía y yo soñaba despierto cada vez que la televisión de nuestro vecino mostraba esos sectores. Algo que no he dicho es queiba a la escuela del sector: una casa de caña sin medio techo, un hueco para las necesidades, una plancha de madera pintada de verde que hacía las veces de pizarrón. La señorita Lupe era única maestra para los seis grados que muy pocos lo terminaban porque no conducía a nada. Lo que la gente necesitaba era trabajar en cualquier cosa, eso incluía robar, dedicarse a la putería, o ser chulo. Mi maestra lo sabía y hacía de todo para evitar deserciones: ayudaba a la gente de la cooperativa de vivienda a escribir peticiones a los curas, a los evangélicos y al Municipio, entre otros, pues muchos de los allí vivían, a más de pobres y analfabetos nacieron creyentes. Era también la encargada de coordinar la entrega del desayuno y almuerzo escolar que lo preparaban las madres de familia, e de agitar a la comunidad para apoyar las concentraciones políticas a favor del régimen. Yo fui uno de los pocos que terminó la primaria y mi hermano me repetía, borracho o cuerdo, que debía ser la excepción del barrio y de la familia. Por ello me consiguió una matrícula en el colegio Eloy Alfaro, a través de un profesor marica a quien atendía mi hermano en sus soledades y noches de lujuria. Los dos meses que faltaban para ir a clase se me hacían largos y la promesa de conocer mi ciudad una obsesión. Cada vez que podía le preguntaba a mi hermano cuando podíamos ir al centro, tal como me había ofrecido. La respuesta de ya mismo, la próxima semana, o déjame que tenga un poco de plata se me hacían eternos. Pero el día llegó. Esa semana Rivelino salió el jueves y regresó el viernes. Me trajo un par de zapatos Nike blancos que eran bien aniñados y yo me imaginaba caminando todo sabroso por el barrio, y por las calles de mi ciudad. Nos vamos mañana pana, me dijo, y casi no pude conciliar el sueño. Muy temprano me lavé lo mejor que pude con dos tarros de agua, sin que se dieran cuanta, de lo contrario me hubieran puteado al revés y al derecho. II No sé si me faltó valor, no se me ocurrió, o fue la comodidad de tener todo a la mano, pero lo cierto es que nunca pude salir del perímetro del barrio, y no recuerdo si alguien de los que quería y vivían conmigo me lo propusieron. A medida que fui creciendo me entró la curiosidad de saber cómo era esa urbe tan grande cuyos límites nos hacía repetir de memoria la profesora, así como las biografías de personas desconocidas cuyas figuras fueron plantadas en parques y avenidas. Mi información sobre este lugar venía de uno que otro librito, y de la radio que repetía todas las mañanas: Guayaquil por Guayaquil. Así que hoy era el día y mi hermano se vistió con una camiseta sin mangas que dejaba apreciar en el brazo derecho el tatuaje de una corona de tres puntas. Hay algo que tampoco he dicho, y es que mi hermano cargaba un revólver 38 de cañón corto, que lo llevaba oculto en un estuche colocado en el tobillo derecho. Lo revisó antes de salir, guardó un puñado de balas en el bolsillo derecho y salimos a tomar la línea alimentadora que nos llevaría a la estación de la Metrovía en la avenida de las Esclusas, en el Guasmo sur. Mi hermano iba en silencio, atento únicamente a si sus audífonos se salían se sus orejas o no. O miraba disimuladamente, como si no lo hiciera, a las personas que subían al bus. Con paradas y todo lo demás, demoramos veinte minutos en llegar a la estación. ¡Ah!, otra cosa es mirar los fierros enormes entretejidos para darle forma al techo alto del lugar, la gente haciendo fila para entrar en estos buses largos con cintura flexible de caucho para unir los dos carros. No me perdí ningún detalle: gente sudorosa y mal humorada que maldecía a todo el mundo por el calor concentrado en el espacio interior. Nosotros íbamos de pie, sostenidos de una de las agarraderas que colgaban de los tubos centrales colocados en el cielo del vehículo. Luego tuve la oportunidad de sentarme cuando en la estación del Guasmo Norte se vació la parte delantera del bus. En ese momento miré a plenitud cómo respiraba la ciudad, lo más cercano a una gigantesca señora preocupada de que todo salga bien con el paso de la gente, en vehículos y a pie. Esta especie de hormiguero gigante se agitaba cuando paraba el vehículo: unos entraban y otros salían con idéntica prisa, pero el grueso de los pasajeros tenía otro destino, por lo que no se conmovían con mis observaciones. Debe ser la costumbre pensaba yo. En cada estación había un letrero: Floresta 1, Floresta 2, Guasmo Central, Los Tulipanes, Pradera 1 y 2… Fue entonces cuando mi hermano se sentó conmigo y me fue señalando algunos sitios que me parecían mágicos: aquí empieza la ciudadela 9 de Octubre, el Mercado de Caraguay donde trabaja vendiendo pescado un primo nuestro. Entonces calló de repente: por el espejo retrovisor le miraba con insistencia el conductor, y para enfocar adecuadamente lo que quería ver con precisión se sacó las gafas. En el paradero del mercado subió bastante gente y mi hermano me haló para salir rápidamente. No recuerdo haber visto algo más, pero Rivelino me dijo “corre hacia la gasolinera”. Lo seguí y pude ver al pie del vagón de la Metrovía, al conductor que conversaba con otra persona agitando los brazos. Mientras caminábamos apretando el paso, y secándome con el canto de la mano las lágrimas que brotaban haciéndole juego a la falta de aire y un nudo en la garganta que me impedía gritar, me dijo Rivelino que el chofer posiblemente lo había reconocido. Luego cruzamos por unos bloques de viviendas despintadas y descuidadas y volvimos a salir a la avenida Domingo Comín, desde donde caminamos en línea recta hacia el paradero del Barrio Cuba, saturado del olor a carne asada que desde temprano tienta a quienes pasan por los restaurantes o carretillas que caracterizan a este pequeño espacio de la urbe, y nos sentamos atrás, la parte más alejada de cualquier incidencia indiscreta. En la estación del Barrio Centenario ya no había espacio para nadie más; sin embargo subió un grupo de estudiantes, cuyo escudo en el bolsillo de la camisa blanca tenía el nombre de un colegio. Uno de ellos, con un corte de pelo pronunciado en las sienes que le daban un aire pendenciero miró con sorna el tatuaje de Rivelino y cuchicheó entre dientes con sus amigos. Lo que alcancé a ver fue el fogonazo de un arma recortada en contra nuestra y capté el estruendo de los dos tiros que salieron de su revólver, gritando ¡Latino! ¡Latino!, ¡los Ñetas son maricones y montoneros! Entre la confusión y los gritos de los pasajeros, dos cuerpos desangrándose, uno de ellos con un orificio del tamaño de una naranja a la altura del hombro, y otro boca abajo en medio de un charco de sangre, Rivelino me haló del brazo y corrimos hacia el oeste, ¡hacia el Barrio del Seguro!, me gritaba como si yo conociera la ciudad. Lo seguí hasta que entramos a una villa y mi hermano preguntaba por don Verna, hasta que apareció un hombre menudo de unos cincuenta años, que lo recriminó por gritar de esa manera. Le dijo, además, que no debía robar por este sector, porque le dañaba su negocio. El asunto era que compraba y vendía partes de vehículos y recibía encargos para conseguirlos bajo pedido; en esta parte entraba mi hermano y sus amigos, algo así como proveedores. Don Verna también era doctor, el dealer, el panita que sacaba de apuros a los drogos. Nueve palabras fueron suficientes para enterarse de nuestra desgracia: le disparé a una persona y creo que está muerta. Lo recriminó a mi hermano por andar armado en los buses, por ser tan cojudo,
Compartir