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Hispania

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HISPANOS
©	del	texto:	Carlos	Goñi,	2022
©	de	esta	edición:	Arpa	&	Alfil	Editores,	S.	L.
Primera	edición:	septiembre	de	2022
ISBN:	978-84-18741-72-2
Diseño	de	colección:	Enric	Jardí
Diseño	de	cubierta:	Anna	Juvé
Imagen	de	cubierta:	El	rapto	de	las	sabinas	(1799),
Jacques-Louis	David
Maquetación:	Àngel	Daniel
Producción	del	ePub:	booqlab
Arpa
Manila,	65
08034	Barcelona
arpaeditores.com
Reservados	todos	los	derechos.
http://arpaeditores.com
Ninguna	parte	de	esta	publicación	puede	ser	reproducida,	almacenada	o
transmitida	por	ningún	medio	sin	permiso	del	editor.
Carlos	Goñi
HISPANOS
SUMARIO
PRÓLOGO.	PROTAGONISTAS	DE	LA	HISTORIA	Y	DE	LA	CULTURA
ROMANA
PRIMERA	PARTE.	REBELDES	CON	CAUSA
CAPÍTULO	I
Indíbil	y	Mandonio,	entre	Cartago	y	Roma
CAPÍTULO	II
Aníbal	Barca,	el	cartaginés	hispano
CAPÍTULO	III
Viriato,	el	capitán	lusitano
CAPÍTULO	IV
Numantinos,	cántabros	y	astures
SEGUNDA	PARTE.	TODOS	LOS	CAMINOS	CONDUCEN	A	ROMA
CAPÍTULO	I
Balbo,	Nigrino	y	Sura
CAPÍTULO	II
Trajano,	el	primer	emperador	hispano
CAPÍTULO	III
Adriano,	el	emperador	viajero
CAPÍTULO	IV
¡Grande,	Teodosio!
TERCERA	PARTE.	EL	SABER	NO	OCUPA	LUGAR
CAPÍTULO	I
Séneca	el	Viejo,	paisano	y	colega	de	Juan	de	Mairena
CAPÍTULO	II
Séneca	el	Joven,	el	primer	filósofo	hispano
CAPÍTULO	III
Profesor	Quintiliano
CAPÍTULO	IV
Pomponio	Mela,	Columela	y	Moderato	de	Gades
CUARTA	PARTE.	INGENIEROS	DEL	VERSO
CAPÍTULO	I
Lucano,	el	joven	poeta	cordobés
CAPÍTULO	II
Marcial,	amarga	sátira
CAPÍTULO	III
Juvenco	y	Merobaudes,	la	Biblia	en	verso
CAPÍTULO	IV
Prudencio,	el	Homero	hispano
CAPÍTULO	V
Higinio,	el	bibliotecario	hispano
QUINTA	PARTE.	LA	CEPA	HISPANA
CAPÍTULO	I
Osio	y	Potamio,	una	de	cal	y	otra	de	arena
CAPÍTULO	II
El	obispo	de	Barcelona	y	el	papa	de	Roma
CAPÍTULO	III
Prisciliano,	el	heresiarca	hispano
CAPÍTULO	IV
Corderos	entre	lobos:	Gregorio	y	Orosio
CAPÍTULO	V
Cada	caminante	siga	su	camino,	Egeria	e	Idacio
BIBLIOGRAFÍA
A	Guillem	y	Magí:
bienvenidos	a	la	historia.
PRÓLOGO
PROTAGONISTAS	DE	LA	HISTORIA
Y	DE	LA	CULTURA	ROMANA
«Estos	nombres	no	corresponden	a	conceptos,
sino	a	existencias;	no	se	pueden	definir,	sino	describir».
EUGENI	D’ORS,	Más	sobre	la	Biografía	(1929)
¿Quiénes	fueron	los	hispanos?	¿Qué	fue	Hispania	realmente?	¿Y	qué	fue	de	esa
Hispania	de	la	que	hablaban	los	antiguos?	¿Existe	acaso	algo	que	pueda	llamarse
«lo	hispano»?	El	texto	del	epígrafe	apunta	ya	a	una	posible	respuesta:	lo	hispano
no	se	puede	definir,	no	es	un	concepto.	Hispania	es	un	conjunto	de	hombres	y
mujeres	que	vivieron	en	la	península	ibérica	mientras	esta	estuvo	bajo	el	poder
de	Roma.	La	podemos	describir	física	y	geográficamente,	pero	su	alma	hay	que
buscarla	en	esas	existencias	que	le	dieron	vida.	Contar	su	historia,	la	historia	de
los	hispanos	que	pasaron	a	la	historia,	es	la	única	manera	que	tenemos	de
comprender	lo	hispano	como	si	fuera	una	categoría	que	sublima	lo	anecdótico.
Hispania	(I-span-ya)	es	el	nombre	que	los	fenicios	dieron	a	la	península	ibérica.
Los	antiguos	navegantes	griegos	llamaban	Iberia	a	una	región	al	sur	del	Cáucaso
(la	actual	Georgia)	cruzada	por	el	río	Iber.	Dada	la	similitud	geográfica,
paisajística	y	de	riqueza	metalúrgica	de	I-span-ya	con	Iberia,	los	griegos	la
designaron	con	el	mismo	nombre	y	denominaron	Iber	a	su	río	principal,	que	fue
en	un	principio	el	Tinto	en	Huelva,	después	el	Segura	y	finalmente	el	Ebro.
Algunos	piensan	que	con	Hispania	los	fenicios	se	referían	a	la	«tierra	del	norte»
(respecto	a	las	costas	africanas);	otros,	que	significaba	«tierra	donde	se	forjan
metales».	Los	romanos	prefirieron	el	nombre	fenicio,	que	interpretaron	como
«tierra	de	conejos»	o,	mejor	dicho,	de	damanes,	mamíferos	parecidos	a	los
conejos	muy	abundantes	en	África	y,	antiguamente,	en	la	Península.
Físicamente,	Hispania	sigue	existiendo;	es	lo	que	fue.	Lo	que	ha	cambiado	han
sido	las	descripciones:	antes	se	hacían	a	ras	de	suelo	y	ahora	a	vista	de	satélite
artificial.	Pomponio	Mela,	un	hispano	del	siglo	I,	describe	su	patria	chica	de	la
siguiente	manera:	«La	misma	Hispania,	rodeada	por	todas	partes	por	el	mar,	a	no
ser	por	donde	alcanza	a	las	Galias,	y	especialmente	estrecha	donde	es	contigua	a
ellas,	se	prolonga	poco	a	poco	hacia	el	Mar	Nuestro	y	hacia	el	Océano;	cada	vez
más	extensa	llega	al	oeste	y	alcanza	allí	su	máxima	extensión»	(Corografía,	II,
86).	Cuatro	siglos	después,	otro	hispano,	el	historiador	Orosio,	la	retrató	de
manera	más	sucinta:	«Hispania	en	conjunto	es	de	forma	triangular	(trigona	est)	y,
por	estar	rodeada	por	el	Océano	y	por	el	mar	Tirreno;	constituye	una	península»
(Historia,	I,	II,	69).	Estrabón,	por	su	parte,	nos	dejó	la	imagen	indeleble	de	«la
piel	de	toro»:	«Iberia	se	asemeja	a	una	piel	de	buey	extendida	a	lo	largo	de	oeste
a	este,	con	los	miembros	delanteros	en	dirección	al	este,	y	a	lo	ancho	de	norte	a
sur»	(Geografía,	III,	1,	3).
Sobre	las	riquezas	de	la	Península	respecto	a	minerales,	ganados	y	manufacturas,
así	como	de	sus	pueblos	y	sus	costumbres,	dan	buena	cuenta	muchos	autores
antiguos.	Plinio	el	Viejo	escribe:	«Casi	toda	Hispania	tiene	minas	de	plomo,
hierro,	cobre,	plata	y	oro.	La	Citerior	tiene	piedras	especulares,	la	Bética,	minio.
Hay	canteras	de	mármol»	(Historia	natural,	III,	3,	30).	Y	nos	dice	que	las	minas
de	oro	le	suministraban	a	Aníbal	trescientas	libras	diarias.	También	eran	famosas
las	fábricas	de	finísimos	paños,	telas	y	púrpura,	de	modo	que	se	tuvo	por	traje
senatorial	el	que	desde	tiempos	de	Aníbal	usaban	los	soldados	hispanos.
Respecto	a	sus	habitantes,	Aristóteles,	de	acuerdo	con	Platón	(Leyes,	I),	los
llama	«raza	belicosa»,	pues	según	comenta	«clavan	tantos	obeliscos	en	torno	a	la
tumba	del	muerto	como	enemigos	hayan	matado»	(Política,	VII,	2);	una	raza	que
luchó	siempre	por	lo	que	consideraba	que	era	suyo,	por	Hispania	y	por	Roma.
Aunque	no	solo	los	hispanos	destacaron	por	su	beligerancia,	sino	también	por
ser	hombres	sabios	y	entendidos	en	derecho,	como	dice	Cicerón	(«Sapientes
homines,	publici	iuris	periti»,	Pro	Balbo,	34).
Celtíberos,	ilergetes,	cántabros,	turdetanos,	arévacos,	cartagineses,	lusitanos,
numantinos…	plantaron	cara	a	los	invasores	de	manera	a	veces	heroica;	sin
embargo,	no	pudieron	evitar	que	Hispania	acabara	siendo	romana.	Poco	a	poco,
los	hispanos	ya	romanizados:	Balbo,	Nigrino,	Sura,	Trajano,	Adriano,	Teodosio,
Gala	Placidia,	Quintiliano,	Séneca,	Columela,	Moderato,	Lucano,	Marcial,
Prudencio,	Osio,	Paciano,	Dámaso,	Orosio,	Egeria,	Idacio…,	hicieron	que	Roma
fuera	hispana.
Si	la	cara	es	el	espejo	del	alma,	ellos	son	la	cara	del	alma	hispana	que	intentamos
desvelar	en	estas	páginas.	Si	este	fuera	un	estudio	académico,	el	autor	remitiría
al	lector	a	las	conclusiones	del	final,	pero	no	lo	es	y,	por	lo	tanto,	conclusiones
no	las	hay.	En	todo	caso,	como	de	hecho	le	corresponde	a	un	ensayo,	se	plantean
propuestas	que,	como	tales,	han	de	ir	al	principio	y	dirigir	la	búsqueda.	Dejo	al
lector	la	tarea	de	buscar	esa	alma	hispana	entre	todas	estas	caras,	descubrir	el
concepto	en	las	existencias,	la	categoría	en	las	anécdotas,	la	definición	en	los
casos	particulares,	y	de	decidir	en	qué	medida	nosotros	seguimos	siendo
hispanos.
Sirvan	como	guía	estas	preguntas:
¿SE	PUEDE	HABLAR	DE	UN	HEROÍSMO	HISPANO?
Es	muy	nuestro	eso	de	echarle	testosterona	al	asunto,	como	si	todo	se
solucionase,	en	última	instancia,	a	base	de	ponerle,	digamos	carácter,	a	cualquier
situación	por	complicada	que	sea.	Los	héroes	hispanos:	Indíbil	y	Mandonio,
Aníbal,	Viriato,	los	numantinos,	los	cántabros,	los	astures…,	se	las	tuvieron,
como	veremos	en	la	primera	parte,	con	muchas	circunstancias	adversas	y
podemos	avanzar	que	le	echaron	carácter;	sin	embargo,	no	pudieron,	a	pesar	de
haber	vencido	en	muchas	batallas,	ganar	su	guerra.
«Compraron	la	libertad	de	sus	patrias	—escribirá	Quevedo—	con	generoso
desprecio	de	sus	vidas»	(España	defendida,	cap.	V).	Muchos	murieron,	es
verdad,	por	defender	lo	que	era	suyo,	por	mantener	su	independencia,	por	no
claudicar	ante	una	potencia	dominadora,	y	forjaron	una	forma	de	ser	héroeque
no	se	deja	encasillar	ni	en	la	heroicidad	mitológica	ni	en	la	romana,	ambas
celebradas	por	los	poetas.	En	la	primera,	el	héroe	ha	de	tener	ascendencia	divina;
en	la	segunda,	ha	de	estar	por	lo	general	sometido	a	los	cánones	militares
vigentes.	No	así	en	Hispania.	Sus	héroes	fueron	solo	humanos,	en	su	mayor	parte
personas	anónimas	de	Numancia,	Cantabria,	Sagunto,	Ilerda,	Lusitania	o
Turdetania;	jefes	o	régulos	de	algunas	tribus,	y,	en	el	mejor	de	los	casos,	un
general	del	bando	perdedor,	como	Aníbal.
El	heroísmo	hispano	se	parece	más	al	del	perdedor,	abandonado	de	los	dioses	y
sin	padrinos,	podríamos	decir,	pero	que	lucha	hasta	el	final	en	defensa	de	algo
que	el	filólogo	hispanista	Karl	Vossler	llama	«sentimiento	metafísico	del	honor».
Un	simple	hoplita,	un	soldado	de	a	pie,	luchando	por	un	sentimiento	metafísico
tan	elevado	podría	ser	la	mejor	imagen	de	heroicidad	hispana.
¿HAY	UNA	FORMA	HISPANA	DE	HACER	POLÍTICA?
Al	cabo	de	dos	siglos	de	heroicas	luchas,	pero	al	fin	y	al	cabo	infructuosas,	los
hispanos	se	hicieron	romanos,	hispanorromanos.	No	es	que	se	pasaran	al
enemigo,	sino	que	los	descendientes	de	los	antiguos	héroes	tenían	ahora	los
mismos	enemigos	que	el	Imperio.	Sirva	como	ejemplo	un	soldado	asturiano,	y
romano,	llamado	Pintaius,	aquilífero	de	su	legión,	es	decir,	portador	del
estandarte	con	el	águila	imperial,	o	los	tres	hispanos	que	llevaron	las	riendas	del
Imperio.	La	globalización	es	un	hecho:	todos	los	caminos	conducen	a	Roma;	y
desde	Hispania	se	comienza	a	hacer	política	romana.
Para	dilucidar	si	hubo	algo	que	se	pudiera	etiquetar	como	política	hispana,
hemos	de	conocer	a	los	personajes	que	se	presentan	en	la	segunda	parte,	en
especial	los	tres	emperadores:	Trajano,	Adriano	y	Teodosio.	El	primero,	un
preludio	del	Cid	Campeador,	consiguió	llevar	al	Imperio	a	su	máxima	extensión;
gobernó	con	criterio,	algo	bastante	inusual	en	sus	predecesores,	y	con	mano
firme.	Sus	biógrafos	destacan	su	proximidad	con	sus	súbditos	y	el	hecho	de	que
no	solo	beneficiara	a	sus	amigos,	sino	a	todo	el	mundo.	Su	sucesor,	Adriano,	era
un	hombre	culto	y	dicharachero	que	recorrió	el	Imperio,	como	hacen	ahora
nuestros	políticos	en	época	electoral.	Hispania	dio	a	Roma	a	Teodosio	el	Grande,
apelativo	ganado	a	base	de	haber	mantenido	a	salvo	la	fortaleza	y	la	unidad	del
Imperio,	las	cuales	peligraban	a	finales	del	siglo	IV.	Nótese	que	el	sobrenombre
se	lo	quedó	él	porque	hizo	pasar	todas	las	decisiones	políticas	(y	religiosas)	por
su	persona.	Tras	la	muerte	de	Teodosio,	su	hija	Gala	Placidia,	una	mujer	de
armas	tomar,	fue	regente	de	su	hijo	Valentiniano	III	y	tuvo	que	tomar	todas	las
armas	políticas	a	su	alcance	para	que	siguiera	corriendo	sangre	hispana	en	el
gobierno	de	Roma.
Estos	hispanos	nos	permiten	atisbar	algunos	rasgos	de	la	forma	hispana	de	hacer
política:	cierta	campechanía,	cierto	gracejo	con	mayor	o	menor	ingenio	y	mucha
reivindicación	de	uno	mismo.	Juzgue	el	lector	el	modo	como	los	gobernantes
hispanos	conciliaron	la	religión	con	la	política,	el	poder	civil	y	el	religioso.
¿EXISTE	UN	PENSAMIENTO	HISPANO?
Unamuno	dice	de	sí	mismo	que	es	«especie	única».	Pues	bien,	ese	apelativo	se	le
puede	dar	al	pensamiento	hispano,	tal	y	como	veremos	en	la	tercera	parte.	El
filósofo	bilbaíno	habla	de	«encorazonamiento»,	una	palabra	que	inventa	para
referirse	a	que	es	propio	del	hispano	poner	el	sentimiento	por	encima	de	la
inteligencia.	Eso	justifica	que	el	principal	filósofo	hispano	fuera	Séneca	(y	su
padre),	prototipo	del	estoicismo,	doctrina	que	se	aplica	más	al	coraje	que	a	la
especulación,	más	al	sentimiento	que	a	la	idea,	más	a	la	acción	que	al	concepto.
Pero	el	hispano,	ni	siquiera	los	Sénecas,	es	un	estoico	puro,	sino	que	integra	un
estoicismo	sin	severidad	con	un	hedonismo	sin	voluptuosidad.	Juzgue	el	lector	si
tal	malabarismo	es	posible.	Y	puestos	a	hacer	equilibrios,	acerquémonos	a
Moderato	de	Gades,	quien	se	propuso	armonizar	el	pitagorismo	y	el	platonismo.
Los	hispanos	no	fueron,	en	verdad,	muy	metafísicos,	a	no	ser	al	modo
rocinantesco	(«Metafísico	estáis.	Es	que	no	como»,	responde	Rocinante	a
Babieca	en	el	diálogo	que	Cervantes	inventa	en	el	prólogo	del	Quijote).
Pero	fueron	pensadores	hispanos	también	Quintiliano,	Pomponio	Mela	y
Columela,	aunque	el	primero	se	dedicó	a	la	oratoria	y	la	pedagogía,	el	segundo	a
la	geografía	y	el	tercero	a	la	agronomía.	La	obra	de	Quintiliano	da	tantos
acertados	consejos	a	los	maestros	que	no	extraña	que	hayamos	tenido	tantos
buenos	profesores,	a	no	ser	lo	que	no	hicieron	caso	al	pedagogo	y	se	decantaron
más	por	aquello	de	«cada	maestrillo	tiene	su	librillo»	y	se	quedaron	en	eso,	en
simples	maestrillos.	También	la	geografía	de	Pomponio	y	las	recomendaciones
de	Columela	para	bien	cultivar	la	tierra	nos	han	sido	de	gran	utilidad,	aunque	no
hayan	generado	una	idiosincrasia	filosófica	hispana,	a	no	ser	la	de	guardar	en
todo	momento	un	cierto	practicismo.	A	este	hay	que	añadir	el	arte	del	buen	decir,
del	que	se	cuidaron	muy	mucho	desde	Séneca	a	Unamuno,	desde	Quintiliano	a
Ortega.
Evidentemente,	si	en	algún	sentido	se	puede	hablar	de	filosofía	hispana,	su
historia	arranca	con	Séneca	y	se	puede	decir	que	su	sombra	es	alargada.	Del
mismo	modo,	si	hay	una	pedagogía	hispana,	esta	surge	de	Quintiliano,	maestro
de	maestros,	aunque	su	estela	no	haya	sido	seguida	como	merece.
¿HUBO	UNA	POESÍA	HISPANA?
Leeremos	en	la	cuarta	parte	poesía	hispana,	porque	la	hubo,	y	de	gran	calidad.
Hubo	poetas	que	escribieron	en	hexámetros,	como	el	joven	Lucano,	o
versificaron	su	fe,	como	hicieron	Juvenco	y	Merobaudes;	otros	blandieron
versos	para	satirizar	la	sociedad	de	su	tiempo,	como	hizo	Marcial	con	sus
Epigramas,	o	para	enaltecer	su	fervor	religioso	al	modo	de	Aurelio	Prudencio,
que	aquí	llamamos	«el	Homero	hispano».	Si	hubo	poetas,	hubo	poesía:	poesía
escrita	en	latín	y,	a	juicio	de	Cicerón,	«con	cierto	acento	gangoso	y	extraño».
La	poesía	es	el	reflejo	del	alma,	por	eso	la	mejor	manera	de	desvelar	el	alma
hispana	es	acudir	a	sus	poetas.	Que	sea	la	mejor	manera	no	significa	que	sea
fácil.	Rastrear	el	espíritu	de	un	pueblo	en	sus	versos	es	una	tarea	romántica,	pero
de	un	calado	que	no	les	corresponde	emprender	a	estas	páginas.	En	todo	caso,
seguramente	podremos	entrever	una	evolución	de	ese	espíritu,	que	va
acompasado	con	los	versos	de	sus	poetas,	desde	el	paganismo	de	Lucano	y
Marcial	hasta	el	cristianismo	fervoroso	de	Prudencio.
Leer	a	los	poetas	hispanos	nos	va	a	acercar	a	esa	alma	que	estamos	queriendo
descubrir;	aunque	he	de	advertir	que,	por	razón	de	la	propia	naturaleza	de	la
poesía,	siempre	se	nos	escapará	su	esencia	entre	hipérboles	y	metáforas.
¿Y	UNA	RELIGIOSIDAD	HISPANA?
El	mismo	Karl	Vossler	encuentra	un	elemento	persistente	en	lo	hispano,	un
motivo	que	atraviesa	las	vicisitudes	de	su	historia	y	que	va	más	allá	de	un	simple
estilo	de	vida,	es	lo	que	él	llama	«militarismo	religioso».	Y	es	que	los	hispanos
se	tomaron	la	religión	a	la	tremenda:	en	eso	se	desmarcaron	de	los	antiguos
romanos,	para	los	que	la	religión	era	más	una	cuestión	social	y	su	religiosidad
flotaba	en	la	superficialidad.	Lo	podremos	comprobar	en	la	última	parte.
Esa	religiosidad	a	la	tremenda	se	traduce	en	ser,	por	un	lado,	más	papistas	que	el
Papa,	y,	por	otro,	fundadores	de	herejías.	Tanto	fuimos	capaces	de	una	cosa
como	de	la	otra;	de	cimentar	una	herejía,	el	priscilianismo,	como	de	destruirla,
de	someternos	a	la	autoridad	papal,	como	de	ir	por	libre.	La	religiosidad	hispana
es	disyuntiva:	la	religión	o	lo	es	todo	o	no	es	nada,	o	se	cree	hasta	el	final	o,	al
final,	no	se	cree.
Y	esa	religiosidad	tiene	algo	de	sexista,	que	ya	se	percibe	en	los	hispanos	que
conoceremos.	Los	varones,	como	Osio,	Dámaso,	Gregorio	o	Paciano,	defienden
su	fe	con	la	pluma,	desde	el	púlpito	o	en	los	sínodos	y	concilios;	las	mujeres,	en
cambio,	la	llevan	a	la	práctica	y	la	viven	de	forma	tan	real	que	la	convierten	en	el
itinerario	de	su	vida,	como	lo	fue	el	de	Egeria,	la	hispana	que	viajó	a	Tierra
Santa.
Descubriremos	que,	aparte	de	Egeria,	Gala	Placidia	y	algunas	esposas	de
hombres	célebres,	no	conocemos	muchasmujeres	hispanas.	Sabemos	por	la
Geografía	de	Estrabón	que	las	mujeres	de	Iberia	llevaban	collares	de	hierro	y
otros	«bárbaros»	atuendos	sobre	la	cabeza	y	algunas	«se	rapan	tanto	la	parte
delantera	del	cráneo	que	brilla	más	que	la	frente»	(III,	4,	17),	y,	por	el	Itinerario
de	Egeria,	sabemos	que	al	final	del	Imperio	algunas	mujeres	de	la	aristocracia
gozaban	de	cierta	libertad	e	independencia.	Pocos	botones	para	imaginar	el
vestido,	pero	suficientes	para	comprobar	que	la	historia,	siendo	femenina,	no
guarda	a	las	mujeres	en	su	memoria.
HISPANIA	DE	AYER	Y	DE	HOY
El	joven	embajador	de	Florencia	en	España	en	la	época	de	los	Reyes	Católicos,
Francesco	Guicciardini,	cuenta	en	su	Relazione	di	Spagna	que	un	día	preguntó	al
rey	Fernando	cómo	era	posible	que	un	pueblo	tan	belicoso	hubiera	sido	siempre
conquistado	por	galos,	romanos,	cartagineses,	vándalos,	moros...,	a	lo	que	el	rey
le	respondió:	«La	nación	es	bastante	apta	para	las	armas,	pero	desordenada,	de
suerte	que	solo	puede	hacer	con	ella	grandes	cosas	el	que	sepa	mantenerla	unida
y	en	orden»	(Cfr.	José	Ortega	y	Gasset,	España	invertebrada,	I,	4).	Parece	que	el
principal	inconveniente	de	Hispania,	tanto	de	ayer	como	de	hoy,	para	llegar	a
«hacer	con	ella	grandes	cosas»	(sic)	es	su	indomable	pluralidad,	virtud	o	defecto
—según	se	mire—	que	constituye,	si	no	su	esencia,	sí	su	«segunda	naturaleza».
El	Rey	Católico	creía	que	la	unión	hace	la	fuerza	—verdad	política,	qué	duda
cabe—,	pero	no	tan	fuerte	como	su	contraria,	también	política	y	de	mayor
calado,	que	dice	que	«la	idea	de	grandes	cosas	por	hacer	engendra	la	unidad»,
por	usar	las	palabras	de	Ortega.	Es	decir,	que	una	idea	común	es	la	fuerza	que
puede	obrar	la	unión.	Los	pueblos	hispanos	han	demostrado	su	gran	fortaleza	a
lo	largo	de	la	historia,	pero	también	han	dejado	ver	su	principal	debilidad:	la
falta	de	unidad.	Desde	el	punto	de	vista	bélico,	los	invasores,	guiados	por	la
premisa	mayor	que	reza:	«divide	y	vencerás»,	se	han	encontrado	siempre	en
Hispania	afirmada	la	menor:	la	falta	de	unidad.	Lo	que,	a	buena	lógica	—la
lógica	de	la	guerra	que	estructura	la	historia—,	ha	llevado	a	la	inevitable
conclusión.
La	Hispania	de	ayer	y	de	hoy	ha	sido	y	es	plural	—no	en	vano	muchas	veces	se
habla	de	las	Hispanias	más	que	de	Hispania—:	idiosincrasia	que	nos	enriquece,
pero	también	que	nos	exige	buscar	la	fuerza,	que	otros	hallan	en	la	unidad,	en	las
diferencias.	Veamos	si	tiene	razón	Julio	Caro	Baroja	cuando	afirma	que,	aunque
los	hispanorromanos	no	eran	españoles,	los	españoles	han	heredado	de	ellos
lenguas,	técnicas,	formas	de	pensar,	costumbres…	(El	mito	del	carácter	nacional,
p.	39).	Sin	embargo,	no	se	trata	tanto	de	encontrar	el	«regusto	hispano»	que
pueda	haber	en	lo	español	(en	la	Hispania	de	hoy),	sino	más	bien	de	atender	a
una	honda	inquietud	intelectual	que	me	hace	parafrasear	a	Terencio	y	exclamar:
«¡Nada	de	lo	hispano	me	es	ajeno!».
Espero	que	este	libro	sirva,	cuando	menos,	para	sumar	excepciones	al	famoso
epigrama	de	Bartrina	que	formula	el	tópico	de	que,	si	alguien	habla	mal	de
España,	prueba	ello	que	es	español.	No	ocurra	así	con	los	hispanos.
PRIMERA	PARTE
REBELDES	CON	CAUSA
«A	nosotros,	hijos	de	celtas	y	de	iberos,	no	nos	avergüence	en	agradable	verso
recitar	los	nombres	duros	de	la	tierra	nuestra».
MARCIAL,	Epigramas,	IV,	55.
«Hispania	est	omnis	divisa	in	partes	duas:	citerior	et	ulterior»	(«Toda	Hispania
está	dividida	en	dos	partes:	la	Citerior	y	la	Ulterior»).	Si	Julio	César	hubiera
conquistado	Hispania	en	vez	de	la	Galia,	seguramente	hubiera	comenzado	su
crónica	de	esta	manera.	Pero	tal	ficción	es	del	todo	imposible	porque	la
Península	no	se	conquista	en	siete	años,	que	fueron	los	que	necesitó	César	para
someter	la	Galia,	y,	además,	la	distinción	entre	cerca	y	lejos	toma	como
referencia	a	Roma	y	era,	por	tanto,	ajena	totalmente	a	la	geografía	de	Iberia.
Si	Julio	César	hubiera	tenido	que	hacer	una	descripción	siquiera	somera	de	los
pueblos	que	habitaban	Iberia	antes	de	ser	Hispania,	le	habría	tomado	tanto
tiempo	que	no	hubiera	podido	conquistarla.	Tampoco	podemos	hacerla	ahora,
basta	con	acudir	a	un	mapa	de	los	pueblos	prerromanos	que	poblaban	la
península	ibérica	para	percatarnos	de	su	diversidad	etnográfica.	Allí
encontraremos	casi	un	centenar	de	pueblos,	entre	ellos:	arévacos,	pelendones
(celtíberos	occidentales),	belos,	cecas	(celtíberos	orientales),	titos,	lusones,
berones	(La	Rioja	y	sur	de	Álava),	autrigones,	suesetanos,	jacetanos,	sedetanos
(Aragón),	lobetanos	(norte	de	Albacete),	carpetanos	(La	Mancha),	turdetanos,
lusitanos	(faja	occidental	entre	el	Duero	y	el	Tajo),	vetones	(a	ambos	lados	del
Tajo),	turmogos	(más	al	norte	que	los	vetones),	vacceos	(al	oeste	de	Celtiberia),
galaicos	(entre	el	Cantábrico	y	el	Duero,	el	Atlántico	y	el	río	Navia),	astures,
cántabros	(al	este	de	los	galaicos),	caristios,	várdulos	(en	la	cabecera	del	Ebro),
vascones…	(Francisco	Marco	y	Gabriel	Sopeña,	en	Entre	fenicios	y	visigodos).
La	Iberia	prehistórica	era	para	las	civilizaciones	del	Mediterráneo	oriental,	para
Fenicia	y	Grecia,	lo	que	América	para	los	europeos	de	finales	del	siglo	XV:	una
tierra	en	el	fin	del	mundo,	misteriosa	y	atractiva,	peligrosa	y	exuberante,	lejana	y
mística,	pero,	sobre	todo,	rica	en	metales,	como	un	Potosí	en	el	extremo
occidental	de	Europa.
Los	atrevidos	navegantes	fenicios	y	griegos	encontraron	en	el	sur	de	la	Península
la	primera	organización	política	ibérica:	se	trataba	del	legendario	reino	de
Tarteso,	que	tuvo	su	auge	entre	los	siglos	VII	y	VI	a.	C.	Según	la	mitología,	fue
elegido	por	Gerión	para	pastar	sus	rebaños.	La	riqueza	de	oro,	cobre	y	plata	de
que	disponían	los	tartesios	provocó	la	envidia	de	otros	pueblos	mediterráneos,	lo
que	llevó	a	su	desaparición	hacia	el	550	a.	C.	Heródoto	cuenta	que	los	primeros
griegos	(samios)	que	hicieron	largos	viajes	y	llegaron	más	allá	de	las	columnas
de	Hércules	hasta	Tarteso,	que	para	ellos	era	«un	imperio	virgen	y	reciente	que
acababan	de	descubrir»,	negociaron	con	los	nativos	y	lograron	grandes
ganancias	(Historia,	IV,	152).	Fundada	ya	Ampurias	por	los	griegos	(600	a.	C.),
cuenta	también	el	viaje	de	una	expedición	que	fue	bien	acogida	por	el	rey
Argantonio,	que	vivió	ciento	veinte	años	y	gobernó	a	los	tartesios	durante
ochenta	(I,	163).	Fue	el	único	rey	histórico	del	que	tenemos	noticia.	Tras	su
muerte	el	reino	de	Tarteso	desapareció.
Argantonio	podría	ser	el	primer	hispano	del	que	tenemos	noticia	si	no	fuera
porque	no	era	hispano,	sino	ibero,	pues	todavía	no	habían	puesto	los	romanos
sus	pies	en	la	Península,	por	lo	que	propiamente	no	existía	Hispania.	Sabemos,
aparte	de	su	longevidad	y	de	que	su	nombre	viene	a	significar	«lleno	de	plata»,
que	fue	el	último	rey	de	Tarteso,	un	reino	que	ocupaba	las	actuales	provincias	de
Cádiz,	Huelva	y	Sevilla,	con	el	límite	norte	de	Sierra	Morena	y	que	basaba	su
riqueza	en	la	metalurgia.
Si	Octavio	Augusto,	el	primer	emperador	de	Roma,	hubiera	tenido	la	habilidad
literaria	de	Julio	César,	se	hubiera	explayado	algo	más	en	la	descripción	de
Hispania	en	sus	Res	gestae	divi	Augusti	y	quizás	habría	comenzado	el	capítulo
XXIV	con	estas	palabras:	«Hispania	est	omnis	divisa	in	partes	tres:
Tarraconensis,	Baetica	et	Lusitania»	(«Toda	Hispania	está	dividida	en	tres	partes:
Tarraconense,	Bética	y	Lusitania»),	porque,	a	partir	de	la	época	imperial,	las
Hispanias	no	fueron	dos,	sino	tres.
Para	llegar	a	esa	Hispania	«divisa	in	partes	tres»,	los	romanos	tuvieron	que
bregar	contra	viento	y	marea	durante	dos	siglos,	porque	Iberia	se	resistía	a	ser
romana	como	el	toro	que,	atormentado	por	los	tercios	y,	al	fin,	atravesado	por	el
estoque,	traga	sangre	y	recula	hasta	recibir	la	puntilla	final.	Veremos	a
continuación	cómo	el	toro	vendió	cara	su	piel,	esa	que	según	Estrabón	cubre	la
Península,	veremos	cómo	muchos	hispanos	se	rebelaron	contra	Roma	y	se
jugaron	la	vida	por	defender	lo	que	era	suyo,	su	tierra,	su	hogar.	En	verdad,
fueron	rebeldes	con	causa.
CAPÍTULO	I
INDÍBIL	Y	MANDONIO,
ENTRE	CARTAGO	Y	ROMA
Custodia	el	acceso	al	casco	antiguo	de	Lleida	una	escultura	de	Indíbily
Mandonio,	régulos	de	los	ilergetes,	que	lucharon	por	mantener	su	independencia
y	su	forma	de	vida.	Muchos	fueron	los	caudillos,	jefes,	régulos	o	reyes	de	los
pueblos	de	Hispania	que	se	resistieron	a	ser	conquistados,	primero	por	los
cartagineses	y	después	por	los	romanos:	los	celtíberos	Alucio,	Istolacio	y	su
hermano	Indortes,	el	régulo	de	los	edetanos	Edecón,	el	jefe	turdetano	Culchas,	el
rey	de	los	bastetanos	Luxino,	el	segedano	Caro,	los	arévacos	Ambón	y	Leucón,	y
muchos	más.	Eran	guerreros	que	se	las	tenían	con	los	pueblos	limítrofes,	pero,
sobre	todo,	lo	fueron	con	quienes	pretendieron	imponerse	a	la	fuerza:	Cartago,
primero,	y	Roma,	después.	Entre	una	y	otra	se	encontraron	Indíbil	y	Mandonio,
unas	veces	pactando,	otras	guerreando.
LOS	CAUDILLOS	MÁS	IMPORTANTES	DE	HISPANIA
Así	los	considera	Polibio	y	los	presenta	como	los	amigos	más	fieles	de	los
cartagineses,	aunque,	añade,	«hacía	tiempo	que	por	dentro	sentían	lo	contrario»
(Historias,	X,	35,	6).	En	efecto,	Indíbil	y	su	cuñado	Mandonio	(no	eran
hermanos	de	sangre,	como	suponen	algunas	fuentes)	fueron	en	aquel	tiempo
(218-205	a.	C.)	«los	caudillos	más	importantes	de	Hispania»,	según	el
historiador	griego,	que	pactaron	primero	con	Cartago	y	después	con	Roma,
aunque	acabaron	luchando	contra	una	y	otra	pro	libertate	patria,	por	la	libertad
de	su	pueblo.
Indíbil	reinaba	sobre	los	ilergetes,	pueblo	ibero	establecido	al	sur	de	los	Pirineos
y	al	norte	del	Ebro	cuya	capital	era	Ilerda	(actual	Lleida).	Por	su	parte,	su	cuñado
Mandonio	era	probablemente	rey	de	los	ausetanos	(actual	comarca	de	Osona,
Barcelona)	o	de	los	ilercavones	(en	el	Bajo	Ebro).	En	todo	caso,	Indíbil	y
Mandonio	estaban	aliados	y	pactaron	con	Aníbal	cuando	este	tomó	Sagunto	y	se
dispuso	a	marchar	contra	Roma.
Pero	Roma,	con	el	fin	de	cortar	la	retaguardia	a	Aníbal,	envió	a	Hispania	a	los
hermanos	Publio	y	Cneo	Escipión,	que	desembarcaron	en	Ampurias	en	218	a.	C.
Indíbil,	junto	con	el	general	púnico	Hanón,	se	enfrentó	a	ellos	en	la	batalla	de
Cissa	(cerca	de	Tarragona),	pero	fue	derrotado	y	hecho	prisionero.	Cuando
Indíbil	recuperó	la	libertad	siguió	hostigando	ya	no	a	los	romanos	directamente,
sino	a	los	pueblos	vecinos	aliados	de	Roma:	cosetanos,	layetanos	e	indigetes,
que	habitaban	la	actual	costa	catalana.	Seis	años	después,	Indíbil,	con	siete	mil
suesetanos,	se	unirá	a	Asdrúbal	Giscón	para	luchar	contra	los	romanos	en	la
Bética.	Allí	perderán	la	vida	los	dos	Escipiones.	A	raíz	de	esta	victoria,	los
cartagineses	le	devolverán	los	territorios	que	Roma	había	usurpado	a	los
ilergetes	con	la	condición	de	pagar	un	tributo	en	plata	y	dejar	en	Cartago	Nova	a
sus	hijas	y	a	su	hermana	(la	esposa	de	Mandonio)	como	rehenes.	Ahora	estaba
Indíbil	a	merced	de	los	cartagineses	y,	como	apunta	Polibio,	a	su	trato	abusivo.
Roma	y	Cartago	estaban	en	plena	guerra,	e	Hispania	era	el	campo	de	batalla.	Los
cartagineses	seguían	internándose	por	la	Bética,	mientras	que	los	romanos
enviaron	al	joven	Publio	Cornelio	Escipión,	hijo	de	Publio	y	sobrino	de	Cneo,
asesinados	por	Asdrúbal,	no	solo	para	expulsar	a	los	púnicos	de	la	Península,
sino	con	el	ánimo	de	vengar	a	los	suyos.	En	209	a.	C.,	aprovechando	que	los
enemigos	estaban	protegiendo	las	minas	de	plata	fuera	de	Cartago	Nova,	atacó	la
ciudad	por	el	mar	y	en	cuestión	de	horas	la	tomó	sin	apenas	resistencia.	Allí	se
hizo	con	las	reservas	de	oro	y	plata	del	enemigo	y	liberó	a	los	rehenes.	Entre
ellos	se	hallaban	las	hijas	de	Indíbil	y	su	hermana,	y	esposa	de	Mandolio,	una
«dama	de	edad	avanzada,	de	rostro	venerable	y	majestuoso»,	como	la	describe
Polibio	(X,	18),	que	se	arrodilló	ante	el	general	y	le	rogó	que	respetara	la
dignidad	de	las	mujeres.	Así	lo	hizo	Escipión,	les	restituyó	la	libertad	y	perdonó
los	pagos	de	los	rescates.	También	entregó	a	la	joven	Iria	a	su	prometido,	el
príncipe	celtíbero	Alucio,	y	le	dio	el	oro	del	rescate	como	dote	para	la	novia,	tal
y	como	lo	pinta	Jean	II	Restout	en	Escipión	devolviendo	su	prometida	a	Alucio
(hacia	1750).	De	ese	modo,	Escipión	se	granjeó	la	simpatía	de	muchos	de	los
pueblos	indígenas	que	estaban	sometidos	a	los	cartagineses	y	tomó	fama	de	justo
y	benevolente.	La	«continencia»	o	la	«clemencia»	de	Escipión	será	enaltecida
por	los	historiadores	romanos,	como	Tito	Livio,	Apiano,	Polibio	o	Dion	Casio,	y
supondrá	un	lugar	común	en	la	pintura	de	la	escuela	flamenca	del	XVII.	Alucio
correspondió	tanto	a	una	como	a	otra	poniendo	a	disposición	de	Escipión	mil
cuatrocientos	jinetes	y	le	regaló	un	broquel	labrado	en	plata	que,	según	parece,	el
general	perdió	al	cruzar	el	Ródano.
Tras	estos	acontecimientos,	Indíbil	y	Mandonio,	junto	a	otros	jefes	hispanos,
abandonaron	el	campamento	cartaginés,	que	se	hallaba	en	el	interior	de	la
Bética,	y	acudieron	a	Cartago	Nova	para	ponerse	a	las	órdenes	de	Escipión.
Ahora	su	enemigo	era	Asdrúbal,	como	antes	lo	fuera	Roma.	La	unión	de
hispanos	y	romanos	fue	la	perdición	para	los	cartagineses,	los	cuales	fueron
derrotados	en	Baecula	(posiblemente	la	actual	Bailén),	en	208	a.	C.
Dos	años	después	corrió	el	rumor	de	que	Escipión	estaba	enfermo	de	muerte,
hecho	que	Indíbil	y	Mandonio	aprovecharon	para	intentar	escapar	del	dominio
de	Roma	provocando	la	sublevación	de	las	tropas	descontentas.	Pero	la
enfermedad	del	general	no	era	mortal	y,	cuando	se	hubo	restablecido,	cargó
contra	los	sublevados,	que	habían	acampado	junto	al	Júcar,	y	marchó	contra	sus
antiguos	aliados,	que	se	habían	retirado	a	sus	territorios	allende	el	Ebro.
Viendo	la	superioridad	del	ejército	romano	y	la	debacle	cartaginesa,	Indíbil
envió	a	Mandonio	a	pactar	la	paz	con	Escipión.	El	ausetano	se	abrazó	a	las
rodillas	del	general	y	le	rogó	clemencia.	Aunque	su	traición	merecía	la	muerte,
Escipión	les	perdonó	la	vida,	les	impuso	un	tributo	para	pagar	a	los	soldados	y
les	dio	a	elegir	«entre	la	amistad	o	el	odio	de	los	romanos»	(Tito	Livio,	XXVIII,
31-34).	Eligieron	entre	dientes	la	amistad	impuesta,	amistad	que	rompieron	a	la
primera	ocasión	que	encontraron,	que	fue	al	año	siguiente	(205	a.	C.).
Aprovechando	que	Escipión	se	encontraba	en	Italia	preparando	un	ejército	para
desembarcar	en	África,	los	ilergetes	se	sublevaron	contra	los	procónsules
Cornelio	Léntulo	y	Lucio	Manlio.	Pero	los	rebeldes	fueron	reducidos.	Indíbil
murió	en	la	batalla;	según	cuentan,	descabalgó	y	luchó	pie	en	tierra,	pero	fue
atravesado	por	innumerables	flechas.	Mandonio	logró	huir.
Imaginamos	a	Indíbil	en	el	fragor	de	la	batalla	arrojando	contra	sus	enemigos	su
lanza	de	hierro	(soliferreum)	y	empuñando	con	rabia	su	falcata.	El	soliferreum
no	era	de	madera	como	la	pila	romana,	sino	una	lanza	forjada	en	una	sola	pieza
de	hierro,	con	una	longitud	de	unos	dos	metros	y	una	punta	muy	corta,
generalmente	con	dos	pequeñas	aletas,	las	cuales	podían	tener	varios	ganchos
con	el	fin	de	que	al	extraer	la	punta	de	la	herida	provocara	desgarros.	La	pértiga
era	más	gruesa	(y	rugosa)	en	el	centro	que	en	los	extremos	para	facilitar	el	agarre
y	el	lanzamiento.	Por	su	parte,	la	falcata	era	una	espada	de	hierro	de	doble	filo
fabricada	generalmente	con	tres	láminas	soldadas	entre	sí:	la	central	se	prolonga
hasta	formar	la	empuñadura	y	las	otras	reforzaban	la	hoja,	afilada	para	no	solo
pinchar,	sino	también	cortar.	Tenía	una	forma	curvada	y	asimétrica	con	el	fin	de
distribuir	el	peso	y	hacerla	más	manejable.
Pero	en	aquella	última	batalla,	Indíbil	perdió	su	lanza	y	su	falcata.	El	consejo	de
los	ilergetes	decidió	rendirse	sin	condiciones.	Los	romanos	doblaron	el
stipendium,	reclamaron	grano	para	seis	meses	y	capotes	y	togas	para	el	ejército
(Livio,	29,	3);	exigieron	también	la	entrega	de	Mandonio	y	los	demás
instigadores.	Todos	fueron	crucificados.
LOS	DIOSCUROS	HISPANOS
Así	acaban	los	héroes	hispanos.	Son	héroes	porque	dieron	su	vida	por	defender	a
los	suyos	y	mantener	su	independencia;	pero,	quizá	por	ser	hispanos,	por	ese
estigma	misterioso	que	estamos	buscando,	no	consiguieron	nada.	Lo	veremos	en
Aníbal,	en	Viriato,	en	los	numantinos,	en	los	cántabros	y	los	astures:	las	victorias
en	las	batallas	no	necesariamente	ganan	guerras	y	la	implacable	historiasolo
escribe	en	mayúsculas	los	nombres	de	los	vencedores.
Pero	Indíbil	y	Mandonio	no	pretendieron	ser	héroes,	sino	solo	sobrevivir.	Es
verdad	que	no	pensaron	en	ellos	mismos,	sino	en	su	pueblo,	que	era	lo	que	les
correspondía	por	ser	los	régulos	de	los	ilergetes	y	de	los	ausetanos
respectivamente.	Querían	vivir	en	paz,	o,	mejor	dicho,	en	la	paz	de	aquella
época,	llena	de	pequeñas	tensiones	con	los	vecinos,	que	era	una	continua	guerra
de	subsistencia.	Indíbil	y	Mandonio	se	habían	hecho	más	fuertes	que	los	pueblos
colindantes	porque	se	habían	coaligado	(y	el	pacto	lo	habían	sellado	con	el
matrimonio	de	Mandonio	con	la	hermana	de	Indíbil).	La	unión	les	había	dado
fuerza	y	seguridad,	como	cuando	tienes	alguien	que	te	guarda	las	espaldas.
Conformaron	una	auténtica	diarquía,	fórmula	utilizada	por	otros	pueblos
indoeuropeos,	y	como	si	fueran	los	Dioscuros	de	la	mitología,	Cástor	y	Pólux,
creyeron	que	podrían	hacer	frente	a	cualquier	ejército	por	cartaginés	o	romano
que	fuera.
Pero	los	«hermanos»	hispanos	no	fueron	seres	mitológicos,	sino	una	pareja	de
aguerridos	guerreros	que	tanto	entraban	en	combate	como	se	sentaban	a	pactar
condiciones	de	paz,	que	lucharon	a	contracorriente	y	murieron	como	se	muere
cuando	se	vive	guerreando.	El	nombre	de	Mandonio	deriva	de	la	palabra	celta
mandos,	que	significa	«mulo»;	por	su	parte,	Indíbil,	o	Andobales,	puede
proceder	de	la	raíz	indoeuropea	nde	(«mucho»)	y	la	vascuence	beltz	(«negro»).
Sea	como	sea,	dan	nombre	al	comienzo	de	la	insurrección	hispana	contra	Roma.
No	se	puede	decir	que	los	ilergetes	fueran	un	pueblo	pacífico.	Su	estructura
social	era	eminentemente	militar,	gobernada	por	un	jefe	o	régulo,	como	lo
llamaron	los	romanos	(«reyezuelo»).	Construían	sus	poblados	sobre	colinas	y
estaban	fuertemente	amurallados,	con	las	casas	y	edificios	adosados	a	los	muros
dejando	en	el	centro	un	lugar	común	donde	había	un	estanque	o	pozo	de	agua
para	el	abastecimiento	de	sus	habitantes.	Todavía	podemos	visitar	hoy	las	ruinas
arqueológicas	de	antiguos	poblados	prerromanos,	como	Els	Vilars	de	Arbeca,	La
Pedrera	de	Vallfogona	o	Els	Estinclells	de	Verdú.	Preparados	para	la	defensa,	no
lo	estaban	menos	para	el	ataque,	pues	contaban	con	abundante	hierro	y
dominaban	la	metalurgia	para	fabricar	las	armas	de	las	que	ya	hemos	hablado.
Esa	seguridad	militar	les	permitía	no	solo	cultivar	la	tierra	y	criar	ganados,	sino
también	comerciar	sobre	todo	con	la	cercana	Emporion	(Ampurias),	colonia
griega	que	les	ponía	en	contacto	con	la	parte	oriental	del	mundo.	Prueba	de	ello
fue	el	uso	de	moneda,	una	imitación	de	los	ases	romanos	y	dracmas	griegos,
acuñada	en	bronce	y	plata	respectivamente,	con	una	efigie	de	un	lobo	(protector
de	los	ilergetes)	en	una	cara	y	la	inscripción	en	caracteres	iberos	de	Iltirta	(Ilerda,
Lleida)	en	la	otra.	Esta	es	la	única	referencia	que	tenemos	de	la	ciudad	ilergete,
pues	sabemos	que	su	capital	(situada	probablemente	en	el	centro	de	la	actual
Cataluña)	era	Atanagrum,	que	tras	la	definitiva	victoria	romana	fue	literalmente
arrasada.
Las	costumbres	ilergetes	eran	semejantes	a	las	de	los	otros	pueblos	de	la
Península.	Se	sentían	muy	unidos	a	la	naturaleza	y	consideraban	sagrados	a	los
animales;	así,	el	caballo	representaba	la	deidad	masculina	y	el	ciervo,	la
femenina.	Probablemente	por	influencia	centroeuropea,	incineraban	a	los
muertos	y	los	depositaban	en	urnas	de	cerámica	junto	a	los	objetos	que	les
habían	pertenecido	en	vida	y	ofrendas	familiares.	Creían	que	en	la	cremación	el
espíritu	salía	del	cuerpo	y	viajaba	hasta	unirse	con	el	sol	en	una	vida	feliz,	razón
por	la	cual	no	temían	a	la	muerte,	sino	que	la	festejaban	no	con	luto,	sino	con
alegría:	se	celebraba	un	gran	banquete	en	el	que	participaba	simbólicamente	la
persona	fallecida.	En	los	enterramientos	ilergetes	suelen	aparecer	alas	de	pájaro,
lo	que	indica	que	con	la	muerte	la	persona	quedaba	liberada	y	podía	volar	hasta
su	destino	venturoso.
Indíbil	y	Mandonio	no	son	seres	mitológicos,	como	Cástor	y	Pólux;	sin	embargo,
representan	más	de	lo	que	fueron:	la	insubordinación	de	los	hispanos	contra	un
poder	extranjero.	Así	lo	muestra	la	escultura	que	podemos	contemplar	en	Lleida,
la	cual	era	en	su	origen	una	pieza	en	yeso	creada	por	el	escultor	barcelonés
Medardo	Sanmartí	en	1882	que	representaba	a	los	guerreros	celtas	Istolacio	e
Indortes	y	que	permaneció	en	la	Biblioteca	Museo	Víctor	Balaguer	de	Vilanova	i
la	Geltrú	hasta	que	en	1945	fue	adquirida	por	el	ayuntamiento	de	la	capital
leridana.	El	consistorio	decidió	fundirla	en	bronce	y	colocarla	bajo	el	Arc	del
Pont	que	comunica	el	Pont	Vell	con	el	carrer	Major.	Istolacio	e	Indortes	pasaron
a	ser	Indíbil	y	Mandonio,	como	si	todos	los	jefes	de	los	pueblos	hispanos
compartieran	la	misma	forma	sustancial	con	diferente	materia,	el	mismo	molde
con	distintos	ingredientes.
DEMASIADO	BUENO	PARA	SER	REY
Si	a	Indíbil	y	Mandonio	los	podemos	llamar	los	«Dioscuros	hispanos»,	a	Publio
Cornelio	Escipión	podríamos	darle	el	nombre	de	«Hércules	romano».	Pertenecía
a	la	ilustre	familia	de	los	Escipiones,	derrotó	a	los	cartagineses	en	Hispania	(206
a.	C.)	y	a	Aníbal	en	África	(Zama,	202	a.	C.),	y	se	proclamó	gran	vencedor	de	la
Segunda	Guerra	Púnica,	por	lo	que	se	le	dio	el	apelativo	de	«el	Africano»;	fue
tenido	por	los	suyos	como	un	auténtico	héroe.
No	le	faltan	motivos	al	historiador	Polibio,	cronista	de	las	gestas	de	Escipión,
para	admirar	«la	extraordinaria	grandeza	de	alma	de	este	hombre,	siendo	muy
joven	y	yendo	siempre	la	Fortuna	a	su	lado».	Y	resume	su	currículum	con	estas
palabras:	«además	de	sus	proezas	en	Hispania,	acabó	con	los	cartagineses	y
sometió	al	dominio	de	Roma	la	parte	más	grande	y	bella	de	África,	desde	el	altar
de	Fileno	hasta	las	columnas	de	Hércules,	conquistó	Asia	y	el	reino	de	Siria	y
puso	a	las	órdenes	de	Roma	la	parte	más	bella	y	más	grande	de	la	tierra
habitada».	(X,	40,	7).
El	mismo	historiador	nos	cuenta	que	Indíbil	sentía	pareja	admiración	por
Escipión	y	que	lo	llamó	rey	ante	la	asamblea	de	los	iberos;	no	obstante,	el
romano	rechazó	tal	tratamiento,	pues	no	quería	ser	rey,	sino	que	prefería	que	le
llamaran	«general»	(imperator):	«Dijo	que	para	él	no	había	título	más	grande	que
el	de	general,	con	el	cual	sus	soldados	le	habían	aclamado»	(Tito	Livio,	XXVII,
19,	4).	Polibio	se	apresura	a	decir	que	tal	título	le	convenía	sin	duda,	pero	que	le
honraba	más	el	haberlo	rechazado.
Esta	pequeña	anécdota	pone	de	manifiesto	la	idiosincrasia	tanto	de	Indíbil	como
de	Escipión.	Creo	que	el	régulo	ilergete,	al	llamar	rey	al	romano,	no	intenta	tanto
otorgarle	más	poder,	sino	ponerlo	a	su	mismo	nivel,	para	poder	tratarlo	de	tú	a
tú.	Escipión	no	cae	en	la	trampa	y	prefiere	el	título	de	«general»	del	ejército	más
potente	del	mundo,	porque	reyes	(o	reyezuelos)	hay	muchos,	pero	Roma	solo
hay	una.	Se	consideraba	demasiado	bueno	para	ser	rey,	lo	cual	no	es	altanería	ni
falsa	humildad;	quizá	«grandeza	de	alma»,	como	piensa	Polibio,	o	simplemente
política,	arte	que	inventaron	los	romanos	y	que	los	hispanos	tardarían	mucho
tiempo	en	aprender.
Escipión	entendió	que	lo	que	en	aquel	momento	tocaba	no	era	colocarse	una
corona,	sino	derrotar	a	Cartago,	la	única	potencia	que	podía	hacer	sombra	a
Roma,	así	que,	tras	vencer	a	los	cartagineses	en	Hispania,	marchó	a	Italia	para
preparar	la	acometida	final	en	África.	De	modo	que	no	volvió	a	tratar	de	tú	a	tú	a
Indíbil,	ni	siquiera	lo	vio	morir.
Pero	Roma	vino	a	Hispania	para	quedarse.	Otros,	aunque	no	fueran	Escipiones,
seguirían	sometiendo	de	diversas	maneras	a	los	diferentes	pueblos	hispanos.
¿FELIZ	AÑO	NUEVO?
Tras	la	caída	de	Indíbil	y	Mandonio,	Roma	confiscó	propiedades,	impuso
multas,	retiró	las	armas	a	los	pueblos	indígenas	y	les	exigió	rehenes.	A	partir	del
año	197	a.	C.	el	Senado	romano	decidió	provincializar	Hispania.	Comenzó
dividiéndola	en	dos	zonas:	la	Citerior	y	la	Ulterior,	es	decir,	la	más	cercana	y	la
más	lejana	de	Roma	respectivamente;	envió	mandos	regulares	a	cada	una	de
ellas	e	impuso	fuertes	tributos.	Los	hispanos	no	tardaron,	sin	embargo,	en
sublevarse	aprovechando	que	las	legiones	romanas	estabanocupadas	luchando
contra	los	celtas	del	Po	y	contra	Filipo	de	Macedonia.
Tales	fueron	las	revueltas,	que	Roma	tuvo	que	enviar	a	Marco	Porcio	Catón	(que
a	la	sazón	tenía	39	años),	el	cual	disciplinó	al	ejército	y	cargó	contra	los
rebeldes.	A	pesar	de	que	usó	mano	dura	contra	ellos,	o	quizá	por	ese	motivo,	la
guerra	de	Hispania	se	hizo	pertinaz.	Roma	no	respetó	las	tierras	conquistadas	ni
a	sus	gentes	porque,	como	explican	P.	Barceló	y	J.	J.	Ferrer,	«desde	el	primer
momento	los	territorios	hispanos	se	convierten	en	áreas	de	explotación
indiscriminada	a	disposición	de	la	élite	senatorial,	que	se	muestra	insaciable	en
acumular	botines	y	laureles»	(Historia	de	la	Hispania	romana,	116).	Tito	Livio
hace	un	recuento	del	botín	que	Marco	Porcio	Catón	obtuvo	en	Hispania:	«llevó
en	su	triunfo	—escribe—	veinticinco	mil	libras	de	plata	sin	acuñar,	ciento
veintitrés	mil	denarios	de	plata,	quinientas	cuarenta	mil	monedas	de	plata
oscense	y	mil	cuatrocientas	libras	de	oro.	De	los	botines	recogidos,	había	dado	a
cada	soldado	doscientos	setenta	ases	y	el	triple	a	los	de	caballería»	(Ad	urbe
condita,	XXXIV,	46,	2-3).
Aunque	el	objetivo	era	el	mismo,	como	hemos	dicho,	provincializar	Hispania,
hubo	dos	formas	de	llevar	a	cabo	idéntica	misión.	Estaba	la	tendencia	represiva	y
belicista	iniciada	por	Catón,	que	buscaba	la	deditio,	es	decir,	la	sumisión	por	la
fuerza	y	la	rendición	incondicional,	y	la	tendencia	más	conciliadora,	que
pretendía	la	deductio,	es	decir,	la	fundación	de	una	colonia	romana,	postura
elegida	por	Tiberio	Sempronio	Graco	en	Celtiberia	(180-178	a.	C.).	Graco
intentó	armisticios	y	tratados	de	paz,	aunque	no	siempre	lo	consiguió;	así,	por
ejemplo,	cuando	capturó	al	hijo	del	régulo	Turro,	le	perdonó	la	vida	y	consiguió
que	su	padre	militara	en	su	bando.
El	sistema	catoniano	partía	de	la	base	de	que	la	guerra	debía	autoabastecerse
mediante	el	chantaje	y	el	saqueo,	y	de	que	cualquier	estratagema	o	engaño	era
lícito	(cfr.	Frontino,	Strategemata,	I,	1).	Siguieron	esta	tendencia	Lúculo	en	la
citerior	y	Galba	en	la	Ulterior.	También	la	adoptó	Escipión	Emiliano	en
Numancia.	Sea	como	sea,	los	dos	caminos	conducían	a	Roma,	que	era	la	que	se
enriquecía.	Esta	situación	generó	que	en	171	a.	C.	una	comisión	de	hispanos
presentara	una	queja	ante	el	Senado	por	las	extorsiones	y	abusos	de	algunos	de
los	gobernadores.	Seguramente	tal	comisión	representaba	a	ciudades	federadas
de	Roma,	ya	que	sus	quejas	fueron	escuchadas,	aunque	los	magistrados
corruptos	no	fueron	condenados.
La	política	exterior	romana	dejaba	mucho	que	desear	y	el	descontento	de	los
pueblos	hispanos	iba	en	aumento	tanto	en	la	Lusitania	como	al	oeste	de	la
Tarraconense.	Aquí	la	ciudad	de	Segeda	comenzó	a	ampliar	sus	murallas	y	a	dar
cobijo	a	otras	tribus	con	ánimo	de	dominar	la	zona.	Roma	no	veía	con	buenos
ojos	la	actitud	de	los	hispanos	y,	aunque	hubo	intentos	de	negociaciones,	acabó
por	declarar	la	guerra.
El	pequeño	incidente	tuvo	repercusiones	desproporcionadas.	El	Senado	decidió
enviar	a	Hispania	al	cónsul	Quinto	Fulvio	Nobilior	al	frente	de	un	ejército	con
más	de	treinta	mil	efectivos.	Para	facilitar	su	labor	y	poder	estar	preparado	para
entrar	en	combate	en	primavera,	se	decidió	adelantar	la	elección	de	los	cónsules
de	los	idus	de	marzo	a	las	calendas	de	enero.	A	partir	de	ese	153	a.	C.	el	curso
político	romano	comenzará	el	1	de	enero	y	lo	hará	también	nuestro	año	natural.
Pero	seguro	que	los	hispanos	no	celebraron	el	año	nuevo	como	lo	celebramos
ahora.
La	línea	pacifista	fue	seguida	por	Marco	Claudio	Marcelo	en	152	a.	C.	con	los
arévacos,	Quinto	Cecilio	Metelo	y	Quinto	Pompeyo	en	139	a.	C.	y,	dos	años
después,	Cayo	Hostilio	Mancino.	La	conducta	nada	hostil	de	Hostilio	Mancino
fue	rechazada	por	el	Senado	por	considerarla	demasiado	blanda	para	un	romano.
CAPÍTULO	II
ANÍBAL	BARCA,	EL	CARTAGINÉS	HISPANO
Aníbal	no	nació	en	Hispania;	sin	embargo,	bien	podemos	decir	que	fue	hispano.
Es	verdad	que	vio	la	luz	en	Cartago	(actual	Túnez)	en	el	año	247	a.	C.	y	que
murió	en	Bitinia	(actual	Turquía)	en	183	a.	C.	También	lo	es	que	transcurrió	casi
toda	su	vida	fuera	de	la	Península	y	que	desde	que	cruzó	los	Pirineos,	cuando
contaba	con	29	años,	ya	no	regresó.	No	obstante,	su	madre	era	hispana,	pasó	en
Cartago	Nova	(Cartagena)	su	niñez	y	juventud	y	se	casó	con	la	princesa	ibera
Himilce.	Se	formó,	por	tanto,	aquí,	y	aquí	concibió	la	idea	de	conquistar	Roma	e
inició	un	viaje	sin	retorno.	Recorrió	prácticamente	toda	la	península	ibérica	y
combatió	a	numerosos	pueblos	indígenas	desde	el	Guadiana	hasta	el	Tajo;	llegó
hasta	Salamanca,	conquistó	Sagunto	y	sometió	todo	el	Levante	hasta	la	región	de
los	ilergetes	en	el	valle	del	Ebro.
ODIO	ETERNO	A	ROMA
Aníbal	fue	cartaginés	porque	nació	en	Cartago	y	cartagenero	porque	vivió	en
Cartagena.	Fue	un	cartaginés	hispano	que	hizo	de	Hispania	la	patria	de	su	patria.
Sus	antepasados	púnicos	habían	llegado	a	la	península	ibérica	tres	siglos	antes
tras	haberse	impuesto	a	los	focenses	en	la	batalla	naval	de	Alalia	(actual
Córcega)	en	el	535	a.	C.,	tal	y	como	nos	lo	cuenta	Heródoto	(I,	166).
Fue	hijo	de	Amílcar	Barca,	comandante	en	jefe	del	ejército	cartaginés	durante	la
Primera	Guerra	Púnica,	quien,	a	pesar	de	sus	dotes	militares	y	su	ambición,	no
pudo	evitar	la	rendición	y	la	pérdida	de	Sicilia,	la	cual	pasó	de	ser	el	granero	de
Cartago	a	ser	el	de	Roma.	La	paz	supuso	un	fuerte	stipendium	que	sumió	a	su
país	en	una	profunda	crisis	(241	a.	C.).	Para	paliar	la	situación,	la	aristocracia
púnica	decidió,	sin	medir	las	consecuencias,	retirar	la	paga	a	sus	mercenarios.
Estos	no	tardaron	en	rebelarse	violentamente,	reclutaron	a	muchos	indígenas
descontentos	y	sitiaron	la	capital	cartaginesa.	Amílcar	consiguió	reunir	un
ejército	y	redujo	a	los	rebeldes.	Los	obligó	a	retirarse	a	un	desfiladero	y	les	dejó
morir	de	sed.
Amílcar	Barca,	que	había	luchado	contra	Roma	en	la	primera	guerra,	ardía	en
deseos	de	revancha.	Soñaba	con	volver	a	enfrentarse	con	su	antiguo	enemigo	y
vencerlo	definitivamente.	Con	ese	fin,	y	con	el	de	obtener	en	Hispania	el	grano
que	ya	no	podían	exportar	de	Sicilia	y	las	minas	de	oro	y	plata,	solicitó	del
Senado	cartaginés	permiso	para	formar	un	gran	ejército	en	la	península	ibérica
(algunos	historiadores	sospechan	que	lo	que	realmente	pretendía	era	formar	un
reino	independiente	de	Cartago).	La	cuestión	es	que	su	deseo	le	fue	concedido	y
se	dispuso	a	zarpar.
A	la	sazón	su	hijo	Aníbal	tenía	unos	9	años	(annorum	ferme	novem)	y,	según
cuenta	Tito	Livio,	el	niño	suplicó	entre	mimos	a	su	padre	que	lo	llevara	a
Hispania.	Entonces,	Amílcar,	antes	de	partir,	mientras	hacía	el	tradicional
sacrificio	a	los	dioses,	le	obligó,	junto	a	sus	hermanos,	«a	jurar,	con	las	manos
sobre	las	víctimas	del	sacrificio,	que	sería	enemigo	del	pueblo	romano	tan	pronto
como	pudiera	(cum	primum	posset)»	(Tito	Livio,	XXI,	1,	4),	o,	como	concreta
Apiano,	«cuando	entrara	de	lleno	en	la	vida	pública»	(Guerras	ibéricas,	9).	De
modo	que	Aníbal	se	convirtió,	por	el	juramento	que	hizo	siendo	un	niño,	en	«el
enemigo	más	implacable	del	pueblo	romano»,	en	palabras	de	Valerio	Máximo
(Dichos	y	hechos	memorables,	IX,	III,	3).
Ese	odio	eterno	a	Roma	lo	ratificó	ya	en	tierras	hispanas.	Lo	cuenta	este	último
autor:	«Deseando	en	cierta	ocasión	expresar	cuán	grande	era	el	odio	que
separaba	Roma	y	Cartago,	golpeando	la	tierra	con	su	pie	y	levantando	una
polvareda,	dijo:	“No	cesarán	de	hacerse	la	guerra	hasta	que	una	de	las	dos	sea
reducida	a	polvo”».	Palabras	proféticas.
Amílcar	Barca,	junto	a	sus	tres	hijos	Aníbal,	Asdrúbal	y	Magón	y	su	yerno
Asdrúbal	el	Bello,	desembarcó	en	Cádiz	en	237	a.	C.
Pronto	sometió	a	los	bastetanos	en	el	valle	del	Guadalquivir	y,	con	no	poco
esfuerzo,	a	los	turdetanos.	Marchó	después	al	Levante,	derrotó	a	los	contestanos
y	llegó	hasta	las	proximidades	de	Sagunto,	ciudad	aliada	de	Roma,	a	la	que
respetó.	Ante	el	nuevo	imperialismo	cartaginés,	reaccionó	el	lusitano	Istolacio,
que	perdió	la	vida	en	los	enfrentamientos.
Amílcar	murió	en	229	a.	C.	luchando	contra	los	oretanos,	que	se	habían	hecho
fuertes	en	Ilici	(Elche).Ocurrió	de	esta	manera.	Los	ilicitanos	tuvieron	la	osadía
de	sublevarse	contra	los	cartagineses	e	incluso	atacar	la	fortaleza	cartaginesa	de
Akra	Leuka	(Castrum	album	la	llamaron	los	romanos).	La	reacción	de	Amílcar
Barca	no	se	hizo	esperar,	reorganizó	su	ejército	y	marchó	contra	Ilici	siguiendo
el	río	Vinalopó.	Los	ilicitanos,	ya	replegados,	sopesaron	sus	posibilidades:
pensaron	en	desviar	el	río	o	en	provocar	un	incendio	en	la	plana,	pero	ambas
ideas	fueron	descartadas,	la	primera	por	la	imposibilidad	de	emprender	una	obra
semejante	en	tan	poco	tiempo	y	la	segunda	por	la	dificultad	de	controlar	el
incendio	tras	un	eventual	cambio	de	la	dirección	del	viento.	Decidieron,	en	fin,
reclutar	soldados	de	los	pueblos	vecinos	y	esperar	al	enemigo	fuera	de	la	ciudad.
Cuando	los	cartagineses	llegaron	a	las	inmediaciones	de	Ilici,	vieron	a	lo	lejos
una	línea	perpendicular	al	río	compuesta	por	cientos	de	carros	llenos	de	leña
tirados	por	bueyes.	Amílcar,	creyendo	tener	controlada	la	situación,	se	dispuso	a
pasar	la	noche	y	ordenó	acampar	a	la	espera	del	amanecer,	cuando	con	toda
seguridad	cobraría	una	cómoda	victoria.
Pero	a	punto	de	caer	la	noche	los	cartagineses	vieron	venir	hacia	ellos	aquella
línea	de	bueyes	que	arrastraban	sus	pesados	carros.	Conforme	se	acercaban,	los
carros	comenzaron	a	arder	y,	conforme	ardían,	los	bueyes,	asustados	por	el	fuego
que	llevaban	detrás,	tomaron	velocidad	y	arremetieron	contra	el	campamento
enemigo.	Los	soldados,	cual	toreros	sin	traje	de	luces,	intentaban	sortear	a	los
bueyes,	muchos	fueron	arrollados	y	aplastados	por	las	pezuñas	de	los	rumiantes
y	las	ruedas	de	los	carros,	y	los	que	lograban	salir	ilesos	eran	atacados	por	los
ilicitanos	que	venían	en	segunda	línea.	El	campamento	empezaba	a	arder	y
Amílcar	dio	la	orden	de	retirarse	al	río	para	ponerse	a	salvo	de	las	llamas.	En
aquel	lugar	las	aguas	corrían	embravecidas,	como	bravos	eran	los	bueyes
incendiarios,	y	el	general	cartaginés	murió	ahogado	junto	a	muchos	de	sus
hombres.
La	victoria	ilicitana	fue	más	cómoda	de	lo	previsto	y	Amílcar	no	vio	amanecer.
Algunos	dicen	que	los	cartagineses	fueron	los	primeros	toreros	que	hubo	en
Hispania,	aunque	ninguno	logró	culminar	con	éxito	la	faena.
Al	jefe	cartaginés	en	Hispania	le	sucedió	su	yerno	Asdrúbal,	quien	fundó
Cartago	Nova	(la	actual	Cartagena)	y	firmó	un	tratado	con	el	Senado	romano
según	el	cual	se	comprometía	a	no	pasar	«con	fines	bélicos»	más	allá	del	río	Iber
(226	a.	C.).	Los	libros	de	historia	siempre	han	supuesto	que	se	trataba	del	Ebro
(Hiberus,	en	latín),	pero	según	la	historiografía	más	moderna	puede	referirse	al
río	Segura	(o	al	Júcar,	según	Jérôme	Carcopino),	lo	cual	parece	más	lógico,	ya
que	la	posterior	toma	de	Sagunto	por	parte	de	Aníbal	no	hubiera	roto	el	pacto	si
el	Iber	fuera	el	Ebro,	sí,	en	cambio,	si	se	hubiera	tratado	del	Segura;	además,	esta
interpretación	resulta	más	coherente	con	Apiano,	quien	sitúa	a	los	saguntinos	«a
medio	camino	entre	los	Pirineos	y	el	río	Iber».
LA	GUERRA	DE	ANÍBAL
Ocho	años	después,	Asdrúbal	fue	asesinado	por	un	celta,	que	tomó	venganza	por
la	muerte	de	su	jefe	Tago,	y	le	sucedió	Aníbal,	que	a	la	sazón	tenía	25	años	y
unas	ansias	enormes	por	llevar	a	término	el	juramento	que	había	hecho	de	niño.
Su	primera	campaña	consistió	en	internarse	en	la	meseta	central	y	reclutar
mercenarios.	Después	acechó	a	Sagunto,	protegida	de	Roma,	con	la	excusa	de
que	estaba	hostigando	a	sus	vecinos,	aliados	de	Cartago.	Envió	múltiples	misivas
al	Senado	cartaginés	solicitando	permiso	para	atacar	la	ciudad	hispana.	Al	fin	lo
obtuvo	y	sitió	Sagunto.	Los	saguntinos	aguantaron	durante	ocho	meses;	en
ningún	momento	pensaron	en	retirarse.	Muestra	de	ello	es	que	reunieron	todo	el
oro	y	plata	y	lo	fundieron	junto	con	plomo	y	bronce	para	que	resultara	inservible
cuando	Aníbal	tomara	la	ciudad.
Aunque	el	propio	general	fue	gravemente	herido	en	las	murallas	de	la	ciudad,
quien	sufrió	el	terrible	asedio	fue	la	población	que	iba	muriendo	por	falta	de
víveres.	San	Agustín	nos	dice	que	«primeramente	se	fue	consumiendo	por	el
hambre,	pues	aseguran	que	algunos	comieron	los	cuerpos	muertos	de	sus
mismos	compatriotas;	después,	reducida	al	mayor	extremo	con	la	penuria	y
escasez	de	todas	las	cosas	necesarias	a	la	vida	y	a	su	propia	defensa,	por	no	verse
ni	aun	cautiva	en	manos	de	Aníbal,	formó	en	la	plaza	pública	una	grande
hoguera,	y,	degollando	a	todos	sus	amados	hijos	y	parientes	y	demás	ciudadanos,
se	arrojaron	todos	en	ella»	(La	ciudad	de	Dios,	III,	20).
Un	episodio	semejante	—aunque	en	este	caso	fueron	los	romanos	los	agresores
—	se	produjo	quince	años	después	(en	206	a.	C.)	en	la	ciudad	turdetana	de
Astapa	(cerca	de	Herrera,	Sevilla),	aliada	de	Cartago.	Ante	el	cerco	romano,	los
astapenses	decidieron	salir	de	la	ciudad	por	un	solo	punto	a	tropel	contra	el
ejército	que	estaba	acampado	al	otro	lado	del	río,	dejando,	eso	sí,	a	unos
cincuenta	jóvenes,	casi	adolescentes,	al	cuidado	de	las	mujeres,	ancianos	y
niños.	A	pesar	de	la	furia	de	los	turdetanos,	enseguida	fueron	aniquilados	por	los
romanos,	los	cuales	se	dispusieron	a	entrar	en	la	ciudad	para	tomar	el	botín.	Su
sorpresa	fue	terrible	cuando	encontraron	que	los	cincuenta	jóvenes	habían
degollado	a	sus	conciudadanos	y	ardían	todos	en	una	pira	enorme	junto	al	oro
que	pensaba	llevarse	Marcio,	el	general	romano	al	mando;	ante	la	presencia	de
los	romanos	se	arrojaron	ellos	al	fuego	(Apiano,	Iberia,	33;	Tito	Livio,	XXVIII,
22-23).
La	guerra,	la	Segunda	Guerra	Púnica,	la	guerra	de	Aníbal	estaba	servida.	«Un
solo	hombre	y	una	sola	alma	—dice	Polibio—	fueron	la	causa»	(IX,	5,	22).
Aníbal,	que	había	formado	un	poderoso	ejército	compuesto	por	ochenta	mil
hombres	y	treinta	y	siete	elefantes,	tras	haber	destruido	Sagunto,	se	preparó	para
dirigirse	hacia	la	Galia	con	la	intención	de	marchar	contra	Roma.
A	pesar	de	estar	solo	y	haber	perdido	gran	parte	del	ejército	en	la	travesía	de	los
Alpes	y	un	ojo	por	tracoma,	Aníbal	continuó	abriéndose	paso	en	Italia	venciendo
batalla	tras	batalla.	Después	de	la	victoria	en	el	lago	Trasimeno	en	217	a.	C.,
parecía	que	el	cartaginés	se	abalanzaría	sobre	Roma;	sin	embargo,	se	quedó	ad
portas,	pasó	de	largo	y	continuó	hacia	el	sur.	Los	romanos	se	enfrentaron	a
Aníbal.	El	resultado	fue	nefasto:	sufrieron	una	sanguinaria	derrota	en	Cannas
(216	a.	C.),	donde	perecieron	cuarenta	y	cinco	mil	legionarios	y	otros	veinte	mil
fueron	hechos	prisioneros.
No	sabemos	por	qué	Aníbal	se	quedó	ad	portas	de	Roma	antes	de	la	batalla	de
Cannas	ni	después	de	la	victoria.	Quizás	el	odio	que	le	profesaba	desde	niño	le
había	enseñado	a	respetarla	o	tal	vez	no	estaba	totalmente	seguro	de	la	victoria;
además,	Cartago	estaba	más	pendiente	de	las	pérdidas	en	Hispania	que	de	las
locuras	de	Aníbal.	Algunos	historiadores	piensan	que	no	entró	en	Roma	porque
esperaba	refuerzos	hispanos	que	no	llegaron.	Tal	vez	si	hubiera	tenido	bajo	su
mando	a	los	soldados	iberos	que	esperaba,	Roma	hubiera	acabado	siendo
hispana.	Pero	la	historia	tomó	otro	camino.	Sea	como	sea,	el	general	cartaginés
se	estableció	en	el	sur	de	Italia,	se	alió	con	el	rey	Filipo	de	Macedonia	y	nunca
avanzó	hacia	la	ciudad	eterna.
Por	su	parte,	los	romanos,	dirigidos	por	Cneo	Escipión,	habían	desembarcado	en
Ampurias	(218	a.	C.)	con	la	intención	de	cortar	la	retaguardia	del	ejército
cartaginés,	capitaneada	por	Asdrúbal	y	Magón,	los	hermanos	de	Aníbal.
Escipión	tomó	Gades	(Cádiz),	Cartagena	y	Baecula	(Bailén)	y	obligó	a	Magón	a
retroceder	hasta	salir	de	la	Península,	pero	no	pudo	evitar	que	Asdrúbal	llegara
también	a	los	Alpes.	El	encuentro	de	los	dos	hermanos	fue	abortado	por	el
cónsul	Claudio	Nerón,	que	derrotó	al	ejército	de	Asdrúbal,	quien,	creyendo	que
su	hermano	había	sido	vencido,	se	suicidó	(207	a.	C.).	Su	cabeza	fue	arrojada	en
el	campamento	de	Aníbal.
A	pesar	de	las	muchas	bajas	y	la	muerte	de	los	dos	hermanos	Escipiones,	Cneo	y
Plubio,	el	ejército	romano	se	rehízo	y	Plubio	Cornelio,	hijo	de	este	último,	fue
enviado	a	la	Península.	Tras	expulsar	a	los	cartagineses	de	Hispania,	desembarcó
en	África.	El	joven	general	romano	secoaligó	con	el	rey	númida	Masinisa	y
marchó	contra	Cartago.	Los	cartagineses	pidieron	una	tregua	que	les	fue
concedida	a	cambio	de	renunciar	a	Hispania,	pagar	cinco	mil	talentos	y	reducir
su	flota	a	veinte	naves.	Todos	estos	tratos	se	habían	llevado	a	cabo	sin	contar	con
Aníbal.	Cuando	se	enteró	de	la	situación,	el	general	apareció	en	África,	¡treinta	y
seis	años	después!,	ya	no	para	conquistar	Roma,	sino	para	salvar	Cartago.
Los	ejércitos	se	encontraron	en	la	llanura	de	Zama,	a	80	kilómetros	de	Cartago
(202	a.	C.).	Antes	de	entrar	en	combate,	los	dos	generales	concertaron	una
entrevista.	Aníbal	y	Escipión	frente	a	frente,	una	conferencia	de	alto	nivel,	como
diríamos	ahora.	«Por	un	momento	se	callaron	contemplándose	uno	al	otro,	casi
atónitos	por	la	mutua	admiración»,	dice	Tito	Livio	(XXX,	30,	2).	El	historiador
Polibio,	como	si	hubiera	sido	testigo	del	encuentro	antes	de	la	batalla,	nos
presenta	un	Aníbal	mucho	más	prudente	de	lo	que	pudiéramos	imaginar:
«Siendo	el	primero	en	saludar,	Aníbal	comenzó	a	decir	que	hubiera	deseado	que
ni	los	romanos	hubieran	apetecido	jamás	nada	fuera	de	Italia,	ni	los	cartagineses
nada	fuera	de	África,	porque	los	dos	tenían	unos	hermosísimos	imperios,
limitados,	por	así	decirlo,	por	la	propia	naturaleza»	(Historia,	XV,	6,	4).	Sin
embargo,	no	llegaron	a	ningún	acuerdo:	el	cartaginés	renovó	su	odio	eterno	a
Roma,	y	el	romano,	su	amor	y	lealtad.	La	victoria	fue	romana	y	Aníbal	pudo
escapar.
Cuenta	Tito	Livio	que	el	general	«confesó	a	la	curia	cartaginesa	que	había	sido
vencido	no	solo	en	la	batalla,	sino	también	en	la	guerra,	y	que	no	quedaba
ninguna	salida	que	no	fuera	la	paz»	(XXX,	35,	11).	Cartago	firmó	la	paz	y	no	fue
destruida	—no	por	ahora—,	se	comprometió	a	no	armar	ningún	otro	ejército	y	a
quedarse	recluida	en	África.	Aníbal	fue	de	aquí	para	allá	huyendo	siempre	de	los
romanos,	que	lo	perseguían	sin	cesar.	En	cierta	ocasión,	viéndose	atrapado	en
Bitinia,	por	no	caer	en	manos	de	los	que	tanto	odiaba,	se	envenenó	(182	a.	C.).
Por	su	parte,	Escipión	celebró	en	Roma	su	correspondiente	triumphus	y	fue
llamado	desde	entonces	«el	Africano».
ELEFANTES	EN	LA	NIEVE
Hispania	no	es	tierra	de	elefantes.	Solo	un	hombre	podía	hacer	que	los
paquidermos	pisaran	la	Península,	las	cálidas	arenas	de	las	playas	de	Cartagena	y
las	húmedas	y	frías	sendas	del	Pirineo,	así	como	las	nieves	de	los	Alpes.	Solo	un
hispano,	aunque	de	origen	cartaginés,	con	un	ejército	integrado	sobre	todo	por
soldados	hispanos,	podría	atreverse	a	marchar	contra	la	omnipotente	Roma,	a
meterse	en	la	boca	del	lobo	(o	de	la	loba,	según	se	mire),	a	cargar	su	honda
contra	el	Goliat	de	la	llanura	Padana.
Pero	si	bien	Aníbal	no	era	fino	y	delicado	como	el	rey	David,	sino	robusto	y
fiero,	se	mostraba,	como	el	israelita,	valiente	y	astuto.	Hacía	honor	a	su	apellido,
pues	Barca	significa	«resplandor»	y	parece	que	el	general	brillaba	con	fulgor	y
era	luz	para	sus	soldados,	los	cuales	lo	amaban	con	fervor.	Dice	Tito	Livio	que
fue	«siempre	el	primero	en	entrar	en	combate	y	el	último	en	salir	de	él»,	y
Apiano	que	era	«belicoso	y	querido	por	sus	soldados,	persuasivo	y	convincente
en	el	trato».
Sin	embargo,	«algunos	creen	que	fue	cruel	en	extremo;	otros	que	fue	sumamente
avaricioso»	(Polibio,	IX,	5,	22).	Cruel	para	los	romanos,	codicioso	para	los
cartagineses.	Mezcla	explosiva	que	hizo	que	el	nombre	de	Aníbal	sonara
terrorífico	y	fuera	temido	en	Roma	(«Hannibal	ad	portas!»,	gritaban
aterrorizados	los	ciudadanos	romanos	cuando	se	acercaba	el	cartaginés	con	su
ejército),	como	el	psicópata	Hannibal	Lecter	en	la	ficción.
Tras	haber	tomado	Sagunto,	Aníbal	se	retiró	a	Cartagena	para	pasar	el	invierno.
Ofreció	a	sus	hombres	volver	a	sus	hogares	y	reunirse	en	primavera	para	iniciar
una	gran	guerra.	Llegado	el	mes	de	Marte	(marzo),	pasó	revista	a	sus	tropas	y	él
se	dirigió	a	Cádiz	para	orar	en	el	santuario	dedicado	al	dios	fenicio-griego
Melqart-Heracles.	Cuentan	que	tanta	fe	tenía	Aníbal	en	Heracles	(Hércules)	que
llevaba	siempre	una	estatuilla	del	héroe	que	había	pertenecido	a	Alejandro
Magno.
Antes	de	cruzar	el	Ebro	tuvo	un	sueño.	Soñó	que	un	joven	de	aspecto	divino	le
dijo	que	Júpiter	lo	guiaría	hasta	Italia	si	lo	seguía	sin	mirar	atrás.	Así	lo	hizo,
pero	la	curiosidad	o	el	temor	le	obligaron	a	girar	la	mirada.	Vio	entonces	una
enorme	serpiente	que	iba	destruyendo	todo	a	su	paso	y	detrás	de	ella	el	cielo
arrojaba	rayos	y	truenos.	Preguntó	al	joven	qué	significaba	aquello	y	él	le	dijo
que	estaba	viendo	la	devastación	de	Italia	(cfr.	Tito	Livio,	XXI,	22,	5-9).
Aníbal	se	encaminó	hacia	el	norte	por	el	«camino	de	Heracles»,	ruta	que,	según
la	mitología,	había	tomado	el	héroe	griego	para	regresar	a	Grecia	tras	haber
robado	la	manada	de	toros	de	Gerión	y	que	posteriormente	marcará	a	grandes
rasgos	el	trayecto	de	la	Vía	Augusta.	Su	ejército	contaba	con	treinta	y	siete
elefantes.
Los	elefantes	eran	usados	principalmente	para	causar	terror	en	las	filas	enemigas
y	como	medio	de	transporte.	El	elefante	más	conocido	del	ejército	de	Aníbal	se
llamaba	Suru,	según	nos	cuentan	Catón	y	Polibio,	un	ejemplar	enorme	con	un
colmillo	roto	(probablemente	en	alguna	batalla)	sobre	el	que	viajaba	Aníbal,
sobre	todo,	a	partir	de	la	pérdida	de	un	ojo	en	las	marismas	de	Italia.	Hizo
colocar	sobre	el	paquidermo	una	torre	de	madera	desde	donde	vigilaba	al
enemigo	y	dirigía	la	batalla.	Casi	todos	los	elefantes	eran	de	origen	africano;	sin
embargo,	Suru,	dado	su	tamaño	y	su	nombre,	probablemente	era	indio.
Sin	duda,	los	elefantes	suponían	una	fuerza	adicional	en	la	batalla	y	su	manejo
por	parte	del	enemigo,	un	arma	aterradora.	Esa	forma	de	entrar	en	combate,
como	la	poca	seriedad	que	los	cartagineses	mostraban	en	los	acuerdos,	dio	como
resultado	la	expresión	fides	punica,	una	forma	irónica	de	proclamar	la	falta	de
palabra	de	un	cartaginés	y	el	recelo	con	el	que	había	que	tomarse	sus	promesas.
Dicen	que	Roma	despertaba	dos	pasiones:	o	se	la	amaba	como	a	una	madre	o	se
la	odiaba	como	al	enemigo	más	atroz.	Todos	somos	capaces	de	amar	y	capaces
de	odiar,	porque	el	alma	humana	se	parece,	como	explica	Platón	(Fedro,	245d),	a
un	carro	alado	tirado	por	dos	corceles,	uno	blanco	y	otro	negro.	El	primero
simboliza	nuestros	sentimientos	más	puros,	nuestras	nobles	ambiciones,	el
impulso	hacia	el	bien;	mientras	que	el	otro,	alimentado	por	el	odio,	nos	empuja
hacia	el	mal,	la	envidia,	el	rencor.	Suerte	que	el	carro,	sigue	explicando	Platón,
está	guiado	por	un	auriga	sabio	y	responsable	que	sabe	cuándo	tiene	que	azuzar
al	potro	blanco	y	cuándo	refrenar	al	negro.	El	auriga	prudente	representa	a	la
razón	que,	como	el	buen	afinador	de	liras,	sabe	apretar	o	aflojar	las	clavijas.
Ambos	caballos	son	necesarios	para	tirar	del	carro,	ninguno	es	prescindible;	la
función	del	auriga	consiste	en	hacer	que	el	díscolo	no	se	desboque	y	que	el
bueno	no	se	amedrente.
Si	sirve	el	símil,	el	carro	alado	de	la	historia	de	finales	del	siglo	III	a.	C.	estaba
tirado	por	dos	caballos:	Aníbal	y	Escipión.	El	primero	estaba	alimentado	por	el
odio	a	Roma;	el	segundo,	por	el	amor	a	la	República	romana.	Se	objetará,	y	no
sin	razón,	que	el	amor	y	el	odio	son	recíprocos,	que	Aníbal	odiaba	a	Roma
porque	amaba	profundamente	a	Cartago	y	que	Escipión,	porque	amaba	a	Roma,
odiaba	profundamente	a	Cartago.	Pero,	en	propiedad,	no	es	así	del	todo.	El	mal,
el	odio,	no	tienen	la	misma	realidad	que	el	bien	y	el	amor.	El	mal	no	es	sino
ausencia	de	bien,	y	el	odio,	falta	de	amor,	por	eso,	el	corazón	que	solo	se
alimenta	de	odio,	de	rencor,	de	envidia,	acaba	por	autodestruirse.	Escipión
odiaba	a	Cartago,	pero	era	más	fuerte	su	amor	a	Roma.	Tanto	el	amor	como	el
odio	pueden	llegar	a	cegarnos,	pero	la	ceguera	que	producen	es	de	diferente
género.	El	primero	nos	pone	una	venda	en	los	ojos;	el	otro	nos	endurece	el
corazón.
Aníbal,	movido	por	el	«odio	eterno	a	Roma»,	que	había	jurado	de	niño,	tras	la
derrota	de	Zama,	vivió	el	resto	de	su	vida	huyendo	de	los	que	odiaba.	Llegado	a
Bitinia	se	envenenó.	Tito	Livio	nos	cuenta	que	al	tomar	el	veneno	dijo:
«Devolvamos	la	tranquilidad	a	los	romanos,	ya	que	no	tienenpaciencia	para
esperar	a	que	yo	me	muera	de	viejo».	Tenía	64	años.
CAPÍTULO	III
VIRIATO,	EL	CAPITÁN	LUSITANO
Si	Aníbal	marchó	contra	Roma,	Viriato	jugó	al	gato	y	al	ratón	con	el	mayor
ejército	del	mundo.	Si	el	cartaginés	fue	general	de	una	gran	potencia	con
similares	intenciones	imperialistas	que	su	gran	enemiga,	el	lusitano	fue	líder	de
un	pueblo	que	se	defendió	con	uñas	y	dientes	del	bárbaro	conquistador.	Si
Aníbal	se	quedó	ad	portas	de	Roma,	Viriato	consiguió	que	Roma	no	atravesara
las	de	una	parte	de	Hispania	que	amaba	como	se	ama	a	una	madre.	La	Lusitania
ocupaba	el	territorio	entre	el	Tajo	y	el	Guadiana,	lindaba	al	norte	con	los
vetones,	al	sur	con	los	túrdulos,	al	este	con	los	carpetanos	y	al	oeste	con	la
fachada	atlántica.	Pero	de	pronto	llegó	un	pueblo	soberbio	que	quiso	derribar	la
puerta	de	la	casa.	Viriato	no	lo	podía	consentir	y	lideró	una	de	las	resistencias
más	famosas	de	la	historia.
EL	PASTOR	DEL	BRAZALETE
No	sabemos	su	nombre	original,	solo	que	los	romanos	lo	llamaban	Viriato,	de
viria,	«brazalete»	en	lengua	ibera,	porque,	como	los	capitanes	en	los	equipos	de
fútbol	de	ahora,	llevaba	uno	en	su	brazo.	La	tradición	nos	lo	describe	como	un
pastor	lusitano	que	dejó	sus	ganados	para	luchar	contra	Roma.	Aunque	los
lusitanos	se	dedicaban	sobre	todo	al	pastoreo,	no	solo	ovino	y	porcino,	sino
también	equino,	probablemente	Viriato	fuera	jefe	tribal	hecho	ya	a	la	guerra.	No
en	vano,	por	allí	habían	pasado	ya	los	cartagineses,	y	para	defender	los	ganados
hace	falta	algo	más	que	un	cayado.
No	sabemos	cómo	era	físicamente,	pero	yo	me	lo	imagino	como	opuesto	al
cuñado	del	protagonista	de	la	novela	de	Eduardo	Mendoza,	La	aventura	del
tocador	de	señoras,	que	tenía	el	mismo	nombre,	pero	contraria	fisonomía.
«Viriato	frisaba	la	cincuentena,	era	bajo,	rechoncho,	escaso	de	pelo,	corto	de
remos,	levemente	encorvado,	y	debía	de	haber	sido	bizco	cuando	aún	disponía
de	los	dos	ojos.	Por	lo	demás,	era	un	hombre	de	aspecto	saludable,	no	mal
parecido,	con	aspecto	de	bonachón	y	predispuesto	a	reír	sus	propios	chistes».
Démosle	la	vuelta	a	la	descripción	que	hace	el	novelista	y,	probablemente,
obtendremos	una	que	se	parezca	al	Viriato	real.
Nos	dice	Estrabón	que	los	lusitanos	componían	el	pueblo	más	numeroso	de	los
pueblos	ibéricos	y	que	se	dedicaban	también	al	pillaje.	Los	romanos	lo	pudieron
comprobar	cuando	un	tal	Púnico,	otro	nombre	que	dieron	los	romanos	a	un	jefe
lusitano,	cargó	contra	los	nuevos	invasores	en	155	a.	C.	y	acabó	con	seis	mil
hombres,	entre	ellos,	el	cuestor	Terencio	Varrón.	Siguió	hostigando	a	los
romanos	hasta	que	murió	de	una	pedrada.	Le	sucedió	Césaro,	nombre
prerromano,	que	luchó	contra	Lucio	Mumio,	que	había	venido	desde	Italia	con
un	renovado	ejército.	Venció	Mumio	y	Césaro	se	dio	a	la	fuga.	El	cónsul	tomó
venganza	y	aniquiló	a	nueve	mil	hombres,	después	venció	también	a	Cauceno,
sucesor	de	Césaro,	y	aniquiló	a	quince	mil	más.	Tras	tantas	victorias	regresó	a
Roma	y	celebró	el	triumphum	por	todo	lo	alto.
Marco	Atilio	tomó	el	relevo	de	Mumio	y	al	año	siguiente	fue	sustituido	por
Servio	Sulpicio	Galba	(151	a.	C.),	el	hombre	que	iba	a	ofender	gravemente	a	los
lusitanos	y	a	encender	el	ánimo	bélico	de	Viriato.	El	pretor	fue	un	hombre
ambicioso	y	cruel,	dispuesto	a	cualquier	cosa	con	tal	de	someter	a	los	pueblos
hispanos,	como	fue	urdir	la	siguiente	estratagema,	llamada	por	Apiano	la
«perfidia	de	Galba»,	indigna,	según	él,	de	un	romano.
Galba	propuso	a	los	lusitanos	ser	aliados	de	Roma,	de	manera	que	les	daría
recursos	y	una	tierra	fértil.	Apiano	recoge	las	palabras	que	les	dirigió:	«La
esterilidad	del	suelo	y	la	pobreza	os	fuerzan	a	hacer	estas	cosas;	pero	yo	os	daré
por	ser	aliados	sin	recursos	una	tierra	fértil	y	os	estableceré	en	campos
abundantes,	después	de	que	os	haya	dividido	en	tres	grupos»	(VI,	59).	A	estas
palabras	cedieron	los	lusitanos	y,	abandonando	sus	hogares,	se	reunieron	donde
Galba	les	indicó	formando	tres	grupos.	Se	dirigió	el	romano	al	primer	grupo	y
les	pidió	que	como	amigos	se	desarmaran	y,	una	vez	entregadas	las	armas,
ordenó	aniquilarlos.
La	estratagema	de	Galba	era	que	los	otros	dos	no	supieran	lo	que	había	hecho
con	los	primeros	y,	así,	pudo	aniquilarlos	a	todos.	La	matanza	fue	terrible,	pero
un	pequeño	grupo	logró	huir.	Entre	ellos	se	encontraba	un	joven,	que	los
romanos	llamarán	Viriato,	quien	tras	salvar	la	vida	decidió	que	acabaría	con	la
de	los	asesinos.	No	sabemos	si,	como	Aníbal,	juró	odio	eterno	a	Roma;	lo	que	sí
sabemos	es	que	se	convirtió	en	una	pesadilla	para	los	romanos.	Reclutó	cuantos
hombres	y	mujeres	estuvieran	dispuestos	a	dar	su	vida	por	la	libertad	e	inició	una
guerra	de	guerrillas	que	tuvo	en	jaque	a	los	invasores	durante	casi	nueve	años,	de
147	a	139	a.	C.
ROMA	NO	PAGA	TRAIDORES
En	aquella	perversa	«perfidia	de	Galba»	fueron	asesinados	seis	mil	inocentes.
Por	ello,	Galba	fue	procesado	en	Roma,	pero	resultó	absuelto.	Cuenta	Valerio
Máximo	que	la	acusación	corrió	a	cargo	del	que	también	había	sido	procónsul	en
Hispania,	Marco	Porcio	Catón	«el	Censor»,	de	85	años	de	edad,	pero	que	Galba
derramó	tantas	lágrimas	ante	la	asamblea	e	hizo	simbólica	entrega	de	sus	hijos
pequeños	al	pueblo	romano,	que	fue	absuelto:	«Como	no	podía	esperar	la
absolución	por	su	inocencia,	la	obtuvo	por	la	piedad	que	inspiraron	sus	hijos»
(VIII,	1,	2).	Así	de	cínica	se	mostraba	la	República	romana.
Viriato,	herido	en	lo	más	profundo	de	su	ser,	pues	casi	todos	sus	familiares	y
amigos	habían	perecido	en	aquella	trampa	mortal,	logró	la	unión	de	todos	los
lusitanos.	De	hecho,	los	romanos	lo	consideraban	el	rey	de	Hispania.	El
conocimiento	del	terreno,	la	habilidad	sobre	los	caballos	(los	lusitanos	eran
excelentes	jinetes),	la	costumbre	de	llevar	a	cabo	escaramuzas	y	saqueos,	así
como	la	inagotable	sed	de	venganza,	convirtió	al	ejército	de	Viriato	en	un
terrible	monstruo	peligroso	y	escurridizo	a	la	vez.
Apiano	dice	que	Viriato	congregó	hasta	diez	mil	soldados	y	recorrió	devastando
la	Turdetania.	Ante	la	arremetida	hispana,	Roma	reaccionó	enviando	como
pretor	a	Cayo	Vetilio,	quien	consiguió	reunir	unos	efectivos	similares	a	los
lusitanos.	Con	un	tal	ejército	logró	aniquilar	a	gran	número	de	los	rebeldes	y	al
resto	los	acorraló	en	un	lugar	sin	escapatoria.	Vetilio,	entonces,	les	prometió
tierra	para	establecerse	si	se	sometían	a	Roma.	Sin	embargo,	Viriato	«recordó	la
deslealtad	de	los	romanos»	y	no	quiso	que	se	repitiera	la	traición	de	Galba,	por
eso	ordenó	a	sus	hombres	que,	cuando	él	montara	en	su	caballo,	salieran	todos	al
galope	y	se	dispersaran	hasta	encontrarse	en	la	Serranía	de	Ronda.
El	caudillo	hispano,	con	solo	mil	hombres,	se	enfrentó	a	Vetilio	para	favorecer	la
huida	de	los	demás.	La	agilidad	de	los	jinetes	lusitanos	permitió	burlar	a	los
romanos	y	Viriato	pudo	reunirse	con	todo	su	ejército.	Fue	perseguido	por	Vetilio,
pero,	cuando	entraron	en	combate	en	terreno	más	propicio	para	los	perseguidos
que	para	los	perseguidores,	los	rebeldes	vencieron;	incluso,	el	general	fue
apresado	y,	como	quien	lo	capturó	no	vio	sino	un	«anciano	muy	obeso»,	dice
Apiano,	le	dio	muerte.
En	145	a.	C.,	Roma	envió	a	Hispania	a	Cayo	Plaucio	con	diez	mil	infantes	y	mil
trescientos	jinetes.	Viriato,	volviendo	a	emular	la	huida	y	hacerse	perseguir,
también	lo	venció.	Cuando	el	pretor	regresó	a	la	capital	romana,	fue	desterrado	y
sustituido	por	Fabio	Máximo	Emiliano,	quien	tampoco	pudo	vencer	a	los
lusitanos,	que	se	defendieron	como	solían,	huyendo	y	atacando
desprevenidamente.	Viriato	fue	calibrando	la	enorme	fuerza	de	los	romanos	y,
previendo	envestidas	mayores,	incitó	a	los	arévacos,	titos	y	belos	del	norte	a
rebelarse	contra	los	invasores.	Fue	entonces	cuando	el	caudillo	lusitano	se
convirtió	en	caudillo	hispano	y	el	Senado	romano	comenzó	a	temblar.	Envió	al
cónsul	Quinto	Metelo	Macedónico	(143	a.	C.)	frente	a	un	ejército	de	treinta	mil
hombres,	como	si	Roma	comenzara	una	guerra	con	Hispania.
Pretor	o	cónsul	que	enviaba	Roma	a	Hispania,	pretor	o	cónsul	que	Viriato
desquiciaba.	Si	la	República	enviaba	a	Quinto	Metelo	Macedónico	o	a	Fabio
Máximo	Serviliano,	losrebeldes	disponían	no	solo	de	su	capitán,	sino	también
de	otros	jefes,	como	Curio	y	Apuleyo	(nombres	romanizados)	o	un	tal	Connoba,
que	hostigaban	sin	descanso	a	los	intrusos.	Este	último	se	vio	obligado	a
entregarse	a	Serviliano,	el	cual	le	concedió	el	perdón,	pero	cortó	la	mano
derecha	a	todos	los	que	le	acompañaban.	La	reacción	de	Viriato	no	se	hizo
esperar	y	acorraló	a	los	romanos	en	lugares	escarpados.	Pero	él	no	se	jactó
demasiado	de	su	victoria,	sino	que	llegó	a	un	acuerdo	de	paz	con	el	enemigo,
acuerdo	que	no	tardaron	en	romper	los	romanos	en	el	momento	en	que	a
Serviliano	le	sucedió	Quinto	Servilio	Cepión,	cónsul	en	140	a.	C.,	quien	recibió
del	Senado	la	misión	de	acabar	con	Viriato	de	la	manera	que	fuera	precisa.
Cepión	se	tomó	el	encargo	al	pie	de	la	letra	y	aprovechó	la	buena	fe	de	Viriato,
que	no	era	un	salvaje	como	lo	pintaban	los	romanos,	para	cumplir	el	cometido.
El	jefe	lusitano,	viéndose	hostigado	por	el	cónsul	Marco	Popilio	Lenas	en	el
norte,	envió	a	sus	tres	más	leales	amigos,	llamados	Audax,	Ditalco	y	Minuro
para	negociar	la	paz	con	Roma.	Pero	Cepión	los	corrompió,	les	prometió	el	oro	y
el	moro	y	les	propuso	traicionar	a	su	amigo.	Ellos	volvieron	al	campamento	y
entraron	en	la	tienda	de	Viriato	durante	la	noche	y	lo	degollaron.	Regresaron
aprisa	a	Cepión	para	cobrar	la	recompensa,	pero	el	romano	los	despachó	con	las
manos	vacías	arguyendo,	con	una	sobredosis	de	cinismo,	que	«Roma	no	paga
traidores»	(Roma	traditoribus	non	praemiat).	Corría	el	año	139	a.	C.
La	tradición	refiere	que,	cada	vez	que	Viriato	vencía	a	los	romanos,	arrancaba
una	tira	de	tela	roja	del	estandarte	de	la	legión	derrotada	y	la	ataba	a	su	lanza.
Según	parece,	las	victorias	totales	fueron	ocho,	y	por	esa	razón	la	bandera	de	la
ciudad	de	Zamora	(la	Seña	Bermeja)	está	compuesta	por	ocho	franjas	de	tela	roja
(y	una	verde,	añadida	posteriormente	por	Fernando	el	Católico).	El	emblema
zamorano,	que	imita	la	lanza	de	Viriato,	es	único	en	su	especie,	como	lo	fue,	sin
duda,	el	héroe	lusitano.
A	Viriato	le	sucedió	Táutalo,	que	cargó	contra	Roma,	pero	fue	rechazado	y,
mientras	cruzaba	el	río	Betis	(actual	Guadalquivir),	fue	interceptado	por	Cepión.
Táutalo	tuvo	que	rendirse.	La	Hispania	Ulterior	se	convirtió	en	su	totalidad	en
provincia	romana.
EL	«ANÍBAL	BÁRBARO»
Así	lo	llama	el	poeta	latino	Cayo	Lucilio	en	una	de	sus	Sátiras.	Y	en	verdad	que
para	los	romanos	lo	fue	sin	duda:	un	«Aníbal»,	porque	al	igual	que	el	cartaginés
se	atrevió	a	enfrentarse	a	Roma,	aunque	sin	salir	de	la	Península,	y	un	«bárbaro»,
porque	no	perteneció	a	una	nación	civilizada	como	Cartago,	con	la	que	se	podía
hacer	la	guerra	de	tú	a	tú,	sino	a	una	región	en	el	extremo	del	mundo	que	no
atendía	a	razones,	a	razones	romanas.
Por	lo	que	se	ve,	el	concepto	«bárbaro»	se	aplica	dependiendo	del	cristal	con	que
se	mira	o	a	quien	se	mira.	Pues	el	comportamiento	de	los	romanos	en	Hispania
también	lo	podríamos	calificar	de	bárbaro,	en	especial	el	de	Galba	y	Cepión.	Si
Roma	inventó	la	expresión	irónica	fides	punica	para	referirse	a	la	falta	de
formalidad	de	los	cartagineses,	seguramente	muchos	hispanos	hablarían	con
sarcasmo	de	fides	romana	cuando	el	pretor	de	turno	les	ofreciera	la	mano.
Viriato	fue	un	bárbaro	porque	vivía	allende	las	fronteras	de	Roma,	donde
supuestamente	se	asentaba	el	mundo	civilizado;	fue	bárbaro	porque	balbuceaba
palabras	ininteligibles	para	los	romanos;	fue	bárbaro	porque	no	tenía	un	ejército
organizado	ni	ensillaba	su	caballo;	fue	bárbaro	porque	llevaba	el	pelo	largo	y
acometía	al	enemigo	dando	gritos	y	sin	ningún	tipo	de	decoro.	Fue	un	Aníbal
porque	los	propios	romanos	le	obligaron	a	odiar	a	Roma	y	a	luchar	contra	ella;
fue	un	Aníbal	porque	tuvo	en	jaque	a	la	República	durante	más	de	ocho	años;
fue	un	Aníbal	porque,	aunque	no	fue	muerto	por	manos	romanas,	Roma	lo	mató;
fue	un	Aníbal	porque	ganó	muchas	batallas,	pero	perdió	la	guerra.
La	Lusitania	tenía	para	los	romanos	un	gran	valor	estratégico,	pues	conectaba	el
interior	de	la	Península	con	la	costa	atlántica,	amén	de	ricas	tierras	de	cultivo	y
una	abundante	ganadería.	Eran	apreciados	sobre	todo	los	caballos,	un	bien	bélico
fundamental,	pues	en	muchas	ocasiones	era	la	caballería	la	que	inclinaba	la
balanza	en	una	contienda.	Viriato	debía	de	ser	un	gran	jinete,	aunque	no	pastor,
como	nos	lo	representa	la	tradición	(que	suele	teñirlo	todo	de	un	barniz	de
romanticismo),	sino	un	caudillo	militar	de	alguna	de	las	tribus,	quizá	no
principal,	que	componían	la	organización	económica	y	social	de	los	lusitanos.
Posiblemente	fuera	de	noble	familia,	por	lo	tanto,	probablemente	menos	bárbaro
de	lo	que	Cayo	Lucilio	supone.	Adoraba	a	las	deidades	de	su	pueblo:	Epona,	la
protectora	de	los	caballos;	Ataecina,	diosa	de	la	agricultura,	y	Bandula,	o	Banda,
dios	de	la	guerra.	Según	algunos	historiadores,	se	casó	con	la	hija	de	Astolpas,
un	lusitano	rico	amigo	de	los	romanos.	Cuenta	el	historiador	siciliano	Diodoro
Sículo	(XXXIII,	1,	219)	que	Astolpas	organizó	la	boda	por	todo	lo	alto,	con
vasijas	de	oro	y	manjares	exquisitos,	pero	que	Viriato	los	despreció,	diciendo
que	todo	aquello	lo	podía	conseguir	con	su	lanza.	No	se	bañó	para	la	ocasión,
como	requerían	los	cánones,	ni	se	sentó	en	el	lugar	del	novio,	como	le
correspondía.	Comió	carne	y	pan,	que	compartió	con	sus	hombres,	y	exigió	que
trajeran	a	la	novia,	a	la	que	montó	en	su	caballo	y	se	la	llevó	a	la	sierra.
Viriato	murió	por	una	doble	traición:	fue	traicionado	por	sus	mejores	amigos	y
estos,	por	Cipión.	No	sufrió	su	muerte,	porque	le	tajaron	la	garganta	mientras
dormía	(de	otro	modo	no	lo	hubieran	conseguido),	quien	la	sufrió	fue	su	pueblo.
Lloró	su	pérdida	y	honró	sus	restos.	En	una	pira	alta	colocaron	su	cuerpo	y,
mientras	ardía,	corrían	a	caballo	a	su	alrededor	llorando	y	cantando;	después	se
sentaron	todos	a	esperar	a	que	se	extinguiera	el	fuego	y	finalmente	celebraron
juegos	sobre	su	tumba,	como	era	costumbre	entre	los	antiguos.
Apiano	dice	de	él	que	fue	«el	que	más	dotes	de	mando	había	tenido	entre	los
bárbaros	y	el	más	presto	al	peligro,	atrevido	en	toda	circunstancia	por	delante	de
todos	y	el	más	justo	a	la	hora	del	reparto	del	botín»	(75).	Esta	actitud	de	Viriato,
a	saber,	que	siempre	fue	justo	y	equitativo	en	el	reparto	del	botín,	sorprendió
mucho	a	los	romanos,	señal	de	que	ellos	no	acostumbraban	a	hacerlo	así.	El
historiador	galo	romanizado	Pompeyo	Trogo	(s.	I	a.	C.)	dice	de	él	que,	aun
habiendo	vencido	durante	diez	años	a	los	ejércitos	romanos,	nunca	quiso
distinguirse	en	su	forma	de	vivir	de	cualquiera	de	sus	soldados.
La	historia	nos	presenta	a	Viriato	como	un	joven	guerrillero	aguerrido	y	valiente,
pero	también	como	un	jefe	astuto,	culto	y	prudente.	El	mismo	Diodoro	cuenta
que	para	convencer	a	los	habitantes	de	la	ciudad	de	Ituci	(actual	Tejada	la	Nueva,
en	Huelva)	que	no	se	pasaran	a	los	romanos,	les	contó	la	siguiente	fábula:	«Un
hombre	de	mediana	edad	tenía	dos	amantes,	una	mayor	que	él	y	otra	más	joven.
Como	ambas	querían	tener	una	pareja	de	su	misma	edad,	procedieron	a
arrancarle	pelos	de	la	cabeza	según	su	conveniencia:	la	más	joven	le	quitaba	los
cabellos	blancos	para	que	pareciera	más	joven	y	la	otra,	los	negros	para	que	solo
le	quedaran	canas	y	pareciera	de	mayor	edad.	Ocurrió	que,	tanto	empeño
pusieron	ambas	mujeres	en	la	tarea,	que	el	pobre	hombre	vino	a	quedarse	calvo».
No	podemos	saber	si	la	anécdota	es	real,	porque	la	fábula	la	cuenta	ya	Esopo;	no
obstante,	pretende	destacar	una	virtud	de	Viriato	que	seguramente	poseía:	el	don
de	la	palabra.
El	capitán	lusitano	murió	asesinado	por	los	suyos,	como	ya	hemos	dicho.	No
vemos,	sin	embargo,	el	brazalete	en	el	óleo	de	José	Madrazo,	La	muerte	de
Viriato	(1807),	y	no	porque	lo	tape	la	mano	de	uno	de	sus	allegados,	sino	porque,
como	los	capitanes	de	fútbol	de	nuestro	tiempo,	lo	llevaba	en	el	brazo	izquierdo.
CAPÍTULO	IV
NUMANTINOS,	CÁNTABROS	Y	ASTURES
«Año	154	a.	C.	Toda	Hispania	está	ocupada	por	los	romanos…	¿Toda?	¡No!	Una
aldea	poblada	por	irreductibles	hispanos	resiste,	todavía	y	siempre,	al	invasor.	Y
la	vida	no	es	fácil	para	las	guarniciones	de

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