Logo Studenta

Rodota_Stefano_El_Derecho_A_Tener_Derecho

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Stefano R o do tá
EL DERECHO 
A TENER 
DERECHOS
E d ito ria l T r o t t a
El derecho a tener derechos
Stefano R od otá 
Traducción de José Manuel Revuelta
D O A O
La traducción de esta obra ha sido financiada por el SEPS 
Segretariato Europeo per le Pubblicazioni Scientifiche
S E P S
S ÍG W ÍA ÍU IO l u m KR l i P V U U O Z tO N I X X N TW C M
Via Val d'Aposa 7 - 401 23 Bologna - Italia 
seps@seps.it - www.seps.it
C O L E C C IO N ESTRUCTURAS Y PR O C ESO S 
S e r i e D e r e c h o
Título original: II diritto di avere diritti
© Editorial Trotta, S.A., 2014 
Ferraz, 55. 28008 Madrid 
Teléfono: 91 543 03 61 
Fax: 91 543 14 88 
E-mail: editorial@trotta.es 
http ://www.trotta .es
© Gius. Laterza & Figli, All rights reserved, 201 2 
Publicado mediante acuerdo con 
Marco Vigevani Agenzia Letteraria
© José Manuel Revuelta López, para la traducción, 2014
ISBN: 978-84-9879-538-7 
Depósito Legal: M-24821-2014
Impresión 
Cofás, S.A.
mailto:seps@seps.it
http://www.seps.it
mailto:editorial@trotta.es
http://www.trotta
El derecho a tener derechos, o el derecho de cada 
individuo a pertenecer a la humanidad, debería estar 
garantizado por la humanidad misma.
Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo 
[1951], trad. esp. de G. Solana, Taurus, Madrid, 
1998, pp. 248-249.
CONTENIDO
Prólogo................................................................................................................... 11
Primera parte 
RELATO DE LOS DERECHOS
I. El espacio y el tiempo de los derechos................................................ 27
II. El espacio de Europa..................................................................... 36
III. El nuevo mundo de los derechos.......................................................... 47
IV. Mundo de las personas, mundo de los bienes.................................. 103
Segunda parte 
LA PERSONA
V. Del sujeto a la persona............................................................................ 135
VI. Homo dignus.............................................................................................. 169
VII. Llegar a ser indignos............................................................................... 187
VIII. El derecho a la verdad................................................................... 197
IX. El derecho a la existencia................................................................ 215
X. Autodeterminación.................................................................................. 231
XI. Cuatro paradigmas para la identidad.................................................... 273
Tercera parte 
LA MÁQUINA
XII. Hombres y máquinas.............................................................................. 287
XIII. Pos-humano............................................................................................... 313
XIV. Una red para los derechos...................................................................... 344
Indice general....................................................................................................... 387
9
PRÓLOGO
Hay derechos que vagan sin tierra por un mundo global en busca de un 
constitucionalismo, también global, que les ofrezca anclaje y garandas. 
Huérfanos de un territorio en el que echar raíces y de una soberanía na­
cional a la que confiar su tutela, van por un mundo sin confines en el que 
actúan unos poderes al parecer incontrolables. Hubo un tiempo en el 
que un puñado de sans-souci, ante el prepotente soberano, podía recor­
dar a los jueces que tomaron asiento en Berlín. Pero ¿dónde están hoy los 
jueces y quién es el soberano1? ¿Deberemos resignarnos a la constatación 
de que «no teniendo el recurso de apelar en la tierra a alguien que les haga 
justicia» están condenados a ser «abandonados al único remedio que que­
da en casos de este tipo, es decir, la apelación a los cielos»2?
En el espacio global los derechos se multiplican y se reducen, se es­
parcen y se contraen, ofrecen oportunidades colectivas y se encierran en 
lo individual, redistribuyen poderes y son sometidos a sujeciones, sobre 
todo a los imperativos de la seguridad y a la prepotencia del mercado. 
Contradictorias circunstancias que no son más que señales de un tiempo 
que no conoce trazados lineales y que vive de agudísimos conflictos.
En las diversas dimensiones institucionales que contribuyen a compo­
ner la galaxia de la globalización, el catálogo de los derechos está some-
1. S. Cassese ofrece un convincente análisis de este problema en el que muestra que 
los jueces tienen capacidad para dar respuestas, pero que el valor general de estas queda li­
mitado por el carácter fragmentario de su acción, por el hecho de que «en el espacio global 
no existe unidad, tanto en el sentido de que son 192 los Estados que lo componen, como 
porque existen casi dos mil diversos regímenes reguladores» (Itribunali di Babele. Igiudici 
alia ricerca di un nuovo ordine globale, Donzelli, Roma, 2009, p. 92). Volveré más adelante 
sobre este tema para destacar las peculiaridades y las dificultades de la tutela de los dere­
chos fundamentales en este contexto, para subrayar el papel esencial de los jueces en la 
construcción de un sistema jurídico global y, además, para resaltar el hecho de que la efec­
tividad de los derechos se topa con vías que no son reducibles a la intervención judicial.
2. J. Locke, Segiíndo tratado sobre el Gobierno Civil [1690], par. 20.
11
tido a una incesante remodelación. Se reinterpretan los ya reconocidos, 
se añaden otros nuevos, hay quien pretende negarlos todos, sin posibi­
lidad de cobijarse tras la estrechez de las fronteras históricas porque se 
impone la circulación y la confrontación entre los diversos modelos; 
sobre todo con la prepotente emergencia de necesidades materiales co­
munes, con la aunada influencia de la innovación científica y tecnológica, 
con la violencia de unas finanzas desregladas, es decir, con todo ese en­
tramado de relaciones y dependencias, con esa nueva distribución de los 
poderes, con esa continua obligación de saldar las cuentas con otros, con 
todos los otros, que en el fondo es lo que llamamos globalización.
Este es el nuevo mundo de los derechos. Un mundo no pacificado 
sino surcado por perennes conflictos y contradicciones, por negaciones, 
a veces más fuertes que los reconocimientos. Un mundo demasiado do­
loroso, marcado por abusos y abandonos. Decir hoy que «los derechos 
hablan» no deja de ser sino el espejo y la medida de la injusticia y un ins­
trumento para combatirla. Sin embargo, llevar el minucioso registro de 
las violaciones no autoriza a extraer conclusiones liquidadoras. Porque 
sabemos que hay un derecho violado es por lo que podemos denunciar 
esa violación, desvelar la hipocresía de quien lo proclama en el papel pero 
lo niega con los hechos, de quien hace coincidir la negación con la opre­
sión, podemos actuar para que las realizaciones se correspondan con las 
palabras. La histórica apelación a la «lucha por el derecho»3 se conjuga 
hoy como lucha por los «derechos». Y precisamente esa ampliación de 
horizontes temporales y espaciales, junto a la percepción cada vez más 
difundida de que la persona no puede ser separada de sus derechos, es lo 
que desactiva a la ciudadanía como proyección y custodia de una identi­
dad opositora, feroz, excluvente, que separa más que une4. La ciudada­
nía cambia de naturaleza y se presenta como conjunto de derechos que 
constituyen el patrimonio de cada persona, como si fuera el lugar del 
mundo en el que mejor encaja, ofreciendo a la igualdad una nueva y más 
rica dimensión, que acerca y no separa. Es reveladora esta mutación de 
significado al referirnos a la ciudadanía, pues su connotación «exclusiva» 
viene ahora acompañada, y a veces benéficamente ofuscada, por su ver­
sión «inclusiva», que es precisamente la de los derechos de la ciudadanía.
Esta mutación de la idea de ciudadanía deja cada vez más en entredi­
cho la tesis que pretendeque cada discurso sobre los derechos no es sino 
una larga coda de la pretensión hegemónica, irremediablemente colonia­
lista, de un Occidente que quiere imponer sus valores a culturas y tradi­
ciones diferentes, negándoles sus razones y sus peculiaridades, siguiendo
3. R. von Jhering, La lucha por el derecho [1872], trad. de A. Posada, Victoriano 
Suárez, Madrid, 1881.
4. F. Remotti, Contro l'identitá [1996], Laterza, Barí, *2012.
con la práctica de un imperialismo que se tiñe con los colores de la de­
mocracia y que, sin embargo, legitima el uso de la fuerza. Debemos mirar 
hoy con más profundidad e ir más allá de las hipótesis e investigaciones 
de quien, como Amartya Sen, se empeña en mostrar que existen raíces 
culturales comunes en el entorno de los valores fundacionales de los de­
rechos5. Estamos asistiendo hoy a prácticas comunes de los derechos. 
Las mujeres y los hombres de los países del Africa mediterránea o del 
Próximo Oriente se movilizan a través de las redes sociales, ocupan las 
plazas, se rebelan precisamente en nombre de la libertad y de los dere­
chos, desbancan regímenes políticos opresivos; el estudiante iraní o el 
monje birmano, con su teléfono móvil, siembran el universo de Internet 
con las imágenes de la represión de unas libres manifestaciones, aun a 
riesgo de feroces sanciones; los disidentes chinos, y no solo ellos, piden 
el anonimato en la red como garantía de la libertad política; las mujeres 
africanas desafían los azotes en nombre del derecho a decidir libremen­
te sobre su vestimenta; los trabajadores asiáticos rechazan la lógica pa­
triarcal y jerárquica de la organización de la empresa reivindicando dere­
chos sindicales, haciendo la huelga; los habitantes del planeta Facebook 
se rebelan cuando alguien pretende expropiarles del derecho a controlar 
sus propios datos personales; lugares de todo el mundo son «ocupados» 
para defender derechos sociales. Y así podríamos continuar el relato.
Todos estos individuos ignoran lo que a finales del siglo xvin dio ini­
cio en ambas orillas del «Lago Atlántico», no están sometidos a ninguna 
«tiranía de los valores», pero interpretan, cada cual a su modo, la libertad 
y los derechos del tiempo que vivimos. Aquí no interviene la «razón occi­
dental» sino algo más profundo que hunde sus raíces en la condición hu­
mana. Una condición histórica, sí, pero no una naturaleza en la que anclar 
las esencias de los derechos. ¿Por qué ahora tantos parias de la tierra los 
reconocen, los invocan, los impugnan? ¿Por qué son ellos ahora los prota­
gonistas, los zahoríes de un «derecho que encontraron por la calle»6?
Una innegable necesidad de derechos, y de derecho, se manifiesta por 
doquier, desafía cualquier forma de represión, crispa la política. Y así, con 
la acción cotidiana, sujetos diferentes sacan a escena una ininterrumpida 
declaración de derechos que extrae su fuerza, no de una formalización 
o de un reconocimiento desde lo alto, sino de la convicción profunda de 
unas mujeres y unos hombres que solo así pueden hallar reconocimiento 
y respeto por su dignidad y por su misma humanidad. Nos hallamos ante 
una inédita conexión entre la abstracción de los derechos y la concre-
5. A. K. Sen, Desarrollo y libertad, trad. de E. Tabasco y L. Toharia, Planeta, Bue­
nos Aires, 2000.
6. J. G. de Sousa (ed.), O Direito achado na rúay Universidade de Brasilia, Brasi­
lia, 1990.
13
ción de las necesidades que unos sujetos reales sacan a la luz. Por supues­
to, no unos «sujetos históricos» de la gran transformación moderna, sean 
estos la burguesía o la clase trabajadora, sino una pluralidad de sujetos 
conectados entre sí por las redes planetarias. No un general intelect ni 
una multitud indeterminada, sino una activa multiplicidad de hombres 
y mujeres que encuentran, y sobre todo crean, ocasiones políticas para no 
ceder a la pasividad y a la subordinación.
Todo esto debe ser objeto de una nueva reflexión capaz de ir más allá 
de las palabras, de descubrir consonancias tras las diversidades cultu­
rales, de no rendirse ante la fuerza simbólica de categorías y ritos ya su­
perados, de coger al vuelo ese algo inédito que aparece en los itinerarios 
unificadores a los que pertenece el futuro y que no puede describirse re­
curriendo únicamente a un esquema que sería como el revés del pasado. 
Ya no son solo derechos que descienden de las alturas, octroyés por el so­
berano, ni tampoco un logro del poder constituyente democrático, sino 
más bien derechos que germinan casi espontáneamente entre el infinito 
pulular de iniciativas diversas, de una multiplicidad siempre cambiante de 
individuos, con una espontaneidad y un vitalismo que mal soportarían su 
adscripción a alguno de los esquemas institucionales. En el tiempo del gran 
cambio, tal vez alguien sigue creyendo que la regla jurídica debe ser consi­
derada como un instrumento temible que extirpa a los individuos la po­
sibilidad de extraer del cambio todas sus potencialidades, que congela 
sus iniciativas y toda la política en un tiempo y en un texto determinado. 
¿Pretenden de nuevo la abstracción y las reglamentaciones desde arriba 
ocupar el espacio de la variedad de las iniciativas y de los individuos?
Todo esto no sería más que un reflejo producto de malentendidos, 
de la percepción de la regla jurídica como puro vínculo y no como con­
solidación de espacios de libertad y de oportunidad que crean incluso 
las condiciones para un futuro enriquecimiento, que se convierten en 
una referencia, incluso en un fundamento del que la acción política po­
dría beneficiarse con creces. Podría decirse que asistimos al nacimiento de 
un nuevo constitucionalismo que lleva al primer plano la materialidad 
de las situaciones y de las necesidades, que localiza nuevas formas de re­
lación entre las personas y que las proyecta hacia una escala diferente a 
aquellas que hemos conocido hasta ahora. No deberíamos confundir la 
dificultad de esta empresa con su íntima imposibilidad.
En un tiempo que ha querido celebrar el fin de las ideologías (y en 
el que, sin embargo, pesa como una losa desde hace decenios la ideología 
del mercado como única salvación), en un tiempo en el que todo se ex­
pande en lo global aunque todo se empequeñece en lo local, en un tiempo 
revolucionario por la fuerza invasora de la tecnociencia, en un tiem­
po en el que la decimonónica promesa de la igualdad se ha descompuesto 
en un piélago de desigualdades, en un tiempo que ha querido registrar el
hundimiento de cualquier tipo de relato general y ampuloso capaz de 
unir personas y lugares, pues bien, en este tiempo tan alterado, retorna 
con fuerza la apelación a los derechos fundamentales, una llamada que re­
corre el mundo con formas inéditas, que siempre encuentra nuevos su­
jetos, que construye un modo diverso de entender el universalismo, que 
hace hablar el mismo lenguaje a personas alejadas entre sí y que de esa 
manera va descubriendo un mundo nuevo en el que aparece el verdadero, 
grande, dramático relato común de nuestro presente. El «derecho a tener 
derechos» implica la dimensión misma de lo humano y de su dignidad, se 
erige en salvaguarda contra cualquier forma de totalitarismo.
La actitud de los derechos fundamentales para crear un código de co­
municación, un instrumento capaz de poner en relación a unas personas 
con otras, se ha ido difundiendo progresivamente gracias a la creciente 
disponibilidad de oportunidades tecnológicas que favorecen las iniciati­
vas comunes, reforzando de esta manera la tutela misma de los derechos 
individuales . La lucha por los derechos ni ha desaparecido ni puede ser 
descrita como una estafa, como una trampa en la que caen los ciudadanos 
que creen ingenuamente que todavía son titulares de verdaderos derechos 
y verdaderos actores en la escena política. En realidad, esta escena se ha 
ampliado a todo el mundo globalizado, ha construido nuevas modalida­
des de acción y nuevos actores que la encarnan y va más allá de la tradi­
cional e indispensable defensacontra todo poder opresivo, porque se pre­
senta como la única capaz de contraponerse a la voluntad de imponer al 
mundo una nueva e invencible ley natural, la del mercado, con su añadida 
pretensión de incorporar y definir las condiciones para el reconocimien­
to de los derechos8. Queda así bien trazada la vía para sustraerse al efecto 
devorador de un formal empire9 que se otorgan las propias instituciones, 
al margen de cualquier procedimiento democrático. Una vía que debe re­
correrse con el pleno convencimiento de que ese «imperio» ha sacrificado 
principios fundacionales, en primer lugar el de la igualdad, que debe ser 
repensado y colocado en el centro de la atención si se quiere perseguir to­
davía el objetivo de una «democracia integral»10.
7. Véase al respecto D. Rousseau, «La démocratie ou le vol de ‘La Joconde’», en 
A. Delcamp, A.-M. Le Pourhiet, B. Mathieu y D. Rousseau, Nouvelles questions sur la 
démocratie, Dalloz, París, 2010, p. 145.
8. Bien resaltado queda este punto esencial en H. Muir Watt, «Prívate International 
Law Beyond the Schism»: Transnational Legal Theory 3 (2011), pp. 347-427. Frente a una 
legalidad transnacional ligada al poder privado, y que por eso mismo deja abiertas esenciales 
cuestiones de garantía, «human rights theories and methods, however imperfect, appear to 
be the only contender to fill these gaps» (p. 354). Cf. M. M. Salah, L'irruption des droits de 
Lhomme dans l ’ordre économique intemational: mythe ou réalité?, LGDJ, París, 2012.
9. Véase H. Muir Watt, «Prívate International Law», cit., p. 349.
10. «Le temps est ainsi venu du combat pour une démocratie integrales (P. Rosanva- 
Uon, La société des égaux, Seuil, París, 2011, p. 23).
15
De todo esto vamos a ocuparnos, rastreando sus variadas formas por 
los senderos aparentemente menores que a menudo proporcionan la más 
directa evidencia, en las contradicciones en absoluto resueltas, en el juego 
entre continuidad y ruptura. No se trata de construir modelos acogiendo 
pasivamente tal o cual experiencia del pasado. Pero cuando se entra en un 
mundo nuevo hay que tener presentes los testimonios de más larga dura­
ción del pasado, por ejemplo, ese oportuno descubrimiento de un camino 
por el que ya se había empezado a transitar y que la fatiga de la historia y 
de la política interrumpió demasiadas veces. En el origen de la construc­
ción de nuestro estado nacional, en 1865, en un clima en el que la anhe­
lada unidad no dejaba de mirar de reojo a Europa y al mundo, se redactó 
así el art. 3 del Código civil: «El extranjero es admitido y podrá disfrutar 
de los mismos derechos civiles que el ciudadano». El disfrute de los de­
rechos civiles no estaba vinculado con la ciudadanía y se le reconocía al 
extranjero, aun sin esa condición, por entonces obligatoria, de la recipro­
cidad (principio después abandonado por la codificación fascista). «Los 
derechos civiles afectan al hombre como tal, no solo al ciudadano: este es 
el principio, grande y generoso en su simplicidad, acogido y puesto en 
marcha por nuestro legislador»11. Un principio inspirado en la ampli­
tud de miras de Pasquale Stanislao Manzini y que, como dijo el 15 de 
abril de 1866 el ministro de Gracia y Justicia Giuseppe Pisanelli, estaba 
«destinado a dar la vuelta al mundo ya que las tendencias de los tiempos 
nuevos invocan a gritos la solidaridad de la familia humana».
Estos recuerdos, hasta hace poco cargados de esperanza, anticipan 
una sensibilidad hoy muy a flor de piel. Hacen emerger una permanente 
tensión hacia la universalidad y la igualdad de derechos, hacia la inclu­
sión de todas las personas, y no puede satisfacerse más que rasgando el 
velo de los intereses y de las sutilezas culturales, liberándose de la rigi­
dez de las estratificaciones jurídicas que querrían seguir pastoreando la 
realidad y que, lo que han conseguido, más bien, es perder legitimidad 
al no aceptar que nos movemos en un contexto marcado por la aproxi­
mación constitucional del conjunto de los derechos reconducidos hacia 
la persona.
Debemos huir siempre de los reduccionismos; evitemos la simple con­
clusión de que «nosotros somos nuestros derechos». La gramática de los 
derechos es realmente pobre y no nos permite decirlo todo sobre nosotros 
o sobre el mundo. Sin embargo, deberíamos haber aprendido ya que los 
derechos, aun con su inevitable parcialidad cuando quieren describir a
11. Así B. Dusi, «Addizione. Cenni sul diritto obbiettivo e il subbietto del diritto 
secondo la legge italiana», en G. Baudry-Lacantinerie y M. Houques-Fourcade, Tratta- 
to teorico-pratico di diritto civile I. Delle persone, trad. it. de P. Bonfante, G. Pacchioni y 
A. Sraffa, Vallardi, Milán, s.f., p. 789.
la persona en su integridad, son un hueso duro de roer que no puede ser 
alterado si no es negando al mismo tiempo nuestra misma humanidad.
Eso es lo que nos dicen los derechos negados, en cualquier momento 
y en cualquier lugar. Pero esta negación puede encontrar formas más insi­
diosas y sutiles que el explícito desconocimiento de la violación declarada. 
Los derechos fundamentales pueden ser reducidos con falsos equilibrios 
de intereses que hacen prevalecer las exigencias de la seguridad y las lógi­
cas del mercado como si fuesen valores ante los que cualquier otro princi­
pio o derecho debe ceder. El sentido de los derechos fundamentales puede 
ser puesto del revés desde la raíz con su simple reducción a títulos de cam­
bio en el mercado que los devuelve precisamente a la lógica propietaria 
que choca con la dimensión constitucional adquirida por la persona. Hoy, 
de hecho, uno de los puntos clave de la discusión en torno a los derechos 
fundamentales afecta precisamente a lo que puede estar en el mercado 
y lo que debe quedar fuera de él, es decir, qué puede ser representado en 
términos de propiedad y qué, por el contrario, debe ser adscrito a la di­
mensión de la personalidad, a una relación con los bienes caracterizada 
por la inclusión y no por la exclusión del otro.
Hablar de «constitucionalización» de la persona no es recurrir a una 
fórmula enfática. Es el modo directo y jurídicamente más intenso para 
mostrar un trayecto antropológico que va del burgués propietario y con­
tratante a la persona considerada como tal, irreducible a cualquier otra 
cosa que no sea el reconocimiento de su individualidad, su humanidad, 
su dignidad social: medida del mundo y, por tanto, persona no prisionera 
de otras medidas, del mercado o de la razón publica, por ejemplo.
¿Un trayecto ya concluido o un estado en permanente tensión? El des­
tino de la libertad y de los derechos, sea cual fuere el criterio para su re­
construcción, parece pertenecer al mundo montaliano: «agli occhi sei bar- 
lume che vacilla, / al piede, teso ghiaccio che se incrina; / e dunque non 
ti tocchi chi piú fama» («a la vista eres tenue luz vacilante, / al pie, tenso 
hielo que se funde; / que no te toque, pues, quien más te ama»)12. ¿Limi­
tarse a contemplarlos para no perderlos de vista? ¿Que no actúen para que 
no se desgasten? No, justamente porque debemos tomarlos en su peren­
ne fragilidad, pese a la insidia que contra ellos ejerce cualquier poder, los 
derechos no nos hablan de «consolidación» sino de empeño. Quien sea su 
titular debe ser consciente de que tiene el deber de hacerlos valer. En 
este inconcluso proceso de equilibrios entre los diversos intereses en liza, 
quien cumple esta operación debe saber que la primera de las referen­
cias sigue siendo la que remite a la persona y a sus derechos. Los valores 
«tiranos» deben ceder ante el primado de los derechos de la persona.
12. E. Móntale, «Felicidad alcanzada, se camina», en Huesos de sepia [1925], trad. 
de F. Ferrer Lerín, Alberto Corazón, Madrid, 1973.
17
Pero en los hechos no siempre es así y, con frecuencia, la reconstruc­
ción histórica muestra que la violación es más fuerte que la afirmación; lo 
cual lleva al desencanto y a pensar que la dimensión de los derechos esta 
hipertrofiada. Sucede que nos sumergimosen una singular situación, ana­
líticamente débil y políticamente insidiosa, que nos lleva a ser inconscien­
temente indulgentes con quienes violan los derechos, porque no estaría 
en ellos, en sus comportamientos, la responsabilidad de lo que acontece, 
sino en la inadecuación del instrumento que hemos forjado. La buena «re­
tórica» de los derechos, sin embargo, nos dice que históricamente estos 
se han mostrado como eficaces instrumentos de la lucha política, como 
desveladores de la verdadera naturaleza de un régimen político cuando 
ha superado con sus violaciones determinados límites.
Siguiendo en esta línea de análisis, los derechos fundamentales no 
pueden ser vistos exclusivamente como algo atribuible a un sujeto singu­
lar, bien que sigue siendo evidente que este es el intocable punto de en­
cuentro de toda reflexión. Considerados en su conjunto, y sobre todo en 
la situación histórica en la que estamos viviendo, se muestran como un 
punto clave de la distribución del poder en el seno de una organización 
institucional y social en la que marcan los límites infranqueables. Todo 
esto nos lleva más allá de la tripartición o del equilibrio de los poderes 
ya que, el alcance asumido por los derechos fundamentales y su dispo­
sición en el sistema, los colocan a un tiempo, tanto como indicadores 
políticos, o como vínculos para la acción de los poderes constitucional­
mente existentes, y como instrumentos de control de su acción.
¿Fin de la historia, esta vez no bajo el prisma del triunfo definitivo del 
mercado, sino por obra de unos derechos insaciables13 que devoran inclu­
so la soberanía popular al presentarse con el carácter de inmodificables? 
La experiencia concreta de los derechos fundamentales nos dice que no 
es así, que la intensa dinámica que los ha acompañado y que los sostiene, 
se cruza intensamente con el consenso civil, con la acción política y con la 
innovación institucional. Precisamente el hecho de que se hable con tanta 
frecuencia de «nuevos derechos» es señal de que la historia no se ha de­
tenido. El malentendido viene de superponer dos órdenes diferentes de 
consideraciones. La relevancia asumida por los derechos fundamenta­
les hace de ellos un elemento que implica un orden político e institucio­
nal, que sin embargo mantiene la capacidad de desarrollarse iuxta propia 
principia, delineando de esta manera, no solo el perímetro dentro del que 
pueden legítimamente actuar los diferentes sujetos, sino indicando ade­
más la dirección del legítimo cambio. Lo que no significa que sea de he­
13. A. Pintore, «Derechos insaciables», en L. Ferrajoli (ed.), Los fundamentos de los 
derechos fundamentales, trad. y ed. de A. de Cabo y G. Pisarello, Trotta, Madrid, 42009, 
pp. 243-267.
cho imposible el abandono de principios y derechos que históricamente 
conforman un ordenamiento. Solo que, cuando esto sucede, se determina 
el tránsito de un régimen a otro, justamente por el cambio de lo que se ha 
puesto como fundamento. Al poner el acento sobre los principios y dere­
chos fundamentales se materializa ese precipitado histórico de las vicisitu­
des políticas, sociales, humanas, y de las elaboraciones culturales que las 
han acompañado.
¿Conviene invertir ahora, cultural y políticamente, en los derechos, 
o en esa «edad de los derechos», como la definió Norberto Bobbio14, que 
no casualmente está conociendo su ocaso, incluso su «ocaso global»15? 
No sería la primera vez que, caídos en el desencanto o bajo el empuje del 
realismo político, se considerara la inversión en derechos como inapro­
piada y fuera de lugar, espejo de una reducción del mundo a esta sola di­
mensión que impediría una comprensión más amplia y nos alejaría de la 
búsqueda de instrumentos más eficaces. Cuando los tiempos son adver­
sos y la disparidad de fuerzas es grande, esta conclusión podría parecer 
tentadora.
Ante nosotros se hallan novísimos cahiers de doléance, en la forma de 
documentos de organizaciones nacionales e internacionales, de resultados 
de búsqueda llevados a cabo en los más diversos lugares del mundo, que 
constantemente nos dan cuenta del auge de las desigualdades, que llega a 
veces hasta la negación de la humanidad misma de las personas, que nos 
hablan de una tal flaqueza de los derechos que acaba convirtiendo a las 
personas en prisioneras de una lógica del consumo que acaba por consu­
mirlas. Frente a esta realidad se registran reacciones diversas, muchas de 
ellas ligadas a espíritus radicalmente negativos, en las que se produce un 
choque de posiciones desde análisis e intentos absolutamente opuestos.
Los derechos, así se dice, producen economías negativas mientras que 
los sistemas autoritarios, sobre todo en esas versiones más edulcoradas de 
la «democracia autoritaria», seducen, aparecen como los más capa­
ces de garantizar la buena eficacia económica. Aparentemente más atrac­
tiva se presenta la versión que propone los derechos como un lujo que no 
nos podemos permitir en tiempos de crisis, de recursos escasos, de trán­
sito de un orden económico a otro. Es este un velo que encubre estrate­
gias diversas: el cambio de muchas operaciones que estiran los derechos 
sociales por la cancelación de los civiles y políticos, típico de los regíme­
nes autoritarios; la negación de los derechos sociales como verdaderos 
derechos por su necesaria conexión con la distribución de los recursos
14. N. Bobbio, L'ctá dei diritti, Einuadi, Turín, 1990 [trad. esp. de R. de Asís, El 
tiempo de los derechos, Sistema, M adrid, 1991].
15. Véase D. Zolo, Tramonto globale. La fame, il patibolo, la guerra, Firenza Uni- 
versity Press, Florencia, 2010.
19
disponibles, asunto que sigue siendo constante teína de discusión de es­
tudiosos y de prácticas concretas en sistemas, diríamos que ungidos con 
el santo óleo de la democracia; la eterna política de los «dos tiempos» 
que nunca llega a conocer el advenimiento del segundo. Común a es­
tas diversas posiciones, y a otras semejantes, es la sustancial «suspensión» 
de garantías constitucionales, precisamente de aquellas que guardan rela­
ción con los límites de la actividad económica y de las políticas sociales. 
Una operación, esta, que parece más aceptable que las suspensiones 
clásicas, las que, por razones de orden público, interno e internacional, 
tienen sin embargo como objeto los derechos civiles y políticos. En estas 
últimas se advierte de inmediato una sustancial incompatibilidad con 
los principios democráticos, de manera que se ven obligados a introdu­
cir instrumentos que atenúen, al menos en apariencia, los aspectos más 
negativos, subordinando la legitimidad de la suspensión o de la atenua­
ción con la presencia de situaciones especialmente graves (inquietantes 
oxímoros como «guerra infinita», «emergencia permanente», «tortura 
humanitaria» son los que han erosionado este tipo de garantías). Nada 
parecido acaece con los derechos sociales para los que la categoría de 
«suspensión» acaba en una especie de constatación de su naturaleza pe­
renne, siempre remitida a la mutación de las relaciones de fuerza y a la 
distribución de los recursos, negando de esta manera su verdadero en- 
raizamiento en la dimensión del derecho.
De bien diversa matriz son las críticas, incluso las más radicales, que se 
mueven desde la constatación de que la marcha de las desigualdades se ha 
hecho irresistible pues responde a factores estructurales; de manera que la 
inversión en derechos está destinada a convertirse en una opción perde­
dora, una ilusión, o aún peor, en una deliberada estrategia tendente a dis­
torsionar la condición real de las personas. La ideología de los derechos 
fundamentales acabaría enmascarando la perpetuación de las injusticias y 
seguiría manifestándose como la pretensión del Occidente capitalista por 
imponer su propia hegemonía y sus propios valores, exportándolos in­
cluso con la fuerza de las armas.
Se vuelve así al rechazo radical que, pese a todo, entra siempre en 
conflicto con un sentimiento que se difunde, que aceptala dramaticidad 
de los tiempos y que, precisamente por eso, considera que los derechos 
no son un fardo del que hay que liberarse, ni una oportunidad residual, 
sino que son un tema, un problema si se prefiere, que no puede cance­
larse con impunidad desde una movida ideológica o voluntarista. Como 
ya se ha recordado, la dimensión de los derechos no puede ser algo 
imposible de sustraer a la hipoteca histórica que habría caracterizado 
su construcción en la modernidad. «Os arrepentiréis del silencio sobre 
los derechos [...]. Si los derechos fundamentales son cancelados por el 
dinero y la democracia cede a la dictadura, nadie dentro de poco será
libre»16. Esto no es solo el grito de dolor del disidente, el arquitecto Ai 
Weiwei (conocido por haber realizado el proyecto «Nido de pájaro», el 
estadio para las Olimpiadas de Pekín), cuyo alcance quedaría limitado al 
país del que proviene, China. Expresa un amplio sentir, es resultado de 
una reflexión acerca de las interdependencias del mundo de hoy que ha­
cen que los riesgos sean comunes y que también sea común la necesidad 
de que los derechos sean «tomados en serio», como nos ha recordado 
Ronald Dworkin1 . Pero no es un simple reclamo a las responsabilidades 
de los países que apelan sin sinceridad a la retórica de los derechos. Se 
trata de la reivindicación de otro modo de entender los derechos funda­
mentales del que se sigue la nueva aventura del mundo, del que se de­
duce la evidencia de la necesidad de despojarlos de las mil instrumentali- 
zaciones que los han acompañado en la historia, con un ímpetu tal vez 
ingenuo, aunque políticamente muy fuerte, de poner patas arriba todo 
el planeta, mondos de sus tantos pecados, restituidos a una especie de 
fuerza primigenia. Los derechos fundamentales se convierten de esa ma­
nera en el trámite de otra conexión posible por la que se debe trabajar po­
líticamente, que se encierra en la fórmula «globalización a través de los 
derechos, no a través de los mercados». ¿Es posible otro universalismo? 
Dicho de otra manera, podemos registrar el hecho de que en el mundo 
globalizado según las reglas del mercado, los derechos son siempre per­
cibidos como un elemento de desorden «en un mundo que sin ellos sería 
gobernado con más armonía»18, precisamente porque marcan otro modo, 
no solo de ver, sino de regular la globalización.
Es otro realismo, pues, el que sugiere el difícil relato de los derechos. 
Para definir sus caracteres habría que recurrir a esa palabra tantas veces 
rechazada y usurpada — revolución—. Siguiéndola encontramos las di­
námicas que caracterizan el presente y marcan el futuro. La «revolución 
de la igualdad», nunca realmente cumplida, difícil herencia, promesa in- 
alcanzada en el «siglo breve», y acompañada hoy por la «revolución de la 
dignidad». Juntas han dado vida a una nueva antropología que fija su 
centro en la autodeterminación de las personas, en la construcción de las 
identidades individuales y colectivas, en los nuevos modos de entender las 
relaciones sociales y las responsabilidades públicas. No son dos desa­
fíos perdidos, son dos permanentes campos de batalla que definen, a un 
tiempo, el objeto del conflicto y los sujetos que lo encarnan. En octubre 
de 1847, cuatro meses antes de la publicación del Manifiesto comunista,
16. Entrevista de G. Visetti a Ai Weiwei en La Repubblica, 9 de noviembre de 2010, 
p. 15. Más en general, véase H. U. Obrist, Ai Weiwei parla, II Saggiatore, Milán, 2012.
17. R. M. Dworkin, Los derechos en serio, trad. de M. Guastavino, Ariel, Barcelo­
na, 1995.
18. H. Muir Watt, «Prívate International Law», cit., p. 395.
21
Alexis de Tocqueville lanzaba una mirada, presagio del futuro, de nuevas 
dinámicas, y escribía: «Muy pronto la lucha política se entablará entre los 
que poseen y los que no poseen. El gran campo de batalla será la pro­
piedad, y las principales cuestiones de la política girarán en torno a las 
modificaciones más o menos profundas que habrán de introducirse en 
el derecho de los propietarios»19.
Aquí encuentra sus orígenes la «revolución de los bienes comunes» 
que va mucho más allá de la dicotomía propiedad privada/ propiedad pu­
blica: nos habla del aire, del agua, de los alimentos, del conocimiento; nos 
muestra la conexión cada vez más fuerte entre las personas y el mundo 
exterior, de las personas entre sí; nos revela la conexión necesaria entre 
derechos fundamentales e instrumentos indispensables para su actuación. 
Forma ya parte del acerbo cotidiano la «revolución de la tecnociencia», 
que no solo rediseña la relación entre lo humano y lo no-humano sino que 
nos hace entrar en los territorios de lo pos-humano y de lo trans-humano, 
de las nuevas interacciones entre cuerpos y máquinas, de la expansión de 
las capacidades de cada cual y de los riesgos de la sociedad de castas: 
de nuevo se materializa ante nosotros una nueva antropología. En fin, 
la «revolución de Internet», que diseña el mayor espacio público que la 
humanidad haya conocido jamás, que produce sin cesar nuevas formas 
de relaciones institucionales y que marca de esta manera las nuevas vías 
para un constitucionalismo global posible. Y la revolución que atravie­
sa a todas las restantes, la que llega del pensamiento y de la práctica de 
las mujeres.
En todo esto está profundamente implicado el derecho, más allá de 
los roles que históricamente le han sido atribuidos. La discusión sobre los 
derechos produce efectos unificadores. Muchos son los que así lo recono­
cen aun proviniendo de campos y culturas diversas, como ha hecho, por 
ejemplo, el cardenal Angelo Scola subrayando que «el derecho constituye 
hoy la lengua franca de los pueblos y de las culturas [...]. El derecho se ha 
convertido, por así decir, en uno de los lenguajes con que se expresa 
el universo», y en los sistemas plurales «las diferentes opciones políticas 
tienen gran influencia en los equilibrios de los Estados»20. Una lengua, sin 
embargo, que debe encontrar las palabras de la libertad y del respeto, no 
de las imposiciones.
Hablando precisamente de democracia y derechos, Dominique Rous­
seau recuerda el robo de la Gioconda, en 1911, cuando miles de parisinos 
se dieron cita en el Museo del Louvre para contemplar el espacio vacío de­
19. A. de Tocqueville, Recuerdos de la Revolución de 1848, trad. de M. Suárez, 
Trotta, Madrid, 1995, p. 35.
20. A. Scola, «Sinfonía dei diritti se sono sostenibili», en II Solé 24 ore, 5 de septiem­
bre de 2010, p. 28.
jado tras la desaparición del famoso cuadro. Probablemente, muchos de 
ellos nunca habían entrado en ese museo, nunca se habían interesado por 
la Gioconda. Fue la ausencia, la pérdida, lo que ahora les inquietaba. «La 
Joconde devenait une valeur á partir du moment oú on Pavait perdu»21.
Pero hay una conciencia que no nace con el descubrimiento ocasio­
nal o casual de una ausencia. Deriva de un sentimiento más profundo, 
que los realistas no perciben, pero que acompaña siempre en la lucha por 
los derechos y que la hace realmente posible aun cuando los tiempos y las 
contingencias parezcan adversos. Esta conciencia ha encontrado sus pa­
labras en el Chant des partisans de la Resistencia francesa: «en la noche 
la Libertad nos escucha». No es retórico recordar este profundo senti­
miento que no solo nos induce a no desesperar sino que constituye el 
factor vivificante de la acción individual y colectiva a favor de una «re­
ligión de la libertad».
Hablemos de todo esto al tiempo que hacemos el relato de los de­
rechos.
1. D. Rousseau, «La démocratie ou le vol de ‘La Joconde’», cit., p. 143.
23
Primera parte 
RELATO DE LOS DERECHOS
Capítulo I
La nueva realidad de este mundo sin fronteras produce desorientación 
y desarraigo. Hay quien vuelve la mirada al Estado nacional intentando 
conciliar la relación histórica entre esa forma política y el reconocimiento 
y la garantía de los derechos fundamentales. Y hay quien, al sentirse des­
plazado en este nuevo mundo y desconcertado por este constante ir y ve­nir de territorios y de categorías, sostiene la convicción de que habría que 
retornar allí, al antiguo solar, con el fin de recuperar tutelas perdidas, 
de volver a un nuevo reconocimiento de las fronteras para que, al ampa­
ro de ellas, pudiera volver a tener sentido la identidad y la alteridad que 
la ciega aceptación de la globalización estaría cancelando. ¿Una mira­
da realista, una utopía regresiva, un ejercicio teñido con los colores de 
la nostalgia?
Del país de los «derechos del hombre», de los inventores de «Médicos 
sin fronteras» y de «Reporteros sin fronteras» —esto es, de la tutela sin 
fronteras de derechos fundamentales como la salud o la información—, 
nos llega una crítica distante basada en inequívocos neologismos. Sans- 
frontiérisme, droitsdelbommisme no son solo palabras que piden distan­
ciarse de los excesos y de las improvisaciones sino también liquidar la 
referencia a la nueva dimensión del mundo y a la vieja garantía de los 
derechos. Se acabaron las distinciones, los farragosos análisis; todo que­
da envuelto ahora en un universo indistinto donde aparecen y se mez­
clan los más diversos confines, no solo los históricamente ligados a la lógi­
ca del territorio y a la soberanía de los Estados, sino también los ligados 
a los géneros, a las diferencias entre esfera pública y privada, entre huma­
no y trans-humano, entre lo normal y lo desviado; la piel como confín 
del cuerpo, las divisiones generadas por las asimetrías, en primer lugar 
la que distingue entre guerras codificadas y guerras asimétricas, los infi­
nitos muros que recorren la historia, de la Gran Muralla al Muro de Ber-
27
lín1, cuya caída no casualmente ha sido considerada como el punto que 
separa dos épocas (un confín más); incluso las declaraciones de los de­
rechos pues parece que basta con atravesar esa frontera para entrar en el 
mundo de las garantías; y tantas y tantas otras2. Frontera y confín se han 
convertido en todo y en nada: pierden todo valor cognitivo y toda fuerza 
reconstructiva cuando se los invoca de una manera genérica3.
Para captar los signos del cambio y tratar de entender para qué sirven 
las fronteras, hay que dirigir la atención a su diversidad, a las modalida­
des y efectos de su determinación, a quién tiene el poder de definirlas4. 
«Los confines son el instrumento mediante el que reconocemos y clasi­
ficamos la multiplicidad con la que estamos constantemente obligados a 
interactuar»5. Pero el confín puede ser defensa y exclusión, protección y 
prisión, registro de una realidad o imposición artificial de un vínculo, de­
marcación de re o de dicto. «El confín es la expresión material de una cua­
lidad del espacio. En general, en toda diferencia espacial se manifiesta el 
orden del ser que el pensamiento acepta y refleja: es el espacio, natural­
mente cualificado, quien tiene en sí la medida que legitima la política»6.
Veamos algunas situaciones concretas, empezando por la ciudadanía, 
cuyo devenir histórico se caracteriza en ir más allá de las fronteras, con­
cebidas precisamente como dispositivo de exclusión de quien no es ciuda­
dano. Cuando los derechos de ciudadanía son los mismos que los de 
la persona, sea cual fuere el lugar donde esta se encuentre, la delimitación 
de este espacio infinito, de este nuevo common, lleva implícita una ma­
nera de estar en el mundo que ciertamente desafía a la ciudadanía que se 
opone, la nacional, la puramente identitaria. Frente a situaciones como
1. Una analítica reconstrucción del modo con el que se ha recurrido, sobre todo 
en los líltimos años, a los muros, a las barreras, a los obstáculos físicos, haciendo renacer 
con ello formas premodernas en la tarda modernidad, se halla en W. Brown, Walled States 
Waning Sovereignty, Zone Books, Nueva York, 2010.
2. El último producto de este género literario es de R. Debray, Eloge des frontiéres, 
Gallimard, París, 2010.
3. Acerca de la distinción entre frontera y confín véanse, entre muchas, las puntua­
les observaciones de S. Mezzadra, Diritto di fuga. Migración i, cittadinanza, globalizzazione, 
Ombre Corte, Verona, 2002; y «Confini, migrazioni, cittadinanza», en Id. (ed.), / confini 
della liberta. Per un *analisi delle migrazioni contemporanee, Derive Approdi, Roma, 2004, 
p. 112. Para una reflexión histórica, véase F. J. Turner, La frontera en la historia americana 
[1920], Castilla, Madrid, 1961.
4. W. Doise, Confini e identitá. La costruzione sociale dei diritti umani, trad. it. 
de R. Ferrara, II Mulino, Bolonia, 2010. pp. 17-44. Véanse las esenciales investigaciones de 
M. R. Ferrarese, en especial Diritto sconfinato. Inventiva giuridica e spazi nel diritto globale, 
Laterza, Bari, 2006.
5. A. C. Varzi, «Teoria e prattica dei confini»: Sistemi intelligenti, 17/3 (2005), 
p. 399. Del confín que «ordena», referido al de Cari Schmitt, G. Preterossi, La politica ne- 
gata, Laterza, Bari, 2011, p. 63.
6. C. Galli, Spazi politici. L'etá moderna e ¡'era globale, II Mulino, Bolonia, 2001, 
p. 19.
esta, la reacción no puede ser la de un imposible retorno al pasado pues, 
cuando se alcanza, se revela como fuente de nuevos y tal vez dramáticos 
conflictos. La lógica debe ser más bien la de la convivencia, la de una dia­
léctica distinta, la que convive con ese constante cruce de fronteras, como 
se ve, por ejemplo, en la nueva relación entre global y local y en su rela­
ción no necesariamente excluyente, que está ahora describiéndose con el 
término «glocalismo». El derribo de los confines, en esta dimensión, es 
una práctica antigua, siempre difícil, que nos remite al bíblico «tratad al 
extranjero que habita en medio de vosotros como al indígena de entre 
vosotros» (Lv 19, 34). Hoy nos habla del fundamento de la ciudadanía y 
halló civilizado eco en el recordado, y ciertamente revolucionario, art. 3 
del Código civil italiano de 1865, inspirado en el principio del acogi­
miento, donde se afirmaba que «el extranjero podrá gozar de los dere­
chos civiles atribuidos al ciudadano».
El camino de la igualdad, en sustancia, no es más que un infinito de­
rribo de fronteras, una superación de confines que encerraban, y que si­
guen encerrando, a las personas en los estatus personales, en la etnia, la 
lengua, la religión, y así sucesivamente según los tiempos y los lugares. El 
art. 21 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, 
bajo el título «No discriminación», afronta la cuestión con un elenco sig­
nificativo y abierto además a futuras integraciones, es decir, tendente al 
derribo de otras barreras:
Está prohibida toda forma de discriminación basada, en especial, en el sexo, 
la raza, el color de la piel o el origen étnico o social, en las características ge­
néticas, la lengua, la religión o las convicciones personales, en las opiniones 
políticas o de cualquier otra naturaleza, en la pertenencia a una minoría na­
cional, en el patrimonio, el nacimiento, las deficiencias, la edad o las ten­
dencias sexuales.
Vemos, pues, que todo esto no es más que una largo e inconcluso ca­
mino que ilustra bien la relación existente entre identidad, libre construc­
ción de la personalidad, derechos y fronteras culturales y sociales, y que 
muestra que solo la superación de la frontera como separación puede 
implicar el respeto por una igualdad que no niega la diversidad sino que 
la sitúa como su propio fundamento7. Se neutraliza así el confín como ins­
trumento de exclusión, de discriminación, de estiginatización social.
Otros espacios sugieren otras consideraciones. Si se toma la dimen­
sión tiempo como «algo sin confines», nos sirve para introducir una crítica 
contra la dictadura del «periodo breve», convertido en argumento por
7. Véanse las reflexiones de G. Hottois, Dignité et diversité des hotrtmes, Vrin, Pa­
rís, 2009.
29
los malabaristas de los intereses que sacrifican los derechos a la lógica 
del mercado, sustrayéndose de esa manera a las valoraciones y a las res­
ponsabilidades ligadas a la más larga duración8. Pero el abandono del 
confín temporal es algoque ha caracterizado a la modernidad jurídica, 
al menos desde 1793, cuando el art. 28 de la Constitución del año I es­
tableció que «un pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y 
cambiar su Constitución. Ninguna generación puede atar con sus leyes a 
las generaciones futuras»9. Una indicación, esta, que se generaliza en el 
Preámbulo de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Euro­
pea, donde se afirma que «el disfrute de estos derechos implica también 
responsabilidades y deberes para con los otros y para con las generacio­
nes venideras». La reducción del espacio temporal, su «confinamiento», 
puede llegar a ser instrumento anulador de estas responsabilidades, espe­
cialmente cuando se habla de principios como la tutela del medioambien- 
te, el desarrollo sostenible, la prevención y la precaución, que expanden 
su radio de acción para garantizar otros tiempos y otros sujetos. Princi­
pios que, además, se refieren a situaciones irreductibles a cualquier 
confín, como demuestran los efectos de una serie de fenómenos, de la 
lluvia ácida a los incidentes nucleares, por ejemplo. Principios que nos 
hablan también de una «finitud» diferente, la de la «Tierra finita», cuyos 
recursos no pueden confiarse a la infinita lógica del disfrute.
Otro tanto podría decirse de la desconfianza en el carácter ilimita­
do, sin confines, del espacio de Internet, que podría propiciar intentos 
de encerrar en nuevos recintos el conocimiento allí disponible. Si así se 
hiciera, se reproducirían de alguna manera las vicisitudes de las enclo- 
sures, que en Inglaterra hicieron posible, entre el siglo xvn y el xix, la 
transformación de tierras libres en propiedades privadas. Hoy podría 
suceder, de hecho está sucediendo, algo parecido, pero sin las justifica­
ciones más o menos aceptables de aquella época, que sacaban a la luz la 
exigencia de una mayor productividad de la tierra, su carácter de bien 
escaso, la necesidad de evitar la así llamada «tragedia de los commons», 
resultante de un uso egoísta del bien que conducía a su «ruina»10. Nada
8. Sobre la relación entre democracia y tiempo, eficaces son las páginas de C. Dono- 
lo, II sogno del buon govemo. Apología del regime democrático, Milán, 2011, pp. 172 ss.
9. Ilustra bastante bien este tema P. Persano, La catcna del tempo. Il vincolo genera- 
zionale ttel pensiero político franccse tra Anden régime e Rivoluzjone, Eum, Macerata, 2007, 
en especial pp. 15 1-207. En general R. Bifulco y A D’Aloia (eds.), Un diritto per il futuro. 
Teoria e modelli dello sviluppo sostenibile e della responsabilitá intergenerazfonale, Jovene, 
Nápoles, 2008. Sobre la relación entre tiempo y derecho, L. Cuocolo, Tempo e potere nel 
diritto costituzionale, Giuffré, Milán, 2009.
10. Véase G. Hardin, «The Tragedy of Commons»: Science, 162/3859 (1968), 
pp. 1243-1248, esp. p. 1244. Muchas han sido las justas críticas a esta, por lo demás afor­
tunada teoría, bien sintetizadas en C. Hess y E. Ostrom (eds.), La conoscenza come bene co-
que ver todo esto con el conocimiento como «bien público global»11, cuya 
misma cualidad contradice la idea de confín. Encerrarlo en la inaccesibi­
lidad o ponerle un acceso mediatizado por una pura lógica economicista 
«constituye uno de los mayores riesgos de ‘división’ y ‘fragmentación’ de 
nuestras contemporáneas sociedades informacionales. Este ‘jardín amu­
rallado’, este ‘recintado’ de los contenidos digitales, constituye una ame­
naza cada vez mayor contra el principio democrático del derecho a la 
información de los ciudadanos y contra el principio científico de la acu- 
mulabilidad del saber»12. Más que sobre el fin de la historia deberíamos 
preguntarnos sobre el «fin de la geografía» y preguntarnos qué sentido 
puede tener todavía la señal del finís terrae. Solo era el fin de la tierra, 
porque tras el litoral no venía el vacío; más allá de este, estaba el mar sin 
confines. El mar es la gran metáfora, no la nueva. La libertad de los mares 
se confronta con el nomos de la tierra, por eso la acción de quien se mue­
ve en Internet queda descrita como «navegar».
Otro debe ser, evidentemente, el modo de analizar el tema de los con­
fines cuando se trata de las relaciones entre esfera pública y privada. De 
entrada nos topamos con el antiguo tema de la tiranía política, la que que­
ría adueñarse de la persona entera del súbdito sin reconocerle derecho al­
guno a un espacio privado, y el nuevo, el de un sistema de información y 
de comunicación que tiende a una transparencia total en la que se advier­
te la necesidad del singular de dejarse ver, algo que ya no es privilegio del 
«hombre público», y los tránsitos constantes desde la «intimidad» a la 
«externidad»13. No obstante, el derribo de la frontera, la eliminación del 
confín, puede caer en la prepotencia de lo privado, en el retorno al Esta­
do patrimonial, en el uso privado de los recursos públicos, esto es, en una 
expansión de lo privado que quiere imponerse como regla única. Este po­
sible doble efecto de la desaparición del confín nos muestra un camino 
diferente, una tarea en la que se requiere un fuerte empeño: pensar el 
confín en una dimensión sin confines. Y las primeras distinciones que hay 
que tener presentes se producen entre la libre construcción de la perso­
nalidad y la construcción democrática de la ciudad política, entre aque­
llo que se caracteriza como «común» y lo que puede ser confiado a otras 
formas de apropiación, entre lo que pertenece a una singularidad irre-
mitne. Dalla teoría alia pratica, trad. ¡t. de I. Katerinov, Bruno Mondadori, Milán, 2009, 
pp. 13-14, que hablan de «tragicomedia».
11. L. Gal lino, Tecnología e democracia. Conoscenze tecniche e scienti fiche come beni 
pubblici, Einaudi, Turín, 2007.
12. P. Ferri, «La conoscenza come bene comune nell’epoca della rivoluzione digita­
les, introducción a C. Hess y E. Ostrom, La conoscenza..., cit., p. xxxiv.
13. Cf. J. Lacan, El Seminario. Libro 7: ética del psicoanálisis [1959-1960], ed. de 
J.-A. Miller, Paidós, Buenos Aires, 1990. Cf. mis observaciones en La vida y las reglas, trad. 
de A. Greppi, Trotta, Madrid, 2010, p. 136.
31
ducible y lo que remite a una múltiple serie de relaciones. Confín y no 
confín muestran, pues, conexiones que no pueden ser canceladas.
Hechas estas consideraciones que insisten en la invalidez de algunas 
simplificaciones, habría que considerar la dimensión global sin tintes to­
talizadores y sin minusvalorar la necesidad de seguir viendo la dimen­
sión nacional como el lugar donde se encuentran todavía instrumentos 
y oportunidades que permiten tutelas intensas a los derechos fundamen­
tales. Que es algo bien diferente a cualquier pretensión de restaurar una 
imposible «oferta» del Estado nacional, el cual, entre otras cosas, parte 
de una premisa incorrecta, esto es, que existe una radical discontinuidad 
que cierra el paso al más mínimo espacio para las iniciativas naciona­
les. Peligrosas simplificaciones e indebidas contraposiciones de nuevo. De 
igual manera que la pretensión de ver la globalización con el criterio de 
«nada nuevo bajo el sol» (¿no fue acaso global el Imperio romano?), que 
sería demasiado forzada y resultado además de diversos malentendidos, 
así parece inapropiada la presentación de la globalización, de sus moda­
lidades y de sus efectos, como una tabula rasa sobre la que habría que 
escribir una nueva historia sin querer saber nada del pasado.
Se perdería así la posibilidad de entender el sentido del redescubri­
miento de lo local y de la relación de este con lo global. Además, no se 
puede hacer una nueva reflexión sobre los confines pensándolos como 
si la globalización no hubiese cambiado su sentido y su alcance. Lo que 
no quiere decir que con la globalización estemos entrando en un espa­
cio «liso», siempre fluido y penetrable14. Por una parte, los territorios se 
reorganizan según una lógica «multinivel», que implica la definición 
de unos confines proyectados más allá del Estado nacional, como tes­
timonianlas experiencias de las uniones regionales, la de la Unión Eu­
ropea, por ejemplo, y de los diversos sujetos que ejercen soberanía en el 
espacio global. Por otra, se erigen nuevas barreras para activar contro­
les, cada vez más directos y capilares, sobre personas, grupos, colecti­
vidades, precintando espacios públicos y reduciendo los privados. Las 
políticas del miedo provocan la necesidad de la walled democracy, de 
una democracia que se refugia en enclaves físicos, étnicos, religiosos, 
culturales15.
Para evitar estos riesgos, que harían inútil la buena intención de quien 
pretende preservar una adecuada tutela de los derechos fundamentales, 
valdría un ejercicio de realismo que debería partir de la constatación de 
las trasformaciones que se están produciendo desde hace algún tiempo.
14. S. Mezzadra, «Confini, migrazioni, cittadinanza», cit., p. 103.
15. Véase, por ejemplo, T. Judt, Algo va mal, Taurus, Madrid, 2010. La obsesión 
por la seguridad y la necesidad de «clausuras» la cuenta bien H. Boíl, Asedio preventivo, 
trad. de V. Cánido, Bmguera, Barcelona, 1979.
No solo la globalización sino la relevancia institucional cada vez más asu­
mida por las dimensiones internacionales y supranacionales, que han lle­
vado al cierre del «territorio jacobino»16, circundado por seguros confines 
y gobernado por un centro único. Un «fin de los territorios»17 más genera­
lizado nos obligaría a reflexionar no tanto acerca de un desorden mundial, 
determinado por la crisis del Estado moderno incardinado precisamente 
sobre el territorio como su elemento constitutivo, sino más bien sobre la 
aparición de un «mundo sin centro»18, que encontraría en la red su úni­
ca manera posible de organización. La revolución de Internet, de hecho, 
ha contagiado el lenguaje de la política, que cada vez se describe más a 
sí misma con las palabras tomadas del léxico de la red, que es propuesta 
como la nueva, la ineludible forma de organización social19.
Puesto que Internet es la gran metáfora de la globalización, este factor 
de disolución de los antiguos asertos debería llevar insertas las instruccio­
nes de salida. Pero una tan mecánica transposición de la lógica de la red 
a la organización política y social, valoraciones generales aparte, no trae­
ría consigo necesariamente una adecuada garantía de los derechos funda­
mentales. Exigiría, más bien al contrario, una reconsideración acerca del 
modo de inscribir los derechos fundamentales en un contexto tan profun­
damente cambiado.
Es este un tema que será analizado más adelante, pero ya, en este mo­
mento, puede decirse que la garantía de los derechos no puede venir de 
un renovado enclaustramiento en los confines nacionales, ni tampoco que 
brotará como un automatismo, como una «naturaleza» libertaria, de la 
red, el nuevo «cielo» al que mirar cuando se pierdan las referencias habi­
tuales. Los hechos son tozudos y constantemente nos presentan casos de 
inadecuación o de inexistencia de tutelas nacionales y de violaciones 
de derechos perpetradas precisamente en la red. El acecho del reduccio­
nismo —tanto de los angostos espacios de la nación como del ciberespa­
cio sin fin— produce no realismo político e institucional, sino distorsio- 
namento de la realidad. Basta una simple mirada para constatar espacios 
donde existen derechos que son proclamados y al mismo tiempo acecha­
dos por desconocimiento o por violación.
16. J.-P. Balligand y D. M aquart, La fin du territoire jacobin , Albín Michel, Pa­
rís, 1990.
17. B. Badíe, La fin des territoires. Essai sur le désordre International et sur l'utilité 
sociale du respect, Fayard, París, 1995.
18. Es la fórmula repetidamente utilizada por M. Castells, por ejemplo en «Globali- 
zzare la política»: Lettera internazionale, 70 (2001), pp. 2-7.
19. Baste recordar los títulos de algunos de los muchísimos libros dedicados a este 
problema: P. Mathias et al.. La Polis Internet, Angelí, Milán, 2000; D. Morris y G. Delafon, 
Vote.com, Plon, París, 2002; E. Ciulla Kamark y J. S. Nye, Governance.com, Brooking Insti- 
tution Press, Washington, 2002; C. Sunstein, Republic.com 2.0, Princeton University Press, 
Princeton, 2007.
33
Para hacer esto, hay que ir «más allá del sentido del lugar»20, cap­
tar el alcance más general de una amplia reconfiguración de los lugares 
tradicionales y de las distinciones que los sostienen —nacional/global, 
publico/privado, individual/social, identidad/alteridad/, interno/externo, 
real/virtual—. El fenómeno más aparente es el de los constantes transvases 
o la cancelación/redefinición de los confines, tanto para individualizar las 
condiciones de los sujetos, como para establecer cómo las continuas «des­
localizaciones» inciden tanto en la definición, como en el alcance y la ga­
rantía de los derechos. Esto es bastante evidente cuando se transfieren, 
por ejemplo, a la esfera pública hechos y comportamientos que antes 
estaban en la esfera privada: se verifica una menor y diferente «expec­
tativa de privacidad», por un lado por razones conexas a una cualidad 
del sujeto (persona «pública», colocada por tanto en un espacio dife­
rente a aquel en el que se hallan las personas «comunes»), por otro por 
la naturaleza misma de la información (es decir, por una cualidad suya 
«objetiva», no determinada por el sujeto al que se refieren). Lo mismo 
sucede con el cuerpo electrónico: está formado por un conjunto de in­
formaciones que afectan a un sujeto, pero que, cuando salen al exterior, 
se transforman: se distribuyen por el mundo, quedan a disposición de una 
multiplicad de sujetos los cuales, a su vez, contribuyen a la definición de 
las identidades de otro, construyendo y difundiendo perfiles individuales, 
de grupo, sociales.
Este juego interno/externo acaba afectando incluso al mismo cuer­
po físico. La unidad física, el perímetro delineado por la piel, ya no de­
fine el espacio del cuerpo, pues este se dilata en otra cosa que exige un 
constante y paciente trabajo de reconocimiento: ¿quién gobierna las par­
tes del cuerpo situadas en ese «otro lugar», constituido por los bancos 
de sangre, el cordón umbilical, los gametos, los embriones, las células, 
los tejidos? ¿Diríamos que es el cuerpo el que ocupa el mundo? Y el sig­
nificado de los derechos y de su garantía cambia a medida que estas di­
námicas se entienden, bien como un desmembramiento que debe estar 
bajo control, en primer lugar por los propios interesados, bien como 
un modo de «poseer» el mundo a través de la extensión en él del pro­
pio cuerpo21. Al mismo tiempo, los diversos instrumentos gracias a 
los que el cuerpo es «protegido» o «mejorado», siguiendo una dinámica 
que es cada vez más intensa, pueden presentarse como «objetos-fronte­
20. J. Meyrowitz, Oltre il senso del luogo, trad. it. de N. Gabi, Baskerville, Bolo­
nia, 1993. Véase además, en sentido contrario, A. Magnaghi, II progetto lócale. Verso il 
senso del luogo, Bollati Boringhieri, Turín, 2010.
21. He discutido este punto en el escrito «II corpo ‘giuridificato’», en S. Rodotá y 
P. Zatti (eds.), Trattato di biodiritto II. II govemo del corpo, Giuffré, Milán, 2011, pp. 51-76, 
y especialmente pp. 62-72. Véase también B. Magni, «I confini del corpo», ibid., pp. 29-49.
ras humanas», precisamente allí donde se produce la conjunción entre 
cuerpo y tecnología22.
El cuerpo mismo, pues, plantea un problema de confines y muestra 
que es imposible concebir derechos y garantías teniendo como referen­
cia los espacios del pasado, precisamente esos que las dinámicas sociales, 
culturales y tecnológicas han modificado de manera tan radical. A esta 
diferente dimensión de los derechos, a estos nuevos espacios y «territo­
rios», no le valen operaciones de restauración ni utopías regresivas que 
muestran una enorme incapacidad para «prender fuego» al mundo23.
22. K. Hoeyer, «Anthropologie des objetcs-frontiéres humains»: Sociologie et Socie- 
té, 2 (2010), P. 67.
23. A. C. Varzi, II mondo messo a fuoco. Storie di allucinayoni e miopie filosofiche, 
Laterza, Bari,2010.
35
Capítulo II 
EL ESPACIO DE EUROPA
Más allá de la hegemonía de los mercados
En este enmarañado terreno, en este turbulento mar de problemas, ha de­
cidido adentrarse la Unión Europea cuando en el año 2000 se otorgó una 
Carta de derechos fundamentales, la primera del nuevo milenio, vinculan­
te jurídicamente desde el 2009, que ha convertido a Europa en la región 
del mundo con el más elevado reconocimiento de derechos y libertades. 
Un nuevo lugar, un nuevo espacio ha emergido junto a otra idea de confín 
espacial y temporal. En el preámbulo de la Carta, como ya se ha dicho an­
tes, se afirma que el disfrute de los derechos en ella contenidos «implica 
responsabilidades y deberes para con los demás y también para con la co­
munidad humana y con las generaciones futuras». Una idea esta, explí­
citamente invocada en una Comunicación de la Comisión del 19 de oc­
tubre de 2010, en la que se afirma que «la acción de la Unión en materia 
de derechos fundamentales va más allá de las políticas internas», ya que 
la Carta afecta también a su «acción exterior»1. «Responsabilidades», «de­
beres», «acción» que se sustraen al vínculo del espacio, dado que se hace 
explícita referencia a «los demás» (a otros sujetos que no están compren­
didos en el espacio de la Unión), a la «comunidad humana» en su con­
junto, a su acción «externa»; y también se sustrae al vínculo del tiempo 
dado que la responsabilidad se extiende incluso a las «generaciones fu­
turas». Es esta una lógica que pone de manifiesto la plena conciencia de 
la profunda indivisibilidad de los derechos, que resultan ser el nexo nece­
sario entre todos los lugares del mundo y una proyección hacia el futuro.
1. Comisión Europea, Comunicación de la Comisión. Estrategias para una efec­
tiva actuación de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, COM 
(2010)573.
No se trata, pues, de una aceptación pasiva de la «globalización», sino de 
la asunción de las diversas perspectivas y de las nuevas responsabilidades 
que este fenómeno impone. Y, al mismo tiempo, la adecuación de la di­
mensión de los derechos a esa «cancelación» de los vínculos del tiempo 
y del espacio que caracterizan la revolución electrónica y el ciberespacio 
que de allí ha surgido.
Vale la pena recordar el origen de ese documento. La señal de salida 
del proceso para la elaboración de la Carta se produjo en el Consejo euro­
peo de Colonia, en junio de 1999, con una decisión que se abre con pala­
bras especialmente comprometidas:
La tutela de los derechos fundamentales constituye un principio fundador 
de la Unión Europea y el presupuesto indispensable de su legitimidad. La 
obligación de la Unión de respetar los derechos fundamentales la confirma 
y la define el Tribunal de Justicia europeo en su jurisprudencia. En el actual 
estado de desarrollo de la Unión, es necesario elaborar una Carta de esos 
derechos con el fin de sancionar de modo visible la importancia capital y el 
alcance que estos tienen para los ciudadanos de la Unión.
Se subraya explícitamente la inadecuación del cuadro institucional 
construido hasta entonces recurriendo a una palabra de hondo calado 
como «legitimidad». No solo había en la Unión un «déficit de democra­
cia», como ya se había dicho, sino un mucho más radical déficit de legiti­
midad. Retorna a la memoria, irresistible, el art. 16 de la Declaración de 
los derechos del hombre y del ciudadano de 1789: «La sociedad en la que 
no está asegurada la garantía de los derechos y en la que no se ha estable­
cido la separación de poderes no tiene Constitución». La Unión Europea 
toma conciencia de esta situación y, aunque es largo el camino por reco­
rrer, la señal de salida ha quedado inequívocamente manifiesta.
El mercado, las libertades económicas que lo acompañan, la moneda 
única no han sido considerados suficientes para atribuir legitimidad a una 
construcción difícil, con muchos riesgos, cual es la europea. El tránsito 
de la «Europa de los mercados» a la «Europa de los derechos» se hace, 
pues, ineludible, condición necesaria para que la Unión pueda alcanzar 
una plena legitimación democrática. Es este un objetivo formalmente 
subrayado en la ya recordada Comunicación de la Comisión en la que la 
Carta es señalada como el parámetro que «garantiza el sistemático con­
trol de la compatibilidad con la Carta de las propuestas legislativas y de 
los actos»2, adoptados por la Comisión, que deben ser sometidos a una 
«valoración de impacto con la Carta». Esta es la premisa de un control 
ejercido por el Tribunal de Justicia que de ese modo se convierte en tri­
bunal constitucional de la Unión Europea.
2. Ib id .,\A .
37
Redefinición de los principios fundacionales
Este específico itinerario europeo pone de relieve un conflicto que incluye 
a todos los demás en la dimensión global y afecta al modo de distribuir los 
poderes, a los sujetos que son titulares, a los controles que pueden ejercer­
se. Este modelo está hoy presente en otros espacios, además del europeo, 
de manera que el rechazo radical a la globalización, sintetizado en el eslo­
gan «No global», está siendo sustituido por una vía distinta que habla de 
globalización, pero a través de los derechos y no solo del mercado.
La institución de un explícito nexo entre transformaciones globales y 
derechos en la sociedad-mundo refuerza un principio del moderno consti­
tucionalismo, el recordado antes con referencia al art. 16 de la Declara­
ción de los derechos del hombre y del ciudadano. Con lo cual, no solo 
se certifica una continuidad o permanencia histórica, sino que se delimita 
sobre todo una cuestión ineludible en ese trenzado político e institucio­
nal, señalado con la palabra «multinivel», que describe una situación en la 
que conviven dimensiones nacionales, supranacionales, internacionales, 
globales. Aquí, la garantía de los derechos no es solo fuente de legitimidad 
de las diversas instituciones presentes en la escena. Atañe también a otras 
funciones: la de permitir formas de control bastante difundidas y basadas 
en criterios que anulan la autorreferencialidad de la acción económica, 
considerada como la actividad concreta preeminente, y legitimada por eso 
a ser sustancialmente la fuente de la regla; y la de una redistribución de 
los poderes que no puede resolverse con su concentración en unas solas 
manos, casualmente las de los sujetos económicos.
La estructura de la Carta de los derechos fundamentales confirma 
esta línea renovadora. Sus seis capítulos llevan por títulos la dignidad, la 
libertad, la igualdad, la solidaridad, la ciudadanía y la justicia. Estos son 
ahora los principios fundacionales del sistema constitucional europeo, 
con una innovación significativa respecto a la Europa de los viejos tra­
tados en los que no se nombraba ni la dignidad, ni la igualdad ni la soli­
daridad, que aparecen, sin embargo, en el art. 2 del Tratado de Lisboa, 
entre los valores fundacionales de la Unión. Si se considera además que 
en los principios del Tratado ha sido tachada la competencia, citada so­
lamente en el protocolo n. 27 acerca del mercado interno y la competen­
cia, el cambio del contexto queda mucho más nítido y, sobre todo, se abre 
una línea de desarrollo dinámico del sistema entero que hace imposible 
la interpretación basada solo en criterios del pasado, es decir, una lectu­
ra basada en lógicas reduccionistas ancladas en la preeminencia del dato 
económico. Lo cual equivale a decir que la Carta no es de hecho ningún 
punto de llegada sino un comprometido punto de partida. Su destino, y 
con él el de la Unión, no se basa en una identidad cualquiera que con­
gela sus espíritus, que se encierra en una lógica opositora en la relación
con los otros, precisamente esos «otros» que, sin embargo, como ya se ha 
recordado, el Preámbulo señala como referencias necesarias, inseparables 
del mundo que la Unión quiere contribuir a edificar, proyectándose más 
allá de sus mismos egoísmos. La apertura que allí se atisba, las tareas com­
prometidasque marca reclaman más bien la suma virtud del carácter 
europeo, que Paul Hazard ha sintetizado con extraordinaria eficacia ha­
blando de «un pensamiento que nunca se sacia»3. Añadiendo luego que la 
novedad puede consistir en «una cierta voluntad de mirar al futuro más 
que al pasado, de separarse del pasado aun sirviéndose de él»4.
En tiempos bastante difíciles, cuando surgen dudas acerca de la con­
tinuidad de la construcción europea, bien estaría no olvidar las grandes 
oportunidades que han acompañado al hecho de que la Unión haya queri­
do darse una propia declaración de derechos, que no es una mera «puesta 
al día» de los ya existentes, sino la voz de las regiones del mundo en las 
que historia y actualidad parecen unirse de nuevo, bien que tras muchos 
retrasos y condicionamientos, para proponer los derechos fundamentales 
como ineludible referencia. Grandes son las responsabilidades que esta 
opción impone a la política y a la cultura, a las instituciones y a las perso­
nas que se hallan en esta parte del mundo. Como su historia nos dice, 
los derechos nunca han sido adquiridos de una vez por todas. Siempre 
han sido acosados, su itinerario nunca ha sido pacífico. Su formal recono­
cimiento nos habla de una batalla ganada, pero a continuación se abre la 
cuestión de su eficacia, de su enraizamiento, de su respeto. Los derechos 
se convierten así en instrumentos de la lucha por los derechos. Y, desde 
el momento en que se invoca una mayor integración, también política, 
la Carta de los derechos está ahí para advertirnos que esta integración 
no puede resolverse por entero en la dimensión de la economía sino que 
exige una relevancia semejante para los derechos fundamentales como 
condición indispensable para la democraticidad de la Unión y para su 
legitimación ante los ciudadanos.
Todo esto lo sabemos pero tenemos que insistir en ello para no que­
darnos en la superficie de las cosas con fáciles autocomplacencias. Yen­
do, pues, al fondo de la Carta de los derechos fundamentales y del siste­
ma del que forma parte, encontramos una serie de normas que muestran 
que los derechos fundamentales constituyen un paso necesario para afron­
tar difíciles coyunturas de democracia. En general, y para aclarar mejor 
el contexto en el que se inserta la Carta, hay que subrayar que el Trata­
do de Lisboa ha puesto junto al reconocimiento de la democracia repre-
3. P. Hazard, La crise de la cottscicncc européenne (1680-1715) [1935], Fayard, 
París, 1961, p. 414; trad. de J. Marías, La crisis de la conciencia europea, Revista de Oc­
cidente, Madrid, 1946.
4. Ibid., p. 420.
39
sentativa, como fundamento del funcionamiento de la Unión (art. 10), 
una modalidad de intervención directa de los ciudadanos que introduce 
un significativo elemento de democracia participativa. En el art. 11 se 
prevé que «ciudadanos de la Unión, en número de al menos un millón, 
que sean ciudadanos de un número significativo de Estados miembros, 
puedan tomar la iniciativa de invitar a la Comisión Europea, en el ámbi­
to de sus atribuciones, a presentar una propuesta apropiada en algunas 
materias sobre las que esos ciudadanos consideran necesario un acto ju­
rídico de la Unión a los fines de la actuación de los tratados». Es solo un 
primer paso, una innovación cuyo destino depende obviamente de la ca­
pacidad de iniciativa de los ciudadanos europeos. Es un paso que va en la 
dirección justa porque se hace cada vez más evidente que el futuro de 
la democracia representativa depende ahora de su capacidad para encon­
trar modalidades de integración dentro de la multiplicidad creciente de 
formas de democracia participativa que puedan revigorizarla y restituirle 
legitimación. Más específicamente, el tránsito de la participación indivi­
dual a la colectiva trae a colación un instrumento institucional que puede 
contribuir a la construcción de ese demos europeo cuya falta ha hecho 
dudar de la posibilidad de dar a la Unión Europea un fundamento dife­
rente al de la dinámica de los mercados.
Dos son, pues, las referencias del Tratado de Lisboa que contribuyen 
a precisar el contexto general, a destacar los elementos relevantes del «sis­
tema constitucional europeo» en este nuevo relato de los derechos. Am­
bos, sin embargo, están mejor definidos mediante el modo, directo e in­
directo, con que aparecen en la Carta de los derechos fundamentales. La 
cuestión de la democracia halla en sus artículos una puntual enumeración 
de las precondiciones sin las que quedaría vacío de sentido el proceso de­
mocrático en su conjunto. Y la indicación de los valores fundadores de la 
Unión, que se halla en el art. 2 del Tratado de Lisboa y que asume un tono 
programático, cuando no declamatorio, encuentra su concreción cuando 
la Carta los traduce en axiología que va calando después en las específi­
cas disposiciones de cada uno de sus capítulos.
Este sistema de relaciones entre los dos documentos, sin embargo, no 
debería hacernos perder de vista el dato institucional constituido por el 
hecho de que la Carta de los derechos fundamentales está fuera del Tra­
tado. Considerada esta ubicación por algunos como una especie de debi­
lidad, en realidad lo que hace es que la Carta asuma un significado que 
permite verla como un verdadero Bill of Rights. La autonomía de la Car­
ta la deja fuera de las mutables vicisitudes de una política que puede lle­
var a modificaciones de los Tratados, a praxis restrictivas, y le otorga la 
potencialidad de actuar como elemento estabilizador de todo el sistema 
constitucional. No se trata de una «roca granítica», como se dijo del Code 
civil francés de 1804, imposible de modificar por una legislación enten­
dida siempre como excepcional u ocasional. Pero con toda seguridad es 
un dato institucional fuerte. Antes incluso de que la Carta fuese jurídica­
mente vinculante, con el reconocimiento de un «mismo valor jurídico que 
los tratados» (art. 6 del Tratado de Lisboa), las dos Comunicaciones de 
la Comisión, la de 2001 y la de 2005, habían establecido que los actos 
normativos de la Unión habían de estar sometidos a un test de compatibi­
lidad con las disposiciones de la Carta, y este criterio ha sido corroborado 
en la recordada Comunicación de 2010. Convertida, pues, en «medida» 
de la normativa europea, la Carta es un paso ineludible en la reconstruc­
ción del sistema y en la definición de los principios que deben guiar su 
funcionamiento.
Indivisibilidad de los derechos y respeto por los principios
La operación de política del derecho llevada a cabo mediante la Carta 
puede descomponerse de la siguiente manera: abandono de la distinción 
de los derechos por «generaciones»; consecuente afirmación de la indivi­
sibilidad del derecho; tránsito del sujeto abstracto a la persona situada en 
un contexto caracterizado por las condiciones concretas de su existencia; 
acentuación de las precondiciones necesarias para que se dé un efectivo 
proceso democrático y no una democracia meramente procedimental.
La progresiva aparición y consolidación de los derechos sociales, 
en la primera mitad del siglo XX, ha sido la causa de que se acentuara la 
división de las diversas categorías de los derechos, definidas como «ge­
neraciones», de manera que a las tres primeras — civil, política y so­
cial— se les han ido añadiendo después otras, sustancialmente ligadas a 
las situaciones determinadas por la nueva conciencia medioambiental y 
por los efectos de las innovaciones tecnológicas y científicas. El hecho de 
hablar de «generaciones», con una terminología propia del mundo de la 
informática, podría inducir a pensar que cada nueva generación de ins­
trumentos condena a la obsolescencia y al abandono definitivo de las 
precedentes; pero esto es una evidente falacia nacida de la voluntad de 
traducir una división cronológica, por lo demás controvertida, en una 
jerarquía que atribuye a alguna de estas generaciones un estatuto teórico 
más fuerte5.
El verdadero problema, dejando a un lado falacias e incomprensio­
nes,

Continuar navegando