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HISPANOS © del texto: Carlos Goñi, 2022 © de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L. Primera edición: septiembre de 2022 ISBN: 978-84-18741-72-2 Diseño de colección: Enric Jardí Diseño de cubierta: Anna Juvé Imagen de cubierta: El rapto de las sabinas (1799), Jacques-Louis David Maquetación: Àngel Daniel Producción del ePub: booqlab Arpa Manila, 65 08034 Barcelona arpaeditores.com Reservados todos los derechos. http://arpaeditores.com Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Carlos Goñi HISPANOS SUMARIO PRÓLOGO. PROTAGONISTAS DE LA HISTORIA Y DE LA CULTURA ROMANA PRIMERA PARTE. REBELDES CON CAUSA CAPÍTULO I Indíbil y Mandonio, entre Cartago y Roma CAPÍTULO II Aníbal Barca, el cartaginés hispano CAPÍTULO III Viriato, el capitán lusitano CAPÍTULO IV Numantinos, cántabros y astures SEGUNDA PARTE. TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A ROMA CAPÍTULO I Balbo, Nigrino y Sura CAPÍTULO II Trajano, el primer emperador hispano CAPÍTULO III Adriano, el emperador viajero CAPÍTULO IV ¡Grande, Teodosio! TERCERA PARTE. EL SABER NO OCUPA LUGAR CAPÍTULO I Séneca el Viejo, paisano y colega de Juan de Mairena CAPÍTULO II Séneca el Joven, el primer filósofo hispano CAPÍTULO III Profesor Quintiliano CAPÍTULO IV Pomponio Mela, Columela y Moderato de Gades CUARTA PARTE. INGENIEROS DEL VERSO CAPÍTULO I Lucano, el joven poeta cordobés CAPÍTULO II Marcial, amarga sátira CAPÍTULO III Juvenco y Merobaudes, la Biblia en verso CAPÍTULO IV Prudencio, el Homero hispano CAPÍTULO V Higinio, el bibliotecario hispano QUINTA PARTE. LA CEPA HISPANA CAPÍTULO I Osio y Potamio, una de cal y otra de arena CAPÍTULO II El obispo de Barcelona y el papa de Roma CAPÍTULO III Prisciliano, el heresiarca hispano CAPÍTULO IV Corderos entre lobos: Gregorio y Orosio CAPÍTULO V Cada caminante siga su camino, Egeria e Idacio BIBLIOGRAFÍA A Guillem y Magí: bienvenidos a la historia. PRÓLOGO PROTAGONISTAS DE LA HISTORIA Y DE LA CULTURA ROMANA «Estos nombres no corresponden a conceptos, sino a existencias; no se pueden definir, sino describir». EUGENI D’ORS, Más sobre la Biografía (1929) ¿Quiénes fueron los hispanos? ¿Qué fue Hispania realmente? ¿Y qué fue de esa Hispania de la que hablaban los antiguos? ¿Existe acaso algo que pueda llamarse «lo hispano»? El texto del epígrafe apunta ya a una posible respuesta: lo hispano no se puede definir, no es un concepto. Hispania es un conjunto de hombres y mujeres que vivieron en la península ibérica mientras esta estuvo bajo el poder de Roma. La podemos describir física y geográficamente, pero su alma hay que buscarla en esas existencias que le dieron vida. Contar su historia, la historia de los hispanos que pasaron a la historia, es la única manera que tenemos de comprender lo hispano como si fuera una categoría que sublima lo anecdótico. Hispania (I-span-ya) es el nombre que los fenicios dieron a la península ibérica. Los antiguos navegantes griegos llamaban Iberia a una región al sur del Cáucaso (la actual Georgia) cruzada por el río Iber. Dada la similitud geográfica, paisajística y de riqueza metalúrgica de I-span-ya con Iberia, los griegos la designaron con el mismo nombre y denominaron Iber a su río principal, que fue en un principio el Tinto en Huelva, después el Segura y finalmente el Ebro. Algunos piensan que con Hispania los fenicios se referían a la «tierra del norte» (respecto a las costas africanas); otros, que significaba «tierra donde se forjan metales». Los romanos prefirieron el nombre fenicio, que interpretaron como «tierra de conejos» o, mejor dicho, de damanes, mamíferos parecidos a los conejos muy abundantes en África y, antiguamente, en la Península. Físicamente, Hispania sigue existiendo; es lo que fue. Lo que ha cambiado han sido las descripciones: antes se hacían a ras de suelo y ahora a vista de satélite artificial. Pomponio Mela, un hispano del siglo I, describe su patria chica de la siguiente manera: «La misma Hispania, rodeada por todas partes por el mar, a no ser por donde alcanza a las Galias, y especialmente estrecha donde es contigua a ellas, se prolonga poco a poco hacia el Mar Nuestro y hacia el Océano; cada vez más extensa llega al oeste y alcanza allí su máxima extensión» (Corografía, II, 86). Cuatro siglos después, otro hispano, el historiador Orosio, la retrató de manera más sucinta: «Hispania en conjunto es de forma triangular (trigona est) y, por estar rodeada por el Océano y por el mar Tirreno; constituye una península» (Historia, I, II, 69). Estrabón, por su parte, nos dejó la imagen indeleble de «la piel de toro»: «Iberia se asemeja a una piel de buey extendida a lo largo de oeste a este, con los miembros delanteros en dirección al este, y a lo ancho de norte a sur» (Geografía, III, 1, 3). Sobre las riquezas de la Península respecto a minerales, ganados y manufacturas, así como de sus pueblos y sus costumbres, dan buena cuenta muchos autores antiguos. Plinio el Viejo escribe: «Casi toda Hispania tiene minas de plomo, hierro, cobre, plata y oro. La Citerior tiene piedras especulares, la Bética, minio. Hay canteras de mármol» (Historia natural, III, 3, 30). Y nos dice que las minas de oro le suministraban a Aníbal trescientas libras diarias. También eran famosas las fábricas de finísimos paños, telas y púrpura, de modo que se tuvo por traje senatorial el que desde tiempos de Aníbal usaban los soldados hispanos. Respecto a sus habitantes, Aristóteles, de acuerdo con Platón (Leyes, I), los llama «raza belicosa», pues según comenta «clavan tantos obeliscos en torno a la tumba del muerto como enemigos hayan matado» (Política, VII, 2); una raza que luchó siempre por lo que consideraba que era suyo, por Hispania y por Roma. Aunque no solo los hispanos destacaron por su beligerancia, sino también por ser hombres sabios y entendidos en derecho, como dice Cicerón («Sapientes homines, publici iuris periti», Pro Balbo, 34). Celtíberos, ilergetes, cántabros, turdetanos, arévacos, cartagineses, lusitanos, numantinos… plantaron cara a los invasores de manera a veces heroica; sin embargo, no pudieron evitar que Hispania acabara siendo romana. Poco a poco, los hispanos ya romanizados: Balbo, Nigrino, Sura, Trajano, Adriano, Teodosio, Gala Placidia, Quintiliano, Séneca, Columela, Moderato, Lucano, Marcial, Prudencio, Osio, Paciano, Dámaso, Orosio, Egeria, Idacio…, hicieron que Roma fuera hispana. Si la cara es el espejo del alma, ellos son la cara del alma hispana que intentamos desvelar en estas páginas. Si este fuera un estudio académico, el autor remitiría al lector a las conclusiones del final, pero no lo es y, por lo tanto, conclusiones no las hay. En todo caso, como de hecho le corresponde a un ensayo, se plantean propuestas que, como tales, han de ir al principio y dirigir la búsqueda. Dejo al lector la tarea de buscar esa alma hispana entre todas estas caras, descubrir el concepto en las existencias, la categoría en las anécdotas, la definición en los casos particulares, y de decidir en qué medida nosotros seguimos siendo hispanos. Sirvan como guía estas preguntas: ¿SE PUEDE HABLAR DE UN HEROÍSMO HISPANO? Es muy nuestro eso de echarle testosterona al asunto, como si todo se solucionase, en última instancia, a base de ponerle, digamos carácter, a cualquier situación por complicada que sea. Los héroes hispanos: Indíbil y Mandonio, Aníbal, Viriato, los numantinos, los cántabros, los astures…, se las tuvieron, como veremos en la primera parte, con muchas circunstancias adversas y podemos avanzar que le echaron carácter; sin embargo, no pudieron, a pesar de haber vencido en muchas batallas, ganar su guerra. «Compraron la libertad de sus patrias —escribirá Quevedo— con generoso desprecio de sus vidas» (España defendida, cap. V). Muchos murieron, es verdad, por defender lo que era suyo, por mantener su independencia, por no claudicar ante una potencia dominadora, y forjaron una forma de ser héroeque no se deja encasillar ni en la heroicidad mitológica ni en la romana, ambas celebradas por los poetas. En la primera, el héroe ha de tener ascendencia divina; en la segunda, ha de estar por lo general sometido a los cánones militares vigentes. No así en Hispania. Sus héroes fueron solo humanos, en su mayor parte personas anónimas de Numancia, Cantabria, Sagunto, Ilerda, Lusitania o Turdetania; jefes o régulos de algunas tribus, y, en el mejor de los casos, un general del bando perdedor, como Aníbal. El heroísmo hispano se parece más al del perdedor, abandonado de los dioses y sin padrinos, podríamos decir, pero que lucha hasta el final en defensa de algo que el filólogo hispanista Karl Vossler llama «sentimiento metafísico del honor». Un simple hoplita, un soldado de a pie, luchando por un sentimiento metafísico tan elevado podría ser la mejor imagen de heroicidad hispana. ¿HAY UNA FORMA HISPANA DE HACER POLÍTICA? Al cabo de dos siglos de heroicas luchas, pero al fin y al cabo infructuosas, los hispanos se hicieron romanos, hispanorromanos. No es que se pasaran al enemigo, sino que los descendientes de los antiguos héroes tenían ahora los mismos enemigos que el Imperio. Sirva como ejemplo un soldado asturiano, y romano, llamado Pintaius, aquilífero de su legión, es decir, portador del estandarte con el águila imperial, o los tres hispanos que llevaron las riendas del Imperio. La globalización es un hecho: todos los caminos conducen a Roma; y desde Hispania se comienza a hacer política romana. Para dilucidar si hubo algo que se pudiera etiquetar como política hispana, hemos de conocer a los personajes que se presentan en la segunda parte, en especial los tres emperadores: Trajano, Adriano y Teodosio. El primero, un preludio del Cid Campeador, consiguió llevar al Imperio a su máxima extensión; gobernó con criterio, algo bastante inusual en sus predecesores, y con mano firme. Sus biógrafos destacan su proximidad con sus súbditos y el hecho de que no solo beneficiara a sus amigos, sino a todo el mundo. Su sucesor, Adriano, era un hombre culto y dicharachero que recorrió el Imperio, como hacen ahora nuestros políticos en época electoral. Hispania dio a Roma a Teodosio el Grande, apelativo ganado a base de haber mantenido a salvo la fortaleza y la unidad del Imperio, las cuales peligraban a finales del siglo IV. Nótese que el sobrenombre se lo quedó él porque hizo pasar todas las decisiones políticas (y religiosas) por su persona. Tras la muerte de Teodosio, su hija Gala Placidia, una mujer de armas tomar, fue regente de su hijo Valentiniano III y tuvo que tomar todas las armas políticas a su alcance para que siguiera corriendo sangre hispana en el gobierno de Roma. Estos hispanos nos permiten atisbar algunos rasgos de la forma hispana de hacer política: cierta campechanía, cierto gracejo con mayor o menor ingenio y mucha reivindicación de uno mismo. Juzgue el lector el modo como los gobernantes hispanos conciliaron la religión con la política, el poder civil y el religioso. ¿EXISTE UN PENSAMIENTO HISPANO? Unamuno dice de sí mismo que es «especie única». Pues bien, ese apelativo se le puede dar al pensamiento hispano, tal y como veremos en la tercera parte. El filósofo bilbaíno habla de «encorazonamiento», una palabra que inventa para referirse a que es propio del hispano poner el sentimiento por encima de la inteligencia. Eso justifica que el principal filósofo hispano fuera Séneca (y su padre), prototipo del estoicismo, doctrina que se aplica más al coraje que a la especulación, más al sentimiento que a la idea, más a la acción que al concepto. Pero el hispano, ni siquiera los Sénecas, es un estoico puro, sino que integra un estoicismo sin severidad con un hedonismo sin voluptuosidad. Juzgue el lector si tal malabarismo es posible. Y puestos a hacer equilibrios, acerquémonos a Moderato de Gades, quien se propuso armonizar el pitagorismo y el platonismo. Los hispanos no fueron, en verdad, muy metafísicos, a no ser al modo rocinantesco («Metafísico estáis. Es que no como», responde Rocinante a Babieca en el diálogo que Cervantes inventa en el prólogo del Quijote). Pero fueron pensadores hispanos también Quintiliano, Pomponio Mela y Columela, aunque el primero se dedicó a la oratoria y la pedagogía, el segundo a la geografía y el tercero a la agronomía. La obra de Quintiliano da tantos acertados consejos a los maestros que no extraña que hayamos tenido tantos buenos profesores, a no ser lo que no hicieron caso al pedagogo y se decantaron más por aquello de «cada maestrillo tiene su librillo» y se quedaron en eso, en simples maestrillos. También la geografía de Pomponio y las recomendaciones de Columela para bien cultivar la tierra nos han sido de gran utilidad, aunque no hayan generado una idiosincrasia filosófica hispana, a no ser la de guardar en todo momento un cierto practicismo. A este hay que añadir el arte del buen decir, del que se cuidaron muy mucho desde Séneca a Unamuno, desde Quintiliano a Ortega. Evidentemente, si en algún sentido se puede hablar de filosofía hispana, su historia arranca con Séneca y se puede decir que su sombra es alargada. Del mismo modo, si hay una pedagogía hispana, esta surge de Quintiliano, maestro de maestros, aunque su estela no haya sido seguida como merece. ¿HUBO UNA POESÍA HISPANA? Leeremos en la cuarta parte poesía hispana, porque la hubo, y de gran calidad. Hubo poetas que escribieron en hexámetros, como el joven Lucano, o versificaron su fe, como hicieron Juvenco y Merobaudes; otros blandieron versos para satirizar la sociedad de su tiempo, como hizo Marcial con sus Epigramas, o para enaltecer su fervor religioso al modo de Aurelio Prudencio, que aquí llamamos «el Homero hispano». Si hubo poetas, hubo poesía: poesía escrita en latín y, a juicio de Cicerón, «con cierto acento gangoso y extraño». La poesía es el reflejo del alma, por eso la mejor manera de desvelar el alma hispana es acudir a sus poetas. Que sea la mejor manera no significa que sea fácil. Rastrear el espíritu de un pueblo en sus versos es una tarea romántica, pero de un calado que no les corresponde emprender a estas páginas. En todo caso, seguramente podremos entrever una evolución de ese espíritu, que va acompasado con los versos de sus poetas, desde el paganismo de Lucano y Marcial hasta el cristianismo fervoroso de Prudencio. Leer a los poetas hispanos nos va a acercar a esa alma que estamos queriendo descubrir; aunque he de advertir que, por razón de la propia naturaleza de la poesía, siempre se nos escapará su esencia entre hipérboles y metáforas. ¿Y UNA RELIGIOSIDAD HISPANA? El mismo Karl Vossler encuentra un elemento persistente en lo hispano, un motivo que atraviesa las vicisitudes de su historia y que va más allá de un simple estilo de vida, es lo que él llama «militarismo religioso». Y es que los hispanos se tomaron la religión a la tremenda: en eso se desmarcaron de los antiguos romanos, para los que la religión era más una cuestión social y su religiosidad flotaba en la superficialidad. Lo podremos comprobar en la última parte. Esa religiosidad a la tremenda se traduce en ser, por un lado, más papistas que el Papa, y, por otro, fundadores de herejías. Tanto fuimos capaces de una cosa como de la otra; de cimentar una herejía, el priscilianismo, como de destruirla, de someternos a la autoridad papal, como de ir por libre. La religiosidad hispana es disyuntiva: la religión o lo es todo o no es nada, o se cree hasta el final o, al final, no se cree. Y esa religiosidad tiene algo de sexista, que ya se percibe en los hispanos que conoceremos. Los varones, como Osio, Dámaso, Gregorio o Paciano, defienden su fe con la pluma, desde el púlpito o en los sínodos y concilios; las mujeres, en cambio, la llevan a la práctica y la viven de forma tan real que la convierten en el itinerario de su vida, como lo fue el de Egeria, la hispana que viajó a Tierra Santa. Descubriremos que, aparte de Egeria, Gala Placidia y algunas esposas de hombres célebres, no conocemos muchasmujeres hispanas. Sabemos por la Geografía de Estrabón que las mujeres de Iberia llevaban collares de hierro y otros «bárbaros» atuendos sobre la cabeza y algunas «se rapan tanto la parte delantera del cráneo que brilla más que la frente» (III, 4, 17), y, por el Itinerario de Egeria, sabemos que al final del Imperio algunas mujeres de la aristocracia gozaban de cierta libertad e independencia. Pocos botones para imaginar el vestido, pero suficientes para comprobar que la historia, siendo femenina, no guarda a las mujeres en su memoria. HISPANIA DE AYER Y DE HOY El joven embajador de Florencia en España en la época de los Reyes Católicos, Francesco Guicciardini, cuenta en su Relazione di Spagna que un día preguntó al rey Fernando cómo era posible que un pueblo tan belicoso hubiera sido siempre conquistado por galos, romanos, cartagineses, vándalos, moros..., a lo que el rey le respondió: «La nación es bastante apta para las armas, pero desordenada, de suerte que solo puede hacer con ella grandes cosas el que sepa mantenerla unida y en orden» (Cfr. José Ortega y Gasset, España invertebrada, I, 4). Parece que el principal inconveniente de Hispania, tanto de ayer como de hoy, para llegar a «hacer con ella grandes cosas» (sic) es su indomable pluralidad, virtud o defecto —según se mire— que constituye, si no su esencia, sí su «segunda naturaleza». El Rey Católico creía que la unión hace la fuerza —verdad política, qué duda cabe—, pero no tan fuerte como su contraria, también política y de mayor calado, que dice que «la idea de grandes cosas por hacer engendra la unidad», por usar las palabras de Ortega. Es decir, que una idea común es la fuerza que puede obrar la unión. Los pueblos hispanos han demostrado su gran fortaleza a lo largo de la historia, pero también han dejado ver su principal debilidad: la falta de unidad. Desde el punto de vista bélico, los invasores, guiados por la premisa mayor que reza: «divide y vencerás», se han encontrado siempre en Hispania afirmada la menor: la falta de unidad. Lo que, a buena lógica —la lógica de la guerra que estructura la historia—, ha llevado a la inevitable conclusión. La Hispania de ayer y de hoy ha sido y es plural —no en vano muchas veces se habla de las Hispanias más que de Hispania—: idiosincrasia que nos enriquece, pero también que nos exige buscar la fuerza, que otros hallan en la unidad, en las diferencias. Veamos si tiene razón Julio Caro Baroja cuando afirma que, aunque los hispanorromanos no eran españoles, los españoles han heredado de ellos lenguas, técnicas, formas de pensar, costumbres… (El mito del carácter nacional, p. 39). Sin embargo, no se trata tanto de encontrar el «regusto hispano» que pueda haber en lo español (en la Hispania de hoy), sino más bien de atender a una honda inquietud intelectual que me hace parafrasear a Terencio y exclamar: «¡Nada de lo hispano me es ajeno!». Espero que este libro sirva, cuando menos, para sumar excepciones al famoso epigrama de Bartrina que formula el tópico de que, si alguien habla mal de España, prueba ello que es español. No ocurra así con los hispanos. PRIMERA PARTE REBELDES CON CAUSA «A nosotros, hijos de celtas y de iberos, no nos avergüence en agradable verso recitar los nombres duros de la tierra nuestra». MARCIAL, Epigramas, IV, 55. «Hispania est omnis divisa in partes duas: citerior et ulterior» («Toda Hispania está dividida en dos partes: la Citerior y la Ulterior»). Si Julio César hubiera conquistado Hispania en vez de la Galia, seguramente hubiera comenzado su crónica de esta manera. Pero tal ficción es del todo imposible porque la Península no se conquista en siete años, que fueron los que necesitó César para someter la Galia, y, además, la distinción entre cerca y lejos toma como referencia a Roma y era, por tanto, ajena totalmente a la geografía de Iberia. Si Julio César hubiera tenido que hacer una descripción siquiera somera de los pueblos que habitaban Iberia antes de ser Hispania, le habría tomado tanto tiempo que no hubiera podido conquistarla. Tampoco podemos hacerla ahora, basta con acudir a un mapa de los pueblos prerromanos que poblaban la península ibérica para percatarnos de su diversidad etnográfica. Allí encontraremos casi un centenar de pueblos, entre ellos: arévacos, pelendones (celtíberos occidentales), belos, cecas (celtíberos orientales), titos, lusones, berones (La Rioja y sur de Álava), autrigones, suesetanos, jacetanos, sedetanos (Aragón), lobetanos (norte de Albacete), carpetanos (La Mancha), turdetanos, lusitanos (faja occidental entre el Duero y el Tajo), vetones (a ambos lados del Tajo), turmogos (más al norte que los vetones), vacceos (al oeste de Celtiberia), galaicos (entre el Cantábrico y el Duero, el Atlántico y el río Navia), astures, cántabros (al este de los galaicos), caristios, várdulos (en la cabecera del Ebro), vascones… (Francisco Marco y Gabriel Sopeña, en Entre fenicios y visigodos). La Iberia prehistórica era para las civilizaciones del Mediterráneo oriental, para Fenicia y Grecia, lo que América para los europeos de finales del siglo XV: una tierra en el fin del mundo, misteriosa y atractiva, peligrosa y exuberante, lejana y mística, pero, sobre todo, rica en metales, como un Potosí en el extremo occidental de Europa. Los atrevidos navegantes fenicios y griegos encontraron en el sur de la Península la primera organización política ibérica: se trataba del legendario reino de Tarteso, que tuvo su auge entre los siglos VII y VI a. C. Según la mitología, fue elegido por Gerión para pastar sus rebaños. La riqueza de oro, cobre y plata de que disponían los tartesios provocó la envidia de otros pueblos mediterráneos, lo que llevó a su desaparición hacia el 550 a. C. Heródoto cuenta que los primeros griegos (samios) que hicieron largos viajes y llegaron más allá de las columnas de Hércules hasta Tarteso, que para ellos era «un imperio virgen y reciente que acababan de descubrir», negociaron con los nativos y lograron grandes ganancias (Historia, IV, 152). Fundada ya Ampurias por los griegos (600 a. C.), cuenta también el viaje de una expedición que fue bien acogida por el rey Argantonio, que vivió ciento veinte años y gobernó a los tartesios durante ochenta (I, 163). Fue el único rey histórico del que tenemos noticia. Tras su muerte el reino de Tarteso desapareció. Argantonio podría ser el primer hispano del que tenemos noticia si no fuera porque no era hispano, sino ibero, pues todavía no habían puesto los romanos sus pies en la Península, por lo que propiamente no existía Hispania. Sabemos, aparte de su longevidad y de que su nombre viene a significar «lleno de plata», que fue el último rey de Tarteso, un reino que ocupaba las actuales provincias de Cádiz, Huelva y Sevilla, con el límite norte de Sierra Morena y que basaba su riqueza en la metalurgia. Si Octavio Augusto, el primer emperador de Roma, hubiera tenido la habilidad literaria de Julio César, se hubiera explayado algo más en la descripción de Hispania en sus Res gestae divi Augusti y quizás habría comenzado el capítulo XXIV con estas palabras: «Hispania est omnis divisa in partes tres: Tarraconensis, Baetica et Lusitania» («Toda Hispania está dividida en tres partes: Tarraconense, Bética y Lusitania»), porque, a partir de la época imperial, las Hispanias no fueron dos, sino tres. Para llegar a esa Hispania «divisa in partes tres», los romanos tuvieron que bregar contra viento y marea durante dos siglos, porque Iberia se resistía a ser romana como el toro que, atormentado por los tercios y, al fin, atravesado por el estoque, traga sangre y recula hasta recibir la puntilla final. Veremos a continuación cómo el toro vendió cara su piel, esa que según Estrabón cubre la Península, veremos cómo muchos hispanos se rebelaron contra Roma y se jugaron la vida por defender lo que era suyo, su tierra, su hogar. En verdad, fueron rebeldes con causa. CAPÍTULO I INDÍBIL Y MANDONIO, ENTRE CARTAGO Y ROMA Custodia el acceso al casco antiguo de Lleida una escultura de Indíbily Mandonio, régulos de los ilergetes, que lucharon por mantener su independencia y su forma de vida. Muchos fueron los caudillos, jefes, régulos o reyes de los pueblos de Hispania que se resistieron a ser conquistados, primero por los cartagineses y después por los romanos: los celtíberos Alucio, Istolacio y su hermano Indortes, el régulo de los edetanos Edecón, el jefe turdetano Culchas, el rey de los bastetanos Luxino, el segedano Caro, los arévacos Ambón y Leucón, y muchos más. Eran guerreros que se las tenían con los pueblos limítrofes, pero, sobre todo, lo fueron con quienes pretendieron imponerse a la fuerza: Cartago, primero, y Roma, después. Entre una y otra se encontraron Indíbil y Mandonio, unas veces pactando, otras guerreando. LOS CAUDILLOS MÁS IMPORTANTES DE HISPANIA Así los considera Polibio y los presenta como los amigos más fieles de los cartagineses, aunque, añade, «hacía tiempo que por dentro sentían lo contrario» (Historias, X, 35, 6). En efecto, Indíbil y su cuñado Mandonio (no eran hermanos de sangre, como suponen algunas fuentes) fueron en aquel tiempo (218-205 a. C.) «los caudillos más importantes de Hispania», según el historiador griego, que pactaron primero con Cartago y después con Roma, aunque acabaron luchando contra una y otra pro libertate patria, por la libertad de su pueblo. Indíbil reinaba sobre los ilergetes, pueblo ibero establecido al sur de los Pirineos y al norte del Ebro cuya capital era Ilerda (actual Lleida). Por su parte, su cuñado Mandonio era probablemente rey de los ausetanos (actual comarca de Osona, Barcelona) o de los ilercavones (en el Bajo Ebro). En todo caso, Indíbil y Mandonio estaban aliados y pactaron con Aníbal cuando este tomó Sagunto y se dispuso a marchar contra Roma. Pero Roma, con el fin de cortar la retaguardia a Aníbal, envió a Hispania a los hermanos Publio y Cneo Escipión, que desembarcaron en Ampurias en 218 a. C. Indíbil, junto con el general púnico Hanón, se enfrentó a ellos en la batalla de Cissa (cerca de Tarragona), pero fue derrotado y hecho prisionero. Cuando Indíbil recuperó la libertad siguió hostigando ya no a los romanos directamente, sino a los pueblos vecinos aliados de Roma: cosetanos, layetanos e indigetes, que habitaban la actual costa catalana. Seis años después, Indíbil, con siete mil suesetanos, se unirá a Asdrúbal Giscón para luchar contra los romanos en la Bética. Allí perderán la vida los dos Escipiones. A raíz de esta victoria, los cartagineses le devolverán los territorios que Roma había usurpado a los ilergetes con la condición de pagar un tributo en plata y dejar en Cartago Nova a sus hijas y a su hermana (la esposa de Mandonio) como rehenes. Ahora estaba Indíbil a merced de los cartagineses y, como apunta Polibio, a su trato abusivo. Roma y Cartago estaban en plena guerra, e Hispania era el campo de batalla. Los cartagineses seguían internándose por la Bética, mientras que los romanos enviaron al joven Publio Cornelio Escipión, hijo de Publio y sobrino de Cneo, asesinados por Asdrúbal, no solo para expulsar a los púnicos de la Península, sino con el ánimo de vengar a los suyos. En 209 a. C., aprovechando que los enemigos estaban protegiendo las minas de plata fuera de Cartago Nova, atacó la ciudad por el mar y en cuestión de horas la tomó sin apenas resistencia. Allí se hizo con las reservas de oro y plata del enemigo y liberó a los rehenes. Entre ellos se hallaban las hijas de Indíbil y su hermana, y esposa de Mandolio, una «dama de edad avanzada, de rostro venerable y majestuoso», como la describe Polibio (X, 18), que se arrodilló ante el general y le rogó que respetara la dignidad de las mujeres. Así lo hizo Escipión, les restituyó la libertad y perdonó los pagos de los rescates. También entregó a la joven Iria a su prometido, el príncipe celtíbero Alucio, y le dio el oro del rescate como dote para la novia, tal y como lo pinta Jean II Restout en Escipión devolviendo su prometida a Alucio (hacia 1750). De ese modo, Escipión se granjeó la simpatía de muchos de los pueblos indígenas que estaban sometidos a los cartagineses y tomó fama de justo y benevolente. La «continencia» o la «clemencia» de Escipión será enaltecida por los historiadores romanos, como Tito Livio, Apiano, Polibio o Dion Casio, y supondrá un lugar común en la pintura de la escuela flamenca del XVII. Alucio correspondió tanto a una como a otra poniendo a disposición de Escipión mil cuatrocientos jinetes y le regaló un broquel labrado en plata que, según parece, el general perdió al cruzar el Ródano. Tras estos acontecimientos, Indíbil y Mandonio, junto a otros jefes hispanos, abandonaron el campamento cartaginés, que se hallaba en el interior de la Bética, y acudieron a Cartago Nova para ponerse a las órdenes de Escipión. Ahora su enemigo era Asdrúbal, como antes lo fuera Roma. La unión de hispanos y romanos fue la perdición para los cartagineses, los cuales fueron derrotados en Baecula (posiblemente la actual Bailén), en 208 a. C. Dos años después corrió el rumor de que Escipión estaba enfermo de muerte, hecho que Indíbil y Mandonio aprovecharon para intentar escapar del dominio de Roma provocando la sublevación de las tropas descontentas. Pero la enfermedad del general no era mortal y, cuando se hubo restablecido, cargó contra los sublevados, que habían acampado junto al Júcar, y marchó contra sus antiguos aliados, que se habían retirado a sus territorios allende el Ebro. Viendo la superioridad del ejército romano y la debacle cartaginesa, Indíbil envió a Mandonio a pactar la paz con Escipión. El ausetano se abrazó a las rodillas del general y le rogó clemencia. Aunque su traición merecía la muerte, Escipión les perdonó la vida, les impuso un tributo para pagar a los soldados y les dio a elegir «entre la amistad o el odio de los romanos» (Tito Livio, XXVIII, 31-34). Eligieron entre dientes la amistad impuesta, amistad que rompieron a la primera ocasión que encontraron, que fue al año siguiente (205 a. C.). Aprovechando que Escipión se encontraba en Italia preparando un ejército para desembarcar en África, los ilergetes se sublevaron contra los procónsules Cornelio Léntulo y Lucio Manlio. Pero los rebeldes fueron reducidos. Indíbil murió en la batalla; según cuentan, descabalgó y luchó pie en tierra, pero fue atravesado por innumerables flechas. Mandonio logró huir. Imaginamos a Indíbil en el fragor de la batalla arrojando contra sus enemigos su lanza de hierro (soliferreum) y empuñando con rabia su falcata. El soliferreum no era de madera como la pila romana, sino una lanza forjada en una sola pieza de hierro, con una longitud de unos dos metros y una punta muy corta, generalmente con dos pequeñas aletas, las cuales podían tener varios ganchos con el fin de que al extraer la punta de la herida provocara desgarros. La pértiga era más gruesa (y rugosa) en el centro que en los extremos para facilitar el agarre y el lanzamiento. Por su parte, la falcata era una espada de hierro de doble filo fabricada generalmente con tres láminas soldadas entre sí: la central se prolonga hasta formar la empuñadura y las otras reforzaban la hoja, afilada para no solo pinchar, sino también cortar. Tenía una forma curvada y asimétrica con el fin de distribuir el peso y hacerla más manejable. Pero en aquella última batalla, Indíbil perdió su lanza y su falcata. El consejo de los ilergetes decidió rendirse sin condiciones. Los romanos doblaron el stipendium, reclamaron grano para seis meses y capotes y togas para el ejército (Livio, 29, 3); exigieron también la entrega de Mandonio y los demás instigadores. Todos fueron crucificados. LOS DIOSCUROS HISPANOS Así acaban los héroes hispanos. Son héroes porque dieron su vida por defender a los suyos y mantener su independencia; pero, quizá por ser hispanos, por ese estigma misterioso que estamos buscando, no consiguieron nada. Lo veremos en Aníbal, en Viriato, en los numantinos, en los cántabros y los astures: las victorias en las batallas no necesariamente ganan guerras y la implacable historiasolo escribe en mayúsculas los nombres de los vencedores. Pero Indíbil y Mandonio no pretendieron ser héroes, sino solo sobrevivir. Es verdad que no pensaron en ellos mismos, sino en su pueblo, que era lo que les correspondía por ser los régulos de los ilergetes y de los ausetanos respectivamente. Querían vivir en paz, o, mejor dicho, en la paz de aquella época, llena de pequeñas tensiones con los vecinos, que era una continua guerra de subsistencia. Indíbil y Mandonio se habían hecho más fuertes que los pueblos colindantes porque se habían coaligado (y el pacto lo habían sellado con el matrimonio de Mandonio con la hermana de Indíbil). La unión les había dado fuerza y seguridad, como cuando tienes alguien que te guarda las espaldas. Conformaron una auténtica diarquía, fórmula utilizada por otros pueblos indoeuropeos, y como si fueran los Dioscuros de la mitología, Cástor y Pólux, creyeron que podrían hacer frente a cualquier ejército por cartaginés o romano que fuera. Pero los «hermanos» hispanos no fueron seres mitológicos, sino una pareja de aguerridos guerreros que tanto entraban en combate como se sentaban a pactar condiciones de paz, que lucharon a contracorriente y murieron como se muere cuando se vive guerreando. El nombre de Mandonio deriva de la palabra celta mandos, que significa «mulo»; por su parte, Indíbil, o Andobales, puede proceder de la raíz indoeuropea nde («mucho») y la vascuence beltz («negro»). Sea como sea, dan nombre al comienzo de la insurrección hispana contra Roma. No se puede decir que los ilergetes fueran un pueblo pacífico. Su estructura social era eminentemente militar, gobernada por un jefe o régulo, como lo llamaron los romanos («reyezuelo»). Construían sus poblados sobre colinas y estaban fuertemente amurallados, con las casas y edificios adosados a los muros dejando en el centro un lugar común donde había un estanque o pozo de agua para el abastecimiento de sus habitantes. Todavía podemos visitar hoy las ruinas arqueológicas de antiguos poblados prerromanos, como Els Vilars de Arbeca, La Pedrera de Vallfogona o Els Estinclells de Verdú. Preparados para la defensa, no lo estaban menos para el ataque, pues contaban con abundante hierro y dominaban la metalurgia para fabricar las armas de las que ya hemos hablado. Esa seguridad militar les permitía no solo cultivar la tierra y criar ganados, sino también comerciar sobre todo con la cercana Emporion (Ampurias), colonia griega que les ponía en contacto con la parte oriental del mundo. Prueba de ello fue el uso de moneda, una imitación de los ases romanos y dracmas griegos, acuñada en bronce y plata respectivamente, con una efigie de un lobo (protector de los ilergetes) en una cara y la inscripción en caracteres iberos de Iltirta (Ilerda, Lleida) en la otra. Esta es la única referencia que tenemos de la ciudad ilergete, pues sabemos que su capital (situada probablemente en el centro de la actual Cataluña) era Atanagrum, que tras la definitiva victoria romana fue literalmente arrasada. Las costumbres ilergetes eran semejantes a las de los otros pueblos de la Península. Se sentían muy unidos a la naturaleza y consideraban sagrados a los animales; así, el caballo representaba la deidad masculina y el ciervo, la femenina. Probablemente por influencia centroeuropea, incineraban a los muertos y los depositaban en urnas de cerámica junto a los objetos que les habían pertenecido en vida y ofrendas familiares. Creían que en la cremación el espíritu salía del cuerpo y viajaba hasta unirse con el sol en una vida feliz, razón por la cual no temían a la muerte, sino que la festejaban no con luto, sino con alegría: se celebraba un gran banquete en el que participaba simbólicamente la persona fallecida. En los enterramientos ilergetes suelen aparecer alas de pájaro, lo que indica que con la muerte la persona quedaba liberada y podía volar hasta su destino venturoso. Indíbil y Mandonio no son seres mitológicos, como Cástor y Pólux; sin embargo, representan más de lo que fueron: la insubordinación de los hispanos contra un poder extranjero. Así lo muestra la escultura que podemos contemplar en Lleida, la cual era en su origen una pieza en yeso creada por el escultor barcelonés Medardo Sanmartí en 1882 que representaba a los guerreros celtas Istolacio e Indortes y que permaneció en la Biblioteca Museo Víctor Balaguer de Vilanova i la Geltrú hasta que en 1945 fue adquirida por el ayuntamiento de la capital leridana. El consistorio decidió fundirla en bronce y colocarla bajo el Arc del Pont que comunica el Pont Vell con el carrer Major. Istolacio e Indortes pasaron a ser Indíbil y Mandonio, como si todos los jefes de los pueblos hispanos compartieran la misma forma sustancial con diferente materia, el mismo molde con distintos ingredientes. DEMASIADO BUENO PARA SER REY Si a Indíbil y Mandonio los podemos llamar los «Dioscuros hispanos», a Publio Cornelio Escipión podríamos darle el nombre de «Hércules romano». Pertenecía a la ilustre familia de los Escipiones, derrotó a los cartagineses en Hispania (206 a. C.) y a Aníbal en África (Zama, 202 a. C.), y se proclamó gran vencedor de la Segunda Guerra Púnica, por lo que se le dio el apelativo de «el Africano»; fue tenido por los suyos como un auténtico héroe. No le faltan motivos al historiador Polibio, cronista de las gestas de Escipión, para admirar «la extraordinaria grandeza de alma de este hombre, siendo muy joven y yendo siempre la Fortuna a su lado». Y resume su currículum con estas palabras: «además de sus proezas en Hispania, acabó con los cartagineses y sometió al dominio de Roma la parte más grande y bella de África, desde el altar de Fileno hasta las columnas de Hércules, conquistó Asia y el reino de Siria y puso a las órdenes de Roma la parte más bella y más grande de la tierra habitada». (X, 40, 7). El mismo historiador nos cuenta que Indíbil sentía pareja admiración por Escipión y que lo llamó rey ante la asamblea de los iberos; no obstante, el romano rechazó tal tratamiento, pues no quería ser rey, sino que prefería que le llamaran «general» (imperator): «Dijo que para él no había título más grande que el de general, con el cual sus soldados le habían aclamado» (Tito Livio, XXVII, 19, 4). Polibio se apresura a decir que tal título le convenía sin duda, pero que le honraba más el haberlo rechazado. Esta pequeña anécdota pone de manifiesto la idiosincrasia tanto de Indíbil como de Escipión. Creo que el régulo ilergete, al llamar rey al romano, no intenta tanto otorgarle más poder, sino ponerlo a su mismo nivel, para poder tratarlo de tú a tú. Escipión no cae en la trampa y prefiere el título de «general» del ejército más potente del mundo, porque reyes (o reyezuelos) hay muchos, pero Roma solo hay una. Se consideraba demasiado bueno para ser rey, lo cual no es altanería ni falsa humildad; quizá «grandeza de alma», como piensa Polibio, o simplemente política, arte que inventaron los romanos y que los hispanos tardarían mucho tiempo en aprender. Escipión entendió que lo que en aquel momento tocaba no era colocarse una corona, sino derrotar a Cartago, la única potencia que podía hacer sombra a Roma, así que, tras vencer a los cartagineses en Hispania, marchó a Italia para preparar la acometida final en África. De modo que no volvió a tratar de tú a tú a Indíbil, ni siquiera lo vio morir. Pero Roma vino a Hispania para quedarse. Otros, aunque no fueran Escipiones, seguirían sometiendo de diversas maneras a los diferentes pueblos hispanos. ¿FELIZ AÑO NUEVO? Tras la caída de Indíbil y Mandonio, Roma confiscó propiedades, impuso multas, retiró las armas a los pueblos indígenas y les exigió rehenes. A partir del año 197 a. C. el Senado romano decidió provincializar Hispania. Comenzó dividiéndola en dos zonas: la Citerior y la Ulterior, es decir, la más cercana y la más lejana de Roma respectivamente; envió mandos regulares a cada una de ellas e impuso fuertes tributos. Los hispanos no tardaron, sin embargo, en sublevarse aprovechando que las legiones romanas estabanocupadas luchando contra los celtas del Po y contra Filipo de Macedonia. Tales fueron las revueltas, que Roma tuvo que enviar a Marco Porcio Catón (que a la sazón tenía 39 años), el cual disciplinó al ejército y cargó contra los rebeldes. A pesar de que usó mano dura contra ellos, o quizá por ese motivo, la guerra de Hispania se hizo pertinaz. Roma no respetó las tierras conquistadas ni a sus gentes porque, como explican P. Barceló y J. J. Ferrer, «desde el primer momento los territorios hispanos se convierten en áreas de explotación indiscriminada a disposición de la élite senatorial, que se muestra insaciable en acumular botines y laureles» (Historia de la Hispania romana, 116). Tito Livio hace un recuento del botín que Marco Porcio Catón obtuvo en Hispania: «llevó en su triunfo —escribe— veinticinco mil libras de plata sin acuñar, ciento veintitrés mil denarios de plata, quinientas cuarenta mil monedas de plata oscense y mil cuatrocientas libras de oro. De los botines recogidos, había dado a cada soldado doscientos setenta ases y el triple a los de caballería» (Ad urbe condita, XXXIV, 46, 2-3). Aunque el objetivo era el mismo, como hemos dicho, provincializar Hispania, hubo dos formas de llevar a cabo idéntica misión. Estaba la tendencia represiva y belicista iniciada por Catón, que buscaba la deditio, es decir, la sumisión por la fuerza y la rendición incondicional, y la tendencia más conciliadora, que pretendía la deductio, es decir, la fundación de una colonia romana, postura elegida por Tiberio Sempronio Graco en Celtiberia (180-178 a. C.). Graco intentó armisticios y tratados de paz, aunque no siempre lo consiguió; así, por ejemplo, cuando capturó al hijo del régulo Turro, le perdonó la vida y consiguió que su padre militara en su bando. El sistema catoniano partía de la base de que la guerra debía autoabastecerse mediante el chantaje y el saqueo, y de que cualquier estratagema o engaño era lícito (cfr. Frontino, Strategemata, I, 1). Siguieron esta tendencia Lúculo en la citerior y Galba en la Ulterior. También la adoptó Escipión Emiliano en Numancia. Sea como sea, los dos caminos conducían a Roma, que era la que se enriquecía. Esta situación generó que en 171 a. C. una comisión de hispanos presentara una queja ante el Senado por las extorsiones y abusos de algunos de los gobernadores. Seguramente tal comisión representaba a ciudades federadas de Roma, ya que sus quejas fueron escuchadas, aunque los magistrados corruptos no fueron condenados. La política exterior romana dejaba mucho que desear y el descontento de los pueblos hispanos iba en aumento tanto en la Lusitania como al oeste de la Tarraconense. Aquí la ciudad de Segeda comenzó a ampliar sus murallas y a dar cobijo a otras tribus con ánimo de dominar la zona. Roma no veía con buenos ojos la actitud de los hispanos y, aunque hubo intentos de negociaciones, acabó por declarar la guerra. El pequeño incidente tuvo repercusiones desproporcionadas. El Senado decidió enviar a Hispania al cónsul Quinto Fulvio Nobilior al frente de un ejército con más de treinta mil efectivos. Para facilitar su labor y poder estar preparado para entrar en combate en primavera, se decidió adelantar la elección de los cónsules de los idus de marzo a las calendas de enero. A partir de ese 153 a. C. el curso político romano comenzará el 1 de enero y lo hará también nuestro año natural. Pero seguro que los hispanos no celebraron el año nuevo como lo celebramos ahora. La línea pacifista fue seguida por Marco Claudio Marcelo en 152 a. C. con los arévacos, Quinto Cecilio Metelo y Quinto Pompeyo en 139 a. C. y, dos años después, Cayo Hostilio Mancino. La conducta nada hostil de Hostilio Mancino fue rechazada por el Senado por considerarla demasiado blanda para un romano. CAPÍTULO II ANÍBAL BARCA, EL CARTAGINÉS HISPANO Aníbal no nació en Hispania; sin embargo, bien podemos decir que fue hispano. Es verdad que vio la luz en Cartago (actual Túnez) en el año 247 a. C. y que murió en Bitinia (actual Turquía) en 183 a. C. También lo es que transcurrió casi toda su vida fuera de la Península y que desde que cruzó los Pirineos, cuando contaba con 29 años, ya no regresó. No obstante, su madre era hispana, pasó en Cartago Nova (Cartagena) su niñez y juventud y se casó con la princesa ibera Himilce. Se formó, por tanto, aquí, y aquí concibió la idea de conquistar Roma e inició un viaje sin retorno. Recorrió prácticamente toda la península ibérica y combatió a numerosos pueblos indígenas desde el Guadiana hasta el Tajo; llegó hasta Salamanca, conquistó Sagunto y sometió todo el Levante hasta la región de los ilergetes en el valle del Ebro. ODIO ETERNO A ROMA Aníbal fue cartaginés porque nació en Cartago y cartagenero porque vivió en Cartagena. Fue un cartaginés hispano que hizo de Hispania la patria de su patria. Sus antepasados púnicos habían llegado a la península ibérica tres siglos antes tras haberse impuesto a los focenses en la batalla naval de Alalia (actual Córcega) en el 535 a. C., tal y como nos lo cuenta Heródoto (I, 166). Fue hijo de Amílcar Barca, comandante en jefe del ejército cartaginés durante la Primera Guerra Púnica, quien, a pesar de sus dotes militares y su ambición, no pudo evitar la rendición y la pérdida de Sicilia, la cual pasó de ser el granero de Cartago a ser el de Roma. La paz supuso un fuerte stipendium que sumió a su país en una profunda crisis (241 a. C.). Para paliar la situación, la aristocracia púnica decidió, sin medir las consecuencias, retirar la paga a sus mercenarios. Estos no tardaron en rebelarse violentamente, reclutaron a muchos indígenas descontentos y sitiaron la capital cartaginesa. Amílcar consiguió reunir un ejército y redujo a los rebeldes. Los obligó a retirarse a un desfiladero y les dejó morir de sed. Amílcar Barca, que había luchado contra Roma en la primera guerra, ardía en deseos de revancha. Soñaba con volver a enfrentarse con su antiguo enemigo y vencerlo definitivamente. Con ese fin, y con el de obtener en Hispania el grano que ya no podían exportar de Sicilia y las minas de oro y plata, solicitó del Senado cartaginés permiso para formar un gran ejército en la península ibérica (algunos historiadores sospechan que lo que realmente pretendía era formar un reino independiente de Cartago). La cuestión es que su deseo le fue concedido y se dispuso a zarpar. A la sazón su hijo Aníbal tenía unos 9 años (annorum ferme novem) y, según cuenta Tito Livio, el niño suplicó entre mimos a su padre que lo llevara a Hispania. Entonces, Amílcar, antes de partir, mientras hacía el tradicional sacrificio a los dioses, le obligó, junto a sus hermanos, «a jurar, con las manos sobre las víctimas del sacrificio, que sería enemigo del pueblo romano tan pronto como pudiera (cum primum posset)» (Tito Livio, XXI, 1, 4), o, como concreta Apiano, «cuando entrara de lleno en la vida pública» (Guerras ibéricas, 9). De modo que Aníbal se convirtió, por el juramento que hizo siendo un niño, en «el enemigo más implacable del pueblo romano», en palabras de Valerio Máximo (Dichos y hechos memorables, IX, III, 3). Ese odio eterno a Roma lo ratificó ya en tierras hispanas. Lo cuenta este último autor: «Deseando en cierta ocasión expresar cuán grande era el odio que separaba Roma y Cartago, golpeando la tierra con su pie y levantando una polvareda, dijo: “No cesarán de hacerse la guerra hasta que una de las dos sea reducida a polvo”». Palabras proféticas. Amílcar Barca, junto a sus tres hijos Aníbal, Asdrúbal y Magón y su yerno Asdrúbal el Bello, desembarcó en Cádiz en 237 a. C. Pronto sometió a los bastetanos en el valle del Guadalquivir y, con no poco esfuerzo, a los turdetanos. Marchó después al Levante, derrotó a los contestanos y llegó hasta las proximidades de Sagunto, ciudad aliada de Roma, a la que respetó. Ante el nuevo imperialismo cartaginés, reaccionó el lusitano Istolacio, que perdió la vida en los enfrentamientos. Amílcar murió en 229 a. C. luchando contra los oretanos, que se habían hecho fuertes en Ilici (Elche).Ocurrió de esta manera. Los ilicitanos tuvieron la osadía de sublevarse contra los cartagineses e incluso atacar la fortaleza cartaginesa de Akra Leuka (Castrum album la llamaron los romanos). La reacción de Amílcar Barca no se hizo esperar, reorganizó su ejército y marchó contra Ilici siguiendo el río Vinalopó. Los ilicitanos, ya replegados, sopesaron sus posibilidades: pensaron en desviar el río o en provocar un incendio en la plana, pero ambas ideas fueron descartadas, la primera por la imposibilidad de emprender una obra semejante en tan poco tiempo y la segunda por la dificultad de controlar el incendio tras un eventual cambio de la dirección del viento. Decidieron, en fin, reclutar soldados de los pueblos vecinos y esperar al enemigo fuera de la ciudad. Cuando los cartagineses llegaron a las inmediaciones de Ilici, vieron a lo lejos una línea perpendicular al río compuesta por cientos de carros llenos de leña tirados por bueyes. Amílcar, creyendo tener controlada la situación, se dispuso a pasar la noche y ordenó acampar a la espera del amanecer, cuando con toda seguridad cobraría una cómoda victoria. Pero a punto de caer la noche los cartagineses vieron venir hacia ellos aquella línea de bueyes que arrastraban sus pesados carros. Conforme se acercaban, los carros comenzaron a arder y, conforme ardían, los bueyes, asustados por el fuego que llevaban detrás, tomaron velocidad y arremetieron contra el campamento enemigo. Los soldados, cual toreros sin traje de luces, intentaban sortear a los bueyes, muchos fueron arrollados y aplastados por las pezuñas de los rumiantes y las ruedas de los carros, y los que lograban salir ilesos eran atacados por los ilicitanos que venían en segunda línea. El campamento empezaba a arder y Amílcar dio la orden de retirarse al río para ponerse a salvo de las llamas. En aquel lugar las aguas corrían embravecidas, como bravos eran los bueyes incendiarios, y el general cartaginés murió ahogado junto a muchos de sus hombres. La victoria ilicitana fue más cómoda de lo previsto y Amílcar no vio amanecer. Algunos dicen que los cartagineses fueron los primeros toreros que hubo en Hispania, aunque ninguno logró culminar con éxito la faena. Al jefe cartaginés en Hispania le sucedió su yerno Asdrúbal, quien fundó Cartago Nova (la actual Cartagena) y firmó un tratado con el Senado romano según el cual se comprometía a no pasar «con fines bélicos» más allá del río Iber (226 a. C.). Los libros de historia siempre han supuesto que se trataba del Ebro (Hiberus, en latín), pero según la historiografía más moderna puede referirse al río Segura (o al Júcar, según Jérôme Carcopino), lo cual parece más lógico, ya que la posterior toma de Sagunto por parte de Aníbal no hubiera roto el pacto si el Iber fuera el Ebro, sí, en cambio, si se hubiera tratado del Segura; además, esta interpretación resulta más coherente con Apiano, quien sitúa a los saguntinos «a medio camino entre los Pirineos y el río Iber». LA GUERRA DE ANÍBAL Ocho años después, Asdrúbal fue asesinado por un celta, que tomó venganza por la muerte de su jefe Tago, y le sucedió Aníbal, que a la sazón tenía 25 años y unas ansias enormes por llevar a término el juramento que había hecho de niño. Su primera campaña consistió en internarse en la meseta central y reclutar mercenarios. Después acechó a Sagunto, protegida de Roma, con la excusa de que estaba hostigando a sus vecinos, aliados de Cartago. Envió múltiples misivas al Senado cartaginés solicitando permiso para atacar la ciudad hispana. Al fin lo obtuvo y sitió Sagunto. Los saguntinos aguantaron durante ocho meses; en ningún momento pensaron en retirarse. Muestra de ello es que reunieron todo el oro y plata y lo fundieron junto con plomo y bronce para que resultara inservible cuando Aníbal tomara la ciudad. Aunque el propio general fue gravemente herido en las murallas de la ciudad, quien sufrió el terrible asedio fue la población que iba muriendo por falta de víveres. San Agustín nos dice que «primeramente se fue consumiendo por el hambre, pues aseguran que algunos comieron los cuerpos muertos de sus mismos compatriotas; después, reducida al mayor extremo con la penuria y escasez de todas las cosas necesarias a la vida y a su propia defensa, por no verse ni aun cautiva en manos de Aníbal, formó en la plaza pública una grande hoguera, y, degollando a todos sus amados hijos y parientes y demás ciudadanos, se arrojaron todos en ella» (La ciudad de Dios, III, 20). Un episodio semejante —aunque en este caso fueron los romanos los agresores — se produjo quince años después (en 206 a. C.) en la ciudad turdetana de Astapa (cerca de Herrera, Sevilla), aliada de Cartago. Ante el cerco romano, los astapenses decidieron salir de la ciudad por un solo punto a tropel contra el ejército que estaba acampado al otro lado del río, dejando, eso sí, a unos cincuenta jóvenes, casi adolescentes, al cuidado de las mujeres, ancianos y niños. A pesar de la furia de los turdetanos, enseguida fueron aniquilados por los romanos, los cuales se dispusieron a entrar en la ciudad para tomar el botín. Su sorpresa fue terrible cuando encontraron que los cincuenta jóvenes habían degollado a sus conciudadanos y ardían todos en una pira enorme junto al oro que pensaba llevarse Marcio, el general romano al mando; ante la presencia de los romanos se arrojaron ellos al fuego (Apiano, Iberia, 33; Tito Livio, XXVIII, 22-23). La guerra, la Segunda Guerra Púnica, la guerra de Aníbal estaba servida. «Un solo hombre y una sola alma —dice Polibio— fueron la causa» (IX, 5, 22). Aníbal, que había formado un poderoso ejército compuesto por ochenta mil hombres y treinta y siete elefantes, tras haber destruido Sagunto, se preparó para dirigirse hacia la Galia con la intención de marchar contra Roma. A pesar de estar solo y haber perdido gran parte del ejército en la travesía de los Alpes y un ojo por tracoma, Aníbal continuó abriéndose paso en Italia venciendo batalla tras batalla. Después de la victoria en el lago Trasimeno en 217 a. C., parecía que el cartaginés se abalanzaría sobre Roma; sin embargo, se quedó ad portas, pasó de largo y continuó hacia el sur. Los romanos se enfrentaron a Aníbal. El resultado fue nefasto: sufrieron una sanguinaria derrota en Cannas (216 a. C.), donde perecieron cuarenta y cinco mil legionarios y otros veinte mil fueron hechos prisioneros. No sabemos por qué Aníbal se quedó ad portas de Roma antes de la batalla de Cannas ni después de la victoria. Quizás el odio que le profesaba desde niño le había enseñado a respetarla o tal vez no estaba totalmente seguro de la victoria; además, Cartago estaba más pendiente de las pérdidas en Hispania que de las locuras de Aníbal. Algunos historiadores piensan que no entró en Roma porque esperaba refuerzos hispanos que no llegaron. Tal vez si hubiera tenido bajo su mando a los soldados iberos que esperaba, Roma hubiera acabado siendo hispana. Pero la historia tomó otro camino. Sea como sea, el general cartaginés se estableció en el sur de Italia, se alió con el rey Filipo de Macedonia y nunca avanzó hacia la ciudad eterna. Por su parte, los romanos, dirigidos por Cneo Escipión, habían desembarcado en Ampurias (218 a. C.) con la intención de cortar la retaguardia del ejército cartaginés, capitaneada por Asdrúbal y Magón, los hermanos de Aníbal. Escipión tomó Gades (Cádiz), Cartagena y Baecula (Bailén) y obligó a Magón a retroceder hasta salir de la Península, pero no pudo evitar que Asdrúbal llegara también a los Alpes. El encuentro de los dos hermanos fue abortado por el cónsul Claudio Nerón, que derrotó al ejército de Asdrúbal, quien, creyendo que su hermano había sido vencido, se suicidó (207 a. C.). Su cabeza fue arrojada en el campamento de Aníbal. A pesar de las muchas bajas y la muerte de los dos hermanos Escipiones, Cneo y Plubio, el ejército romano se rehízo y Plubio Cornelio, hijo de este último, fue enviado a la Península. Tras expulsar a los cartagineses de Hispania, desembarcó en África. El joven general romano secoaligó con el rey númida Masinisa y marchó contra Cartago. Los cartagineses pidieron una tregua que les fue concedida a cambio de renunciar a Hispania, pagar cinco mil talentos y reducir su flota a veinte naves. Todos estos tratos se habían llevado a cabo sin contar con Aníbal. Cuando se enteró de la situación, el general apareció en África, ¡treinta y seis años después!, ya no para conquistar Roma, sino para salvar Cartago. Los ejércitos se encontraron en la llanura de Zama, a 80 kilómetros de Cartago (202 a. C.). Antes de entrar en combate, los dos generales concertaron una entrevista. Aníbal y Escipión frente a frente, una conferencia de alto nivel, como diríamos ahora. «Por un momento se callaron contemplándose uno al otro, casi atónitos por la mutua admiración», dice Tito Livio (XXX, 30, 2). El historiador Polibio, como si hubiera sido testigo del encuentro antes de la batalla, nos presenta un Aníbal mucho más prudente de lo que pudiéramos imaginar: «Siendo el primero en saludar, Aníbal comenzó a decir que hubiera deseado que ni los romanos hubieran apetecido jamás nada fuera de Italia, ni los cartagineses nada fuera de África, porque los dos tenían unos hermosísimos imperios, limitados, por así decirlo, por la propia naturaleza» (Historia, XV, 6, 4). Sin embargo, no llegaron a ningún acuerdo: el cartaginés renovó su odio eterno a Roma, y el romano, su amor y lealtad. La victoria fue romana y Aníbal pudo escapar. Cuenta Tito Livio que el general «confesó a la curia cartaginesa que había sido vencido no solo en la batalla, sino también en la guerra, y que no quedaba ninguna salida que no fuera la paz» (XXX, 35, 11). Cartago firmó la paz y no fue destruida —no por ahora—, se comprometió a no armar ningún otro ejército y a quedarse recluida en África. Aníbal fue de aquí para allá huyendo siempre de los romanos, que lo perseguían sin cesar. En cierta ocasión, viéndose atrapado en Bitinia, por no caer en manos de los que tanto odiaba, se envenenó (182 a. C.). Por su parte, Escipión celebró en Roma su correspondiente triumphus y fue llamado desde entonces «el Africano». ELEFANTES EN LA NIEVE Hispania no es tierra de elefantes. Solo un hombre podía hacer que los paquidermos pisaran la Península, las cálidas arenas de las playas de Cartagena y las húmedas y frías sendas del Pirineo, así como las nieves de los Alpes. Solo un hispano, aunque de origen cartaginés, con un ejército integrado sobre todo por soldados hispanos, podría atreverse a marchar contra la omnipotente Roma, a meterse en la boca del lobo (o de la loba, según se mire), a cargar su honda contra el Goliat de la llanura Padana. Pero si bien Aníbal no era fino y delicado como el rey David, sino robusto y fiero, se mostraba, como el israelita, valiente y astuto. Hacía honor a su apellido, pues Barca significa «resplandor» y parece que el general brillaba con fulgor y era luz para sus soldados, los cuales lo amaban con fervor. Dice Tito Livio que fue «siempre el primero en entrar en combate y el último en salir de él», y Apiano que era «belicoso y querido por sus soldados, persuasivo y convincente en el trato». Sin embargo, «algunos creen que fue cruel en extremo; otros que fue sumamente avaricioso» (Polibio, IX, 5, 22). Cruel para los romanos, codicioso para los cartagineses. Mezcla explosiva que hizo que el nombre de Aníbal sonara terrorífico y fuera temido en Roma («Hannibal ad portas!», gritaban aterrorizados los ciudadanos romanos cuando se acercaba el cartaginés con su ejército), como el psicópata Hannibal Lecter en la ficción. Tras haber tomado Sagunto, Aníbal se retiró a Cartagena para pasar el invierno. Ofreció a sus hombres volver a sus hogares y reunirse en primavera para iniciar una gran guerra. Llegado el mes de Marte (marzo), pasó revista a sus tropas y él se dirigió a Cádiz para orar en el santuario dedicado al dios fenicio-griego Melqart-Heracles. Cuentan que tanta fe tenía Aníbal en Heracles (Hércules) que llevaba siempre una estatuilla del héroe que había pertenecido a Alejandro Magno. Antes de cruzar el Ebro tuvo un sueño. Soñó que un joven de aspecto divino le dijo que Júpiter lo guiaría hasta Italia si lo seguía sin mirar atrás. Así lo hizo, pero la curiosidad o el temor le obligaron a girar la mirada. Vio entonces una enorme serpiente que iba destruyendo todo a su paso y detrás de ella el cielo arrojaba rayos y truenos. Preguntó al joven qué significaba aquello y él le dijo que estaba viendo la devastación de Italia (cfr. Tito Livio, XXI, 22, 5-9). Aníbal se encaminó hacia el norte por el «camino de Heracles», ruta que, según la mitología, había tomado el héroe griego para regresar a Grecia tras haber robado la manada de toros de Gerión y que posteriormente marcará a grandes rasgos el trayecto de la Vía Augusta. Su ejército contaba con treinta y siete elefantes. Los elefantes eran usados principalmente para causar terror en las filas enemigas y como medio de transporte. El elefante más conocido del ejército de Aníbal se llamaba Suru, según nos cuentan Catón y Polibio, un ejemplar enorme con un colmillo roto (probablemente en alguna batalla) sobre el que viajaba Aníbal, sobre todo, a partir de la pérdida de un ojo en las marismas de Italia. Hizo colocar sobre el paquidermo una torre de madera desde donde vigilaba al enemigo y dirigía la batalla. Casi todos los elefantes eran de origen africano; sin embargo, Suru, dado su tamaño y su nombre, probablemente era indio. Sin duda, los elefantes suponían una fuerza adicional en la batalla y su manejo por parte del enemigo, un arma aterradora. Esa forma de entrar en combate, como la poca seriedad que los cartagineses mostraban en los acuerdos, dio como resultado la expresión fides punica, una forma irónica de proclamar la falta de palabra de un cartaginés y el recelo con el que había que tomarse sus promesas. Dicen que Roma despertaba dos pasiones: o se la amaba como a una madre o se la odiaba como al enemigo más atroz. Todos somos capaces de amar y capaces de odiar, porque el alma humana se parece, como explica Platón (Fedro, 245d), a un carro alado tirado por dos corceles, uno blanco y otro negro. El primero simboliza nuestros sentimientos más puros, nuestras nobles ambiciones, el impulso hacia el bien; mientras que el otro, alimentado por el odio, nos empuja hacia el mal, la envidia, el rencor. Suerte que el carro, sigue explicando Platón, está guiado por un auriga sabio y responsable que sabe cuándo tiene que azuzar al potro blanco y cuándo refrenar al negro. El auriga prudente representa a la razón que, como el buen afinador de liras, sabe apretar o aflojar las clavijas. Ambos caballos son necesarios para tirar del carro, ninguno es prescindible; la función del auriga consiste en hacer que el díscolo no se desboque y que el bueno no se amedrente. Si sirve el símil, el carro alado de la historia de finales del siglo III a. C. estaba tirado por dos caballos: Aníbal y Escipión. El primero estaba alimentado por el odio a Roma; el segundo, por el amor a la República romana. Se objetará, y no sin razón, que el amor y el odio son recíprocos, que Aníbal odiaba a Roma porque amaba profundamente a Cartago y que Escipión, porque amaba a Roma, odiaba profundamente a Cartago. Pero, en propiedad, no es así del todo. El mal, el odio, no tienen la misma realidad que el bien y el amor. El mal no es sino ausencia de bien, y el odio, falta de amor, por eso, el corazón que solo se alimenta de odio, de rencor, de envidia, acaba por autodestruirse. Escipión odiaba a Cartago, pero era más fuerte su amor a Roma. Tanto el amor como el odio pueden llegar a cegarnos, pero la ceguera que producen es de diferente género. El primero nos pone una venda en los ojos; el otro nos endurece el corazón. Aníbal, movido por el «odio eterno a Roma», que había jurado de niño, tras la derrota de Zama, vivió el resto de su vida huyendo de los que odiaba. Llegado a Bitinia se envenenó. Tito Livio nos cuenta que al tomar el veneno dijo: «Devolvamos la tranquilidad a los romanos, ya que no tienenpaciencia para esperar a que yo me muera de viejo». Tenía 64 años. CAPÍTULO III VIRIATO, EL CAPITÁN LUSITANO Si Aníbal marchó contra Roma, Viriato jugó al gato y al ratón con el mayor ejército del mundo. Si el cartaginés fue general de una gran potencia con similares intenciones imperialistas que su gran enemiga, el lusitano fue líder de un pueblo que se defendió con uñas y dientes del bárbaro conquistador. Si Aníbal se quedó ad portas de Roma, Viriato consiguió que Roma no atravesara las de una parte de Hispania que amaba como se ama a una madre. La Lusitania ocupaba el territorio entre el Tajo y el Guadiana, lindaba al norte con los vetones, al sur con los túrdulos, al este con los carpetanos y al oeste con la fachada atlántica. Pero de pronto llegó un pueblo soberbio que quiso derribar la puerta de la casa. Viriato no lo podía consentir y lideró una de las resistencias más famosas de la historia. EL PASTOR DEL BRAZALETE No sabemos su nombre original, solo que los romanos lo llamaban Viriato, de viria, «brazalete» en lengua ibera, porque, como los capitanes en los equipos de fútbol de ahora, llevaba uno en su brazo. La tradición nos lo describe como un pastor lusitano que dejó sus ganados para luchar contra Roma. Aunque los lusitanos se dedicaban sobre todo al pastoreo, no solo ovino y porcino, sino también equino, probablemente Viriato fuera jefe tribal hecho ya a la guerra. No en vano, por allí habían pasado ya los cartagineses, y para defender los ganados hace falta algo más que un cayado. No sabemos cómo era físicamente, pero yo me lo imagino como opuesto al cuñado del protagonista de la novela de Eduardo Mendoza, La aventura del tocador de señoras, que tenía el mismo nombre, pero contraria fisonomía. «Viriato frisaba la cincuentena, era bajo, rechoncho, escaso de pelo, corto de remos, levemente encorvado, y debía de haber sido bizco cuando aún disponía de los dos ojos. Por lo demás, era un hombre de aspecto saludable, no mal parecido, con aspecto de bonachón y predispuesto a reír sus propios chistes». Démosle la vuelta a la descripción que hace el novelista y, probablemente, obtendremos una que se parezca al Viriato real. Nos dice Estrabón que los lusitanos componían el pueblo más numeroso de los pueblos ibéricos y que se dedicaban también al pillaje. Los romanos lo pudieron comprobar cuando un tal Púnico, otro nombre que dieron los romanos a un jefe lusitano, cargó contra los nuevos invasores en 155 a. C. y acabó con seis mil hombres, entre ellos, el cuestor Terencio Varrón. Siguió hostigando a los romanos hasta que murió de una pedrada. Le sucedió Césaro, nombre prerromano, que luchó contra Lucio Mumio, que había venido desde Italia con un renovado ejército. Venció Mumio y Césaro se dio a la fuga. El cónsul tomó venganza y aniquiló a nueve mil hombres, después venció también a Cauceno, sucesor de Césaro, y aniquiló a quince mil más. Tras tantas victorias regresó a Roma y celebró el triumphum por todo lo alto. Marco Atilio tomó el relevo de Mumio y al año siguiente fue sustituido por Servio Sulpicio Galba (151 a. C.), el hombre que iba a ofender gravemente a los lusitanos y a encender el ánimo bélico de Viriato. El pretor fue un hombre ambicioso y cruel, dispuesto a cualquier cosa con tal de someter a los pueblos hispanos, como fue urdir la siguiente estratagema, llamada por Apiano la «perfidia de Galba», indigna, según él, de un romano. Galba propuso a los lusitanos ser aliados de Roma, de manera que les daría recursos y una tierra fértil. Apiano recoge las palabras que les dirigió: «La esterilidad del suelo y la pobreza os fuerzan a hacer estas cosas; pero yo os daré por ser aliados sin recursos una tierra fértil y os estableceré en campos abundantes, después de que os haya dividido en tres grupos» (VI, 59). A estas palabras cedieron los lusitanos y, abandonando sus hogares, se reunieron donde Galba les indicó formando tres grupos. Se dirigió el romano al primer grupo y les pidió que como amigos se desarmaran y, una vez entregadas las armas, ordenó aniquilarlos. La estratagema de Galba era que los otros dos no supieran lo que había hecho con los primeros y, así, pudo aniquilarlos a todos. La matanza fue terrible, pero un pequeño grupo logró huir. Entre ellos se encontraba un joven, que los romanos llamarán Viriato, quien tras salvar la vida decidió que acabaría con la de los asesinos. No sabemos si, como Aníbal, juró odio eterno a Roma; lo que sí sabemos es que se convirtió en una pesadilla para los romanos. Reclutó cuantos hombres y mujeres estuvieran dispuestos a dar su vida por la libertad e inició una guerra de guerrillas que tuvo en jaque a los invasores durante casi nueve años, de 147 a 139 a. C. ROMA NO PAGA TRAIDORES En aquella perversa «perfidia de Galba» fueron asesinados seis mil inocentes. Por ello, Galba fue procesado en Roma, pero resultó absuelto. Cuenta Valerio Máximo que la acusación corrió a cargo del que también había sido procónsul en Hispania, Marco Porcio Catón «el Censor», de 85 años de edad, pero que Galba derramó tantas lágrimas ante la asamblea e hizo simbólica entrega de sus hijos pequeños al pueblo romano, que fue absuelto: «Como no podía esperar la absolución por su inocencia, la obtuvo por la piedad que inspiraron sus hijos» (VIII, 1, 2). Así de cínica se mostraba la República romana. Viriato, herido en lo más profundo de su ser, pues casi todos sus familiares y amigos habían perecido en aquella trampa mortal, logró la unión de todos los lusitanos. De hecho, los romanos lo consideraban el rey de Hispania. El conocimiento del terreno, la habilidad sobre los caballos (los lusitanos eran excelentes jinetes), la costumbre de llevar a cabo escaramuzas y saqueos, así como la inagotable sed de venganza, convirtió al ejército de Viriato en un terrible monstruo peligroso y escurridizo a la vez. Apiano dice que Viriato congregó hasta diez mil soldados y recorrió devastando la Turdetania. Ante la arremetida hispana, Roma reaccionó enviando como pretor a Cayo Vetilio, quien consiguió reunir unos efectivos similares a los lusitanos. Con un tal ejército logró aniquilar a gran número de los rebeldes y al resto los acorraló en un lugar sin escapatoria. Vetilio, entonces, les prometió tierra para establecerse si se sometían a Roma. Sin embargo, Viriato «recordó la deslealtad de los romanos» y no quiso que se repitiera la traición de Galba, por eso ordenó a sus hombres que, cuando él montara en su caballo, salieran todos al galope y se dispersaran hasta encontrarse en la Serranía de Ronda. El caudillo hispano, con solo mil hombres, se enfrentó a Vetilio para favorecer la huida de los demás. La agilidad de los jinetes lusitanos permitió burlar a los romanos y Viriato pudo reunirse con todo su ejército. Fue perseguido por Vetilio, pero, cuando entraron en combate en terreno más propicio para los perseguidos que para los perseguidores, los rebeldes vencieron; incluso, el general fue apresado y, como quien lo capturó no vio sino un «anciano muy obeso», dice Apiano, le dio muerte. En 145 a. C., Roma envió a Hispania a Cayo Plaucio con diez mil infantes y mil trescientos jinetes. Viriato, volviendo a emular la huida y hacerse perseguir, también lo venció. Cuando el pretor regresó a la capital romana, fue desterrado y sustituido por Fabio Máximo Emiliano, quien tampoco pudo vencer a los lusitanos, que se defendieron como solían, huyendo y atacando desprevenidamente. Viriato fue calibrando la enorme fuerza de los romanos y, previendo envestidas mayores, incitó a los arévacos, titos y belos del norte a rebelarse contra los invasores. Fue entonces cuando el caudillo lusitano se convirtió en caudillo hispano y el Senado romano comenzó a temblar. Envió al cónsul Quinto Metelo Macedónico (143 a. C.) frente a un ejército de treinta mil hombres, como si Roma comenzara una guerra con Hispania. Pretor o cónsul que enviaba Roma a Hispania, pretor o cónsul que Viriato desquiciaba. Si la República enviaba a Quinto Metelo Macedónico o a Fabio Máximo Serviliano, losrebeldes disponían no solo de su capitán, sino también de otros jefes, como Curio y Apuleyo (nombres romanizados) o un tal Connoba, que hostigaban sin descanso a los intrusos. Este último se vio obligado a entregarse a Serviliano, el cual le concedió el perdón, pero cortó la mano derecha a todos los que le acompañaban. La reacción de Viriato no se hizo esperar y acorraló a los romanos en lugares escarpados. Pero él no se jactó demasiado de su victoria, sino que llegó a un acuerdo de paz con el enemigo, acuerdo que no tardaron en romper los romanos en el momento en que a Serviliano le sucedió Quinto Servilio Cepión, cónsul en 140 a. C., quien recibió del Senado la misión de acabar con Viriato de la manera que fuera precisa. Cepión se tomó el encargo al pie de la letra y aprovechó la buena fe de Viriato, que no era un salvaje como lo pintaban los romanos, para cumplir el cometido. El jefe lusitano, viéndose hostigado por el cónsul Marco Popilio Lenas en el norte, envió a sus tres más leales amigos, llamados Audax, Ditalco y Minuro para negociar la paz con Roma. Pero Cepión los corrompió, les prometió el oro y el moro y les propuso traicionar a su amigo. Ellos volvieron al campamento y entraron en la tienda de Viriato durante la noche y lo degollaron. Regresaron aprisa a Cepión para cobrar la recompensa, pero el romano los despachó con las manos vacías arguyendo, con una sobredosis de cinismo, que «Roma no paga traidores» (Roma traditoribus non praemiat). Corría el año 139 a. C. La tradición refiere que, cada vez que Viriato vencía a los romanos, arrancaba una tira de tela roja del estandarte de la legión derrotada y la ataba a su lanza. Según parece, las victorias totales fueron ocho, y por esa razón la bandera de la ciudad de Zamora (la Seña Bermeja) está compuesta por ocho franjas de tela roja (y una verde, añadida posteriormente por Fernando el Católico). El emblema zamorano, que imita la lanza de Viriato, es único en su especie, como lo fue, sin duda, el héroe lusitano. A Viriato le sucedió Táutalo, que cargó contra Roma, pero fue rechazado y, mientras cruzaba el río Betis (actual Guadalquivir), fue interceptado por Cepión. Táutalo tuvo que rendirse. La Hispania Ulterior se convirtió en su totalidad en provincia romana. EL «ANÍBAL BÁRBARO» Así lo llama el poeta latino Cayo Lucilio en una de sus Sátiras. Y en verdad que para los romanos lo fue sin duda: un «Aníbal», porque al igual que el cartaginés se atrevió a enfrentarse a Roma, aunque sin salir de la Península, y un «bárbaro», porque no perteneció a una nación civilizada como Cartago, con la que se podía hacer la guerra de tú a tú, sino a una región en el extremo del mundo que no atendía a razones, a razones romanas. Por lo que se ve, el concepto «bárbaro» se aplica dependiendo del cristal con que se mira o a quien se mira. Pues el comportamiento de los romanos en Hispania también lo podríamos calificar de bárbaro, en especial el de Galba y Cepión. Si Roma inventó la expresión irónica fides punica para referirse a la falta de formalidad de los cartagineses, seguramente muchos hispanos hablarían con sarcasmo de fides romana cuando el pretor de turno les ofreciera la mano. Viriato fue un bárbaro porque vivía allende las fronteras de Roma, donde supuestamente se asentaba el mundo civilizado; fue bárbaro porque balbuceaba palabras ininteligibles para los romanos; fue bárbaro porque no tenía un ejército organizado ni ensillaba su caballo; fue bárbaro porque llevaba el pelo largo y acometía al enemigo dando gritos y sin ningún tipo de decoro. Fue un Aníbal porque los propios romanos le obligaron a odiar a Roma y a luchar contra ella; fue un Aníbal porque tuvo en jaque a la República durante más de ocho años; fue un Aníbal porque, aunque no fue muerto por manos romanas, Roma lo mató; fue un Aníbal porque ganó muchas batallas, pero perdió la guerra. La Lusitania tenía para los romanos un gran valor estratégico, pues conectaba el interior de la Península con la costa atlántica, amén de ricas tierras de cultivo y una abundante ganadería. Eran apreciados sobre todo los caballos, un bien bélico fundamental, pues en muchas ocasiones era la caballería la que inclinaba la balanza en una contienda. Viriato debía de ser un gran jinete, aunque no pastor, como nos lo representa la tradición (que suele teñirlo todo de un barniz de romanticismo), sino un caudillo militar de alguna de las tribus, quizá no principal, que componían la organización económica y social de los lusitanos. Posiblemente fuera de noble familia, por lo tanto, probablemente menos bárbaro de lo que Cayo Lucilio supone. Adoraba a las deidades de su pueblo: Epona, la protectora de los caballos; Ataecina, diosa de la agricultura, y Bandula, o Banda, dios de la guerra. Según algunos historiadores, se casó con la hija de Astolpas, un lusitano rico amigo de los romanos. Cuenta el historiador siciliano Diodoro Sículo (XXXIII, 1, 219) que Astolpas organizó la boda por todo lo alto, con vasijas de oro y manjares exquisitos, pero que Viriato los despreció, diciendo que todo aquello lo podía conseguir con su lanza. No se bañó para la ocasión, como requerían los cánones, ni se sentó en el lugar del novio, como le correspondía. Comió carne y pan, que compartió con sus hombres, y exigió que trajeran a la novia, a la que montó en su caballo y se la llevó a la sierra. Viriato murió por una doble traición: fue traicionado por sus mejores amigos y estos, por Cipión. No sufrió su muerte, porque le tajaron la garganta mientras dormía (de otro modo no lo hubieran conseguido), quien la sufrió fue su pueblo. Lloró su pérdida y honró sus restos. En una pira alta colocaron su cuerpo y, mientras ardía, corrían a caballo a su alrededor llorando y cantando; después se sentaron todos a esperar a que se extinguiera el fuego y finalmente celebraron juegos sobre su tumba, como era costumbre entre los antiguos. Apiano dice de él que fue «el que más dotes de mando había tenido entre los bárbaros y el más presto al peligro, atrevido en toda circunstancia por delante de todos y el más justo a la hora del reparto del botín» (75). Esta actitud de Viriato, a saber, que siempre fue justo y equitativo en el reparto del botín, sorprendió mucho a los romanos, señal de que ellos no acostumbraban a hacerlo así. El historiador galo romanizado Pompeyo Trogo (s. I a. C.) dice de él que, aun habiendo vencido durante diez años a los ejércitos romanos, nunca quiso distinguirse en su forma de vivir de cualquiera de sus soldados. La historia nos presenta a Viriato como un joven guerrillero aguerrido y valiente, pero también como un jefe astuto, culto y prudente. El mismo Diodoro cuenta que para convencer a los habitantes de la ciudad de Ituci (actual Tejada la Nueva, en Huelva) que no se pasaran a los romanos, les contó la siguiente fábula: «Un hombre de mediana edad tenía dos amantes, una mayor que él y otra más joven. Como ambas querían tener una pareja de su misma edad, procedieron a arrancarle pelos de la cabeza según su conveniencia: la más joven le quitaba los cabellos blancos para que pareciera más joven y la otra, los negros para que solo le quedaran canas y pareciera de mayor edad. Ocurrió que, tanto empeño pusieron ambas mujeres en la tarea, que el pobre hombre vino a quedarse calvo». No podemos saber si la anécdota es real, porque la fábula la cuenta ya Esopo; no obstante, pretende destacar una virtud de Viriato que seguramente poseía: el don de la palabra. El capitán lusitano murió asesinado por los suyos, como ya hemos dicho. No vemos, sin embargo, el brazalete en el óleo de José Madrazo, La muerte de Viriato (1807), y no porque lo tape la mano de uno de sus allegados, sino porque, como los capitanes de fútbol de nuestro tiempo, lo llevaba en el brazo izquierdo. CAPÍTULO IV NUMANTINOS, CÁNTABROS Y ASTURES «Año 154 a. C. Toda Hispania está ocupada por los romanos… ¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles hispanos resiste, todavía y siempre, al invasor. Y la vida no es fácil para las guarniciones de
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