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Le Breton, D Introducción y Capítulo 1 La incisión en la cerne marcas y dolores para existir

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LA PIEL Y LA MARCA 
ACERCA DE LAS AUTOLESIONES 
DAVID LE BRETON 
EDITORIAL 
Colección Fichas para el Siglo XXI 
Serie Futuro Imperfecto 
INTRODUCCIÓN 
RECURRIR AL CUERPO EN UNA SITUACIÓN 
DE SUFRIMIENTO 
Aproximar la muerte tan cerca cuanto se pueda soportar. Sin aflojar . . . si es 
necesario incluso desmayando . . . � si es necesario, incluso muriendo 
G. Bataille, Le Coupable 
Este libro se me ha impuesto, a mi pesar, en el cruce de Conductas 
de Riesgo y de Signes d'identité, 1 es decir de dos investigaciones: una 
sobre las conductas de riesgo de las jóvenes generaciones, y la otra sobre 
la moda contemporánea en relación a las marcas del cuerpo {tatuajes, 
piercings . . . ) . Me conmovió la importancia de las heridas corporales que 
los jóvenes en estado de sufrimiento2 se infligen con total lucidez. Espe­
cialmente porque no se trata aquí de comportamientos relacionados con 
"la locura" , como se suele decir para desembarazarse de comportamien­
tos insólitos, sino de una forma particular de luchar contra el malestar 
de vivir. Hombres y mujeres, sobre todo mujeres, perfectamente inser­
tos en el seno del lazo social, recurren a esto como una forma de regu­
lar sus tensiones. Nadie podría suponer sus comportamientos . O que 
atravesaran por esa situación en un momento doloroso de su historia. 
En general, nunca se lo han contado a nadie, experimentando un senti­
miento de vergüenza por haber vivido tal experiencia. Las lastimaduras 
corporales (incisiones, rasguños, escarificaciones, quemaduras, lacera­
ciones, etc.) son el último recurso para luchar contra el sufrimiento 
(como las conductas de riesgo, pero en otro plano) , remiten a un uso de 
la piel que también implica un signo de identidad, pero bajo la forma 
de heridas. 
1 N. del T.: Signos de identidad. 
2 N. del T.: "En souffrance" tiene un doble significado: en estado de sufrimiento 
Y también se refiere a un paquete que no ha sido reclamado en el correo, o algo 
que ha quedado en suspenso, pendiente. 
7 
En mi experiencia personal, he observado que estas heridas delibera'­
das preocupan profundamente, mucho más que las conductas de riesgo 
de las generaciones jóvenes, que sin embargo alientan la hipótesis nada 
insignificante de morir. A la inversa, una persona que se corta está lejos de 
poner su existencia en peligro. Pero la incisión corporal deliberada golpea 
las conciencias porque testimonia una serie de transgresiones insoporta­
bles para nuestras sociedades occidentales. Agrediéndose así, el individuo 
rompe la sacralidad social del cuerpo. La piel es una barrera infranqueable 
para no provocar el horror. Así mismo, es impensable que cualquiera se 
lastime con total conciencia sin que se lo incluya en la locura, el masoquis­
mo o la perversidad. Hacer correr la sangre es otra transgresión prohibida, 
dado que, para muchos de nuestros contemporáneos, su sola vista provoca 
desmayos o espanto. Yendo más lejos, herirse es un juego simbólico con la 
muerte en tanto imita el asesinato de uno mismo, el juego con el dolor, la 
sangre, la mutilación. 
La herida corporal deliberada, pero manteniéndose al margen de la 
mutilación, es el hilo conductor de esta obra. La experiencia en los límites 
analizada aquí obliga a pensar al hombre más allá de una intención inge­
nua de felicidad, de una autorrealización, lejos de especulaciones; por lo 
contrario, nos confronta con la demanda brutal al dolor o a la muerte 
para existir. El hombre no es un ser razonable o racional, va a lo peor con 
total lucidez, y puede ser el único que no se da cuenta que pone su vida 
en peligro, que se inflige heridas en la memoria o en el cuerpo que perma­
necerán indelebles. Incluso en la vida cotidiana se mezclan la ambivalen­
cia, la incertidumbre, la confusión, atajos que a menudo son los únicos 
que todavía pueden tomarse mientras que los demás caminos se alejan. 
Puede ser que el hombre pierda la posibilidad de elegir sus recursos y que, 
temporalmente, entre en una zona de turbulencia donde su existencia se 
tensa en el filo de la navaja. Se vuelve víctima de su inconsciente, de aque­
llo que se le escapa de sus comportamientos pero ya no responde a una 
coherencia social o personal . A menudo, para seguir existiendo, le hace 
falta jugar con la hipótesis de su propia muerte, infligirse una prueba indi­
vidual, hacerse mal para tener menos mal en otra parte. La tarea es de una 
antropología paradoja! como la de Georges Bataillé cuando hablaba en su 
juventud de una filosofía paradoja! (Surya, 1 992, 6 1 0) . Son más bien las 
lógicas de la humanidad (las antropo-lógicas) , las que aquí se ponen en 
8 
juego. Es importante comprenderlas para entender por qué, en situacio­
nes de gran sufrimiento, el cuerpo deviene como un último recurso para 
no desaparecer. Por propia naturaleza, nada de lo humano es ajeno a la 
antropología, ciencia del hombre por excelencia. 
El enfrentamiento con los límites que aquí nos interesa en ningún caso 
es la voluntad disimulada de perecer, por lo contrario, es una voluntad de 
mantenerse vivo, de despojarse de la muerte que se pega en la piel para 
salvar su piel. Por supuesto, hay una ambivalencia. La búsqueda de uno 
mismo toma caminos tortuosos. Para darse a luz, a menudo hace falta 
correr el riesgo de perderse, no por elección, sino por una necesidad inte­
rior, porque el sufrimiento o la falta de ser lo atormentan y lo separan de 
la existencia. En los comportamientos analizados aquí, se trata trampear 
con la muerte o con el dolor para producir significados para uso personal, 
para reinsertarse en el mundo. Pero es necesario no temer quemarse. A 
menudo es esperando lo peor, que se puede acceder a una versión más 
aliviada de uno mismo. 
Si el enraizamiento en la existencia no está apoyado en las suficientes 
ganas de vivir, sólo queda capturar furtivamente el sentido poniéndose 
en peligro o en situaciones difíciles para encontrar por fin los límites que 
faltan y, sobre todo, probar la legitimidad personal. Cuando la existencia 
ya no está garantizada por los auspicios del sentido y del valor, el indivi­
duo dispone entonces de un último recurso tomando prestados espacios 
poco frecuentados con el riesgo de perecer. Arrojándose contra el mundo, 
lacerándose o quemándose la piel, busca autoafirmarse; pone a prueba su 
existencia, su valor personal. Si el camino del sentido ya no está marca­
do frente a él, la confrontación con el mundo se impone por medio de 
la invención de ritos íntimos de contrabando. Por el sacrificio de una 
porción de sí en el dolor, la sangre, el individuo se esfuerza por salvar lo 
esencial. Infligiéndose un dolor controlado, lucha contra un sufrimiento 
infinitamente más pesado. Salvar el bosque implica sacrificar una parte. 
Así es la parte del fuego. 
Aquí se expresa una idea antropológica fundamental, en el consen­
timiento para despojarse de un fragmento de sí para continuar existien­
do. Se trata de pagar el precio del sufrimiento para tratar de liberarse, de 
satisfacer una demanda abrumadora, pero que permite escapar del horror. 
Las incisiones corporales son una forma de sacrificio. El individuo acep-
9 
ta separarse de una parte de sí para salvar toda su existencia. El reto. es 
no morir. Son las heridas de la identidad, las tentativas de acceder a uno 
mismo desafiando lo peor. 
Mi trabajo de investigación a menudo me ha dado la sensación de un 
lienzo donde cada obra es un hilo, un avance sobre una línea divisoria 
que inscribe su necesidad antes que otro la lleve más lejos todavía. Del 
cuerpo maltratado del mundo contemporáneo a las conductas de riesgo, 
de las marcas corporales al dolor, estamos siempre en el mismo registro 
de un sentimiento de identidad difícil de cristalizar, de un debate interior 
que toma al cuerpo como rehén y es una especie de materia prima de la 
difícil fabricación de uno mismo. Analizo de este modo las conductas 
de riesgo de los jóvenes como formas de resistencia, maneras dolorosas 
y torpes de incluirse enel mundo, de recuperar el control , de reparar 
el sentido para existir. Signes d'identité (Le Breton, 2002) recuerda que 
las marcas corporales (piercings, 3 tatuajes, brandings, 4 etc.) son también 
una manera de capturar las marcas simbólicas con el mundo. Aquí la 
lesión corporal (incisión, quemadura, laceración, etc.) es una forma de 
control de uno mismo para aquel o aquella que ha perdido la posibilidad 
de elegir los medios y no dispone de otros recursos para mantenerse en 
el mundo. Es entonces, de algún modo, una forma de "autocuración" 
(Hewitt, 1 997) . 
Le incisión5 deliberadamente infligida es un medio para escapar al 
sufrimiento y de dar un paso hacia otro yo más propicio. Inventa un refu­
gio provisorio permitiendo retomar el aliento. Haciendo una fractura en sí 
mismo, el individuo invoca otra presencia en el mundo, espera expulsarse 
de sí, devenir por fin un otro y redefinirse de un modo más duradero. 
De ningún modo es un acto ciego. Sin destacar la reflexión, no carece de 
3 N. del T.: Piercing, del inglés "perforar". Práctica de perforar el cuerpo para 
insertar aros u otras piezas de joyería. 
4 N. del T.: Brandinges una técnica de escarificación del cuerpo que consiste en 
quemar, escarar o lastimar partes de la piel para hacer dibujos con las cicatrices 
de la herida, como un tatuaje sin tinta. 
5 La incisión es la forma más corriente de las lastimaduras corporales 
deliberadas, sobre todo en las generaciones jóvenes que son el punto de partida 
de esta investigación. A menudo hablaré de incisión sobreentendiendo las otras 
lastimaduras. Precisaré la naturaleza de la alteración cada vez que sea necesario. 
1 0 
lógica aunque corte justamente con las maneras habituales del individuo. 
De hecho no es irreflexivo aunque participe de un impulso. Descarga una 
tensión, una angustia que ya no permite elegir los medios para liberar­
se. Pero a menudo se inscribe permaneciendo bajo la forma de un ritual 
privado. Me refiero a los comportamientos habituales del individuo que 
escapan a la vida cotidiana pero cuya significación subjetiva no por ello es 
menos eminente. 
Las agresiones corporales traducen un entramado de significados que 
sólo echan luz sobre la historia del individuo, sobre las circunstancias que 
preceden al acto. Las incisiones, las escarificaciones, las escoriaciones, las 
raspaduras superficiales o profundas, los rasguños, las quemaduras de 
cigarrillos, son a menudo hechas en el antebrazo o la muñeca izquierdos, 
lugares del cuerpo fácilmente más accesibles, inmediatamente visibles y 
que recuerdan entonces el control ejercido sobre uno mismo. A menudo 
se hacen sobre el vientre o las piernas, con objetos que se encuentran al 
alcance de la mano; instrumentos elegidos cuidadosamente y preciosa­
mente conservados si la autoagresión se inscribe en una repetición bien 
organizada: máquina de afeitar, bisturí, cuchillo, tijeras, trozo de vidrio, 
chinche, compás, clips . . . Para la población que aquí nos interesa, salvo 
por los rasguños y raspaduras, pero "superficiales" , incluso cabellos arran­
cados, siempre es evitado el rostro en tanto que principio de identidad, 
lugar importante de la sacralidad personal y social. La intención no es 
borrarse del lazo social sino justamente purificarse de un sufrimiento para 
retornar. Cuando es atacado el rostro, el pronóstico es más grave. El indi­
viduo empieza a perder el equilibrio y corta los puentes detrás de él. 
Las autoagresiones al cuerpo pueden empezar muy tempranamente. 
Diferentes trabajos muestran la "normalidad" de los movimientos "autoa­
gresivos" en la primera infancia: morderse, rasparse, pincharse, arrancar­
se costras, rasguñarse hasta sangrar, golpearse la cabeza, tirarse al piso. 
Shentoub y Soulairac observan esto en niños de 9 meses a 2 años, con 
una frecuencia máxima de entre 12 y 1 8 meses. Estos comportamientos 
se inscriben en una trama relacional y satisfacen una exploración de sí 
mismos y del entorno mientras se protegen de una tensión personal. Parti­
cipan de la formación del Yo y afectan sobre todo a niños hiperactivos, 
sobre todo a los varones (Shentoub, Soulairac, 1 96 1 , 1 20) . El niño no 
siempre percibe la consecuencia de su acto, ni ha aprendido plenamente 
1 1 
su necesidad de descarga. Estas formas de autoagresiones son corrientes,. 
pero disminuyen alrededor de los 2 años. 
A medida que elabora el esquema corporal el niño abandona los 
comportamientos asociados al dolor, aprende a evitar lastimarse. Si persis­
te, su acción está entonces orientada y dosificada en función del bene­
ficio secundario que obtiene. De este modo, las situaciones cargadas de 
ansiedad o de cólera lo llevan a intentar llamar la atención de su madre o 
de personas cercanas lastimándose. Si percibe el terror que induce en sus 
padres, se instaura una relación perversa, volviendo a los demás rehenes 
de su deseo. Ya de una forma precoz, la lesión corporal es un lenguaje, 
una forma de ejercer presión sobre el entorno y de controlar las tensiones 
interiores. En otras circunstancias también es el índice de un sufrimiento 
aplastante. En situaciones de carencias afectivas graves, René Spitz ( 1 965) 
observó en los niños comportamientos autoagresivos como golpearse la 
cabeza, golpearse con los puños, morderse, arrancarse los cabellos, etc. A 
menudo la muerte espera al final del camino si las situaciones de carencia 
permanecen. Pero no hablaremos aquí de los niños, que requieren otro 
análisis. 
El estudio de los autoagresiones corporales deliberadas se considera 
más avanzado en los EEUU, donde se han escrito importantes obras sobre 
este tema (Hewitt, 1 997; Babiker, Arnold, 1 997; Smith, Cox, Saradj ian, 
1 998; Ross, Me Kay, 1 979; Kettlewell, 1 999) . Se han evaluado a tres millo­
nes de mujeres norteamericanas de todas las edades, que han pasado con 
regularidad al acto con hojas de afeitar, trozos de vidrio, cuchillos, despe­
llejándose, quemándose, etc. En Francia, faltan las cifras, hay pocos textos 
y fuentes de referencia, salvo de manera anexa, evocando otras formas 
de sufrimiento, sobre todo en adolescentes (Corraza, 1 976; Pommereau, 
1 997, 200 1 ; Marcelli, Braconier, 2000; Scharbasch, 1 986) , o en la lite­
ratura referida a la prisión (Frigon, 200 1 ; Gonin, 1 99 1 ) . En los EEUU 
el tema es tratado sin moralismo, suscita menos susto y repulsión que en 
nuestras sociedades europeas donde el respeto por la integridad corporal 
se mantiene como un valor fundamental. El puritanismo norteamerica­
no, la reivindicación de los derechos personales, lleva a tratar sin reparos 
un sufrimiento que, en la vieja Europa, permanece contaminado de una 
transgresión intolerable. Las mujeres norteamericanas usan corrientemen­
te sus cuerpos como una superficie de protección de su malestar de vivir, 
1 2 
pero una parte de los adolescentes y de las mujeres adultas europeas recu­
rren a esto igualmente, sin encontrar el mismo eco en la clínica o en la 
reflexión antropológica. También es cierto que su número es menor. Los 
norteamericanos ponen en marcha programas de atención para las muje­
res en quienes las heridas autoinfligidas se vuelven una adicción. Si bien 
los psiquiatras estadounidenses clasifican bien las autoagresiones corpo­
rales en un síndrome reconocible, todavía quedan en nuestra sociedad 
anomalías poco estudiadas en sus especificidades. 
Las incisiones corporales deliberadas, en el contexto de nuestras socie­
dades contemporáneas, componen la trama de esta obra. Si me detengo 
un momento sobre las marcas corporales ligadas a los ritos de pasaje de 
las sociedades tradicionales, es sobre todo para demostrar en qué, en nues­
tras sociedades de individuos, aunque esté involucrado el cuerpo es mejor 
hablar de ritos íntimos de contrabando, de ritos personales, privados. Se 
trata de evitar el lugar común que consiste en decir que un joven impli­
cado en las conductas de riesgo o en autoagresiones corporales repetidas, 
vive "una especie" de rito de pasajeo, a la inversa, que su comportamien­
to solamente es provocado por su ausencia en nuestras sociedades. Las 
antropo-lógicas son más ambivalentes, más ricas de sentido, y es impor­
tante comprenderlas sin remitirlas a clichés. 
Las prácticas ritualizadas y públicas de las agresiones deliberadas al 
cuerpo son comunes en muchas sociedades humanas, más allá de los ritos 
de pasaje donde son tradicionales {capítulo 1 ) . Así, todavía hoy en Fili­
pinas, durante la semana santa, hay hombres que piden ser crucificados. 
Patrick Vandermeersch {2002) describe las flagelaciones que tienen lugar 
en el norte de España, en San Vicente de la Sonsierra, en especial el jueves 
y el viernes de semana santa. Allí también hay hombres que se flagelan 
la espalda con largas trenzas de lino hasta producirse hematomas. "Cada 
penitente tiene un acompañante que lo monitorea, lo incita o calma según 
el caso, para que pueda entrar en trance, pero lo presiona a golpearse más 
fuerte si flaquea. De hecho, se trata de evitar cualquier crueldad inútil. 
Hace falta golpearse rápido y fuerte, llegar rápidamente al estado donde la 
espalda esté suficientemente magullada para recibir los pinchazos que van 
a liberar al penitente" (p. 1 8) . Las disciplinas han marcado hace mucho 
tiempo a las instituciones monásticas cristianas. No abordaré este uso del 
dolor o de las alteraciones corporales porque excede la preocupación que 
1 3 
anima esta obra de comprender cómo un sufrimiento individual encuen­
tra en un acto singular una salida provisoria. La tradición cristiana está 
lejos de tener el monopolio del uso ritualizado del dolor y de las alteracio­
nes corporales como expresión de la devoción. Encontramos un principio 
cercano en el Islam chiita. Las heridas por aflicción son comunes en los ritos 
fúnebres de ciertas sociedades donde se araña, se corta la piel, se arrancan 
los cabellos . . . Ciertas prácticas devocionales, en especial en el hinduismo, 
requieren también de los místicos una voluntad para franquear los límites 
de la carne {Roux, 1 988) . La lista sería innumerable. Limitaré mi estudio 
únicamente a los Occidentales que se inscriben en el lado difícil de la 
preocupación del ser de nuestras sociedades, a los hombres y mujeres que 
no temen lesionar sus cuerpos.6 La tarea es comprender, no juzgar. 
El cuerpo es para el hombre el primer lugar del asombro de ser uno 
mismo. La condición humana es corporal, pero la relación con la encar­
nación nunca está del todo resuelta. El bello film de Marina de Van, Dans 
ma peau,1 confronta la inquietante extrañeza de estar apegado a una carne. 
Muchas tomas de la película testimonian este proceso de alejamiento y 
simultáneamente de retorno a sí mismo por la herida, vale decir el regreso 
a la piel, el recuerdo de la interioridad materializada por la sangre o el 
dolor. Esther es una mujer joven que ofrece todas las apariencias de una 
feliz integración a la sociedad, posee una buena situación y vive con un 
hombre que la ama. Un evento reabrirá una llaga de la infancia, una fragi­
lidad de la que no sabemos nada. Una tarde, durante una fiesta, mientras 
atraviesa una construcción, se lastima seriamente la pierna, pero no se 
da cuenta hasta más tarde. Esta confrontación inesperada con la carne, y 
entonces consigo misma, la lleva de pronto fuera de los caminos trillados. 
Se apasiona con sus llagas, las aviva otra vez, se crea otras, encontrando allí 
consuelo a quién sabe qué desborde. Su compañero, muy normalizador, 
6 Abandonaré la cuestión del masoquismo como una forma del erotismo lúdi­
co donde a menudo el dolor es utilizado como un ingrediente del placer bajo 
la forma de incisiones, quemaduras, golpes o de "torturas" respondiendo a una 
demanda explícita o aceptada en el marco de un contrato moral con su pareja 
(Poutrian, 2003). Las heridas corporales evocadas en esta obra están en las antí­
podas, se inscriben en un contexto de sufrimiento personal, o una búsqueda de 
autocontrol durante las performances o actos de artistas del Body Art. 
7 N del T. "En mi piel" o "Dentro de mi piel" . 
14 
no comprende su tranquila deriva. El mundo se desliza fuera de ella. Vivir 
ya no le alcanza, no está más en la sensación de realidad, busca sentirse 
existir pero pagando el precio. La descubrimos entonces borderline, sobre 
el filo de la hoja de afeitar de una realidad que lentamente se le escapa, no 
dejándole otros pliegues que su cuerpo al que se adhiere desesperadamente 
rallándolo, haciéndolo sangrar, incluso devorándolo. Cuando pierde los 
l ímites del mundo, los busca en su cuerpo, lacerando su piel, haciendo 
correr la sangre. Esther abandona el lazo social, incluso le cuesta restaurar 
la menor relación con los demás, refugiada en una habitación de hotel 
donde celebra ritos sangrantes con su cuerpo, termina por lacerarse el 
rostro, despedida simbólica del mundo que trasunta entonces la gravedad 
de su estado. En las últimas tomas del film, ella está congelada, catatónica, 
sobre una cama. 
A la inversa de la joven mujer del film de Marina de Van, donde el 
derrotero doloroso es sin retorno, los individuos de los que trata este libro 
no son psicóticos, no ignoran cuánto sus hábitos perturban, molestan e 
incluso repelen a los demás. Pero la escisión de su sufrimiento tiene ese 
precio. Más allá de los actos de ofensa a su cuerpo, llevan una vida perso­
nal que apenas se distingue de la de los demás. Para seguir existiendo, 
para luchar contra el desorden, recurren a un medio que, sin dudas, no es 
el mejor a los ojos de los demás, pero es lo único que funciona para ellos 
(capítulo 1 ) . En las prisiones donde abundan estos comportamientos, lo 
que importa es oponerse al embotamiento de los sentidos, al sufrimien­
to de la separación de los seres queridos, al sentimiento de injusticia, al 
desgaste del tiempo, al ocultamiento del cuerpo. Son actos circunstan­
ciales que permiten luchar contra el sufrimiento. En principio, cuando el 
preso recobra la libertad paran inmediatamente (capítulo 2) . 
En cuanto a los artistas, empujan su voluntad hasta un extremo en 
que atentan contra sus cuerpos. Siguen una necesidad interior de crea­
ción, con total lucidez de lo que les cuesta. Analizaremos de este modo 
las performances del body art, especialmente aquellas de Bob Flanagan 
o de Gina Pane que ponen en escena la alteración corporal. Trataremos 
de comprender la lógica que anima a aquellos que en nuestras sociedades 
occidentales contemporáneas inventan ritos que exigen tener sangre fría, 
como colgarse de ganchos fijados bajo la piel en búsqueda de "visiones" . 
Ni los unos ni los otros están enfermos, al contrario, desean vivir más. Su 
1 5 
desesperado deseo de vivir los conduce a los límites de la condición huma­
na, con el doloroso deseo de "reventar la opacidad de su piel que lo separa 
del mundo", como escribió Arthur Adamov.8 
He utilizado numerosos testimonios recogidos durante la investiga­
ción en torno del tatuaje y del piercing durante los cuales los individuos 
evocaron prácticas de heridas deliberadas, me encontré con ellos, he 
reanudado el diálogo con los piercers, con los artistas, los performers. En lo 
que concierne a las generaciones jóvenes, ya conocía de larga data nume­
rosos testimonios porque el campo de las conductas de riesgo de los jóve­
nes se me ha vuelto familiar hace muchos años. Pude discutir sobre este 
tema con distintos profesionales: trabajadores sociales, psicólogos, médi­
cos, directores de instituciones, etc. Les agradezco a todos por su ayuda. 
Mi reconocimiento está dirigido sobre todo a quienes me acompañaron 
en el curso de esta reflexión, a Thierry Goguel d'Allondans (IFCAAD), 
Claudine Sutter (IFCAAD), Denis Jeffrey (Université Laval du Québec), 
Hakima Aft El Cadi (Université Marc Bloch de Strasbourg), Sylvie 
Frigon (Université d'Otawa), Constantin Zaharia (Université de Buca­
rest), Christian Michel (Université Marc Bloch de Strasbourg), Hnina 
Tuil, Frarn¡:ois Chobeaux (CEMEA), Crass (TribalTouch, Strasbourg), 
Esté (Tribal Touch, Strasbourg), Lucas Zpira (Weird Faktory-Body Art, 
Avignon), Anne-Dominique Moussay, Gérard Arnoult, Lydia Mazzoletti , 
Dominique Guillien, Alain Heiny, Marieke Romain. Agradezco por su 
ayuda a Meryem Sellani, Espéranze Delvaux, Perrine Labrux, estudian­
tes de Sociología en la Universidad Marc Bloch de Strasbourg, que han 
reflexionado conmigo acerca de estas prácticas y han realizado una serie de 
entrevistas con las personas que atentan contra su cuerpo de una forma u 
otra. También quiero hacer un reconocimiento especial a Thierry Goguel 
d'Allondans, Christian Michel, Carmen Ziegler y Hnina Tuil por haber 
releído el manuscrito. 
8 Arthur Adamov,je . . . ils . . . , París, Gallimard, p. 27. 
16 
CAPÍTULO 1 
LA INCISIÓN EN LA CARNE: 
MARCAS Y DOLORES PARA EXISTIR 
Es cierto que la vida humana está hecha de dos partes heterogéneas, que 
nunca se unen. Una sensata, cuyo sentido está dado por propósitos útiles, 
en consecuencia subordinados: es la parte que se muestra en la conciencia. 
La otra es soberana: ocasionalmente, se forma a favor de un desorden de la 
primera, es oscura, o más bien, si es clara, es encegueced.ora; de cualquier 
manera, ella escapa a la conciencia. 
George Bataille, L'Erotisme 
Los juegos de identidad 
El Yo que funda la relación con el mundo nos parece asegurado, irre­
futable, pero nada es más vulnerable, nada está más amenazado por la 
mirada de los otros o por los eventos de la historia personal. No esta­
mos inmutablemente encerrados en nosotros mismos como dentro de 
una fortaleza sólidamente guardada. La identidad personal nunca es una 
entidad, no está encerrada, se trama siempre con lo inacabado. El mundo 
en nosotros y el mundo fuera de nosotros no existen más que a través de 
las significaciones que no cesamos de proyectar a su encuentro. El senti­
miento de ser uno, único, sólido, con los pies sobre la tierra, no es más 
que una ficción personal que los demás deben sostener con más o menos 
buena voluntad. Ciertamente, si fuera demasiado flojo, inconsistente, la 
existencia será imposible. La identidad no es substancial sino relacional. 
Es un sentimiento. El Yo es el ensamble de los discursos vitales que el indi­
viduo es susceptible de sostener acerca de sí mismo. Un instrumento que 
se esfuerza en poner conciencia en un teatro de sombras, que responde a 
la cuestión de la imagen de sí mismo, pero que a menudo es ciego para los 
caracteres que saltan a la vista de los demás. 
El hombre no cesa nunca de nacer y sus condiciones de existencia lo 
cambian al mismo tiempo que él influye sobre ellas. Los movimientos que 
1 7 
animan el sentimiento de sí mismo no existen sino estrechamente ligados 
a los movimientos de la sociedad. Sobre todo en las sociedades contenl.­
poráneas sujetas a un reciclaje permanente, exigiendo a sus miembros a 
remodelar sin respiro sus investimentos, sus valores, sus relaciones con los 
otros y con el mundo. El sentimiento de identidad se ha vuelto modular, 
fluido, sin enraizamiento profundo, sujeto a la moda. Además, se renueva 
según las circunstancias inherentes a la condición humana: un encuentro, 
el nacimiento de un niño, un accidente, un duelo, una separación, una 
decepción, etc. Un individuo crispado en una identidad inflexible, hoy día 
sería barrido por los datos cambiantes de su entorno. 
En principio, la identidad es un movimiento hacia lo idéntico, en el 
sentido que lo esencial de uno mismo permanece en el tiempo, donde el 
individuo se reconoce de una época a la otra. Pero también es flexible en 
la medida que los eventos mellan o mejoran la autoestima, obligando a 
cambios bruscos de valor, etc. La puesta en juego de las reservas de sentido 
y de los valores propios para afrontar lo inédito en uno y alrededor de uno 
es sin duda un dato antropológico elemental, porque más que nunca, en 
la obsolescencia del mundo en que vivimos, es la cualidad que se exige de 
los individuos. Una trama móvil de valores, de representaciones, de mode­
los, de roles, de afectos, orienta los proyectos y da las bases del sentido de 
identidad construyendo una historia propia. Un "espectro de identidad" 
(M'Uzan, 1 972) , por una parte consciente, pero escapando a cualquier 
lucidez por lo esencial, traduce una relación con el mundo, un estilo de 
presencia, una afectividad en acto, un sistema más o menos coherente de 
valores y de señales. Pero esta trama siempre está abierta en relación a los 
demás o a los acontecimientos. 
Más allá de la impresión de ser uno mismo y de controlar su existen­
cia, se extiende un universo pulsional que nunca descansa y que ignora 
al tiempo, dijo Freud. Las circunstancias pueden en cualquier instante 
despertar el eco, recordar las cicatrices de la memoria. Lo que permanece, 
la estructura durable, asegura el sentimiento de la continuidad de uno 
mismo, restaura líneas afectivas modeladas en la infancia, en la historia de 
vida. Así los eventos se anudan en un campo de fuerza y orientan larga­
mente la existencia, incluso aunque sea posible modificar el impacto para 
lo mejor o para lo peor. Ciertos hilos de la historia parecen irrompibles y 
siempre la vida gira alrededor de ellos, mientras que otros se desgastan o se 
1 8 
rompen y permiten liberarse de sucesos dolorosos. El hombre está hecho 
de innumerables laberintos que se entreveran en él, nunca tiene acceso a 
su verdad, sino a su dispersión en las mil situaciones donde se encuentre. 
Está siempre en una búsqueda de sí mismo de una forma propicia o dolo­
rosa, coherente o caótica, por lo tanto nunca abandona el orden del senti­
do. Permanentemente encarna una trama de lógicas múltiples donde las 
claves se le escapan, pero nunca desespera mientras tengan sentido para él. 
La adolescencia, más que otras edades de la existencia, se caracteriza 
por la fluctuación de la autoestima. En esta etapa donde se trata de obte­
ner una nueva imagen yendo más allá de las viejas identificaciones de la 
infancia, el joven está en búsqueda de sí mismo. Para algunos, el derrotero 
es tanto más difícil cuanto las bases narcisistas estén fallando. El despertar 
del deseo, la interrogación de lo femenino y lo masculino, la entrada en la 
sexualidad, en este momento son percibidos como peligros que amenazan 
la integridad difícilmente elaborada del Yo. El delicado pasaje a la edad 
adulta se efectúa con la herencia estructural de la infancia, revive las fragi­
lidades y las fortalezas. 
Si las heridas autoinfligidas afectan mayormente a los jóvenes, es 
porque en el momento de la adolescencia, el cuerpo se transforma profun­
damente en su forma y sus funciones. A la vez ineluctable, raíz identitaria, 
se asusta simultáneamente por sus cambios, las responsabilidades que lo 
implican con los demás. Es una amenaza para el Yo. Por lo tanto, el cuer­
po es una adscripción al mundo, la única permanencia tangible, el único 
medio de tomar posesión de su existencia. A la vez amado y detestado, 
encarna un medio de expresión simbólica que se traduce algunas veces por 
una búsqueda de originalidad en el peinado, las ropas, las marcas corpo­
rales (piercings, tatuajes, etc.) o un estilo diferenciado de relacionarse con 
el mundo. 
El joven sobreactúa lo que pretende ser, lo muestra en exceso en este 
pasaje a la edad adulta que lo deja despojado. Escucha desde el principio 
un discurso sobre sí mismo a través de la apariencia física que exhibe. Su 
cuerpo es la única marca estable, aunque sea necesario conjurar la inquie­
tud de los cambios que sufre, porque está en los fundamentos de la iden­
tidad y persiste allí donde el entorno aparece cargado de miedo e imprevi­
s ibilidad. Esta incertidumbre conlleva, en contrapartida, una voluntad de 
dominio. El discurso recurrente de los jóvenes después de un tatuaje o un 
19 
piercingdiciendo que ellos se han "reapropiado" de su cuerpo testifica con 
claridad su necesidad de un desvío simbólico para acceder al sentimiento 
de identidad. Para el adolescente,el cuerpo es el campo de batalla de su 
identidad en vías de constituirse. Los ataques contra él están dirigidos a 
hacerle la piel, vale decir, a cambiarlo. 
Si bien son numerosos los que atentan contra su cuerpo para cambiar 
la imagen, los adolescentes no tienen el monopolio de esta cirugía del 
sentido. Cuando el hombre o la mujer están luchando por vivir, pueden 
volverse contra sí mismos para encontrar al fin sus marcas haciendo la 
parte del fuego. Lo que ellos abandonan para existir retorna luego como 
potencia. Lo que es válido para los adolescentes es válido también para 
aquellos que, varios años después de la adolescencia, continúan cortando 
sus cuerpos. Para cualquier hombre, su cuerpo es el rostro de lo que él 
es. Quien no se reconoce en su existencia puede actuar sobre su piel para 
cincelarla de otra manera. El cuerpo es una materia de identidad. Accionar 
sobre él viene a modificar el ángulo de la relación con el mundo. Tallar la 
carne, es tallar una imagen de sí mismo aceptable por fin, remodelando la 
forma. La profundidad de la piel no tiene fin para fabricar la identidad. 
La piel 
La piel encierra al cuerpo, los límites de uno mismo, establece la fronte­
ra entre el adentro y el afuera de manera viviente, porosa, porque también 
es una apertura al mundo, memoria viva. Envuelve y encarna a la persona 
distinguiéndola de las otras. Su textura, su color, su tez, sus cicatrices, sus 
particularidades (lunares, etc.) dibujan un paisaje único. Conserva, como 
un archivo, las marcas de la historia individual como un palimpsesto del 
cual sólo el individuo tiene la clave: marcas de quemaduras, de heridas, 
de operaciones, de vacunas, de fracturas, signos grabados, etc. A tal punto 
que las marcas agregadas deliberadamente pueden funcionar como signos 
de identidad desplegados sobre uno: tatuajes, piercings, implantes, escari­
ficaciones, burnings . . . La superficie presentada a los otros está sostenida 
detrás de la escena por eventos de la vida, heridas o defensas identitarias. 
La piel es una barrera, un envoltorio narcisista que protege del posible 
caos del mundo. Puerta que se abre o se cierra a voluntad pero a menu­
do también sin saberlo. Es una pantalla donde se proyecta una identi-
20 
dad soñada, como en el tatuaje, el piercing, o los innumerables modos de 
puesta en escena de la apariencia que registran nuestras sociedades. O, a "1 inversa, una identidad insoportable de la que uno desea despojarse y en 
la cual las heridas corporales autoinfligidas son el índice. "La piel, escribió 
l)idier Anzieu ( 1 985 , 95) provee al aparato psíquico las representaciones 
constitucionales del Yo y de sus principales funciones." Es una instan­
cia de mantenimiento del psiquismo, vale decir del enraizamiento de la 
identidad dentro de una carne que individualiza. La piel ejerce así una 
función de contención, es decir de amortiguar las tensiones que vienen 
ranto de afuera como de adentro. Instancia de frontera que protege de 
las agresiones exteriores y de las tensiones íntimas, otorga sobre todo al 
individuo el sentimiento de los límites de significado que lo autorizan a 
sentirse sostenido por su existenc�a y no presa del caos o de la vulnerabili­
dad. La relación con el mundo de todo hombre es entonces una cuestión 
de piel, y de solidez de la función de contención. Estar mal en su piel 1 
implica a menudo la remodelación de la superficie de uno mismo para 
hacer una piel nueva donde hallarse mejor. Las marcas corporales son más 
bien mojones de identidad, maneras de inscribir los límites directamente 
en la piel, y no solamente en la metáfora. 
La piel es doblemente el órgano del contacto. Si en principio condi­
ciona el tacto, mide también la calidad de la relación con los otros. Habla­
mm naturalmente de un buen o un mal contacto. La piel es el sismógrafo 
de Ja historia personal. Es el lugar del pasaje del sentido en la relación con 
el mundo. La psicosomática de la piel, o mejor aún, la fisiosemántica (Le 
Breton, 1 990) muestra que las afecciones cutáneas son enfermedades de 
la falta de contacto. Las madres de los niños afectados por eccemas son 
poco pródigas en contactos cutáneos (Montagu. 1 979, 1 55) . El eccema 
infantil viene a obturar las lagunas de contacto piel a piel. El niño asume él 
mismo su envoltura cutánea pero, de manera ambigua, al mismo tiempo 
manifiesta su falta de ser y satisface las estimulaciones que le faltan. En la 
ambivalencia, traduce su voluntad de cambiar de piel, sus síntomas son 
una llamada simbólica en dirección de la madre para despertar su aten­
ción y motivar su afecto. Pero simultáneamente, volviéndose "repulsivos" , 
son un reproche a su abandono. El niño envía un pedido inconsciente a 
1 N. del T. Etre mal dans sa peau literalmente "estar mal en su piel'', significa 
l'star a disgusto, con infelicidad, incómodo. 
2 1 
su madre para ser tocado. Simuldneamente, su eccema es una manera 
tortuosa de experimentar por sí mismo esa envoltura corporal que el Otr6 
no toca con suficiente amor y co nfianza . " Los espacios i n ter iores y cxtd.. 
riores habladn del intercambio piel a p iel materno filial o por el contrari(¡ 
de los maltratos, los olvidos, los rechazos. Las destellos maternales soA 
terribles. Colpean en la piel que los recuerda: en el acné, tatuajes, granos, 
h u medad , maquil la je , permanecen las inscripciones . . . Las huellas de los 
padres sobre uno mismo permanecen indelebles pero se matizan con el 
tiempo, desvaneciéndose a voluntad de las autoreparaciones establecidas" 
(Papett i-Tisseron , 1996, 18). 
La piel es una memoria viviente de las carencias de la infancia, poste­
rior a los eventos penosos vividos por el individuo. 1 ,os problemas crónicos 
o circunstanciales a menudo dan granos, en sentido real o figurado, una 
crisis de eccema, de pso r ias is o de urticaria. A f-lor de piel se lec entonces 
la edad moral del individuo. La irritación interior f-lorece sobre la pantalla 
cud.nea. Si bien la piel no es m;Ís que una supcrf-icie, es la profundidad 
f-igurada de uno mismo, encarna la int erioridad, Tocíndola, tocamos al 
sujeto en sentido propio y en sen t ido f-igurado. 
I.a piel es una superf-icie de inscripción de sentido. "El Yo, escribió 
Freud, deriva en última instancia de las sensaciones corporales, principal­
mente de aquellas que tienen su origen en la superf-icie del cuerpo. Pode­
mos considerarlo como la proyección me11ral de la superf-icie del cuerpo¡ 
m;Ís aún, considerarlo¡ . . . l como representant l' de la supnf-icie del aparatd 
psíquico" (Freud, J l)8 I, 2.)8). Didier Anzieu hizo el enlace entre las do� 
instancias y habla del "Yo-Piel" Este último como "represent allte psíquicq 
que emerge de los juegos entre el cuerpo del 11i1-10 y L'I cuerpo de la madre ' 
como así también de las respuestas aportadas por la madre a Lis sensacio 
nes y emociones del bebé, respuestas gestuales'.'' vocales" (A nzirn , 1985 
100). La experirncia ulterior del mundo consolida o debilita los dato 
según los eventos personales encontrados. 1 .a piel es el eterno ctmpo dl 
batalla entre uno y el otro, y sobre todo, el otro e11 11no. 
Las a u roagresiones corporales, si son repetidas, forman una "en vol ru 
ra de sufrimirnto" que resuhlccc una fi111cil'lll deficiente de la insercil'>� 
rn el mundo. A Edra de un invcstimenro atl:ctivo suf-icie11rc en la infancia 
por med io de u11a reciprocidad tangible co11 los nLÍs cercanos afrctiva� 
l lll'lltl', el i11dividuo queda l'll Edra, e11 su.-,¡ll'mo de sí mismo. " Resu l tad 
1 
en una fluctuación incesante de sus procesos identificatorios que enton­
ces a menudo privilegian el recurso a procesos y procedimientos iniciá­
ricos singulares entre los cuales el sufrimiento, en particular del cuerpo, 
riene un lugar de elección" (Enriquez, 1 984, 1 79) . El cuerpo que no ha 
sido sentido como experiencia de placer queda fuera de sí mismo, separa­
do, y sólo a través de un dolor controlado puede devenir signo de identi­
dad, emblema de unomismo. La piel no es más la frontera propicia para 
regular los intercambios de sentido. El dolor y la marca cutánea refundan 
d contorno de uno mismo, reanudando una frontera a seguir, entre el 
afuera y el adentro, ocluyendo las brechas. La envoltura de sufrimiento es 
d precio a pagar para asegurar la continuidad de uno mismo. En ningún 
caso se trata de masoquismo porque el esfuerzo no está puesto en gozar 
s i no más bien en sufrir y asegurarse de ese modo una existencia que de 
otro modo sería demasiado incierta. Tentativa de "restituir la función 
del yo-piel continente, no ejercida por la madre o el entorno . . . Yo sufro 
entonces yo soy" (Anzieu, 1 985 , 204-205) . Esta necesidad de hacerse mal 
para tener menos mal, de probar sus fronteras personales para asegurarse 
de su existencia, abarcan, por supuesto, enormes variaciones individua­
les, y la significación íntima del acto una asombrosa polisemia que trata­
remos de restituir aquí. 
No hay dolor sin sufrimiento 
Las heridas voluntarias remiten, por supuesto, a la pregunta por el 
dolor. Pero lo interrogan de manera singular en lo que su posible virulencia 
no previene el acto. En la necesidad interior del acto, está "olvidado" ; cesa 
de jugar un rol de protección del individuo. El dolor es un desgarramiento 
de sí que rompe la evidencia de la relación con el mundo. Fija el hombre 
a su cuerpo al estilo de la violación. No hay castigo físico que no implique 
una repercusión en la relación del hombre con el mundo. El dolor implica 
el sufrimiento. No está confinado a un órgano o a una función, también es 
moral. El dolor de muelas no está en la muela, está en la vida, altera todas 
las actividades del hombre, incluso aquellas que le gustan. 
Pero si el sufrimiento es inherente al dolor, es más o menos intenso 
según las circunstancias. Está modulado por la significación que toma el 
dolor, que está en proporción a la cantidad de violencia sufrida. Puede 
23 
ser ínfimo o trágico, nunca está ligado matemáticamente a una lesiónJ 
El sufrimiento desborda el dolor especialmente en los casos de tortura q 
de enfermedad, vale decir de una adversidad que rompe al individuo sin 
dejarle elección. Por lo contrario, en las circunstancias que él domina� 
el sufrimiento es insignificante y entonces permite conocer situacione� 
límite, como por ejemplo en los deportes extremos o en el body art, el 
dolor muda en algo separado de uno mismo con la intención de tocar 
los márgenes de la condición humana. Así hay individuos que fuera de 
cualquier referencia religiosa buscan vivir estas experiencias extremas en 
una búsqueda de exploración de sí mismos (capfrulo 3). Sienten las cuchi­
llas del dolor, pero lo controlan antes que se transforme en sufrimiento. 
Entre dolor y sufrimiento, los lazos son a la vez estrechos o laxos según 
los contextos, pero profundamente significativos y abren camino a una 
antropología de los límites. Si existe una pluralidad de dolores, es en prin­
cipalmente porque existe una pluralidad de sufrimientos. 
A través de la agresión deliberada al cuerpo, el individuo sofocado 
por su sufrimiento se hace daño para escapar de él, ataca su cuerpo con 
brutalidad porque quiere liberarse. En esas circunstancias, la sensación 
del dolor físico tiene profundas diferencias en cada individuo. La mitad 
de los jóvenes internos de un correccional canadiense que se graba la piel 
dicen no sentir ningún dolor después de su acción. 31 % dicen experi­
mentar un dolor leve y el 18% solamente acusan un dolor extremo (Roos 
y Me Kay, 1979). El momento de la alteración del cuerpo es raramen­
te doloroso en principio. Su objetivo es justamente cortar con el sufri­
miento, aunque el individuo no tenga una conciencia clara de ello. Está 
anestesiado de su acción porque en primer lugar está en búsqueda de 
alivio, de una descarga de tensión. Muriel recuerda el momento en que 
se cortaba su piel con un pedazo de vidrio roto: "Yo tallaba, tallaba y veía 
la sangre que corría, ni siquiera recuerdo que me dolió. Recuerdo que picabtl, 
que picaba, eso sí. Creo que tenía tanto dolor en el corazón que realmente no 
sentía el dolor." 2 
Daniel Gonin, médico de prisiones, dijo que lo importante en las 
autoagresiones corporales de los detenidos es la dificultad de cuidados, 
"porque a menudo el detenido, que ha mostrado una insensibilidad al 
2 Cuando los testimonios son citados sin referencia a una obra o a un artículo, 
son producto de una recopilación personal. 
24 
dolor infligiéndose múltiples cortes, se vuelve cómodo, pusilánime, y 
rrata de evadir las curaciones. Es necesaria toda la paciencia del agente 
para convencerlo de dejarse curar" (Gonin, 1 99 1 , 1 47) . Esto sólo es una 
paradoja aparente que opone en un mismo individuo dos significacio­nes radicalmente diferentes del dolor, y compromete dos relaciones con el 
sufrimiento. Atacando su piel , el detenido se esfuerza en poner término a 
su confusión, a su vacío. Encerrado en su cuerpo, sin otra perspectiva que 
los cuatro muros que lo encierran, abre su piel para acabar con su tensión. 
Y, en la mayoría de los casos, lejos de sentir dolor, se sumerge en una sensa­
ción difusa de alivio. Después, enfrentando las consecuencias en la enfer­
mería, toma conciencia de un dolor tanto más vivo cuanto recupera su 
s i tuación de detenido, curado en condiciones rudimentarias, solo, privado 
de su familia.3 La percepción del dolor está agudizada por el sufrimiento 
en la situación carcelaria contra el cual trata de luchar. En ese momento, 
él se vuelve sensible. De un episodio a otro, no se trata del mismo dolor 
porque no son los mismos sufrimientos. En pocos minutos las circunstan­
cias redefinen lo que siente el detenido. Después de haber conjurado el 
aumento del sufrimiento, ahora está confrontado con el dolor de la herida 
provocada, pero simultáneamente reencuentra los límites de sentido que 
le faltaban. Recupera sus marcas. 
El dolor ofrece aquí la paradoja de brindar un medio de lucha eficaz 
contra la virulencia de la tristeza. Amortigua el sufrimiento. Entonces es 
buscado con intensidad como una forma de aturdirse, de pensar en otra 
cosa. Stéphanie, colegiala de 1 8 años, después de cortes y episodios de 
anorexia, logró por un momento liberarse y retomar el control de su exis­
tencia. Pero se vuelve a quebrar después de una frustración que no sopor­
ta. Se quema con un cigarrillo y revienta las ampollas que se forman en su 
piel. Se aplica sal en las llagas. La quemadura es intensa, dura una semana, 
pero Stéphanie declara experimentar alivio, aunque trate de hablar más de 
su acción. Más vale el dolor (que dominamos) que el sufrimiento (que se 
impone sin remisión) . Si en ciertos casos al principio es capaz de aguan­
tarlo, el sufrimiento encarna siempre lo intolerable, el exceso que destruye. 
La herida materializa la angustia, la fija. 
3 Mientras que en el hombre libre la situación dolorosa es el arquetipo de la 
reunión de la familia para curarlo y cuidarlo. 
25 
Las mujeres más que los hombres 
Que las autoagresiones corporales sean netamente superiores en 
cuanto a cantidad en las mujeres m;Í.s que en los hombres conf-irma el 
hecho que en las primeras el sufrimiento se interioriza mientras que en 
los segundos toma m;Í.s bien la forma de una agresión contra el mundo 
exterior. Donde el hombre se proyecta con fuerza contra el mundo. la 
mujer toma la angustia sobre sí. Esos comportamientos, incluso cuan­
do participan de los límites extremos, reproducen datos educativos que 
le imponen al hombre una autodemostración, acompañando valores 
tradicionalmente asociados a la virilidad: la agresividad, la violencia, el 
alcoholismo, la velocidad en las rutas, que son a menudo explícitamente 
valorizadas como conductas "viriles". El hombre debe demostrar que está 
a la altura, que sabe enfrentar los desafíos, proteger su "honor", que es 
resistente al dolor o sabe arreglarse con la ley si hay una chance de no ser 
atrapado. 
La mujer interioriza su confusión,traduce m;Ís Hcilmente una fragili­
dad que va de la mano con los criterios de seducción que se le imponen. 
Que se doble ante el dolor está en el orden cultural de las cosas. Pero 
su sufrimiento (el que est;Í en la vida), retorna contra su propia piel, la 
mujer también rechaza el modelo de seducción que la sofoca y que hace 
de su apariencia el mayor criterio de evaluación de lo que ella es, cuando 
el hombre es más bien juzgado por sus obras. Precisamente ella dice que 
está siempre a flor de piel. Y que está harta, subrayando esto con gestos 
de rabia. Que artistas como Cina Pane u Orlan atenten contra sus cuer­
pos, despierta más miedo y resistencia social que si se tratase de hombres. 
Hay m;Í.s mujeres que recurren a estas performances, aunque también los 
hombres se dediquen a ellas. Estos artistas reivindican de todos modos un 
an;ílisis político de sus cuerpos y de los bloqueos sociales que los encierran 
en su condición. Una mujer supuestamente es fdgil, dulce, portadora de 
vida, etc., no puede hacer correr su sangre o "perjudicar" su cuerpo. La 
fuerza de la interrogación es aún más inquietante (capítulo 3). 
Este investimento diferente de la piel en el hombre o en la mujer se 
traduce también por el status respectivo de sus cortes. Mientras la mujer 
suele actuar sola, es común que el hombre lo haga bajo la mirada de los 
otros en una inequívoca demostración de su "virilidad". En una situación 
2ú 
donde está en dificultades, tiene la intención de mostrar "que tiene lo que 
b;ly que tener" . Ciertamente, en su acción se traduce un sufrimiento, pero b incisión está sublimada, magnificada, desviada hacia otra significación 
que supuestamente lo valorizará4• Slim, de 1 7 años, está en un café con 
ainigos de su edad que se burlan amablemente. Las mesas están plagadas 
de vasos de cerveza vacíos. El tono de la discusión sube. Slim; que acumula 
fracasos personales, repentinamente se enciende para expresar la fuerza de 
su carácter. Se levanta la remera, toma el cuchillo que tenía en su bolsillo 
v se tajea varias veces el pecho con aire de desafío. Sus amigos, asombra­
dos, lo acompañan al baño para limpiar la sangre. Slim ha proclamado 
simbólicamente su virilidad, aunque la vida no le estaba sonriendo preci­
samente. Recordamos al personaje de Malraux, Kassner, en El Tiempo del 
desprecio, que se marca a cuchillo la línea de la vida en la mano. 
Es una lógica de autoafirmación la que anima al personaje de Samy en 
el libro de Cyril Collard. "Samy va a la cocina, vuelve con un cuchillo. Se 
planta delante del espejo del baño, las piernas separadas, el tronco ergui­
do; entonces se tajea metódicamente el torso, los brazos y los muslos con 
el cuchillo. Agarra una botella de alcohol de 90º y vuelca el líquido sobre 
los surcos rojos cavados en su carne."5 Bajo la mirada de sus dos amantes, 
un hombre y una mujer, muestra su vitalidad, su virilidad, y traspasa así 
el conflicto de una existencia siempre al filo. El hecho de tener sangre 
fría y no temer lastimarse para imponer su posición es una actitud más 
bien masculina. Muchas quemaduras de cigarrillos se hacen bajo la mira­
da de los otros a quienes se quiere impresionar. A menudo dentro de un 
grupo, a partir de un desafío lanzado por alguien que suele dar el ejemplo, 
burlándose de la impotencia de sus testigos para ir más lejos. La resistencia 
al dolor es un valor clásico de la afirmación de la virilidad, de todos modos 
ha marcado desde hace mucho tiempo la antigua historia del tatuaje, pero 
siempre exige del público. 
4 Sucede que algunos hombres atentan contra su cuerpo en forma discreta 
Y algunas mujeres de manera pública y espectacular, pero son hechos menos 
frecuentes , salvo en las instituciones, y volveremos sobre este tema. Sobre las 
conductas de riesgo de las niñas, ver Hakima Ait El Cadi, 2002. 
5 Cyril Collard, Les Nuitsfauves, Paris, "J 'ai lu'' , 1 989, p. 1 65 . 
27 
El corte del cuerpo como límite de identidad 
Muchas incis iones conciernen a personas que sufren de ausencia dt 
l ímites, de una incertidumbre acerca de las fronteras de su psiquismo y df 
su cuerpo, de su realidad y de su ideal , de aquello que depende de ellos y 
de lo que corresponde a los otros . Son vulnerables a la mirada de los dem .. 
o a las fluctuaciones de su entorno. La inconsistencia del Yo fragil iza s9 
relación con el mundo y los pone en carne viva, es decir despellej ados d� 
sentido, s in defensa contra las heridas narcisistas infligidas por los demás o 
por su indiferencia de acuerdo a sus expectativas . Fal la la cohes ión de uno 
mismo, el narcisismo necesario para la existencia no está suficientemente 
fortalecido. Cualquier decepción es vivida con intensidad, s in retroceso. 
Tienen el sentimiento de no ser absolutamente reales , de no habitar verda­
deramente en sus cuerpos y en sus existencias. La insuficiencia de una 
relación sólida y confiable con el mundo provoca el volverse contra uno 
m ismo en una especie de ci rugía brutal pero ritual , s ignificante, para reen­
contrar lo más cerca de sí las marcas que faltan . Entonces los momentos 
fulgurantes de pasaje al acto se i mponen con una necesidad imperiosa en 
los momentos de crisis . 
Un hombre de unos tre inta años l lega a consulta médica por causa 
de la fatiga que siente. El médico general ista le pide que se desvista. El 
hombre lo hace y revela un pecho lacerado por grandes cicatrices . El médi­
co, demudado, le pregunta qué le ha pasado. En los días precedentes, 
el hombre vivió un conflicto con su esposa. Ella, dice el hombre, no lo 
comprende. No soportando más su indiferencia, agarró un cuchi l lo , se 
rasgó las ropas y se tajeó el pecho. Entonces le dijo a su mujer: "Ves, esto 
que me hago no es nada en comparación de lo que tú me haces. " El dolor, la 
incisión, la sangre corriendo que desborda en un sufrimiento aplastante. 
Frente a la parál isis de cualquier posibi l idad de acción, el pasaje al acto 
restablece una l ínea de orientación , retorna al individuo al sentimiento de 
su presencia. Le recuerda que él está vivo por medio de la brutal sensación 
de existencia que sign ifica la ruptura cutfoea. La imposibi l idad de sal i r 
de la s i tuación por medio del lenguaje fuerza el pasaje por el cuerpo para 
descargar la tensión . El dolor psíquico es un freno simbólico para oponer 
al sufrimiento , una manera de contener su hemorragia y transferirla a 
un espacio donde deviene por un instante controlable. Últ ima tentativa, 
desesperada, de mantenerse en el mundo, de encontrar un amarre. Es un 
28 
dolor homeopático porque previene un sufrimiento indecible y aplastan­
re. La marca corporal lleva el sufrimiento a la superficie del cuerpo, allí 
donde deviene visible y controlable. Se lo extirpa de una interioridad que 
parece un abismo. 
Muriel, de 1 6 años en ese momento, ha escrito con fragmentos de 
vidrio sobre su piel las iniciales de su compañero toxicómano mientras él 
está en la cárcel, formula de manera ejemplar la potencia de la atracción 
del corte en esos momentos de angustia: "Eres tan desgraciada en el fondo 
de ti misma, es la pena de amor, sabes. Te sientes desgraciada en tu corazón, y 
entonces te haces mal para tener un dolor corporal más fuerte, para no sentir 
más el dolor en tu corazón, ¿te das cuenta un poco cómo es?" 
Martine, hoy con 38 años de edad, se ha cortado durante mucho 
riempo alrededor de sus 20 años, cuando era estudiante. ''Es un estado de 
ánimo. Una especie de exceso de alguna cosa. Hace falta que yo lo haga salir, 
como la pus. A�o destructivo. Es como una energía negra, hace falta que la 
elimine, que la haga salir ftsicamente de mí, quizás porque yo no la puedo 
decir. "Evoca de ella misma la inquietante búsqueda de marcas que atenazó 
su existencia. ''Había una búsqueda de límites. Pero no solamente a través 
del hecho de cortarme. Quería encontrar el punto donde ya no podía ir más 
lejos. Esos límites los encontré en el riesgo, el peligro. Me he puesto sin cesar en 
situacionesde desequilibrio. Estaba buscando a�o que me llevara de vuelta 
a donde estaba a salvo. " A los 1 3 años, Isabel, impregnada del sentimien­
to de su soledad, de su insignificancia, se tajea las muñecas para hacerse 
la promesa que algún día podrá amar a alguien. Pacto de sangre con su 
propia historia, mensaje lanzado más allá del tiempo a la otra Isabel que la 
espera dentro de unos años para exorcizar el sufrimiento de ser uno mismo 
y de no quererse. El corte es el precio a pagar por el intercambio simbólico 
con el tiempo para asegurarse un futuro mejor. Haciéndose daño, puede 
esperar que el maleficio afloje por fin su influencia. 
Kim Hewitt recuerda, a sus 1 4 años, un fuerte enojo de su madre 
contra su padre y su impotencia para intervenir. Se encontraba en ese 
momento en el baño y con un pedaw de metal que encontró, se raspó la 
piel del antebraw para poner fin a su ebullición interior (Hewitt, 1 997, 
VII) . Las autoagresiones corporales son gritos liberados en la carne a falta 
de lenguaje. Este testimonio de sufrimiento es ambiguo porque es una 
negación de la comunicación (Killby, 200 1 , 1 24) . Recurrir al cuerpo 
29 
marca el fracaso de la palabra y del pensamiento, la evasión del significa­
do. Ambivalencia de una marca que a menudo no busca ningún testigo. 
"Lo que no puede ser dicho en palabras, dice Kim Hewitt, deviene un 
lenguaje de sangre y de dolor" (Hewitt, 1997, 58). La herida trata de llevar 
el lenguaje a otro nivel, de ir más allá del impasse relacional, de la impo­
tencia frente al mundo, pero se priva de los recursos de la palabra.<' En 
lugar de gritar o mostrar su angustia contra el mundo o contra aquellos 
que son responsables, el individuo la vuelve contra sí mismo. 
Frente a la oleada de afectos que viven, ciertos adolescentes se golpean 
la cabeza contra un muro, se rompen la mano contra una puerta, se 
queman con un cigarrillo, se cortan, se raspan, se mutilan para conte­
ner un sufrimiento que arrasa todo a su camino.7 Golpeando el mundo 
en forma que lastime, retoman el control de un sentimiento potente y 
destructor, buscan algo que lo contenga y encuent ran entonces el dolor o 
la herida. Conjuración de la impotencia por medio de un desvío simbóli­
co que permita tener donde agarrarse en una situación que se les escapa. 
O bien, secretamente, se hacen inscripciones cutáneas con un compás, un 
vidrio, una máquina de afeitar, un cuchillo ... 
El corte es superficial o profundo según la intensidad del sufrimiento 
que se sienta, está limitado a un punto del cuerpo o disperso. Hace a la 
economía de una posible intervención sobre el mundo. Cambia su cuerpo 
ante el fracaso de cambiar un entorno nefasto, o amortiguar una ofensiva 
del exterior sobre sí, amenazante para el sentimiento de identidad. La inci­
sión es, primero, una cirugía del sentido. La conversión del sufrimiento 
en dolor físico restaura provisoriamente el enraizamiento en el mundo. El 
apaciguamiento obtenido es diferente según las circunstancias y las perso­
nas que agreden a su cuerpo. Algunos se dicen "calmados" por el solo 
hecho de la herida, otros por el dolor sentido en el momento, otros más 
G A veces para reencontrarlas después si el acto ha tenido testigos o si las cicatrices 
son de repente deliberadamente descubiertas y suscitan la interrogación del 
entorno. En ese caso, el llamado encuentra al fin un destinatario. 
7 No es anodino que la práctica intensiva de skate o de roller implique 
múltiples heridas y fracturas. No cesan de caerse y de lastimarse en búsqueda 
de un instanre de virtuosismo, como si fuera necesario siempre rasparse contra 
el mundo para sentirse existir, a falta de límites de sentido encuentran por fin 
el tope de un límite físico (Le Breton, 2002b). 
30 
b ien por el correr de la sangre. En principio, el apaciguamiento es siempre 
provis��io. No resuelve �inguna de l�s circunstancias que han provocado 
b rens10n, pero proporciona un respiro. 
Los atentados a la integridad corporal ni siquiera tienen, en principio, 
[J hipótesis de morir. Las incisiones, las escarificaciones, las quemaduras, 
[os pinchazos, los golpes, las raspaduras, la inserción de objetos en la piel 
no son el indicador de una intención de destruirse o de morir. No son 
rentativas de suicidio sino tentativas de vivir, última manera de abrochar 
[os sentidos en su cuerpo haciendo la parte del fuego, vale decir sacrifican­
do una parte de sí para poder continuar existiendo. La herida autoinfligida 
no es un sufrimiento sino una oposición al sufrimiento, es un compromi­
so, un intento de restauración del sentido. La conspiración íntima no está 
contra la existencia sino a su favor, trata de abrir una salida permitiendo 
por fin ser uno mismo. El pasaje al acto de los cortes corporales o de las 
conductas de riesgo, conjuran una catástrofe de los sentidos, absorben los 
efectos destructivos fijándola en la piel y tratando de recuperar el control. 
Sin duda sería tranquilizador eliminar el problema de aquellos que 
atentan contra su cuerpo remitiéndonos a la locura, a la enfermedad, pero 
es imposible no ver que una inmensa mayoría de quienes proceden así 
muestran todas las apariencias de una integración social sin problemas. Si 
las autoagresiones corporales abundan en las instituciones totales (hospita­
les psiquiátricos, prisiones, reformatorios, etc.), no están menos presentes 
en el seno de la sociedad, en individuos donde los allegados a menudo 
están lejos de imaginarse que ellos recurren a semejantes prácticas para 
mantener un control sobre sus vidas. Las heridas corporales deliberadas no 
son más índices de locura que las tentativas de suicidio, las fugas, los tras­
tornos alimentarios u otras formas de conductas de riesgo de las jóvenes 
generaciones, son más bien tentativas de forzar el pasaje para existir (Le 
Breton, 2002b). Martine, citada anteriormente, lo dice con fuerza: ''Las 
cortaduras, eran la única manera de soportar ese sufrimiento. Eran la única 
manera que encontré en ese momento para no desear morir. " 
La alteración corporal es una redefinición de uno mismo en una 
si tuación dolorosa. Puede ser única, remitiendo a un episodio que en ese 
rnomento haya desbordado la capacidad de elaboración simbólica del 
sujeto, pero puede repetirse muchas veces, deviniendo una manera habi­
tual de luchar contra el miedo a la fragmentación. Los trabajos dan cuenta 
3 1 
<le cicatrices que van de unas pocas a más de una centena según los indi. 
viduos (S impson , 1 980, 267) . La muñeca es el pr imer lugar del cuerp� 
tomado como objetivo, pero también el antebrazo , el pecho, el vientr� 
o las p iernas. El rostro rara vez es tocado, porque j ustamente encarna el 
principio sagrado de la identidad personal , el l ugar m�ís sagrado de uno 
mismo. Si finalmente es atacado, entonces el individuo ha hecho un paso 
fuera de la vida ordinaria y entra en los preludios de la psicosis . El deseo 
de salvar el rostro traduce la voluntad de mantenerse dentro del l azo social, 
de no romper los puentes. Aunque j uegue co n los l ími tes, el individuo no 
pierde del todo el control de su acción. Fn las formas m�ís crón icas , más 
densas, que no son las que aquí nos i nte resan , hay una perdurable "envol­
tura de sufrimiento" ( Enriquez, 1 984) que asegura la existencia. Una 
multitud de violencias auto inA igidas puntúan entonces una vida personal 
en el fi lo de la navaja . El cuerpo es desinvestido de todo disfrute que no 
sea el del dolor (Anzieu, 1 98 5 , 209) . 
El seguro de la navaja8 
La incis ión erige un dique para conj urar el sentimiento de pérdida 
narcis ista, el aumento fulgurante de una angustia o un afecto que amenaza 
arrasar todo a su paso. '1 El sufrimiento desborda, hace fractura y amenaza 
con destru ir un Yo debili tado, vulnerable. El rol de escudo protector de 
la piel es desbordado por la v iru lencia de los afectos y cortarse es la ún ica 
oposición al sentim iento de estar herido. La restauración de los l ímites del 
yo seefectúa por el regreso a la concreción de la piel y la sangre. El dolor 
del sufrimiento es eliminado por una agres ión vuelta contra uno mismo 
8 N. del T Cmn d' arrh es el t í ru lo original en francés . Se refiere al seguro de la 
navaj a que la mant iene to tal mente abierta con b hoja extendida o to tal men te 
cerrada con la hoja guardada. Este t ipo de navaja se l lama en francés "Couteau 
a eran d , arrct" . 
9 Las automut i laciones son acom pañadas a men udo de act i tu des que la ps i ­
quiatr ía clas ifica como "enfermedades mentales" , ta nto e n los aut i stas como en 
los ps icót icos . Pero podríamos pregu ntarnos legít i mamente s i esas conduccas 
son p roducto de un s íntoma i n herente a su estado o una reacción a las con­
dic iones de existencia que t ienen, una res istencia a l a i n d i ferencia , al encierro, 
muchas veces en relac ión a la violencia s imból i ca d e la inst i tuc ión o de las 
fami l ias correspondien tes . 
32 
porque allí es el único lugar donde es manejable. Mediante un regreso brutal a la realidad, la herida deliberada provoca el retorno a la unidad de 
uno mismo. Habla del rencor contra sí mismo y contra los otros llevando 
los golpes al lugar del cuerpo, la piel, que simboliza mejor la interface con 
d mundo. Pretende cortar de raíz el malentendido. 
El sujeto experimenta una intrusión mortífera, vive un colapso de los 
sentidos, el despliegue de un afecto que parece no tener fin; se lanza contra 
su cuerpo para inscribir un límite sobre la piel, una fijación del vértigo. En 
lugar de ser una víctima, deviene un actor, como en las otras conductas 
de riesgo. Cortarse la piel es un medio paradoja!, pero provisoriamente 
eficaz, de luchar contra el vértigo por la iniciativa de saltar al abismo, 
pero controlando las condiciones. Cuando el sufrimiento ahoga, colapsan 
los l ímites entre el yo y uno mismo, entre el afuera y el adentro, entre el 
sentimiento de presencia y los afectos que golpean. La salvación es chocar 
contra el mundo en busca de un continente. La herida trata de romper la 
disolución, testimonia la tentativa de reconstruir el lazo interior-exterior 
por medio de una manipulación de los límites de uno mismo. Es una 
restauración de la envoltura narcisista. El ataque psíquico se reabsorbe 
sobre una piel que no es totalmente suya, porque el cuerpo no es aceptado 
ya que lo enraíza en una existencia repudiada, tampoco totalmente ajena 
porque es a él a quien busca maltratar. 
Para reencontrar un vínculo comprometido con el mundo, el ataque 
al cuerpo es un seguro, un freno. Si es conocido por su entorno, la movili­
zación eventual de los amigos, los maestros, o por supuesto de los padres, 
es entonces una inyección de sentido que restablece por un momento el 
narcisismo maltrecho. El sujeto reencuentra entonces sus marcas con los 
otros por medio de la palabra y ya no necesita reencontrarlas en la superfi­
c ie de su cuerpo. El desvío por la agresión corporal es una forma paradoja! 
<le apaciguamiento. El cuerpo es material de cura porque es material de 
identidad, es el soporte de una medicina severa pero eficaz. El dolor purifi­
ca al sujeto de sus "humores" infelices, lo reubica en el camino después de 
haber pagado la deuda de un momento. Que corra sangre es una especie 
de "drenaje" de esa inundación de sufrimiento que ahoga al individuo. 
Remedio contra la desintegración personal , la incisión es cortar por lo 
sano para salvaguardar la existencia. Es un rito privado para retornar al 
inundo después de haber fallado y perdido su lugar, pagando el precio. El 
33 
correr de la sangre refuerza la frontera entre el adentro y el afuera, mate­
rializa una frontera tranquilizadora. Se trata de liberar tensiones i n to lera­
bles que amenazan des i n tegra r al Yo. Despu(·s de la incisión o el pasaj e al 
acto sobre el cuerpo, vuelve la cal ma, el m u ndo nuevamente es pensab le 
aunque a menudo continúe doloroso. 
Las inscripciones corporales tradicionales en los ritos de pasaje 
Las i nscr ipciones corporales acompañan los ri tos i n i c iát icos de n ume­
rosas sociedades trad ic ionales : c i rcuncis i ó n , ablación, sub i n c is ión , defor­
mac i ó n , l i mado o arrancado de d ientes , amputación de u n dedo, esca­
r ificaciones, tatuaj es , escoriaciones, quemaduras , gol pes, i nt im i daciones, 
pru ebas d iversas , etc. Arn old Van Cen nep recuerda que "el cuerpo h u m a­
no h a s ido tratado como un s i mple pedazo de madera que cada uno ha 
tal lado y arreglado a su manera : cortando lo que sobresal ía , perforando las 
paredes , roturando l as superficies planas, y a veces , co n verdaderos decha­
dos de i m agi nación [ . . . ] las mut i lacio nes son un medio de d i ferenciac ión 
defin i t iva" (Van Cennep, 198 1 , 1 04 y 1 06) . 1 1 1 A l a marca fís i ca que a part ir 
de ahora des igna al j oven para ser aprobado por e l grupo, a men udo el 
dolor agrega su suplemento cu idadosamente dest i lado, como si no fuera 
menos n ecesario , más alLí. de la marca grabada . El trazo corporal , con el 
dolor que lo enraíza, aco m paña la m u tación o n tológica, el pasaj e de un 
u n iverso soc ia l a otro , transformando la antigua relac ión con el m undo. 
La c icatr iz , que posee una s ign i ficación prec isa para la cultura i m pl icada, 
trad uce en la p iel l a i n mers ión al seno del gru po. El cuerpo no pertenece 
m ás al j oven , es el miembro de un cuerpo colectivo. La marca r i tual redo� 
bla el cambio onto lógico del i n ic iado , que ya no es el mismo después de la 
redefi nic ión de l a que su carne ha s ido obj eto . 
El dolor sufrido durante los r i tos d e pasaje lleva a men udo a l joven al 
límite de la condic ión humana para vo lverlo un hombre en tero a qu ien, 
de aquí en adelant e , no asustar;Í.n los peligros ni los enem igos. Pero el 
r i to tam b ién part ic ipa de una redefin ic ión rad ical del novic io . La meta� 
morfosis de uno mismo no es solamente moral, también es fís ica . En 
1 O Sobre l a teor izac ión por A r n o l d Van Cen nep de los r i to s de pasaje y un 
debate en torno de la s i tuac i ó n co n rem por;Ínea , rem i to a · ¡ h i erry Coguel 
d ' A l l o n d a n s (2002) . 
34 
111uchas sociedades, los iniciados ven así sus cuerpos rediseñados mientras 
Jguantan el dolor y muestran que son más fuertes que la naturaleza que 
se expresa en ellos . En los Aché, por ejemplo, la ascensión a la edad adulta 
se rraduce por una laceración dorsal profunda. El hombre joven, estirado 
sobre el piso, ofrece su espalda al "fendeur" . 1 1 Con una piedra cortante, el 
hombre raja la piel desde el hombro a los riñones. La desgarra emplean­
do rodas sus fuerzas y traza líneas derechas y paralelas en una docena de 
cortes. "El dolor es atroz, comenta Pierre Clastres, pero [ . . . ] no escuchará 
JI joven dejar escapar quejas o gemidos: antes perderá el conocimiento, 
pero sin aflojar los dientes . Con ese silencio se mide su valor y su derecho 
a ser tomado como un hombre consumado" ( Clastres, 1 972, 1 73- 1 7 4) . 
Tiles citas podrían aquí continuar largamente. 
El rito de pasaje de las sociedades tradicionales solicita, por medio 
de episodios a menudo dolorosos, los recursos morales requeridos por la 
comunidad. Declara los valores fundantes del lazo social, y sobre todo 
ororga a sus miembros una experiencia del dolor en un encuadre ritual 
que los prepara para soportar las vicisitudes de la existencia. En un entor­
no hostil, el coraje es, en efecto, una virtud esencial para la supervivencia 
Jel grupo. El dolor sufrido interioriza una memoria de la resistencia a 
la adversidad que vuelve al iniciado menos vulnerable frente a las prue­
bas inherentes a su condición. La marca corporal es el sello de la alianza, 
tiene sentido para cada uno de los miembros de la comunidad. Es un 
s igno de identidad que nadie discute. El iniciado es socialmente redefi­
n ido por una modificación física de su aparienciaque tiene un eminente 
valor simbólico. Su identidad sexual está establecida de una vez por todas. 
Acoger el signo distintivo sobre la piel y domesticar el dolor con los ojos 
abiertos, manifiestan la bravura de un joven que no cede bajo el yugo y 
atestigua su membresía completa a la comunidad. El escritor guineano 
C :amara Laye recuerda todavía el momento en que esperaba la circunci­
s ión: "Sabía perfectamente que iba a sufrir, pero quería ser un hombre, no 
1ne parecía que nada podía ser demasiado doloroso para acceder al rango 
de hombre. 1 2 El rito de pasaje es una escuela de moral social. 
Una afectividad en común se mantiene entonces entre los jóvenes 
de una misma edad a través del recuerdo de anécdotas, de esfuerzos y 
l J N. del T. "Lonjeador'' , que hace cortes a lo largo, como tiras o lonjas. 
1 2 Camara Laye, L'enfant noir, Paris, Plon, 1 953 , p. 1 25 . 
35 
emociones compart idas . La m isma marca fís i ca material i za permanente­
mente su des t i n o com ú n . De este modo la cont i n u idad se opera de u na 
generac ión a la otra. La v ía segu ida en o t ros t i e m pos por los anc ianos 
durante sus m is mas p ruebas movi l iza e n los j óvenes los recu rsos i nter iores 
para volverse d ignos . No s u fre n solos , s i n o j u nt os , como sus padres (o sus 
mad res s i se t rata de n i ñas) , sus a n cest ros , en u n a suces ión s i n fi n donde 
cada u n o had u n d ía la demostració n de su exce lenc ia perso nal . El dolor 
es u n a potenc ia de metamorfos i s , est;Í sel lado por u na c icatriz p lena de 
sent ido que marca en l a carn e u na memor ia i ndeleble del ca mbio y de la 
pertenencia al gru po. 
En esas sociedades el hombre no se perten ece, su s tatus de person a lo 
sumerge, co n su es t i lo p ro p i o , en e l seno de la co m u n idad . Las i nscr ipc io­
n es sobre su cuerpo i m p ri men u na cosmogo n ía co m p rens ib le para todos, 
no pertenecen a una dec i s ión i n d iv idual . Son también el s igno de u na 
i na l i enable i gualdad . 1 ·1 
A la i nversa, en n uestras sociedades occ idental es donde p redom i na el 
i n d iv idua l i smo democrát ico , vale dec i r el h o m b re separado de los otros y 
l i b re de s us elecciones y sus valo res , cada u n o hace lo que le parece con 
su cuerpo. Po r c ie rt o e l Estado , a t ravés de las leyes , defi ne u n encuad re 
de i nt e rvenc i ó n , y p roscribe por ejemplo la m u t i lac ión salvo que sea por 
razones médicas . Pero el cuerpo se mantiene en potenc ia co mo p ropiedad 
del su j eto. Y las marcas que él se i nfl i ge sólo le co nc iernen a él , traducen 
de todos modos u na re i v i n d i cac ión de la i nd iv idual idad . N uestras soc ie­
ciades no co nocen n i ngún r i to de pasaj e , no sabrían adem;Ís qué tran s m i­
t i r. Pero la d i ficul tad del acceso a la edad ad u l ta y el deseo de escapar de 
la cris is ex i s tenc ial , i m p l i can la m u l t i p l icac iún de p ru ebas perso nales q ue 
los j óvenes se au to i n A igen para convence rse que estfo a la al tura de las 
c i rcuns tancias . 
La fabr ica de u n o m is m o , en las sociedades occident a les , i m pone :i 
algu nos u n choque severo co n el m u ndo. ( :omo por e j emplo las co nduc­
tas de r iesgo de las jóvenes generac iones . Le jos de apoyar esos co m po rt a­
m ientos , n uestras sociedades buscan m ;Ís b ien p reve n i r estos actos perc i bi.J 
1 .) " [ .a m a rca sobre e l cunpo. i g u a l sobre rodos los cue rpos , a n u n c i a : ru nd 
rend rús e l d eseo d e poder, ru n o re n d ds e l deseo d e s u m i s i ó n . Y esa l ey i n sepa� 
rab ie n o p uede e n co n t ra r p a ra i n scr i b i rse m ;Ís q u e o t ro espac i o i n separab le : d 
p ro p i o c uerpo ." ( Cl a s r res , 1 974 . 1 60 ) 
36 
dos como algo que pone en peligro sus reservas físicas y morales. El cotejo 
entre las marcas corporales de estas sociedades tradicionales y el piercing, 
el tatuaje o las incisiones, sólo tiene un valor anecdótico, aunque unas y 
0rras apunten a fabricar la identidad. Su estatus cultural y su significación 
íntima son distintas. Pero lejos está de ser indiferente que miembros de 
sociedades tan opuestas se encuentren recurriendo a la piel, al dolor y a las 
marcas para imprimir una metamorfosis personal . 
Ritos íntimos 
En nuestras sociedades, son los individuos con malestar social quienes 
cortan sus cuerpos en solitario. La agresión al cuerpo es puntual; responde 
al desborde del sufrimiento y no se renueva más, el individuo queda enton­
ces asustado de su acto o recurre a otras formas de autocontrol. Pero para 
algunos, deviene una manera regular de existir, de mantener en juego las 
heridas afectivas cotidianas. La incisión es entonces una ceremonia secre­
ta cumplida como una liturgia íntima. Son los cortes que dejan menos 
marcas cutáneas, salvo los de los momentos más agudos de dificultades 
personales. La incisión es la ritualización in extremis de lo insostenible, 
de un pasaje doloroso de la existencia, una "auto-iniciación" , dijo Kim 
Hewitt ( 1 997) , una "autocirugía'' (Favazza, Favazza, 1 987, 1 95) operada 
con urgencia porque no había otra salida. Algunos individuos dependen 
de sus cortes como otros dependen del alcohol o de la droga. Ante cada 
evento doloroso, vuelven allí en busca de tranquilidad. Hace falta romper 
el cuerpo sin cesar para mudar de piel, alejarse de la adversidad. Si bien los 
cortes tienen aquí una función de identificación en la economía psíquica, 
sólo se hacen en línea de puntos, por otra parte, en las sociedades tradicio­
nales , bajo una u otra forma, son una manera eficaz inmediatamente de 
i n scribir una memoria del cambio en la carne. 
La incisión es una ritualización salvaje de la liminaridad, un escape 
fuera del intermedio. La impotencia para salir del paso, para neutralizar lo 
i n tolerable, provoca el repliegue sobre sí, el refugio en el cuerpo a través 
de una ceremonia íntima y secreta. La prueba es la autorrevelación, quita 
ª la existencia las trampas que impiden mirarla a la cara, disipa la impo­
s ib il idad de continuar viviendo. Muestra simbólicamente la vieja versión 
de uno mismo devenida insoportable y el surgimiento de otra que todavía 
37 
no s iempre es sól ida y fel iz . La sangre que corre material iza la ruptura 
radical con el viej o Yo (o su renovación regular si se trata de una ritual idad 
inscri pta en el t iempo) , manifiesta la efusión de la inter io ridad más sagra­
da, la más cargada de sentido. 
La i ncis ión es un episodio dentro de l a búsqueda de uno mismo, un 
momento de despojo. De ahora en adelante una parte de la vie ja piel y de 
la viej a sangre queda detrás , pero resta un cam ino por lograr. Y a menu­
do es necesario recomenzar. Pero el r i to ínt imo es generador de sentido 
aunque no sea la repetición de una palabra primordial como en las cere­
monias rel igiosas de las sociedades trad icionales. Cristal iza la afectividad y 
ata y desata los h i los de la ex istencia. Movi l iza el incon sciente fi jando los 
recursos personales en la resol ución de una dificultad. Es eficaz en aquel lo 
que autoriza el pasaje provisorio, e s un pal iativo antes de encontrar una 
solución más propicia . 
Martine, ya c i tada, habla de l a r itualización de sus cortes . Durante 
muchos aÍlos, los i mplementa con poca modificación . Busca primero la 
calma, esperando la tarde, con la certeza que d ispondd. más horas por 
delante s in que nadie venga a molestarla. "No había urgencia, no me tira­
ba sobre un cutter. Había una preparación pam no infectarme. Tenía miedo 
porque si había uruz infección debz'rz hablar con un médico. No queda hablar 
de eso. Luego estaba preprzrando la pluma, nccesitabr1 el pcZpel. Era necesario 
que tomara la sangre directamente, ya sea pam escribir, ya sea para mastietzr el 
papel. No era improvisado. Luego, había una parte de improvisación, porque 
no calculaba,

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