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32 - Seminario VI, Clase XX

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XX 
EL FANTASMA FUNDAMENTAL 
Ningún acuerdo preformado entre el deseo 
y el mundo 
Privilegio de la sincronía 
Deseo y realidad en Glover y Hartmann 
Nuestra experiencia de la homosexualidad 
La dialéctica captada en su sincronía 
Hablamos del deseo, entonces. El camino que este año hemos toma-
do nos obliga a veces, como todo camino, a dar largos rodeos. Por eso, 
durante esta interrupción de una quincena intenté volver a centrar nues-
tro esfuerzo para recuperar el origen, al mismo tiempo que la mira, de 
nuestro discurso. 
Eso me llevó a hacer una puesta a punto de la cuestión, que asimis-
mo les está destinada, creo, y que también será para nosotros apenas 
otro modo de concentrar nuestra atención a fin de progresar en nuestra 
búsqueda. 
En el punto al que llegamos, intentemos articular con qué nos 
hemos dado cita. No sólo es la cita de este seminario, ni tampoco la cita 
de nuestro trabajo cotidiano como analistas. Es sobre todo la cita que 
tenemos con nuestra función de analistas y con el sentido del análisis. 
Si el psicoanálisis apenas fuese, entre otras en la historia, una 
empresa terapéutica más o menos fundada, más o menos lograda, no 
podría sino sorprendernos la persistencia de semejante movimiento. No 
hay ejemplo de ninguna teorización, de una ortopedia psíquica cualquie-
ra, que haya tenido una carrera más larga que medio siglo. 
¿A qué se debe la persistencia del análisis, su lugar más allá de su 
utilización médica, que nadie a fin de cuentas piensa poner en entredi-
395 
LA DIALÉCTICA DEL DESEO 
cho? Es que hay en él -no podemos dejar de sentirlo- algo que concier-
ne al hombre de una manera a la vez nueva, seria y auténtica. Nueva 
en su aporte, seria en su alcance, ¿autentificada por medio de qué? Sin 
duda por medio de otra cosa que resultados a menudo discutibles, a 
veces precarios. 
Creo que lo más característico en el fenómeno es el sentimiento que 
tenemos de que esa cosa que una vez llamé la cosa freudiana es una 
cosa acerca de la cual hablamos por primera vez. Más aún, llegaré a 
decir que la manifestación más segura de la autenticidad de la cosa, que 
el testimonio que cada día se da al respecto, es Ja cháchara que hay en 
derredor. 
Lo que impacta, en efecto, si ustedes toman en su totalidad la pro-
ducción analítica, es que los autores siempre se esfuerzan por articu-
lar el principio de su propia actividad en el análisis, sin jamás arribar 
a nada que sea acabado, cerrado, consumado, satisfactorio. Ese perpe-
tuo deslizamiento dialéctico, que constituye el movimiento mismo y la 
vida de la búsqueda analítica, testimonia la especificidad del problema 
al cual está enganchada nuestra búsqueda. 
Todo lo que ésta conlleva de torpeza, de confusión y de inestabi-
lidad, incluso en sus principios, todo lo que tiene de equívoco nuestra 
práctica, en la cual siempre nos topamos con lo que queríamos evitar, a 
saber, la sugestión, la persuasión, la construcción, incluso la mistagogía, 
todas esas contradicciones en el movimiento analítico no hacen más que 
resaltar mejor la especificidad de la cosa freudiana. 
1 
La cosa freudiana es el deseo. Así es, al menos, como nosotros Ja 
enfocamos este año, por hipótesis, pero sostenidos como estamos por la 
marcha concéntrica de nuestra búsqueda precedente. 
No obstante, al articular esta fórmula nos damos cuenta de una 
suerte de contradicción, en la medida en que todo el esfuerzo de teori-
zación de los analistas parece manifestarse en el sentido de hacer que 
el deseo pierda el acento original que sin embargo tiene -no podemos 
dejar de palparlo- cuando tenemos que vérnoslas con él en la experien-
cia analítica. 
396 
EL FANTASMA FUNDAMENTAL 
Bajo ningún concepto podemos considerar que el deseo funcione de 
manera reducida, normalizada, conforme a las exigencias de una suerte 
de preformación orgánica que llevaría por vías trazadas con antelación 
y a las cuales habríamos de reconducirlo cuando se aparta de ellas. Muy 
por el contrario, desde el origen de la articulación analítica por parte 
de Freud, el deseo se presenta con el carácter que designa el término 
lust en inglés, que significa tanto codicia como lujuria. Encuentran el 
mismo término en alemán dentro de la expresión Lustprinzip, y uste-
des saben que ésta conserva toda la ambigüedad que oscila del placer al 
deseo. 
En la experiencia, el deseo se presenta ante todo como un trastorno. 
Trastorna la percepción del objeto. Tal como nos lo muestran las maldi-
ciones de los poetas y de los moralistas, degrada al objeto, lo desorde-
na, lo envilece, en todos los casos lo sacude, y a veces llega a disolver 
incluso a quien lo percibe, es decir, al sujeto. 
Encontramos ese acento, por cierto, al principio de la posición freu-
diana. No obstante, tal como Freud lo pone en primer plano, la Lust se 
articula de una manera radicalmente diferente de todo lo que antes había 
sido articulado acerca del deseo. El Lustprinzip se nos presenta como 
algo que en su fuente se opone al principio de realidad. La experiencia 
original del deseo resulta contraria a la construcción de la realidad. La 
búsqueda que la caracteriza posee un carácter ciego. En resumidas cuen-
tas, el deseo se presenta como el tormento del hombre. 
Ahora bien, todos aquellos que hasta ese momento habían intentado 
articular el sentido de las vías del hombre en su exploración, siempre 
habían puesto en el principio la búsqueda, por parte del hombre, de su 
bien. Todo el pensamiento filosófico, a través de los siglos, jamás ha 
formulado una teoría moral del hombre en la cual el principio de placer, 
sea cual fuere, no haya sido de entrada definido y afirmado como hedo-
nista. Esto significa que el hombre, sépalo o no, busca fundamentalmen-
te su bien, de suerte tal que los errores y las aberraciones de su deseo 
sólo pueden promoverse en la experiencia a título de accidentes. 
Con Freud aparece por primera vez una teoría del hombre cuyo 
principio está en contradicción fundamental con el principio hedonista. 
Se da al placer un acento muy diferente, en la medida en que, en Freud, 
ese significante mismo está contaminado por el acento especial con el 
cual se presenta the lust, la Lust, la codicia, el deseo. 
Al revés de lo que una idea armónica, optimista, del desarrollo 
humano P?dría a fin de cuentas llevamos a suponer, no hay ningún 
397 
LA DIALÉCTICA DEL DESEO 
acuerdo preformado entre el deseo y el campo del mundo. No es así 
como se organiza, como se compone, el deseo. La experiencia analíti-
ca nos lo enseña: las cosas van en un sentido muy diferente. Según lo 
hemos enunciado aquí, el análisis nos embarca en una vía de experien-
cia cuyo desarrollo mismo nos hace perder el acento del instinto primor-
dial, invalida para nosotros su afirmación. 
Es decir que la historia del deseo se organiza como un discurso que 
se desarrolla en lo insensato. Esto es el inconsciente. Los desplazamien-
tos y condensaciones en el discurso del inconsciente son sin duda algu-
na lo que en el discurso en general constituyen desplazamientos y con-
densaciones, o sea, metonimias y metáforas. Pero aquí son metáforas 
que no engendran sentido alguno, y desplazamientos que no transportan 
ningún ser y en los cuales el sujeto no reconoce algo que se desplace. 
La experiencia del análisis se ha desarrollado consagrándose a 
la exploración de ese discurso del inconsciente. La dimensión radical 
que aquí está en juego es la diacronía. En cambio, la sincronía es lo que 
constituye la esencia de la búsqueda que proseguimos este año. Nuestro 
esfuerzo va a recuperar lo tocante al deseo para situarlo en la sincronía. 
Cada vez que encaramos nuestra experiencia -ya sea leyendo el 
informe, el textbook, de la experiencia más original del análisis, a saber, 
La interpretación de los sueños, o tomando una secuencia de interpre-
taciones en una sesión analítica cualquiera- , podemos percibir que todo 
ejercicio de interpretación tiene un carácter de remisión de anhelo en 
anhelo, donde se inscriben el movimientodel sujeto y también la distan-
cia en que éste se encuentra respecto de sus propios anhelos. Ese meca-
nismo de remisión indefinida, si bien jamás nos presenta el deseo salvo 
bajo una forma articulada, supone no obstante en su principio algo que 
lo requiere. 
Aquí entra en juego nuestra referencia estrictamente lingüística a la 
estructura. Nos recuerda que no podría haber formación simbólica sin 
que hubiese de manera primordial - antes de todo ejercicio de la pala-
bra que se denomine discurso- un sincronismo, una estructura del lenguaje 
como sistema sincrónico. Nos parece entonces legítima la esperanza de 
llegar a localizar del mismo modo, en la sincronía, la función del deseo. 
Lo que denominamos hombre es de aquí en más una x, un sujeto 
tachado, en la medida en que es el sujeto del lógos y en que se constitu-
ye en el significante como sujeto. 
Dentro de la relación sincrónica entre el sujeto y el significante, 
¿dónde se sitúa el deseo? 
398 
EL FANTASMA FUNDAMENTAL 
Basta con ver por qué vías avanza hoy la investigación analítica, por 
desconocimiento de la organización estructural, para percibir cuán nece-
saria es nuestra reelaboración o reconsideración de la cuestión del deseo 
sobre esta base. 
2 
Mientras que recién les articulaba la oposición principial instaurada 
por la experiencia freudiana entre principio de placer y principio de rea-
lidad, ¿sabían ustedes que justo hemos llegado al punto en que los auto-
res intentan articular la teoría en los términos mismos que yo decía que 
hay que proscribir, y con los cuales el deseo no se compone? 
No se compone con ellos más que en las ganas que esos autores tie-
nen de pensarlo o de percibirlo como algo que concuerda con el canto 
del mundo. Hacen todo por intentar deducir la idea que se forjan acerca 
de un desarrollo acabado, o al menos esperable, a partir de una conver-
gencia supuesta de Ja experiencia hacia una maduración. 
Al mismo tiempo, si los autores pudiesen en efecto articular la teo-
ría analítica en esos términos y satisfacerse con la adaptación ontoló-
gica del sujeto a su experiencia del mundo, ello significaría que han 
abandonado todo contacto con su práctica como analistas. Cuanto más 
van en el sentido de esa exigencia, más errores reveladores cometen 
- reveladores de que habría que articular las cosas de otro modo- y a 
más paradojas llegan. 
Tomo un ejemplo, y lo tomo de uno de los mejores autores que hay, 
uno de los más preocupados por una articulación justa, no sólo de nues-
tra experiencia, sino también de la totalidad de sus datos de partida, y 
que tiene asimismo el mérito de haberse esforzado por inventariar las 
nociones y conceptos que utilizamos. Me refiero a Edward Glover. 
Hay que conocer su obra, sin duda, por la suma de experiencias 
que incluye y porque es una de las más útiles para quien quiera inten-
tar saber lo que hace -lo cual, en el análisis, es más indispensable que 
en otro lugar. Tomo uno de sus numerosos artículos, que ustedes deben 
leer, publicado en el International Journal of Psychoanalysis de octubre 
de 1933, nº 4. Se intitula "The relation of perversion-formation to the 
clcvelopm~nt of reality-sense". 
399 
LA DIALÉCTICA DEL DESEO 
Hay en ese artículo muchas cosas que es importante discutir; como 
mínimo, los términos de partida que nos da con el objetivo de manejar 
de manera correcta lo que intenta mostramos. En particular: 
1. Define el sentido de realidad como "una facultad cuya existencia 
inferimos examinando la prueba de realidad". 1 A veces es interesante 
que las cosas sean formuladas con claridad. 
2. Lo que él denomina prueba eficiente de realidad se define así: 
"para todo sujeto que ha pasado la etapa de la pubertad, es la capacidad 
de mantener contacto psíquico con los objetos que promueven gratifi-
cación del instinto, incluyendo también aquí el impulso infantil, tanto 
modificado cuanto residual". 
3. Por último, la objetividad se define como "la capacidad de eva-
luar la relación del impulso instintivo con el objeto instintivo, ocurra 
o no que las metas del impulso sean, puedan ser, o vayan a ser, grati-
ficadas". 
He aquí los datos de principio, que son muy importantes. Ustedes 
no pueden dejar de asombrarse por el hecho de que el autor dé aquí al 
término objetividad un carácter que no es el que por lo general se le 
atribuye. Nos decimos que no toda la dimensión original de la búsqueda 
freudiana se ha perdido, dado que esta definición de la objetividad tras-
torna lo que hasta ese momento nos parecía una categoría requerida por 
nuestra visión del mundo. 
Sobre esta base, el autor emprende una investigación acerca de lo 
que significa el lazo perverso - que debe entenderse en el más amplio 
sentido- en su relación con el sentido de realidad. A fin de cuentas, 
¿cuál es el espíritu del artículo? Es el de concebir la formación perversa 
como un medio, para el sujeto, de precaverse de los desgarros, de las 
cosas que hacen ¡pumba!, de todo lo que para él no se inscribe en una 
realidad coherente. El autor articula con mucha precisión la perversión 
como la tabla de salvación que permite al sujeto asegurar a esa reali-
dad una existencia continua. 
He aquí otra visión original, ya que de ella resulta una suerte de 
omnipresencia de la función perversa. Glover se ejercita entonces en 
reconstruir las inserciones cronológicas de la misma, es decir que inser-
ta sus apariciones en un sistema de anterioridad y de posterioridad, 
l. Traducción directa del inglés, On the Early Development of Mind, New Bruns-
wick y Londres, Transaction Publishers, 2010. [N. del T.] 
400 
EL FANTASMA FUNDAMENTAL 
en el cual se escalonan como más primitivos los trastornos psicóticos 
y después vienen los trastornos neuróticos. Entre ambos se inscribe la 
toxicomanía, que correspondería a una etapa intermedia. En síntesis, es 
cuestión de determinar, hablando en sentido cronológico, los puntos de 
unión, los puntos históricamente fecundos, los puntos del desarrollo a 
los cuales se remonta el origen de las diversas afecciones. 
Esta visión no deja de ser criticable, como cada vez que se intenta 
una pura y simple localización genética de las afecciones analizables. 
Como aquí no podemos entrar en detalles, destacaré apenas un párra-
fo que les muestra a qué punto de paradoja conduce toda tentativa que 
tenga por resorte reducir la función con la cual tenemos que vérnoslas 
en el nivel del deseo, o del principio del deseo, a una etapa preliminar, 
preparatoria, aún inacabada, de la adaptación a la realidad, a una pri-
mera forma de la relación con la realidad. El principio del cual Glover 
parte -aquí como en otros lugares- para desarrollar su pensamiento es, 
en efecto, el de clasificar la formación perversa respecto del sentido de 
realidad. 
Les indicaré las consecuencias que ello entraña, citándoles apenas 
un pequeño pasaje del artículo de Glover que no difiere de mil otros 
que se encuentran en sus escritos más que por la forma gráfica, literaria, 
paradójica, y verdaderamente expresiva, en que se presenta. Aclaro que 
este artículo se sitúa en el periodo que cabe denominar kleiniano del 
pensamiento de Glover -que tiene muchos puntos en común con el sis-
tema kleiniano, a pesar de la lucha que él creyó tener que sostener, en el 
plano teórico, contra Melanie Klein. 
Estamos pues en el momento -dice- en que la fase llamada para-
noide del sujeto resultó desembocar en el sistema de realidad que él 
denomina oral-anal. Glover caracteriza ese mundo -en que se supone 
que el niño vive- mediante los siguientes términos: "el mundo exterior 
{representa} una combinación entre una carnicería, un public lavatory 
{en otras palabras, un urinario o incluso algo más elaborado} bajo un 
bombardeo y una sala de autopsias". Y Glover nos explica entonces que 
el punto central de su intervención en ese momento tiene como efec-
to transformar ese mundo, más bien revuelto, catastrófico, "en una más 
tranquilizadora y fascinante farmacia en la cual no obstante {hayuna 
reserva} el armario de venenos está sin llave". 
Esto es muy bonito y muy pintoresco. No obstante, por implícita, 
profunda, velada, que la vivencia del hombrecito sea, o que podamos 
suponer ql)e sea, existe de todos modos cierta dificultad en concebir que 
401 
LA DIALÉCTICA DEL DESEO 
él encare en efecto la realidad bajo la forma de una carnicería, de un 
baño público bajo un bombardeo y de una cámara frigorífica. 
Que esto se presente de entrada bajo un aspecto chocante no es 
razón para que rechacemos su principio, pero al mismo tiempo es legíti-
mo expresar cierta duda sobre la exactitud de tal formulación. Es obvio 
que ésta no podría coincidir con una forma regular del desarrollo del 
hombrecito, sobre todo cuando consideramos dicho desarrollo como 
caracterizado por los modos de adaptación del sujeto a la realidad. 
Como mínimo, tal formulación implica necesariamente la articu-
lación de una doble realidad. En una, podría inscribirse la experiencia 
conductista, pero habría otra, cuyas irrupciones en el comportamiento 
del sujeto estaríamos reducidos a vigilar. Dicho en otros términos, esta-
mos obligados a restaurar desde el origen la autonomía, la originalidad, 
de otra dimensión, que no es la realidad primitiva, sino que desde el 
comienzo es un más allá de la vivencia del sujeto. 
Una vez articulada, esta contradicción se torna tan evidente que tal 
vez deba excusarme por haber insistido al respecto durante tanto tiem-
po. No obstante, en ciertas formulaciones está tan bien disimulada que 
introduce un grave equívoco en el uso del término realidad. Cuando 
consideramos que la realidad conoce un desarrollo paralelo al de los ins-
tintos -y ésta es sin duda la posición más comúnmente aceptada-, des-
embocamos en extrañas paradojas que no dejan de tener repercusiones 
en la práctica. 
Si suponemos que el deseo ya está allí, que está en la realidad, se 
vuelve necesario hablar al respecto, no bajo una forma disimulada, sino 
bajo su forma original, a saber, la del instinto, que estaría en juego tanto 
en la evolución como en la experiencia analítica. Decir que el deseo 
se inscribe en un orden del mismo género que el de la realidad, que es 
del mismo orden que la realidad, que es por entero articulable y asu-
mible en términos de realidad -formulaciones, todas éstas, que hoy en 
día se encuentran en la teorización analítica más cotidiana-, implica la 
siguiente paradoja, a saber, que la maduración del deseo es lo que per-
mite al mundo culminar en su objetividad. Esta proposición forma parte, 
en mayor o menor medida, del credo de cierto análisis. 
Aquí sólo quiero plantear la cuestión de lo que ello significa en con-
creto. Para nosotros, seres vivos, ¿qué es un mundo? ¿Qué es la realidad 
en el sentido del psicoanálisis hartmanniano, por ejemplo? 
Hartmann da todo el lugar que merecen a los elementos estructuran-
tes que conlleva la organización del yo. Ese yo -dice- está adaptado 11 
402 
EL FANTASMA FUNDAMENTAL 
desplazarse de una manera eficaz en la realidad constituida. Pues bien, 
yo también querría permitirme dar imágenes que les hagan sentir de qué 
hablamos. Para fijar ideas, identificaremos la forma más típica y más 
acabada del mundo acerca del cual nos hablan, la realidad adulta, con 
un mundo de abogados estadounidenses. 
En efecto, el mundo de abogados estadounidenses no sólo es un 
campo importante de nuestro universo, sino que en la actualidad me 
parece que es el mundo más elaborado que podamos definir en cuanto 
a la relación con la realidad - o al menos con lo que así se denomina. O 
sea que nada falta en un abanico que parte de cierta relación de violen-
cia - cuya presencia es esencial, fundamental, siempre exigible, para que 
no pueda decirse que la realidad esté allí elidida en modo alguno- y 
que se extiende hasta esos refinamientos de procedimiento que permiten 
insertar en ese mundo toda clase de novedades paradójicas que están 
definidas por una relación con la ley que, en lo esencial, está constituida 
por los rodeos necesarios para obtener su más perfecta violación. 
He aquí el mundo de la realidad. Pero ahora, ¿qué relación hay entre 
ese mundo y lo que cabe denominar un deseo maduro, en el sentido de 
la maduración genital? 
La cuestión puede sin duda ser zanjada de muchas maneras, una de 
las cuales es la de la experiencia, a saber, el comportamiento sexual del 
abogado estadounidense. Ahora bien, nada parece confirmar, hasta hoy, 
que haya una correlación exacta entre el acabamiento perfecto de un 
mundo cuyas actividades todas son tan bien conducidas y una perfecta 
armonía en las relaciones con el otro, en la medida en que éstas entra-
ñan cierto logro o acuerdo en el plano del amor. Nada lo prueba, e inclu-
so a casi nadie se le ocurrirá sostenerlo. 
Ésta no es más que una manera global de ilustrarles dónde se plan-
tea la cuestión. La cuestión radica en que aquí se mantiene una confu-
sión a propósito del término objeto. 
Por una parte, está el objeto que se situaría en la realidad, en el sen-
tido en que acabamos de articularlo. Por otra parte, está el objeto que 
se inscribe en la relación del sujeto con el objeto, relación que impli-
ca, al menos de manera latente, conocimiento. Cuando se sostiene que 
la maduración del deseo implica, por eso mismo, una maduración del 
objeto, ¿de qué objeto se trata? 
Es un objeto muy diferente de aquel que podemos en efecto situar 
allí donde una localización objetiva nos permite caracterizar las relacio-
nes de re~lidad. El objeto en cuestión nos es familiar desde hace mucho 
403 
LA DIALÉCTICA DEL DESEO 
tiempo bajo el nombre de objeto del conocimiento -aunque allí esté 
velado por completo. 
Ese objeto ha sido la meta, el objetivo, el término, de una larga bús-
queda proseguida en el curso de los siglos. Esa búsqueda sigue aún, tras 
los frutos que obtuvo cuando se convirtió en lo que denominamos cien-
cia, luego de haber tenido que atravesar durante mucho tiempo las vías 
de un arraigo del sujeto en el mundo. No podemos negar que la cien-
cia haya podido en cierto momento tomar como punto de partida ese 
arraigo - lo entiendo en el plano filosófico-, por más que ahora ella se 
distinga de esa relación de meditación como un niño que adquiere su 
independencia pero que por mucho tiempo se alimentaba de ello. De ese 
arraigo original nos quedan huellas bajo el nombre de teoría del conoci-
miento. 
En ese orden, se han acercado lo más posible a una profunda identi-
ficación entre los dos términos de la relación sujeto-objeto. El conocer 
se remite a una conaturalidad. Toda captación del objeto manifiesta algo 
de una armonía principia!. 
Desde luego, no lo olvidemos, esto no es más que lo característico 
de una experiencia especializada que se destaca dentro de una historia 
que se distribuye en varias ramas, pero aquí nos contentaremos con diri-
gir nuestra atención a la rama que nos es propia, la de la filosofia griega. 
El esfuerzo por delimitar y afirmar lo que se denomina objeto impli-
ca una actitud principia!, y sería por completo errado considerar que 
ahora, una vez obtenidos los resultados, podemos elidirla, como si esa 
posición de principio careciese de importancia para su efecto. 
En.ese esfuerzo del conocimiento, ¿qué es lo que, de una posición 
de deseo, estaba implicado? Si bien nosotros, los analistas, somos sin 
duda capaces de introducir tal cuestión, ésta no había pasado desaper-
cibida para la experiencia religiosa, y no haremos, aquí como en otros 
lados, más que reencontrarla. En la medida en que puede darse a sí 
misma otros fines, la experiencia religiosa individualizó ese deseo, en 
efecto, como deseo de saber, cupido sciendi. Que le encontremos bases 
más radicales bajo la forma de cierta pulsión ambivalente del tipo de Ja 
escoptofilia, e incluso de la incorporación oral, no es más que agregar 
nuestro tóque. 
En todo caso, lo cierto es que el desarrollo del conocimiento - con 
las nociones implícitas que éste entraña acerca del objeto- resulta deuna elección. Ninguna instauración de la posición filosófica ha dejado 
jamás, en el curso de los siglos, de hacerse reconocer como una posi-
404 
EL FANTASMA FUNDAMENTAL 
ción de sacrificio de algo. La entrada del sujeto en el orden de lo que 
se denomina la investigación desinteresada, cuyo fruto es la objetividad 
-después de todo, alcanzar la objetividad jamás se definió de otro modo 
que como alcanzar cierta realidad desde una perspectiva desinteresa-
da- , se paga, al menos por principio, con la exclusión de cierta forma 
de deseo. 
He aquí en qué perspectiva se ha constituido la noción de objeto. 
Si la reintroducimos aquí, no es en vano. Ello se debe a que sabemos lo 
que hacemos. Se debe a que esa perspectiva está implícita en la supo-
sición de una correspondencia virtual, latente, que hay que recuperar u 
obtener, entre la investigación del deseo y el objeto que ésta explora. 
Cabe distinguir, por el contrario, entre el objeto que satisface el 
deseo de conocimiento, cuya noción filosófica ha sido el fruto de la ela-
boración de siglos, y el objeto de todo deseo. 
A una confusión entre ambas nociones se debe el hecho de que los 
analistas hayan sido llevados con tanta facilidad a plantear la corres-
pondencia entre cierta constitución del objeto y cierta maduración de la 
pulsión. 
Al oponerme a ello, intento darles, de la relación entre el deseo y su 
objeto, una articulación diferente, que considero más conforme a nues-
tra experiencia. 
Ahora pasaremos, entonces, a la articulación verdadera, que deno-
mino sincrónica. 
3 
La fórmula simbólica (SOa) da su forma a lo que llamo fantasma 
.fundamental. 
Ésa es la forma verdadera de la pretendida relación de objeto, y no 
la manera en que ésta ha sido articulada hasta aquí. 
Decir que aquí se trata del fantasma fundamental no significa otra 
cosa que lo siguiente: en la perspectiva sincrónica, él garantiza al sopor-
le del deseo su estructura mínima. 
En él encuentran dos términos, cuya doble relación entre uno y otro 
constituye el fantasma. Esa relación se complejiza en la medida en que el 
sujeto se constituye como deseo en una relación tercera con el fantasma. 
405 
LA DIALÉCTICA DEL DESEO 
Hoy tomaremos la tercera perspectiva. Además, haremos pasar por a 
la asunción del sujeto. Es tan legítimo como hacerla pasar por el sujeto 
tachado, dado que el deseo se sostiene en una relación de confrontación 
con (SOa). 
Ya me han escuchado articular las cosas lo bastante como para no 
asombrarse ni desconcertarse ni sorprenderse si propongo que el objeto 
a se defina ante todo como el soporte que el sujeto se da en la medida 
en que flaquea -aquí, detengámonos por un instante y comencemos por 
decir algo aproximativo para que les resulte elocuente-, en la medida en 
que flaquea su certeza de sujeto - y Juego retomo a fin de soltarles el tér-
mino exacto, aunque demasiado poco elocuente para la intuición como 
para que yo no tema aportarlo de entrada-, en la medida en que flaquea 
su designación de sujeto. 
La cuestión se basa por entero en lo que ocurre en el Otro, en la 
medida en que ése es para el sujeto el lugar de su deseo. Ahora bien, 
en el Otro, en ese discurso del Otro que es el inconsciente, algo falta al 
sujeto. Lo retomaremos enseguida, lo retomaremos tantas veces como 
haga falta, lo retomaremos hasta el final. 
Por la estructura misma que instaura la relación del sujeto con el 
Otro en calidad de lugar de Ja palabra, algo falta en el nivel del Otro. 
Lo que allí falta es precisamente lo que permitiría al sujeto identificarse 
como el sujeto del discurso que él sostiene. Por el contrario, en la medi-
da en que ese discurso es el discurso del inconsciente, el sujeto desapa-
rece en él. 
De ello resulta que el sujeto debe emplear, para designarse, algo que 
es tomado a sus expensas. No a sus expensas como sujeto constituido en 
la palabra, sino a sus expensas como sujeto real, bien vivo, a expensas 
de algo que, por sí solo, no es en absoluto un sujeto. El sujeto, al pagar 
el precio necesario para esa localización de sí mismo en calidad de de.s-
falleciente, es introducido así en la dimensión siempre presente cada vez 
que está en juego el deseo: tener que pagar la castración. 
Dicho de otro modo, algo real, sobre lo cual él tiene influjo en una 
relación imaginaria, es elevado a la pura y simple función de significan-
te. Éste es el sentido último, el sentido más profundo, de la castración 
como taL 
El descubrimiento esencial del freudismo es el hecho, hasta enton-
ces desconocido, de que la castración está involucrada tan pronto como 
el deseo se manifiesta de una manera clara como tal. Este hecho nos hu 
abierto toda clase de hallazgos históricos, a los cuales han dado traduc-
406 
EL FANTASMA FUNDAMENTAL 
ciones diversamente míticas que luego han intentado reducir en térmi-
nos evolutivos. Que la búsqueda proseguida en esa dimensión diacróni-
ca haya sido fecunda es un hecho indudable, pero no debe sin embargo 
dispensarnos de buscar en la otra dimensión -la dimensión sincrónica-
cuál es la relación esencial que está involucrada. 
Esa relación es la relación del sujeto con el significante, en la medi-
da en que el sujeto no puede designarse en él, nombrarse en él, como 
sujeto. Tiene que compensar esa carencia poniendo, si me permiten, 
algo de su parte. Intento ser lo más gráfico posible, y los términos que 
aporto no son siempre los términos más rigurosos. 
De aquello que entonces interviene, podemos encontrar el análo-
go en la función de ciertos símbolos del lenguaje, aquellos que los lin-
güistas distinguen dentro del sistema léxico bajo el nombre de shifter 
symbols. Ya hice alusión al pronombre personal yo, que designa a quien 
habla. En el plano del inconsciente, lo mismo ocurre con la a minúscula. 
Esa a, que no es un símbolo sino un elemento real del sujeto, es lo que 
interviene para sostener el momento - en el sentido sincrónico- en 
que el sujeto no logra designarse en el nivel de la instancia del deseo. 
Sé lo cansador que puede resultarles la gimnasia mental de una arti-
culación sostenida en este nivel. También la ilustraré, para darles algún 
descanso, por medio de los términos de nuestra experiencia concreta. 
Dije que a era el efecto de la castración. No dije que era el objeto de la 
castración. El objeto de la castración es lo que denominamos falo. El 
falo, ¿qué es? 
Lo vemos aparecer en lo que la vez pasada denominaba las falofa-
nías artificiales del análisis. También allí el análisis revela haber sido 
una experiencia original, absolutamente única, ya que no hubo en el 
pasado ninguna especie de alquimia, terapéutica o no, en la cual haya-
mos visto aparecer el falo. En Jerónimo Bosch vemos toda clase de 
miembros dislocados. O también está elfiatus, nada menos que oloroso, 
en que Ernest Jones creyó tener que encontrar el prototipo del Espíritu 
Santo. Todo ello es exhibido en imágenes de lo más manifiestas, pero 
ustedes pueden observar que no se ve el falo con frecuencia. Nosotros lo 
vemos, y también captamos que no es fácil designar que esté aquí o allá. 
Al respecto, no quiero hacer más que una referencia. 
Nuestra experiencia de la homosexualidad no se definió más que a 
partir del momento en que se empezó a analizar a los homosexuales. En 
un primer tiempo, no se los analizaba. Por no poder avanzar más en esa 
época - 1905-, el profesor Freud nos dice en los Tres ensayos de teoría 
407 
LA DIALÉCTICA DEL DESEO 
sexual que Ja homosexualidad masculina se basa en la exigencia narci-
sista de que el objeto no esté desprovisto del atributo fálico, por cuanto 
el sujeto lo considera esencial. 
Luego comenzamos a analizar a los homosexuales. Al respecto, les 
ruego remitirse a los trabajos muy ejemplares de Felix Boehm, uno de 
los primeros en interesarse en ello. Comienzan en los años 1920 y pro-
siguen hasta 1933 y más allá. También les di indicaciones bibliográfi-
cas sobre la homosexualidad cuando les hablé de la importancia de los 
artículos de [ ... ].El desarrollo del análisis muestra pues que la homosexualidad está 
muy lejos de ser una exigencia instintiva primordial, y que no podemos 
identificarla con una pura y simple fijación o desviación del instinto. 
Asimismo, nos damos cuenta de que el falo que interviene, de cualquier 
forma que sea, en el mecanismo de la homosexualidad, está muy lejos 
de tener el estatus común del objeto, y se lo identifica, tal vez apresu-
radamente, con el falo paterno, que tendría residencia fija en la vagina 
de la mujer y que a este título sería temido, lo cual explicaría por qué el 
sujeto se ve llevado a los extremos, e incluso hasta la homosexualidad. 
He aquí, en todos los casos, un falo de un alcance muy diferente, con 
una función muy diferente, y en un lugar muy diferente que el que nos 
dicen al comienzo. 
Esto no es todo. Tras habemos alegrado, si me permiten, de tener 
a esta liebre por las orejas, seguimos analizando a Jos homosexuales, 
y hete aquí que nos damos cuenta de que la imagen del falo como un 
apéndice que, en una primera creencia, el sujeto atribuye a la mujer en la 
medida en que aún no estaría castrada no es la última palabra del asunto. 
En efecto, si la observamos con mayor detalle, esa imagen -que 
en un momento ulterior reencontraremos en funcionamiento dentro de 
las estructuraciones analíticas de la homosexualidad- revela ser lo que 
cabe denominar una evaginación, la extraposición del interior del órga-
no vaginal. En ese fantasma -con el cual ya nos hemos encontrado en 
ese sueño de la capucha dada vuelta, cuyo análisis retomé ante ustedes 
con tanta extensión- , el apéndice fálico aparece como constituido por Ja 
exteriorización del interior. Así, cuando dentro de cierta perspectiva de 
investigación, muestran al homosexual en análisis la dialéctica cotidiana 
de su deseo, ése resulta ser el término imaginario último al cual se ve 
confrontado. 
El homosexual que aquí está en juego es uno de aquellos que han 
sido analizados por Boehm, y en este punto me remito más especial-
408 
EL FANTASMA FUNDAMENTAL 
mente a sus trabajos, que son muy ilustrativos y confirmados por una 
copiosa experiencia. 
¿Qué decir de ese fantasma sino que el falo se presenta aquí bajo 
una forma radical, en la medida en que su función, en última instancia, 
es mostrar en el exterior lo que está en el interior imaginario del sujeto? 
Casi no hay que sorprenderse de que aquí se establezca cierta con-
vergencia entre lo imaginario y lo simbólico. 
Sucede que lo que en lo imaginario está en situación de extraposi-
ción, de extirpación, casi separado, pero aún no separado, del interior 
del cuerpo, puede ser elevado, del modo más natural, a la función de 
símbolo, sin empero ser separado de su inserción radical, lo cual hace 
que se lo sienta como una amenaza a la integridad de la imagen de sí. 
4 
No quiero dejarlos en torno a la perspectiva que acabo de darles. 
En efecto, no es lo que va a darles el sentido y la función de a 
minúscula en calidad de objeto en toda su generalidad. 
En la medida en que el sujeto es deseo, está ante la inminencia de la 
relación castradora. Lo que da su sostén a la posición de ese sujeto es, 
como les dije, el objeto en el fantasma, que es la forma más acabada del 
objeto. Querría ahora mostrarles en qué sincronía puede articularse esa 
relación. 
Subrayo el término sincronía porque la necesidad del discurso me 
forzará a darles de ella una fórmula que será diacrónica. Por lo tanto, 
ustedes podrán confundirla con una génesis. Sin embargo, no se trata de 
nada semejante. 
Las relaciones de letras que ahora inscribiré en la pizarra apuntan 
a permitimos situar en su lugar la a minúscula. En la medida en que 
el sujeto está en presencia de la castración inminente, se encuentra en 
relación con ese objeto. Provisoriamente designaré esa relación con el 
objeto como la contrapartida de esa posición del sujeto, ya que también 
debo acentuar lo que quiero decir al hablar de esa relación como soporte 
del deseo. 
409 
LA DIALÉCTICA DEL DESEO 
A 1 D 
s 1 l'.> 
r 
JA 1 s 
a S 
A' 
A" 
A"' 
Esquema sincrónico 
de la dialéctica del deseo 
¿Cómo se engendra esa relación sincrónica? Partimos de la posición 
subjetiva más original, la de la demanda. Ustedes la encuentran indicada 
en la primera línea, a la derecha, por medio de la D mayúscula. En el 
comportamiento del individuo, ésa es la manifestación, la ilustración, 
el ejemplo, que nos permite captar en su esencia cómo se constituye el 
sujeto en la medida en que entra en el significante. 
La relación sincrónica en cuestión se establecerá según un algoritmo 
muy simple, que es el de la división. Eso está indicado por la barra ver-
tical. Se le agrega una barra horizontal que separa niveles pero que nada 
tiene de esencial, ya que puede repetírsela en cada nivel. 
La relación más primordial del sujeto es la relación entre el Otro, en 
calidad de lugar de la palabra, y la demanda. El Otro figura aquí bajo la 
forma de la letra A mayúscula. A dividida por D: a partir de esa relación, 
se instituye la dialéctica cuyo residuo va a aportarnos la posición de a, 
el objeto. 
Al comienzo de ese proceso, la necesidad del sujeto se articula pri-
mordialmente en términos de alternativa significante, y se instaura todo 
lo que más adelante estructurará esa relación del sujeto consigo mismo 
denominada deseo. El Otro, que es aquí alguien real -sujeto real, Sr- , 
tiene la posibilidad, por el hecho de ser interpelado en la demanda, de 
hacer que ésta, cualquiera que sea, adquiera otro valor, que es el de la 
demanda de amor, en la medida en que se refiere pura y simplemente a 
la alternativa presencia-ausencia. Por eso, en el segundo nivel dotamo8 
de una barra a la D mayúscula de la demanda. 
Les señalo de pasada que no dejó de sorprenderme, conmoverme, 
incluso emocionarme, el hecho de haber encontrado en los Sonnets d" 
410 
EL FANTASMA FUNDAMENTAL 
Shakespeare, literalmente, el término presencia-ausencia, en el momento 
en que para él la cuestión es expresar la relación-de-amor, con guiones. 
He aquí entonces al sujeto constituido en la medida en que el Otro 
es un personaje real, aquel mediante el cual la demanda misma se carga 
de significación, aquel mediante el cual la demanda del sujeto se con-
vierte en algo diferente de lo que demanda en particular, a saber, la 
satisfacción de una necesidad. 
No hay sujeto más que para un sujeto: éste es un principio que siem-
pre hemos de mantener como principio. Por el solo hecho de que el 
Otro ha sido planteado primordialmente como aquel que, en presencia 
de la demanda, puede jugar o no cierto juego, ya ha sido instaurado 
como sujeto y como término de la tragedia que tendrá lugar. Dicho en 
otras palabras, la introducción del sujeto, del individuo, en el signi-
ficante, adquiere la función de subjetivar al Otro, lo cual nos lleva a 
escribir la letra S mayúscula, con una r minúscula, debajo de la letra 
A mayúscula. 
En la medida en que el Otro es un sujeto como tal, el sujeto se ins-
taura, y puede instituirse como sujeto en una nueva relación con el Otro, 
a saber, que en ese Otro ha de hacerse reconocer como sujeto - ya no 
como demanda, ya no como amor, sino como sujeto. 
¿Acaso estoy aquí atribuyendo a no sé qué larva todas las dimen-
siones de la meditación filosófica de la conciencia-de-sí? No se trata de 
eso. O, para decirlo mejor, se trata de eso, pero bajo una forma que no 
está, como en el filósofo, velada, escondida, sino que es muy concreta y 
muy real. 
Cualquiera que sea el funcionamiento del Otro en lo real, ¿qué 
garantía puede hallar él - el sujeto- de que responda a la demanda? El 
comportamiento -sea cual fuere- del Otro, ¿qué puede atestiguar de su 
verdad? ¿Qué es lo que hay en el fondo concreto de la noción de verdad, 
así como en la de intersubjetividad? ¿Qué es lo que da su sentido pleno 
al término truth, en inglés, que expresa simplemente la Verdad, con V 
mayúscula? Todo está sostenido por lo que en francés denominamos, en 
unadescomposición de lenguaje que resulta ser el producto de un siste-
ma lingüístico, lafoi en la paro/e [fe en la palabra]. En otros términos, 
¿en qué cabe contar con el Otro? 
Eso es lo que está en juego cuando les digo que no hay Otro del 
Otro. ¿Qué significa esto, sino justamente que no existe ningún signifi-
cante que garantice la secuencia concreta de ninguna manifestación de 
significantes? Aquí se introduce ese término, la A mayúscula tachada. 
411 
LA DIALÉCTICA DEL DESEO 
Frente a la presión de la demanda del sujeto que exige un garante, lo 
que se realiza en el nivel del Otro es primordialmente algo de esa falta 
respecto de la cual el sujeto habrá de situarse. Esa falta, obsérvenlo, se 
produce en el nivel del Otro en calidad de lugar de la palabra, y no en el 
nivel del Otro en calidad de real. Nada real por el lado del Otro puede 
compensarla, a no ser por medio de una serie de adiciones que nunca se 
agotarán: A', A", A 111 ••• 
El Otro se manifestará al sujeto, a lo largo de toda su existencia, 
por medio de dones o de negativas. Pero ello jamás se situará más que 
al margen de la falta fundamental que se encuentra como tal en el nivel 
del significante. El sujeto históricamente se interesará en todas sus expe-
riencias con el Otro - llegado el caso, el Otro materno-, pero nada de 
eso podrá agotar la falta que existe en el nivel del significante como tal, 
que es el nivel en que el sujeto ha de situarse para constituirse como 
sujeto y hacerse reconocer por el Otro. 
El sujeto mismo se encuentra marcado por esa insuficiencia, por esa 
no garantía en el nivel de la verdad del Otro. Y por eso habrá de instituir 
lo que ya hemos intentado abordar recién bajo la forma de su génesis, a 
saber, a minúscula. Ambos términos, la S tachada y la a minúscula, se 
enfrentan en el cuarto nivel del esquema. 
La a es aquello que se ve sometido a la condición de expresar la 
tensión última del sujeto, La que constituye el resto, la que constituye el 
residuo, La que está al margen de todas esas demandas y que ninguna de 
esas demandas puede agotar. Está destinada como tal a representar una 
falta, y a representarla con una tensión real del sujeto. 
Éste es, si me permiten, el hueso de la función del objeto en el 
deseo. Es lo que aparece como contrapartida del hecho de que el 
sujeto no puede situarse en el deseo sin castrarse -dicho en otras 
palabras, sin perder lo más esencial de su vida. Y es también aquello 
en torno a lo cual se sitúa esa forma, una de Las más ejemplares del 
deseo, que la frase de Simone Weil señalaba: Si supiésemos qué es lo 
que el avaro encierra en su cofrecillo, sabríamos mucho acerca del 
deseo. 
Por supuesto, el avaro encierra a minúscula, el objeto de su deseo, 
en un recinto -dimensión esencial, obsérvenlo-, precisamente para con-
servar su vida. Pero, por eso mismo, ese objeto resulta ser un objeto 
mortificado. Lo que está en el cofrecillo es colocado fuera del circuito 
de la vida, se lo sustrae para conservarlo como la sombra de nada, y u 
ese título es el objeto del avaro. 
41 
EL FANTASMA FUNDAMENTAL 
También resulta aquí ratificada la fórmula Quien quiere conservar 
su vida, la pierde. ¿Acaso quien acepta perderla la recupera así, directa-
mente? No tan rápido. Dónde la recupera, es lo que intentaremos ver la 
próxima vez. 
Nuestro recorrido de hoy nos hace ver -y no es la menor cosa que 
nos aporta- que el camino en que el sujeto se embarca para recuperar 
su vida, en todo caso va a presentarle lo que él acepta perder, a saber, el 
falo. 
Si el sujeto ha hecho su duelo por el falo - momento que es una 
etapa necesaria, lo hemos indicado- , ya no puede apuntar a este más 
que como un objeto escondido. 
La a minúscula es un término oscuro, un término opaco, que par-
ticipa de una nada, a la cual se reduce. Más allá de esa nada, el sujeto 
buscará la sombra de su vida primeramente perdida. 
El esquema en la pizarra les da el relieve del funcionamiento del 
deseo. Nos muestra que el objeto perdido, el objeto que hay que recupe-
rar, no es aquel que una perspectiva genética promueve como el objeto 
primitivo de una impresión primordial. Constituir el objeto según esta 
dialéctica forma parte de la naturaleza misma del deseo. 
A partir de aquí, retomaremos La próxima vez. 
13 DE MAYO DE 1959 
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