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Las entrevistas preliminares y los movimientos de apertura. Pierra Aulagnier. A. Las entrevistas preliminares Antes de cerrar estas historias llenas de silencio y de furor para abordar algunos párrafos de una historia llena de interrogantes, propondré estas consideraciones generales y, por eso mismo, parciales sobre los movimientos de apertura más adecuados para que podamos oír las primeras y utilizar con discernimiento la segunda. En mi lectura de las sesiones de Philippe he insistido en la necesidad de preservar una relación de intercambio. Como creo haberlo mostrado con mi "exposición", es imposible en el curso de las reuniones separar los efectos de sentido de su carga afectiva, que decide tanto sobre su formulación como sobre la suerte que les reservará su destinatario. Querer jerarquizar su influjo respectivo sería un error; en nuestra práctica, sentido y afecto, o sentido y fuerza, para retomar una expresión de Viderman, son con igual fundamento responsables de la organización del espacio-tiempo que encuadra nuestros encuentros. Intercambio de conocimientos, intercambio de afectos: es este doble movimiento el que está en la base y es el soporte de la relación analítica porque está en la base y es el soporte de la relación transferencial. Pero ¿qué decir acerca de esos encuentros que preceden al surgimiento de la transferencia, aun si unos signos precursores muestran que ya está en gestación? Uno de los constreñimientos del análisis es el tiempo que exige. Por eso se ha podido decir que no es una terapéutica de la urgencia, aunque la urgencia ocupa su sitio en el registro psíquico lo mismo que en el registro somático. Saber si en ese caso podemos hacer algo ó si debemos recurrir a otros es una cuestión que no he de considerar, salvo para recordar que en todo análisis se pueden presentar situaciones a las que tendremos que responder con urgencia, y es falso creer que se trata de Un problema que uno podría silenciar o resolver por medio del silencio. Si en nuestra práctica no ignoramos los constreñimientos temporales —esperamos al menos que así sea—, tenemos la obligación de reservar una libertad muy grande al tiempo de la interpretación. No podemos prever cuándo esta se hará posible, ni qué trabajo de preparación, de elaboración hará falta para que el sujeto pueda apropiarse de ella y utilizarla en provecho de su organización psíquica. A la inversa, el tiempo de que disponemos para hacer una indicación de análisis, para decidir (no es lo mismo) si aceptamos ocupar el puesto de analista con este sujeto y, por fin, para elegir nuestros movimientos de apertura; a este tiempo, digo, lo tenemos contado. No podemos acrecentar demasiado la cantidad de las entrevistas preliminares sin correr el riesgo de que nuestra negativa se produzca demasiado tarde, con menoscabo de la economía psíquica del sujeto. Si la posibilidad de establecer una relación transferencial es una condición necesaria para el desenvolvimiento de una experiencia analítica, lo inverso no es cierto. La problemática psíquica de Un sujeto puede escapar de nuestro método, y aun puede este estar contraindicado, cuando sin embargo ese-mismo sujeto-está dispuesto a hacer muy rápido, demasiado rápido, de nuestra persona el soporte de sus proyecciones con mayor carga afectiva. Una vez instalado ese mecanismo proyectivo, la ruptura —por nosotros decidida- de la relación se vivirá, con toda probabilidad, como la repetición de un rechazo, la confirmación de la existencia de un perseguidor, la reapertura de una herida, reacciones que pueden tener un efecto desestructurante, provocar la descompensación de un frágil equilibrio. Cuando se consigue discutir con libertad y seriamente, entre colegas que sin embargo comparten en lo esencial una misma concepción teórica, los criterios en que cada uno se basa para concluir esas entrevistas, se comprueba cuán difícil es explicar claramente la singularidad de las opciones de cada quien. Entre nuestros indicadores teórico-clínicos, esos criterios han experimentado muchas modificaciones de Freud a nuestros días: explican y justifican esas modificaciones ciertos adelantos teóricos que debemos a los sucesores de Freud, el lugar que se ha asignado a la psicosis en la práctica analítica, la prosecución de experiencias clínicas que han mostrado que un juicio de «analizabilidad» no coincide con una etiqueta nosográfíca, aun aplicada con buen discernimiento, y también la frecuencia de problemáticas que no entraban en los cuadros clínicos con que hasta ese momento estábamos familiarizados, Esta situación ha movido a muchos analistas a privilegiar otros criterios para diferenciar lo analizable y lo no analizable, si se quiere alcanzar una clasificación generalizadle de las problemáticas a que se aplican esos términos. La psicosis nos proporciona un notable testimonio de esto que venimos diciendo: la negativa o la reticencia a darle derecho de ciudadanía en nuestra práctica cedieron la plaza a una apertura y, a veces, a un entusiasmo que tampoco deja de plantear interrogantes. No obstante esos cambios en la elección de nuestros indicadores, cuando se trata de pronunciarse sobre la analizabilidad o la no analizabilidad de un sujeto «abstracto», quiero decir cuando sólo se toma en cuenta su pertenencia a tal o cual conjunto de nuestra psicopatología —neurosis, psicosis, perversión, caso fronterizo—, es posible recurrir a conceptos teóricos y generales sobre los que se puede llegar a un acuerdo. Pero cuando dejamos al sujeto abstracto para encontrarnos con un sujeto viviente, las cosas se complican: la experiencia analítica, mucho más que la experiencia psiquiátrica, enseña por sí misma cuán difícil es formarse una idea sobre lo que puede esconder el cuadro, sintomático que ocupa el primer plano, y los riesgos que eso no visto y eso no. oído pueden traer para el sujeto que se empeña en un itinerario analítico, y ello tanto más cuanto que es siempre difícil y aun peligroso en nuestra clínica «cambiar de tratamiento» (ya se trate de interrumpir el análisis o de modificar su setting). De ahí la importancia que la mayoría de los analistas conceden, con razón, a esas entrevistas preliminares en las que esperan encontrar los elementos que les permitan establecer un «diagnóstico»; término que cobra, en este caso, una significación muy particular: ¿se debe o no se debe proponer al sujeto iniciar una relación analítica? Los hechos prueban qué, por más experiencia que tengamos, siempre nos podemos equivocar, pero sería una falta mucho más grave despreciar esta pesquisa o negarle importancia; Sin embargó, una vez que él analista se ha dado una respuesta, y si ella es positiva, todavía tendrá que decidir si tiene o no interés en proponer-se a este sujeto como su eventual analista. Esta segunda opción es siempre en parte independiente de la etiqueta nosográfica. Apelará a lo que el analista, y sólo él, conoce sobre su problemática psíquica, sobre su posibilidad de transigir con la de su compañero, sobre sus propios puntos de resistencia o de alergia, sobre lo que puede prever de sus propias resistencias en respuesta a las que encontrará en el desarrollo de la partida. Aquí el analista deberá hacer un «autodiagnóstico» sobre su capacidad de investir y de preservar una relación trasferencial no con un neurótico, un psicótico, un fronterizo, sino con lo que llegado el caso entrevea, más allá del síntoma, acerca de la singularidad del sujeto a quien se enfrenta. Las entrevistas preliminares deberán entonces proporcionarle los elementos y el tiempo necesarios para llevar a buen puerto ese trabajo de autointerrogación, para lo cual es preciso que extraiga de ellas unas conclusiones que nadie más ni texto alguno le procurarían. Entre aquellos criterios primeros, deducidos en lo esencial de la teoría, y estos segundos deducidos del trabajo de autointerrogacióno de autoanálisis, un tercero, que participa de ambos registros, está destinado a desempeñar un importante papel en la respuesta del analista: es el, corolario de su concepción del objetivo que .asigna a la experiencia analítica. Las diferentes concepciones que uno privilegia dependen de factores tan diversos como complejos: influyen en esto opciones teóricas, posiciones ideológicas, la problemática inconciente del propio analista, su economía narcisista... Su análisis no cabe en estas páginas. Me limitaré a proponer mi definición del calificativo «analizable». Contrariamente a lo que un profano pudiera creer, la significación que se atribuye a este calificativo deja de ser unívoca tan pronto se abandona él campo de la teoría pura para abordar el de la clínica. El calificativo de analizable Una primera definición será aceptada por todo analista: juzgar a un sujeto analizable es creer o esperar que la experiencia analítica ha de permitir traer a la luz el conflicto inconciente que está en la fuente del sufrimiento psíquico y de los síntomas que señalan el fracaso, de las soluciones que él había elegido y creído eficaces. Condición necesaria para que propongamos a un sujeto comprometerse en una relación analítica, pero, por lo que a mí toca, no me parece suficiente sin la presencia de una segunda: es preciso que las deducciones que se puedan extraer de las entrevistas preliminares hagan esperar que el sujeto sea capaz de poner aquella iluminación al servicio de modificaciones orientadas de su funcionamiento psíquico. «Orientadas» es un calificativo del que ya me he valido en otros textos y que he defendido con las razones que ahora reproduzco: si de mi posición de analista procuro, por la experiencia que comparto con mi partenaire, una modificación de su funcionamiento psíquico, empero no busco una modificación en sí o una modificación por la modificación; y una vez que estoy en el ejercicio de mi función, exactamente lo mismo he de sostener en lo que atañe al conocimiento. Mi propósito o mi esperanza son que el sujeto, terminado su itinerario analítico, pueda poner lo que adquirió en la experiencia vivida, al servicio de objetivos elegidos siempre en fundón de la singularidad de su problemática, de su. alquimia psíquica, de su historia, desde luego, pero de objetivos que, por diferentes que sean de los míos, respondan a la misma finalidad: reforzar la acción de Eros a expensas de Tánatos, hacer más fácil el acceso al derecho y al placer de pensar, de disfrutar, de existir, en caso necesario habilitar a la psique para que movilice ciertos mecanismos de elucidación, de puesta a distancia, de interpretación, frente a las pruebas que puedan sobrevenir en la posterioridad del análisis, facilitar un trabajo de sublimación que permita al sujeto renunciar, sin pagarlo demasiado caro, a ciertas satisfacciones pulsionales. Si creo en el poder de modificación de todo conocimiento que llegue a revelar algo de la verdad; si entiendo la interpretación Como un acto, fórmula que por lo demás retomo de Lacan; si sigo confiando en el poder de invención que todo descubrimiento fundamental vehiculiza, también he dado en pensar que una verdad aceptada, y sin que para ello tenga que ser falsificada ni olvidada, puede servir por igual a finalidades antinómicas. Verdad y conocimiento se pueden poner bajo el estandarte de Eros o dé Tánatos, del placer o del sufrimiento, pueden liberar a ciertos deseos hasta entonces amordazados o reforzar a ese deseo de no deseo que desemboca en el desinvestimiento de toda busca. De ahí la importancia que en el curso de las entrevistas preliminares tiendo a dar a todo elemento que parezca idóneo para permitirme responder a esta pregunta, por más que la experiencia me ha enseñado cuán difícil es anticiparla: ¿me puedo formar una idea del destino que este sujeto reservará, en el curso de la experiencia y posteriormente, a los descubrimientos, develamientos, construcciones que ha de aportarle el análisis? Se podría replicar que el sujeto tiene total libertad para utilizar como mejor le parezca los resultados de esta experiencia. Y es evidente que una vez iniciada ella, no puedo hacer otra cosa que respetar esa libertad; por otra parte, no advierto cómo me podría oponer. Pero rae considero dueña de igual libertad para no aceptar comprometerlo en ella, y comprometerme yo, si tengo la sensación de que los resultados pueden contrariar lo que él y yo esperamos. Toda demanda de análisis, salvo error dé destinatario, responde a una motivación al servicio de un deseo de vida, o de un deseo de deseo: ella es la que lleva al sujeto ante el analista. Las más de las veces sería mejor hablar de una motivación al servicio de lo que el sujeto pudo preservar de ese deseo, por frágil y conflictual que sea. En ninguna experiencia analítica se podrá evitar que el trabajo de desinvestimiento propio de la pulsión de muerte se ejerza por momentos contra lo que se elabora y se construye dentro del espacio analítico. No sólo no se lo podrá evitar: hace falta que Tánatos encuentre en el seno de la experiencia algunos blancos que lo obliguen a desenmascararse para que el análisis de sus movimientos pulsionales haga posible un trabajo de reintrincación. Pero de igual modo puede suceder que la fuerza de la pulsión de muerte sea tanta que consiga utilizar todo movimiento de desinvestimiento, producido en la intención de un cambio de objeto al servicio de Eros, para reforzar su propio imperio, para realizar de manera más acabada sus propósitos. Si esta hipótesis se impone a mi espíritu, no puedo menos que rehusar una alianza con un yo a quién, aunque involuntariamente, por fuerza traicionaría. Nadie puede certificar que el análisis ha de resguardar al sujeto de una descompensación psicótica o de un suicidio; sin embargo, si tenemos derecho a seguir defendiendo nuestro método es porque esos accidentes, como consecuencias directas de la experiencia analítica, son por fortuna relativamente raros. Raros, pero no inexistentes: la presencia de esos riesgos cobra para mí las más de las veces el valor de una contraindicación, salvo si tengo la impresión de que el sujeto los correrá de todos modos y que el análisis le puede permitir organizar una defensa antes que sea demasiado tarde. Llego entonces al tercer y último aporte esperado de las entrevistas, que a veces es el de decodificación más difícil: ayudar al analista a elegir, con buen discernimiento, esos movimientos de apertura de los que nunca se dirá bastante, que tienen sobre el desarrollo de la partida una acción mucho más determinante que lo que se suele creer. Si nadie, y desde luego que no el analista, está libre de error, no es verdad que todo error se podría reparar merced a la duración que es propia del trayecto analítico. De igual modo, no se puede extrapolar al análisis lo que se suele decir de ciertas prescripciones médicas: «Si no hacen bien, tampoco son nocivas». Antes he mencionado el riesgo que la prolongación de las reuniones trae consigo: permitir que el sujeto haga en demasía, prematuramente, de nuestra persona el soporte de algunos de sus investimientos y de sus proyecciones, que empiece ya a hacer un papel en un drama en que seríamos sus coactores, cuando por nuestra parte.de buena fe habíamos creído que sabía y aceptaba que nos reducíamos al papel de espectador atento. Reconocer ese riesgo e insistir en la importancia que en ciertos casos tiene la prolongación de las entrevistas preliminares no son posiciones antinómicas. Es que puede llegar a ser todavía más grande el peligro de la apresurada decisión de iniciar una relación analítica, de fijar la frecuencia de las sesiones, de proponer,al sujeto que se tienda en el diván, de demandarle ser el cofirmante de un contrato cuyas cláusulas, según descubrirá después, no puede respetar. Peligro tanto para el analistacomo para el analizado, porque los dos por igual quedan prisioneros de una relación transferencial que hace que el primero se hunda en la repetición sin salida de algo ya vivido (vivencia de pasión, de odio, de rabia, de aflicción) y que pone al segundo (el analista) frente unas reacciones transferenciales y contratrasferenciales sobre las cuales la interpretación carece de poder: en buen número de casos la consecuencia será la instalación de un vivenciar persecutorio o depresivo compartido por ambos, y para ambos inanalizable. Estas consideraciones sobre la importancia de las entrevistas preliminares valen para la totalidad de nuestros encuentros, cualquiera que sea la problemática del sujeto. Cuando el final de las entrevistas desemboca en la propuesta de una continuación, también es lo que uno ha podido o, creído oír en ellas lo que nos ayuda a elegir nuestros movimientos de apertura. Los movimientos de apertura Para reflexionar sobre el abanico de opciones posibles, es preciso que primero distingamos los movimientos que nos parezcan más fundados, que en ocasiones son los únicos de que en efecto disponemos, según estemos frente a manifestaciones psicóticas o tratemos una problemática que ha podido evitarlas. Empezaré por considerar nuestros movimientos de iniciación de partida fuera del registro de la psicosis. Si el puesto que se ofrece al sujeto —cara a cara o en diván—, la frecuencia de las sesiones y la fijación de los honorarios forman parte de la apertura, también tenemos que incluir en ella la manera en que el analista entablará el diálogo. Si no está en su poder decidir el momento de la interpretación, en cambio puede elegir una actitud más o menos silenciosa, más o menos alentadora, favorecer la palabra o, por el contrario, soportar el silencio, dar signos de su interés o mantenerse muy vigilante hacia cualquier manifestación que pudiera ser acogida e interpretada por el sujeto como un movimiento positivo, una maniobra de seducción, una invitación a acelerar su movimiento de investimiento hacia nosotros... Cuando así obra, el analista persigue un objetivo bien preciso: elegir la apertura más idónea para reducir, en la transferencia que se habrá de establecer, los efectos de los movimientos de resistencia, de huida, de precipitación en una relación pasional que aquella siempre tiene la posibilidad de provocar. Freud decía que los movimientos de apertura, como los de final de partida, son los únicos codificables. Personalmente, agregaría: «a condición de saber que la codificación debe tomar en cuenta caracteres que especifiquen la problemática de los sujetos con los que uno juega, así como sus consecuencias sobre la forma que habrá de cobrar su transferencia», Los movimientos de apertura son función de lo que el analista prevé y anticipa sobre la relación trasferencial fritura. Dentro de lo que oímos y percibimos en el curso de esas entrevistas, ¿qué elementos son susceptibles, para el caso, de sugerirnos esta previsión anticipada de la transferencia? Todo analista convendrá en que tiene que privilegiar lo que ha podido aprehender de la intensidad y la cualidad de los afectos movilizados en los dos partenaires en el curso de esos encuentros, y lo que de ahí él deduce acerca de la relación del sujeto con esta demanda (de análisis) que cristaliza su relación con la demanda: la desafección de que hacen gala ciertos discursos es en no menor grado informativa. Esta captación acerca del afecto es el primer signo que «pre-anuncia» las manifestaciones transferenciales que ocuparán el primer plano de la escena en el curso de la experiencia. De igual modo, el vivenciar afectivo del propio analista en el curso del encuentro le proporcionará una primera indicación sobre sus reacciones futuras a esa transferencia. ¿Hay que conformarse con esto, o dentro del contenido del discurso es posible aislar informaciones que pudieran ayudarnos, en mayor medida que otras, a elegir nuestros movimientos de apertura, y por lo tanto a elegir el cuadro más apto para el desarrollo de la partida? Cuadro elegido con la esperanza de no trabar la movilidad de la relación transferencial, de favorecer la movilización y la reactivación de la forma infantil del conflicto psíquico que desgarra a este sujeto que ya no es un niño. Pero antes de responder a esta cuestión yo quisiera recordar que la presencia y el respeto del cuadro tienen también otra función: ser garantes de la distancia que separa a realidad psíquica y realidad, imponer a los comportamientos de los dos jugadores los límites necesarios para que la realidad psíquica no sea obligada a un silencio que pudiera forzar al sujeto a actuar en la realidad exterior o dentro de su realidad corporal las tensiones resultantes. Límites indispensables, igualmente, para que la realidad no llegue a imponer al sujeto exigencias inaceptables y que llegado el caso lo obligaran a recurrir, para re-investirla, a la causalidad delirante. Si lo propio del cuadro es construir y delimitar un espació relacional que permita poner al servicio del proyecto analítico la relación trasferencial, también le compete dar testimonio de la presencia de una realidad que quiere ser y se muestra independiente de los movimientos transferenciales que acompañan a la experiencia analítica. Esta función del cuadro tiene su aliado en la duplicación del personaje del analista, siempre asequible al neurótico salvo particulares momentos de su trayecto: duplicación que le permite encontrar en nuestra persona el soporte de las proyecciones trasferenciales y el agenté de una función al servicio de un objetivo compartido por ambos participantes. Es también la presencia y el respeto de este cuadro lo que garantiza la distancia entre la causalidad de deseó, según funciona en el análisis y según funciona en la actividad delirante. Por eso quiero enunciar que la relación del sujeto con el cuadro es el calco de la forma que cobra dentro del espacio analítico su relación con la realidad.1 A esta relación, desde luego, sólo la podremos conocer en el curso de la relación analítica, lo que a menudo sucede mucho después de su comienzo. Retomo mi pregunta: ¿es posible aislar dentro del discurso del sujeto, durante las entrevistas, elementos que en mayor medida que otros permitieran entrever el despliegue futuro de la transferencia? Diré que en ciertos casos obtendremos un fugitivo vislumbramiento por el lugar y la importancia que el sujeto acuerda o no a su historia infantil, 1 Acerca de la relación transferencial, yo había señalado los riesgos que el analista puede hacer correr al sujeto induciendo por su comportamiento manifiesto una fantasmatización forrada. Esta inducción siempre corre pareja con una manipulación del cuadro, un olvido de las condiciones mínimas a respetar, que dan testimonio de una relación del analista con una realidad y con una ley que parece existir sólo para ser trasgredida: término más elegante que «burlada», al que equivocadamente remplaza. (Cf. Piera Aulagnier, Les destina du plaisir, PUF, 1979.) por su relación con ese tiempo pasado, por la interpretación que espontáneamente proporciona sobre sucesos responsables, a juicio de él, de los callejones sin salida que lo llevaron ante el analista. Una escucha ideal, por eso mismo inexistente, descubriría en las primeras entrevistas informaciones preciosas acerca de la relación del sujeto con la realidad y, por ese desvío, acerca del núcleo más duro de resistencias con que corremos el riesgo de tropezar, Me ha sucedido recuperar, mucho después del comienzo de un análisis, cierta información o deducción obtenida desde la primera entrevista, y percatarme de que, puesto que la recordaba, por fuerza se debía concluir que había tomado noticia de ella, pero que me había apresurado a olvidarla enseguida. Olvido activo, si así puedodecir, que me había permitido no oír un interrogante que esas entrevistas me habían planteado, sin duda con el designio de no cuestionarme yo una respuesta positiva ya presente en mi espíritu. La relación del sujeto con su historia infantil y, sobre todo, el investimiento o desinvestimiento que sobre ese pasado recae son, a mi parecer, las manifestaciones más de superficie, y hasta más directamente perceptibles, respecto de otras tres relaciones que sólo un prolongado trabajo analítico permite traer a la luz; la relación del yo con su propio ello, la relación del yo con ese «antes» de él mismo que lo ha precedido, su relación con su tiempo presente y con los objetos de sus demandas actuales. Percibir desde el comienzo mismo esas manifestaciones, lo qué no siempre es posible, habilitará al analista a sacar el mejor partido de la cuota de libertad, limitada pero existente, que es compatible con su función. Cuota de libertad que le permite elegir entre diferentes aperturas del diálogo. Nada me parece más falso que la concepción que en ocasiones se tiene de las exigencias que todo analista está obligado a respetar en su encuentro con su nuevo partenaire: un comportamiento, una presencia que se suponen inmutables, cualquiera que sea el analista, y con quienquiera que se encuentre; el analista trasformación en robot, diría con razón Philippe. Sobre esto cabría preguntarse qué dios-teórico ha decidido imponer a los analistas semejante robotización. Sostener, como lo han sugerido algunos, que el análisis literalmente desde la primera entrevista nos permitiría descubrir ya una muestra de la totalidad de los elementos que especifican la problemática de un sujeto es ir demasiado lejos. Pero creo, que ese prólogo, o esos prólogos, nos aportan siempre más datos, más informaciones que los que podemos retener. Es verdad que el entreveramiento de la información, a veces el estilo estenográfico, otras veces la falsa claridad de ciertas afirmaciones, hacen difícil su decodificación. Agregaré que la primera entrevista suele cumplir un papel privilegiado por su carácter espontáneo, sobre el cual nuestra manera de escuchar, las palabras que pudimos pronunciar, y aun nuestro' silencio, no han obrado todavía; y tampoco han movilizado, ni siquiera mínimamente, las defensas, las maniobras de seducción, el movimiento de retirada o de huida hacia adelante que provocan mucho antes de lo que creemos. A menos de hacer seguir estas pocas consideraciones generales por las que uno pudiera extraer del análisis del encuentro con determinado sujeto, no es posible ir más lejos. B. La apertura de la partida en la psicosis La historia de la relación terapéutica con Philippe corrige lo que el término «opción» pudiera contener de abusivo. No sólo el abanico de las aperturas posibles está limitado por exigencias metodológicas que sólo parcialmente son modificables, sino que siempre nos veremos precisados a elegir una apertura compatible con la singularidad del otro jugador, con la particularidad de sus propios movimientos de apertura. Así en la neurosis como en la psicosis, desde luego, la «buena apertura» siempre será la que más garantías me ofrezca de que el lugar que inicialmente he ocupado no quedará fijado de una vez para siempre, ni por mis movimientos de apertura ni por los de mi compañero. Pero mientras que la movilidad transferencial, del mismo modo como la movilidad de la demanda, reducen en mucho el riesgo de esta «fijación» en el caso del neurótico, el psicótico, por su parte, mucho antes de encontrarse con nosotros ha dejado de creer que en el juego de su vida pudiera encontrar jugadores diferentes de los ya conocidos. Están primero los representantes que su propia psique se ha formado de los padres; y después, esos mismos representantes, según el exterior se los envía en la forma de esas voces, de esas fuerzas, de esos perseguidores que le advierten que la partida está trampeada o pérdida de antemano. No se puede evitar que el sujeto, en el curso de la partida, nos haga ocupar uno de esos lugares. Uno no puede ni debe oponerse a ese mecanismo proyectivo, pero tenemos que intentar, con variables perspectivas de éxito, probarle al sujeto que en ciertos momentos, más o menos fugaces, podemos también estar «en otro lugar». A veces —esto ocurrió con Philippe— desde la primera entrevista la posición de escuchante que te adjudica el sujeto no coincide con la ocupada por los padres. Pero otras veces esta no coincidencia se tiene que conquistar, sin falta, a brazo partido, tras pactar primero con una proyección masiva que aprisiona a los dos sujetos dentro de una relación que repite la ya vivida por uno de ellos. En estos casos, la partida será mucho más difícil. Se hace imposible cuando la proyección nos asigna el papel exclusivo del perseguidor, antes de habernos dado la posibilidad de ocupar otras posiciones relacionales que permitieran utilizar el caudal de lo ya tejido entre nosotros y el analizado, para que este pueda re-percibir lo que acaso separa al personaje proyectado del personaje que lo escucha. Uno puede a veces «aprovechar» la proyección inmediata de una imagen de objeto omnipotente, protector, idealizado, para favorecer el investimiento del comienzo de la relación, pero si uno quiere que esta prosiga será preciso, con prontitud, conseguir que la cuestione o la relativice. Si en la neurosis podemos tener interés en favorecer el mecanismo proyectivo, en apoyamos en él para permitir al sujeto la reactualización de sus conflictos infantiles, su confrontación con un deseo incestuoso nunca realizado pero nunca «disuelto», ¡en el registro de la psicosis toda facilitación es superflua! La apertura se tiene que dirigir a la exigencia inversa: hacer sensible al sujeto lo que dentro de esta relación no se repite, lo diferente que ella ofrece; lo no experimentado todavía. Muy pocos analistas, o al menos es lo que supongo, siguen decretando no analizable toda forma de psicosis y creyendo en la imposibilidad de producir, el psicótico, un investimiento trasferencial. Por el contrario, es indudable que si podemos hablar de neurosis de trasferencia, el término «psicosis de transferencia» es un contrasentido. No tengo la intención de abordar el concepto de transferencia o de neurosis de trasferencia: ni uno ni otro se pueden resumir en unas frases. Me reduciré a señalar que el concepto de «neurosis de transferencia» sólo tiene sentido porque define un mecanismo bien particular: la removilización, merced a la transferencia, de la forma infantil de una neurosis, que permitirá al sujeto recuperar el enunciado de demandas, la expresión de deseos, que el adulto en que ha devenido había ya reelaborado y disfrazado en la forma de síntomas. Las «demandas» transferenciales, por importante que sea en ellas la participación de lo infantil, que recuperan y preservan, llevan la marca del tiempo que separa al demandador actual del niño que fue. La neurosis, a pesar de la intensidad de sus conflictos, mantiene a su disposición medios de defensa, medios de pensar, de reinterpretar su historia, que el niño no tenía. Por eso Freud pudo escribir que la neurosis de transferencia, como consecuencia de la relación analítica, permite al analista dar una significación transferencial nueva a los movimientos afectivos de que es escenario, sustituir la neurosis infantil por una neurosis de transferencia que puede «ser curada por el trabajo , terapéutico» dos términos son de Freud). El sueño del neurótico no es retomar a la infancia, sino reconstruir una historia de ese pasado conforme a los deseos del niño que supuestamente lo ha vivido; lo mueve el propósito de acabar los primeros capítulos de su historia y habilitarse para investir los siguientes. En ese doble movimiento de retorno y de clausura del pasado infantil, justamente, nos apoyamos para ofrecerle vivir una nueva historiatransferencial cuya interpretación le permitirá modificar la versión que hasta entonces se daba de la historia de su infancia; Cualquiera, que sea la importancia de los pasajes censurados y reprimidos, de los recuerdos falsos que se hayan interpuesto como pantalla de otros, de los perdidos para siempre, ésta historia de una infancia que el neurótico nos aporta como objeto de nuestra interpretación nos es contada por un autor que sabe que no es ese hijo, ni esa madre ni ese padre de que trata la historia, pero que en cambio no ha renunciado a hacer de ellos lo que deseaba que fueran, a obtener lo que habría querido que dieran o que recibieran. Lacan tenía toda la razón cuando escribía que no hay regresión, si no es la que se expresa por el retomo de demandas preteridas. Si el neurótico no ha podido superar la problemática edípica, en cambio ha podido adquirir esos indicadores identifica- torios que han permitido al niño, como al sujeto que de él nos habla, garantizarse un puesto, cualquiera que sea el precio pagado, en el registro del ser, y situar en el registro del tener, de lo perdido, de lo demandado las causas de su sufrimiento. Cuando nos encuentra nos ofrece convertimos en ese nuevo «contador», «supuesto- saber» llevar cuenta de lo ya pagado, de las deudas que te reclaman injustamente, y también absolverte de las irregularidades y los fraudes que uno se reprocha. Muy diferentes son las cosas en la psicosis: desde su surgimiento impusieron al yo que diera su acuerdo anticipado a un libro de cuentas llevado y cerrado por otro. Le han prohibido toda pregunta sobre las razones de los déficit, sobre los intereses por pagar, sobre el escalonamiento de los pagos... Este «contador-progenitor», exclusivo tenedor del libro, no le ha permitido interponer la menor distancia entre la representación psíquica que de él se había dado y ese padre real que cuenta las mamadas, como después contará las deposiciones, los pensamientos, las respuestas malas y las buenas. Ahora bien, esta representación psíquica, como toda representación, es siempre una representación relacional; y es contra esta representación de él mismo como sujeto totalmente dependiente de las cuentas que lleva el deseo del otro, como esclavo de una ley cuya arbitrariedad se le hace patente: contra eso, precisamente, el psicótico, superada la infancia, librará su combate con la esperanza de recusar toda relación de filiación entre él mismo y esta imagen inasumible de un niño responsable de una «esclavitud consentida». Como lo prueba Philippe, por terrorífico que sea el poder atribuido a las voces, todo es mejor que correr el riesgo de descubrir que' es en Uno mismo y contra uno mismo como se tiene ese deseo de muerte, ese odio, ese movimiento de desinvestimiento. Y no hay que olvidar (Philippe nos lo recuerda también) lo que significa en el registro de la psicosis esta acusación tan a menudo presente en el discurso de los padres: el hijo como falta, las faltas, las enfermedades del hijo como causa del sufrimiento de ellos, de su fracaso, y particularmente de todo el «mal» que le pueda sobrevenir; siendo así, no hay que olvidar que el campo social y su discurso explicarán a su vez al sujeto las causas de su «mal», remitiéndolo su propia locura. Por tanto, poco importa que la causa de esta locura se atribuya al demonio que ha tomado posesión de su cuerpo o a un error de trasmisión en el código genético. Hasta me inclinaría a creer que esta segunda causalidad es más desestructurante que la primera. Para el psicótico, si el pasado es responsable de su presente, lo es en la medida en que su presente ya ha sido decidido por su pasado; todo ha sido ya anunciado, previsto, predicho, escrito. Philippe nos ha mostrado cómo, apoyándose en esas causalidades delirantes, el sujeto puede tratar de construir un pasado del que le habían prohibido interpretar los acontecimientos, y que hasta le habían prohibido rememorar. Veremos por qué la "elección" de lo reprimido2 en la psicosis responde a una decisión arbitraria enunciada e impuesta por el discurso parental: a la historia no escrita de su infancia, el sujeto la construye, deconstruye, reconstruye en función de los postulados de su delirio. Tomará prestado de las voces el contenido de los capítulos pasados, presentes y futuros, incluido el que supuestamente trata de un encuentro y de una «historia transferencial», de la que a menudo afirmará fue predicha y anticipada por las voces o por sueños soñados en la infancia (aquí me viene a la memoria una joven esquizofrénica que no podía expresar el menor sentimiento hacia mí, la menor vivencia movilizada por la sesión, sin asegurarme que un sueño que había tenido de niña o unas voces oídas hacía mucho tiempo ya se lo habían anunciado). Concluiré estas consideraciones sobre la apertura de la partida en la psicosis con algunas puntualizaciones generalizables que de ellas se pueden, extraer: Al «sujeto-supuesto-saber», el psicótico lo encontró primero en la persona de los padres que le prohibieron —y él aceptó la prohibición, pues de lo contrario no sería psicótico— creer que otro pensamiento que el de ellos pudiera saber Io que se refiere al deseo, la ley, el bien, el mal. Si trascurrida la infancia no pudo seguir negando lo que la realidad le mostraba sobre las debilidades, los abusos, las falencias, parentales, atribuirá ese omni-saber al perseguidor exterior que «muestra» (a él mismo, a los padres, al mundo) a qué precio él ha pagado lo que ha osado ver, aunque fuera fugitivamente. Por eso dentro del registro del saber no podremos ocupar la posición que tan fácilmente nos ofrece el neurótico, salvo si no hemos podido evitar la trampa de una proyección sin fisuras que dotará a ese saber proyectado sobre nosotros de idéntico poder mortífero para el pensamiento del sujeto. 2 Cf. mi «Conclusión». ¿Cómo se presentan las cosas en el registro del investimiento? También aquí el lugar ya está ocupado. En muchos casos, el psicótico preserva una relación de investimiento masivo, por conflictual que sea, con esos representantes encamados del poder que son sus padres; es con ellos, y a veces con su sustituto, con quienes prosigue y repite su diálogo. Sus interlocutores, como lo prueban los padres de Philippe, saben mucho mejor que nosotros qué réplicas es preciso dar para que nada ni nadie pueda poner fin a este diálogo o modificarlo. Pero nos queda una posibilidad. La descomposición psicótica signa el fracaso de ese falso diálogo. El recurso al delirio es en efecto la consecuencia del rehusamiento o dé la imposibilidad en que está el sujeto de seguir creyendo en la presencia de la escucha del otro. O acaso la consecuencia de lo que él descubre: los conflictos que pudieron oponerlos, o el aparente entendimiento, o la sedicente concordancia de opiniones, nunca significaron la presencia de dos locutores, de dos discutidores. Una extraña sordera aquejaba la escucha de cada locutor, cada vez que el otro tomaba la palabra. Por eso mismo, en ciertos casos, que por desdicha no son la regla, aunque tampoco son excepcionales, el psicótico puede producir ese investimiento inmediato de una relación en que el «encontrado» (el analista) ocupa la posición del oído del que habla. Merced a lo cual, como Philippe me lo permitió, el analista, en el tiempo de la apertura, puede transformar un pensamiento sin destinatario en un discurso que uno puede y que él puede oír. Es otro, indeterminado todavía, quien escucha un discurso cuyo destinatario legítimo es sin duda el progenitor, el perseguidor, dios o el diablo, pero la presencia de una escucha nueva pasa a garantizar al sujeto que esto que dice forma de nuevo parte de lo oíble, investible por otro. El neurótico no nos demanda esta seguridad, puesto que nunca la ha perdido; en cambio, es ella la que funda la posibilidadde una relación de investimiento en el registro de la psicosis. Está claro que el sujeto ya había dicho ese discurso a sus padres, a las personas que encontró en el hospital o afuera, pero ser delirante nunca ha significado no percibir el rehusamiento de oír que a uno le oponen; hasta diría que más delira uno, más lo percibe; y más lo percibe, más delira. La relación transferencial, que acompaña al encuentro entre dos sujetos que retoman un diálogo que ya se había sostenido y en él que cada uno había esperado—¡y cuánto!— las réplicas del otro, aunque fuera para recusarlas, mostrar su error, es remplazada en el registro de la psicosis por una relación de investimiento en favor, primero, de un «escuchante». Cuando dije que él analista parece ocupar en ciertos casos la posición de oído del sujeto que habla, no era una simple metáfora: creo que cualesquiera que fueren las proyecciones que por el camino se produzcan sobre nuestra persona, él investimiento del encuentro y de la relación por parte del psicótico tiene como condición primera (en el orden temporal y en el jerárquico) su encuentro con una función de él mismo, recuperada, que es su fundón de escuchante de su propio discurso. El pensamiento forzoso, el robo del pensamiento, esos crímenes de que tan a menudo se queja, no le han dejado más pensamientos expresables en su propio nombre que los que narran los efectos de ese robo, de esa expropiación; ahora bien, lo que los otros recusan es justamente y ante todo la verdad de estos pensamientos. Desde luego que le queda la solución de pensarlos en silencio, pero, si obra así, le resulta cada vez más trabajoso distinguir lo que él piensa sobre la acción del perseguidor, y los pensamientos que de esa acción resultan. De ahí su tentativa, fracasada siempre mientras vive, de dejar por completo de pensar, Pero de ahí también lo que puede representar su encuentro con el analista: una escucha que le permite separar de nuevo lo que él piensa, de lo que lo fuerzan a pensar. Mi encuentro con Philippe ilustra bien este aspecto característico: como ya dije, desde la primera entrevista tuve la sensación de que Philippe hablaba desde la posición de un sujeto que intentaba hacerme comprender la experiencia vivida, y me otorgaba el papel de un «escuchante» dispuesto a investir su discurso. Pero aunque yo estuviera equivocada en esto, sin embargo en esa posición de escuchante-invistiente me mantuve durante toda la entrevista. El interés «espontáneo» que experimenté, con igual espontaneidad traté de hacerlo sensible para Philippe. Esta prueba de investimiento por el «escuchante» es esencial para que el sujeto pueda tener, no diré la prueba, qué sería ir demasiado lejos, sino úna sospecha sobre la existencia de una relación que pudiera no ser la repetición idéntica de la ya vivida. Nada más extraño al psicótico que los conceptos de «nuevo», de «cambio»; por eso no hay que hacerse demasiadas ilusiones sobre lo que podemos esperar de ese primer movimiento de investidura de la relación: la continuación siempre nos hace sentir la fuerza de repetición, tan operante en la problemática psicótica, y entonces corremos el riesgo de que nuestra investidura flaquee más y más. Ahora bien, si en el registro de la neurosis podemos permitimos dejar al sujeto, es verdad que por muy breves momentos, el cuidado de sostener afectivamente la relación, en la psicosis nuestro aporte de investimiento es necesario para que la relación se preserve. Desconectarse es dejar que el edificio se hunda por falta de uno de los dos sustentos que le son por igual indispensables. Ahora bien, las posibilidades de investimiento del analista obedecen a los mismos requisitos que rigen la economía psíquica de cada quien: para que se preserve, parece necesario que no nos veamos enfrentados duraderamente al fracaso del propósito perseguido. De ahí un segundo rasgo que a mí parecer especifica la relación analítica en el registro de la psicosis, pero esta vez del lado del analista exclusivamente: la prima de placer que se demanda a la teoría. Frente a la espera prolongada de una modificación, aunque fuera mínima, nos queda el recurso de tratar de comprender las razones de la duración de esa espera. Quiero volver un momento sobre mi informe de las sesiones de Philippe: los fragmentos escogidos dejan en la sombra a otras muchas sesiones que no eran más que la repetición de las mismas quejas, del mismo deseo de ponerles fin, y también a sesiones que seguramente fui incapaz de resumir una vez terminada la entrevista por no haber sabido seguir el hilo del pensamiento y de las asociaciones de Philippe. Esto se comprende, porque se sabe que una de las consecuencias de la psicosis es la reducción máxima, si no la abolición, de la distancia que debiera separar la realidad y la realidad psíquica, las exigencias de la primera y las de la segunda. Cada vez que un fenómeno presente en una de estas dos escenas es fuente de un afecto que jaquea sus defensas, el sujeto no puede limitar los riesgos que amenazan a la operación de su pensamiento, como no sea recurriendo a una única causalidad, siempre la misma. Por eso no conseguiremos nada si no logramos primero convencer al sujeto de que este lugar del espacio y este fragmento de tiempo que le proponemos no están signados por esa mismidad que caracteriza a su relación con la categoría del tiempo y del espacio. Tarea difícil pero insoslayable para que la relación que se abre pueda devenir analítica. También en este punto tendríamos que abandonar las generalizaciones y evocar casos particulares para ir más lejos en la reflexión. Una comprobación, no obstante, se impone, se trate de lo «general» o de lo particular: si la apertura de nuestras partidas nos plantea hartos problemas, su desarrollo y su final no los plantean menores; verdaderamente no. Las entrevistas preliminares y los movimientos de apertura. A. Las entrevistas preliminares El calificativo de analizable Los movimientos de apertura B. La apertura de la partida en la psicosis
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