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Stefano R o do tá EL DERECHO A TENER DERECHOS E d ito ria l T r o t t a El derecho a tener derechos Stefano R od otá Traducción de José Manuel Revuelta D O A O La traducción de esta obra ha sido financiada por el SEPS Segretariato Europeo per le Pubblicazioni Scientifiche S E P S S ÍG W ÍA ÍU IO l u m KR l i P V U U O Z tO N I X X N TW C M Via Val d'Aposa 7 - 401 23 Bologna - Italia seps@seps.it - www.seps.it C O L E C C IO N ESTRUCTURAS Y PR O C ESO S S e r i e D e r e c h o Título original: II diritto di avere diritti © Editorial Trotta, S.A., 2014 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: editorial@trotta.es http ://www.trotta .es © Gius. Laterza & Figli, All rights reserved, 201 2 Publicado mediante acuerdo con Marco Vigevani Agenzia Letteraria © José Manuel Revuelta López, para la traducción, 2014 ISBN: 978-84-9879-538-7 Depósito Legal: M-24821-2014 Impresión Cofás, S.A. mailto:seps@seps.it http://www.seps.it mailto:editorial@trotta.es http://www.trotta El derecho a tener derechos, o el derecho de cada individuo a pertenecer a la humanidad, debería estar garantizado por la humanidad misma. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo [1951], trad. esp. de G. Solana, Taurus, Madrid, 1998, pp. 248-249. CONTENIDO Prólogo................................................................................................................... 11 Primera parte RELATO DE LOS DERECHOS I. El espacio y el tiempo de los derechos................................................ 27 II. El espacio de Europa..................................................................... 36 III. El nuevo mundo de los derechos.......................................................... 47 IV. Mundo de las personas, mundo de los bienes.................................. 103 Segunda parte LA PERSONA V. Del sujeto a la persona............................................................................ 135 VI. Homo dignus.............................................................................................. 169 VII. Llegar a ser indignos............................................................................... 187 VIII. El derecho a la verdad................................................................... 197 IX. El derecho a la existencia................................................................ 215 X. Autodeterminación.................................................................................. 231 XI. Cuatro paradigmas para la identidad.................................................... 273 Tercera parte LA MÁQUINA XII. Hombres y máquinas.............................................................................. 287 XIII. Pos-humano............................................................................................... 313 XIV. Una red para los derechos...................................................................... 344 Indice general....................................................................................................... 387 9 PRÓLOGO Hay derechos que vagan sin tierra por un mundo global en busca de un constitucionalismo, también global, que les ofrezca anclaje y garandas. Huérfanos de un territorio en el que echar raíces y de una soberanía na cional a la que confiar su tutela, van por un mundo sin confines en el que actúan unos poderes al parecer incontrolables. Hubo un tiempo en el que un puñado de sans-souci, ante el prepotente soberano, podía recor dar a los jueces que tomaron asiento en Berlín. Pero ¿dónde están hoy los jueces y quién es el soberano1? ¿Deberemos resignarnos a la constatación de que «no teniendo el recurso de apelar en la tierra a alguien que les haga justicia» están condenados a ser «abandonados al único remedio que que da en casos de este tipo, es decir, la apelación a los cielos»2? En el espacio global los derechos se multiplican y se reducen, se es parcen y se contraen, ofrecen oportunidades colectivas y se encierran en lo individual, redistribuyen poderes y son sometidos a sujeciones, sobre todo a los imperativos de la seguridad y a la prepotencia del mercado. Contradictorias circunstancias que no son más que señales de un tiempo que no conoce trazados lineales y que vive de agudísimos conflictos. En las diversas dimensiones institucionales que contribuyen a compo ner la galaxia de la globalización, el catálogo de los derechos está some- 1. S. Cassese ofrece un convincente análisis de este problema en el que muestra que los jueces tienen capacidad para dar respuestas, pero que el valor general de estas queda li mitado por el carácter fragmentario de su acción, por el hecho de que «en el espacio global no existe unidad, tanto en el sentido de que son 192 los Estados que lo componen, como porque existen casi dos mil diversos regímenes reguladores» (Itribunali di Babele. Igiudici alia ricerca di un nuovo ordine globale, Donzelli, Roma, 2009, p. 92). Volveré más adelante sobre este tema para destacar las peculiaridades y las dificultades de la tutela de los dere chos fundamentales en este contexto, para subrayar el papel esencial de los jueces en la construcción de un sistema jurídico global y, además, para resaltar el hecho de que la efec tividad de los derechos se topa con vías que no son reducibles a la intervención judicial. 2. J. Locke, Segiíndo tratado sobre el Gobierno Civil [1690], par. 20. 11 tido a una incesante remodelación. Se reinterpretan los ya reconocidos, se añaden otros nuevos, hay quien pretende negarlos todos, sin posibi lidad de cobijarse tras la estrechez de las fronteras históricas porque se impone la circulación y la confrontación entre los diversos modelos; sobre todo con la prepotente emergencia de necesidades materiales co munes, con la aunada influencia de la innovación científica y tecnológica, con la violencia de unas finanzas desregladas, es decir, con todo ese en tramado de relaciones y dependencias, con esa nueva distribución de los poderes, con esa continua obligación de saldar las cuentas con otros, con todos los otros, que en el fondo es lo que llamamos globalización. Este es el nuevo mundo de los derechos. Un mundo no pacificado sino surcado por perennes conflictos y contradicciones, por negaciones, a veces más fuertes que los reconocimientos. Un mundo demasiado do loroso, marcado por abusos y abandonos. Decir hoy que «los derechos hablan» no deja de ser sino el espejo y la medida de la injusticia y un ins trumento para combatirla. Sin embargo, llevar el minucioso registro de las violaciones no autoriza a extraer conclusiones liquidadoras. Porque sabemos que hay un derecho violado es por lo que podemos denunciar esa violación, desvelar la hipocresía de quien lo proclama en el papel pero lo niega con los hechos, de quien hace coincidir la negación con la opre sión, podemos actuar para que las realizaciones se correspondan con las palabras. La histórica apelación a la «lucha por el derecho»3 se conjuga hoy como lucha por los «derechos». Y precisamente esa ampliación de horizontes temporales y espaciales, junto a la percepción cada vez más difundida de que la persona no puede ser separada de sus derechos, es lo que desactiva a la ciudadanía como proyección y custodia de una identi dad opositora, feroz, excluvente, que separa más que une4. La ciudada nía cambia de naturaleza y se presenta como conjunto de derechos que constituyen el patrimonio de cada persona, como si fuera el lugar del mundo en el que mejor encaja, ofreciendo a la igualdad una nueva y más rica dimensión, que acerca y no separa. Es reveladora esta mutación de significado al referirnos a la ciudadanía, pues su connotación «exclusiva» viene ahora acompañada, y a veces benéficamente ofuscada, por su ver sión «inclusiva», que es precisamente la de los derechos de la ciudadanía. Esta mutación de la idea de ciudadanía deja cada vez más en entredi cho la tesis que pretendeque cada discurso sobre los derechos no es sino una larga coda de la pretensión hegemónica, irremediablemente colonia lista, de un Occidente que quiere imponer sus valores a culturas y tradi ciones diferentes, negándoles sus razones y sus peculiaridades, siguiendo 3. R. von Jhering, La lucha por el derecho [1872], trad. de A. Posada, Victoriano Suárez, Madrid, 1881. 4. F. Remotti, Contro l'identitá [1996], Laterza, Barí, *2012. con la práctica de un imperialismo que se tiñe con los colores de la de mocracia y que, sin embargo, legitima el uso de la fuerza. Debemos mirar hoy con más profundidad e ir más allá de las hipótesis e investigaciones de quien, como Amartya Sen, se empeña en mostrar que existen raíces culturales comunes en el entorno de los valores fundacionales de los de rechos5. Estamos asistiendo hoy a prácticas comunes de los derechos. Las mujeres y los hombres de los países del Africa mediterránea o del Próximo Oriente se movilizan a través de las redes sociales, ocupan las plazas, se rebelan precisamente en nombre de la libertad y de los dere chos, desbancan regímenes políticos opresivos; el estudiante iraní o el monje birmano, con su teléfono móvil, siembran el universo de Internet con las imágenes de la represión de unas libres manifestaciones, aun a riesgo de feroces sanciones; los disidentes chinos, y no solo ellos, piden el anonimato en la red como garantía de la libertad política; las mujeres africanas desafían los azotes en nombre del derecho a decidir libremen te sobre su vestimenta; los trabajadores asiáticos rechazan la lógica pa triarcal y jerárquica de la organización de la empresa reivindicando dere chos sindicales, haciendo la huelga; los habitantes del planeta Facebook se rebelan cuando alguien pretende expropiarles del derecho a controlar sus propios datos personales; lugares de todo el mundo son «ocupados» para defender derechos sociales. Y así podríamos continuar el relato. Todos estos individuos ignoran lo que a finales del siglo xvin dio ini cio en ambas orillas del «Lago Atlántico», no están sometidos a ninguna «tiranía de los valores», pero interpretan, cada cual a su modo, la libertad y los derechos del tiempo que vivimos. Aquí no interviene la «razón occi dental» sino algo más profundo que hunde sus raíces en la condición hu mana. Una condición histórica, sí, pero no una naturaleza en la que anclar las esencias de los derechos. ¿Por qué ahora tantos parias de la tierra los reconocen, los invocan, los impugnan? ¿Por qué son ellos ahora los prota gonistas, los zahoríes de un «derecho que encontraron por la calle»6? Una innegable necesidad de derechos, y de derecho, se manifiesta por doquier, desafía cualquier forma de represión, crispa la política. Y así, con la acción cotidiana, sujetos diferentes sacan a escena una ininterrumpida declaración de derechos que extrae su fuerza, no de una formalización o de un reconocimiento desde lo alto, sino de la convicción profunda de unas mujeres y unos hombres que solo así pueden hallar reconocimiento y respeto por su dignidad y por su misma humanidad. Nos hallamos ante una inédita conexión entre la abstracción de los derechos y la concre- 5. A. K. Sen, Desarrollo y libertad, trad. de E. Tabasco y L. Toharia, Planeta, Bue nos Aires, 2000. 6. J. G. de Sousa (ed.), O Direito achado na rúay Universidade de Brasilia, Brasi lia, 1990. 13 ción de las necesidades que unos sujetos reales sacan a la luz. Por supues to, no unos «sujetos históricos» de la gran transformación moderna, sean estos la burguesía o la clase trabajadora, sino una pluralidad de sujetos conectados entre sí por las redes planetarias. No un general intelect ni una multitud indeterminada, sino una activa multiplicidad de hombres y mujeres que encuentran, y sobre todo crean, ocasiones políticas para no ceder a la pasividad y a la subordinación. Todo esto debe ser objeto de una nueva reflexión capaz de ir más allá de las palabras, de descubrir consonancias tras las diversidades cultu rales, de no rendirse ante la fuerza simbólica de categorías y ritos ya su perados, de coger al vuelo ese algo inédito que aparece en los itinerarios unificadores a los que pertenece el futuro y que no puede describirse re curriendo únicamente a un esquema que sería como el revés del pasado. Ya no son solo derechos que descienden de las alturas, octroyés por el so berano, ni tampoco un logro del poder constituyente democrático, sino más bien derechos que germinan casi espontáneamente entre el infinito pulular de iniciativas diversas, de una multiplicidad siempre cambiante de individuos, con una espontaneidad y un vitalismo que mal soportarían su adscripción a alguno de los esquemas institucionales. En el tiempo del gran cambio, tal vez alguien sigue creyendo que la regla jurídica debe ser consi derada como un instrumento temible que extirpa a los individuos la po sibilidad de extraer del cambio todas sus potencialidades, que congela sus iniciativas y toda la política en un tiempo y en un texto determinado. ¿Pretenden de nuevo la abstracción y las reglamentaciones desde arriba ocupar el espacio de la variedad de las iniciativas y de los individuos? Todo esto no sería más que un reflejo producto de malentendidos, de la percepción de la regla jurídica como puro vínculo y no como con solidación de espacios de libertad y de oportunidad que crean incluso las condiciones para un futuro enriquecimiento, que se convierten en una referencia, incluso en un fundamento del que la acción política po dría beneficiarse con creces. Podría decirse que asistimos al nacimiento de un nuevo constitucionalismo que lleva al primer plano la materialidad de las situaciones y de las necesidades, que localiza nuevas formas de re lación entre las personas y que las proyecta hacia una escala diferente a aquellas que hemos conocido hasta ahora. No deberíamos confundir la dificultad de esta empresa con su íntima imposibilidad. En un tiempo que ha querido celebrar el fin de las ideologías (y en el que, sin embargo, pesa como una losa desde hace decenios la ideología del mercado como única salvación), en un tiempo en el que todo se ex pande en lo global aunque todo se empequeñece en lo local, en un tiempo revolucionario por la fuerza invasora de la tecnociencia, en un tiem po en el que la decimonónica promesa de la igualdad se ha descompuesto en un piélago de desigualdades, en un tiempo que ha querido registrar el hundimiento de cualquier tipo de relato general y ampuloso capaz de unir personas y lugares, pues bien, en este tiempo tan alterado, retorna con fuerza la apelación a los derechos fundamentales, una llamada que re corre el mundo con formas inéditas, que siempre encuentra nuevos su jetos, que construye un modo diverso de entender el universalismo, que hace hablar el mismo lenguaje a personas alejadas entre sí y que de esa manera va descubriendo un mundo nuevo en el que aparece el verdadero, grande, dramático relato común de nuestro presente. El «derecho a tener derechos» implica la dimensión misma de lo humano y de su dignidad, se erige en salvaguarda contra cualquier forma de totalitarismo. La actitud de los derechos fundamentales para crear un código de co municación, un instrumento capaz de poner en relación a unas personas con otras, se ha ido difundiendo progresivamente gracias a la creciente disponibilidad de oportunidades tecnológicas que favorecen las iniciati vas comunes, reforzando de esta manera la tutela misma de los derechos individuales . La lucha por los derechos ni ha desaparecido ni puede ser descrita como una estafa, como una trampa en la que caen los ciudadanos que creen ingenuamente que todavía son titulares de verdaderos derechos y verdaderos actores en la escena política. En realidad, esta escena se ha ampliado a todo el mundo globalizado, ha construido nuevas modalida des de acción y nuevos actores que la encarnan y va más allá de la tradi cional e indispensable defensacontra todo poder opresivo, porque se pre senta como la única capaz de contraponerse a la voluntad de imponer al mundo una nueva e invencible ley natural, la del mercado, con su añadida pretensión de incorporar y definir las condiciones para el reconocimien to de los derechos8. Queda así bien trazada la vía para sustraerse al efecto devorador de un formal empire9 que se otorgan las propias instituciones, al margen de cualquier procedimiento democrático. Una vía que debe re correrse con el pleno convencimiento de que ese «imperio» ha sacrificado principios fundacionales, en primer lugar el de la igualdad, que debe ser repensado y colocado en el centro de la atención si se quiere perseguir to davía el objetivo de una «democracia integral»10. 7. Véase al respecto D. Rousseau, «La démocratie ou le vol de ‘La Joconde’», en A. Delcamp, A.-M. Le Pourhiet, B. Mathieu y D. Rousseau, Nouvelles questions sur la démocratie, Dalloz, París, 2010, p. 145. 8. Bien resaltado queda este punto esencial en H. Muir Watt, «Prívate International Law Beyond the Schism»: Transnational Legal Theory 3 (2011), pp. 347-427. Frente a una legalidad transnacional ligada al poder privado, y que por eso mismo deja abiertas esenciales cuestiones de garantía, «human rights theories and methods, however imperfect, appear to be the only contender to fill these gaps» (p. 354). Cf. M. M. Salah, L'irruption des droits de Lhomme dans l ’ordre économique intemational: mythe ou réalité?, LGDJ, París, 2012. 9. Véase H. Muir Watt, «Prívate International Law», cit., p. 349. 10. «Le temps est ainsi venu du combat pour une démocratie integrales (P. Rosanva- Uon, La société des égaux, Seuil, París, 2011, p. 23). 15 De todo esto vamos a ocuparnos, rastreando sus variadas formas por los senderos aparentemente menores que a menudo proporcionan la más directa evidencia, en las contradicciones en absoluto resueltas, en el juego entre continuidad y ruptura. No se trata de construir modelos acogiendo pasivamente tal o cual experiencia del pasado. Pero cuando se entra en un mundo nuevo hay que tener presentes los testimonios de más larga dura ción del pasado, por ejemplo, ese oportuno descubrimiento de un camino por el que ya se había empezado a transitar y que la fatiga de la historia y de la política interrumpió demasiadas veces. En el origen de la construc ción de nuestro estado nacional, en 1865, en un clima en el que la anhe lada unidad no dejaba de mirar de reojo a Europa y al mundo, se redactó así el art. 3 del Código civil: «El extranjero es admitido y podrá disfrutar de los mismos derechos civiles que el ciudadano». El disfrute de los de rechos civiles no estaba vinculado con la ciudadanía y se le reconocía al extranjero, aun sin esa condición, por entonces obligatoria, de la recipro cidad (principio después abandonado por la codificación fascista). «Los derechos civiles afectan al hombre como tal, no solo al ciudadano: este es el principio, grande y generoso en su simplicidad, acogido y puesto en marcha por nuestro legislador»11. Un principio inspirado en la ampli tud de miras de Pasquale Stanislao Manzini y que, como dijo el 15 de abril de 1866 el ministro de Gracia y Justicia Giuseppe Pisanelli, estaba «destinado a dar la vuelta al mundo ya que las tendencias de los tiempos nuevos invocan a gritos la solidaridad de la familia humana». Estos recuerdos, hasta hace poco cargados de esperanza, anticipan una sensibilidad hoy muy a flor de piel. Hacen emerger una permanente tensión hacia la universalidad y la igualdad de derechos, hacia la inclu sión de todas las personas, y no puede satisfacerse más que rasgando el velo de los intereses y de las sutilezas culturales, liberándose de la rigi dez de las estratificaciones jurídicas que querrían seguir pastoreando la realidad y que, lo que han conseguido, más bien, es perder legitimidad al no aceptar que nos movemos en un contexto marcado por la aproxi mación constitucional del conjunto de los derechos reconducidos hacia la persona. Debemos huir siempre de los reduccionismos; evitemos la simple con clusión de que «nosotros somos nuestros derechos». La gramática de los derechos es realmente pobre y no nos permite decirlo todo sobre nosotros o sobre el mundo. Sin embargo, deberíamos haber aprendido ya que los derechos, aun con su inevitable parcialidad cuando quieren describir a 11. Así B. Dusi, «Addizione. Cenni sul diritto obbiettivo e il subbietto del diritto secondo la legge italiana», en G. Baudry-Lacantinerie y M. Houques-Fourcade, Tratta- to teorico-pratico di diritto civile I. Delle persone, trad. it. de P. Bonfante, G. Pacchioni y A. Sraffa, Vallardi, Milán, s.f., p. 789. la persona en su integridad, son un hueso duro de roer que no puede ser alterado si no es negando al mismo tiempo nuestra misma humanidad. Eso es lo que nos dicen los derechos negados, en cualquier momento y en cualquier lugar. Pero esta negación puede encontrar formas más insi diosas y sutiles que el explícito desconocimiento de la violación declarada. Los derechos fundamentales pueden ser reducidos con falsos equilibrios de intereses que hacen prevalecer las exigencias de la seguridad y las lógi cas del mercado como si fuesen valores ante los que cualquier otro princi pio o derecho debe ceder. El sentido de los derechos fundamentales puede ser puesto del revés desde la raíz con su simple reducción a títulos de cam bio en el mercado que los devuelve precisamente a la lógica propietaria que choca con la dimensión constitucional adquirida por la persona. Hoy, de hecho, uno de los puntos clave de la discusión en torno a los derechos fundamentales afecta precisamente a lo que puede estar en el mercado y lo que debe quedar fuera de él, es decir, qué puede ser representado en términos de propiedad y qué, por el contrario, debe ser adscrito a la di mensión de la personalidad, a una relación con los bienes caracterizada por la inclusión y no por la exclusión del otro. Hablar de «constitucionalización» de la persona no es recurrir a una fórmula enfática. Es el modo directo y jurídicamente más intenso para mostrar un trayecto antropológico que va del burgués propietario y con tratante a la persona considerada como tal, irreducible a cualquier otra cosa que no sea el reconocimiento de su individualidad, su humanidad, su dignidad social: medida del mundo y, por tanto, persona no prisionera de otras medidas, del mercado o de la razón publica, por ejemplo. ¿Un trayecto ya concluido o un estado en permanente tensión? El des tino de la libertad y de los derechos, sea cual fuere el criterio para su re construcción, parece pertenecer al mundo montaliano: «agli occhi sei bar- lume che vacilla, / al piede, teso ghiaccio che se incrina; / e dunque non ti tocchi chi piú fama» («a la vista eres tenue luz vacilante, / al pie, tenso hielo que se funde; / que no te toque, pues, quien más te ama»)12. ¿Limi tarse a contemplarlos para no perderlos de vista? ¿Que no actúen para que no se desgasten? No, justamente porque debemos tomarlos en su peren ne fragilidad, pese a la insidia que contra ellos ejerce cualquier poder, los derechos no nos hablan de «consolidación» sino de empeño. Quien sea su titular debe ser consciente de que tiene el deber de hacerlos valer. En este inconcluso proceso de equilibrios entre los diversos intereses en liza, quien cumple esta operación debe saber que la primera de las referen cias sigue siendo la que remite a la persona y a sus derechos. Los valores «tiranos» deben ceder ante el primado de los derechos de la persona. 12. E. Móntale, «Felicidad alcanzada, se camina», en Huesos de sepia [1925], trad. de F. Ferrer Lerín, Alberto Corazón, Madrid, 1973. 17 Pero en los hechos no siempre es así y, con frecuencia, la reconstruc ción histórica muestra que la violación es más fuerte que la afirmación; lo cual lleva al desencanto y a pensar que la dimensión de los derechos esta hipertrofiada. Sucede que nos sumergimosen una singular situación, ana líticamente débil y políticamente insidiosa, que nos lleva a ser inconscien temente indulgentes con quienes violan los derechos, porque no estaría en ellos, en sus comportamientos, la responsabilidad de lo que acontece, sino en la inadecuación del instrumento que hemos forjado. La buena «re tórica» de los derechos, sin embargo, nos dice que históricamente estos se han mostrado como eficaces instrumentos de la lucha política, como desveladores de la verdadera naturaleza de un régimen político cuando ha superado con sus violaciones determinados límites. Siguiendo en esta línea de análisis, los derechos fundamentales no pueden ser vistos exclusivamente como algo atribuible a un sujeto singu lar, bien que sigue siendo evidente que este es el intocable punto de en cuentro de toda reflexión. Considerados en su conjunto, y sobre todo en la situación histórica en la que estamos viviendo, se muestran como un punto clave de la distribución del poder en el seno de una organización institucional y social en la que marcan los límites infranqueables. Todo esto nos lleva más allá de la tripartición o del equilibrio de los poderes ya que, el alcance asumido por los derechos fundamentales y su dispo sición en el sistema, los colocan a un tiempo, tanto como indicadores políticos, o como vínculos para la acción de los poderes constitucional mente existentes, y como instrumentos de control de su acción. ¿Fin de la historia, esta vez no bajo el prisma del triunfo definitivo del mercado, sino por obra de unos derechos insaciables13 que devoran inclu so la soberanía popular al presentarse con el carácter de inmodificables? La experiencia concreta de los derechos fundamentales nos dice que no es así, que la intensa dinámica que los ha acompañado y que los sostiene, se cruza intensamente con el consenso civil, con la acción política y con la innovación institucional. Precisamente el hecho de que se hable con tanta frecuencia de «nuevos derechos» es señal de que la historia no se ha de tenido. El malentendido viene de superponer dos órdenes diferentes de consideraciones. La relevancia asumida por los derechos fundamenta les hace de ellos un elemento que implica un orden político e institucio nal, que sin embargo mantiene la capacidad de desarrollarse iuxta propia principia, delineando de esta manera, no solo el perímetro dentro del que pueden legítimamente actuar los diferentes sujetos, sino indicando ade más la dirección del legítimo cambio. Lo que no significa que sea de he 13. A. Pintore, «Derechos insaciables», en L. Ferrajoli (ed.), Los fundamentos de los derechos fundamentales, trad. y ed. de A. de Cabo y G. Pisarello, Trotta, Madrid, 42009, pp. 243-267. cho imposible el abandono de principios y derechos que históricamente conforman un ordenamiento. Solo que, cuando esto sucede, se determina el tránsito de un régimen a otro, justamente por el cambio de lo que se ha puesto como fundamento. Al poner el acento sobre los principios y dere chos fundamentales se materializa ese precipitado histórico de las vicisitu des políticas, sociales, humanas, y de las elaboraciones culturales que las han acompañado. ¿Conviene invertir ahora, cultural y políticamente, en los derechos, o en esa «edad de los derechos», como la definió Norberto Bobbio14, que no casualmente está conociendo su ocaso, incluso su «ocaso global»15? No sería la primera vez que, caídos en el desencanto o bajo el empuje del realismo político, se considerara la inversión en derechos como inapro piada y fuera de lugar, espejo de una reducción del mundo a esta sola di mensión que impediría una comprensión más amplia y nos alejaría de la búsqueda de instrumentos más eficaces. Cuando los tiempos son adver sos y la disparidad de fuerzas es grande, esta conclusión podría parecer tentadora. Ante nosotros se hallan novísimos cahiers de doléance, en la forma de documentos de organizaciones nacionales e internacionales, de resultados de búsqueda llevados a cabo en los más diversos lugares del mundo, que constantemente nos dan cuenta del auge de las desigualdades, que llega a veces hasta la negación de la humanidad misma de las personas, que nos hablan de una tal flaqueza de los derechos que acaba convirtiendo a las personas en prisioneras de una lógica del consumo que acaba por consu mirlas. Frente a esta realidad se registran reacciones diversas, muchas de ellas ligadas a espíritus radicalmente negativos, en las que se produce un choque de posiciones desde análisis e intentos absolutamente opuestos. Los derechos, así se dice, producen economías negativas mientras que los sistemas autoritarios, sobre todo en esas versiones más edulcoradas de la «democracia autoritaria», seducen, aparecen como los más capa ces de garantizar la buena eficacia económica. Aparentemente más atrac tiva se presenta la versión que propone los derechos como un lujo que no nos podemos permitir en tiempos de crisis, de recursos escasos, de trán sito de un orden económico a otro. Es este un velo que encubre estrate gias diversas: el cambio de muchas operaciones que estiran los derechos sociales por la cancelación de los civiles y políticos, típico de los regíme nes autoritarios; la negación de los derechos sociales como verdaderos derechos por su necesaria conexión con la distribución de los recursos 14. N. Bobbio, L'ctá dei diritti, Einuadi, Turín, 1990 [trad. esp. de R. de Asís, El tiempo de los derechos, Sistema, M adrid, 1991]. 15. Véase D. Zolo, Tramonto globale. La fame, il patibolo, la guerra, Firenza Uni- versity Press, Florencia, 2010. 19 disponibles, asunto que sigue siendo constante teína de discusión de es tudiosos y de prácticas concretas en sistemas, diríamos que ungidos con el santo óleo de la democracia; la eterna política de los «dos tiempos» que nunca llega a conocer el advenimiento del segundo. Común a es tas diversas posiciones, y a otras semejantes, es la sustancial «suspensión» de garantías constitucionales, precisamente de aquellas que guardan rela ción con los límites de la actividad económica y de las políticas sociales. Una operación, esta, que parece más aceptable que las suspensiones clásicas, las que, por razones de orden público, interno e internacional, tienen sin embargo como objeto los derechos civiles y políticos. En estas últimas se advierte de inmediato una sustancial incompatibilidad con los principios democráticos, de manera que se ven obligados a introdu cir instrumentos que atenúen, al menos en apariencia, los aspectos más negativos, subordinando la legitimidad de la suspensión o de la atenua ción con la presencia de situaciones especialmente graves (inquietantes oxímoros como «guerra infinita», «emergencia permanente», «tortura humanitaria» son los que han erosionado este tipo de garantías). Nada parecido acaece con los derechos sociales para los que la categoría de «suspensión» acaba en una especie de constatación de su naturaleza pe renne, siempre remitida a la mutación de las relaciones de fuerza y a la distribución de los recursos, negando de esta manera su verdadero en- raizamiento en la dimensión del derecho. De bien diversa matriz son las críticas, incluso las más radicales, que se mueven desde la constatación de que la marcha de las desigualdades se ha hecho irresistible pues responde a factores estructurales; de manera que la inversión en derechos está destinada a convertirse en una opción perde dora, una ilusión, o aún peor, en una deliberada estrategia tendente a dis torsionar la condición real de las personas. La ideología de los derechos fundamentales acabaría enmascarando la perpetuación de las injusticias y seguiría manifestándose como la pretensión del Occidente capitalista por imponer su propia hegemonía y sus propios valores, exportándolos in cluso con la fuerza de las armas. Se vuelve así al rechazo radical que, pese a todo, entra siempre en conflicto con un sentimiento que se difunde, que aceptala dramaticidad de los tiempos y que, precisamente por eso, considera que los derechos no son un fardo del que hay que liberarse, ni una oportunidad residual, sino que son un tema, un problema si se prefiere, que no puede cance larse con impunidad desde una movida ideológica o voluntarista. Como ya se ha recordado, la dimensión de los derechos no puede ser algo imposible de sustraer a la hipoteca histórica que habría caracterizado su construcción en la modernidad. «Os arrepentiréis del silencio sobre los derechos [...]. Si los derechos fundamentales son cancelados por el dinero y la democracia cede a la dictadura, nadie dentro de poco será libre»16. Esto no es solo el grito de dolor del disidente, el arquitecto Ai Weiwei (conocido por haber realizado el proyecto «Nido de pájaro», el estadio para las Olimpiadas de Pekín), cuyo alcance quedaría limitado al país del que proviene, China. Expresa un amplio sentir, es resultado de una reflexión acerca de las interdependencias del mundo de hoy que ha cen que los riesgos sean comunes y que también sea común la necesidad de que los derechos sean «tomados en serio», como nos ha recordado Ronald Dworkin1 . Pero no es un simple reclamo a las responsabilidades de los países que apelan sin sinceridad a la retórica de los derechos. Se trata de la reivindicación de otro modo de entender los derechos funda mentales del que se sigue la nueva aventura del mundo, del que se de duce la evidencia de la necesidad de despojarlos de las mil instrumentali- zaciones que los han acompañado en la historia, con un ímpetu tal vez ingenuo, aunque políticamente muy fuerte, de poner patas arriba todo el planeta, mondos de sus tantos pecados, restituidos a una especie de fuerza primigenia. Los derechos fundamentales se convierten de esa ma nera en el trámite de otra conexión posible por la que se debe trabajar po líticamente, que se encierra en la fórmula «globalización a través de los derechos, no a través de los mercados». ¿Es posible otro universalismo? Dicho de otra manera, podemos registrar el hecho de que en el mundo globalizado según las reglas del mercado, los derechos son siempre per cibidos como un elemento de desorden «en un mundo que sin ellos sería gobernado con más armonía»18, precisamente porque marcan otro modo, no solo de ver, sino de regular la globalización. Es otro realismo, pues, el que sugiere el difícil relato de los derechos. Para definir sus caracteres habría que recurrir a esa palabra tantas veces rechazada y usurpada — revolución—. Siguiéndola encontramos las di námicas que caracterizan el presente y marcan el futuro. La «revolución de la igualdad», nunca realmente cumplida, difícil herencia, promesa in- alcanzada en el «siglo breve», y acompañada hoy por la «revolución de la dignidad». Juntas han dado vida a una nueva antropología que fija su centro en la autodeterminación de las personas, en la construcción de las identidades individuales y colectivas, en los nuevos modos de entender las relaciones sociales y las responsabilidades públicas. No son dos desa fíos perdidos, son dos permanentes campos de batalla que definen, a un tiempo, el objeto del conflicto y los sujetos que lo encarnan. En octubre de 1847, cuatro meses antes de la publicación del Manifiesto comunista, 16. Entrevista de G. Visetti a Ai Weiwei en La Repubblica, 9 de noviembre de 2010, p. 15. Más en general, véase H. U. Obrist, Ai Weiwei parla, II Saggiatore, Milán, 2012. 17. R. M. Dworkin, Los derechos en serio, trad. de M. Guastavino, Ariel, Barcelo na, 1995. 18. H. Muir Watt, «Prívate International Law», cit., p. 395. 21 Alexis de Tocqueville lanzaba una mirada, presagio del futuro, de nuevas dinámicas, y escribía: «Muy pronto la lucha política se entablará entre los que poseen y los que no poseen. El gran campo de batalla será la pro piedad, y las principales cuestiones de la política girarán en torno a las modificaciones más o menos profundas que habrán de introducirse en el derecho de los propietarios»19. Aquí encuentra sus orígenes la «revolución de los bienes comunes» que va mucho más allá de la dicotomía propiedad privada/ propiedad pu blica: nos habla del aire, del agua, de los alimentos, del conocimiento; nos muestra la conexión cada vez más fuerte entre las personas y el mundo exterior, de las personas entre sí; nos revela la conexión necesaria entre derechos fundamentales e instrumentos indispensables para su actuación. Forma ya parte del acerbo cotidiano la «revolución de la tecnociencia», que no solo rediseña la relación entre lo humano y lo no-humano sino que nos hace entrar en los territorios de lo pos-humano y de lo trans-humano, de las nuevas interacciones entre cuerpos y máquinas, de la expansión de las capacidades de cada cual y de los riesgos de la sociedad de castas: de nuevo se materializa ante nosotros una nueva antropología. En fin, la «revolución de Internet», que diseña el mayor espacio público que la humanidad haya conocido jamás, que produce sin cesar nuevas formas de relaciones institucionales y que marca de esta manera las nuevas vías para un constitucionalismo global posible. Y la revolución que atravie sa a todas las restantes, la que llega del pensamiento y de la práctica de las mujeres. En todo esto está profundamente implicado el derecho, más allá de los roles que históricamente le han sido atribuidos. La discusión sobre los derechos produce efectos unificadores. Muchos son los que así lo recono cen aun proviniendo de campos y culturas diversas, como ha hecho, por ejemplo, el cardenal Angelo Scola subrayando que «el derecho constituye hoy la lengua franca de los pueblos y de las culturas [...]. El derecho se ha convertido, por así decir, en uno de los lenguajes con que se expresa el universo», y en los sistemas plurales «las diferentes opciones políticas tienen gran influencia en los equilibrios de los Estados»20. Una lengua, sin embargo, que debe encontrar las palabras de la libertad y del respeto, no de las imposiciones. Hablando precisamente de democracia y derechos, Dominique Rous seau recuerda el robo de la Gioconda, en 1911, cuando miles de parisinos se dieron cita en el Museo del Louvre para contemplar el espacio vacío de 19. A. de Tocqueville, Recuerdos de la Revolución de 1848, trad. de M. Suárez, Trotta, Madrid, 1995, p. 35. 20. A. Scola, «Sinfonía dei diritti se sono sostenibili», en II Solé 24 ore, 5 de septiem bre de 2010, p. 28. jado tras la desaparición del famoso cuadro. Probablemente, muchos de ellos nunca habían entrado en ese museo, nunca se habían interesado por la Gioconda. Fue la ausencia, la pérdida, lo que ahora les inquietaba. «La Joconde devenait une valeur á partir du moment oú on Pavait perdu»21. Pero hay una conciencia que no nace con el descubrimiento ocasio nal o casual de una ausencia. Deriva de un sentimiento más profundo, que los realistas no perciben, pero que acompaña siempre en la lucha por los derechos y que la hace realmente posible aun cuando los tiempos y las contingencias parezcan adversos. Esta conciencia ha encontrado sus pa labras en el Chant des partisans de la Resistencia francesa: «en la noche la Libertad nos escucha». No es retórico recordar este profundo senti miento que no solo nos induce a no desesperar sino que constituye el factor vivificante de la acción individual y colectiva a favor de una «re ligión de la libertad». Hablemos de todo esto al tiempo que hacemos el relato de los de rechos. 1. D. Rousseau, «La démocratie ou le vol de ‘La Joconde’», cit., p. 143. 23 Primera parte RELATO DE LOS DERECHOS Capítulo I La nueva realidad de este mundo sin fronteras produce desorientación y desarraigo. Hay quien vuelve la mirada al Estado nacional intentando conciliar la relación histórica entre esa forma política y el reconocimiento y la garantía de los derechos fundamentales. Y hay quien, al sentirse des plazado en este nuevo mundo y desconcertado por este constante ir y venir de territorios y de categorías, sostiene la convicción de que habría que retornar allí, al antiguo solar, con el fin de recuperar tutelas perdidas, de volver a un nuevo reconocimiento de las fronteras para que, al ampa ro de ellas, pudiera volver a tener sentido la identidad y la alteridad que la ciega aceptación de la globalización estaría cancelando. ¿Una mira da realista, una utopía regresiva, un ejercicio teñido con los colores de la nostalgia? Del país de los «derechos del hombre», de los inventores de «Médicos sin fronteras» y de «Reporteros sin fronteras» —esto es, de la tutela sin fronteras de derechos fundamentales como la salud o la información—, nos llega una crítica distante basada en inequívocos neologismos. Sans- frontiérisme, droitsdelbommisme no son solo palabras que piden distan ciarse de los excesos y de las improvisaciones sino también liquidar la referencia a la nueva dimensión del mundo y a la vieja garantía de los derechos. Se acabaron las distinciones, los farragosos análisis; todo que da envuelto ahora en un universo indistinto donde aparecen y se mez clan los más diversos confines, no solo los históricamente ligados a la lógi ca del territorio y a la soberanía de los Estados, sino también los ligados a los géneros, a las diferencias entre esfera pública y privada, entre huma no y trans-humano, entre lo normal y lo desviado; la piel como confín del cuerpo, las divisiones generadas por las asimetrías, en primer lugar la que distingue entre guerras codificadas y guerras asimétricas, los infi nitos muros que recorren la historia, de la Gran Muralla al Muro de Ber- 27 lín1, cuya caída no casualmente ha sido considerada como el punto que separa dos épocas (un confín más); incluso las declaraciones de los de rechos pues parece que basta con atravesar esa frontera para entrar en el mundo de las garantías; y tantas y tantas otras2. Frontera y confín se han convertido en todo y en nada: pierden todo valor cognitivo y toda fuerza reconstructiva cuando se los invoca de una manera genérica3. Para captar los signos del cambio y tratar de entender para qué sirven las fronteras, hay que dirigir la atención a su diversidad, a las modalida des y efectos de su determinación, a quién tiene el poder de definirlas4. «Los confines son el instrumento mediante el que reconocemos y clasi ficamos la multiplicidad con la que estamos constantemente obligados a interactuar»5. Pero el confín puede ser defensa y exclusión, protección y prisión, registro de una realidad o imposición artificial de un vínculo, de marcación de re o de dicto. «El confín es la expresión material de una cua lidad del espacio. En general, en toda diferencia espacial se manifiesta el orden del ser que el pensamiento acepta y refleja: es el espacio, natural mente cualificado, quien tiene en sí la medida que legitima la política»6. Veamos algunas situaciones concretas, empezando por la ciudadanía, cuyo devenir histórico se caracteriza en ir más allá de las fronteras, con cebidas precisamente como dispositivo de exclusión de quien no es ciuda dano. Cuando los derechos de ciudadanía son los mismos que los de la persona, sea cual fuere el lugar donde esta se encuentre, la delimitación de este espacio infinito, de este nuevo common, lleva implícita una ma nera de estar en el mundo que ciertamente desafía a la ciudadanía que se opone, la nacional, la puramente identitaria. Frente a situaciones como 1. Una analítica reconstrucción del modo con el que se ha recurrido, sobre todo en los líltimos años, a los muros, a las barreras, a los obstáculos físicos, haciendo renacer con ello formas premodernas en la tarda modernidad, se halla en W. Brown, Walled States Waning Sovereignty, Zone Books, Nueva York, 2010. 2. El último producto de este género literario es de R. Debray, Eloge des frontiéres, Gallimard, París, 2010. 3. Acerca de la distinción entre frontera y confín véanse, entre muchas, las puntua les observaciones de S. Mezzadra, Diritto di fuga. Migración i, cittadinanza, globalizzazione, Ombre Corte, Verona, 2002; y «Confini, migrazioni, cittadinanza», en Id. (ed.), / confini della liberta. Per un *analisi delle migrazioni contemporanee, Derive Approdi, Roma, 2004, p. 112. Para una reflexión histórica, véase F. J. Turner, La frontera en la historia americana [1920], Castilla, Madrid, 1961. 4. W. Doise, Confini e identitá. La costruzione sociale dei diritti umani, trad. it. de R. Ferrara, II Mulino, Bolonia, 2010. pp. 17-44. Véanse las esenciales investigaciones de M. R. Ferrarese, en especial Diritto sconfinato. Inventiva giuridica e spazi nel diritto globale, Laterza, Bari, 2006. 5. A. C. Varzi, «Teoria e prattica dei confini»: Sistemi intelligenti, 17/3 (2005), p. 399. Del confín que «ordena», referido al de Cari Schmitt, G. Preterossi, La politica ne- gata, Laterza, Bari, 2011, p. 63. 6. C. Galli, Spazi politici. L'etá moderna e ¡'era globale, II Mulino, Bolonia, 2001, p. 19. esta, la reacción no puede ser la de un imposible retorno al pasado pues, cuando se alcanza, se revela como fuente de nuevos y tal vez dramáticos conflictos. La lógica debe ser más bien la de la convivencia, la de una dia léctica distinta, la que convive con ese constante cruce de fronteras, como se ve, por ejemplo, en la nueva relación entre global y local y en su rela ción no necesariamente excluyente, que está ahora describiéndose con el término «glocalismo». El derribo de los confines, en esta dimensión, es una práctica antigua, siempre difícil, que nos remite al bíblico «tratad al extranjero que habita en medio de vosotros como al indígena de entre vosotros» (Lv 19, 34). Hoy nos habla del fundamento de la ciudadanía y halló civilizado eco en el recordado, y ciertamente revolucionario, art. 3 del Código civil italiano de 1865, inspirado en el principio del acogi miento, donde se afirmaba que «el extranjero podrá gozar de los dere chos civiles atribuidos al ciudadano». El camino de la igualdad, en sustancia, no es más que un infinito de rribo de fronteras, una superación de confines que encerraban, y que si guen encerrando, a las personas en los estatus personales, en la etnia, la lengua, la religión, y así sucesivamente según los tiempos y los lugares. El art. 21 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, bajo el título «No discriminación», afronta la cuestión con un elenco sig nificativo y abierto además a futuras integraciones, es decir, tendente al derribo de otras barreras: Está prohibida toda forma de discriminación basada, en especial, en el sexo, la raza, el color de la piel o el origen étnico o social, en las características ge néticas, la lengua, la religión o las convicciones personales, en las opiniones políticas o de cualquier otra naturaleza, en la pertenencia a una minoría na cional, en el patrimonio, el nacimiento, las deficiencias, la edad o las ten dencias sexuales. Vemos, pues, que todo esto no es más que una largo e inconcluso ca mino que ilustra bien la relación existente entre identidad, libre construc ción de la personalidad, derechos y fronteras culturales y sociales, y que muestra que solo la superación de la frontera como separación puede implicar el respeto por una igualdad que no niega la diversidad sino que la sitúa como su propio fundamento7. Se neutraliza así el confín como ins trumento de exclusión, de discriminación, de estiginatización social. Otros espacios sugieren otras consideraciones. Si se toma la dimen sión tiempo como «algo sin confines», nos sirve para introducir una crítica contra la dictadura del «periodo breve», convertido en argumento por 7. Véanse las reflexiones de G. Hottois, Dignité et diversité des hotrtmes, Vrin, Pa rís, 2009. 29 los malabaristas de los intereses que sacrifican los derechos a la lógica del mercado, sustrayéndose de esa manera a las valoraciones y a las res ponsabilidades ligadas a la más larga duración8. Pero el abandono del confín temporal es algoque ha caracterizado a la modernidad jurídica, al menos desde 1793, cuando el art. 28 de la Constitución del año I es tableció que «un pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar su Constitución. Ninguna generación puede atar con sus leyes a las generaciones futuras»9. Una indicación, esta, que se generaliza en el Preámbulo de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Euro pea, donde se afirma que «el disfrute de estos derechos implica también responsabilidades y deberes para con los otros y para con las generacio nes venideras». La reducción del espacio temporal, su «confinamiento», puede llegar a ser instrumento anulador de estas responsabilidades, espe cialmente cuando se habla de principios como la tutela del medioambien- te, el desarrollo sostenible, la prevención y la precaución, que expanden su radio de acción para garantizar otros tiempos y otros sujetos. Princi pios que, además, se refieren a situaciones irreductibles a cualquier confín, como demuestran los efectos de una serie de fenómenos, de la lluvia ácida a los incidentes nucleares, por ejemplo. Principios que nos hablan también de una «finitud» diferente, la de la «Tierra finita», cuyos recursos no pueden confiarse a la infinita lógica del disfrute. Otro tanto podría decirse de la desconfianza en el carácter ilimita do, sin confines, del espacio de Internet, que podría propiciar intentos de encerrar en nuevos recintos el conocimiento allí disponible. Si así se hiciera, se reproducirían de alguna manera las vicisitudes de las enclo- sures, que en Inglaterra hicieron posible, entre el siglo xvn y el xix, la transformación de tierras libres en propiedades privadas. Hoy podría suceder, de hecho está sucediendo, algo parecido, pero sin las justifica ciones más o menos aceptables de aquella época, que sacaban a la luz la exigencia de una mayor productividad de la tierra, su carácter de bien escaso, la necesidad de evitar la así llamada «tragedia de los commons», resultante de un uso egoísta del bien que conducía a su «ruina»10. Nada 8. Sobre la relación entre democracia y tiempo, eficaces son las páginas de C. Dono- lo, II sogno del buon govemo. Apología del regime democrático, Milán, 2011, pp. 172 ss. 9. Ilustra bastante bien este tema P. Persano, La catcna del tempo. Il vincolo genera- zionale ttel pensiero político franccse tra Anden régime e Rivoluzjone, Eum, Macerata, 2007, en especial pp. 15 1-207. En general R. Bifulco y A D’Aloia (eds.), Un diritto per il futuro. Teoria e modelli dello sviluppo sostenibile e della responsabilitá intergenerazfonale, Jovene, Nápoles, 2008. Sobre la relación entre tiempo y derecho, L. Cuocolo, Tempo e potere nel diritto costituzionale, Giuffré, Milán, 2009. 10. Véase G. Hardin, «The Tragedy of Commons»: Science, 162/3859 (1968), pp. 1243-1248, esp. p. 1244. Muchas han sido las justas críticas a esta, por lo demás afor tunada teoría, bien sintetizadas en C. Hess y E. Ostrom (eds.), La conoscenza come bene co- que ver todo esto con el conocimiento como «bien público global»11, cuya misma cualidad contradice la idea de confín. Encerrarlo en la inaccesibi lidad o ponerle un acceso mediatizado por una pura lógica economicista «constituye uno de los mayores riesgos de ‘división’ y ‘fragmentación’ de nuestras contemporáneas sociedades informacionales. Este ‘jardín amu rallado’, este ‘recintado’ de los contenidos digitales, constituye una ame naza cada vez mayor contra el principio democrático del derecho a la información de los ciudadanos y contra el principio científico de la acu- mulabilidad del saber»12. Más que sobre el fin de la historia deberíamos preguntarnos sobre el «fin de la geografía» y preguntarnos qué sentido puede tener todavía la señal del finís terrae. Solo era el fin de la tierra, porque tras el litoral no venía el vacío; más allá de este, estaba el mar sin confines. El mar es la gran metáfora, no la nueva. La libertad de los mares se confronta con el nomos de la tierra, por eso la acción de quien se mue ve en Internet queda descrita como «navegar». Otro debe ser, evidentemente, el modo de analizar el tema de los con fines cuando se trata de las relaciones entre esfera pública y privada. De entrada nos topamos con el antiguo tema de la tiranía política, la que que ría adueñarse de la persona entera del súbdito sin reconocerle derecho al guno a un espacio privado, y el nuevo, el de un sistema de información y de comunicación que tiende a una transparencia total en la que se advier te la necesidad del singular de dejarse ver, algo que ya no es privilegio del «hombre público», y los tránsitos constantes desde la «intimidad» a la «externidad»13. No obstante, el derribo de la frontera, la eliminación del confín, puede caer en la prepotencia de lo privado, en el retorno al Esta do patrimonial, en el uso privado de los recursos públicos, esto es, en una expansión de lo privado que quiere imponerse como regla única. Este po sible doble efecto de la desaparición del confín nos muestra un camino diferente, una tarea en la que se requiere un fuerte empeño: pensar el confín en una dimensión sin confines. Y las primeras distinciones que hay que tener presentes se producen entre la libre construcción de la perso nalidad y la construcción democrática de la ciudad política, entre aque llo que se caracteriza como «común» y lo que puede ser confiado a otras formas de apropiación, entre lo que pertenece a una singularidad irre- mitne. Dalla teoría alia pratica, trad. ¡t. de I. Katerinov, Bruno Mondadori, Milán, 2009, pp. 13-14, que hablan de «tragicomedia». 11. L. Gal lino, Tecnología e democracia. Conoscenze tecniche e scienti fiche come beni pubblici, Einaudi, Turín, 2007. 12. P. Ferri, «La conoscenza come bene comune nell’epoca della rivoluzione digita les, introducción a C. Hess y E. Ostrom, La conoscenza..., cit., p. xxxiv. 13. Cf. J. Lacan, El Seminario. Libro 7: ética del psicoanálisis [1959-1960], ed. de J.-A. Miller, Paidós, Buenos Aires, 1990. Cf. mis observaciones en La vida y las reglas, trad. de A. Greppi, Trotta, Madrid, 2010, p. 136. 31 ducible y lo que remite a una múltiple serie de relaciones. Confín y no confín muestran, pues, conexiones que no pueden ser canceladas. Hechas estas consideraciones que insisten en la invalidez de algunas simplificaciones, habría que considerar la dimensión global sin tintes to talizadores y sin minusvalorar la necesidad de seguir viendo la dimen sión nacional como el lugar donde se encuentran todavía instrumentos y oportunidades que permiten tutelas intensas a los derechos fundamen tales. Que es algo bien diferente a cualquier pretensión de restaurar una imposible «oferta» del Estado nacional, el cual, entre otras cosas, parte de una premisa incorrecta, esto es, que existe una radical discontinuidad que cierra el paso al más mínimo espacio para las iniciativas naciona les. Peligrosas simplificaciones e indebidas contraposiciones de nuevo. De igual manera que la pretensión de ver la globalización con el criterio de «nada nuevo bajo el sol» (¿no fue acaso global el Imperio romano?), que sería demasiado forzada y resultado además de diversos malentendidos, así parece inapropiada la presentación de la globalización, de sus moda lidades y de sus efectos, como una tabula rasa sobre la que habría que escribir una nueva historia sin querer saber nada del pasado. Se perdería así la posibilidad de entender el sentido del redescubri miento de lo local y de la relación de este con lo global. Además, no se puede hacer una nueva reflexión sobre los confines pensándolos como si la globalización no hubiese cambiado su sentido y su alcance. Lo que no quiere decir que con la globalización estemos entrando en un espa cio «liso», siempre fluido y penetrable14. Por una parte, los territorios se reorganizan según una lógica «multinivel», que implica la definición de unos confines proyectados más allá del Estado nacional, como tes timonianlas experiencias de las uniones regionales, la de la Unión Eu ropea, por ejemplo, y de los diversos sujetos que ejercen soberanía en el espacio global. Por otra, se erigen nuevas barreras para activar contro les, cada vez más directos y capilares, sobre personas, grupos, colecti vidades, precintando espacios públicos y reduciendo los privados. Las políticas del miedo provocan la necesidad de la walled democracy, de una democracia que se refugia en enclaves físicos, étnicos, religiosos, culturales15. Para evitar estos riesgos, que harían inútil la buena intención de quien pretende preservar una adecuada tutela de los derechos fundamentales, valdría un ejercicio de realismo que debería partir de la constatación de las trasformaciones que se están produciendo desde hace algún tiempo. 14. S. Mezzadra, «Confini, migrazioni, cittadinanza», cit., p. 103. 15. Véase, por ejemplo, T. Judt, Algo va mal, Taurus, Madrid, 2010. La obsesión por la seguridad y la necesidad de «clausuras» la cuenta bien H. Boíl, Asedio preventivo, trad. de V. Cánido, Bmguera, Barcelona, 1979. No solo la globalización sino la relevancia institucional cada vez más asu mida por las dimensiones internacionales y supranacionales, que han lle vado al cierre del «territorio jacobino»16, circundado por seguros confines y gobernado por un centro único. Un «fin de los territorios»17 más genera lizado nos obligaría a reflexionar no tanto acerca de un desorden mundial, determinado por la crisis del Estado moderno incardinado precisamente sobre el territorio como su elemento constitutivo, sino más bien sobre la aparición de un «mundo sin centro»18, que encontraría en la red su úni ca manera posible de organización. La revolución de Internet, de hecho, ha contagiado el lenguaje de la política, que cada vez se describe más a sí misma con las palabras tomadas del léxico de la red, que es propuesta como la nueva, la ineludible forma de organización social19. Puesto que Internet es la gran metáfora de la globalización, este factor de disolución de los antiguos asertos debería llevar insertas las instruccio nes de salida. Pero una tan mecánica transposición de la lógica de la red a la organización política y social, valoraciones generales aparte, no trae ría consigo necesariamente una adecuada garantía de los derechos funda mentales. Exigiría, más bien al contrario, una reconsideración acerca del modo de inscribir los derechos fundamentales en un contexto tan profun damente cambiado. Es este un tema que será analizado más adelante, pero ya, en este mo mento, puede decirse que la garantía de los derechos no puede venir de un renovado enclaustramiento en los confines nacionales, ni tampoco que brotará como un automatismo, como una «naturaleza» libertaria, de la red, el nuevo «cielo» al que mirar cuando se pierdan las referencias habi tuales. Los hechos son tozudos y constantemente nos presentan casos de inadecuación o de inexistencia de tutelas nacionales y de violaciones de derechos perpetradas precisamente en la red. El acecho del reduccio nismo —tanto de los angostos espacios de la nación como del ciberespa cio sin fin— produce no realismo político e institucional, sino distorsio- namento de la realidad. Basta una simple mirada para constatar espacios donde existen derechos que son proclamados y al mismo tiempo acecha dos por desconocimiento o por violación. 16. J.-P. Balligand y D. M aquart, La fin du territoire jacobin , Albín Michel, Pa rís, 1990. 17. B. Badíe, La fin des territoires. Essai sur le désordre International et sur l'utilité sociale du respect, Fayard, París, 1995. 18. Es la fórmula repetidamente utilizada por M. Castells, por ejemplo en «Globali- zzare la política»: Lettera internazionale, 70 (2001), pp. 2-7. 19. Baste recordar los títulos de algunos de los muchísimos libros dedicados a este problema: P. Mathias et al.. La Polis Internet, Angelí, Milán, 2000; D. Morris y G. Delafon, Vote.com, Plon, París, 2002; E. Ciulla Kamark y J. S. Nye, Governance.com, Brooking Insti- tution Press, Washington, 2002; C. Sunstein, Republic.com 2.0, Princeton University Press, Princeton, 2007. 33 Para hacer esto, hay que ir «más allá del sentido del lugar»20, cap tar el alcance más general de una amplia reconfiguración de los lugares tradicionales y de las distinciones que los sostienen —nacional/global, publico/privado, individual/social, identidad/alteridad/, interno/externo, real/virtual—. El fenómeno más aparente es el de los constantes transvases o la cancelación/redefinición de los confines, tanto para individualizar las condiciones de los sujetos, como para establecer cómo las continuas «des localizaciones» inciden tanto en la definición, como en el alcance y la ga rantía de los derechos. Esto es bastante evidente cuando se transfieren, por ejemplo, a la esfera pública hechos y comportamientos que antes estaban en la esfera privada: se verifica una menor y diferente «expec tativa de privacidad», por un lado por razones conexas a una cualidad del sujeto (persona «pública», colocada por tanto en un espacio dife rente a aquel en el que se hallan las personas «comunes»), por otro por la naturaleza misma de la información (es decir, por una cualidad suya «objetiva», no determinada por el sujeto al que se refieren). Lo mismo sucede con el cuerpo electrónico: está formado por un conjunto de in formaciones que afectan a un sujeto, pero que, cuando salen al exterior, se transforman: se distribuyen por el mundo, quedan a disposición de una multiplicad de sujetos los cuales, a su vez, contribuyen a la definición de las identidades de otro, construyendo y difundiendo perfiles individuales, de grupo, sociales. Este juego interno/externo acaba afectando incluso al mismo cuer po físico. La unidad física, el perímetro delineado por la piel, ya no de fine el espacio del cuerpo, pues este se dilata en otra cosa que exige un constante y paciente trabajo de reconocimiento: ¿quién gobierna las par tes del cuerpo situadas en ese «otro lugar», constituido por los bancos de sangre, el cordón umbilical, los gametos, los embriones, las células, los tejidos? ¿Diríamos que es el cuerpo el que ocupa el mundo? Y el sig nificado de los derechos y de su garantía cambia a medida que estas di námicas se entienden, bien como un desmembramiento que debe estar bajo control, en primer lugar por los propios interesados, bien como un modo de «poseer» el mundo a través de la extensión en él del pro pio cuerpo21. Al mismo tiempo, los diversos instrumentos gracias a los que el cuerpo es «protegido» o «mejorado», siguiendo una dinámica que es cada vez más intensa, pueden presentarse como «objetos-fronte 20. J. Meyrowitz, Oltre il senso del luogo, trad. it. de N. Gabi, Baskerville, Bolo nia, 1993. Véase además, en sentido contrario, A. Magnaghi, II progetto lócale. Verso il senso del luogo, Bollati Boringhieri, Turín, 2010. 21. He discutido este punto en el escrito «II corpo ‘giuridificato’», en S. Rodotá y P. Zatti (eds.), Trattato di biodiritto II. II govemo del corpo, Giuffré, Milán, 2011, pp. 51-76, y especialmente pp. 62-72. Véase también B. Magni, «I confini del corpo», ibid., pp. 29-49. ras humanas», precisamente allí donde se produce la conjunción entre cuerpo y tecnología22. El cuerpo mismo, pues, plantea un problema de confines y muestra que es imposible concebir derechos y garantías teniendo como referen cia los espacios del pasado, precisamente esos que las dinámicas sociales, culturales y tecnológicas han modificado de manera tan radical. A esta diferente dimensión de los derechos, a estos nuevos espacios y «territo rios», no le valen operaciones de restauración ni utopías regresivas que muestran una enorme incapacidad para «prender fuego» al mundo23. 22. K. Hoeyer, «Anthropologie des objetcs-frontiéres humains»: Sociologie et Socie- té, 2 (2010), P. 67. 23. A. C. Varzi, II mondo messo a fuoco. Storie di allucinayoni e miopie filosofiche, Laterza, Bari,2010. 35 Capítulo II EL ESPACIO DE EUROPA Más allá de la hegemonía de los mercados En este enmarañado terreno, en este turbulento mar de problemas, ha de cidido adentrarse la Unión Europea cuando en el año 2000 se otorgó una Carta de derechos fundamentales, la primera del nuevo milenio, vinculan te jurídicamente desde el 2009, que ha convertido a Europa en la región del mundo con el más elevado reconocimiento de derechos y libertades. Un nuevo lugar, un nuevo espacio ha emergido junto a otra idea de confín espacial y temporal. En el preámbulo de la Carta, como ya se ha dicho an tes, se afirma que el disfrute de los derechos en ella contenidos «implica responsabilidades y deberes para con los demás y también para con la co munidad humana y con las generaciones futuras». Una idea esta, explí citamente invocada en una Comunicación de la Comisión del 19 de oc tubre de 2010, en la que se afirma que «la acción de la Unión en materia de derechos fundamentales va más allá de las políticas internas», ya que la Carta afecta también a su «acción exterior»1. «Responsabilidades», «de beres», «acción» que se sustraen al vínculo del espacio, dado que se hace explícita referencia a «los demás» (a otros sujetos que no están compren didos en el espacio de la Unión), a la «comunidad humana» en su con junto, a su acción «externa»; y también se sustrae al vínculo del tiempo dado que la responsabilidad se extiende incluso a las «generaciones fu turas». Es esta una lógica que pone de manifiesto la plena conciencia de la profunda indivisibilidad de los derechos, que resultan ser el nexo nece sario entre todos los lugares del mundo y una proyección hacia el futuro. 1. Comisión Europea, Comunicación de la Comisión. Estrategias para una efec tiva actuación de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, COM (2010)573. No se trata, pues, de una aceptación pasiva de la «globalización», sino de la asunción de las diversas perspectivas y de las nuevas responsabilidades que este fenómeno impone. Y, al mismo tiempo, la adecuación de la di mensión de los derechos a esa «cancelación» de los vínculos del tiempo y del espacio que caracterizan la revolución electrónica y el ciberespacio que de allí ha surgido. Vale la pena recordar el origen de ese documento. La señal de salida del proceso para la elaboración de la Carta se produjo en el Consejo euro peo de Colonia, en junio de 1999, con una decisión que se abre con pala bras especialmente comprometidas: La tutela de los derechos fundamentales constituye un principio fundador de la Unión Europea y el presupuesto indispensable de su legitimidad. La obligación de la Unión de respetar los derechos fundamentales la confirma y la define el Tribunal de Justicia europeo en su jurisprudencia. En el actual estado de desarrollo de la Unión, es necesario elaborar una Carta de esos derechos con el fin de sancionar de modo visible la importancia capital y el alcance que estos tienen para los ciudadanos de la Unión. Se subraya explícitamente la inadecuación del cuadro institucional construido hasta entonces recurriendo a una palabra de hondo calado como «legitimidad». No solo había en la Unión un «déficit de democra cia», como ya se había dicho, sino un mucho más radical déficit de legiti midad. Retorna a la memoria, irresistible, el art. 16 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789: «La sociedad en la que no está asegurada la garantía de los derechos y en la que no se ha estable cido la separación de poderes no tiene Constitución». La Unión Europea toma conciencia de esta situación y, aunque es largo el camino por reco rrer, la señal de salida ha quedado inequívocamente manifiesta. El mercado, las libertades económicas que lo acompañan, la moneda única no han sido considerados suficientes para atribuir legitimidad a una construcción difícil, con muchos riesgos, cual es la europea. El tránsito de la «Europa de los mercados» a la «Europa de los derechos» se hace, pues, ineludible, condición necesaria para que la Unión pueda alcanzar una plena legitimación democrática. Es este un objetivo formalmente subrayado en la ya recordada Comunicación de la Comisión en la que la Carta es señalada como el parámetro que «garantiza el sistemático con trol de la compatibilidad con la Carta de las propuestas legislativas y de los actos»2, adoptados por la Comisión, que deben ser sometidos a una «valoración de impacto con la Carta». Esta es la premisa de un control ejercido por el Tribunal de Justicia que de ese modo se convierte en tri bunal constitucional de la Unión Europea. 2. Ib id .,\A . 37 Redefinición de los principios fundacionales Este específico itinerario europeo pone de relieve un conflicto que incluye a todos los demás en la dimensión global y afecta al modo de distribuir los poderes, a los sujetos que son titulares, a los controles que pueden ejercer se. Este modelo está hoy presente en otros espacios, además del europeo, de manera que el rechazo radical a la globalización, sintetizado en el eslo gan «No global», está siendo sustituido por una vía distinta que habla de globalización, pero a través de los derechos y no solo del mercado. La institución de un explícito nexo entre transformaciones globales y derechos en la sociedad-mundo refuerza un principio del moderno consti tucionalismo, el recordado antes con referencia al art. 16 de la Declara ción de los derechos del hombre y del ciudadano. Con lo cual, no solo se certifica una continuidad o permanencia histórica, sino que se delimita sobre todo una cuestión ineludible en ese trenzado político e institucio nal, señalado con la palabra «multinivel», que describe una situación en la que conviven dimensiones nacionales, supranacionales, internacionales, globales. Aquí, la garantía de los derechos no es solo fuente de legitimidad de las diversas instituciones presentes en la escena. Atañe también a otras funciones: la de permitir formas de control bastante difundidas y basadas en criterios que anulan la autorreferencialidad de la acción económica, considerada como la actividad concreta preeminente, y legitimada por eso a ser sustancialmente la fuente de la regla; y la de una redistribución de los poderes que no puede resolverse con su concentración en unas solas manos, casualmente las de los sujetos económicos. La estructura de la Carta de los derechos fundamentales confirma esta línea renovadora. Sus seis capítulos llevan por títulos la dignidad, la libertad, la igualdad, la solidaridad, la ciudadanía y la justicia. Estos son ahora los principios fundacionales del sistema constitucional europeo, con una innovación significativa respecto a la Europa de los viejos tra tados en los que no se nombraba ni la dignidad, ni la igualdad ni la soli daridad, que aparecen, sin embargo, en el art. 2 del Tratado de Lisboa, entre los valores fundacionales de la Unión. Si se considera además que en los principios del Tratado ha sido tachada la competencia, citada so lamente en el protocolo n. 27 acerca del mercado interno y la competen cia, el cambio del contexto queda mucho más nítido y, sobre todo, se abre una línea de desarrollo dinámico del sistema entero que hace imposible la interpretación basada solo en criterios del pasado, es decir, una lectu ra basada en lógicas reduccionistas ancladas en la preeminencia del dato económico. Lo cual equivale a decir que la Carta no es de hecho ningún punto de llegada sino un comprometido punto de partida. Su destino, y con él el de la Unión, no se basa en una identidad cualquiera que con gela sus espíritus, que se encierra en una lógica opositora en la relación con los otros, precisamente esos «otros» que, sin embargo, como ya se ha recordado, el Preámbulo señala como referencias necesarias, inseparables del mundo que la Unión quiere contribuir a edificar, proyectándose más allá de sus mismos egoísmos. La apertura que allí se atisba, las tareas com prometidasque marca reclaman más bien la suma virtud del carácter europeo, que Paul Hazard ha sintetizado con extraordinaria eficacia ha blando de «un pensamiento que nunca se sacia»3. Añadiendo luego que la novedad puede consistir en «una cierta voluntad de mirar al futuro más que al pasado, de separarse del pasado aun sirviéndose de él»4. En tiempos bastante difíciles, cuando surgen dudas acerca de la con tinuidad de la construcción europea, bien estaría no olvidar las grandes oportunidades que han acompañado al hecho de que la Unión haya queri do darse una propia declaración de derechos, que no es una mera «puesta al día» de los ya existentes, sino la voz de las regiones del mundo en las que historia y actualidad parecen unirse de nuevo, bien que tras muchos retrasos y condicionamientos, para proponer los derechos fundamentales como ineludible referencia. Grandes son las responsabilidades que esta opción impone a la política y a la cultura, a las instituciones y a las perso nas que se hallan en esta parte del mundo. Como su historia nos dice, los derechos nunca han sido adquiridos de una vez por todas. Siempre han sido acosados, su itinerario nunca ha sido pacífico. Su formal recono cimiento nos habla de una batalla ganada, pero a continuación se abre la cuestión de su eficacia, de su enraizamiento, de su respeto. Los derechos se convierten así en instrumentos de la lucha por los derechos. Y, desde el momento en que se invoca una mayor integración, también política, la Carta de los derechos está ahí para advertirnos que esta integración no puede resolverse por entero en la dimensión de la economía sino que exige una relevancia semejante para los derechos fundamentales como condición indispensable para la democraticidad de la Unión y para su legitimación ante los ciudadanos. Todo esto lo sabemos pero tenemos que insistir en ello para no que darnos en la superficie de las cosas con fáciles autocomplacencias. Yen do, pues, al fondo de la Carta de los derechos fundamentales y del siste ma del que forma parte, encontramos una serie de normas que muestran que los derechos fundamentales constituyen un paso necesario para afron tar difíciles coyunturas de democracia. En general, y para aclarar mejor el contexto en el que se inserta la Carta, hay que subrayar que el Trata do de Lisboa ha puesto junto al reconocimiento de la democracia repre- 3. P. Hazard, La crise de la cottscicncc européenne (1680-1715) [1935], Fayard, París, 1961, p. 414; trad. de J. Marías, La crisis de la conciencia europea, Revista de Oc cidente, Madrid, 1946. 4. Ibid., p. 420. 39 sentativa, como fundamento del funcionamiento de la Unión (art. 10), una modalidad de intervención directa de los ciudadanos que introduce un significativo elemento de democracia participativa. En el art. 11 se prevé que «ciudadanos de la Unión, en número de al menos un millón, que sean ciudadanos de un número significativo de Estados miembros, puedan tomar la iniciativa de invitar a la Comisión Europea, en el ámbi to de sus atribuciones, a presentar una propuesta apropiada en algunas materias sobre las que esos ciudadanos consideran necesario un acto ju rídico de la Unión a los fines de la actuación de los tratados». Es solo un primer paso, una innovación cuyo destino depende obviamente de la ca pacidad de iniciativa de los ciudadanos europeos. Es un paso que va en la dirección justa porque se hace cada vez más evidente que el futuro de la democracia representativa depende ahora de su capacidad para encon trar modalidades de integración dentro de la multiplicidad creciente de formas de democracia participativa que puedan revigorizarla y restituirle legitimación. Más específicamente, el tránsito de la participación indivi dual a la colectiva trae a colación un instrumento institucional que puede contribuir a la construcción de ese demos europeo cuya falta ha hecho dudar de la posibilidad de dar a la Unión Europea un fundamento dife rente al de la dinámica de los mercados. Dos son, pues, las referencias del Tratado de Lisboa que contribuyen a precisar el contexto general, a destacar los elementos relevantes del «sis tema constitucional europeo» en este nuevo relato de los derechos. Am bos, sin embargo, están mejor definidos mediante el modo, directo e in directo, con que aparecen en la Carta de los derechos fundamentales. La cuestión de la democracia halla en sus artículos una puntual enumeración de las precondiciones sin las que quedaría vacío de sentido el proceso de mocrático en su conjunto. Y la indicación de los valores fundadores de la Unión, que se halla en el art. 2 del Tratado de Lisboa y que asume un tono programático, cuando no declamatorio, encuentra su concreción cuando la Carta los traduce en axiología que va calando después en las específi cas disposiciones de cada uno de sus capítulos. Este sistema de relaciones entre los dos documentos, sin embargo, no debería hacernos perder de vista el dato institucional constituido por el hecho de que la Carta de los derechos fundamentales está fuera del Tra tado. Considerada esta ubicación por algunos como una especie de debi lidad, en realidad lo que hace es que la Carta asuma un significado que permite verla como un verdadero Bill of Rights. La autonomía de la Car ta la deja fuera de las mutables vicisitudes de una política que puede lle var a modificaciones de los Tratados, a praxis restrictivas, y le otorga la potencialidad de actuar como elemento estabilizador de todo el sistema constitucional. No se trata de una «roca granítica», como se dijo del Code civil francés de 1804, imposible de modificar por una legislación enten dida siempre como excepcional u ocasional. Pero con toda seguridad es un dato institucional fuerte. Antes incluso de que la Carta fuese jurídica mente vinculante, con el reconocimiento de un «mismo valor jurídico que los tratados» (art. 6 del Tratado de Lisboa), las dos Comunicaciones de la Comisión, la de 2001 y la de 2005, habían establecido que los actos normativos de la Unión habían de estar sometidos a un test de compatibi lidad con las disposiciones de la Carta, y este criterio ha sido corroborado en la recordada Comunicación de 2010. Convertida, pues, en «medida» de la normativa europea, la Carta es un paso ineludible en la reconstruc ción del sistema y en la definición de los principios que deben guiar su funcionamiento. Indivisibilidad de los derechos y respeto por los principios La operación de política del derecho llevada a cabo mediante la Carta puede descomponerse de la siguiente manera: abandono de la distinción de los derechos por «generaciones»; consecuente afirmación de la indivi sibilidad del derecho; tránsito del sujeto abstracto a la persona situada en un contexto caracterizado por las condiciones concretas de su existencia; acentuación de las precondiciones necesarias para que se dé un efectivo proceso democrático y no una democracia meramente procedimental. La progresiva aparición y consolidación de los derechos sociales, en la primera mitad del siglo XX, ha sido la causa de que se acentuara la división de las diversas categorías de los derechos, definidas como «ge neraciones», de manera que a las tres primeras — civil, política y so cial— se les han ido añadiendo después otras, sustancialmente ligadas a las situaciones determinadas por la nueva conciencia medioambiental y por los efectos de las innovaciones tecnológicas y científicas. El hecho de hablar de «generaciones», con una terminología propia del mundo de la informática, podría inducir a pensar que cada nueva generación de ins trumentos condena a la obsolescencia y al abandono definitivo de las precedentes; pero esto es una evidente falacia nacida de la voluntad de traducir una división cronológica, por lo demás controvertida, en una jerarquía que atribuye a alguna de estas generaciones un estatuto teórico más fuerte5. El verdadero problema, dejando a un lado falacias e incomprensio nes,
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