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EL FEDERALISMO El desarrollo de las distintas civilizaciones que poblaron nuestro mundo, se organizó a través de diversas formas; sólo para partir de un momento histórico, el feudalismo se constituyó alrededor de un poder central (el señor feudal) que proveía seguridad a cambio de los impuestos que pagaban quienes formaban parte de su área de influencia. Más tarde, el advenimiento de la monarquía, dio paso a los Estados Nación, tal como los conocemos hoy en día, aunque devenidos en organizaciones democráticas y representativas. La globalización, concebida como un proceso histórico de integración mundial en los ámbitos económico, político, tecnológico, social y cultural, ha convertido al mundo en un lugar cada vez más interconectado, lo que comúnmente llamamos “aldea global”, paradójicamente ha importado un renacer de lo local. En efecto, en estas últimas décadas asistimos a numerosos reclamos autonómicos locales que expresan vocación de profundizar la democracia, construir localmente el desarrollo y la competitividad. Los estados nacionales evidencias numerosas tensiones que los han puesto en crisis. No es necesario creer ingenuamente que estamos ante una nueva panacea, pero hay indicios de que la reconstrucción de gobiernos subnacionales de raigambre democráticos y con suficientes mecanismos de control puede mejorar las oportunidades de una renovación del desarrollo económico y social. Derivado de estos movimientos localistas, fue apareciendo con fuerza en casi todo el mundo la descentralización para prestar servicios que, al diseñarse más a la medida de lo local, permitieran mejorar la eficiencia, la calidad y la equidad. Por un lado, sistemas tributarios y de reparto de las rentas estatales con mayor espacio para la correspondencia fiscal, por el otro, un presupuesto que dejara de ser una caja negra comprensible solo para un grupo de expertos. La economía ha redescubierto la geografía y constata que la capacidad de crecer y la competitividad se construyen en buena medida localmente. El desarrollo de las regiones suele combinar elementos exógenos, o sea impulsos de afuera, y endógenos, o sea desde adentro. Cuando predominan los primeros (recursos naturales o rentas políticas como ser un puerto, una capital o recibir un régimen promocional) el crecimiento tiene menor sostenibilidad. Si predomina el impulso local, en cambio, el desarrollo es más sostenible. La distribución territorial de los recursos políticos, económicos y fiscales es una cuestión tan antigua como la humanidad que ha sido encarada de las formas más diversas. El federalismo es una de ellas, procura ser pacífico, legal y permanente y tiene vigencia sobre todo en países grandes o cultural o étnicamente diversos. Hay algunos aspectos políticos que son centrales para identificar las ventajas y desventajas asociadas a distintos modos y grados de distribución de los recursos escasos en el territorio. Los argumentos tradicionales de los optimistas sobre la mayor soberanía política, económica y social de los ciudadanos y de sus gobiernos en los sistemas descentralizados, así como sus positivos efectos económicos y sociales, son cuestionados por los pesimistas, quienes subrayan sus falencias para el manejo macroeconómico, resistencia las reformas en los gobiernos locales o el riesgo moral asociado a la demanda de salvatajes por el gobierno central, todo lo cual hace que, para su buen funcionamiento, sea necesario, al menos, crear las condiciones para que existan restricciones presupuestarias fuertes. ARGUMENTOS A FAVOR DE UN GOBIERNO CENTRALIZADO a) Macroeconomía: Es indudable la mayor capacidad del gobierno central para desarrollar satisfactoriamente una política macroeconómica, tanto en materia de estabilidad de precios (no existen gobierno subnacionales con poder de emisión) como en relación con el ciclo económico. Esto último se ve con gran claridad a partir de la crisis global que estalló en 2008. Otra limitación es que, si la política fiscal anti cíclica la hicieran los gobiernos subnacionales, su efecto multiplicador escaparía en medida no menor de su ámbito geográfico, ya que parte del impulso fiscal podría desviarse hacia otras jurisdicciones. b) Distribución del ingreso: Cuando más descentralizado sea un país menos efectivas o de alcance muy dispar podrían resultar las políticas de distribución de ingresos dados la complejidad y el costo de coordinar a los gobiernos subnacionales entre sí. Es ilustrativa en tal sentido la argumentación de Rosanvallon (2011) que marca un conflicto de difícil resolución entre la autonomía local y las políticas pro distribución del ingreso, en particular las tributarias. A ella se opone la de Aokolodd y Zolt (2007), quienes tratan de mostrar que un federalismo más autónomo redundará en un mayor desarrollo social, comparando a tal fin las estructuras tributarias de varios países de América Latina y, por otro lado, las de Canadá y los EEUU. La descentralización también puede (y suele) dar lugar a comportamientos de “viajar gratis” (free riding), por ejemplo, de gobiernos que se limitan a esperar que sus ciudadanos se beneficien de las políticas redistributivas hechas por otros o, en otro orden, aunque menos probable, por quienes aprovechando la libre movilidad de las personas entre localidades o regiones emigran para eludir los costos de financiar dicha redistribución. c) Cohesión social: Vinculado al punto anterior se alega también que la descentralización puede conducir a la pérdida de cohesión social, entendida esta en un sentido amplio que incluye igualdad de oportunidades, ejercicio de los derechos, respeto por la diversidad, sentimiento de pertenencia, participación y políticas públicas que apunten a la solidaridad. d) Asignación de recursos: Este no es estrictamente un argumento en favor del gobierno centralizado, sino de que los gobiernos nacionales o aun supranacionales pueden proveer ciertos bienes o servicios con mayor eficiencia y eficacia que gobiernos subnacionales, algo que virtualmente nadie discute. Tal ventaja se manifiesta muy claramente en la producción de aquellos bienes públicos cuyos beneficios tienen amplia dispersión geográfica, como la defensa nacional, el cuidado del medioambiente atmosférico o de grandes caudales de agua, las grandes obras de infraestructura que vinculan entre sí a muchas unidades subnacionales, las políticas de ciencia y tecnología o los servicios prestados por hospitales y universidades de alta complejidad. Esto es así, entre otras razones, porque a la hora de decidir la producción de una unidad adicional de ese bien, por ejemplo, una nueva carrera universitaria, los gobiernos locales ponderan solo los beneficios para sus ciudadanos y no el valor social total de esta inversión. e) Recaudación: Otra ventaja que se atribuye al régimen centralizado es que un único organismo recaudador puede ser la forma más económica de obtener un nivel dado de recaudación, principalmente por la incidencia de los costos fijos y la existencia de economías de escala, y también porque puede haber economías para los contribuyentes, los cuales deberían presentar declaraciones de impuestos y efectuar pagos ante un solo organismo. Cabe consignar, sin embargo, que no hay estudios de costo-efectividad de regímenes de recaudación centralizados o descentralizados, los que deberían contraponer las mencionadas economías con la menor evasión en ámbitos subnacionales como consecuencia de la mayor información que pueden tener los organismos de recaudación subnacionales. Por ejemplo, aquellos estados de los EE.UU. que no tienen impuesto estadual a las ganancias por normas de sus cortes supremas, por ejemplo, el de Washington, han llevado los niveles de cumplimiento del célebre impuesto a las ventas (sales tax) a niveles cercanos al 97%. f) Guerras fiscales o competencia tributaria dañosa: En ciertascondiciones, la competencia tributaria entre jurisdicciones subnacionales puede ser dañina tanto por generar inestabilidades e ineficiencias en la asignación territorial de las inversiones como por llevar a que los gobiernos subnacionales ofrezcan una cantidad subóptima de bienes públicos. ARGUMENTOS A FAVOR DEL GOBIERNO DESCENTRALIZADO a) Proximidad a las necesidades, los deseos y las posibilidades de los ciudadanos: Un defecto importante del gobierno centralizado es su distancia de la realidad sobre la cual debe operar, distancia que con gran frecuencia da lugar a que los bienes públicos por él ofrecidos tiendan a la uniformidad e ignoren la heterogeneidad en las preferencias y necesidades de las diferentes comunidades. Tal modo de prestar servicios u ofrecer bienes públicos atenta contra la asignación eficiente de recursos, ya que es muy probable que haya partes de la población que prefieran pagar menos impuestos y consumir menos de estos bienes, o viceversa. Por su conocimiento de las realidades locales, un régimen fiscal descentralizado está en mejores condiciones de fijar la combinación óptima de carga impositiva y servicios públicos para las preferencias de los consumidores locales. Subyace la amenaza del “votar con los pies”, es decir, que si los ciudadanos-consumidores no están conformes con las políticas fiscales y de provisión de bienes y servicios del lugar donde viven, pueden mudarse a otra región en la que la combinación de impuestos y bienes públicos sea más acorde a sus preferencias, posibilidad tanto más abierta cuanto mayor sea el nivel de ingresos y, por lo tanto, menos vigente en los países emergentes. b) El federalismo como laboratorio del gobierno y la competencia en la producción de bienes públicos: La competencia entre jurisdicción puede tener un impacto positivo sobre la innovación en la producción de bienes públicos, así como en mejoras en los procesos de toma de decisiones de gasto público al presionar a los gobiernos subnacionales a examinar mejor los costos y beneficios de los programas. Desde esta perspectiva, un régimen fiscal descentralizado puede “disciplinar” a los gobiernos locales en cuanto a su gestión política y económica al presionarlos para evitar ser penalizados por los votantes ante un eventual mejor desempeño de otras jurisdicciones y prevenir, por ejemplo, la marcha de empresas hacia regiones fiscalmente más eficientes. También tiende a generar una competencia fiscal que puede ser un sustituto ante casos de insuficiente competencia política en los que los votantes tienen pocas opciones en materia de política fiscal. Al tener cada jurisdicción cierto grado de autonomía fiscal, el votante tiene más chances de encontrar una administración más cercana a sus preferencias, lo que le permitirá aumentar su bienestar. También puede generarse un simultáneo proceso de imitación, donde cada jurisdicción toma de las otras aquello que función bien. Por ello, cada vez que una jurisdicción logra una mejora de eficiencia bajo un régimen fiscal federal es más probable que esa mejora se propague al resto de las jurisdicciones. Este aspecto competitivo del gobierno descentralizado, en fin, puede dar lugar a que él sirva como una suerte de laboratorio de gobierno, experimentando nuevas políticas, programas o acciones que empujen las fronteras de la equidad y de la eficiencia siempre un poco más allá en un área como la del gobierno es que tales movimientos suelen ser lentos y muchas veces tardíos. Una cuestión económica y política crucial, radica en la coherencia o correspondencia fiscal. Los regímenes federales plantean especiales desafíos al cumplimiento de un principio de extraordinaria importancia para el buen funcionamiento no sólo fiscal y económico, sino, lo que es mucho más importante, del sistema democrático y republicano. Se trata de la correspondencia, equivalencia o coherencia fiscal que establece que la jurisdicción que de decide el nivel de servicios públicos debe ser la misma en la que habitan quienes financiarán esos servicios a través del pago de impuestos. En otras palabras, idealmente los impuestos deben estar asociados a los costos y beneficios recibidos de los bienes públicos. En un régimen de este tipo la ciudadanía, que es quien financia el gasto público, suele tener una mayor capacidad de controlar a sus funcionarios en el desempeño de sus responsabilidades y cuenta para ello con el recurso último y crucial del voto. Otra ventaja de la correspondencia fiscal es que los consumidores son más conscientes de la no gratuidad de los servicios públicos y, por ello, es más probable que elijan a los gobernantes que prometan un nivel óptimo de consumo de estos, sin escaseces ni derroches. Los dos problemas principales de un sistema perfecto de correspondencia o coherencia fiscal son la factibilidad y las posibles inequidades. La correspondencia fiscal plena es técnicamente casi imposible, aunque ello es extremadamente difícil en cualquier régimen fiscal lo es todavía más en el federal, ya que implicaría que cada gobierno viviera de sus propios recursos. Esto solo sería factible si todas las unidades subnacionales tuvieran niveles de vida o capacidades fiscales equivalentes. La correspondencia fiscal plena se desentiende de la equidad, ya que debilita las políticas de redistribución de ingresos dado que su desigualdad siempre tiene un componente relevante de desigualdad regional. Por ejemplo, la diversidad de capacidad contributiva entre estados o provincias implicaría un bajo nivel de gasto público social en las regiones más pobres. Esta es la razón por la que en muchos países federales lo que se proponen los mecanismos de coparticipación es lograr igualar la capacidad fiscal o de gasto de todos los gobiernos subnacionales. En cambio, la falta de correspondencia fiscal, como ocurre en Argentina, con mucho desequilibrio fiscal vertical y una gran bolsa común para repartir porque el gobierno central recauda mucho más de lo que gasta, mientras ocurre lo contrario con los gobiernos subnacionales. A modo ilustrativo veamos el siguiente cuadro: Esta falta de correspondencia, ocasiona comportamientos inconvenientes para el buen funcionamiento económico, político y social, que seguidamente mencionamos: Irresponsabilidad fiscal: Por un lado, es más probable la irresponsabilidad fiscal y el viajar gratis (free riding), es decir, gastar sin reparar demasiado en cuestiones de solvencia porque total hay otro que recauda y que lo financia y, llegado el caso, vendrá en su salvamento. Se privilegian las preferencias de los gobernantes en el gasto, por sobre las de los ciudadanos: Al no existir una coherencia entre el gasto público y el sacrificio de los consumidores, éstos no son tan tenidos en cuenta al momento de decidir sobre los bienes públicos que el estado solventará. Colusiones antiimpuestos: Estos comportamientos pueden acentuase porque hay intereses coincidentes entre los contribuyentes y gobernante locales dado que estos no desean confrontar con aquellos cobrándoles impuestos, lo que los incentiva a actuar en colusión y a recostarse todo lo posible en los recursos del gobierno central. Restricción presupuestaria blanda y tendencia al exceso de gasto público: Existe una restricción blanda cuando un nivel de gobierno adopta una trayectoria de crecimiento del gasto financiado con deuda y con la expectativa de no tener que amortizarla cobrando mayores impuestos en el futuro. Endeudamiento: Los gobiernos pueden tomar deuda en el mercado de capitales, con efectos análogos a los de las transferencias en cuanto a disociar el gasto del esfuerzo recaudatorio y llevar a gastar más allá de los sustentable. Democracias más imperfectas: Es frecuente que el desequilibrio fiscal vertical dé lugar a falencias del propio régimen democrático, como el clientelismo,malos regímenes promocionales insostenibles o ineficaces. Por su dependencia fiscal del gobierno nacional, las jurisdicciones subnacionales pueden ser más propensos a comportamientos obsequiosos. Finalmente, cuanto menor sea la correspondencia fiscal, mayor será la confusión de los ciudadanos en cuanto al destino de sus impuestos, lo que lleva a un menor control sobre su uso, facilita la corrupción o la sospecha de su existencia y deteriora el sistema democrático en tanto la ciudadanía se siente débil, sin poder de decisión. De lo dicho hasta aquí surge que tanto el sistema centralizado de gobierno como el descentralizado tienen ventajas e inconvenientes y, si algo hay de cierto al respecto, es que no hay trajes de confección válidos urbi et orbi. El gobierno central es el único dotado suficientemente para proveer bienes públicos nacionales tales como la defensa nacional, la seguridad y la justicia frente a delitos complejos, grandes obras de infraestructura que benefician a varias jurisdicciones, políticas de ciencia y tecnología, campañas contra enfermedades contagiosas, preservación de algunas dimensiones del medioambiente o la gestión de universidades y hospitales complejos, realizar la política macroeconómica, recaudar impuestos nacionales, gestionar el sistema previsional y desarrollar aquellas políticas de distribución del ingreso. Los gobiernos subnacionales, por su parte, presentan claras ventajas en la asignación de recursos mediante la provisión de bienes y servicios públicos tales como la seguridad y la justicia (con las excepciones nacionales), la salud, la educación y la asistencia nacional por programas. Esto es así porque a nivel subnacional es mayor el control ciudadano que presiona hacia la eficiencia y porque la mayor proximidad con los beneficiarios genera una mayor adecuación de los programas a sus necesidades y deseos. Además, en un contexto de fuerte apoderamiento de los gobiernos subnacionales en cuanto a potestades tributarias ellos podrían perfectamente reemplazar muchas de las funciones hoy centralizadas de recaudación y de redistribución del ingreso. En cuanto a los sistemas de transferencias o de coparticipación, casi siempre inherentes al federalismo, pero de creciente uso también en regímenes no federales, se aprecia que ninguno de ellos está exento de problemas, ni en su fase primaria – el reparto entre el gobierno central y el o los gobiernos subnacionales– ni en su etapa secundaria –entre estados o provincias– ni en la terciaria –entre municipios de una misma provincia– Por último, aún en una situación de abundancia de recursos fiscales, el buen funcionamiento de regímenes descentralizados en los que las unidades subnacionales dependen significativamente de recursos nacionales suele desarrollar una dependencia de las transferencias que debe ser necesariamente contrapesada por la existencia de reglas fiscales subnacionales establecidas y asea por leyes o por contratos con el nivel de gobierno del que se depende. Esta necesidad es tanto mayor cuanto menor sea la correspondencia fiscal. UN POCO DE HISTORIA Ernesto Quesada (historiador, catedrático y jurista del siglo XIX) señalaba ya a fines del mil ochocientos que la cuestión del tesoro es el eje de toda la política argentina desde la emancipación. Las luchas civiles, las divisiones partidarias, las complicaciones políticas, el enfrentamiento entre unitarios y federales, entre porteños y provincianos, todo ha nacido de ahí y ha gravitado a su derredor. Tal vez una de las primeras “grietas” de las tantas que hemos experimentado a lo largo de la historia, sea la de unitarios y federales. El período que abarca el primer grito de libertad (1810) hasta la sanción de la Constitución (1853) se caracterizó por la puja entre provincias y puerto, la anarquía, guerras y pactos. Hasta la declaración de la independencia (1816) sin dejar de producirse tensiones entre los distintos modelos de país que pergeñaba la clase dirigente, se mantuvo cierta cohesión en pos del objetivo, pero una vez logrado, se acentuaron los conflictos. Las visiones opuestas sobre la organización nacional se evidenciaron en los intentos constitucionales de 1819 y sobre todo de 1826, en esta última se establecía la forma de gobierno representativa, republicana y consolidada en unidad de régimen. Por otro lado, en la lucha en torno a los recursos fiscales, en especial los de la Aduana de Buenos Aires, así como la libre navegación de los ríos interiores, el proyecto de constitución de 1826 dejaba para las provincias sólo la creación de impuestos directos, y para la nación los indirectos y los del comercio exterior. A medida que transcurría el siglo XIX las provincias norteñas, que habían sido las principales, las más pobladas y las más ricas durante parte del Virreinato, fueron perdiendo sus bases de sustento económico en consonancia con la paralela decadencia del Alto Perú. Mientras tanto, al compás de la demanda externa creciente por sus productos, lo que luego sería la pampa húmeda, se enriquecía por la valorización de sus tierras, primero ganaderas y después agrícolas. Una segunda etapa, comprende el período transcurrido entre la sanción de la constitución nacional (1853) y la culminación de la organización nacional (1890). El artículo 4 de la CN establecía claramente cuáles eran los recursos de la Nación: el Gobierno Federal provee a los gastos de la Nación con los fondos del Tesoro Nacional, formando producto de derechos de importación y exportación; del de la venta o locación de tierras de propiedad nacional, de la renta de Correos, de las demás contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el Congreso General, y de los empréstitos y operaciones de crédito que decrete el mismo Congreso para urgencias de la Nación, o para empresas de utilidad nacional. No puede dejar de mencionarse el hecho de que los problemas de gobernabilidad de las provincias o de su compleja relación con el gobierno federal no cesaron mágicamente al dictarse la constitución, el indicador más claro es que entre 1853 y 1976 se concretaron 168 intervenciones, sin contar los períodos de gobiernos de facto en donde las provincias estuvieron vieron quebrada su institucionalidad al igual que la nación. Desde el último retorno democrático sólo hubo seis. La tercera etapa, comienza con la crisis de 1890 y se caracteriza por el nacimiento de las potestades tributarias concurrentes. Como consecuencia de las urgencias fiscales derivadas de la necesidad de reestructurar la deuda pública y de otras de corto plazo y de la incapacidad de los recursos aduaneros para cubrir la totalidad de los gastos, el Congreso fue habilitando la creación de diversos impuestos indirectos que se superponían con los gravámenes provinciales, entre los que sobresalen los llamados impuestos internos, como los que gravaban el juego, el tabaco, los fósforos o el alcohol (por eso también se los llamaba impuestos al vicio). En esta etapa, los ingresos nacionales por impuestos no vinculados al comercio exterior aumentaron de 10,7% en 1880 a 25,7 en 1895, 39,8% 1920 y 40,7% en 1930. Recién en 1927 la Corte admitió las facultades concurrentes (Simón Mataldi c. Bs.As.). A partir de allí y hasta 1935, se abre un período signado por la concurrencia de fuentes, con libertad de cada nivel de gobierno para fijar los impuestos a aplicar en su jurisdicción y la magnitud de estos para financiar el cumplimiento de sus funciones. Entre 1935 y 1988, podemos ubicar el nacimiento de los sistemas de coparticipación federal, con avances y retrocesos, pero sin desmedro del centralismo. En el marco de las dramáticas consecuencias de la Gran Crisis de 1929/1930, en 1935 se inició una nueva etapa en materia fiscal federal, con los rudimentos de una coparticipación de impuestos ausente hasta entonces y que surgió de acuerdos entreuna Nación predominante y las provincias para distribuir recursos nacionales, aunque no los aduaneros. El mecanismo elegido fue el de partición, donde el gobierno nacional recaudaba y distribuía entre las provincias reteniendo una parte para sí. Uno de los principales objetivos, fue ordenar la estructura tributaria que venía funcionando con gravámenes transitorios que debían renovarse periódicamente y reducir el problema de la doble imposición. Se plasmó con la Ley 12139 (unificación de impuestos internos), la Ley 12143 (transformación del impuesto a las transacciones en las ventas) y la Ley 12143 (prórroga del impuesto a los réditos), a través de estos instrumentos legales, las provincias renunciaron a imponer gravámenes sobre esas materias y a cambio recibían una compensación con parte de la recaudación. Los mecanismos de distribución buscaron garantizar que ninguna provincia quedara en peor situación de la que estaba, de esta forma, la Nación se reservó el 82,5% de lo recaudado, mientras que el resto se distribuía 30% por población, 30% por magnitud del gasto, 30% en base a los ingresos del año anterior y 10% en base a la performance recaudatoria del impuesto en cada jurisdicción. El impacto de la nueva ley fue muy desigual entre provincias, castigando especialmente a las productoras de vino y azúcar. Entre 1945 y 1958, se incrementó la participación de las provincias en la distribución primaria y se establecieron nuevos criterios para la asignación de la secundaria, 98% en base a población y origen provincial de los bienes gravados (ponderación del 20%) y el 2% restante en razón inversa al monto por habitante. Salvo esta última novedad, importante más por el principio que sentaba que por su monto, siguieron predominando los criterios devolutivos y proporcionales. No obstante, durante este período las provincias más postergadas se vieron beneficiadas respecto de las más poderosas en comparación con el régimen anterior. De 1959 a 1972, la coparticipación sigue afianzándose. En 1966 el régimen sufrió una modificación de tendencia centralista, restituyendo parte del peso relativo a la Nación, aumentando su participación a un 61,88%. En materia de distribución secundaria continuó un claro predominio de criterios devolutivos o proporcionales (población, gastos provinciales y recursos corrientes) pero agregó un limitado componente distributivo de reparto por partes iguales. La Ley 20221 (1973) resulta un hito en nuestro federalismo fiscal, la reforma fue impulsada por los fuertes y crónicos déficits que venían experimentando los gobiernos provinciales, lo que llevó a aumentar drásticamente la participación provincial al 48,5% de los fondos coparticipables, más un 3% de un Fondo de Desarrollo Regional. Se estableció, además, un sistema único para la distribución de todos los impuestos nacionales coparticipables, la distribución automática de los recursos, la distribución secundaria se fijó en un 65% por población, un 25% por brecha de desarrollo y un 10% por dispersión de población, una limitación legal para la asignación de ATN. Para la brecha se medía la diferencia de riqueza de cada provincia con respecto a la del área más desarrollada del país, calculada como un promedio aritmético entre los índices de calidad de vivienda, educación y automóviles por habitante. La distribución por dispersión demográfica obedecía a la intención de tener en cuenta los mayores costos que genera la prestación de servicios públicos a una población muy dispersa. De este modo se otorgó mayor relevancia a criterios redistributivos para la coparticipación secundaria, cuyo peso relativo que era del 2% en 1958, aumentando al 35% a partir de 1973. Si bien esta ley mejoró las arcas provinciales, en 1978 se produjo el traspaso de las escuelas primarias nacionales a las provincias y ello ocasionó un desequilibrio de las provincias en el reparto. A fines de 1983 se produjo la caducidad de la norma de coparticipación existente y, al no lograrse acuerdos entre la Nación y las provincias sobre la prórroga del sistema vigente ni sobre uno nuevo, ocurrió por primera vez en 50 años que se careció de un régimen legal de distribución, que de tal manera pasó a efectuarse a través del presupuesto. Hasta el año 1987 se mantuvieron intensas negociaciones entre la Nación y las provincias, arribando para el año 1988 a la sanción de la Ley 23548 que regiría en principio hasta 1989, con la posibilidad de prorrogarla si no se concretara un acuerdo definitivo. Al igual que el régimen que la precedió, se prevé la recaudación centralizada, coparticipación primaria y secundaria. Se intentó precisar todos los impuestos que debían integrar la masa coparticipable, pero esto quedó frustrado al incorporar varias vías de escape que excluían los impuestos que tuvieran otros regímenes de distribución y los que tuvieran afectación específica en el momento de la sanción de la ley o en el futuro. La primaria quedó establecida en 56,66% para las provincias, producto de agregar al 48,5% que ya tenían, un 8,16% calculado como costo de transferencia de servicios nacionales a las provincias, el Gobierno Federal quedó con un 42,34% y se reservó un 1% para el Fondo de Aportes del Tesoro Nacional (ATN), destinado a atenderé emergencias y desequilibrios financieros de las provincias. La distribución secundaria no se basó en un método de asignación objetivo como la ley anterior, sino de un promedio de los aportes del Tesoro recibidos por las provincias durante el período de vacío legal (1984/1987), lo que dio como resultado valores arbitrarios que perduran hasta hoy desnaturalizando el objetivo de una redistribución secundaria que mejorara la equidad ente provincias. Otra cláusula importante fue la que estableció que la suma a distribuir a las provincias no podría ser inferior al 34% de la recaudación de la administración central, norma que ha dado lugar a polémicas. Cayó el coeficiente de las provincias avanzadas como Buenos Aires, provincias rezagadas como Catamarca, Chaco, Jujuy, Formosa y La Rioja terminan beneficiadas. El régimen de convertibilidad y las profundas reformas económicas y sociales impulsadas de 1989, tuvieron fuerte impacto en la distribución de recursos entre Nación y provincias. Fue favorable a las provincias el traspaso al nivel federal de sus cajas de jubilaciones. En cambio, perjudicaron a las provincias otras dos reformas de gran impacto: La transferencia de los servicios educativos, de salud y otros sociales que estaban en manos de Nación. No hubo recursos adicionales para financiar estas transferencias, sino que se hizo una redistribución entre las provincias de acuerdo a la magnitud de los servicios transferidos. La otra fue la creación del sistema de administradoras de fondos de pensión dado que, para evitar el desfinanciamiento del Estado nacional, se legisló que el 15% de la masa coparticipable se destinara al sistema de seguridad social, apuntando claramente a la pérdida de recursos que se originaría en la creación del régimen de capitalización. De efectos ambiguos para los fiscos provinciales fueron los pactos fiscales firmados entre la nación y las provincias que reducían los impuestos que pesaban sobre la producción, principalmente el de Ingresos Brutos, salvo en la etapa primaria, y el Impuesto de Sellos, que afectaba la actividad de la construcción e inmobiliaria. Si bien es cierto que ellos contribuyeron a reconstituir parcialmente la competitividad de algunas producciones regionales dañadas por un tipo real de cambio sobrevaluado, por otro lado, redujeron los ingresos de los fiscos provinciales. Hubo por último una reforma destinada a mejorar las finanzas de la Provincia de Buenos Aires, el Fondo del Conurbano Bonaerense en procura de reparar la baja participación lograda por ella en la coparticipación secundaria establecida en 1988. ElFCB está compuesto por un 10% de la recaudación nacional del Impuesto a las Ganancias para financiar obras públicas de carácter social, con un tope de 650 millones de pesos. En 1994 se sancionó una reforma constitucional, que –entre otros puntos–, convalidó el sistema de coparticipación como modelo de distribución de impuestos. Se constitucionalizó el sistema de Ley Convenio como instrumento del régimen fiscal federal, es decir, que las normas que regulen esta materia deben ser aprobadas por el Congreso Federal con una mayoría especial y, luego convalidadas por cada una de las Legislaturas Provinciales para tener efectos. La cláusula transitoria sexta de la constitución estableció un plazo de dos años para formular un nuevo régimen de distribución de impuestos, lo que –a casi 25 años de cumplirse–, aún no se ha logrado. En materia de potestades tributarias, la reforma no hizo avance alguno, manteniéndose así una cuasi anarquía. Provincias y Nación cobran impuestos directos e indirectos de todo tipo; los recursos del comercio exterior, primero fueron compartidos por la Nación y más tarde detraídos unilateralmente; los municipios cobran impuestos más o menos a placer, aunque disfrazándolos de tasas. Como dato positivo de la reforma constitucional, podemos señalar que se han plasmado explícitamente los criterios redistributivos dándole una mayor precisión al establecer el objetivo de igualación de los niveles de vida en todo el territorio nacional. Aunque la reforma pretendió dar un marco estable y permanente al federalismo fiscal, ello lejos de ocurrir, derivó en un período prolífico en modificaciones al régimen de coparticipación, frecuentemente mediante la vía de acuerdos ratificados por ley. Los resultados de todos estos acuerdos es lo que conocemos como “laberinto de la coparticipación” siendo imposible para cualquier ciudadano común entender a qué entidad política van a parar sus impuestos. Y esto no es gratuito desde el punto de vista de la democracia representativa, en tanto profundiza la ruptura de la unidad ciudadanos-pagadores de impuestos-beneficiarios del gasto público, crucial para el mejor funcionamiento de las finanzas públicas.
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