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25 Conferencia, La angustia

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25* conferencia. La angustia' 
Señoras y señores: Lo que les he dicho en mi última con-
ferencia acerca del estado neurótico general^ les habrá pa-
recido, sin ninguna duda, la más incompleta e insuficiente 
de mis comunicaciones. Lo sé. Y nada les habrá asombrado 
más, creo, que el hecho de que ni se hablase de la angustia,^ 
a pesar de que la mayoría de los neuróticos se quejan de 
ella, la señalan como su padecimiento más horrible y, real-
mente, puede alcanzar en ellos una intensidad enorme y 
hacerles adoptar las más locas medidas. Pero, al menos en 
esto, no quiero yo escatimarles nada; por el contrario, me he 
propuesto abordar con particular dedicación el problema de 
la angustia en los neuróticos, y elucidarlo en detalle ante 
ustedes. 
A la angustia como tal no necesito presentársela; cada 
uno de ustedes ha experimentado alguna vez esta sensación 
o, mejor dicho, este estado afectivo. Pero creo que no se ha 
inquirido con suficiente seriedad por qué justamente los neu-
róticos sienten una angustia tanto más fuerte que los otros. 
Quizá se lo juzgue algo obvio; y aun las palabras «neuróti-
1 [El problema de la angustia lo ocupó a Freud durante toda su 
vida, y sus puntos de vista al respecto sufrieron unos cuantos cam-
bios. Su primer examen importante de la cuestión se halla en sus 
dos trabajos iniciales sobre la neurosis de angustia (1895¿ y 1895/); 
el último, en Inhibición, síntoma y angustia {1926¿), donde en mi 
«Introducción» doy cuenta en alguna medida de la evolución de sus 
ideas {AE, 20, págs. 73 y sigs.). Debe tenerse presente que lo que 
Freud sostiene en esta conferencia fue sometido más adelante a re-
visiones importantes —y en un caso, fundamentales—; estas modifi-
caciones fueron sintetizadas por él en su «Anexo A» a Inhibición, 
síntoma y angustia, AE, 20, págs. 147-54. En fecha aún posterior, 
en la 32' de las Nuevas conferencias (1933a), reformuló su posición 
definitiva con particular claridad. Recordemos sin embargo que, como 
el propio Freud indica en su «Prólogo» a estas conferencias (cf. 15, 
pág. 9), lo que sigue es el tratamiento más exhaustivo que había 
hecho del tema a la sazón,] 
2 [«Allgemeine» en el original. En la conferencia anterior había 
utilizado la palabra «gemeine» («común»).] 
^ [«.Angst». En inglés se ha adoptado anxiety como traducción téc-
nica, en un sentido muy distinto del coloquiaí, pero a menudo nos 
ha sido preciso emplear expresiones como «temor», «miedo», «terror», 
etc.] {En la presente versión hemos traducido unívocamente Angs: 
por «angustia», Furcht por «temor» y Schreck por «terror».} 
357 
CO» {ñervos} y «angustiado» [dngstlich} suelen emplearse 
indistintamente como si significasen lo mismo. Pero no hay 
ningún derecho a hacerlo; existen hombres angustiados que 
por lo demás nada tienen de neuróticos, y hay neuróticos 
que padecen de muchos síntomas sin que entre estos se en-
cuentre la inclinación a la angustia. 
Comoquiera que sea, el problema de la angustia es un 
punto nodal en el que confluyen las cuestiones más impor-
tantes y diversas; se trata, en verdad, de un enigma cuya solu-
ción arrojaría mucha luz sobre el conjunto de nuestra vida 
anímica. No aseveraré que puedo darles esa solución íntegra, 
pero sin duda ustedes esperan que el psicoanálisis aborde 
también este tema de manera por completo diversa que la 
medicina académica. Esta parece interesarse sobre todo por 
los caminos anatómicos a través de los cuales se produce el 
estado de angustia. Se nos dice que la medulla oblongata es 
estimulada, y el enfermo se entera de que padece de una 
neurosis del nervus vagus. La medulla oblongata es un objeto 
muy serio y muy lindo. Recuerdo bien todo el tiempo y el 
esfuerzo que hace años consagré a su estudio. Pero hoy no 
podría indicar algo más indiferente para la comprensión psi-
cológica de la angustia que el conocimiento de las vías ner-
viosas por las que transitan sus excitaciones.* 
Al comienzo es posible tratar un buen rato de la angustia 
sin considerar para nada el estado neurótico. Ustedes me 
comprenderán sin más si designo a esta angustia como an-
gustia realista, por oposición a una angustia neurótica. Y 
bien; la angustia realista aparece como algo muy racional 
y comprensible. De ella diremos que es una reacción frente 
a la percepción de un peligro exterior, es decir, de un daño 
esperado, previsto; va unida al reflejo de la huida, y es 
lícito ver en ella una manifestación de la pulsión de auto-
conservación. Las oportunidades en que se presente la an-
gustia (es decir, frente a qué objetos y en qué situaciones) 
dependerán en buena parte, como es natural, del estado de 
nuestro saber y de nuestro sentimiento de podei: respecto 
del mundo exterior. Hallamos sumamente comprensible que 
el salvaje sienta miedo frente a un cañón y se angustie frente 
a un eclipse de sol, mientras que el hombre blanco, que ma-
neja aquel instrumento y puede predecir el eclipse, permane-
* [Cuando Fteud tenía akededor de treinta afios trabajó dvirante 
dos años en la histología del bulbo raquídeo, publicando tres artícu-
los sobre el particular (1885J, 1886¿ y 1886ír); los resúmenes que 
él mismo hiciera de estos artículos se incluyen en Freud (1897¿), 
AE, 3, págs. 228 y 230-2.] 
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ce exento de angustia en esas situaciones. En otras ocasiones, 
es justamente el mayor saber el que promueve la angustia, 
porque permite individualizar antes el peligro. Así, el sal-
vaje se aterrorizará frente a un rastro que descubra en el 
bosque y que al inexperto nada le dice, pero a él le revela la 
proximidad de una fiera carnicera; y el navegante experi-
mentado verá con terror una nubecilla en el cielo, que le 
anuncia la proximidad del huracán, mientras que al pasajero 
le parece insignificante. 
Si se reflexiona un poco más, hay que decir que el juicio 
según el cual la angustia realista es racional y adecuada * 
debe revisarse a fondo. En efecto, la única conducta adecua-
da frente a un peligro que se cierne sería la fría evaluación 
de las propias fuerzas comparadas con la magnitud de la 
amenaza, y el decidirse, sobre esa base, por lo que prometa 
un mejor desenlace: si la huida o la defensa, o aun el ata-
que, llegado el caso. Pero en una situación así no hay lugar 
alguno para la angustia; todo cuanto acontece se consuma-
ría igualmente bien, e incluso mejor, probablemente, si no se 
llegase al desarrollo de angustia. Bien advierten ustedes que 
si la angustia alcanza una fuerza desmedida, resulta inade-
cuada en extremo: paraliza toda acción, aun la de la huida. 
Por lo común, la reacción frente al peligro consiste en una 
mezcla de afecto de angustia y acción de defensa. El animal 
aterrorizado se angustia y huye, pero lo adecuado en ese caso 
es la «huida», no el «angustiarse». 
Estamos tentados de afirmar, por tanto, que el desarrollo 
de angustia nunca es adecuado. Quizás obtengamos una 
mejor intelección si descomponemos con mayor cuidado la 
situación de angustia. Lo primero que hallamos en ella es 
el apronte para el peligro, que se exterioriza en un aumento 
de la atención sensorial y en una tensión motriz. Ese apronte 
e:q)ectante debe reconocerse, sin ninguna duda, como venta-
joso, y su falta puede traer serias consecuencias. En él se 
origina, por un lado, la acción motriz —^primero la huida 
y, en un nivel superior, la defensa activa—; por el otro, 
lo que sentimos como estado de angustia. Mientras más se 
limita el desarrollo de angustia a un mero amago, a una 
señal,"* tanto menores son las perturbaciones en el paso del 
apronte angustiado a la acción, y tanto más adecuada la 
forma que adopta todo el proceso. Por eso, en lo que Ua-
* {Rationell y ztoeckmdssig; una traducción más explicitante sería 
«acorde a la ratio» (el cálculo medios-fines) y conforme a fines.} 
_ ^ [Esta noción de la angustia como señal cumpliría un papel de-
cisivo en los estudios posteriores de Freud sobre la angustia; cf. 
Inhibición, síntoma y angustia (19264) y las Nuevas conferencias 
(1933a), AE, 22, pág. 79.La idea es retomada infra, pág. 369.1 
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mamos angustia, el apronte angustiado me parece lo más ade-
cuado al fin, y el desarrollo de angustia lo más inadecuado. 
Omito entrar a considerar más de cerca si las acepcio-
nes usuales de angustia {Angst}, miedo {Furcht} y terror 
{Schreck} designan lo mismo o cosas claramente distintas. 
Creo, tan sólo, que «angustia» se refiere al estado y pres-
cinde del objeto, mientras que «miedo» dirige la atención 
justamente al objeto. En cambio, «terror» parece tener un 
sentido particular, a saber, pone de resalto el efecto de un 
peligro que no es recibido con apronte angustiado. Así, po-
dría decirse que el hombre se protege del horror mediante 
la angustia.^ 
No se les escapará a ustedes cierta ambigüedad e impre-
cisión en el uso de la palabra «angustia». Casi siempre se 
entiende por tal el estado subjetivo en que se cae por la 
percepción del «desarrollo de angustia», y designa en par-
ticular a este afecto. Ahora bien, ¿qué es, en sentido diná-
mico, un afecto? Para empezar, algo muy complejo. Un 
afecto incluye, en primer lugar, determinadas inervaciones 
motrices o descargas; en segundo lugar, ciertas sensaciones, 
que son, además, de dos clases: las percepciones de las ac-
ciones motrices ocurridas, y las sensaciones directas de placer 
y displacer que prestan al afecto, como se dice, su tono do-
minante. Pero no creo que con esta enumeración hayamos 
alcanzado la esencia del afecto. En el caso de algunos afectos 
creemos ver más hondo y advertir que el núcleo que mantie-
ne unido a ese ensemble es la repetición de una determinada 
vivencia significativa. Esta sólo podría ser una impresión 
muy temprana de naturaleza muy general, que ha de situarse 
en la prehistoria, no del individuo, sino de la especie. Para 
que se me comprenda mejor: el estado afectivo tendría la 
misma construcción que un ataque histérico y sería, como 
este, la decantación de una reminiscencia. Por tanto, el ata-
que histérico es comparable a un afecto individual neofor-
mado, y el afecto normal, a la expresión de una histeria 
general que se ha hecho hereditaria.' 
No crean que lo que les he dicho sobre los afectos es 
* [Otros exámenes semejantes del tema se encontrarán en Más 
allá del principio de placer {1920¿), AE, 18, págs. 12-3, y en Inhibi-
ción, síntoma y angustia (1926J), AE, 20, págs. 154-5.] 
'' [Esta descripción de los ataques histéricos había sido propuesta 
por Freud muchos años atrás (1909a), AE, 9, págs. 209-10. La con-
cepción aquí expresada de los afectos en general posiblemente se 
base en Darwin, quien los explicó como relictos de acciones origi-
nalmente provistas de un signáficado (Darwin, 1872) —explicación 
que Freud había citado en un trabajo previo (1895¿), AE, 2, pág. 
193—. Freud repite la presente argumentación en Inhibición, sín-
toma y angustia (1926J), AE, 20, págs. 80, 89 y 126.] 
360 
patrimonio admitido en la psicología normal. Al contrario; 
son concepciones nacidas en el terreno del psicoanálisis, su 
tínico solar natal. Lo que ustedes pueden averiguar en la 
psicología acerca de los afectos, por ejemplo la teoría de 
James-Lange, es algo que nosotros, psicoanalistas, no com-
prendemos ni podemos examinar. Pero tampoco creemos 
muy seguro lo que sabemos sobre los afectos; es un primer 
intento de orientarse en este oscuro campo. Y ahora pro-
sigo: En cuanto al afecto de angustia, creemos conocer cuál 
es esa impresión temprana que él reproduce en calidad de 
repetición. Decimos que es el acto del nacimiento, en el que 
se produce ese agrupamiento de sensaciones displacenteras, 
mociones de descarga y sensaciones corporales que se ha 
convertido en el modelo para los efectos de un peligro mortal 
y desde entonces es repetido por nosotros como estado de 
angustia. El enorme incremento de los estímulos sobrevenido 
al interrumpirse la renovación de la sangre (la respiración 
interna) fue en ese momento la causa de la vivencia de an-
gustia; por tanto, la primera angustia fue una angustia tó-
xica. El nombre «angustia» {Angsi) —angustias, angosta-
miento {Enge}—* destaca el rasgo de la falta de aliento, que 
en ese momento fue consecuencia de la situación real y hoy 
se reproduce casi regularmente en el afecto. Admitiremos 
también como significativo que ese primer estado de angustia 
se originara en la separación de la madre [cf. págs. 370-1]. 
Por cierto, estamos convencidos de que la predisposición a 
repetir el primer estado de angustia se ha incorporado tan 
profundamente al organismo, a través de la serie innume-
rable de las generaciones, que ningún individuo puede sus-
traerse a ese afecto, por más que, como el legendario Mac-
duff, haya sido «arrancado prematuramente del seno mater-
no»,* y por eso no haya experimentado por sí mismo el acto 
del nacimiento. No podemos decir en qué ha parado el es-
tado de angustia en los animales que no son mamíferos. 
Tampoco sabemos, por eso, si en estas criaturas el complejo 
de sensaciones equivale a nuestra angustia. 
Quizá les interese saber cómo llegué a la idea de que el 
acto del nacimiento es la fuente y el modelo del afecto de 
angustia. La especulación fue la que menos parte tuvo; más 
bien, me inspiré en el pensamiento ingenuo del pueblo. 
Hace muchos años, un grupo de jóvenes médicos de hospital 
almorzábamos en una posada; un asistente relató la cómica 
historia que había sucedido en el último examen de parteras. 
Se le preguntó a una candidata qué significaba el hecho de 
8 [O sea que tanto Angst como Enge derivan de la misma raíz 
latina.] 
* {Macbeth, acto V, escena 7.} 
361 
que en el parto apareciese meconio (alhorre, excremento) 
en el agua del nacimiento, y ella respondió sin vacilar: «Que 
el niño está angustiado». Se rieron de ella y la reprobaron. 
Pero yo, calladamente, tomé partido por ella y empecé a 
sospechar que esa pobre mujer del pueblo había puesto cer-
teramente en descubierto un nexo importante.' 
Y si ahora pasamos a la angustia neurótica, ¿qué nuevas 
formas de manifestación y qué nuevos nexos nos presenta la 
angustia en los neuróticos? Mucho hay para decir sobre 
esto. Hallamos, en primer lugar, un estado general de an-
gustia, por así decir una angustia libremente flotante. Está 
dispuesta a prenderse del contenido de cualquier represen-
tación pasajera; influye sobre el juicio, escoge expectativas, 
acecha la oportunidad de justificarse. Llamamos a este estado 
«angustia expectante» o «expectativa angustiada». Las per-
sonas aquejadas de esta clase de angustia prevén, entre todas 
las posibilidades, siempre la más terrible, interpretan cada 
hecho accidental como indicio de una desgracia, explotan en 
el peor sentido cualquier incertidumbre. La inclinación a esa 
expectativa de desgracia se encuentra como rasgo de carácter 
en muchos hombres que en lo demás no podríamos llamar 
enfermos, y a quienes se moteja de hiperangustiados o pesi-
mistas; empero, un grado llamativo de angustia expectante 
corresponde, por regla general, a una afección neurótica que 
yo he llamado «.neurosis de angustian e incluyo entre las neu-
rosis actuales.̂ ** 
* [El episodio debe de haber ocurrido a comienzos de la década 
de 1880, y este es el único lugar en que se lo registra. En mi «In-
troducción» a Inhibición, síntoma y angustia (I926d), AE, 20, págs. 
81-2, hago una reseña de la creencia de Freud en un vínculo entre 
la angustia y el nacimiento. Aparentemente, la primera referencia a 
ello estaba en una nota de la edición de 1909 de La interpretación 
de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 403, redactada probablemente en 
el verano de 1908. No obstante, luego de que yo publicara esa 
«Introducción», ha aparecido una referencia anterior en las Minutes 
of the Vienna Psychoanalytical Society (1962, 1, pág. 179). Se in-
forma allí que en la reunión del 24 de abril de 1907, en la que 
Stekel leyó un trabajo sobre «La psicología y patología de la neu-
rosis de angustia», Adiar hizo el siguiente comentario: «No es pre-
ciso aventurarse tanto como Freud, quienve angustia en el proceso 
del nacimiento; pero la angustia puede retrotraerse a la niñez». Ni 
en la intervención de Freud en ese debate, posterior a la de Adler, 
ni en ninguna otra de sus contribuciones, se vuelve a mencionar el 
asunto. Sin embargo, esto permite colegir que la hipótesis de Freud 
era conocida en la Sociedad de Viena por lo menos un par de años 
antes de ser publicada por primera vez.] 
t<* [Véase la descripción original de la neurosis de angustia que hizo 
Freud (1895^-).] 
362 
Una segunda forma de la angustia, a diferencia de la que 
acabamos de describir, está más bien psíquicamente ligada ^̂ 
y anudada a ciertos objetos o situaciones. Es la angustia de 
las «fobias», de enorme diversidad y a menudo muy extra-
ñas. Stanley Hall [1914], el respetado psicólogo norteameri-
cano, no hace mucho se ha tomado el trabajo de presentarnos 
toda la serie de estas fobias con lujosos rótulos procedentes 
del griego. Eso suena como la cuenta de las diez plagas de 
Egipto, sólo que su número rebasa con mucho la decena.^" 
Escuchen ustedes todo lo que puede ser objeto o contenido 
de una fobia: la oscuridad, el aire libre, lugares abiertos, ga-
tos, arañas, orugas, serpientes, ratones, tormentas, puntas 
aguzadas, sangre, espacios cerrados, multitudes, la soledad, 
el paso de puentes, los viajes por mar y por ferrocarril, etc. 
En un primer intento de orientarnos en esta maraña, es su-
gerente diferenciar tres grupos. Muchos de los objetos y 
situaciones temidos tienen también para nosotros, norma-
les, algo de ominoso, una dimensión de peligro, y por eso 
tales fobias no nos parecen inconcebibles, aunque sí muy 
exageradas en su fuerza. Así, la mayoría de nosotros expe-
rimentamos un sentimiento de repugnancia si tropezamos 
con una víbora. La fobia a las víboras, puede decirse, es co-
mún a todos los hombres, y Charles Darwin [1890, pág. 
40] ha descrito de manera muy impresionante su inconteni-
ble angustia frente a una víbora que se le abalanzó, aunque 
se sabía protegido por un grueso vidrio. En un segundo 
grupo reunimos los casos en que sigue habiendo una di-
mensión de peligro, pero solemos minimizar y no anticipar 
ese peligro. Entre ellos se cuentan la mayoría de las fobias 
a una situación. Sabemos que si viajamos en ferrocarril, la 
probabilidad de sufrir un accidente es mayor que si perma-
neciésemos en casa, pues puede producirse un choque de 
trenes; sabemos también que un barco puede hundirse, a 
raíz de lo cual uno por lo general se ahoga, pero no pensa-
mos en estos peligros y viajamos libres de angustia por tren 
y por barco. Es innegable, asimismo, que si el puente se 
rompiera en el momento en que pasamos sobre él nos preci-
pitaríamos al río, pero es un suceso tan raro que no lo 
computamos como peligro. También la soledad tiene sus 
peligros, y en ocasiones la evitamos; pero no es que no poda-
mos tolerarla siquiera un momento en condiciones normales. 
^̂ [En vez de ser libremente flotante.] 
'^^ [En realidad, Stanley Hall enumera 132; véase la reseña de su 
artículo por Ernest Jones (1916¿). Stanley Hall (1846-1924) era al 
principio partidano de Freud: él fue quien lo invitó a dar conferen-
das en Estados Unidos en 1909; más tarde, empero, se convirtió en 
prosélito de Adler. 
363 
Lo mismo vale para las multitudes, los espacios cerrados, las 
tormentas, etc. Lo que nos extraña en estas fobias de los 
neuróticos no es tanto su contenido como su intensidad. ¡La 
angustia de las fobias es directamente abrumadora! Y mu-
chas veces tenemos la impresión de que los neuróticos no se 
angustian frente a las mismas cosas y situaciones que en 
ciertas circunstancias pueden provocarnos angustia también 
a nosotros, aunque las llamen con idénticos nombres. 
Nos queda un tercer grupo de fobias que ya están por 
completo fuera de nuestra comprensión. Cuando la angustia 
impide a un hombre fuerte, adulto, atravesar una calle o una 
plaza de su ciudad natal, tan familiar para él; cuando una 
mujer sana y bien desarrollada cae presa de incomprensible 
angustia porque un gato roza el ruedo de su vestido o una 
laucha atravesó corriendo la habitación, ¿cómo establecería-
mos el nexo con el peligro que evidentemente existe para 
el fóbico? En el caso de las fobias a los animales, que per-
tenecen a este grupo, no puede tratarse de unas aumentadas 
antipatías, comunes a todos los seres humanos; en efecto, 
como para demostrar lo contrario, hay muchas personas que 
no pueden pasar junto a un gato sin atraerlo y hacerle cari-
cias. El ratón, tan temido por las mujeres, es al mismo tiem-
po [en alemán] un apelativo cariñoso por excelencia; mu-
chas muchachas que gustosas se oirían llamar «ratoncito» 
por su amado gritan despavoridas al divisar el gracioso ani-
malito que lleva ese nombre. En cuanto al hombre que siente 
angustia en calles o plazas, se nos impone esta única ex-
plicación: se comporta como un niño pequeño. Los educa-
dores dirigen a este la exhortación directa de evitar como 
peligrosas tales situaciones, y nuestro agorafóbico se siente, 
de hecho, protegido de su angustia si lo acompañamos oor 
la plaza. 
Las dos formas de angustia aquí descritas, la angustia ex-
pectante, libremente flotante, y la unida a fobias, son inde-
pendientes entre sí. No es que una sea una etapa superior 
de la otra; sólo por excepción se presentan juntas, y cuando 
lo hacen es como por casualidad. Un estado de angustia ge-
neral, aun el más fuerte, no necesita manifestarse en fobias; 
personas que durante toda su vida se han visto coartadas por 
una agorafobia pueden hallarse totalmente exentas de una 
angustia expectante pesimista. Muchas de las fobias, por 
ejemplo la angustia a las plazas o a los ferrocarriles, se ad-
quieren sólo a edad madura, según puede demostrarse; 
otras, como la angustia a la oscuridad, a las tormentas, a 
ciertos animales, parecen haber existido desde el comienzo. 
Las del primer tipo tienen la dimensión de enfermedades 
graves; las segundas aparecen más bien como rarezas, ca-
364 
prichos. En las personas que muestran una de estas últimas, 
puede conjeturarse por regla general la existencia de otras 
del mismo tipo. Debo agregar que incluimos todas estas fo-
bias en la histeria de angustia, vale decir, las consideramos 
como una afección muy próxima a la conocida histeria de 
conversión [pág. 355].^* 
La tercera de las formas de angustia neurótica nos plantea, 
entonces, este enigma: perdemos totalmente de vista el nexo 
entre la angustia y la amenaza de un peligro. En el caso de la 
histeria, por ejemplo, esta angustia aparece acompañando a 
los síntomas histéricos, o bien en estados emotivos en que 
esperaríamos, por cierto, una exteriorización de afectos, pero 
no justamente de angustia; o bien, puede aparecer desligada 
de cualquier condición, como un ataque gratuito de angustia 
tan incomprensible para nosotros como para el enfermo. Ni 
hablar entonces de un peligro o de una ocasión que, exage-
rada, pudiese elevarse a la condición de tal. En esos ataques 
espontáneos advertimos, además, que el complejo que de-
signamos como estado de angustia es susceptible de una di-
visión. La totalidad del ataque puede estar subrogada por un 
único síntoma, intensamente desarrollado: por un temblor, 
un vértigo, palpitaciones, ahogos; y el sentimiento general 
que individualizamos como angustia puede faltar o hacerse 
borroso. No obstante, esos estados, que describimos como 
«equivalentes de la angustia», pueden equipararse a esta últi-
ma en todos los aspectos clínicos y etiológicos. 
Ahora se plantean dos preguntas. ¿Puede la angustia neu-
rótica, en la cual el peligro no desempeña papel alguno o lo 
tiene muy ínfimo, vincularse con la angustia realista, que es, 
en todo, una reacción frente al peligro? ¿Y cómo hemos de 
entender la angustia neurótica? Consignemos primero nues-
tra expectativa: si hay angustia, tiene que existir también algo 
frente a lo cual uno se angustie. 
De la observación clínica se obtienen varias indicaciones 
para la comprensiónde la angustia neurótica, cuyo contenido 
dilucidaré ante ustedes. 
a. No es difícil comprobar que la angustia expectante o 
estado de angustia general mantiene estrecha dependencia 
con determinados procesos de la vida sexual; queremos de-
^^ [El primer examen prolongado de la histeria de angustia por 
parte de Freud es el que aparece en la historia del pequeño Hans 
(1909¿), AE, 10, págs. 94 y sigs. En mi «Apéndice» a su antiguo 
trabajo sobre «Obsesiones y fobias» (1895c), AE, 3, págs. 834, hago 
una reseña de sus cambiantes opiniones respecto de las fobias.] 
365 
cir: con ciertas aplicaciones de la libido. El caso más simple 
y más instructivo de esta clase se presenta en personas ex-
puesta^ a la llamada excitación frustránea, es decir, aquellas 
en que unas violentas excitaciones sexuales no experimentan 
descarga suficiente, no son llevadas a una consumación satis-
factoria. Por ejemplo, los hombres mientras están de novios, 
o las mujeres cuyos maridos no tienen suficiente potencia o 
que, por precaución, practican el acto sexual abreviado o 
mutilado. En estas circunstancias, la excitación libidinosa 
desaparece y en su lugar emerge angustia, tanto en la forma 
de la angustia expectante cuanto en ataques y sus equivalen-
tes. La interrupción deliberada del acto sexual, cuando se la 
practica como régimen sexual, es tan regularmente causa de 
neurosis de angustia en los hombres, y en particular en las 
mujeres, que en la práctica médica es recomendable inves-
tigar en tales casos ante todo esta etiología. Y entonces podrá 
comprobarse innumerables veces que la neurosis de angustia 
desaparece cuando se elimina ese mal hábito sexual. 
Este nexo entre retención sexual y estados de angustia es 
un hecho. Por lo que yo sé, ni siquiera médicos alejados del 
psicoanálisis lo ponen en duda. No obstante, bien puedo 
imaginar que no se omitirá el intento de invertir la relación, 
sosteniendo que en tales casos se trata de personas de ante-
mano propensas a los estados de angustia y que por eso se 
retienen en materia sexual. Pero contradice terminantemen-
te esa concepción la conducta de las mujeres, cuya práctica 
sexual es por esencia de naturaleza pasiva, vale decir, está 
determinada por el trato que reciben del hombre. Mientras 
más temperamental, y por tanto más inclinada al comercio 
sexual y más capaz de satisfacción, sea una mujer, tanto más 
seguramente reaccionará con manifestaciones de angustia 
frente a la impotencia del marido o al coitus interruptus, en 
tanto que en mujeres anestésicas o poco libidinosas ese mal 
trato ejercerá un papel mucho menor. 
Desde luego, la abstinencia sexual tan vivamente recomen-
dada hoy por los médicos tiene la misma importancia para 
la génesis de estados de angustia sólo cuando la libido a que 
se deniega la descarga de satisfacción posee la correspondien-
te fuerza y no ha sido tramitada en su mayor parte por 
sublimación. Es que siempre la decisión en cuanto al resul-
tado patológico recae en los factores cuantitativos. Aun don-
de no está en juego la enfermedad, sino la conformación del 
carácter, es fácil advertir que una restricción sexual va de la 
mano con cierta propensión a la angustia v cierta medrosi-
dad, mientras que la intrepidez y la audacia acompañan al 
libre consentimiento de las necesidades sexuales. Por más 
que estas relaciones sean alteradas y complicadas por múlti-
366 
pies influencias culturales, para el promedio de los hombres 
es cierto que angustia y restricción sexual se corresponden 
entre sí. 
Lejos estoy de haberles comunicado todas las observa-
ciones que abonan nuestra tesis del vínculo genético entre 
libido y angustia. Entre ellas se cuenta, todavía, la influen-
cia que sobre la contracción de angustia ejercen ciertas fases 
de la vic'a, como la pubertad y la menopausia, a las que es 
lícito atribuir un considerable incremento en la producción 
de libido. En muchos estados emocionales es posible obser-
var directamente el entrelazamiento de libido y angustia, y 
la sustitución final de la primera por la segunda. La impre-
sión que recibimos de todos estos hechos es doble: en primer 
lugar, que está en juego una acumulación de libido a la que 
se le coartó su aplicación normal; en segundo lugar, que ello 
nos sitúa por entero en el campo de los procesos somáticos. 
A primera vista no se discierne el modo en que se genera la 
angustia a partir de la libido; se comprueba, solamente, que 
falta libido y en su lugar se observa angustia.''* 
b. Nos proporciona un segundo indicio el análisis de las 
psiconeurosis, en especial de la histeria. Dijimos que en esta 
afección la angustia aparece a menudo acompañando a los 
síntomas, pero se exterioriza también, como ataque o como 
estado crónico, una angustia no ligada. Los enfermos no sa-
ben decir qué es eso ante lo cual se angustian y, mediante 
una inequívoca elaboración secundaria, lo enlazan con las 
fobias que tienen más a mano, como morir, enloquecer, su-
frir un síncope. Si sometemos al análisis la situación de la 
cual nacieron la angustia o los síntomas acompañados por 
ella, por regla general podemos indicar el decurso psíquico 
normal interceptado y sustituido por el fenómeno de la an-
gustia. Expresémoslo de otro modo: construimos el proceso 
inconciente como si no hubiera experimentado ninguna re-
presión y hubiera proseguido, sin inhibición, hasta la con-
ciencia. [Cf. págs. 268-9.] Este proceso también habrá es-
tado acompañado por un determinado afecto, y ahora nos 
enteramos con sorpresa de que ese afecto que acompañó al 
decurso normal es sustituido por angustia en todos los casos, 
sin que importe su cualidad. Por tanto, cuando estamos fren-
te a un estado de angustia histérica, su correlato inconciente 
puede ser una moción de similar carácter, es decir, de an-
gustia, vergüenza, turbación, pero también una excitación 
libidinosa positiva, o una agresiva, de hostilidad, como la 
furia y el enojo. Esta angustia es, entonces, la moneda co-
1* [Los últimos cuatro párrafos son, en gran medida, un resumen 
del primer trabajo de Freud sobre la neurosis de angustia (1895¿).] 
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rriente por la cual se cambian o pueden cambiarse todas las 
mociones afectivas cuando el correspondiente contenido de 
representación ha sido sometido a represión.^'' 
c. Una tercera experiencia nos la proporcionan los enfer-
mos que padecen de acciones obsesivas, notablemente exen-
tos de angustia, en apariencia. Si intentamos impedirles que 
ejecuten su acción obsesiva, su lavado o su ceremonial, o si 
ellos mismos se aventuran a abandonar una de sus compul-
siones, una angustia horrible los fuerza a obedecer a la com-
pulsión. Caemos en la cuenta de que la angustia estaba en-
cubierta por la acción obsesiva, y esta no se ejecutaba sino 
para evitar aquella. En la neurosis obsesiva, por tanto, una 
formación de síntoma sustituye a la angustia que, de lo con-
trario, sobrevendría necesariamente. Y si ahora nos volve-
mos a la histeria, hallamos una situación parecida en esta 
neurosis: el resultado del proceso represivo es, o bien un 
desarrollo de angustia pura, o bien una angustia con forma-
ción de síntoma, o bien una formación de síntoma más 
completa, sin angustia. Por consiguiente, en un sentido 
abstracto no parecería erróneo decir que, en general, los sín-
tomas sólo se forman para sustraerse a un desarrollo de 
angustia que de lo contrario sería inevitable. Esta concep-
ción sitúa a la angustia, por así decir, en el centro de nuestro 
interés en cuanto a los problemas de las neurosis. 
De las observaciones hechas sobre la neurosis de angustia 
inferíamos que la desviación de la libido de su aplicación 
normal, desviación generadora de la angustia, se produce 
en el campo de los procesos somáticos. Los análisis de la 
histeria y de la neurosis obsesiva nos permiten agregar que 
esa misma desviación, con idéntico resultado, puede ser 
también el efecto de un rehusamiento de parte de las instan-
cias psíquicas. Eso es, pues, todo lo que sabemos sobre lagénesis de la angustia neurótica; suena bastante impreciso 
todavía. Pero por ahora no diviso camino alguno que pudiera 
llevarnos adelante. Aún más difícil de solucionar parece la 
segunda tarea que nos hemos planteado, la de establecer un 
vínculo entre k angustia neurótica, que es libido aplicada de 
manera anormal, y la angustia realista, que corresponde a 
una reacción frente al peligro. Se creería que se trata de 
cosas por entero dispares; empero, no disponemos de ningún 
medio para distinguir, por la sensación que ellas nos provo-
can, la angustia realista de la angustia neurótica. 
i« [Cf. «La represión» {,i9l5d), AE, 14, págs. 147 y sigs.] 
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El enlace buscado se establece, por fin, si tomamos como 
premisa la oposición, tantas veces aseverada, entre yo y 
libido. Como sabemos, el desarrollo de angustia es la reac-
ción del yo frente al peligro y la señal para que se inicie la 
huida [cf. pág. 359]; esto nos sugiere la siguiente concep-
ción: en el caso de la angustia neurótica, el yo emprende un 
idéntico intento de huida frente al reclamo de su libido y 
trata este peligro interno como si fuera externo. Así se cum-
pliría nuestra expectativa [pág. 365 ] de que ahí donde apa-
rece angustia tiene que existir algo frente a lo cual uno se 
angustia. Ahora bien, la analogía puede proseguirse. Así 
como el intento de huida frente al peligro exterior es rele-
vado por la actitud de hacerle frente y adoptar las medidas 
adecuadas para la defensa, también el desarrollo de la an-
gustia neurótica cede paso a la formación de síntoma, que 
produce una ligazón de la angustia. 
La dificultad para comprenderlo radica ahora en otro lu-
gar. La angustia que significa una huida del yo frente a su 
libido no puede haber nacido sino de esa libido misma. Esto 
nos resulta oscuro y nos advierte que no debemos olvidar 
que la libido de una persona en el fondo le pertenece a ella 
y no puede contraponérsele como algo exterior. Es la diná-
mica tópica del desarrollo de angustia la que todavía nos re-
sulta oscura, a saber, la clase de energías anímicas que son 
convocadas, y los sistemas psíquicos desde los cuales lo son. 
No puedo prometerles respuesta también para esta cuestión, 
pero sin dejar de recurrir a la observación directa y a la in-
vestigación analítica como auxiliares de nuestra especulación, 
perseguiremos otras dos pistas: la génesis de la angustia en 
el niño y el origen de la angustia neurótica que está ligada 
a fobias. 
En los niños es muy común el estado de angustia, y pa-
rece muy difícil discernir si se trata de angustia realista o 
neurótica. Y aun el valor de este distingo es puesto en entre-
dicho por la conducta de aquellos. En efecto, por una parte 
no nos asombra que el niño sé angustie frente a todas las 
personas extrañas, frente a situaciones y objetos nuevos, y 
nos explicamos fácilmente esta reacción por su debilidad y 
su ignorancia. Por tanto, atribuimos al niño una fuerte in-
clinación a la angustia realista, y nos parecería totalmente 
acorde a fines que ese estado de angustia fuese congénito 
en él. El niño no haría sino repetir así la conducta del 
hombre primordial y de los primitivos de nuestros días, quie-
nes, a causa de su ignorancia y de su indefensión, sienten 
angustia frente a todo lo nuevo, aun frente a cosas familiares 
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