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La Paz de los Malditos Rafael Avendaño Hace 15 años, en la tranquila ciudad de Almería, tres jóvenes fueron víctimas de un misterioso crimen ritual obra de un psicópata. Lucía, una mujer perturbada que soporta malos tratos de su marido, parece ser la única que conoce la identidad del autor de los crímenes. Sin embargo, se niega a hablar. Ahora que el asesino ha vuelto a matar, Vega, psiquiatra forense, se enfrenta al reto de esclarecer los hechos 15 años después, cuando la vida de su problemática hija adolescente también se ve amenazada. Cuando Lucía ingresa en un hospital psiquiátrico, Vega deberá encontrar el modo de desvelar los oscuros secretos que esconde su tortuosa mente. “La Paz de los Malditos” es una novela negra en la que nada es lo que parece y donde los grandes temas se revelan como los verdaderos protagonistas: la discriminación, la culpa, la esencia del mal, la búsqueda del amor. I 1. ALMERÍA, HACE 15 AÑOS Las farolas seguían encendidas y el cielo ya clareaba cuando el joven se detuvo junto a una esquina y vomitó. —¡Eh! ¡Esperad! —llamó inclinándose y arrojando una arcada de vómito. Las entrañas se le retorcieron como si dentro tuviese un gato agonizando. Sus dos amigos, borrachos y tambaleantes, rieron como idiotas. —¡Vamos a tomar chocolate con churros! ¡Te esperamos allí sentados! —le gritó su amigo señalando a las mesas metálicas que destellaban bajo los primeros rayos de sol en una terraza al final de la calle. El joven siguió vomitando. Los últimos chupitos de tequila todavía le daban vueltas en el estómago. Las arcadas se hacían eco en las calles aún solitarias, sin tráfico. En la saliva había reminiscencias de sexo y alcohol y deseo. El cansancio de la juventud y el agradable recuerdo de la insaciabilidad. Había sido una noche alucinante. El alcohol y la química redibujando el mundo en paisajes de euforia y desinhibición; todo parecía relucir con un brillo hechizante y excitante. Volver a lo simple de las cosas: danza y movimientos libidinosos entre formas imprecisas, lujuria y libertinaje. Cada noche era una fiesta salvaje y vomitar el tradicional punto final a una juerga más de un verano inolvidable. La feria de Almería era todavía mejor de lo que les habían contado. Marcha hasta el amanecer y tías dispuestas a todo. Las andaluzas estaban buenísimas y menudas guarras. No les había costado nada encontrar una tía para echar un buen polvo. Dentro de unos días se largarían para Madrid y si te he visto no me acuerdo. Los tres eran de Madrid, amigos de la infancia. Pasaban unos días en Almería. Celebraban que por fin se habían licenciado en derecho, diez años después de haber comenzado la carrera. Después del verano tendrían que enfundarse en trajes caros y dar la cara en el prestigioso bufete de sus papás. El camino para ellos estaba trazado con precisión: un camino de éxito. Pero, ahora, Almería era la última parada de un recorrido por todas las fiestas estivales de España; habían perdido la cuenta de las juergas que se habían corrido en cada una de las ciudades y pueblos. Acabó de vomitar y levantó la cabeza. “¡Eh, tíos!”, llamó. “¿Dónde os habéis metido?” Miró a su alrededor, desorientado, con medio cerebro todavía sumergido en la imprecisa dimensión de la borrachera. Una larga avenida principal se desdibujaba en el mapa de su mente: el Paseo de Almería lo llamaban, o algo así, una calle flanqueada por árboles con las copas cortadas en forma de cilindro. A lo lejos, los edificios se difuminaban entre las nieblas marinas del amanecer. Una brillante capa de humedad revestía las aceras y los coches aparcados en aquella calurosa mañana de agosto. El joven no tenía ni idea de cómo volver al hostal de mala muerte donde se habían alojado. Tenía la dirección apuntada en algún lado, en el móvil. Un hilo de saliva le colgaba del labio y una ráfaga de viento salado se lo pegó en la cara. Escupió en el suelo y se limpió con el dorso de la mano. —¡Oye, chico! ¿Te encuentras bien? La voz provenía de un hombre que en ese momento levantaba la persiana de un quiosco. —Estoy de puta madre. ¿Nunca has visto un borracho? —respondió de mal humor. Lo único que quería era llegar a la cochambrosa habitación del hostal y echarse a dormir. Tenía un mareo de la hostia. El tequila debía de ser de garrafón. Qué cojones, todo lo que habían bebido aquella noche era de garrafón. —Oye, chico, ¿quieres tabaco? —le preguntó el quiosquero—. Tengo primeras marcas, barato. Así que era eso. Quería venderle tabaco de contrabando. “Puto gilipollas”. El joven se palpó el bolsillo de atrás y sacó el paquete de Marlboro. Solo le quedaban dos. No era mala idea comprar un cartón barato. Escupió, se limpió la boca con la manga de la camisa y se acercó al quiosco. —¿Tienes Marlboro? —Por supuesto. Treinta euros el cartón. —De puta madre. Pues dame uno. —¿Puedes pasar aquí? No quisiera que me pillaran los municipales. Abrió una especie de portezuela lateral del quiosco. El joven se metió dentro. —Además de tabaco te puedo ofrecer otras cosas —dijo el quiosquero—. Marihuana de la buena. Te interesa, ¿verdad? —Coño, claro. “Joder con los putos quiosqueros de Almería”. Ojalá fuese así de fácil encontrar yerba en Madrid. Podría aprovechar y llevarse una tonelada. Suficiente para el resto del verano. —Un momento, por favor. El quiosquero cerró la portezuela. Quedaron en un espacio reducido, entre montones de revistas, cajas de chucherías y periódicos apilados. A pesar de la temprana hora de la mañana, hacía bastante calor. El quiosquero sudaba copiosamente. El joven, a menos de medio metro, lo miró detenidamente y se dio cuenta de que parecía nervioso, como si fuese la primera vez que vendiera yerba. —Espera, aquí tengo el material —le dijo poniéndose en cuclillas. Tiró de un gancho y levantó una trampilla. —¿Quieres verlo? —preguntó señalando un orificio del diámetro de una alcantarilla. —Oye tío, saca de ese agujero la puta yerba y déjame salir, me estoy asando de calor. —Creo que te interesa ver lo que tengo aquí dentro —insistió el quiosquero. El tono de voz se tornó grave. Tenía los ojos azules y la mirada de un loco. La esclerótica salpicada de unas venitas rojas minúsculas, como relámpagos. El joven pensó en largarse, pero la yerba les iba a venir de puta madre para el resto de las vacaciones. —Venga, tío, enséñame lo que tienes. Te he dicho que te compro. De súbito, el quiosquero le puso las palmas de las manos en el pecho y le dio un empujón. El joven trastabilló hacia atrás. Primero un pie bailó en el vacío, luego fue todo su cuerpo el que caía. Dejó escapar un grito. La caída no duró mucho. Impactó contra el suelo, se tambaleó y acabó de bruces. Tardó unos segundos en asimilar lo que había pasado. Se había caído en una especie de cámara subterránea. No, no se había caído. El puto quiosquero le había empujado. No podía ver nada, de rodillas, con las palmas de las manos apoyadas en el suelo. Cuando quiso ponerse en pie sintió que una aguja le traspasaba el tobillo. Gritó de dolor. Se levantó cojeando y soltando maldiciones. No veía una mierda. —¡Eh, gilipollas! ¿Por qué me has hecho caer aquí? ¡Déjame salir! —gritó mirando hacia arriba. Tanteó a ciegas en la oscuridad buscando la trampilla por la que había caído, pero solo encontraba una pared rugosa. ¿Qué mierda de broma era aquella? Estaba de muy mala leche. Cuando saliera le iba a romper la cara al puto quiosquero. Seguramente sus amigos tenían algo que ver. Seguro que lo habían planeado ellos. Putos gilipollas. Menuda gracia. Ahora tenía un esguince en el tobillo. Le habían jodido el resto de las fiestas. —¡Eh, capullos! ¡Dejadme salir de aquí! —gritó—. ¡No tiene gracia! La voz retumbó con un eco cavernario que se perdía en la oscuridad. No parecía que estuviese en un espacio cerrado, más bien daba la impresión de un túnel abierto que se prolongaba hacia un lado y otro. —¿De qué va esto? Ya está, os habéis reído un rato con la broma. Ahora sacadme de aquí, joder. Silencio. Cuando los ojos se le acostumbrarona la oscuridad, distinguió una claridad grumosa a una distancia imprecisa. A lo mejor había una salida al otro lado, pensó. Dio un paso adelante y una punzada de dolor le taladró el tobillo como una descarga de mil voltios. Maldijo con todas sus fuerzas. Si aquello era una broma, les había salido mal. Tenía el pie jodido por la caída. Se iban a enterar. Avanzó cojeando con dificultad. Sus pasos resonaban con un eco siniestro. A cada paso que daba escuchaba otro, como el repicar de un bailarín de claqué. ¿Era el eco o alguien le estaba siguiendo? Se detuvo. Le pareció escuchar pisadas tras él. —¡Eh! ¿Estáis ahí escondidos, capullos? ¡Esto no tiene gracia! Me he jodido un pie. Encended la puta luz y dejadme salir. Silencio. Siguió cojeando durante un tiempo que le pareció una eternidad hasta que la grumosa oscuridad fue aclarándose a su alrededor y pudo distinguir las paredes de cemento de lo que parecía una vieja galería que se extendía bajo la calle. La claridad provenía de una bombilla que colgaba desnuda del techo, irradiando una luz que parecía cansada y vencida por la oscuridad circundante. Caminó hacia la luz, esperando encontrar allí una salida al exterior. Pero lo que vio lo dejó con la boca abierta. El túnel tenía una abertura, un espacio embaldosado con azulejos de un azul muy pálido, y, entre aquellas paredes, una especie de quirófano de hospital antiguo: una vieja camilla de metal esmaltado de blanco, botellas de oxígeno, cubetas metálicas repletas de instrumental quirúrgico, viejas lámparas de pie, un gotero... Se le puso el vello de punta. Notó una corriente de aire frío, como si un fantasma lo hubiese atravesado. Había un zumbido extraño, subliminal, en el ambiente. Como si el eco de un grito de dolor insoportable hubiese quedado atrapado en aquellas paredes. Aquel quirófano bajo tierra era lo más siniestro que había visto jamás. Escuchó pasos, sin duda lo eran, avanzando en la oscuridad. El alivio que sintió al creer que sus amigos por fin venían a buscarlo se tiznaba de miedo al pensar que tal vez no eran ellos. Una silueta emergió de la negrura a unos metros de él. —¿Quién hay ahí? ¡Te he visto! La silueta permaneció inmóvil. El joven se sacudió el miedo absurdo que le había embargado. Aquello tenía que ser una broma y no iba a dejarse asustar como un crío de mierda. Fue directo hacia la sombra. Pero ya no estaba allí. Entonces escuchó un resuello a su espalda. Se giró alzando el brazo en un gesto instintivo de protección. Demasiado tarde. Algo le golpeó en la cabeza. Un golpe duro. Tremendo. Fue como si lo partiesen por la mitad. Como si le hubiese caído un rayo. Quiso gritar, pero no encontró la manera de enviar aire a su garganta. Como si el puro dolor incorpóreo hubiese reemplazado a su anatomía. Se dio cuenta de que se había desplomado en el suelo porque ahora alguien lo miraba desde arriba. Una cara sonriente de diablo. —¿Estás muerto? —preguntó el diablo. El joven quiso gritar. El diablo levantó el brazo y durante un instante vio el hacha refulgir en la penumbra antes de que cayese sobre su cabeza y seccionase su cráneo como un melón. ** —¿Dónde coño se ha metido Fran? —Ni idea. Estaba vomitando en una esquina. Después creo que dijo algo de ir a comprar tabaco. Álvaro miró a su amigo a través de sus impenetrables gafas de sol negras. —El muy capullo se nos ha adelantado y se ha ido a dormir. Lorenzo alzó una ceja sobre las suyas, de cristales verdes. Ambos estaban sentados en una terraza, recostados en las sillas, las piernas estiradas y los brazos caídos. En la mesa, los restos de un chocolate con churros que acababan de devorar. Había sido una noche de juerga tremenda. —Nunca me había tirado a una tía en la playa. Súper incómodo — dijo Álvaro. —A mí me ha gustado. —A ti te gusta follar en cualquier sitio. Lorenzo se encogió de hombros con una sonrisa torcida. Se desperezó estirando los brazos. Bostezó. —Vamos a dormir. Esta tarde tenemos que conducir de vuelta a Madrid. —Que conduzca Fran, seguro que ya lleva un rato durmiendo, el muy capullo. Caminaron con aire cansado con dirección al hostal donde se alojaban. Ubicado en la parte antigua de la ciudad, el hostal era un pequeño edificio de tres plantas construido a principios de siglo que había sido la antigua residencia de unos terratenientes locales. Reconvertido en hostal después de la guerra civil, no llegaba a la categoría de hotel. Al cruzar el umbral de recepción, Lorenzo pensó que nunca se había alojado en un sitio tan cutre. No estaba limpio y las habitaciones las ocupaban en su mayoría inmigrantes africanos que trabajaban en los invernaderos. Había sido idea de su amigo Fran pasarse el verano viajando en plan mochileros, usando los albergues baratos para jóvenes de las guías turísticas. Los tres se habían recorrido en ese plan gran parte de las fiestas populares de toda España. Las fiestas populares eran el mejor sitio para pillar tías, desde luego en eso Fran había acertado de pleno. Todas iban borrachas por las calles a cualquier hora de la noche. Era tan fácil. Solo tenía que engatusarlas diciéndoles que era abogado, soltarle cuatro datos sobre el bufete de su padre en Madrid y las muy gilipollas le seguían como corderitas al matadero. Lorenzo era el más guapo de los tres amigos. Con sus ojos azules, él siempre actuaba como reclamo. Álvaro y Fran eran altos y bien parecidos, pero no tenían el magnetismo de Lorenzo. Había perdido la cuenta de las tías que se habían follado aquel verano. La recepcionista del hostal era una vieja ciega que les enseñó los dientes en un amago de sonrisa cuando los escuchó entrar. Tenía los ojos blancos y había algo en ella que a Lorenzo le ponía de los nervios. Menos mal que ya les quedaba poco para largarse de aquel tugurio. El próximo verano se alojarían en hoteles de verdad, para algo ya estaría trabajando en el bufete de su padre y llevándose una pasta cada mes. —Disculpen, señores —les dijo la anciana recepcionista—. Su amigo Francisco ha sufrido un percance. —¿Un percance? ¿Qué le ha pasado a ese ahora? —Un accidente… un poco delicado. —¿Dónde está? —Aquí, en el patio trasero del hotel. Por favor, vengan conmigo. Mirando al vacío, la mujer les hizo un gesto para que la siguiesen por un pasillo en penumbra. Lorenzo no se movió. —El gilipollas se habrá quedado dormido y la vieja esta quiere que lo subamos nosotros a la habitación —le susurró a su amigo al oído—. Ve tú, anda, yo me voy a la habitación, estoy muerto de cansancio. —Joder tío, qué cara tienes, ¿te crees que voy a poder cargar con él yo solo? —Échale un cubo de agua a ese capullo para que se despierte. Lorenzo se dirigió hacia las escaleras. —¡Señor, venga por favor! —llamó la mujer ciega. En su voz había una especie de urgencia. Antes de desaparecer escaleras arriba, Lorenzo levantó el brazo y le hizo una peineta. —No se preocupe, señora, ya voy yo —dijo Álvaro—. ¿Dónde se ha quedado dormido? La anciana escrutó el aire con sus ojos de niebla. Meneó la cabeza con pesar, como si anticipase una tragedia. —Venga por aquí. El pasillo no era muy largo y desembocaba en un pequeño patio de luces adornado con macetas. La fachada interior ennegrecida de manchas de humedad. En el suelo se proyectaba la sombra de las ropas que colgaban de los tendederos varias plantas arriba. En el ambiente flotaba un olor a repollo cocido que levantó una arcada en el revuelto estómago de Álvaro. —A ver, ¿dónde coño está mi amigo? —preguntó mirando a su alrededor. Allí no había nadie. —Por aquí —respondió la ciega. Sus manos repletas de manchas de la vejez abrieron una pequeña puerta de apenas un metro de altura. Al otro lado, unos escalones de cemento se perdían en la oscuridad. —¿Qué coño es esto? ¿Fran está ahí abajo? —Sí, abajo —respondió la anciana moviendo la cabeza a un lado y a otro, como si olisqueara el aire. —¿Y qué hace ahí? —No lo sé. Él mismo se lo explicará. Tiene usted que bajar a buscarlo. —Me cago en la puta —masculló Álvaro. “¿Qué narices estaría haciendo esecapullo para meterse en un puto sótano?” Descendió media docena de escalones. No se veía nada. —Oiga, ¿aquí no hay luz? —Un poco más abajo hay un interruptor —respondió la mujer. “Mierda”. Palpó a su alrededor hasta que encontró un interruptor eléctrico en la pared. Tiró de una pequeña palanca hacia arriba y una bombilla se encendió en el techo, unos metros adelante, iluminando una especie de galería subterránea. Allí no había nadie. —¿Dónde está Fran? —preguntó. Pero la anciana había cerrado la puerta. Álvaro soltó una maldición. Volvió a subir los escalones y aporreó la puerta. Era de madera sin desbastar, de gruesos tablones. La empujó con el hombro y solo consiguió hacerse daño. —¡Joder! ¡Señora, abra la puerta! ¿Qué clase de broma era aquella? Tenía que ser cosa de esos dos capullos bromistas. Por eso Lorenzo se había dado la vuelta. Seguro que habían tramado algo. Menudo par de gilipollas. Lo único que quería era meterse en la cama a dormir la borrachera, los churros le habían sentado como una patada en el estómago. Tenía ganas de vomitar. —¡Abrid, coño! ¡Dejaos de bromas! —le gritó a la puerta. No obtuvo respuesta. Se dio la vuelta y bajó los escalones. ¿Qué pretendían? ¿Dejarlo allí encerrado todo el día? Aquello, más que un sótano, parecía un túnel que se prolongaba varias decenas de metros bajo el suelo. A lo mejor había una salida más adelante. Comenzó a caminar. El problema era que la luz de la bombilla apenas alcanzaba a iluminar una veintena de metros. Más allá, la galería se sumía en la más completa oscuridad. Buscó otro interruptor en las paredes, pero no encontró nada. La oscuridad era tétrica. El aire frío y la quietud que se respiraba eran extraños, como si se encontrase en el interior de una cripta. “¿Qué cojones era aquello?” No parecía la típica galería de servicios que hay debajo de las ciudades, porque allí no había cables, ni tuberías, ni desagües. Para no darse de bruces contra una pared mientras se adentraba en la densa oscuridad, utilizó el truco de silbar una melodía, de modo que el eco del silbido unos metros adelante le indicaba que el túnel no finalizaba abruptamente. De súbito, tuvo la sensación de que alguien le seguía. Se detuvo. Estaba seguro de que había escuchado pasos tras él. ¿O era el eco de los suyos propios? No, seguro que no. Había escuchado dos o tres zancadas después de detenerse. Siguió avanzando. Volvió a detenerse. Ahí estaban los pasos. Dos, tres zancadas, y después también se detenían. Seguro que eran los idiotas de sus amigos que pretendían darle un susto. Pues se iban a enterar. Se quedó agazapado, con la espalda muy pegada a la pared, sin moverse, apenas respirando, sin emitir sonido alguno. Al poco, volvió a escuchar los pasos con claridad. Cada vez sonaban más cercanos. Se preparó para saltarles encima. ¡El susto se lo iban a llevar ellos! Los pasos se aproximaban cada vez más. Cuando sintió que pasaban por delante, saltó con los brazos abiertos, sobreactuando como un loco. —¡Ahhhhhh….! —gritó—. ¡Sorpresa, capullos! Tropezó con alguien. Hubo un momento de confusión en el que ambos quedaron uno encima del otro, en un enredo de brazos que se agitaban en la oscuridad. Por fin, Álvaro logró separarse con un empujón. El otro individuo encendió una pequeña linterna. Llevaba la cara cubierta por una careta de diablo. Lo primero que pensó Álvaro fue que se trataba de uno de sus amigos queriendo darle un susto. Pero se dio cuenta de que no era ninguno de ellos porque era bastante más bajo. Entonces vio que en la mano llevaba un cuchillo grande, de esos que se usan en las carnicerías para cortar gruesas tajadas de carne. —¡Qué cojones! —exclamó, y salió corriendo. ¿Qué clase de broma le estaban gastando? ¿Sus amigos habían sido tan capullos como para pagar a gente que lo asustase? ¿A cuento de qué? Se iban a enterar los desgraciados cuando les pusiera la mano encima. Desde luego, si aquel tío era un actor, lo hacía bien. Detrás de la careta tenía una mirada de loco desquiciado. Y el cuchillo, seguramente sería de mentira. No se puede ir por ahí con un cuchillo así en la mano. Puedes tener un accidente. La linterna que lo perseguía se había apagado. Más adelante distinguió una luz tenue. Debía haber alguna salida. Siguió corriendo, con el corazón acelerado, sin querer reconocerse a sí mismo que tenía un poco de miedo. Había algo en aquella atmósfera gélida que no le gustaba nada. Los ojos de loco tras la máscara se le habían quedado grabados en la retina. Cuando llegó a la claridad se dio cuenta de que la luz emanaba de un recinto que se abría en un lateral de la galería. Se quedó de piedra. Allí, en mitad de la nada, en el subsuelo, había una especie de quirófano antiguo, instalado entre paredes alicatadas con baldosas de color azul. En el centro, una camilla de operaciones. Sobre la camilla yacía un cuerpo. Por la ropa, reconoció a su amigo Fran. La camisa hawaiana tan hortera que llevaba era inconfundible. ¡No se había equivocado! ¡Toda aquella broma macabra era cosa de sus amigos! —¡Eres un maldito gilipollas, Fran! ¿De qué va todo esto? —dijo abalanzándose sobre la camilla. Era, efectivamente, el cuerpo de su amigo el que estaba allí tendido. Cuando vio su cara se le heló la sangre en las venas. Tenía una enorme brecha en el cráneo. El hueso estaba hundido y asomaban partes del cerebro, una masa viscosa y sanguinolenta. Aquello no era maquillaje, como cuando se disfrazaban de zombis en Halloween. No era ningún truco. ¡Fran estaba muerto! ¡Le habían destrozado la cabeza! El vómito le acudió a la garganta. El corazón le iba a explotar en el pecho. Entonces, escuchó pasos a su espalda. *** 2. El amor es una explosión de burbujas de felicidad que te estalla en el estómago y te hace levitar por encima del mundo. Isabel, a sus 23 años, sabía que había encontrado el AMOR con mayúsculas, ese del que hablan en los poemas y en las novelas, ese amor inverosímil de las películas que hace perder la cabeza a la gente, matar y morir, que te puede hacer sufrir lo indecible o gozar como la droga más dura. Una noche le había bastado para saber que toda su vida giraría ya para siempre alrededor de Lorenzo. Se lo decía hasta el último átomo de su cuerpo. Se lo decía su mente y su corazón. Lorenzo era perfecto. Guapo a rabiar, simpático, gracioso y, sobre todo, inteligente. Isabel todavía respiraba su piel, lo recordaba dentro de ella. ¿Cómo olvidarlo? Perder la virginidad con Lorenzo había sido lo más maravilloso que le había pasado en la vida. Él había sido amable, cariñoso, tierno, había hecho que explotase algo dentro de ella que ni siquiera sabía que existía. Isabel, que se avergonzaba en su fuero interno de ser todavía virgen a los 23, ahora no se arrepentía para nada de todos esos años perdidos en los que su timidez la había hecho alejarse de los pocos chicos que habían intentado ligar con ella. Ahora todo cobraba sentido, todos los años de soledad sintiéndose fea, callada, falta de gracia, ahora nada de eso importaba. Lo había conocido allí mismo, ¿quién lo iba a imaginar? En el hostal donde trabajaba haciendo camas los veranos para pagarse la carrera. Lorenzo había llegado hacía tres noches acompañado de dos amigos. Isabel, que se dedicaba a limpiar habitaciones durante las vacaciones de verano para ganarse un dinero extra, se había fijado en él al cruzarse en los pasillos del hostal. ¿Cómo no fijarse, con lo guapísimo que era? Lo que no hubiese podido ni imaginar era que él también se fijaría en ella. En el patito feo, en la Cenicienta de la casa. Bueno, en realidad no se fijó en ella exactamente, sino en el libro que tenía bajo el brazo, un grueso tomo sobre la vida del jurista del siglo diecinueve Rudolf von Ihering. Ella acababa de graduarse en derecho y estaba preparándose las oposiciones para juez. Aprovechaba cada segundo para estudiar. Adoraba el derecho y su sueño era contribuir a que el mundo fuese un lugar más justo. El chico se fijó en el libro que ella llevaba y le dijo: —El Derecho que no luchacontra la injusticia, se niega a sí mismo. Aquel chico, guapo a rabiar, ¡acababa de citar al autor del libro!, célebre por buscar la justicia social a través del derecho. —¿Conoces a von Ihering? —le preguntó ella con la boca abierta. —Es uno de mis juristas favoritos. He leído su biografía dos veces. No la cautivó aquella sonrisa maravillosa, ni sus ojos azules, sino los pensamientos que había detrás de aquella frente que se moría por besar. Aquella tarde se la pasaron charlando detrás de una taza de café y descubrieron que tenían muchísimas cosas en común. Las horas volaron discutiendo sobre derecho (¿es mejor abogado quien gana sin tener razón o quien gana por saber demostrar que la tiene?) ¿Quién le iba a decir a ella que iba a poder hablar sobre los temas que la apasionaban con un chico tan guapo? ¿Quién le iba a decir a Isabel que conocería al amor de su vida allí mismo, en aquella ciudad que tanto había odiado y de la que soñaba largarse y no volver jamás? Lorenzo la invitó a salir aquella misma noche. Quedaron en verse en una de las casetas de la feria de Almería. —Puedes quedar con tus amigas —le dijo él—. Así se las presentamos a los míos. Isabel acudió a la cita con sus dos mejores amigas: Lucía y Ana. Aunque tendría que haber imaginado que Lucía también le echaría el ojo a Lorenzo. La muy desgraciada se había pasado la noche coqueteando con él. Lucía era más guapa que ella, y más atrevida. Isabel casi se había muerto de los celos cada vez que Lucía y Lorenzo intercambiaban sonrisas y bromas. Hubiese querido matarla cuando ella le cogió del brazo, o le rozó la mejilla con los labios sin disimulo mientras él le decía algo al oído. Lo peor llegó cuando se fueron a la pista a bailar. Lucía se agarró a él y no lo soltaba. Uno de los amigos de Lorenzo intentó entablar conversación con ella, pero Isabel no le hizo caso. No quería cambiar de pareja. Ella había sentido un flechazo por Lorenzo y no podía creerse que su amiga se lo estuviese robando de aquella manera tan descarada. Cuando Isabel estaba a punto de explotar de los celos, Lorenzo la cogió de la mano y la sacó de la caseta. “Vámonos. No sé cómo quitarme de encima a tu amiga. Es una pesada”. Aquellas frases fueron un elixir de vida para Isabel, nunca escuchó palabras más dulces a sus oídos. Pasearon por la orilla de la playa. Se besaron apasionadamente bajo las estrellas. Después fueron al hostal. Subieron a la habitación de Lorenzo y allí hicieron el amor. Tener su cara entre sus manos, acariciar su pelo rubio. Perderse en sus ojos azules. Acariciar su torso. Él la besó en todos los rincones de su cuerpo. Descubrió placeres que jamás imaginó que podía llegar a experimentar. Se sintió una mujer y, por primera, vez comprendió la plenitud de esa palabra: mujer. Una mujer podía contener a su amante en su interior, podía contener al universo entero. Con su cuerpo menudo, sus pechos diminutos, Isabel siempre se había sentido pequeña, insignificante, “poca cosa”, como solía llamarla su madre. Con Lorenzo entre sus piernas se sintió hermosa, deseada. Se sintió una diosa. La vida ya no le daba miedo. En la cama, un hombre grande como Lorenzo parecía un niño y ella un gigante. Con ella encima, él suspiraba, gemía de placer, y cada suspiro de él era como una inyección de heroína pura en las venas de ella. Mientras reposaba la cabeza en su pecho, Isabel se atrevió a fantasear sobre cómo sería su vida desde aquel instante, con Lorenzo a su lado. Los dos se comerían el mundo. La vida sería una sucesión de momentos maravillosos. Amar es vivir, la vida es amor. Estar con Lorenzo. Hacer planes con Lorenzo. Tener los hijos de Lorenzo. La idea le daba vértigo, una borrachera de euforia. Despertarse cada día y lo primero que ves es la cara de Lorenzo. Lo primero que bebes es su aliento. Lo primero que recibes son sus besos. Tener siempre cerca a alguien que te entiende. Alguien que te hace reír. Alguien que te hace gozar. Aquella noche que pasaron juntos Isabel tuvo tiempo de soñar despierta con la felicidad. Por la mañana, Lorenzo se excusó. Tenía planeada una excursión con sus amigos. No podía dejarlos tirados, le dijo, mas por la noche se volverían a ver. Fue el día más largo en la vida de Isabel. El más agridulce. Levitaba con el recuerdo de lo sucedido horas antes. Sufría durante cada segundo que estaba alejada de él. Llegó la noche y Lorenzo no daba señales de vida. Esperó hasta las nueve una llamada y, cuando la llamada no llegó, fue ella la que lo llamó a él. No respondió. Solo un mensaje horas después: “Lo siento, estaba con mis amigos, no vi el teléfono”. Aquella frase bien podía contener una sentencia de vida o de muerte. Isabel la leyó y la releyó decenas de veces antes de atreverse a responderle. ¿Eran sus amigos más importantes que ella? ¿Qué es lo que quería decir en realidad? ¿Se disculpaba por no haberle contestado antes o porque no quería volver a verla? “¿Nos veremos luego?”, le escribió ella. Lo temblaban las manos. “Por supuesto. Te llamo en cuanto esté libre”, respondió él. Isabel respiró aliviada. ¡Claro que quería verla! Tenía cosas que hacer. Estaba con sus amigos. No podía, de buenas a primeras, pretender que cambiara todos sus planes por ella. Sin embargo, ¿no debería hacerlo si la amaba como ella lo amaba a él? ¿O tal vez el amor no era recíproco? Dios mío, iba a enloquecer si no lo veía pronto y acababa con aquella incertidumbre. De pronto, en un solo segundo, comprendió el significado de todos esos poemas que maldicen el amor y lo comparan con el peor tormento. El significado de hasta la última palabra vertida en nombre del amor se condensó en su mente como si hubiese leído en apenas unas horas toda la literatura romántica escrita durante siglos. Aquella noche el tiempo transcurrió agónico a la velocidad de la traslación de las estrellas en el firmamento. Pasaron las horas y Lorenzo no daba señales de vida. La luz del amanecer la sorprendió adormilada en la cama. Miró el teléfono. Ni un solo mensaje de Lorenzo. De pronto le asaltó una idea terrible: ¿y si Lorenzo se había ido con su amiga Lucía? No, no podía ser. Él le había dicho que la quería a ella. Pero el pensamiento se coló en su mente: imaginó a su amiga en brazos de Lorenzo, recibiendo las caricias y los besos que ella misma había recibido. Imaginarlo era como aplicar un hierro candente a su cerebro. Se apretó las sienes con las manos. No podía ser. Pero una vez que lo había imaginado ya no podía quitarse la idea. Se vistió y salió a la calle como una exhalación. Estaba amaneciendo y los últimos rezagados de la fiesta regresaban a sus casas. Grupos de chicos riendo. Parejas abrazadas. Borrachos vomitando por las esquinas. Llegó al hostal. Estaba cerrado, pero ella tenía llave. Al abrir, se topó tras el mostrador con la propietaria del edificio, una vieja ciega que solía cuidar de la recepción por las noches mientras todos dormían. La anciana volvió hacia ella unos ojos blancos como mármol. Aquella vieja siempre le daba un poco de repelús. Al pasar junto ella se fijó en que había unas cartas desperdigadas sobre el mostrador. Cartas del tarot. No era la primera vez que la veía jugando con aquellas cartas. La anciana estaba inmóvil, señalando con un dedo nudoso a la carta que representaba a la muerte. Isabel reprimió un escalofrío y subió a la primera planta. Sus pies pisaron sin hacer ruido la gastada alfombra del pasillo que conducía hasta la habitación donde se alojaba Lorenzo, la misma donde habían hecho el amor la noche anterior. Se detuvo junto a la puerta. Desde el otro lado, le llegó un gemido ahogado. Imaginó que Lucía estaba allí dentro, con Lorenzo, en la cama, igual que había estado ella la noche antes. La ira le brotó como un geiser de fuego. Giró el pomo de la puerta y abrió. Lo que encontró al otro lado fue mucho peor que cualquier pesadilla que pudiera haber soñado. *** 3. Agotado y todavía medio borracho después de una noche de juerga, lo último que le apetecía era cargar con el idiota de Fran, que se habríaquedado dormido en cualquier rincón del hostal. —Ve tu a despertarlo, anda, yo me subo a la habitación, estoy muerto de cansancio. Que se ocupase Álvaro. ¿No decía siempre que era su mejor amigo? Incluso después de todo lo que había hecho por él, Álvaro seguía mucho más unido a Fran. —Joder tío, qué cara tienes, ¿te crees que voy a poder cargar con él yo solo? —Échale un cubo de agua a ese capullo para que se despierte. Lorenzo se dio la vuelta y se encaminó hacia las habitaciones. —¡Señor, venga por favor! —llamó la mujer ciega. Parecía desesperada. Dándole la espalda, Lorenzo levantó el brazo y le hizo una peineta antes de alejarse escaleras arriba. El pasillo apestaba a sudor rancio y ambientador. Estaba asqueado de aquel hostal mugriento donde hacía un calor infernal. Lo de viajar en plan mochileros sonaba bien, pero estaba ya un poco harto. Echaba de menos las comodidades de un buen hotel de cuatro estrellas. Se metió en la habitación, se sacó las zapatillas de deporte y se dejó caer en la cama vestido. Estaba destrozado. Había sido una noche brutal, de las buenas, con una buena dosis de sexo incluido. Tenía que reconocer que los tres se lo estaban pasando en grande aquel verano. Y más vale que aprovechasen porque, después, cuando regresaran a Madrid junto a sus novias formales, se acabaron las juergas salvajes. Pensó en su novia. ¿Lo estaría engañando ella también con otros? Era muy probable, pensó, que en sus salidas nocturnas con sus amigas acabase en la cama de alguien. Bien, también ella tenía derecho a aprovechar su soltería. Escuchó un ruido en la puerta. Parecía como si alguien intentase girar el pomo. Le vino a la mente la chica que había conocido en el hostal, Isabel. Joder, no la había llamado en toda la noche. Al parecer la chica se había hecho ilusiones, a juzgar por los guasap que le había estado enviando sin parar durante todo el día. ¿Y si se le presentaba en la habitación? ¿Qué excusa le iba a dar? La verdad es que se le había pasado por la cabeza volver a quedar con ella. No es que la chica fuese una belleza precisamente (sus amigos se habían burlado de él por “tirarse a un callo”) y, comparada con su novia, en la cama, desde luego, no había color, pero era la única persona con la que había podido charlar a gusto últimamente. La puerta de la habitación se abrió, girando despacio sobre los goznes, como si la persona que había al otro lado no quisiera hacer ruido al entrar para no despertarlo. Lorenzo pensó a toda velocidad en una excusa por no haber llamado a Isabel. O simplemente podría decirle: “Oye, lo siento, creo que lo nuestro no va a ningún lado. Tuvimos una noche loca, y eso es todo. Yo tengo novia en Madrid y lo nuestro no significó nada…” Pero no fue Isabel quien apareció al otro lado de la puerta, sino un individuo con una especie de careta de diablo. —Oye, te has equivocado de habitación —le dijo. El hombre dio un paso adelante y cerró la puerta a su espalda. —Te digo que la fiesta de disfraces no es aquí —gruñó Lorenzo sin levantarse de la cama. No tuvo tiempo de procesar lo que estaba ocurriendo. La extraña imagen de un hombre enmascarado en su habitación con un cuchillo quedó anulada al instante por el terrible dolor que le produjo ese mismo cuchillo al introducírsele en el torso, bajo las costillas, hundiéndose hasta el corazón. Un Big Bang de dolor y después la nada. Ni siquiera pudo gritar. Solo un gemido ahogado. El grito que resonó en el hostal provenía de la chica que estaba en la puerta y que miraba al hombre del cuchillo horrorizada. ** 4. Álvaro apartó la mirada del cráneo destrozado de su amigo, cuyo cuerpo yacía sobre la camilla de aquella siniestra sala de operaciones bajo tierra. Era como si de pronto hubiese sido transportado al escenario de una película de terror. La borrachera se le había ido de golpe. El corazón le latía de un modo que no creía que fuese posible. Sus ojos solo atisbaban oscuridad y algo nebuloso que se movía hacia él. De una manera instintiva se alejó corriendo, internándose de nuevo en la negrura del túnel. La oscuridad era impenetrable y en la carrera se golpeó el hombro contra una columna. Una punzada de dolor le atravesó como una descarga eléctrica. Tuvo miedo de golpearse la cabeza en una viga y aminoró el ritmo, tanteando a ciegas con las manos. Le perseguía el eco de pisadas, pero en la oscuridad le resultaba imposible saber a qué distancia podía estar el hijo de puta que había matado a su amigo. Tenía la impresión de que estaba muy cerca, como si le respirase en la nuca, como si su cuerpo ocupase todo el espacio posible. Razonó que, si no podía verle, entonces él tampoco podría, y eso le daba una posibilidad de esconderse. Entonces apareció un foco de luz en la distancia. El cono de una linterna oscilaba a un lado y otro. Tras la luz, la silueta de un hombre y, en su mano, el brillo de una hoja de metal afilada. Álvaro sopesó la idea de hacerle frente. Él era cinturón negro de judo. Si se centraba en arrebatarle el cuchillo, podría neutralizarlo. La luz se acercaba revelando a su alrededor un entramado de túneles de paredes de cemento. ¿Qué demonios era aquello? ¿Y quién era aquel hijo de puta que había matado a su amigo? No había tiempo para pensar. Siguió adelante en carrera, sumergiéndose en la oscuridad absoluta. Tanteaba con las manos. Sus pies tropezaron con un borde. Era un escalón. Después otro. Unas escaleras que ascendían tal vez hacia una salida. Una docena de escalones y una puerta de metal. Cerrada. La empujó con el hombro. Imposible abrir. Dio la vuelta y se encontró de bruces con la luz en su rostro. Recordó uno de los movimientos para zafarse de su oponente en el tatami de judo y se tiró al suelo con las piernas por delante, como un delantero de fútbol que remata el balón in extremis. Después, hizo un movimiento de tijera con las piernas, atrapando las del hombre que le perseguía y haciéndole perder el equilibrio. La linterna rodó por el suelo. Álvaro le aplicó una llave, inmovilizándolo de bruces contra el suelo. La linterna rodó enfocando su rostro. Iba cubierto con una especie de careta de demonio. Le golpeó en el cuello con el canto de la mano. Agarró la linterna y huyó a toda velocidad. ¡Dios! ¡Tenía que encontrar la salida! En un puñado de segundos estaba de vuelta en el macabro quirófano. El cuerpo de Fran seguía allí. No quiso mirar de nuevo. La imagen del cráneo destrozado no se le iba de la mente. Entonces lo vio. El hombre con la careta de demonio estaba agazapado tras la camilla donde yacía el cuerpo de su amigo. ¿Cómo podía haber llegado tan rápido? Al fin, comprendió que no tenía escapatoria. ** 5. Isabel tardó unos instantes en procesar lo que veían sus ojos. Lorenzo en la cama, con un cuchillo clavado en el pecho, la sangre manaba de la herida, roja y brillante, empapando las sábanas blancas. El hombre que lo había apuñalado tenía un teléfono entre las manos y escribía algo. Estaba enviando un mensaje. Giró la cabeza y la vio. Llevaba una careta, una máscara de demonio, con una grotesca sonrisa y cuernos. Ella chilló con todas sus fuerzas. En su mente se cruzaron pensamientos a una velocidad imposible de procesar por el yo consciente. Aquello era una broma. Un sueño. El absurdo la paralizaba. El enmascarado dio un paso hacia ella y su cerebro tomó la decisión por sí mismo, sin consultar a la parte de Isabel que regía su voluntad: ¡Huye! El miedo insufló adrenalina en sus venas. Como en una película que avanza a saltos, Isabel se vio a sí misma corriendo por el pasillo, bajando las escaleras a toda velocidad, tratando de abrir la puerta principal para salir a la calle. ¡Estaba cerrada con llave! ¿Dónde estaba la llave? El enmascarado bajaba las escaleras con grandes zancadas, saltando los escalones de dos en dos. Isabel buscó desesperadamente la llave en los bolsillos. ¿Se le había caído? Y, ¿dónde estaba la vieja recepcionista? Le pasó por la cabeza la idea de que aquel hombre también la hubiera matado. La adrenalina se disparó y por uninstante el mundo estalló en un fogonazo de rojo y fuego. Sintió la presencia del hombre acercándose. Isabel se escabulló por el lado opuesto del mostrador de recepción, le lanzó un pesado cenicero a la cara y corrió escaleras arriba con la velocidad de un gato asustado. Entró en una habitación y cerró con el pestillo. No tardó en comprender que cualquiera podía echar abajo la frágil puerta de una patada. La cabeza le daba vueltas. Respiraba agitadamente y el corazón se le iba a salir del pecho. Su mente oscilaba entre la imagen de Lorenzo en un charco de sangre y la preocupación por su propia vida. A veces se escuchaban historias de ladrones que entraban en las casas y mataban a sus ocupantes antes de robar. Pero nunca había oído que ningún ladrón entrase en un hostal y matase a sus huéspedes. Sacó el móvil. Llamar a la policía. Las manos le temblaban tanto que no alcanzaba a dibujar el código que desbloqueaba el teléfono. Cuando lo consiguió, la puerta retumbó con un golpe. Otro más y el débil cerrojo saltaría por los aires. Isabel se metió el móvil en el bolsillo trasero del pantalón y abrió la ventana que daba al patio interior del hostal. Estaba en el segundo piso. Cuando era niña jugaba a trepar por el desagüe usando las abrazaderas como improvisados escalones. Ahora no estaba segura de si iban a soportar su peso, y su agilidad tampoco era la de una niña, pero trepó hasta la ventana, apoyó un pie en el saliente del desagüe, después el otro, una mano, la otra, y luego siguió bajando como si se tratase de una escalera. La tubería crujía. Los pies resbalaron y casi estuvo a punto de caerse. Se quedó agarrada con una mano y un pie mientras las otras extremidades se agitaban en el vacío. Logró sujetarse de nuevo y siguió descendiendo. Miró arriba. La máscara sonriente de demonio asomó un instante y desapareció. Isabel se dio cuenta de su error. El asesino bajaría rápidamente por las escaleras y la atraparía en el patio. Estaba a la altura de la primera planta. Se soltó y cayó al suelo con un impacto que la sacudió hasta los dientes y le hizo vibrar el cráneo. Sintió que una aguja al rojo vivo le traspasaba el tobillo. El pie torcido en un ángulo antinatural. Se levantó ignorando el dolor y miró a su alrededor. Solo tenía dos caminos. Uno era el pasillo que conectaba el patio interior con la recepción del hostal. El asesino ya estaría llegando a ese pasillo. El otro era una portezuela de madera que daba al sótano del edificio. Tal vez podría esconderse allí abajo y resistir hasta que llegase la policía. Abrió la puerta. Estaba oscuro. Había unos escalones que se perdían bajo tierra. No tenía otro sitio al que huir, así que bajó las escaleras rezando para que no acabasen en una pared. Lo que encontró fue un pasadizo que se prolongaba durante una distancia indeterminada, al final del cual brillaban unas luces oscilantes. Isabel escuchó los pasos del enmascarado descendiendo los escalones. Se alejó corriendo. De no dolerle tanto el tobillo hubiese estado segura de que aquello no era más que una pesadilla de la que despertaría pronto. Pero no lo era. ** II QUINCE AÑOS DESPUÉS 6. (Vega) Vega es psiquiatra forense y, cuando trata de explicar la enfermedad mental, suele utilizar la metáfora del pez enganchado al anzuelo: sus sacudidas y espasmos pueden parecer incomprensibles para otros peces que no comprenden las circunstancias, pero su chapoteo no es su sufrimiento, es su esfuerzo para librarse de su sufrimiento. La psiquiatra no lo olvida cada vez que tiene delante a un paciente. —Muy bien, María, háblame de esas voces. ¿Qué te dicen? María, de catorce años, raza gitana, piel morena y ojos negros como pozos, mira fijamente a un punto indeterminado frente a ella. Sus labios se mueven como en un murmullo. Tal vez una plegaria muda. Sus pupilas parecen contemplar algo que nadie más puede ver. La psiquiatra se reclina en la incómoda silla, buscando la postura donde no le duela la espalda. Echa de menos el familiar respaldo acolchado del sillón de su consulta, regulado a la altura idónea para sus lumbares. La silla de la sala de interrogatorios de los Juzgados de Almería es como un pupitre escolar, ridículamente estrecha, al menos para una mujer de su envergadura. La psiquiatra es una mujer inusualmente alta, sobrepasa el metro ochenta de estatura y, desde que ha cogido unos kilos de más, tiene cada vez más problemas para encajar el mundo de los objetos cotidianos. Apenas encuentra ropa de su talla y el simple hecho de sentarse en una silla como aquella le resulta una tortura. Cierto que siempre ha sido alta y que a menudo se siente torpe, pero lo de ser grandota apareció con el embarazo de su hija. Los tobillos se le hincharon, se le acumuló carne en los muslos y detrás del cuello, en todas partes. Como es alta, no parece gorda, y eso es un consuelo, aunque se siente tan pesada y poco ágil como una foca fuera del agua. —María, cariño, necesito que respondas a algunas preguntas que voy a hacerte —dice suavemente. La chica que tiene delante ha sido apartada de sus padres por los servicios sociales. Como psiquiatra forense, Vega tiene encomendada la misión de evaluar su condición mental. Cuando se habla de psiquiatras forenses, se les relaciona con asesinatos, homicidios, y rápidamente se piensa en asesinos en serie y psicópatas despiadados. Pero, hasta el momento, en sus más de diez años ejerciendo, Vega nunca ha tenido que evaluar la salud mental de ningún asesino. No obstante, tampoco se había encontrado nunca con nada parecido a lo de aquella chica. La Guardia Civil intervino en un cortijo situado en el municipio de Vícar, en la provincia de Almería, donde algunos vecinos denunciaron haber escuchado gritos en la noche del lunes. Cuando la Guardia Civil irrumpió, encontró a María, de catorce años, encerrada en una habitación junto a un hombre vestido con el atuendo de un sacerdote. La chica estaba recostada en un colchón en el suelo, junto a restos de vómitos y sangre, se arrastraba y sufría fuertes convulsiones. Según la declaración del sargenteo de la Guardia Civil, el cura gritaba frases como “sal demonio”, “ven Jesús” o “expulsa el demonio”. El juzgado de Almería se hizo cargo de la denuncia instruida por la propia Guardia Civil. En la declaración de los padres, estos explicaron que la joven había empezado a comportarse de un modo extraño. Siendo una chica alegre y extrovertida, de pronto se volvió huraña y taciturna, comenzó a hablar sobre “el fin del mundo”, “el final de todas las cosas” o “el castigo de la humanidad”. Sus padres no se explicaban de dónde sacaba aquellas ideas. Un intento de suicidio les alarmó definitivamente. Los padres, una familia humilde de trabajadores del campo, en lugar de acudir a un hospital y solicitar ayuda médica, pidieron consejo al predicador de la iglesia evangélica a la que pertenecían, quien, ni corto ni perezoso, decidió que aquel era un caso de posesión demoniaca y se dispuso a practicarle un exorcismo. Vega soltó un bufido cuando escuchó la palabra exorcismo. Por el amor de Dios, bramó, estamos en el siglo XXI, la medicina psiquiátrica está más avanzada que nunca. ¿Quién se dedica a tratar a una pobre cría como si estuviera endemoniada? Ante la alarma, la juez que instruye el caso decretó que la chica pasara a ser tutelada por los servicios sociales de la Junta de Andalucía hasta que se aclarasen los hechos. Ahora, Vega, como psiquiatra forense, debe diagnosticar si la chica sufre alguna enfermedad mental. En la sala del juzgado, la chica permanece encogida en su silla, con los brazos cruzados alrededor del torso. Vega advierte que, a pesar del calor en pleno mes de agosto, la chica lleva un jersey de manga larga que se afana en estirar para taparse las muñecas. La doctora reconoce el tic característico: ocultar las cicatrices de un intento de suicidio. La sangre se le agolpa en los oídos y trata de no pensar en su propia hija. ¿Qué se le pasa a una cría de catorce años por la cabeza para querer acabar con su vida?Vega no deja de preguntárselo, y eso la está quemando por dentro. No haber sido capaz de anticiparse a los problemas de su hija, no haber sido capaz de protegerla. Tiene que olvidarse momentáneamente de sus propios problemas y centrarse en el diagnóstico de la chica que tiene delante. En la declaración a la Guardia Civil, los padres relataron que su hija escuchaba voces, aunque no precisaba de dónde provenían, voces con extrañas ideas nefastas o deprimentes, ideas que la incitaban al odio. Escuchar voces en la cabeza es uno de los síntomas que evidencian la psicosis o la esquizofrenia. “La solución, desde luego, no era someterla a un exorcismo…” Vega no deja de sorprenderse de lo ignorantes que pueden llegar a ser algunas personas. A veces tiene la sensación de que el mundo está retrocediendo en lugar de avanzar, y que en lugar de la “era de la información” estamos viviendo la “era de la desinformación”. Cada vez hay más gente que desconfía de la ciencia médica sustentada en décadas de investigación de las mentes científicas más brillantes y, en cambio, se fía de cualquier chorrada curativa que se encuentra en internet. —María, cariño, necesito que respondas a algunas preguntas que voy a hacerte —insiste suavemente. La chica permanece en silencio, encogida sobre en la silla. Vega anota en su cuaderno: “falta de contacto con el mundo exterior”. Opta por ser más directa. —Tu madre declaró a la Guardia Civil que una vez le dijiste que tu sangre había sido envenenada por unos espíritus malignos, que tú misma eras maligna y que había espíritus a tu alrededor espiando y cambiando tus pensamientos. Los ojos negros y profundos de la chica la miran a través de un flequillo despeinado que le tapa la cara. Bien, contacto visual, es un comienzo, piensa la doctora. —¿De dónde has sacado esas ideas? —pregunta. La chica se encoje de hombros. —Son ideas que tengo —responde con una voz ligeramente ronca. Inicia un diálogo, buena señal, piensa Vega. —Háblame de esas voces y de lo que te dicen —insiste. La chica resopla empujando el flequillo a un lado. —Mira, este mundo es un asco. Mis padres son un asco. Tú eres un asco. Mírate. Pareces una elefanta ahí sentada. —No creo que me merezca que me insultes. —Lo que mereces es morirte. Todos os merecéis morir —responde sin inmutarse. —¿Es eso lo que te dicen las voces? —pregunta Vega. —Puedo pensar por mí misma para darme cuenta de que todo es un asco —responde negando con la cabeza. —Tu madre también ha contado que una vez le dijiste que estabas en contacto con el demonio. —¿Eso dije? —esboza una sonrisa torcida. —Si, al parecer sí. —¿Y qué más te ha contado de mí la zorra de mi madre? ¿Te ha dicho que ella también estaría mejor muerta? Vega respira hondo. Suelta el aire despacio, contando hasta tres. Lo que le duele, en el fondo, es lo mucho que el comportamiento ofensivo de la chica le recuerda al de su propia hija. —No me interesa lo que diga tu madre —replica Vega—, sino lo que tengas que decir tú. —¿Para qué? ¿Me vais a encerrar en un manicomio? —Ya no existen los manicomios, María —responde pacientemente —. Lo que hay son centros de salud mental para tratar los problemas. Problemas como los tuyos. No estás sola. Podemos ayudarte. La chica suelta una risita agria. —Claro que no estoy sola. Tienes suerte de que mis verdaderos amigos no estén aquí, ahora. —¿Dónde están? —Mira, elefanta, tú no me vas a encerrar, tengo amigos poderosos. Si me haces algo, lo vas a pagar. —¿Quiénes son esos amigos poderosos? —Si te lo dijese, me matarían. Vega anota en su cuaderno: “creencias en entidades poderosas”. A menudo, los enfermos psicóticos elaboran teorías sobre universos paralelos, espíritus malignos, conspiraciones gubernamentales y comunicaciones con el inframundo y con el mismo Satán. No es de extrañar que antiguamente la Iglesia los tomase por poseídos por el demonio. Sin embargo, hay algo que no le cuadra en todo aquello. Aunque la chica parece tener ideas delirantes, su lenguaje no es caótico ni presenta un comportamiento gravemente desorganizado, síntomas básicos para diagnosticar una esquizofrenia. Vega no tiene la impresión de que los pensamientos ofensivos la dominen, sino más bien parece que es ella misma la que se esfuerza por resultar ofensiva. —Cuéntame, qué pasó cuando te visitó ese predicador de la iglesia evangélica. La chica le lanza una mirada inyectada en sangre a través de la cortina de pelo que le cubre el rostro. —Ese desgraciado cree que estoy endemoniada y tú crees que estoy loca. ¿Qué diferencia hay? —Yo no creo que estés loca —replica Vega remarcando cada palabra—. Locura no es un término que usemos los psiquiatras. Hablamos de enfermedad mental y a veces ni siquiera podemos llamarlo enfermedad. Simplemente, intento entender si necesitas ayuda por mi parte y si hay algo que pueda hacer por ti. —Muérete, cerda. Eso puedes hacer por mí —responde la chica. “Agresividad verbal”, anota Vega en su cuaderno. ¿Y qué adolescente no lo es?, piensa. Se muerde el labio inferior y tacha inmediatamente la anotación. Si le diesen un euro cada vez que su hija la insulta de esa manera ya podría haberse comprado una tele nueva… —Míralo de esta otra manera —dice Vega, tratando de cambiar la estrategia—. El predicador dice que pretendía sacarte el demonio del cuerpo. Puede enfrentarse a cargos si te causó algún tipo de daño o lesión. Podría haber cometido una negligencia por no traerte a un hospital a tiempo. —Ese capullo no me hizo daño. Soy más fuerte que él. —La policía te encontró convulsionando. Habías vomitado y sangrado por la nariz. Estabas muy débil. ¿Recuerdas si te dio algo a beber o algún tipo de alimento? La chica niega con la cabeza. —¿Qué pasó cuando te encerraron con él? —pregunta Vega—. ¿Qué te hizo? —Se arrodilló y se puso a rezar. No dejaba de gritar que el demonio estaba dentro de mí. No paraba de repetir que saliera. —Comprendo. ¿Y tú qué hiciste? —Los cerdos de mis padres nos habían encerrado con llave. Por más que pateé la puerta no me abrieron. El puto cura se quedó conmigo durante horas, el hijo de puta no paraba de rezar. Lo peor es cuando empezó a llamar a gritos al demonio. Decía que yo lo tenía dentro. Llevaba un montón de horas sin comer ni beber y estaba desquiciada. Solo quería que me dejase en paz. Por eso no tuve más remedio que confesarle la verdad. —¿Qué verdad? —Que tenía razón, que una vez vi al demonio. *** Fue hace dos meses, cuando la boda de mi hermana mayor. Todos mis tíos de Granada vinieron para la celebración. Entre toda la familia ocuparon todas las habitaciones de un hostal del centro. Una prima y yo nos reunimos con otra de mis primas, Merche, con la que tenemos mucha amistad desde niñas. Merche nos contó que hace muchos años, en ese mismo hostal donde ahora se alojaban, mataron a un chico que estaba en Almería de vacaciones. Mi prima es muy aficionada a la ouija, y nos propuso hacer un juego. Nos contó que corre el rumor de que el fantasma del chico que asesinaron vaga por el hostal. Nos dijo que la gente que ha ocupado la misma habitación donde lo mataron oye ruidos por la noche y ha visto a un hombre joven de pie en la habitación. Mi prima Merche creía que con la ouija podíamos ponernos en contacto con el fantasma y averiguar quién fue el asesino. Mi otra prima y yo nos tomamos aquello a broma. Estuvimos un rato jugando con aquel tablero de letras, y no pasó nada. Cuando nos aburrimos, lo dejamos y acabamos la noche fumando yerba. Como se hizo muy tarde, nos quedamos a dormir en su habitación, las tres primas en la misma cama. Es un edificio antiguo, llena de ruidos; mi prima intentaba asustarnos diciendo que eran los pasos del fantasma. Pero yo no me dejé sugestionar. Me quedé dormida. Entonces me desperté de pronto, tiritando de frío. Antes de acostarme había dejado la ventana abierta porque hacía mucho calor. Pero la temperatura había bajado muchísimo en la habitación. Me levanté para cerrar la ventana y entonces lo vi. Envuelto en sombras, una figura altay oscura. Tenía unos ojos grandes y extraños, como los de un animal. Llevaba una especie de máscara de demonio y a través de las aberturas de los ojos me miraba fijamente. Me dio un poco de miedo, pero no grité. Aunque me aterraba, también me atraía con una extraña fascinación. El hombre enmascarado se fue alejando, como si se internase en las sombras y la habitación creciese a sus espaldas, abriendo una especie de pasadizo hacia otra dimensión, hasta que desapareció. La chica habla con las pupilas enfocadas arriba y a la izquierda, lo cual podría interpretarse como que está acudiendo a un recuerdo visual. Sin embargo, aunque Vega presta atención al lenguaje corporal de sus pacientes, no siempre la interpretación habitual es correcta, y menos en pacientes con trastornos mentales. —Era el demonio, vino a verme —dice la chica mirándola de soslayo con una sonrisa deslavazada, como si la mandíbula se le hubiese descolgado. —Lo que has contado no es más que un sueño fruto de la sugestión —responde la psiquiatra. —No… lo… es… —replica la joven lentamente, con retintín, como si entonase una melodía—. Estaba despierta. Un hombre vino a verme en la habitación. —¿Cómo sabes que era un hombre, si estaba enmascarado? — pregunta Vega, tratando de resquebrajar la lógica de sus argumentos. —Por sus manos. Tenía unas manos grandes, masculinas. —Pienso, María, que fue un sueño vívido, porque recuerdas muy bien los detalles. Pero nada más. No deberías tomártelo en serio. —No… fue… un… sueño… —replica con aquel retintín de cancioncilla infantil. El tono burlesco de la chica impacienta a la psiquiatra. Empieza a creer que, efectivamente, sufre un trastorno de la personalidad, aunque, por otro lado, tiene la impresión de que simplemente se está riendo de ella. —¿Por qué te empeñas en creer que no lo fue? —Yo nunca me he hecho ningún tatuaje. Tengo miedo a las agujas —responde la chica haciendo un exagerado puchero. Vega tiene que admitir que eso es cierto. Estuvo presente cuando le sacaron sangre para la prueba toxicológica y fue todo un drama. La chica se negaba a que la pincharan y la enfermera tuvo que recurrir a la ayuda de otras dos para sujetarla. —Bien, ¿y eso qué tiene que ver? —Cuando me desperté, por la mañana, me encontré esto en el brazo. La chica se arremanga el brazo izquierdo. Tiene unas marcas que parecen hechas con un objeto punzante. Se trata de una serie de cortes profundos que forman una letra y dos números: F57 —Cuando me fui a dormir no tenía estos símbolos. El demonio me los hizo mientras dormía. *** La juez que instruye el caso aguarda a Vega en una antesala previa a la sala de interrogatorios del juzgado. Es una mujer que ronda los cuarenta años, no muy alta y de aspecto nervioso, extremadamente delgada. Luce un corte de pelo masculino y la piel del rostro demacrado presenta una palidez enfermiza. Inmóvil, podría confundírsela con un cadáver, piensa Vega. Está concentrada frente a un grueso fajo de papeles que pasa uno a uno con el ceño fruncido. —¿Y bien? —la juez alza la cabeza cuando la psiquiatra entra en la sala. Bajo los ojos se le forman bolsas cuya piel tiene la consistencia del vientre de un insecto. Vega medita unos instantes antes de responder. La entrevista con la chica le ha dejado un incómodo desasosiego en la boca del estómago. —Diría que no presenta ningún trastorno mental —frunce los labios mientras consulta sus notas—. Es cierto que tiene algunas ideas extrañas, y que ha vivido episodios delirantes. Pero podrían haber sido provocados por algún tipo de droga que hubiera consumido. —El examen toxicológico ha encontrado cannabis en la sangre — apunta la juez. —Lo sé. Y eso podría explicar los delirios. Por lo demás, su pensamiento parece organizado. En la conversación que hemos mantenido ha seguido una estructura lógica y no ha divagado en ningún momento. En resumen, mi dictamen es que no está psicótica. La jueza asiente, reflexiva. Se quita las estrechas gafas de cerca y las deja en la mesa con aire cansado. Juega con el bolígrafo entre sus dedos, lo muerde con nerviosismo. —Eso nos cierra la posibilidad de una posible imputación a los padres por negligencia, o a ese predicador evangélico —dice al fin. —¿Quieres decir que no habrá consecuencias? —pregunta Vega. —Los hechos se enmarcan en la libertad de culto que ampara nuestra Constitución. No puedo hacer nada. Vega tuerce el gesto. —Esta vez no ha tenido consecuencias graves —dice—. Pero si la chica hubiese sufrido una enfermedad mental, quién sabe lo que podría haber pasado. No se puede andar por ahí practicando exorcismos en pleno siglo veintiuno. —Lo sé, yo también estoy escandalizada —dice la juez—. Y me preocupa que ese predicador de la Iglesia Evangélica vaya por ahí diciendo a los padres que sus hijos tienen el demonio dentro en lugar de llevarlos a un hospital. —¿Y no puedes procesarlo? ¿Hacer que lo inhabiliten o algo? —¿La chica ha sufrido algún daño por su acción? —pregunta la juez. —Honestamente no puedo afirmarlo —responde Vega. —Entonces, mientras no se produzcan daños, no cabe hablar de la comisión de un delito. La juez guarda las gafas en su bolso. Con movimientos rápidos y precisos, recoge los papeles que hay repartidos sobre la mesa, los mete dentro de una carpeta y la cierra. —¿Aprecias algún riesgo para ella si vuelve con sus padres? — pregunta mirando a la psiquiatra de reojo. Vega vuelve a negar con la cabeza. Aprieta los labios. —Bien, en ese caso anularé la orden de tutela en cuanto reciba tu dictamen oficial. La juez mete la carpeta en un maletín de piel que descansa sobre la mesa. —Quizás podamos hacer algo más —dice la juez, inmóvil, mirando hacia arriba, como si buscase inspiración—. No puedo imputarle un delito a ese predicador evangélico, pero puedo decretar un examen psiquiátrico también para él. Alguien que va por ahí haciendo exorcismos a sus feligreses puede que no esté muy bien de la cabeza. ¿Entiendes lo que quiero decir? —Que puede que el delirio psicótico lo sufra él —asiente Vega. —Exacto. Si ese individuo presenta algún tipo de inestabilidad mental, entonces puedo decretar actuaciones preventivas, ponerlo bajo tratamiento psiquiátrico y evitar que siga ejerciendo como predicador. Voy a redactar ahora mismo la orden. La Guardia Civil lo traerá esta misma tarde a estas dependencias para que lo sometas a un examen psiquiátrico. —De acuerdo —responde Vega consultando su reloj. Tiene turno de consulta en el hospital dentro de media hora—. Volveré esta tarde para hablar con ese hombre. La juez camina hasta la puerta. Se detiene en el último instante, como si recordase algo. —Vega, ¿crees que podrás seguir con esto? De verdad, si tienes algún problema puedo asignar a otro psiquiatra al caso. Vega odia el tono maternalista con el que se dirige a ella. La juez se refiere al hecho de que la chica a la que han practicado el exorcismo tenga la misma edad que Anais, la hija de la psiquiatra. Ella también intentó suicidarse. La adolescente caminó hasta el extremo más alejado de uno de los espigones de la playa, se hizo un corte en las muñecas con un cúter y se tiró al mar. Un bombero de paisano que hacía footing en ese momento en la orilla la vio. Se arrojó al agua y pudo sacarla antes de que se ahogase. Como en cualquier otro intento de suicidio, se abrieron diligencias para investigar lo sucedido. Fue la misma juez que ahora se ocupa del caso de exorcismo la encargada de investigar aquel suceso. Detrás del intento de suicidio de un menor siempre hay causas: bullying escolar, maltratos familiares, abusos sexuales… Es la obligación de las instituciones públicas y de la justicia indagarlo. —Estoy bien, no tengo ningún problema con la evaluación de esa chica —responde Vega poniéndose tensa. Vega nota que el estómago le ruge. Con un movimiento reflejo, saca una chocolatina del bolso y la sostiene en el puño, anticipando el momento de abrirla, como un adicto al tabaco se regodearía con el cigarrillo en la mano antes de encenderlo. —Comprendo que puedassentirte afectada —dice la juez—. Pero creo que tú eres la más indicada para entender qué diantres les pasa por la cabeza a estos jóvenes hoy en día. Vega esboza una sonrisa incómoda. Siente que la chocolatina que tiene en la mano le quema. Se muere de ganas por ingerir una buena dosis de azúcar. —Por cierto, ¿cómo está tu hija? ¿Ha vuelto ya al colegio? —Está bien, gracias por preguntar. Se incorporó esta semana — responde con voz gélida. —Me alegro. Verás como dentro de un tiempo todo queda olvidado. A Vega le revienta que aquella mujer conozca tan a fondo su vida. Sabe que Anais le habrá contado un montón de mentiras sobre cómo es ella como madre. Y, aunque Vega se ocupó de desmentirlas cuando declaró ante la juez, no está segura de hasta qué punto sigue albergando dudas hacia ella como madre. El móvil de Vega vibra en ese momento. No reconoce el número. Con toda seguridad es publicidad, piensa, alguien tratando de venderle un seguro, una mejora en la tarifa del gas o un cambio de compañía de telecomunicaciones, pero la llamada es la excusa perfecta para acabar con aquella conversación. —Disculpa, tengo una llamada —dice llevándose el teléfono a la oreja—. ¿Quién es? Justo mientras formulaba la pregunta, siente que le asalta un presentimiento. Cuando la voz masculina en el teléfono se identifica, el corazón se le acelera en el pecho. Nunca hubiese imaginado que aquel hombre pudiera llamarla precisamente a ella. *** 7. (Lucía) Todos murieron por su culpa. El pensamiento, como un zumbido molesto, no deja de darle vueltas en la cabeza, día y noche, haga lo que haga, a cualquier hora. La sensación de haber hecho algo terrible sin que haya marcha atrás no la abandona nunca. Debería haber una palabra para nombrar esa sensación. Seguro que no es la única que siente lo mismo, piensa Lucía. Por ejemplo, alguien que se distrae un segundo al volante para mirar el móvil, se salta un paso de peatones y atropella a alguien. En el retrovisor, un cuerpo tirado en el asfalto sobre un charco de sangre y su vida que acaba de irse a la mierda. Entonces piensa que la calle está desierta y nadie le ha visto. Pisa el acelerador y se aleja. Simplemente lo hace. Cree que puede dejar el problema atrás, como si nunca hubiese ocurrido. Pero no puede. A partir de ese momento, cada segundo de su vida es una colmena de remordimientos. ¿Alguien conoce la palabra para definir ese estado? Quizás es una palabra que no existe en ningún idioma, pero debería existir, piensa Lucía. Lo terrible que no tiene marcha atrás. ¿Cómo vivir con una certeza de la que nunca vas a poder escapar? A menudo, Lucía piensa que su vida podría definirse con un puñado de palabras extranjeras que no tienen traducción a nuestra lengua. Una de ellas es Toska. Una palabra rusa que en su sentido más profundo y doloroso define una sensación de gran angustia espiritual, a menudo sin una causa específica; un dolor sordo del alma, un anhelo sin que haya nada que anhelar, una añoranza enferma, una vaga inquietud, agonía mental, ansias; el deseo por alguien que nunca tendrás, la nostalgia, una pena de amor… “¿Y vosotros, para cuándo pensáis tener hijos?” La pregunta saca a Lucía de su ensimismamiento. Mira a su alrededor, desorientada, como si acabara de despertarse. Está sentada en una mesa en la sala de celebraciones de un hotel. A su alrededor la gente charla animadamente. Frente a ella, su marido está enfrascado en una conversación con otro hombre sentado a su izquierda. Lucía odia las convenciones del partido. Las odia con toda su alma. Son una tortura desde el primer minuto hasta el último. No soporta que las esposas de los aspirantes a entrar en las próximas listas electorales examinen su vestido, sus zapatos, su peinado, su cara, buscando señales de lo que todos sospechan pero nadie ha podido confirmar. El primer año de casados, Julián, su marido, todavía no era un experto en darle palizas sin dejar señales físicas visibles. Lucía recuerda la primera convención del partido a la que acudieron. Ella llevaba un moretón en la cara que la gruesa capa de maquillaje apenas pudo ocultar. Se pasó toda la noche contando la misma historia: que se había resbalado y se había golpeado contra el lavabo. Un golpe de lo más tonto, la suerte que había tenido de no hacerse más daño, ni te imaginas la de gente que se mata de un resbalón en el baño… Desde entonces, Julián ha aprendido a golpearla en lugares no visibles. Ahora casi aparentan ser un matrimonio normal. Para ella, cada fiesta, celebración o reunión social es una tortura. Preferiría quedarse en casa, pero Julián no se lo permitiría. Para él las apariencias son una parte importante de su vida, y aparentar que tiene una guapa mujer que lo adora es una de las cosas de las que no podría prescindir. Al principio, hace unos años, ninguna de las jóvenes parejas que asistían a las convenciones del partido tenían hijos. Las conversaciones giraban alrededor de las vacaciones de verano, los lugares que uno había conocido, recomendaciones sobre viajes o buenos restaurantes donde cenar. En los años sucesivos, comenzaron a aparecer mujeres con grandes barrigas, otras con bebés en brazos. El tema de conversación giró dramáticamente hacia las molestias del embarazo, discusiones sobre el parto sin dolor o con dolor, biberones y pañales. Todo el mundo, incluso aquellas parejas que aún no tenían hijos, pero aspiraban a tenerlos, participaba de las conversaciones. Lucía callaba. Cada vez que salía el tema solo podía sentir un profundo dolor en su interior. Se ponía triste, con esa tristeza podrida que se necesitan días para librarte de ella y, lo que es peor, que no puede esconderse. Ahora, unas años después, el tema de conversación gira alrededor de los uniformes escolares, los libros y las actividades extraescolares. Lucía no tiene hijos. Y a veces incluso piensa que es una gran suerte porque no querría traer un hijo al infierno que es su vida. Sospecha que el infértil es su marido porque jamás ha querido que se hiciesen pruebas médicas al respecto. Lo cual es un alivio. Mejor los dos solos. Ella sabe que debe purgar su culpa, pero un hijo no tendría por qué pagar por los pecados de su madre. La sala de convenciones del hotel está repleta. El partido está en auge y todos quieren subirse al carro del éxito. El presidente regional del partido acaba de concluir un discurso que todos han aplaudido con entusiasmo. Los camareros revolotean alrededor de las mesas sirviendo los entrantes. Las esposas de los compañeros de partido de su marido parlotean a su alrededor. Lucía sabe que esta cena es importante para Julián, tiene sentado justo al lado al secretario de organización, y se valora el nombre de Julián para entrar en la lista por Almería de las próximas elecciones. Con las expectativas de voto que las encuestas dan al partido, podría entrar en el pleno como concejal. Así que Julián le está haciendo la pelota a más no poder. Lucía piensa que el secretario de organización, que es más joven que su marido, tiene un aspecto de capullo engreído que no se aguanta. Y ahí le tienes, al lameculos de Julián comportándose como un lacayo limpiabotas. Entonces ocurre, la pregunta que más teme, la pregunta que siempre surge inevitablemente en cualquier reunión social: “¿Y vosotros, para cuándo pensáis tener hijos?” Quien dispara es una mujer gorda y parlanchina que trata de hacerse su amiga. Desde que se ha sentado no ha parado de hacerle preguntas, tratando de sonsacarle todos los detalles de su vida. Por dentro le hierve la sangre. Por fuera, es todo sonrisas y amabilidad. Julián no le perdonaría jamás que le hiciese quedar mal delante de sus compañeros de partido, mucho menos delante del secretario de organización. Lucía estira los labios y no sabe si la sonrisa resulta falsísima o no. Tiene que hacer un esfuerzo para responder sin que le tiemble la voz. —Oh, estamos pensándolo. Supongo que nos decidiremos tarde o temprano. Tiene treinta y ocho años. Puede seguir respondiendo lo mismo un par de añosmás, después, tendrá que cambiar el argumento y, francamente, no sabe qué podrá decir. La mujer gorda empieza a parlotear sobre lo maravillosos que son los hijos, la gran bendición que es tener hijos. Resulta que ella tiene cuatro, y cuando empieza a hablarle sobre cada uno de ellos es cuando Lucía ya no puede más y decide tomarse una copa de vino. Primer error. Lucía hace un gesto para que le sirvan. El camarero empieza a verter, aguardando que le haga una señal para que pare, pero ella espera hasta que la copa se llena hasta arriba, rebosante. Se muere por beber, aunque Julián le tiene prohibidísimo que beba en público. Dice que cuando está bebida dice tonterías y le hace quedar mal. La verdad es que intenta hablar poco cuando él está delante. No importa lo que diga, a él nunca le parece bien. Mira a Julián de reojo, pero él parece no percatarse de que le están sirviendo vino. Está enfrascado en la conversación con el secretario de organización, a quien escucha atentamente, como un perrito faldero que no le quita el ojo a su amo. Cuando el camarero se retira, Lucía agarra la copa y se la lleva a los labios. Bebe con avidez y no puede despegar la copa de su boca hasta que apura la última gota. Segundo error. —¡Chica, menuda manera de beber! ¡Ni que fuera agua! —exclama la mujer gorda que tiene a su lado. —Tenía sed —responde poniéndose roja como un tomate. Mira de reojo a su marido y sus ojos se cruzan un instante. Él se muestra indiferente, pero advierte la tensión en el músculo del mentón tan característica cuando algo le molesta. Siente que el vino apenas la relaja un poco por dentro. Intenta seguir la conversación con la foca que está a su lado hasta que descubre, con horror, que es la esposa del secretario de organización del partido. Lucía no sabe si está quedando bien o mal, y no imagina lo que esta mujer va a decirle de ella a su marido cuando queden a solas. Solo sabe que Julián se va a enfadar mucho si algo sale mal. Y, de pronto, eso es lo que quiere. Que se enfade. Que le dé su merecido. Aún tiene mucho que expiar. ¿Cuánto vale la vida de una persona? ¿Cuántas palizas pueden compensar una vida humana? A veces cree que nunca habrá suficientes. Llama al camarero para que le sirva más vino. Necesita beber. Necesita relajarse o va a estallar por dentro. La foca la mira un poco alarmada cuando se bebe la segunda copa de vino de un largo trago. Lucía vuelve a mirar de reojo a su marido, una mirada desafiante. Él finge ignorarla, pero Lucía sabe que parte de su atención está puesta en ella. Advierte que está un poco más rígido que antes. Se esfuerza por parecer desenvuelto, pero le está jodiendo la cena. —Los niños son una bendición —dice la foca—. Y España necesita niños. No podemos depender de la inmigración. Si no traemos niños van a desaparecer nuestros valores. Es algo que hacemos por nuestro país. Lucía sonríe con cara de idiota, sin saber qué decir. Los zapatos le aprietan. Se muere por quitárselos. Odia llevar tacones, pero a su marido le gusta verla así. Dice que lo que más le gusta de ella son las piernas cuando llevo medias finas y zapatos de tacón. Se muere por beber más vino, pero debería esperar un poco antes de volver a pedirle al camarero que le rellene la copa, al menos hasta que sirvan el primer plato. El estómago le gruñe. Estira el brazo para coger un canapé de la bandeja central y, sin darse cuenta, hace volcar la copa de vino de la persona que está sentada a su lado. Tercer error. —¡Lo siento! —exclama. El vino se extiende por la mesa empapando el mantel blanco. Rápidamente ponen servilletas encima, como si se tratase de un incendio que hay que atajar con urgencia. Lucía se atreve a levantar la vista hacia su marido, que la fulmina con la mirada. —No pasa nada, querida, solo es vino —dice la foca, queriendo quitarle importancia, aunque su ceño fruncido dice otra cosa. Lucía se pasa el resto de la cena rígida, con los antebrazos pegados al cuerpo, tratando de moverse lo menos posible. Responde con monosílabos a los intentos de seguir conversando de la foca, hasta que se aburre de ella y lo intenta con la persona que tiene al otro lado. Los minutos pasan y lo único que quiere es que esto acabe y volver a casa. Cuando no puede aguantarse más las ganas de orinar, se levanta y va al baño. No se percata de que Julián también se levanta y la sigue. Su marido entra en el baño de señoras tras ella y cierra la puerta con el pestillo. —¿No te he dicho mil veces que no bebas? —gruñe entre dientes—. Mira la que has montado ahí fuera. —Solo ha sido una copa que se ha derramado —responde, bajando la mirada. Julián se aproxima hasta que Lucía puede sentir su aliento en la cara. Entonces recibe un puñetazo en el vientre, rápido y duro. Se dobla de dolor mordiéndose los labios para no gritar. Casi no puede respirar. Julián la agarra por los hombros y la empuja hasta el interior del compartimento de un retrete. —Cuando vuelvas no quiero ver ni rastro de lágrimas, ¿está claro? Cierra la puerta y oye cómo abandona el cuarto de baño dando un portazo. Se queda un rato sentada, doliéndose del vientre. ¿Qué es un poco de dolor frente a la muerte?, se pregunta. Durante un instante se permite pensar en Lorenzo, en lo feliz que hubiera sido a su lado. Julián es despreciable, y ella se merece todo lo que le haga. Se arregla el rímel que se le ha corrido con las lágrimas. Se repasa el maquillaje con la brocha y se repinta los labios. Vuelve a la fiesta. Aguanta a duras penas el resto de la cena y una hora de discursos políticos seguidos de un baile en el que finge divertirse junto a su marido. Mientras bailan agarrados, Julián le da pellizcos en el brazo por encima de la manga del vestido. Duelen. Lucía sabe que solo son un adelanto de lo que está por venir. Cuando por fin llegan a casa, ella se da cuenta de que Julián está mucho más enfadado de lo que creía. Deduce que la conversación con el secretario de organización no le ha ido tan bien. La empuja por la espalda nada más entrar y cierra de un portazo. —¿Te parece bonito lo que has hecho? —le grita—. ¡Bebiendo como una borracha! ¡Joder! ¡Todos estarán pensando ahora que mi mujer es una alcohólica! —¿Acaso no lo soy? —se atreve a responderle. —A mí no me repliques —le espeta, y le cruza la cara de un guantazo. El dolor físico tiene una cualidad maravillosa, piensa Lucía, y es que te puede hacer olvidar el dolor moral. El castigo es purificador. El castigo es sanador. Desea que la castiguen. Aguanta de pie, mirando al hijo de puta con el que se ha casado. Él la agarra del brazo y la empuja hacia el sofá, haciéndola caer de bruces. Empieza a quitarse la camisa y a desabrocharse el pantalón. Le abre la cremallera de la falda y le baja las bragas de un tirón. Esa es su manera de hacerle el amor. Por detrás, sin mirarla a la cara, como un cobarde. Lucía espera la embestida, pero no llega. Se da la vuelta y descubre que tiene la polla flácida, encogida como un asqueroso gusano arrugado. —Ni siquiera se te levanta, gilipollas impotente —le provoca. Le arrea otro guantazo. No demasiado fuerte. Sabe que no le conviene dejarle marcas visibles en la cara. Ella, sin embargo, quiere más. Quiere su castigo. —Te crees muy gallito conmigo, ¿verdad? —le increpa—. Muy valiente con tu mujer indefensa. Pero con el secretario bien que te cagabas, lameculos. Eres un mierda. Observa cómo a su marido se le congestiona el rostro por la ira. Le da un guantazo, esta vez sin contenerse. —¡Hija de puta! ¡A mí no me hables así! El desgraciado se saca la correa y le arrea un latigazo en la cintura. Lucía no puede evitar soltar un grito. El dolor silencia sus pensamientos. —¡Cabrón de mierda! —le grita. Intenta escabullirse lejos de él, pero la agarra del pelo y la azota con la correa en la espalda. Chilla. La tira contra el suelo. Al hijo de puta ahora se le ha puesto dura. Vuelve a intentar violarla. Lucía se resiste y le suelta una patada en la ingle. Ahora es él quien aúlla de dolor. Descarga la correa en su espalda. Más
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