Logo Studenta

Federalismo UNIDAD 9

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

EL FEDERALISMO 
 
El desarrollo de las distintas civilizaciones que poblaron nuestro mundo, se organizó 
a través de diversas formas; sólo para partir de un momento histórico, el feudalismo 
se constituyó alrededor de un poder central (el señor feudal) que proveía seguridad 
a cambio de los impuestos que pagaban quienes formaban parte de su área de 
influencia. 
 
Más tarde, el advenimiento de la monarquía, dio paso a los Estados Nación, tal como 
los conocemos hoy en día, aunque devenidos en organizaciones democráticas y 
representativas. 
 
La globalización, concebida como un proceso histórico de integración mundial en los 
ámbitos económico, político, tecnológico, social y cultural, ha convertido al mundo 
en un lugar cada vez más interconectado, lo que comúnmente llamamos “aldea 
global”, paradójicamente ha importado un renacer de lo local. 
 
En efecto, en estas últimas décadas asistimos a numerosos reclamos autonómicos 
locales que expresan vocación de profundizar la democracia, construir localmente el 
desarrollo y la competitividad. 
 
Los estados nacionales evidencias numerosas tensiones que los han puesto en crisis. 
No es necesario creer ingenuamente que estamos ante una nueva panacea, pero 
hay indicios de que la reconstrucción de gobiernos subnacionales de raigambre 
democráticos y con suficientes mecanismos de control puede mejorar las 
oportunidades de una renovación del desarrollo económico y social. 
 
Derivado de estos movimientos localistas, fue apareciendo con fuerza en casi todo 
el mundo la descentralización para prestar servicios que, al diseñarse más a la 
medida de lo local, permitieran mejorar la eficiencia, la calidad y la equidad. Por un 
lado, sistemas tributarios y de reparto de las rentas estatales con mayor espacio 
para la correspondencia fiscal, por el otro, un presupuesto que dejara de ser una 
caja negra comprensible solo para un grupo de expertos. 
 
La economía ha redescubierto la geografía y constata que la capacidad de crecer y 
la competitividad se construyen en buena medida localmente. El desarrollo de las 
regiones suele combinar elementos exógenos, o sea impulsos de afuera, y 
endógenos, o sea desde adentro. Cuando predominan los primeros (recursos 
naturales o rentas políticas como ser un puerto, una capital o recibir un régimen 
 
 
 
promocional) el crecimiento tiene menor sostenibilidad. Si predomina el impulso 
local, en cambio, el desarrollo es más sostenible. 
 
La distribución territorial de los recursos políticos, económicos y fiscales es una 
cuestión tan antigua como la humanidad que ha sido encarada de las formas más 
diversas. El federalismo es una de ellas, procura ser pacífico, legal y permanente y 
tiene vigencia sobre todo en países grandes o cultural o étnicamente diversos. 
 
Hay algunos aspectos políticos que son centrales para identificar las ventajas y 
desventajas asociadas a distintos modos y grados de distribución de los recursos 
escasos en el territorio. Los argumentos tradicionales de los optimistas sobre la 
mayor soberanía política, económica y social de los ciudadanos y de sus gobiernos 
en los sistemas descentralizados, así como sus positivos efectos económicos y 
sociales, son cuestionados por los pesimistas, quienes subrayan sus falencias para 
el manejo macroeconómico, resistencia las reformas en los gobiernos locales o el 
riesgo moral asociado a la demanda de salvatajes por el gobierno central, todo lo 
cual hace que, para su buen funcionamiento, sea necesario, al menos, crear las 
condiciones para que existan restricciones presupuestarias fuertes. 
 
ARGUMENTOS A FAVOR DE UN GOBIERNO CENTRALIZADO 
 
a) Macroeconomía: Es indudable la mayor capacidad del gobierno central para 
desarrollar satisfactoriamente una política macroeconómica, tanto en materia 
de estabilidad de precios (no existen gobierno subnacionales con poder de 
emisión) como en relación con el ciclo económico. Esto último se ve con gran 
claridad a partir de la crisis global que estalló en 2008. Otra limitación es que, 
si la política fiscal anti cíclica la hicieran los gobiernos subnacionales, su efecto 
multiplicador escaparía en medida no menor de su ámbito geográfico, ya que 
parte del impulso fiscal podría desviarse hacia otras jurisdicciones. 
b) Distribución del ingreso: Cuando más descentralizado sea un país menos 
efectivas o de alcance muy dispar podrían resultar las políticas de distribución 
de ingresos dados la complejidad y el costo de coordinar a los gobiernos 
subnacionales entre sí. Es ilustrativa en tal sentido la argumentación de 
Rosanvallon (2011) que marca un conflicto de difícil resolución entre la 
autonomía local y las políticas pro distribución del ingreso, en particular las 
tributarias. A ella se opone la de Aokolodd y Zolt (2007), quienes tratan de 
mostrar que un federalismo más autónomo redundará en un mayor desarrollo 
social, comparando a tal fin las estructuras tributarias de varios países de 
América Latina y, por otro lado, las de Canadá y los EEUU. La 
descentralización también puede (y suele) dar lugar a comportamientos de 
“viajar gratis” (free riding), por ejemplo, de gobiernos que se limitan a esperar 
 
 
 
que sus ciudadanos se beneficien de las políticas redistributivas hechas por 
otros o, en otro orden, aunque menos probable, por quienes aprovechando 
la libre movilidad de las personas entre localidades o regiones emigran para 
eludir los costos de financiar dicha redistribución. 
c) Cohesión social: Vinculado al punto anterior se alega también que la 
descentralización puede conducir a la pérdida de cohesión social, entendida 
esta en un sentido amplio que incluye igualdad de oportunidades, ejercicio 
de los derechos, respeto por la diversidad, sentimiento de pertenencia, 
participación y políticas públicas que apunten a la solidaridad. 
d) Asignación de recursos: Este no es estrictamente un argumento en favor del 
gobierno centralizado, sino de que los gobiernos nacionales o aun 
supranacionales pueden proveer ciertos bienes o servicios con mayor 
eficiencia y eficacia que gobiernos subnacionales, algo que virtualmente nadie 
discute. Tal ventaja se manifiesta muy claramente en la producción de 
aquellos bienes públicos cuyos beneficios tienen amplia dispersión geográfica, 
como la defensa nacional, el cuidado del medioambiente atmosférico o de 
grandes caudales de agua, las grandes obras de infraestructura que vinculan 
entre sí a muchas unidades subnacionales, las políticas de ciencia y tecnología 
o los servicios prestados por hospitales y universidades de alta complejidad. 
Esto es así, entre otras razones, porque a la hora de decidir la producción de 
una unidad adicional de ese bien, por ejemplo, una nueva carrera 
universitaria, los gobiernos locales ponderan solo los beneficios para sus 
ciudadanos y no el valor social total de esta inversión. 
e) Recaudación: Otra ventaja que se atribuye al régimen centralizado es que un 
único organismo recaudador puede ser la forma más económica de obtener 
un nivel dado de recaudación, principalmente por la incidencia de los costos 
fijos y la existencia de economías de escala, y también porque puede haber 
economías para los contribuyentes, los cuales deberían presentar 
declaraciones de impuestos y efectuar pagos ante un solo organismo. Cabe 
consignar, sin embargo, que no hay estudios de costo-efectividad de 
regímenes de recaudación centralizados o descentralizados, los que deberían 
contraponer las mencionadas economías con la menor evasión en ámbitos 
subnacionales como consecuencia de la mayor información que pueden tener 
los organismos de recaudación subnacionales. Por ejemplo, aquellos estados 
de los EE.UU. que no tienen impuesto estadual a las ganancias por normas 
de sus cortes supremas, por ejemplo, el de Washington, han llevado los 
niveles de cumplimiento del célebre impuesto a las ventas (sales tax) a niveles 
cercanos al 97%. 
f) Guerras fiscales o competencia tributaria dañosa: En ciertascondiciones, la 
competencia tributaria entre jurisdicciones subnacionales puede ser dañina 
tanto por generar inestabilidades e ineficiencias en la asignación territorial de 
 
 
 
las inversiones como por llevar a que los gobiernos subnacionales ofrezcan 
una cantidad subóptima de bienes públicos. 
 
ARGUMENTOS A FAVOR DEL GOBIERNO DESCENTRALIZADO 
 
a) Proximidad a las necesidades, los deseos y las posibilidades de los 
ciudadanos: Un defecto importante del gobierno centralizado es su distancia 
de la realidad sobre la cual debe operar, distancia que con gran frecuencia 
da lugar a que los bienes públicos por él ofrecidos tiendan a la uniformidad e 
ignoren la heterogeneidad en las preferencias y necesidades de las diferentes 
comunidades. Tal modo de prestar servicios u ofrecer bienes públicos atenta 
contra la asignación eficiente de recursos, ya que es muy probable que haya 
partes de la población que prefieran pagar menos impuestos y consumir 
menos de estos bienes, o viceversa. Por su conocimiento de las realidades 
locales, un régimen fiscal descentralizado está en mejores condiciones de fijar 
la combinación óptima de carga impositiva y servicios públicos para las 
preferencias de los consumidores locales. Subyace la amenaza del “votar con 
los pies”, es decir, que si los ciudadanos-consumidores no están conformes 
con las políticas fiscales y de provisión de bienes y servicios del lugar donde 
viven, pueden mudarse a otra región en la que la combinación de impuestos 
y bienes públicos sea más acorde a sus preferencias, posibilidad tanto más 
abierta cuanto mayor sea el nivel de ingresos y, por lo tanto, menos vigente 
en los países emergentes. 
b) El federalismo como laboratorio del gobierno y la competencia en la 
producción de bienes públicos: La competencia entre jurisdicción puede tener 
un impacto positivo sobre la innovación en la producción de bienes públicos, 
así como en mejoras en los procesos de toma de decisiones de gasto público 
al presionar a los gobiernos subnacionales a examinar mejor los costos y 
beneficios de los programas. Desde esta perspectiva, un régimen fiscal 
descentralizado puede “disciplinar” a los gobiernos locales en cuanto a su 
gestión política y económica al presionarlos para evitar ser penalizados por 
los votantes ante un eventual mejor desempeño de otras jurisdicciones y 
prevenir, por ejemplo, la marcha de empresas hacia regiones fiscalmente más 
eficientes. También tiende a generar una competencia fiscal que puede ser 
un sustituto ante casos de insuficiente competencia política en los que los 
votantes tienen pocas opciones en materia de política fiscal. Al tener cada 
jurisdicción cierto grado de autonomía fiscal, el votante tiene más chances de 
encontrar una administración más cercana a sus preferencias, lo que le 
permitirá aumentar su bienestar. También puede generarse un simultáneo 
proceso de imitación, donde cada jurisdicción toma de las otras aquello que 
función bien. Por ello, cada vez que una jurisdicción logra una mejora de 
 
 
 
eficiencia bajo un régimen fiscal federal es más probable que esa mejora se 
propague al resto de las jurisdicciones. Este aspecto competitivo del gobierno 
descentralizado, en fin, puede dar lugar a que él sirva como una suerte de 
laboratorio de gobierno, experimentando nuevas políticas, programas o 
acciones que empujen las fronteras de la equidad y de la eficiencia siempre 
un poco más allá en un área como la del gobierno es que tales movimientos 
suelen ser lentos y muchas veces tardíos. 
 
Una cuestión económica y política crucial, radica en la coherencia o correspondencia 
fiscal. Los regímenes federales plantean especiales desafíos al cumplimiento de un 
principio de extraordinaria importancia para el buen funcionamiento no sólo fiscal y 
económico, sino, lo que es mucho más importante, del sistema democrático y 
republicano. Se trata de la correspondencia, equivalencia o coherencia fiscal que 
establece que la jurisdicción que de decide el nivel de servicios públicos debe ser la 
misma en la que habitan quienes financiarán esos servicios a través del pago de 
impuestos. En otras palabras, idealmente los impuestos deben estar asociados a los 
costos y beneficios recibidos de los bienes públicos. 
 
En un régimen de este tipo la ciudadanía, que es quien financia el gasto público, 
suele tener una mayor capacidad de controlar a sus funcionarios en el desempeño 
de sus responsabilidades y cuenta para ello con el recurso último y crucial del voto. 
Otra ventaja de la correspondencia fiscal es que los consumidores son más 
conscientes de la no gratuidad de los servicios públicos y, por ello, es más probable 
que elijan a los gobernantes que prometan un nivel óptimo de consumo de estos, 
sin escaseces ni derroches. 
 
Los dos problemas principales de un sistema perfecto de correspondencia o 
coherencia fiscal son la factibilidad y las posibles inequidades. 
 
La correspondencia fiscal plena es técnicamente casi imposible, aunque ello es 
extremadamente difícil en cualquier régimen fiscal lo es todavía más en el federal, 
ya que implicaría que cada gobierno viviera de sus propios recursos. Esto solo sería 
factible si todas las unidades subnacionales tuvieran niveles de vida o capacidades 
fiscales equivalentes. 
 
La correspondencia fiscal plena se desentiende de la equidad, ya que debilita las 
políticas de redistribución de ingresos dado que su desigualdad siempre tiene un 
componente relevante de desigualdad regional. Por ejemplo, la diversidad de 
capacidad contributiva entre estados o provincias implicaría un bajo nivel de gasto 
público social en las regiones más pobres. Esta es la razón por la que en muchos 
 
 
 
países federales lo que se proponen los mecanismos de coparticipación es lograr 
igualar la capacidad fiscal o de gasto de todos los gobiernos subnacionales. 
 
En cambio, la falta de correspondencia fiscal, como ocurre en Argentina, con mucho 
desequilibrio fiscal vertical y una gran bolsa común para repartir porque el gobierno 
central recauda mucho más de lo que gasta, mientras ocurre lo contrario con los 
gobiernos subnacionales. 
 
A modo ilustrativo veamos el siguiente cuadro: 
 
 
 
Esta falta de correspondencia, ocasiona comportamientos inconvenientes para el 
buen funcionamiento económico, político y social, que seguidamente mencionamos: 
 
 Irresponsabilidad fiscal: Por un lado, es más probable la irresponsabilidad 
fiscal y el viajar gratis (free riding), es decir, gastar sin reparar demasiado en 
cuestiones de solvencia porque total hay otro que recauda y que lo financia 
y, llegado el caso, vendrá en su salvamento. 
 Se privilegian las preferencias de los gobernantes en el gasto, por sobre las 
de los ciudadanos: Al no existir una coherencia entre el gasto público y el 
sacrificio de los consumidores, éstos no son tan tenidos en cuenta al momento 
de decidir sobre los bienes públicos que el estado solventará. 
 Colusiones antiimpuestos: Estos comportamientos pueden acentuase porque 
hay intereses coincidentes entre los contribuyentes y gobernante locales dado 
que estos no desean confrontar con aquellos cobrándoles impuestos, lo que 
los incentiva a actuar en colusión y a recostarse todo lo posible en los recursos 
del gobierno central. 
 Restricción presupuestaria blanda y tendencia al exceso de gasto público: 
Existe una restricción blanda cuando un nivel de gobierno adopta una 
trayectoria de crecimiento del gasto financiado con deuda y con la expectativa 
de no tener que amortizarla cobrando mayores impuestos en el futuro. 
 
 
 
 Endeudamiento: Los gobiernos pueden tomar deuda en el mercado de 
capitales, con efectos análogos a los de las transferencias en cuanto a disociar 
el gasto del esfuerzo recaudatorio y llevar a gastar más allá de los 
sustentable. 
 Democracias más imperfectas: Es frecuente que el desequilibrio fiscal vertical 
dé lugar a falencias del propio régimen democrático, como el clientelismo,malos regímenes promocionales insostenibles o ineficaces. Por su 
dependencia fiscal del gobierno nacional, las jurisdicciones subnacionales 
pueden ser más propensos a comportamientos obsequiosos. Finalmente, 
cuanto menor sea la correspondencia fiscal, mayor será la confusión de los 
ciudadanos en cuanto al destino de sus impuestos, lo que lleva a un menor 
control sobre su uso, facilita la corrupción o la sospecha de su existencia y 
deteriora el sistema democrático en tanto la ciudadanía se siente débil, sin 
poder de decisión. 
 
De lo dicho hasta aquí surge que tanto el sistema centralizado de gobierno como el 
descentralizado tienen ventajas e inconvenientes y, si algo hay de cierto al respecto, 
es que no hay trajes de confección válidos urbi et orbi. El gobierno central es el 
único dotado suficientemente para proveer bienes públicos nacionales tales como la 
defensa nacional, la seguridad y la justicia frente a delitos complejos, grandes obras 
de infraestructura que benefician a varias jurisdicciones, políticas de ciencia y 
tecnología, campañas contra enfermedades contagiosas, preservación de algunas 
dimensiones del medioambiente o la gestión de universidades y hospitales 
complejos, realizar la política macroeconómica, recaudar impuestos nacionales, 
gestionar el sistema previsional y desarrollar aquellas políticas de distribución del 
ingreso. Los gobiernos subnacionales, por su parte, presentan claras ventajas en la 
asignación de recursos mediante la provisión de bienes y servicios públicos tales 
como la seguridad y la justicia (con las excepciones nacionales), la salud, la 
educación y la asistencia nacional por programas. Esto es así porque a nivel 
subnacional es mayor el control ciudadano que presiona hacia la eficiencia y porque 
la mayor proximidad con los beneficiarios genera una mayor adecuación de los 
programas a sus necesidades y deseos. Además, en un contexto de fuerte 
apoderamiento de los gobiernos subnacionales en cuanto a potestades tributarias 
ellos podrían perfectamente reemplazar muchas de las funciones hoy centralizadas 
de recaudación y de redistribución del ingreso. 
 
En cuanto a los sistemas de transferencias o de coparticipación, casi siempre 
inherentes al federalismo, pero de creciente uso también en regímenes no federales, 
se aprecia que ninguno de ellos está exento de problemas, ni en su fase primaria –
el reparto entre el gobierno central y el o los gobiernos subnacionales– ni en su 
etapa secundaria –entre estados o provincias– ni en la terciaria –entre municipios 
 
 
 
de una misma provincia– Por último, aún en una situación de abundancia de recursos 
fiscales, el buen funcionamiento de regímenes descentralizados en los que las 
unidades subnacionales dependen significativamente de recursos nacionales suele 
desarrollar una dependencia de las transferencias que debe ser necesariamente 
contrapesada por la existencia de reglas fiscales subnacionales establecidas y asea 
por leyes o por contratos con el nivel de gobierno del que se depende. Esta 
necesidad es tanto mayor cuanto menor sea la correspondencia fiscal. 
 
UN POCO DE HISTORIA 
 
Ernesto Quesada (historiador, catedrático y jurista del siglo XIX) señalaba ya a fines 
del mil ochocientos que la cuestión del tesoro es el eje de toda la política argentina 
desde la emancipación. Las luchas civiles, las divisiones partidarias, las 
complicaciones políticas, el enfrentamiento entre unitarios y federales, entre 
porteños y provincianos, todo ha nacido de ahí y ha gravitado a su derredor. 
 
Tal vez una de las primeras “grietas” de las tantas que hemos experimentado a lo 
largo de la historia, sea la de unitarios y federales. El período que abarca el primer 
grito de libertad (1810) hasta la sanción de la Constitución (1853) se caracterizó por 
la puja entre provincias y puerto, la anarquía, guerras y pactos. 
 
Hasta la declaración de la independencia (1816) sin dejar de producirse tensiones 
entre los distintos modelos de país que pergeñaba la clase dirigente, se mantuvo 
cierta cohesión en pos del objetivo, pero una vez logrado, se acentuaron los 
conflictos. 
 
Las visiones opuestas sobre la organización nacional se evidenciaron en los intentos 
constitucionales de 1819 y sobre todo de 1826, en esta última se establecía la forma 
de gobierno representativa, republicana y consolidada en unidad de régimen. Por 
otro lado, en la lucha en torno a los recursos fiscales, en especial los de la Aduana 
de Buenos Aires, así como la libre navegación de los ríos interiores, el proyecto de 
constitución de 1826 dejaba para las provincias sólo la creación de impuestos 
directos, y para la nación los indirectos y los del comercio exterior. 
 
A medida que transcurría el siglo XIX las provincias norteñas, que habían sido las 
principales, las más pobladas y las más ricas durante parte del Virreinato, fueron 
perdiendo sus bases de sustento económico en consonancia con la paralela 
decadencia del Alto Perú. Mientras tanto, al compás de la demanda externa creciente 
por sus productos, lo que luego sería la pampa húmeda, se enriquecía por la 
valorización de sus tierras, primero ganaderas y después agrícolas. 
 
 
 
 
Una segunda etapa, comprende el período transcurrido entre la sanción de la 
constitución nacional (1853) y la culminación de la organización nacional (1890). El 
artículo 4 de la CN establecía claramente cuáles eran los recursos de la Nación: el 
Gobierno Federal provee a los gastos de la Nación con los fondos del Tesoro 
Nacional, formando producto de derechos de importación y exportación; del de la 
venta o locación de tierras de propiedad nacional, de la renta de Correos, de las 
demás contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el 
Congreso General, y de los empréstitos y operaciones de crédito que decrete el 
mismo Congreso para urgencias de la Nación, o para empresas de utilidad nacional. 
 
No puede dejar de mencionarse el hecho de que los problemas de gobernabilidad 
de las provincias o de su compleja relación con el gobierno federal no cesaron 
mágicamente al dictarse la constitución, el indicador más claro es que entre 1853 y 
1976 se concretaron 168 intervenciones, sin contar los períodos de gobiernos de 
facto en donde las provincias estuvieron vieron quebrada su institucionalidad al igual 
que la nación. Desde el último retorno democrático sólo hubo seis. 
 
La tercera etapa, comienza con la crisis de 1890 y se caracteriza por el nacimiento 
de las potestades tributarias concurrentes. Como consecuencia de las urgencias 
fiscales derivadas de la necesidad de reestructurar la deuda pública y de otras de 
corto plazo y de la incapacidad de los recursos aduaneros para cubrir la totalidad de 
los gastos, el Congreso fue habilitando la creación de diversos impuestos indirectos 
que se superponían con los gravámenes provinciales, entre los que sobresalen los 
llamados impuestos internos, como los que gravaban el juego, el tabaco, los fósforos 
o el alcohol (por eso también se los llamaba impuestos al vicio). En esta etapa, los 
ingresos nacionales por impuestos no vinculados al comercio exterior aumentaron 
de 10,7% en 1880 a 25,7 en 1895, 39,8% 1920 y 40,7% en 1930. Recién en 1927 
la Corte admitió las facultades concurrentes (Simón Mataldi c. Bs.As.). 
 
A partir de allí y hasta 1935, se abre un período signado por la concurrencia de 
fuentes, con libertad de cada nivel de gobierno para fijar los impuestos a aplicar en 
su jurisdicción y la magnitud de estos para financiar el cumplimiento de sus 
funciones. 
 
Entre 1935 y 1988, podemos ubicar el nacimiento de los sistemas de coparticipación 
federal, con avances y retrocesos, pero sin desmedro del centralismo. 
 
En el marco de las dramáticas consecuencias de la Gran Crisis de 1929/1930, en 
1935 se inició una nueva etapa en materia fiscal federal, con los rudimentos de una 
coparticipación de impuestos ausente hasta entonces y que surgió de acuerdos entreuna Nación predominante y las provincias para distribuir recursos nacionales, 
 
 
 
aunque no los aduaneros. El mecanismo elegido fue el de partición, donde el 
gobierno nacional recaudaba y distribuía entre las provincias reteniendo una parte 
para sí. Uno de los principales objetivos, fue ordenar la estructura tributaria que 
venía funcionando con gravámenes transitorios que debían renovarse 
periódicamente y reducir el problema de la doble imposición. Se plasmó con la Ley 
12139 (unificación de impuestos internos), la Ley 12143 (transformación del 
impuesto a las transacciones en las ventas) y la Ley 12143 (prórroga del impuesto 
a los réditos), a través de estos instrumentos legales, las provincias renunciaron a 
imponer gravámenes sobre esas materias y a cambio recibían una compensación 
con parte de la recaudación. 
 
Los mecanismos de distribución buscaron garantizar que ninguna provincia quedara 
en peor situación de la que estaba, de esta forma, la Nación se reservó el 82,5% de 
lo recaudado, mientras que el resto se distribuía 30% por población, 30% por 
magnitud del gasto, 30% en base a los ingresos del año anterior y 10% en base a 
la performance recaudatoria del impuesto en cada jurisdicción. El impacto de la 
nueva ley fue muy desigual entre provincias, castigando especialmente a las 
productoras de vino y azúcar. 
 
Entre 1945 y 1958, se incrementó la participación de las provincias en la distribución 
primaria y se establecieron nuevos criterios para la asignación de la secundaria, 98% 
en base a población y origen provincial de los bienes gravados (ponderación del 
20%) y el 2% restante en razón inversa al monto por habitante. Salvo esta última 
novedad, importante más por el principio que sentaba que por su monto, siguieron 
predominando los criterios devolutivos y proporcionales. No obstante, durante este 
período las provincias más postergadas se vieron beneficiadas respecto de las más 
poderosas en comparación con el régimen anterior. 
 
De 1959 a 1972, la coparticipación sigue afianzándose. En 1966 el régimen sufrió 
una modificación de tendencia centralista, restituyendo parte del peso relativo a la 
Nación, aumentando su participación a un 61,88%. En materia de distribución 
secundaria continuó un claro predominio de criterios devolutivos o proporcionales 
(población, gastos provinciales y recursos corrientes) pero agregó un limitado 
componente distributivo de reparto por partes iguales. 
 
La Ley 20221 (1973) resulta un hito en nuestro federalismo fiscal, la reforma fue 
impulsada por los fuertes y crónicos déficits que venían experimentando los 
gobiernos provinciales, lo que llevó a aumentar drásticamente la participación 
provincial al 48,5% de los fondos coparticipables, más un 3% de un Fondo de 
Desarrollo Regional. Se estableció, además, un sistema único para la distribución de 
todos los impuestos nacionales coparticipables, la distribución automática de los 
 
 
 
recursos, la distribución secundaria se fijó en un 65% por población, un 25% por 
brecha de desarrollo y un 10% por dispersión de población, una limitación legal para 
la asignación de ATN. 
 
Para la brecha se medía la diferencia de riqueza de cada provincia con respecto a la 
del área más desarrollada del país, calculada como un promedio aritmético entre los 
índices de calidad de vivienda, educación y automóviles por habitante. La 
distribución por dispersión demográfica obedecía a la intención de tener en cuenta 
los mayores costos que genera la prestación de servicios públicos a una población 
muy dispersa. De este modo se otorgó mayor relevancia a criterios redistributivos 
para la coparticipación secundaria, cuyo peso relativo que era del 2% en 1958, 
aumentando al 35% a partir de 1973. 
 
Si bien esta ley mejoró las arcas provinciales, en 1978 se produjo el traspaso de las 
escuelas primarias nacionales a las provincias y ello ocasionó un desequilibrio de las 
provincias en el reparto. 
 
A fines de 1983 se produjo la caducidad de la norma de coparticipación existente y, 
al no lograrse acuerdos entre la Nación y las provincias sobre la prórroga del sistema 
vigente ni sobre uno nuevo, ocurrió por primera vez en 50 años que se careció de 
un régimen legal de distribución, que de tal manera pasó a efectuarse a través del 
presupuesto. 
 
Hasta el año 1987 se mantuvieron intensas negociaciones entre la Nación y las 
provincias, arribando para el año 1988 a la sanción de la Ley 23548 que regiría en 
principio hasta 1989, con la posibilidad de prorrogarla si no se concretara un acuerdo 
definitivo. Al igual que el régimen que la precedió, se prevé la recaudación 
centralizada, coparticipación primaria y secundaria. Se intentó precisar todos los 
impuestos que debían integrar la masa coparticipable, pero esto quedó frustrado al 
incorporar varias vías de escape que excluían los impuestos que tuvieran otros 
regímenes de distribución y los que tuvieran afectación específica en el momento de 
la sanción de la ley o en el futuro. La primaria quedó establecida en 56,66% para 
las provincias, producto de agregar al 48,5% que ya tenían, un 8,16% calculado 
como costo de transferencia de servicios nacionales a las provincias, el Gobierno 
Federal quedó con un 42,34% y se reservó un 1% para el Fondo de Aportes del 
Tesoro Nacional (ATN), destinado a atenderé emergencias y desequilibrios 
financieros de las provincias. 
 
La distribución secundaria no se basó en un método de asignación objetivo como la 
ley anterior, sino de un promedio de los aportes del Tesoro recibidos por las 
provincias durante el período de vacío legal (1984/1987), lo que dio como resultado 
 
 
 
valores arbitrarios que perduran hasta hoy desnaturalizando el objetivo de una 
redistribución secundaria que mejorara la equidad ente provincias. Otra cláusula 
importante fue la que estableció que la suma a distribuir a las provincias no podría 
ser inferior al 34% de la recaudación de la administración central, norma que ha 
dado lugar a polémicas. Cayó el coeficiente de las provincias avanzadas como 
Buenos Aires, provincias rezagadas como Catamarca, Chaco, Jujuy, Formosa y La 
Rioja terminan beneficiadas. 
 
El régimen de convertibilidad y las profundas reformas económicas y sociales 
impulsadas de 1989, tuvieron fuerte impacto en la distribución de recursos entre 
Nación y provincias. Fue favorable a las provincias el traspaso al nivel federal de sus 
cajas de jubilaciones. En cambio, perjudicaron a las provincias otras dos reformas 
de gran impacto: La transferencia de los servicios educativos, de salud y otros 
sociales que estaban en manos de Nación. No hubo recursos adicionales para 
financiar estas transferencias, sino que se hizo una redistribución entre las provincias 
de acuerdo a la magnitud de los servicios transferidos. La otra fue la creación del 
sistema de administradoras de fondos de pensión dado que, para evitar el 
desfinanciamiento del Estado nacional, se legisló que el 15% de la masa 
coparticipable se destinara al sistema de seguridad social, apuntando claramente a 
la pérdida de recursos que se originaría en la creación del régimen de capitalización. 
 
De efectos ambiguos para los fiscos provinciales fueron los pactos fiscales firmados 
entre la nación y las provincias que reducían los impuestos que pesaban sobre la 
producción, principalmente el de Ingresos Brutos, salvo en la etapa primaria, y el 
Impuesto de Sellos, que afectaba la actividad de la construcción e inmobiliaria. Si 
bien es cierto que ellos contribuyeron a reconstituir parcialmente la competitividad 
de algunas producciones regionales dañadas por un tipo real de cambio 
sobrevaluado, por otro lado, redujeron los ingresos de los fiscos provinciales. Hubo 
por último una reforma destinada a mejorar las finanzas de la Provincia de Buenos 
Aires, el Fondo del Conurbano Bonaerense en procura de reparar la baja 
participación lograda por ella en la coparticipación secundaria establecida en 1988. 
ElFCB está compuesto por un 10% de la recaudación nacional del Impuesto a las 
Ganancias para financiar obras públicas de carácter social, con un tope de 650 
millones de pesos. 
 
En 1994 se sancionó una reforma constitucional, que –entre otros puntos–, 
convalidó el sistema de coparticipación como modelo de distribución de impuestos. 
Se constitucionalizó el sistema de Ley Convenio como instrumento del régimen fiscal 
federal, es decir, que las normas que regulen esta materia deben ser aprobadas por 
el Congreso Federal con una mayoría especial y, luego convalidadas por cada una 
de las Legislaturas Provinciales para tener efectos. 
 
 
 
 
La cláusula transitoria sexta de la constitución estableció un plazo de dos años para 
formular un nuevo régimen de distribución de impuestos, lo que –a casi 25 años de 
cumplirse–, aún no se ha logrado. 
 
En materia de potestades tributarias, la reforma no hizo avance alguno, 
manteniéndose así una cuasi anarquía. Provincias y Nación cobran impuestos 
directos e indirectos de todo tipo; los recursos del comercio exterior, primero fueron 
compartidos por la Nación y más tarde detraídos unilateralmente; los municipios 
cobran impuestos más o menos a placer, aunque disfrazándolos de tasas. 
 
Como dato positivo de la reforma constitucional, podemos señalar que se han 
plasmado explícitamente los criterios redistributivos dándole una mayor precisión al 
establecer el objetivo de igualación de los niveles de vida en todo el territorio 
nacional. 
 
Aunque la reforma pretendió dar un marco estable y permanente al federalismo 
fiscal, ello lejos de ocurrir, derivó en un período prolífico en modificaciones al 
régimen de coparticipación, frecuentemente mediante la vía de acuerdos ratificados 
por ley. Los resultados de todos estos acuerdos es lo que conocemos como “laberinto 
de la coparticipación” siendo imposible para cualquier ciudadano común entender a 
qué entidad política van a parar sus impuestos. Y esto no es gratuito desde el punto 
de vista de la democracia representativa, en tanto profundiza la ruptura de la unidad 
ciudadanos-pagadores de impuestos-beneficiarios del gasto público, crucial para el 
mejor funcionamiento de las finanzas públicas.

Continuar navegando