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Freud-Sobre la psic del colegial

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Sigmund Freud 
Obras completas
Ordenamiento, comentarios y notas 
de James Stratchey, 
con la colaboración de Anna Freud
Tótem y Tabú 
y otras obras 
(1913-1914)
XIII
Amorrortu editores
Sobre la psicología
del colegial
( 1914 )
Nota introductoria
«Zur Psychologie des Gymnasiasten»
Ediciones en alemán
1914 En el Festschrift {número especial de homenaje} 
conmemorativo del 50? aniversario de la fundación 
del K. k. Erzherzog Rainer-Realgymnasium (octu­
bre).
1926 Almanach 1927, págs. 43-6.
1928 GS, 11, págs. 287-90.
1935 Z. psychoanal. Pád., 9 , págs. 307-10.
1946 GW, 10, págs. 204-7.
1972 SA, 4, págs. 235-40.
Traducciones en castellano*
1944 «Sobre la psicología del colegial». EA, 19, págs.
283-8. Traducción de Ludovico Rosenthal.
1954 Igual título. SR, 19, págs. 249-52. El mismo tra­
ductor.
1968 Igual título. BN (3 vols.), 3, págs. 169-72.
1972 Igual título. BN (9 vols.), 5, págs. 1892-4.
Entre los nueve y los diecisiete años de edad (1865­
1873), Freud estudió en el «Leopoldstádter Kommunalreal- 
und Obergymnasium» de Viena, conocido popularmente 
como «Sperlgymnasium» por estar situado en la calle Sperl. 
Más tarde su nombre fue modificado y se lo designó «K . k. 
Erzherzog Rainer-Realgymnasium». EÍ presente trabajo fue 
escrito para una compilación destinada a celebrar el 50? ani­
versario de la fundación del colegio. En una carta a un con­
discípulo escrita el 16 de junio de 1873 (1941¿), Freud de­
talla los pormenores de su examen final del bachillerato,
* {Cf. la «Advertencia sobre la edición en castellano», supra, pág. 
xi y n. 6.)
mencionando en particular el ensayo sobre la elección de 
una profesión, al que hace referencia en este escrito (pág. 
248) y que fuera calificado como «sobresaliente» por los 
examinadores.
James Strachey
246
Uno tiene un raro sentimiento cuando a edad tan avanzada 
vuelve a recibir la orden de redactar una «composición en 
alemán» para el colegio; pero obedece de manera automá­
tica, como aquel veterano que a la voz de «¡Atención!» se 
ve constreñido a llevarse las manos a las costuras del pan­
talón dejando caer al suelo su paquetito. Es asombroso cuán 
pronto dice uno que sí, que colaborará, como si en el último 
medio siglo nada hubiera cambiado. Y, sin embargo, uno ha 
envejecido desde entonces, frisa ya los sesenta años, y tanto 
el sentimiento del propio cuerpo como el espejo le muestran 
de manera indudable cuánto lleva ya ardiendo la vela de 
su vida.
Todavía diez años atrás pudo uno tener momentos en los 
que repentinamente volvió a sentirse joven; cuando, ya bar­
bicano y con todas las cargas del ciudadano y padre de 
familia, andaba por las calles de la ciudad natal y de impro­
viso tropezó con este o estotro señor anciano, pero bien 
conservado, a quien saludó casi humillado porque había 
reconocido en él a uno de sus profesores de la escuela secun­
daria. Pero después uno se quedó parado, siguiéndolo, medi­
tativo, con la vista: «¿E s realmente él, o sólo alguien que se 
le parece hasta inducir a engaño? ¡Pero cuán joven se le ve, 
y tú que has envejecido tanto! ¿Es posible que estos hom­
bres, antaño para nosotros los representantes de los adultos, 
fueran tan poco mayores que nosotros?».
El presente quedó entonces como en penumbra, y los años 
vividos entre los diez y los dieciocho se empinaron desde 
los rincones de la memoria con sus presentimientos y erro­
res, sus trasformaciones dolorosas y éxitos entusiasmantes, 
las primeras miradas a un mundo sepultado de la cultura, 
que, por lo menos a mí, me serviría más tarde de inigualado 
consuelo en la lucha por la vida; los primeros contactos con 
las ciencias, entre las que uno pensaba poder elegir aquella 
a la que prestaría sus servicios — sin duda alguna inapre­
ciables— . Y creí acordarme de que toda esa época estuvo 
recorrida por un presentimiento que al comienzo se anun­
ciaba sólo quedamente, hasta que pudo vestirse con palabras
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expresadas en la composición del examen de bachillerato: en 
mi vida, yo quería hacer alguna contribución a nuestro huma­
no saber.
Luego me hice médico, pero en verdad más bien psicó­
logo, y pude crear una nueva disciplina psicológica, el lla­
mado «psicoanálisis», que hoy atarea a médicos e investiga­
dores de países cercanos y de países lejanos donde se habla 
otras lenguas, provocando alabanzas y censuras — aunque 
desde luego apenas se habla de él en la propia patria— .
Como psicoanalista debo interesarme más por los procesos 
afectivos que por los intelectuales, más por la vida anímica 
inconciente que por la conciente. El sacudimiento que me 
causó el encuentro con mi antiguo profesor de la escuela se­
cundaria me advierte que debo hacer una primera confesión: 
No sé qué nos reclamaba con más intensidad ni qué era más 
sustantivo para nosotros: ocuparnos de las ciencias que nos 
exponían o de la personalidad de nuestros maestros. Lo 
cierto es que esto último constituyó en todos nosotros una 
corriente subterránea nunca extinguida, y en muchos el ca­
mino hacia las ciencias pasaba exclusivamente por las per­
sonas de los maestros; era grande el número de los que se 
atascaban en este camino, y algunos — ¿por qué no confe­
sarlo?— lo extraviaron así para siempre.
Los cortejábamos o nos apartábamos de ellos, les imagi­
nábamos simpatías o antipatías probablemente inexistentes, 
estudiábamos sus caracteres y sobre la base de estos formá­
bamos o deformábamos los nuestros. Provocaron nuestras 
más intensas revueltas y nos compelieron a la más total 
sumisión; espiábamos sus pequeñas debilidades y estábamos 
orgullosos de sus excelencias, de su saber y su sentido de la 
justicia. En el fondo los amábamos mucho cuando nos pro­
porcionaban algún fundamento para ello; no sé si todos 
nuestros maestros lo han notado. Pero no se puede descono­
cer que adoptábamos hacia ellos una actitud particularísima, 
acaso de consecuencias incómodas para los afectados. De an­
temano nos inclinábamos por igual al amor y al odio, a la 
crítica y a la veneración. El psicoanálisis llama «ambivalen­
te» a ese apronte de opuesta conducta, y no le causa tur­
bación alguna pesquisar la fuente de esa ambivalencia de 
sentimientos.
Nos ha enseñado, en efecto, que las actitudes afectivas 
hacia otras personas, tan relevantes para la posterior con­
ducta de los individuos, quedaron establecidas en una época 
insospechadamente temprana. Ya en los primeros seis años 
de la infancia el pequeño ser humano ha consolidado la índo­
le y el tono afectivo de sus vínculos con personas del mismo
sexo y del opuesto; a partir de entonces puede desarrollarlos 
y trasmudarlos siguiendo determinadas orientaciones, pero ya 
no cancelarlos. Las personas en quienes de esa manera se 
fija son sus padres y sus hermanos. Todas las que luego 
conozca devendrán para él unos sustitutos de esos primeros 
objetos del sentimiento (acaso, junto a los padres, también 
las personas encargadas de la crianza), y se le ordenarán en 
series que arrancan de las «¿magos», como decimos noso­
tros, del padre, de la madre, de los hermanos y hermanas, 
etc. Así, esos conocidos posteriores han recibido una suerte 
de herencia de sentimientos, tropiezan con simpatías y anti­
patías a cuya adquisición ellos mismos han contribuido poco; 
toda la elección posterior de amistades y relaciones amorosas 
se produce sobre la base de huellas mnémicas que aquellos 
primeros arquetipos dejaron tras sí.
Entre las ¿magos de una infancia que por lo común ya no 
se conserva en la memoria, ninguna es más sustantiva para 
el adolescente y para el varón maduro que la de su padre. 
Una necesidad objetiva orgánica ha introducido en esta re­
lación una ambivalencia de sentimientos cuya expresión más 
conmovedora podemos asir en el mito griego del rey Edipo. 
El varoncito se ve precisado a amar y admirar a su padre, 
quien le parece la criatura más fuerte, buena y sabia de to­
das; Dios mismo no es sino un enaltecimiento de esta ima­
gen del padre, tal como ella se figura en la vida anímica de 
la primerainfancia. Pero muy pronto entra en escena el 
otro lado de esta relación de sentimiento. El padre es dis­
cernido también como el biperpotente perturbador de la 
propia vida pulsional, deviene el arquetipo al cual uno no 
sólo quiere imitar, sino eliminar para ocupar su lugar. Ahora 
coexisten, una junto a la otra, la moción tierna y la hostil 
hacia el padre, y ello a menudo durante toda la vida, sin 
que una pueda cancelar a la otra. En tal coexistencia de los 
opuestos reside el carácter de lo que llamamos «ambivalen­
cia de sentimientos».
En la segunda mitad de la infancia se apronta una alte­
ración de este vínculo con el padre, alteración cuyo gran­
dioso significado apenas imaginamos. El varoncito empieza 
a salir de la casa y a mirar el mundo real, y ahí fuera hará 
los descubrimientos que enterrarán su originaria alta estima 
{Hochschatzung} por su padre y promoverán su desasimien­
to de este primer ideal. Halla que el padre no es el más 
poderoso, sabio, rico; empieza a descontentarle, aprende a 
criticarlo y a discernir cuál es su posición social; después, por 
lo común le hace pagar caro el desengaño que le ha depa­
rado. Todo lo promisorio, pero también todo lo chocante,
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que distingue a la nueva generación reconoce por condición 
este desasimiento respecto del padre.
Es en esta fase del desarrollo del joven cuando se produce 
su encuentro con los maestros. Ahora comprendemos nues­
tra relación con los profesores de la escuela secundaría 
Estos hombres, que ni siquiera eran todos padres, se convir­
tieron para nosotros en sustitutos del padre. Por eso se nos 
aparecieron, aun siendo muy jóvenes, tan maduros, tan inal­
canzablemente adultos. Trasferíamos sobre ellos el respeto 
y las expectativas del omnisciente padre de nuestros años 
infantiles, y luego empezamos a tratarlos como a nuestro 
padre en casa. Les salimos al encuentro con la ambivalencia 
que habíamos adquirido en la familia, y con el auxilio de 
esta actitud combatimos con ellos como estábamos habitua­
dos a hacerlo con nuestro padre carnal. Si no tomáramos en 
cuenta lo que ocurre en la crianza de los niños y en la casa 
familiar, nuestro comportamiento hacia los maestros sería 
incomprensible; pero tampoco sería disculpable.
Otras vivencias, difícilmente menos importantes, tuvimos 
como estudiantes secundarios con los sucesores de nuestros 
hermanos y hermanas, con nuestros compañeros; pero esta­
rán destinadas a escribirse en otra hoja. El jubileo de la 
escuela retiene nuestro pensamiento junto a los profesores.

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