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138 (FRIEDMAN, 1975, pp. 101 y ss.*): concepto que se refiere al conjunto de los comportamientos y de los eventos que pueden ser puestos en relación directa o indirecta con la normativa de que se trata. CAPÍTULO CUARTO DERECHO E INSTITUCIONES I. TERMINOLOGÍA La palabra "institución", de uso corriente en el lenguaje político, jurídico y, más ampliamente, cientifico, posee diversos significados. En lugar de adoptar uno propio, la sociología ha incrementado aún más su extensión semánti- ca. Mediante un cuidadoso análisis, LUCIANO GALLINO ha llegado a identificar diez campos diferentes de significación, agregando por lo demás que éstos contienen, todos, un elemento común (GALLixo, 1983, p. 405). Este elemento común, como se recordará, puede expresarse diciendo que por "institución" cabe entender un conjunto normativo de cualquier tipo que estructura de manera durable un campo de acción social. Esta definición presenta algunas ventajas. En primer lu- gar, comprende tanto el elemento dinámico como el elemento estático, que la palabra misma expresa en el lenguaje común, designando simultáneamente un proceso hacia un resultado y el resultado obtenido'. En segundo lugar, tomando como base el parámetro normativo, se adapta particularmente 1 Se puede pensar en las dos expresiones siguientes: la Asamblea Constituyente decidió la institución de la Corte Constitucional" y "la Corte Constitucional es una institución de la República". 140 al análisis sociológico-jurídico, centrado en el relieve que en algunas instituciones adquiere la disciplina jurídica. En tercer lugar, permite comprender en una sola categoría una amplia serie de sistemas consolidados de acción jurídica que, si bien diferentes entre sí, presentan importantes rasgos comunes y por ello se prestan a consideraciones semejantes, de naturaleza teórico-metodológica: un parlamento o una jurisdicción, una empresa o una familia. Debe quedar claro en cualquier caso que también esta elección definitoria, al igual que otras anteriores, tiene carácter convencional o, para decirlo en términos corrientes, artificial. En efecto, no es la única posible y precisamente por ello ha de ser entendida de manera elástica. En esta perspectiva examinaremos algunas importantes instituciones, con la intención de describir en clave sincrónica su estructura jurídica esencial, y en clave diacrónica su mo- dificación en el tiempo. En efecto, es sobre las instituciones concretas, más que sobre el sistema jurídico en general, que se puede medir la relación entre derecho y cambio social, tema clásico de la sociología del derecho. EL GOBIERNO Usamos la expresión "gobierno" no ya en sentido estricto, para designar el órgano constitucional que en los Estados modernos ejerce el poder ejecutivo, sino en sentido amplio, tomado de la ciencia política, para designar el conjunto de actividades inherentes a la dirección política de un país y correspondientes, además de al órgano ejecutivo, también, por ejemplo, al órgano legislativo. Aquí mante- nemos diferenciada la actividad jurisdiccional, no porque no desarrolle funciones de importancia política -muy por el contrario, como veremos-, sino por su característica intrínseca de presentarse prácticamente en todas partes de manera relativamente separada del resto de la organiza- ción constitucional, en nombre de un principio general de 141 independencia que, al menos de palabra, es reconocido al juez en todo sistema jurídico. La acción de gobierno concierne al ejercicio de una suma de poderes y consta de un conjunto de decisiones, en sentido positivo o negativo, ya que también la no decisión comporta siempre una elección, a menudo cargada de consecuencias. Esta se desarrolla en diferentes planos -económico, social, cultural, "político" en sentido estricto, es decir relativo a la lucha entre partidos y facciones- de manera formado infor- mal. Tarea de las ciencias sociales es la de indagar sobre la conexión entre estos planos y modalidades de acción. La sociología del derecho, en particular, estudia la acción formal de gobierno, es decir las decisiones adoptadas por las élites políticas de un país bajo la forma de actos jurídicos -leyes, decretos, imposición, concesiones, etc.— o para-jurídicos, como los proyectos de ley, los debates parlamentarios, las declaraciones de intenciones, las circulares: todo aquello que prepara, acompaña, sigue o justifica la acción jurídica en sentido estricto. Todo este material es investigado por el sociólogo del derecho como variable, en el cuadro de procesos de acción considerados en su conjunto, en los que formalidad e informalidad se alternan o se entrelazan y el derecho puede desempeñar funciones ya sea sustanciales o de pura fachada, gracias a su poder de legitimación. En toda sociedad, se puede decir, toda acción, por ende también la acción de gobierno, tiene mayor probabilidad de ser aceptada socialmente cuando se presenta en formas jurídicas y aparentemente respetuosos del derecho vigente. En este sentido la clase política de un país ocupa la posi- ción más estratégica. En efecto, ella posee un control directo sobre el derecho puesto que tiene el poder de reconocerlo y aplicarlo, pero en especial de cambiarlo. También en Inglaterra, patria de un derecho consuetudinario históri- camente radicado, consignado y legible en los precedentes judiciales, el parlamento soberano podría abrogar la cornmon lazo e imponer un derecho enteramente statu te, es decir 143 142 legislativo. Este poder es aún más fuerte en los países de civil law, que le asignan a la ley de origen político, como es sabido, la primacía entre las fuentes del derecho. Existen, es verdad, límites a estos poderes, a menudo consagrados en forma de actos jurídicos "superiores": la Magna Charta, el habeas corpus, las constituciones, las cartas de derechos humanos. Pero estos limites se encuentran siempre sujetos a variaciones. Con motivaciones más o menos fundadas-la "razón de Estado", una guerra, un peligro externo, la cons- trucción de una sociedad "nueva"- los gobiernos pueden intentar limitados o removerlos, creando, abrogando o simplemente inaplicando las normas que los garantizan. La acción de gobierno, no obstante, no se desarrolla en el vacío. En cualquier régimen la clase política realiza acciones que repercuten en la sociedad externa a ella, la cual por lo tanto dirige a la primera continuos requerimientos dotados de una fuerza directamente proporcional a la capacidad de los grupos sociales de organizarse, agregar consenso y condicionar al gobierno. Esto puede suceder mediante par- tidos o sindicatos reconocidos, o a través de otros grupos de presión, que operan de manera informal, incluso en contra de la ley vigente. A menudo estos grupos de presión están directamente representados en la cúpula de la clase política, a veces la condicionan desde el exterior ejerciendo poderes, por ejemplo económicos, que la trascienden o de los que ella depende. Existe por tanto siempre una comunicación entre gobernantes y gobernados, tambiénporque, en cuanto a su composición social, los dos mundos no son del todo distintos sino que se encuentran relativamente integrados, incluso en las sociedades altamente estratificadas y aun en los regímenes autoritarios. En términos sistémicos, la comunicación entre goberna- dos y gobernantes se puede describir como una sucesión de inputs y de outputs. Una vez recibidos los requerimientos del exterior, la clase política puede rechazarlos en bloque o bien recibirlos, acogiéndolos o filtrándolos, modificándolos, compensándolos con requerimientos de otra naturaleza o proveniencia. Emitirá entonces decisiones que expresarán con mayor o menor claridad su voluntad. En la historia moderna, marcada por la división del mundo en una serie de Estados soberanos, la ley formal ha sido el instrumento principal, si bien no el único, con el que esta voluntad ha sido manifestada.Ya hemos visto que la ley puede provocar efectos diferentes de las intenciones de quien la ha adopta- do. Con mayor razón, entonces, puede no responder a las expectativas de quien, desde el exterior, la ha pedido. En este caso ella servirá para regenerar un proceso político ya en curso o producirá uno nuevo, con los mismos o con otros protagonistas. El conflicto, que siempre subsiste en formas latentes entre quien decide y quien soporta las consecuencias de las decisiones, podrá tornarse manifiesto y, en los casos más difíciles, difícilmente mediable a través de los canales institucionales oficiales del ordenamiento. En relación con el derecho, sobre el cual ejerce un fuerte control, la clase política puede adoptar una posición variable, en una escala que va de la pura receptividad pasiva hasta el más agresivo intervencionismo. Puede limitarse a aplicar costumbres jurídicas socialmente difusas, reforzándolas con su autoridad ejecutiva y buscando preservar las estructuras sociales existentes, así como puede intentar modificar tales estructuras incidiendo en ellas mediante leyes innovadoras, tendientes a programar el futuro. Esta perspectiva innova- dora e intervencionista ha sido la filosofía dominante a lo largo de toda la era moderna en gran parte del mundo, si bien en formas y con resultados diferentes según el mo- mento y el lugar. Pertenecen a esta filosofía, y se remontan a finales del siglo xvr, las primeras leyes inglesas sobre el cercamiento de las tierras (Enclosures Acts), transformadas de tierras arables en tierras de pastoreo, y las sucesivas leyes contra la vagancia que -al decir de MARX- tuvieron por objeto golpear y dirigir hacia la naciente industria manufacturera a la población campesina expulsada de su 144 antigua morada (MARx (1867), 1975, I, p. 879). Caracterís- ticas y finalidades semejantes presentan las leyes de los revolucionarios franceses que, entre 1789 y 1793, abolieron los privilegios feudales, el mayorazgo, los fideicomisos, los diezmos, la servidumbre personal, sentando las bases de esa obra racionalizadora que sería, en 1804, el Código Napoleón. Y no es diferente la naturaleza de la legislación que, bajo el impulso de la cuestión social y en la perspectiva de proteger las posiciones más débiles, ha caracterizado hasta tiempos recientes la llamada "época del Welfare State", sobre todo en Europa occidental, como tampoco lo es aque- lla, si bien de otro contenido, adoptada por los regímenes del llamado "socialismo real", en la Unión Soviética y en Europa Oriental, tendiente a una total reestructuración de la sociedad. Lo que tiene en común toda esta importante actividad legislativa de los últimos dos siglos es el objetivo (y el mito) de la modernización mediante el derecho o, según una fórmula que se remonta a los comienzos del siglo ;a (PouNn (1923), 1946, pp. 191 y ss.*), pero que es recurrente en especial en los años cincuenta y sesenta, la idea del derecho como instrumento de ingeniería social, especialmente eficaz gracias al poder de disuasión o de incentivo de las sanciones, negativas o positivas, conectadas con los comportamientos (Poncórecia et al., 1996). Se encuentra consolidada, y es compartida por científicos sociales de diferente ideología, la opinión según la cual en las últimas tres décadas del siglo xx esta política interven- cionista sufrió una involución en forma de incontrolable espiral, determinada por la concurrencia de expectativas sociales, exigencias dirigidas al sistema político, incremento de las tareas de las administraciones públicas, aumento co- rrespondiente de la burocracia, escalada del gasto público y correlativamente de la imposición, hasta el punto en que los medios disponibles, no sólo económicos, se tomaron insuficientes para enfrentar la sobrecarga (overload) de com- promisos que los gobiernos estaban llamados a absolver, y 145 los Estados se vieron afectados por una crisis financiera de vastas proporciones. Esta teoría merecería ser verificada en el detalle y diferenciada en cada momento y lugar. Pero no cabe duda que ella expresa más que un núcleo de verdad. Una mirada atenta a los desarrollos más recientes revela en efecto que en las últimas dos décadas se ha producido otra espiral no menos significativa. De una parte, la constata- ción según la cual el sistema ya no estaba en condiciones de responder a las exigencias difusas frustraba una serie creciente de expectativas sociales —normativas por defi-nición— transformándose en deslegitimaciórt de las élites políticas y de los mismos sistemas jurídicos. De otra parte, las élites reaccionaban, en muchos casos, encerrándose en los /MITOS del llamado "palacio", impidiéndose a sí anis- mas la comprensión de los nuevos movimientos sociales y monopolizando para sí y para sus propios clientes los recursos sobrantes, como a menudo sucedió en tiempos de grave crisis: entre tantos ejemplos, se puede pensar en la Francia prerrevolucionaria. De ello se deriva, fatalmente, una ulterior aceleración del proceso de deslegitimación, duras penas contenido mediante las técnicas de manipu- lación informativa puestos a disposición de los gobiernos por los medios de información de masas. Esta espiral, acelerada por las protestas sociales en razón de la compresión de las libertades fundamentales, literal- mente devoró en pocos años a los regímenes de Europa Oriental. En Italia, en donde la deuda pública adquirió dimensiones macroscópicas en los arios ochenta, produjo una crisis política sin precedentes, aún no resuelta. En otras partes, en regímenes políticos más sólidos, provocó en cualquier caso grietas visibles, entre las cuales resalta sobre todo la abstención electoral. Casi en todos los países echó raíces la convicción de que la esfera de intervención del gobierno en las actividades económicas y sociales se debía reducir drásticamente, si es que no desmantelar, y con ella todo el complejo sistema de reglas tendientes a 1 146 147 disciplinaria. Las políticas llamadas "de desreg-ulación", impulsadas primero en Gran Bretaña y Estados Unidos y luego difundidas en muchos países -de manera vistosa en Europa Oriental-, fueron su consecuencia, junto con la confianza en la capacidad autorreguladora del mercado, todavía exaltada en muchos ambientes intelectuales no sólo de Occidente. No obstante lo anterior, el retiro del Estado de las incum- bencias y la crisis de la legislación estatal no significan tanto una "desregulación", sino más bien un desplazamiento de la actividad de regulación jurídica de unas instituciones a otras. Ciertamente se abren espacios a la autorreglamen- tación privada: se teoriza así la formación de un derecho denominado "reflexivo", en donde la autoridad política se limita a fijar por ley determinados procedimientos, una vez respetados los cuales los diferentes sujetos están libres para establecer los contenidos de sus relaciones, según una visión típicamente liberal (lluuNER, 1989). Sin embargo, no es se- guro que esta autorreglamentación tenga, en las diferentes sociedades, efectos de legitimación para las élites dominantes y para los sistemas jurídicos. Si, además de procedimientos rígidos, no existe también un marco externo de contenidos fundamentales que se deben respetar, la lógica del mercado conduce, como ya se ha recordado, al predominio de algu- nos sujetos sobre otros: no ya a la autonomía, sino a otro tipo de heteronomía. Y en una economía global, en donde abundan los instrumentos para sustraerse a los controles, este resultado es particularmente visible. El poder político, que está perdiendo lentamente peso a nivel estatal, está lentamente adquiriendo peso -si bien aún no de manera suficiente- a nivel supranacional, alrededor de estructuras más proporcionadas a la dimensión efecti- va de las relaciones sociales. La formación de un sistema jurídico europeo, que en un primer momento se acompañó a los ordenamientos de los Estadosmiembros de la Unión y que ahora los está englobando progresivamente, es la mejor prueba de la imposibilidad de suprimir el gobierno, con tareas activas, en las sociedades complejas. Baste decir que la actividad dejas instituciones comunitarias -Consejo, Comisión, Parlamento, Corte de Justicia- opera también, de manera explícita, según una perspectiva teleológica, ten- diente a realizar los objetivos fijados por los tratados o por los acuerdos sectoriales. Los instrumentos jurídicos con los que se han dotado son acaso más elásticos, pero no menos proyectivos y programáticos que los del Estado moderno. El que estos instrumentos sean idóneos para generar con- senso o para suscitar disenso, para producir legitimación o deslegitimación, igualdad o desigualdad, no depende tanto de su naturaleza intrínseca, como de la posibilidad de que diferentes sujetos influyan en ellos desde posiciones no demasiado desequilibradas. III. Los DERECHOS FUNDAMENTALES Hemos dicho con anterioridad que existen límites al ejercicio del poder político y al control de la autoridad política sobre el derecho de un país. Esta doctrina tiene raíces antiguas. Representa en efecto el núcleo del iusna- turalismo, la teoría filosófico-jurídica según la cual existe, por encima de la esfera del derecho positivo, la esfera superior de un derecho natural al que el derecho positivo debe -dentro de ciertos límites-- uniformarse. El contenido de este derecho natural ha sido descrito de diferentes ma- neras según las épocas y las ideologías. La aportación de la filosofía jurídica y política de la época moderna, a partir del siglo xvii, simbólicamente con el pensamiento liberal de jOHN LOCKE, ha consistido precisamente en la teoría de los derechos, según la cual los seres humanos nacen "libres e iguales", titulares por tanto de derechos innatos (inborn rights) que la autoridad política está llamada a tutelar, y a coordinar en caso de conflicto, pero que no puede desco- nocer sin comprometer su propia legitimación. En efecto, 149 la concepción más profunda y denominada "pasiva" de la libertad, entendida como "libertad (respecto) de" (freedom from), es decir frente a las interferencias injustificadas de cualquier sujeto (público o privado) en la esfera individual: libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión, de religión, de movimiento, de asociación, de contratación, de disfrute de los propios bienes. El deber correspondien- te a estos derechos recae en todos, empezando por quien gobierna, y tiene una naturaleza esencialmente negativa puesto que se concreta en una mera abstención. La fase de los derechos políticos, a su vez, refleja una concepción diferente y activa de la libertad: ya no "libertad (respecto) de", sino "libertad para" (freedom 0, 0, consistente en la participación, por ejemplo mediante el voto, en los procesos decisorios que atañen a toda una comunidad. El deber correspondiente a estos derechos, que recae sobre todo en los gobernantes, es también activo y consiste en admitir la participación de los ciudadanos y en establecer las estructuras necesarias para ello. Por último, la fase de los derechos económico-sociales refleja una visión aún más activa de la libertad. Puesto que la libertad frente a las interferencias y la libertad participa- tiva corren el riesgo de permanecer letra muerta si, como consecuencia de la estratificación social, no son sostenidas por el disfrute de bienes esenciales (nutrición, alojamiento, salud, construcción, independencia económica), sobre la autoridad política debe recaer la obligación de remover los obstáculos que impiden este disfrute, mediante políticas de redistribución y equidad, tendientes a favorecer "a los menos favorecidos", como a finales del siglo xx dirá JOHN RAWLS con una feliz fórmula (RAwts, 1971, p. 83*). En breve, como ha sido observado (PEcEs-BARBA, 1991), si la primera fase coincide con el liberalismo, la segunda coincide con la democracia —dos doctrinas que es posible conectar entre sí pero conceptualmente distintast y la 2 La distinción es particularmente visible en la política italiana del siglo xrx, en 148 en esta perspectiva, el poder político encuentra su origen legitimador en un contrato social entre hombres libres y un "soberano" —monarca o asamblea electiva— llamado a gobernarlos en el respeto de esos derechos. Derechos que, no debe sorprender, se consideran en gran parte "derechos del hombre", además (y antes) que "del ciudadano", como reza la Declaración de 1789. Para los fines de un análisis sociológico conviene ob- servar que esta teoría, resistiendo a duras críticas, se ha venido desarrollando en el curso de tres siglos, hasta con- figurarse como una estructura de pensamiento y de acción bien consolidada: una institución, precisamente, como dice LUHMANN en un conocido escrito (LunmANN, 1965). Esta consolidación, en otros términos, es fruto de un proceso de institucionalización y por consiguiente de positivización —es decir, de reconocimiento de los derechos en forma de normas positivas, nacionales o internacionales— que ha corrido parejo con una constante expansión de la esfera de los derechos mismos (BoBBio (1990), 1992-2). El fenóme- no, de gran importancia, ha motivado varios esfuerzos de periodización histórica, entre los cuales cabe recordar en especial el del sociólogo inglés THOMAS H. MARSHALL con ocasión de una serie de lecciones dictadas en la Universidad de Cambridge en 1949 (MARsHALL, 1963). Según este autor, que habla no de "derechos humanos" o "fundamentales", sino de "derechos de ciudadanía" (citizenship rights), en referencia a las prerrogativas que deberían corresponder al status de "aquellos que son miembros de pleno derecho de una comunidad" (ibíd., p. 24*), se pueden individualizar tres diferentes fases en el movimiento de los derechos: la de los derechos civiles, la de los derechos políticos, y la de los derechos económico-sociales. Esta concepción de MARSHALL, ampliamente discutida, tiene el mérito de establecer una correlación entre el desa- rrollo de los derechos fundamentales y el moderno concepto de libertad. En efecto, la fase de los derechos civiles refleja tercera con el socialismo, a lo menos en su versión refor- mista', y que desemboca en la concepción ya recordada del Estado de Bienestar (Welfare State). La combinación de la dimensión individualista y de la dimensión colectiva es lo que determina, con el reconocimiento en forma de ley positiva, su vitalidad y su autoridad (PALOMBELLA, 2002). Pero el movimiento de los derechos no se ha detenido en la fase del reformismo social. Las transformaciones de la última parte del siglo xx han llevado abs estudiosos a identificar dos nuevas fases -cuarta y quinta- en su desarrollo. La cuarta fase, la de los llamados "derechos culturales", o "de identidad", ha comportado una radical modificación de la perspectiva. Mientras las dos fases anteriores -y en el fondo también la primera- eran expresión de una concepción humanista tendencialmente igualitaria, esta nueva fase es la manifesta- ción de una visión tendencialrnente opuesta, dirigida hacia el reconocimiento de las diferencias (Bossto (1990), 1992-2, pp. 67 y ss.). La señalación de este giro no debe ser tomada tan sólo desde el punto de vista de las reivindicaciones que . surgen de ella y que pueden traducirse tanto en pretensiones de trato igualitario pese ala diversidad, como en pretensiones de trato diferenciado en virtud de la diversidad. Aún más que este aspecto, que no es nuevo, cuenta el hecho de que este giro supone la visión de una sociedad no unitaria, sino fragmentada en una multitud de posiciones diferentes, todas ellas dignas de una consideración específica en virtud de una serie potencialmente infinita de aspectos diferenciadores: el género, la edad, la condición civil, económica y laboral, donde al movimiento liberal-monárquico, simbólicamente representado por CAmn.to DE CAVOUR,se contrapuso el movimiento democrático-republicano, simbólicamente representado por GMSEPPE MAZZINI y Gruseerz GARIBALDI. 3 El socialismo llamado "científico", derivado de las doctrinas de CARLOS MARX y FEDERICO ENGELS, vio durante mucho tiempo con gran sospecha al movimiento de los derechos y las políticas reformistas, considerados un medio de pura racionalización del capitalismo y del poder de la burguesía. 151 la religión, el idioma, las preferencias sexuales, el estado físico o psíquico, la educación, las vicisitudes de la vida, etc., factores todos que confluyen en la definición de la identidad de cada quien mediante diferenciación y, al mismo tiempo, mediante semejanza con los otros individuos y, por ende, a través de su pertenencia a un grupo social. Este fenómeno, típico de las sociedades -precisamente- altamente diferenciadas, más aún si son multiculturales y están sometidas a fuertes procesos migratorios (BELvisi, 2000; FACCHI, 2001), ha producido una sucesión de reivindicacio- nes en nombre de derechos subjetivos declarados imposibles de desconocerse por el hecho de ser derechos "humanos" y, dentro de ciertos límites, también una multiplicación de re- conocimientos en términos de derecho positivo, bajo la forma de cartas emanadas por las orgarúzaciones internacionales: reconocimientos raramente acompañados por la indicación de los criterios necesarios para dirimir los conflictos entre posiciones contrapuestas que una fragmentación semejante comporta fatalmente y que provocan algunas consecuencias paradójicas. Por ejemplo, la reivindicación de la identidad de un grupo social por sus características religiosas, culturales, étnicas, puede inducir no solo a luchar por su autonomía o independencia, sino también a desconocer los derechos más elementales de quienes se diferencian del grupo como colectivo (minorías étnicas o lingüísticas) o bien de manera individual: de esta manera se llega a la paradoja de negar la identidad en nombre del derecho a la identidad. La quinta fase de los derechos fundamentales, que se con- figuran a finales del siglo xx, arranca con algunos eventos de gran importancia que modifican a fondo el cuadro en el que se estaba acostumbrados a pensar y actuar (Ronork, 1992; FRosan, 1993; POCAR, 2002). Se puede proceder mediante ejemplos. El descubrimiento del DNA y sus aplicaciones ha permitido establecer el mapa del genoma de las especies vivientes e interferir en su patrimonio genético. Las técnicas de fecundación artificial y de crecimiento del embrión in vi- tro se han especializado hasta hacer posible la donación de seres vivos, también de seres humanos. Las tecnologías irt- formáticas han anulado las dimensiones espacio-temporales, revolucionado las comunicaciones y permitiendo formas de invasión incontrolable de la vida privada. La carrera por el desarrollo económico ha producido una explotación masiva de los recursos naturales y una alteración artificial de los ya precarios equilibrios naturales. La proliferación de artefactos nucleares que pueden ser activados en pocos instantes, en un clima de sospecha que induce a acciones bélicas preven- tivas, comporta el riesgo de que incluso un simple error de valoración pueda producir reacciones en cadena, hasta la devastación total. Estos y otros fenómenos pueden parecer muy diferentes entre sí. En realidad ellos, prescindiendo del hecho que —in- cluido el uso de la energía nuclear— no producen solo efectos negativos, tienen un rasgo común que envuelve precisamente el terreno de los derechos. En efecto, ponen a los hombres ante nuevos compromisos en su relación no sólo con sus semejantes sino, aún más, con el mundo circundante, y los desafían no ya singularmente, sino globalmente, en vista de un futuro que podría comprometer la habitabilidad del pla- neta. De ahí que se pueda hablar, respecto de la quinta fase, de derechos difusos, que corresponden no ya a determinados individuos o grupos, sino a conjuntos de seres considerados en su indistinta generalidad, sin importar que tales conjuntos sean actuales o potenciales:no están en juego tan sólo los seres vivientes, sino también aquellos que podrían llegar a vivir (o a no vivir), es decir las futuras generaciones de hombres y también de "animales no humanos" (Poca, 1998). La filo- sofía animalista, que se ha afirmado en las últimas décadas, es un complemento de esta visión que inserta de nuevo al hombre en el contexto natural, moderando su arrogancia y afirmando, más bien, su fragilidad. En esta perspectiva global i sta, asociada a la ya recordada crisis delEstado moderno, se refuerza la idea originaria que describe los derechos fundamentales como "humanos". Al mismo tiempo, pierde consistencia su radicación cívica y política, que no puede no estar asociada con aquél. Y es que, como ya se ha señalado, la organización internacional, basada en las relaciones entre Estados, no dispone aún de los instrumentos necesarios, en especial en materia juris- diccional, no sólo para equilibrar derechos contrapuestos, sino, sobre todo, para vencer las resistencias que siempre se interponen en el camino de su reconocimiento y disfru- te (FERRAJOLL 2001). No debe olvidarse en efecto que los derechos fundamentales siempre han sido conquistados contra alguien que tenía el poder, de hecho o de derecho, de negarlos, y por ello también de suprimirlos. IV. LA JURISDICCIÓN Ya se ha señalado (supra, p. 77) que la actividadjurisdiccional puede considerarse consubstancial al derecho. En efecto, si se prescinde de algunos ejemplos de agregados sociales del todo indiferenciados en su interior, es prácticamente imposible encontrar ejemplos históricos de sociedades en las que no exista una figura de decisor colectivo o individual llamado a resolver problemas, en sentido amplio, de convivencia social, de manera normativa, es decir con pie e inspiración en normas, escritas o no, socialmente consolidadas o bien enunciadas para la ocasión sobre la base de lo que puede definirse como la "cultura jurídica" de esa sociedad. La jurisdicción es una actividad "política" en el sentido amplio de la palabra. En muchos sociedades, por lo demás, se confunde con el poder político en sentido estricto, del que constituye una manifestación, a menudo la más típica entre las que lo caracterizan, a tal punto que son muchos los casos históricos en los que el vértice del poder jurisdic- cional coincide con el vértice político supremo4. También 4 Como señala un autorizado historiador del derecho, el poder medieval es 152 153 155 son numerosos los casos históricos de autoridades políticas intermedias que acumulan en su cabeza la administración, la jurisdicción y la legislación, también porque no siempre, en especial en la sociedades antiguas, esta distinción existe. Especialmente allí donde rige un derecho consuetudinario, mientras puede existir o no existir una actividad legislativa, la enunciación de nuevos principios normativos generales, equiparables a nuevas leyes, es principalmente tarea de los jueces, desarrollada sobre la base de casos concretos: así ha sucedido durante siglos, y en parte aún ocurre, en los sistemas jurídicos de common lazo. La separación del poder jurisdiccional del resto de la actividad política y de gobierno en sentido estricto, si bien no es desconocida en la sociedades antiguas y medievales europeas, es un rasgo característico de los Estados moder- nos, en buena parte como fruto de la misma filosofía que ha dado vida al movimiento de los derechos fundamentales como forma de defensa frente al arbitrio de la autoridad política. Puesto que el arbitrio es directamente proporcional a la concentración de poder, de ello se ha deducido la ne- cesidad de repartir el poder por funciones, divididas entre sujetos diferentes y que se "equilibran" entre sí (balance of powers, según la expresión anglosajona), de manera que ninguno sea incontrolable. Respecto de lasotras funciones individualizadas para este fin -legislativa y ejecutiva-, la función judicial ha asumido una tarea adicional, de gran importancia: la de sujetar a la ley también a la autoridad política. Por esta razón la idea de un poderjudicial separado de esta coincide con la del Estado de derecho. Por la misma razón, las relaciones entre poder político y poder judicial se encuentran siempre en tensión manifiesta o latente, como se verá a continuación. antes que todo iurisdictio: "se es príncipe porque se es juez, juez supremo" (Gaossi, 1995, p. 131). Así concebida, la jurisdicción del Estado moderno es ob- jeto de reglamentación específica, bajo la doble perspectiva de la organización interna y de los procedimientos que han de ser observados en su desempeño funcional (REBUFFA, 1993; GUARNIERI y PEDERZOLI, 2002). En los países europeos de civil lazo, esta disciplina es particularmente rígida. Los jueces suelen ser funcionarios estatales de carrera, formados y seleccionados con base en las capacidades técnico-jurídicas. Sus relaciones formales con el mundo exterior y entre ellos mismos se encuentran reguladas por la ley, a la cual -y sólo a ella- deben considerarse sujetos, no obstante ser, de hecho, libres y con frecuencia creativos intérpretes de esta. Su autonomía a menudo está garantizada por la presencia de órganos constitucionales ad hoc, en Italia el Consejo Superior de la Magistratura, órganos que ellos controlan y en gran parte integran. Todo lo anterior contribuye a definir sociológicamente su mundo como un ambiente relativamente cerrado, con tendencias corporativistas. Las reglas de procedimiento, a su vez, se encuentran fijadas en códigos procesales especiales, tan rigurosos que lindan con la abstracción conceptual. En los países de common lazo la normativa es más prag- mática y los mismos limites entre justicia y política son más difusos. Los jueces pueden ser elegidos por el gobierno entre abogados o profesores de derecho, como también, en algunas partes, por la comunidad a la que pertenecen. Sus mandatos a menudo, en especial en los niveles intermedios, son limitados y revocables. Los procedimientos son también menos formales. Y no obstante, la cohesión interna de los jueces y su prestigio social son siempre fuertes. La regla del stare decisis, que los vincula al respeto de sus propios precedentes, pero les confiere el poder formal de adap- tarlos a las siempre cambiantes circunstancias de hecho, los sitúa de cierta forma por encima de la misma ley, que puede cambiar en virtud de sus decisiones. Un poder, éste, que en los niveles superiores de un sistema constitucional 156 adquiere gran irnportancia, como lo demuestra el papel de los llamados Law Lords en Inglaterra' o de la Corte Suprema federal en Estados Unidos°. En síntesis, independientemente del tipo de derecho vigen- te, la jurisdicción se presenta en todas partes con los rasgos de un sistema de acción social bien definido, muy complejo en sus mecanismos internos y en sus relaciones externas, que no sólo son constantes e institucionales, sino también fundamentales por su importancia. Hada este sistema con- vergen por definición pretensiones nacidas de conflictos a menudo intensos, que pueden oponer a determinados individuos, pero también implicar, como en el campo pe- nal, sentimientos e intereses sociales difusos (TomEo, 1973; BaorrA, 2003). Se trata de pretensiones que —salvo excep- ciones marginales— reclaman un reconocimiento formal en términos de razones y yerros: en el sentido etimológico de la palabra, una decisión, es decir un juicio que dirima entre yerro y razón, instituyendo una clara frontera de demarca- ción y que obtendrá respeto social en relación directamente proporcional a la legitimación y la autoridad de quien lo expresa (FERRAREsE, 1984). De todo ello emerge que el estudio sociológico de la jurisdicción presenta diferentes aspectos (TREvEs, 1972). Uno de estos, ciertamente importante, es el de la eficiencia de sus prestaciones, que ha motivado estudios inspirados en la lógica econornicista de la relación entre "costos y beneficios". Este tema es todo menos secundario. Aun con- siderando la especificidad cualitativa de la jurisdicción, la relación entre costos y beneficios aparece en muchos casos tan desequilibrada que se transforma precisamente en un 5 Los Loro Lords son los doce miembros de la Cámara de los Lores que desem- peñan funciones de Corte Suprema de Justicia. 6 La Corte Suprema federal está compuesta por nueve jueces designados y nombrados por el presidente de Estados Unidos, con mandato ilimitado, previo consenso del Senado. 157 poderoso factor de deslegitimación del sistema judicial, y con este de todo el derecho de un país. Un aspecto de gran importancia, porque afecta al derecho fundamental, inter- nacionalmente consagrado, a un "proceso justo y público en tiempos razonables"7, es el de la duración excesiva de los juicios. Este problemaes advertido en muchos países, también de common law, pero alcanza en Italia su máxima expresión no sólo por los índices de duración media, sino también por los índices de frecuencia de los procesos que no son resueltos en "tiempos razonables", tanto que nues- tro país ha sido de lejos el más golpeado por las condenas emitidas por esta razón por la Corte Europea de los Dere- chos Humanos (NASCIMBENE y SANNA, 2003; PANNARALE, 2003), hasta la adopción de una ley (la llamada Ley Pinto, n.° 89 del 28 de marzo de 2001) que, con miras a aligerar este peso que afecta la imagen misma de Italia, de hecho empeoró la situación, imponiéndole al ciudadano afectado por retardos intolerables la carga de promover una acción de resarcimiento ante los jueces italianos antes de poder acudir a la Corte Europea. La investigación de las causas de los retardos es un problema de no fácil solución. En Italia, la atención de los estudiosos se ha dirigido a la pesada carga de trabajo medio que grava sobre los jueces y fiscales, a las normas procesales, consideradas demasiado asfixiantes, a la cultura profesional de los juristas, considerada en exceso formalista, a las defi- ciencias de infraestructura y ala sobrecarga burocrática que, junto con la insuficiencia de medios económicos disponibles, provocan numerosas dificultades en el íter procesals. Cada 7 Cfr., por ejemplo, el artículo 6.0 de la Convención Europea para la Salvaguarda de los Derechos del Hombre y de las Libertades Fundamentales. 8 Piénsese en que la sola exacción del impuesto de registro sobre los actos judiciales civiles, además de no tener una justificación racional tratándose de actos dotados de una fecha cierta, comporta una pérdida de tiempo que se puede calcular en 3-4 meses, es decir un cuarto del tiempo medio de duración (400-450 días) de un juicio de primer grado. 158 una de estas explicaciones capta una parte de la verdad, pero se presta también a ser desmentida, sobre todo si se compara la situación italiana con la de países en donde la actividad judicial es igualmente voluminosa y el personal encargado, en ocasiones, mucho menos numeroso. La perspectiva economicista tiene en cualquier caso un alcance sólo parcial y no debe hacer perder de vista los aspectos ligados al tipo especifico de acciones que com- peten a la jurisdicción. El sistema judicial, en efecto, no es una empresa. Mientras un empresario puede rehusarse a producir a pérdida y no aceptar, por lo tanto, ciertas órde- nes, un despacho judicial no puede rechazar, en principio, ninguna pretensión legítimamente propuesta, aunque sea infundada y costosa en términos de medios y de energías: es más, precisamente los casos más importantes —basta pensar en los procesos contra la criminalidad organizada, sobre todo a escala internacional— son también los más difíciles, largos y costosos. Varias son, a este respecto, las hipótesis sociológico jurídicas que se deben poner a prueba. En primer lugar, aquellasque se refieren a la estructura del cuerpo judicial: formación cultural inicial y progresiva de los magistrados, reclutamiento, composición, origen familiar, movilidad horizontal en el territorio y vertical en la organización, relaciones institucionales y para-institucionales (por ej., sindicales). En segundo lugar, aquellas que se refieren a su cultura jurídica, es decir a la manera, a veces formalista y puramente literal, a veces antiformalista y creativa, con que este mira al derecho y a las normas generales que ins- piran sus sentencias. En tercer lugar, aquellas, no menos relevantes, que conciernen a su ideología, es decir al conjunto de valores predominantes, en relación tanto con las tareas que desempeña (ideología interna) como con el mundo que lo rodea, y sobre el cual producen efectos sus decisiones (ideología externa). Cada uno de estos aspectos exige aproxi- maciones metodológicas apropiadas, como la elaboración 159 de datos estadísticos generales, encuestas, entrevistas en profundidad (Morusi, 1999; QUASSOLI y STEFANIZZI, 2002). Los aspectos culturales e ideológico se prestan en especial a una observación directa y prolongada de la acción cotidia- na, y al análisis cualitativo o cuantitativo de documentos, sobre todo de la sentencias, que ofrecen indicadores de gran interés (SCHUBERT, 1965; REALE, 2000). Un análisis completo del sistema judicial contribuye a la comprensión de sus relaciones conlos sistemas de acción que interactúan con él —familia, economía, profesiones liberales, política en sentido estricto, medios de comunicación— y de las razones por las que esta adquiere o pierde prestigio ante la ciudadanía. Un índice importante de la actitud general hacia la jurisdicción de un país es el porcentaje de conflictos que ésta logra filtrar y resolver, en relación con el que toma otros caminos. Entre éstos últimos interesan hoy en día, de manera especial, algunas alternativas institucionales a la jurisdicción. Además de las ya recordadas autoridades independientes, que desempeñan tareas normativas no sólo generales, sino también especiales, resalta sobre todo la tendencia de los gobiernos a instituir jurisdicciones deno- minadas "laicas" (los jueces de paz italianos, los magistrates ingleses) y formas del llamado "ADR" (Alternative Dispute Resolution) dirigidas a "tratar" los conflictos de manera informal, en vista de su solución amistosa, negociada con o sin la intervención de un mediador (ABEL, 1982; PISAPIA, 2000; ALEXANDER, 2003). V. LA FAMILIA La familia es una institución social de primaria importancia, y como tal, objeto privilegiado de análisis sociológico. Pese a ello, su misma definición constituye un problema. Las opiniones sobre aquello que debe considerarse como "fa- milia", en efecto, varían según las elecciones metodológicas e ideológicas. Por ejemplo, una perspectiva antropológica, que se concentre en sociedades matrilineales con relaciones sexuales promiscuas, conduce a ver una familia en el grupo extendido que reúne a una mujer, su descendencia, sus hermanos, sin considerar la paternidad natural que, por el contrario, adquiere relevancia directa en las sociedades pa trilineales, monogámicas y poligámicas Según el peso que se atribuye respectivamente a los factores biológicos y culturales, se puede hablar o no de familia respecto de una pareja de personas que conviven y están ligadas por relaciones afectivas pero no sexuales. La visión cristiana centra su atención en el matrimonio, excluyendo a veces del concepto de familia los núcleos reunidos alrededor de parejas no casadas o, en casos extremos, incluso casadas pero sólo por lo civil. Una visión laica puede aceptar el uso de la palabra para todo tipo de agregación, siempre que esté dotado de un carácter mínimamente reconocible y estable. Contribuyen a complicar el cuadro las transformaciones que históricamente afectan a la organización familiar modi- ficando su concepto mismo. En el breve arco de una gene- radón o poco más —se lee en un estudio norteamericano de mediados del siglo xx, famoso aunque no impermeable a las críticas— el proceso general de diferenciación social afectó a la familia transformando su estructura, del tradicional modelo extendido, que comprende a los ascendientes, los descendientes y los colaterales, al modelo llamado "nu- clear", formado por una pareja de cónyuges y por la prole (PARsoms y BALES, 1955). En todos los países desarrollados de Occidente la tendencia a la nudearización parece haber recibido últimamente una fuerte aceleración, conduciendo a la formación de núcleos familiares cada vez más restringidos y mudables: parejas casadas con o sin prole, parejas libres heterosexuales y homosexuales, familias monoparentales (ZANATTA, 1997). Se trata de agregados sociales muy dife- rentes, que tienen sin embargo en común algunos rasgos, en particular la voluntad de dar vida a núcleos cohesiona- dos por vínculos de diferente naturaleza —ciertamente de manera predominante afectivos y ligados a la reproducción de la especie— y relativamente diferenciados del mundo circundante. Es éste un punto de gran importancia para el sociólogo del derecho. Precisamente en cuanto grupo social diferenciado, la fa- milia, como quiera que se la conciba, constituye siempre un sistema normativo. En su interior se practican y se transmiten reglas, a menudo acompañadas por sanciones, de manera sustancialmente autónoma. No sólo los menores, sino también los adultos, responden por la observancia de estas reglas en el interior de la familia y a menudo se tornan rígidos guardia- nes de ellas. La familia es el primer y más fuerte mecanismo social de inclusión-exclusión, que define una pertenencia y una identidad, tanto en la autopercepción de sus miembros como en la percepción de los extraños. El hecho de que las normas fundamentales que una familia practica en su in- terior sean ampliamente compartidas en el exterior de ella no atenúa la relativa separación de cada núcleo, es más, la refuerza. Una sociedad éticamente muy homogénea, como lo son las sociedades rurales o pastoriles, tiende a respetar a las familias como microcosmos independientes y soberanos9 y a no tolerar las desviaciones individuales. Son más bien las sociedades no homogéneas y diferenciadas las que abren espacios y admiten diversidades, modificaciones y fugas de los individuos del grupo originario, atenuando el peso a menudo oprimente de las jerarquías familiares. Lo dicho hasta acá ayuda a comprender la relación peculiar que se instaura entre la normativa que nace y se consolida espontáneamente en los grupos familiares, los cuales natu- ralmente reciben, elaborándolas, las influencias externas, y la normativa deproducciónpolítica que intervienepara regular las relaciones familiares por vía de autoridad. 9 Así por ejemplo en la sociedad pastoril de la Cerdeña interior, hasta los años cincuenta del siglo "ni (PIRA, 1978). 160 161 162 Entre estos dos mundos —y entre las culturas jurídi- cas correspondientes— existe siempre un tensión latente, con fases alternas. A veces el primero se impone sobre el segundo, bien porque resiste a los cambios o porque los provoca, anticipándolos en las costumbres. El princi- pio de igualdad en las relaciones intrafamiliares, si bien enunciado por los espíritus liberales más abiertos, ha te- nido inmensas dificultades para imponerse no sólo en los ambientes rurales, temerosos sobre todo de la subdivisión de las tierras, sino también en los ambientes urbanos de las sociedades industrializadas de los siglos xix y xx. Ante esta resistencia el derecho oficial a menudo ha retrocedido, renunciando a traducir en normas los valores en los que declaraba que se inspiraba, manteniendo por largo tiem- po una especie de neutralidad respecto de los conflictos familiares y atrincherándose tras la autoridad marital y paterna. De esta forma se ha cristalizado a tal punto que se ha visto a suturno superado por la costumbre social que se iba difundiendo y, de hecho, se practicaba en muchas familias. Las reformas del derecho de familia en los países europeos, por ejemplo en Francia en los años sesenta —a las que contribuyó también, con encuestas de opinión, JEAN CARBONNIER, civilista y sociólogo del derecho—, y en Italia en los arios setenta, tomaron especialmente en cuenta rela- ciones sociales ya consolidadas y eliminaron vínculos que la sociedad ya había puesto en discusión: en Italia, se puede pensar en el divorcio, en la igualdad entre cónyuges, en la patria potestad compartida, en la equiparación entre hijos legítimos e hijos naturales, en la posibilidad de reconocer los hijos fruto de adulterio. En otras ocasiones, acaso más escasas, el derecho de formación política se impone sobre la costumbre. Dejando de lado los efectos que incluso reformas como las que se acaba de mencionar han tenido en los sectores sociales más resistentes al cambio, se puede pensar en la difusión de un modo diferente de concebir la relación entre adultos y 163 menores. La idea según la cual los menores son sujetos de derecho y titulares de derechos, no sólo teóricos y pasivos, sino también activos, según la fórmula de las llamadas "tres p" (protection, provision, participation), y al mismo tiempo el respeto de estos derechos no puede ser dejado a la discrecionalidad de los padres, en cuanto el predominio corresponde al interés del menor, nació tal vez antes en el debate científico y político, a nivel sobre todo internacional, que en la cultura familiar (RoNTANI, 2001). Con independencia de la manera como han aparecido, las transformaciones que se han visto recientemente en los sistemas normativos de las familias occidentales revelan algunas tendencias de fondo. Precisamente los ejemplos que se acaban de traer resultan significativos. La apertura que ha caracterizado las relaciones intrafamiliares se puede leer sociológicamente como confirmación de un movimiento general de estas sociedades, "de un modelo fundado en el status a un modelo fundado en el contrato" (PocAR y RON- FANI, 2003), en la terminología de HENRY S. MAINE ((1861), 1972), o, en otros términos, de una sociedad piramidal, ba- sada en la autoridad, estratificada y hostil al cambio, a una sociedad "horizontal", basada en elecciones individuales, en la movilidad y en continuas transformaciones de roles, como dice LAWRENCE FRIEDMAN (1990 y 1999) en el curso de análisis extendidos a cualquier otro ámbito relevante de acción social. Estos signos son bien visibles en algunos sectores, en especial en la relación de pareja. También en un país con un bajo índice de divorcios, como Italia, se notan significativas tendencias, como la disminución porcentual de los matri- monios religiosos respecto de los civiles, el incremento del número de parejas no casadas, el control de la natalidad y, todo menos irrelevante, la elección generalizada de regla- mentar la separación y el divorcio de manera no conten- ciosa, sino negociada (MAccioNr, PocAR y RONFANI, 1988; MAGGIONI, 1990). Ante estos fenómenos se asiste de nuevo 165 la carga de someterse en cualquier caso a la inseminación artificial así, por la razón que sea, haya cambiado de opinión, se inspira en un cuadro de valores familiares bien diferente del que parecía haberse afirmado en las últimas décadas, si bien en medio de contrastes y ambigüedades, especialmente ene! campo de las relaciones entre los sexos (Piral, 1998). Es legítimo preguntarse si el parlamento, al decidir, consideró necesario tomar nota de una variación de las costumbres o si deliberadamente procedió en contra de estas. En el conflicto normativo en materia de familia influye no poco, en la sociedades más desarrolladas, el fenómeno migratorio. Esta variable es objeto desde hace tiempo de atención, en especial en los países europeos de más antigua inmigración, como Gran Bretaña y Francia. Particularmente importante es la difusión del modelo islámico de familia, en ciertos aspectos diametralmente opuesto al occidental: rígida diferencia de roles entre hombre y mujer, fuerte jerarquización en las relaciones entre hombres y mujeres y entre padres e hijos, elevadas tasas de natalidad, concep- ción extendida más bien que nuclear del grupo familiar. Permanece como un problema abierto el de la manera en que reacciona esta cultura ante la tradición individualista y liberal. Investigaciones cuidadosas revelan tendencias contrastantes sobre todo entre las jóvenes generaciones, divididas, en ocasiones dramáticamente, entre la asimilación de los modelos occidentales y la adhesión, o el regreso, a los valores tradicionales, de origen sobre todo religioso (RunE- , ANTOINE, 1997). En esta elección no pesan sólo influencias religiosas, familiares, escolares, mediáticas, sino también políticas: por ejemplo, aparece como una discriminación la presencia o no de un imam en la cúspide de la organización del grupo (L. MANCINI, 1998). Problemas en parte análo- gos presenta la inmigración china, que practica un tipo de farnilismo laico caracterizado por una fuerte sinergia entre los miembros del grupo y por un acentuado aislamiento respecto de la sociedad receptora. 164 a una especie de retroceso de la autoridad política ante la esfera familiar, motivado por el respeto de un sistema ya no de jerarquía rígida sino de elecciones libres. De esta manera han sido puestas nuevamente en discusión, yen gran parte hechas a un lado, propuestas de intervención por vía de autoridad, como, en Italia, la institución de un "tribunal de familia", pedida con insistencia aún en años recientes. Por contraposición, en el campo de los derechos de los menores el intervencionismo de la autoridad pública, como se ha dicho, se ha acentuado. La tutela del interés del menor, eje de la política internacional en la materia, es considerada en muchos países un problema de importancia pública, que justifica la concesión de amplios poderes discrecionales a los jueces, los asistentes sociales, los psicólogos, los admi- nistradores: basta pensar en el alejamiento coactivo de la familia natural, en el "affidamento", en el internamiento en una comunidad, en la adopción. Tareas que en el sistema italiano corresponden a un órgano jurisdiccional ad hoc, el tribunal de menores. El equilibrio que se instaura entre estas tendencias contra- puestas siempre es inestable. Ante todo, la familia es objeto de un perenne conflicto de valores morales en el que se en- cuentran comprometidos frentes opuestos, de dimensiones equiparables y poco dispuestos al compromiso (V. FERRARI, 1995). En este conflicto influyen factores calculables, como las organizaciones políticas o la posibilidad de acceder a los medios de comunicación, pero también impondera- bles, como por ejemplo hechos, a lo mejor aislados, que no obstante suscitan fuertes reacciones públicas De estos factores dependen oscilaciones de opinión que se proyectan sobre el sistema político provocando en este agregaciones y desagregaciones. Así, pueden determinarse inesperadas inversiones de tendencia. La aprobación de la ya citada ley italiana sobre la procreación asistida (Ley 40 de 2004), que prohíbe el acceso a ésta para las mujeres solas, prohibe la fecundación denominada heteróloga e impone a la mujer 166 Los problemas de la familia, y las tensiones que de ellos se derivan, son de naturaleza no sólo ética y cultural, sino también económica. Veinte años después de la crisis del Welfare State, se observa hoy en día en los países occidentales, al lado de fenómenos de vistoso enriquecimiento de grupos no poco numerosos, también y sobre todo una dificultad económica que golpea estratos cada vez más amplios de la sociedad, con una elevación gradual del índice medio de pobreza El fenómeno tiene repercusiones de gran re- levancia en las familias y requerirá, además de renovadas reivindicaciones generales de justiciaredistributiva, también nuevas políticas de intervención social para amortiguar dificultades familiares que no son sólo cuestiones privadas sino también, según se ha dicho, una "cuestión de Estado" (CommAn.LE, 1996). VI. LA FORMACIÓN DE LA RIQUEZA Con la expresión "formación de la riqueza", de cuño deci- monónico, se entiende el conjunto de las actividades socia- les dirigidas a la producción y al intercambio de bienes y servidos. Este tema, objeto de las ciencias económicas, se sitúa históricamente en el origen de la sociología misma, nacida como tentativa de investigación del conjunto de problemas planteados por la Revolución Industrial y por la problemática social ligada a ésta. Toda la gran sociolo- gía entre los siglos xrx y )c< adopta como base esencial de su propia reflexión los procesos económicos y laborales, que luego darán vida a ramas especiales de la disciplina (sociología económica, industrial, del trabajo, de las pro- fesiones). Desde sus orígenes esta reflexión se articula de acuerdo con dos tendencias principales: aquella que, en la senda de MARX, identifica una sustancial unidad entre economía y sociología, y aquella que, siguiendo el ejemplo de WEBER, considera separadas a las dos ciencias y adopta como objeto las interrelaciones entre dinámicas económi- 167 cas y dinámicas sociales de otra naturaleza, entre estas las jurídicas Estas dos perspectivas comportan visiones diferentes precisamente en lo que hace a las relaciones entre economía y derecho. La primera conduce a entender el derecho como una variable dependiente de la economía y a considerar que las transformaciones económicas están destinadas, al menos "en última instancia", a provocar transformaciones correspondientes en el sistema de las reglas jurídicas, derrotando cualquier resistencia por parte de este. La segunda lleva a considerar los dos sistemas de acción como recípro-camente independientes y a suponer que no sólo el cambio económico puede provocar el cambio jurídico sirto que, asimismo, mediante el derecho se puede intervenir en la economía, dirigiéndola y gobernándola. Si bien la relación entre derecho y economía reviste una importancia crucial, la sociología del derecho hasta ahora le ha prestado menos atención de la que merecería. Asimis- mo, temáticas como las relaciones laborales, en donde el impacto de las reglas es evidente, han sido afrontados en raras ocasiones con los instrumentos típicos de esta cien- cia, especialmente empíricos. A esta relativa desatención a menudo han puesto remedio no sólo sociólogos de otras especialidades, sino también juristas. Es en el campo de la ciencia jurídica en donde nace toda una línea de estudios, llamados de Law and Ecénomics, que estudian precisamente la manera como las reglas influyen en los comportamientos económicos, por ejemplo, orientándolos hacia modelos más o menos eficientes de rendimiento. Se trata de estudios que, si bien diferentes de aquellos de sociología del derecho, comparten en gran parte con ésta el objeto y el método. Naturalmente existen excepciones significativas y cada vez mayores respecto del cuadro que se acaba de trazar. Aparte de los clásicos como MARX y WEBER, una importante corriente de estudios de sociología económica, nacida en Norteamérica pero difundida también en Europa, se define comowinstitucionalista" precisamente por el hecho de haber introducido en sus esquemas analíticos, en primer plano, la relevancia de las decisiones jurídicas, legislativas y jurisdic- cionales en la orientación de la conducta de los gobiernos y de los ciudadanos. Su más conocido representante, JoHN R. CommoNs, demostró ya a comienzos del siglo pasado, mediante ejemplos precisos, la manera como influyen en la acción colectiva las decisiones de la Corte Suprema de Estados Unidos (Commoms, 1924). Muchas décadas después, un planteamiento no dife- rente del de COMMONS es seguido en varios trabajos que se declaran de sociología del derecho, también en Italia. Un volumen dedicado al impacto de la sentencia de la ma- gistratura en materia de leasing ilustra, con apoyo en datos empíricos finamente elaborados, cómo el juez, sobre todo en una fase de crisis del instrumento legislativo, interviene selectivamente para modificar estados de cosas y "equili- brios" económicos (RArrazi, 1990). Sobre todo con referencia al caso norteamericano, otro volumen enfrenta el tema más general de la relación entre derecho y mercado, presentando este último como una institución social que contribuye a la regulación de la sociedad, pero que a su vez soporta los condicionamientos inevitables de las decisiones jurídicas: es más -afirma la autora- la misma "institucionalización del mercado es [...] impensable si se prescinde de la adopción de una garantía externa, ya sea ella la moral o el derecho" (FERRAREsE, 1992, p. 72). En efecto, éste es el punto esencial del tema que esta- mos tratando. Aun si quisiéramos reconocer, como hace el marxismo, el predominio sustancial de la economía en el ámbito de lo social, no podríamos en todo caso olvidar que los comportamientos económicos, como revela la etimología de la palabra eco-nomía, que hace referencia a actividades de ordenación y distribución", son tales en cuanto siguen 10 La desinencia nomía se deriva del verbo griego nemo, que entre sus diversos significados tiene también el de "distribuir" y "asignar". 169 determinadas reglas. Se puede tratar de reglas técnicas suge- ridas por una interpretación de procesos naturales, como también de reglas de conducta elegidas por el sujeto agente de conformidad con aquellos que considera sus intereses, o bien surgidas de la interacción de diferentes sujetos, que se encuentran y se tratan. En cualquier caso hay alguien que actúa orientándose según modelos de acción. Las reglas ju- rídicas -como sabemos- no son otra cosa que una parte del universo normativo en que se inspiran los actores sociales en su actuación económica. El hecho de que estas reglas puedan encontrarse en contraste con otras, por ejemplo las reglas técnicas dictadas por la ciencia o la tecnología, y actúen como un freno y no como un estímulo, no significa que no influyan en los comportamientos. Esto significa que los mercados no es tanto que "se autorregulen", sino más bien que adquieren diferentes caracteres según las reglas que los sujetos aplican en su interacción (lirri, 2004). Si, se- gún hemos dicho, un fuerte desequilibrio originario de las posiciones le permite a algunos sujetos imponer a otros una reglamentación, con toda probabilidad el funcionamiento de esta agravará los desequilibrios iniciales, hasta hacerlos insuperables. Estas consideraciones contribuyen en la definición de la tarea de la sociología del derecho ante las grandes transformaciones que el campo económico ha conocido en las últimas décadas con la adopción de tecnologías que han imprimido una fuerte aceleración a procesos, como la llamada "globalización", que, en sí mismos, no son típicos sólo de la época contemporánea, pero que hoy en día se presentaran con características peculiares. Y se trata de procesos en los que las reglas jurídicas operan como una variable de indudable importancia. Basta pensar en la relación entre producción y organi- zación de las actividades laborales. En el curso de siglo )oc, en los países desarrollados, el trabajo fue objeto de una disciplina jurídica modelada sobre las dimensiones de la 170 171 gran empresa con fuerte concentración de mano de obra, y estuvo orientada, por una parte, a secundar y reforzar las reglas técnicas y de organización consideradas propias de este sistema productivo —por ej., el trabajo compartimen- tado llamado "taylorista"11— y, por otra, a responder a las reivindicaciones de los trabajadores, representados por fuertes organizaciones sindicales y politicas. Entre estos dos polos, en permanente tensión, se produjeron momentos de relativo equilibrio gracias ala adopción de instrumentos que permitieron canalizar los conflictos dentro de cauces institucionales bien definidos. La contratación colectiva es el ejemplo más típico de ello, no obstante sus variaciones según los contextos: decidida a nivel de los vértices enItalia no sólo durante el fascismo sino también, con obvias variaciones, después de la guerra, más articulada en Gran Bretaña, en donde el sindicalismo de base mantuvo por largo tiempo un peso significativo. Esta modalidad de tratamiento de los conflictos tuvo tanto éxito que se extendió del campo de la producción al de los intercambios, de los grandes grupos productivos a los pequeños, del sector privado al público, y que le sugirió a RALF DAHRENDORF, influyente sociólogo anglo-alemán, la hipótesis según la cual en las sociedades liberal-democráticas se habría iniciado un proceso de "diso- lución de los frentes del conflicto industrial" (DAHRENDORF (1957), 1959-2, p. 406*). En poco tiempo este panorama ha cambiado decidida- mente. La dimensión mundial de los mercados y de los desplazamientos ha inducido a transferir muchos procesos productivos a lugares que permiten grandes economías en los costos de la mano de obra. Las innovaciones tecnológicas han hecho posible realizar a distancia muchísimas operacio- 11 Nos referimos a la teoría de la organización científica del trabajo, elaborada por el ingeniero estadounidense FREDERICIC W. TAYLOR (1865-1915) y centrada en la descomposición de las funciones y en la atribución a cada trabajador de tareas repetitivas, como en el caso del llamado "trabajo en cadena". nes, acelerando los procesos de automatización sobre todo en algunos sectores: por ejemplo con la introducción de la teletransmisión en el campo editorial. Las consecuencias sobre la organización del trabajo son vistosas. En especial en los países más avanzados, existe una tendencia a la reduc- ción de las dimensiones, en ocasiones a la fragmentación, de las grandes unidades productivas, con la consiguiente expulsión de mano de obra, aunque compensada por una valorización de los trabajadores que permanecen activos (DE TERSSAC, 1992). De otra parte, se asiste en todas partes a una multiplicación de las pequeñas unidades producti- vas, también familiares, que aprovechan la distribución capilar de tecnologías avanzadas y en las cuales operan trabajadores aislados. De ello se derivan el debilitamiento del poder negocial de los trabajadores, la crisis de la repre- sentatividad sindical, impensable hasta hace pocos arios y, también, una tendencia prácticamente incontenible a la erosión del sistema de garantías jurídicas establecidas para la protección del trabajo. Se puede pensar en la fledbilización de los horarios, en la extensión del trabajo precario, en la aceleración de muchos ritmos de trabajo. El taylorismo, en relativa crisis en el campo de la producción material, parece invadir el campo de la producción virtual: en los bancos y en las bolsas hay masas de empleados obligados a desem- peñar miles de operaciones idénticas —digitar órdenes de compra y de venta— sin poder cometer errores. Sobre todo —lo que es perfectamente evidente en Italia—, basta pensar en la formación de una masa de trabajadores formalmente "autónomos", cuya dependencia de las empresas para las cuales trabajan es mucho más acentuada que la dependencia típica de la relación de trabajo subordinado. En todos estos fenómenos se puede decir que el derecho ha desempeñado fundamentalmente un papel de variable dependiente. Las innovaciones tecnológicas y las transforma- ciones políticas, que han desplazado los equilibrios negocia- les, han producido o estánproduciendo modificaciones en el 172 campo de las reglas. En otros casos, sin embargo, las reglas jurídicas parecen capaces de provocar cambios relevantes y de operar como variable independiente. La difusión de nuevos modelos contractuales funge en muchos casos como multiplicador de estas modificaciones. Se puede pensar en la difusión del franchisíng, con el cual se ha introducido un correctivo a la organización mundial de las empresas multi- nacionales, haciendo más débil la relación estructural entre éstas y sus extensiones en los diferentes países del mundo, en donde las afiliadas producen sobre la base de simples licencias, con total exoneración de las casas-matrices de toda responsabilidad para con los trabajadores, los proveedores y los acreedores. Y también se puede pensar en las extraor- dinarias dimensiones de la economía ilegal, que dependen en muchos casos de elecciones normativas, en algunos casos equivocadas, en otros deliberadas. Se sabe perfectamente que la corrupción administrativa se ve incentivada por la existencia de normas que conceden a los administradores un poder discrecional, así como se sabe que la prohibición de comerciar algunos bienes —si bien sostenida por razones morales, como el caso de algunas drogas— agiganta su valor en el mercado ilícito, provocando una impresionante acu- mulación de riqueza capaz incluso de condicionar la vida política de países enteros. VIL LA CONSERVACIÓN Y LA UTILIZACIÓN DE LA RIQUEZA Este tema nos introduce a otro campo de investigación de gran importancia jurídica, esto es, el de la propiedad y de los institutos que con esta se encuentran estrechamente conectados. El argumento, tan antiguo como vasto, ha vis- to envueltos, al lado de los juristas de todos los tiempos, multitud de historiadores, filósofos, antropólogos, politó- logos, economistas y sociólogos, que lo han afrontado ya sea con una finalidad descriptiva, para explicar el origen y el desarrollo de las diferentes formas de propiedad, ya sea 173 con una finalidad prescriptiva, para proporcionar justifica- ciones para el mantenimiento, la limitación o la supresión de la propiedad, ya sea, por último, superponiendo los dos planos de manera explícita o implícita. Ningún otro instituto jurídico ha motivado tantas re- flexiones y, no menos, emociones. El derecho de propiedad, en efecto, posee dos características opuestas, en donde ambas evocan fuertes sentimientos, de un lado, refuerza la independencia del individuo frente a la sociedad circun- dante, del otro, ratifica las desigualdades entre individuos, consagrando y reforzando la estratificación social. Si se hace énfasis en el primer aspecto se llega, como en la teoría liberal de derivación lockiana, a sacralizar la propiedad, a definirla como un derecho humano innato que se debe proteger políticamente y extender en vista de la formación de una sociedad, en la mayor medida posible, "de libres e iguales". Si se hace énfasis en el segundo aspecto se llega, como en la teoría marxista, a identificar el origen de la pro- piedad en la apropiación material de unos en perjuicio de muchos, y a definirla por tanto no como un derecho sino más bien como un privilegio, o un robo, y a reclamar, si no directamente su supresión, al menos su drástica limitación, como condición imprescindible para la formación de una auténtica sociedad de hombres libres e iguales. Muchas teorías sobre la propiedad, en especial las más extremas, buscan respaldo en sus raíces originarias, encontrando en ellas ya sea formas de colectivismo o de individualismo. En ocasiones las teorías interpretan el colectivismo como comienzo de una evolución que conduce naturalmente al individualismo, en otras, por el contrario, consideran que este último constituye una etapa intermedia destinada a desembocar en un colectivismo definitivo. La discusión sobre la propiedad ha adquirido caracterís- ticas especialmente tensas y dramáticas en el siglo xrx, con la consolidación de la economía capitalista y el advenimiento de la sociedad industrial, en cuya base se sitúa precisamente 175 la propiedad, tanto en la visión de sus sostenedores como en la de sus críticos. Por los primeros, ésta es vista como condición indispensable para la fundación, el control y la gestión de la industriay del comercio, y por ende enten- dida como derecho absoluto, que no puede ser sometido a limitaciones en el interés general y que ha de ser libremente intercambiable, sin distinciones cualitativas o cuantitativas, de bienes o de valores. Por los segundos, es vista en primer lugar como fuente histórica y a un mismo tiempo efecto de una acumulación originaria de riquezas que ha permitido a los capitalistas adquirir los medios necesarios para dar vida a la actividad industrial; en segundo lugar, como eje de un sistema de relaciones productivas que le permite al propietario de estos medios —los medios de producción— apropiarse también de los productos, "alienando de ellos" a los productores materiales, es decir a los trabajadores asalariados. De acá se deriva un choque político e ideoló- gico que caracteriza todo el siglo xix y buena parte del xx, choque que gira en gran parte alrededor de la cuestión de la propiedad de los medios de producción, que la ideología liberal quiere reservar, distribuida, a muchos individuos privados, y la ideología socialista, en su versión marxista, exige en cambio colectivizar y confiar al Estado. Algunos factores han intervenido en el curso de este largo período para atenuar la dureza del choque, tanto en el plano práctico como en el teórico. Desde el punto de vista práctico, las protestas sociales que han empezado a difundirse desde la mitad del siglo XIX, han impuesto la adopción de instrumentos normativos que han mejorado las condiciones de vida de los trabajadores asalariados, permitiéndose un amplio acceso ala propiedad de los bienes materiales. Se ha tratado de medidas privadas, como en el caso, ya citado, de la contratación colectiva, de las empresas solidarias de seguros, de las cooperativas, o bien de las públicas, y en especial en el campo de la imposición, que ha adquirido cada vez más rasgos de progresividad, permitiendo a los gobiernos su actuación en sentido asis- tencial y redistributivo. En esta luz ha sido redescubierto, si bien de manera limitada, el valor no solo individual de la propiedad, que algunos documentos normativos han intentado redefinir en sentido social (inc. 2.° art. 42 de la Constitución). Dichas políticas, llamadas "de Welfare", facilitadas por la condición de opulencia económica de los Estados que las adoptaban, respecto de la mayoría de los países del mundo, han tenido un alcance creciente hasta los años setenta, cuando bajo la influencia de las crisis económicas internacionales se manifestó la ya citada crisis financiera de los Estados, crisis que decretó, si no el final de dichas políticas, ciertamente sí su drástica limitación. Desde el punto de vista teórico, igualmente desde me- diados del siglo xix, empezaron a difundirse dudas sobre la validez de visiones fundadas en alternativas tajantes como "propiedad-trabajo asalariado" o "propiedad-alienación". Puede parecer singular que huellas de estas dudas se en- cuentren en el propio MARX, que ya en sus obras juveniles registra fenómenos de disociación entre forma y sustancia de la propiedad y, en su madurez, observa perplejo fenómenos como la difusión de las sociedades cooperativas y de las sociedades por acciones, en donde la figura del propietario desaparece de la escena: formas de "capitalismo colectivista" que pueden ser engañosas pero que en cualquier caso apor- tan elementos que modifican su esquema fundamental de análisis social. Desde la otra orilla política se realizan pasos en la misma dirección. A finales del siglo XIX, LEONARD T. HOBHOUSE, pensador liberal inglés con fuertes rasgos so- cialistas, hace observaciones semejantes. Con estas y otras contribuciones se crea así el clima en el que intervendrán, respectivamente en 1929 y 1932, dos obras que pondrán en el tapete con claridad, en términos socio-jurídicos, el tema de la disociación entre propiedad y control de la riqueza. 176 La primera de estas obras nos viene una vez más de un pensador socialista austriaco, KARL RENNER, quien analiza en clave histórico-teórica la evolución de la propiedad su- brayando que esta ha permanecido intacta en sus formas a lo largo de las diferentes fases de la economía capitalista. Y sin embargo —observa este— en un primer momento tales formas regulaban el dominio material del hombre sobre bienes visibles y tangibles, como la tierra, la casa, los bienes utilizables para la producción y el consumo, transmisibles a los herederos. Posteriormente, el control de la riqueza adopta formas diferentes, cada vez más abstractas, como las relacio- nes obligacionales, los títulos de participación accionaria, las obras del ingenio y otras semejantes. En esta situación, en la que cambia el sustrato económico, la propiedad, a causa de la inmutabilidad de sus formas, "pierde su independencia y su autosuficiencia, desempeña su propia función sola- mente en conexión con otros institutos jurídicos". El autor concluye diciendo que, si en la economía contemporánea la propiedad se difunde, si se dispersa y pierde su función, resulta absurdo golpearla con normas restrictivas que en el mejor de los casos tendrían por objeto tan sólo apariencias o fragmentos (RENNER, 1929, pp. 205 y ss.*). La segunda de las obras en mención proviene de un politólogo liberal norteamericano, ADOLF A. BERLE, quien, junto con el economista GARDINER C. MEANS, indaga sobre la distribución del capital accionario en las grandes socie- dades anónimas norteamericanas, y demuestra que este se encuentra a tal punto disperso y pulverizado que ningún "propietario" está en condiciones de intervenir de manera decisiva en el control y en la gestión de las empresas (BERLE y MEANs, 1932). Se inaugura así, al lado de esta teoría, toda una estación de estudios de inspiración "gerencialista", los cuales insisten, aun en términos extremos, en el hecho que la disociación entre propiedad y control ha despojado a los propietarios de todo poder efectivo y le ha atribuido este poder a los managers de las grandes sociedades. 177 Planteado en estos términos, el tema de la disociación entre propiedad y control de la riqueza, en el que insisten muchos autores, se convierte en un lugar central de reflexión durante buena parte del siglo xx. En 1942, JOSEPH A. SCHUM- PETER, economista norteamericano de origen austriaco, si bien a partir de premisas marxistas y preconizando la quie- bra del capitalismo, habla de "evaporación de la sustanciá de la propiedad" y escribe: "Así, la moderna sociedad por acciones, no obstante ser un producto del proceso capitalista, socializa la mentalidad burguesa; reduce continuamente el campo de acción del móvil burgués; no solo, sino que tiende a minar sus bases" (SCHITMPETER, 1954, p. 1511. En 1957, RALF DAHRENDORF funda en la separación entre pro- piedad y control su teoría liberal del conflicto social, cuyos protagonistas ya no son las dos clases de la teoría marxiana, burguesía y proletariado, una propietaria y la otra excluida de la propiedad de los medios de producción, sino una serie de grupos diferenciados con base en una desigual, pero continuamente móvil, distribución de posiciones de auto- ridad, es decir de poder legítimo, y no solo económico, sino también político (DAHRENDORF (1957), 1959-2). Se trata de una visión que en los mismos años encuentra confirmación en la observación de que fuertes concentraciones de poder y de riqueza económica, con la consiguiente estratificación social y la formación de "nuevas élites" de funcionarios políticos, se registran también en los países del llamado "socialismo real", no obstante haber estos colectivizado los medios de producción (Guss, 1957). La validez de esta teoría debe ser puesta a prueba a la luz de las transformaciones de la última parte del siglo xx. De un lado, las concreciones del poder en los países del llamado "socialismo real" se han tornado rígidas hasta provocar la explosión de aquellos regímenes, lo que demuestra que no solo la propiedad
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