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cas que el organismo necesita en cantidades comparativa- mente pequeñas y que cumplen funciones catalíticas como coenzimas o bien controlando ciertos pasos metabólicos. Se acepta la existencia de 13 vitaminas que, en con- junto, no suman más de 150 a 200 mg en la dieta diaria del adulto, es decir, apenas una por 5 mil a 10 mil partes; la vitamina B12, por ejemplo, representa solamente una parte por 500 a 1000 millones de la dieta. Su presencia, por lo tanto, hubiera pasado desapercibida frente a cientos de sustancias mucho más abundantes en los alimentos, a no ser porque su ausencia produce cuadros clínicos graves y aparatosos que han preocupado al ser humano desde épo- cas remotas. Ya el Neiching, texto médico chino que data de hace 4700 años, se refiere al beriberi, y el papiro de Ebers describe, hace 3500 años, lo que parecen ser el escorbuto, el raquitismo y la ceguera nocturna. Fue el estu- dio de estos tres cuadros y de la pelagra y el beriberi lo que gradualmente condujo a descubrir las vitaminas. Durante el siglo XVIII la deficiencia de niacina (pela- gra) se volvió frecuente en el sur de Europa entre grupos que casi sólo comían maíz, en el cual esta vitamina no está biodisponible, amén de que ni el maíz ni ningún otro ali- mento puede sustituir a la dieta. Los estudios de Gaspar Casal (1739) sobre el “mal de la rosa” en España y los de Frapolli en Italia sobre la “pelle agra” mostraron la rela- ción entre la enfermedad y el consumo de maíz; es de des- tacar el hecho de que en Mesoamérica, donde se domesticó este cereal, el maíz se consume como nixtamal, en el cual la niacina sí está biodisponible, gracias al coci- miento en medio alcalino. La deficiencia de vitamina C, el escorbuto, cobró especial auge entre los marineros embarcados por períodos largos sin frutas ni verduras en su dieta. James Lind, médi- co naval escocés, realizó experimentos en 1735 que demostraron que las frutas y verduras prevenían el escor- buto y que publicó en 1753, aunque sus hallazgos, como los de Casal y Frapolli en relación con la pelagra, no se difundieron hasta el siglo XX. El beriberi surgió como epidemia en el sureste de Asia a principios del siglo XIX como resultado de la entonces nueva costumbre de pulir el arroz, que elimina la tiamina presente en el pericarpio de este cereal. Al almirante japo- nés Takaki le llamó la atención que el beriberi ocurría entre los marineros, pero no en los oficiales, y en 1887 informó del efecto de los cereales integrales y las carnes para curar la enfermedad, pero su informe quedó archiva- do. Gracias a una serie de afortunadas coincidencias, pocos años más tarde Christian Eijkman logró establecer un modelo animal —el primero en la historia nutriológica— del beriberi en pollo que pudo curar con arroz integral; aunque su interpretación inicial de un “envenenamiento por arroz pulido” y de “la existencia de un contraveneno en la cascarilla del grano” fue erróneo, su ayudante Gerrit Grijns llegó en 1906 a la interpretación correcta de los experimentos, y el nuevo concepto de deficiencia quedó establecido. En 1991 en Londres, el químico polaco Kasimir Funk aisló de la cáscara de arroz cristales impuros de una ami- na que curaba el beriberi, a la que llamó “vital amine” (amina vital). En 1912 elaboró sobre el concepto de defi- ciencia y aventuró que el escorbuto, la pelagra y el raqui- tismo y no sólo el beriberi eran enfermedades carenciales, por lo que anticipó que habría varias “vital amines”, a las que bautizó como “vitamines”. Se iniciaba la era de las vitaminas. Ese mismo año en Noruega, Holst y Fröelich, que- riendo repetir los estudios de Eijkmam sobre el beriberi, usaron por casualidad cuyos (cobayas) en vez de pollos; antes que beriberi se produjo escorbuto, pues el cuyo es uno de los pocos mamíferos no primates que depende de la dieta para obtener vitamina C. Sus estudios confirmaron que el escorbuto es un cuadro carencial, que el factor carente se encontraba en frutas y verduras frescas y que el calor lo destruye. La experimentación con “dietas sintéticas” (confor- madas por la mezcla de las sustancias nutritivas conocidas) se popularizó y se vio que eran incapaces de mantener vivos a los animales a menos que se les agregara leche. Elmer V. McCollum buscó en la leche el factor “protector” contra la geroftalmia. Lo encontró en 1913 en la grasa de la leche y la yema del huevo y lo denominó vitamina A de acuerdo con lo sugerido por Funk. Se bautizó así la pri- mera vitamina, y se decidió asignar la letra B a la vitami- na de la cáscara del arroz, y la letra C a la vitamina antiescorbútica de las frutas y verduras. El propio McCo- llum, varios años después, dio el nombre de vitamina D al factor antirraquítico, distinto de la vitamina A, que hay en el aceite de hígado de bacalao. En 1914, Joseph Goldberger estudió la pelagra en el sur de Estados Unidos, y tuvo que volver a andar el cami- no avanzado por Casal y Frapolli, cuyos informes desco- nocía. Aunque no logró conclusiones definitivas, las investigaciones de Goldberger son un ejemplo de sensibi- lidad científica, ingenio y servicio a la humanidad. En 1920, y en vista de que claramente no todas las vitaminas eran aminas, Drummond eliminó la letra e de “vitamines”. En 1922, Evans y Bishop descubrieron la vitamina E, factor preventivo de la esterilidad en ratas ali- mentadas con dietas sintéticas, y en 1930 Henrik Dam lla- mó vitamina K (por koagulation en danés) al factor de la alfalfa que prevenía hemorragias experimentales en pollos alimentados con dietas sin lípidos. Esta historia se repitió varias veces hasta 1948, cuan- do se descubrió la vitamina B12 como factor antianemia perniciosa (anemia megaloblástica poco común acompa- ñada de degeneración progresiva de la médula espinal). El período de 1913 a 1948 se caracterizó por la bús- queda febril de nuevas vitaminas de forma tan atropellada que la misma sustancia se redescubriría varias veces o bien ocurrían descubrimientos falsos; en algunos casos una misma vitamina se aisló, con diferencia de días, en labora- torios distintos y hasta en países distintos, como fue el caso del aislamiento de la vitamina C de forma indepen- diente por Glen C. King y Albert Szent Gyorgy en 1930. Los hallazgos previos a 1912 y los avances posterio- res a 1948, cuantitativamente mayores, han permitido 776 F I S I O L O G Í A D E L S I S T E M A D I G E S T I V O
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