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Tapioca

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Tapioca
La noche está a tan sólo unos escasos minutos de sitiar esta afamada ciudad. Uno sale de la boca del metro con, evidentemente, arena aún ajustada cual medibacha a sus piernas, sólo que en este caso, el elastano es reemplazado por el agua del mar que besa esta metrópoli.
La mitad de la expedición se aparta, y enfila al hotel, ubicado a media cuadra, a descansar, en tanto que la otra se reúne a debatir en la plazoleta que da cobijo a la boca antes mentada, como serán las veinticuatro horas que aguardan en el horizonte. Como toda misión contrarreloj, el tiempo no da tregua , y apuros y recaudos hay que tomar, y preocuparse en conocer la mayor cantidad de atracciones de este lugar que, vaya uno a saber, nadie tiene capacidad de determinar si será, además de la primera, la única vez en vida (salvo que uno crea en la reencarnación), que pongan pie en esta ciudad.
La felicidad recorre sus rostros, y es esperable. Han pasado dos conjuntos de trescientos sesenta y cinco días, para que regresaran a donde tanto ansiaban retornar. Ellos la consideran como una revancha justa y necesaria, en la eterna lucha contra el tan caprichoso destino que combate tan suciamente a los mortales desde los muy primeros días de su existencia.
Lo ven recorrer una y otra vez el mismo tramo de una cuadra y media, con el fin, primero, de traer agua para el mate, segundo, el chipá (que aquí en realidad se le denomina pan de queso) , y, tercero, recuperar la tapa de termo que, producto de una entendible distracción (en el sentido que es demasiado fácil olvidarse del más mínimo recado del éxtasis que significa ser huésped de esta urbe), se ha dejado en el mostrador de la panadería a la que se fue a cargar el termo.
Tamaño hastío causado por el ir y venir le provoca una inocultable necesidad de degustar un manjar autóctono que esta urbe pueda ofrecerle. En la esquina, cual garita de vigilancia sitúese un carro pequeño desde el cual, una pareja de jóvenes vendedores hacen expendio de tapiocas , un clásico panqueque elaborado con harina de mandioca, y relleno dulce y/o salado. Pide dos. Uno de ellos, con contenido de bananas y canela en su interior. De coco rallado y leche condensada, el restante. Paga y regresa al banquillo, donde se reúne con los dos otros expedicionarios que componen esta mitad del grupillo dividido en dos. Entre ellos, los van probando de a picotazos. ¡Deliciosos! Van charlando sobre las sutilezas de la providencia que les han permitido llegar a esta ciudad. Es una noche feliz. En cada morada, en cada engullida. Nada puede afectar y empañar esta postal. Cuando uno regresa de un largo período de combate entre todo tipo de adversidades, en especial las que amenazan la vida misma, el sentimiento de alegría y desahogo son lógicos, en especial si se complementa con una escenografía única como lo es, en este caso, Río de Janeiro.
Más ya es hora de regresar al hotel. Mismo subirlo genera un éxtasis y una leve congoja emotiva. Ser notificado de que a la mañana siguiente aguarda un desayuno misceláneo, una imponente vista como testigo, colaboran a su aumento. Ha llegado el momento de darse un baño, ponerse ropa cómoda y dejar ir el resto del día. Quizá al despertar, uno tenga en frente suyo al mismísimo Cristo Redentor , al cual es de nula dificultad arrodillarse, o al majestuoso Pan de Azúcar.
Nadie ha cenado ni piensa hacerlo, debido al extremo cansancio que sólo el agua y la caminata pueden ocasionar, a excepción de una de las únicas dos muchachas que este curioso grupo de afortunados turistas posee, que no tiene idea mejor que comunicar la noticia del fallecimiento del padre de una entrañable amiga, con la que mantiene distanciamiento, y genera en más de uno de los presentes la pregunta de porqué el destino es tan caprichoso y combate en superiodidad de condiciones a los mortales desde los muy primeros días de sus existencias, que hace posible que algunos disfruten y sufran por desigual , y provoca extrema empatía y desgarro, al mismo tiempo, en el corazón más sensible de todos cuando aún no lo aparenta.

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