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Leicach, D Terapéutica y crímenes de lesa humanidad

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Terapéutica y crímenes 
de lesa humanidad 
por darío leicach (1)
“No son sólo los perversos los que cometen 
atrocidades con otras personas”. Jean Allouch (2)
1 | Nota preliminar
Tómese al presente trabajo, como una primera elaboración de nuestra 
experiencia frente al desafío de brindar tratamiento a personas ligadas 
con el terrorismo de Estado. Es posible que, con el deseable avance de los 
juicios y condenas de estos individuos, cada vez sea una experiencia más 
común encontrarlos en nuestros consultorios dentro del penal. Es, por lo 
tanto, necesario poner sobre la mesa esta problemática para que no nos 
tome desprevenidos. Partimos de la base de que en un estado de Dere-
cho es inadmisible volver a la política del enemigo, y que toda persona, no 
importa sus actos, cuenta con ciertos derechos de naturaleza inalienable.
Como terapeutas civiles en salud mental del PRISMA tratamos diaria-
mente con pacientes imputados o condenados por delitos de todo tipo, 
desde pequeños hurtos hasta violaciones y homicidios. Los detalles de 
los episodios que han llevado a algunos de nuestros pacientes a perder 
su libertad y terminar en nuestros consultorios y talleres, son en ocasio-
nes de una atrocidad y violencia extremas. Los psiquiatras, psicólogos 
 (1) Lic. en Psicología (UBA). Docente Facultad de Psicología de la UBA. Integrante Disposi-
tivo de Tratamiento PRISMA
 (2) allouch, Jean, La etificación del psicoanálisis. Calamidad., Buenos Aires, Edelp,1997.
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y trabajadores sociales que venimos del ámbito civil no estamos fami-
liarizados con estas cuestiones. Basta con ver nuestra currícula forma-
tiva para darse cuenta que este tema tiene, en el mejor de los casos, 
un lugar mínimo y marginal. Es para nosotros un desafío diario poder 
integrar a nuestra práctica —sin reducirla ni degradarla— este tipo de 
violencia. Entendemos que uno de los mayores obstáculos radica en los 
efectos de corrimiento de la función de terapeutas, en tanto lo violento, 
sobre todo en sus presentaciones más descarnadas impacta en la sensi-
bilidad del profesional.
Es fundamental trabajar sobre esta problemática —elemento propio de la 
especificidad de nuestro ámbito— ya que en la medida en que esto es na-
turalizado e invisibilizado conlleva efectos infortunados en nuestra labor. 
Analizar todas las vertientes de esto excede la ambición de este trabajo, 
así que nos centraremos en la problemática particular de atender a perso-
nas imputadas por crímenes de lesa humanidad.
2 | La novedad
Cuando el primero de estos pacientes fue derivado a nuestras insta-
laciones, hubo una sensación de novedad, de excepcionalidad y una 
consecuente inquietud se instaló en nuestro grupo de profesionales. Se 
manifestaron distintas formas de rechazo, desde la renuencia de varios 
a tomar en tratamiento a la persona en cuestión, hasta cierto recelo: 
“¿Vamos a alojar a esta gente en nuestro dispositivo?, ¿merecen trata-
miento?”.
Las situaciones novedosas tienen como mínimo un doble interés: por un 
lado nos obligan a pensar cómo sería más adecuado abordar un nuevo 
problema, y al mismo tiempo, develan aspectos de nuestro trabajo que 
en la cotidianeidad pasan desapercibidos. En este caso en particular, los 
mecanismos que parecían aceitados comenzaron a “hacer ruido”.
3 | algo no marchaba
¿Cuáles eran los argumentos que sostenían este rechazo generalizado? 
Los obstáculos que se aducían eran variados, pero de una manera u otra 
caían dentro de dos polos.
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1. La esencia del paciente: Indudablemente se trataba de un perverso y esto im-
plicaba serias dificultades en la posibilidad de establecer un tratamiento. (3)
2. La sensibilidad de los terapeutas: Éstos consideraban que no contaban con la 
templanza para mantener la escucha neutral y desprejuiciada necesaria para 
poder trabajar.
Ambos supuestos escollos merecen un análisis detallado, así que nos to-
maremos el tiempo necesario para trabajarlos. En relación al primero, la 
supuesta perversión del paciente, tenemos que comprender antes que 
nada a qué nos referimos, ya que el calificativo “perverso” no tiene un 
significado unívoco ni para el lego ni para el profesional de la salud.
4 | De la perversión 
En el seno de la psiquiatría clásica el concepto de perversión fue acu-
ñado hacia finales del siglo XIX. Dentro de esta categoría psiquiátrica se 
intentó agrupar el conjunto de prácticas sexuales que eran consideradas 
como aberrantes frente a los criterios sociales establecidos. Se pretendió 
darle a este término un estatuto científico en tanto fuera descriptivo y mo-
ralmente neutro, pero nunca perdió estas connotaciones. (4) Si tuviéramos 
que ubicar al torturador en esta categoría, lo encontraríamos dentro de la 
subcategoría de los sádicos, es decir, personas que extraen un placer de 
carácter sexual causando dolor físico, psicológico o humillación a otros. 
En el campo del psicoanálisis actual, el término perversión supone una ca-
tegoría clínica opuesta y excluyente a la de neurosis como a la de psicosis. 
Es mucho lo que se ha escrito en psicoanálisis sobre la perversión como 
estructura clínica, lo que resulta significativo para este trabajo es que su-
pone la liquidación de la transferencia, fenómeno necesario para que se 
desarrolle el proceso psicoterapéutico. (5) 
 (3) Hago uso del término esencia y no diagnóstico por lo precipitado de la caracterización 
de este sujeto como perverso. Esto da cuenta de un corrimiento del campo de la clínica al 
campo de la atribución esencialista.
 (4) Quizá por esto en 1987 la American Psychiatric Association decidió renombrar, dentro del 
DSM, al grupo con un nombre mas polite como el de “parafilias”.
 (5) Con respecto a este punto, dentro del ámbito psicoanalítico hay diferentes posturas teó-
ricas. Basta decir que si es posible una clínica psicoanalítica de las perversiones y en qué 
condiciones es una cuestión en la que, hasta la fecha no se ha logrado un consenso. 
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La rapidez con la que se establece que una persona es perversa es sor-
prendente. Si tomamos la acepción psiquiátrica clásica, no se contaba con 
los elementos suficientes que nos indicaran que el paciente extrajo algún 
tipo de placer (sea de índole sexual o no) en su presunta práctica. Dos pun-
tos fundamentales nos eran escatimados en lo precipitado del diagnóstico, 
la palabra del paciente y el espacio de las entrevistas preliminares a todo 
tratamiento posible. La falta de estos dos pilares de la clínica nos da ya un 
indicio de que quien se apresuraba a calificar de perverso a este sujeto lo 
hacía desde una posición que no tiene que ver con la terapéutica. (6)
Algo similar podemos decir si suponemos que el calificativo de perverso 
hacía referencia al término en su acepción psicoanalítica. El diagnóstico 
en este caso se establece en transferencia, que es un proceso particular 
que se da en el transcurso del trabajo analítico. Todo esto no es muy no-
vedoso para un psiquiatra o psicólogo. En este punto nos diferenciamos 
de otras especialidades del campo de la salud. No podemos establecer 
un diagnóstico sincrónico, atemporal y sin el elemento que es el núcleo 
de nuestra práctica, la experiencia singular, irrepetible e irreproducible 
del encuentro entre paciente y terapeuta. El psicoanalista se abstiene de 
calificar como perverso a alguien por lo que dice, hace o relata haber 
hecho. El proceso de la transferencia supone la reedición, la puesta en 
escena en sesión de los complejos psíquicos y las particularidades de la 
economía libidinal de ese sujeto. Cualquier a priori sobre las característi-
cas de quién se sienta en frente nuestro, delimitadas a partir de hechos (7) 
objetivos, nos aparta radicalmente de nuestra función como terapeutas 
y evidencia en esa premura por endosarle un calificativo al sujeto un acto 
de violencia diagnóstica. Se hace uso del acervoteórico con fines conde-
natorios y no terapéuticos. 
Mientras que el trabajo de la justicia consiste en gran medida en ubicar al 
sujeto dentro de una figura legal (inimputable, responsable, culpable, etc.), 
el psicoanálisis —o cualquier terapéutica criteriosa— no encuentra en la ca-
 (6) Entendemos que el jurista, el ciudadano, el sociólogo, etc., también tendrán cosas im-
portantes qué decir respecto a los torturadores. El problema es cuando el terapeuta deja 
de ser terapeuta y desde este lugar, usurpado a la clínica y a su saber, hace ejercicio de una 
violencia diagnóstica. 
 (7) ¿No le corresponde al juez validar y valorar hechos? ¿Por qué tendríamos y bajo qué pa-
siones nos habilitaríamos a redoblar el juicio de alguien ya enjuiciado?
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tegoría o en el diagnóstico del paciente su fin, sino un medio para cuestio-
nar y teorizar su práctica. En el momento en que la teoría se impone sobre 
la experiencia, en cuanto la subjetividad del paciente queda velada por la 
valoración diagnóstica clausuramos el campo de la escucha y por ende no 
hay paciente ni terapéutica posible.
5 | Del lado del terapeuta 
Es razonable pensar que una persona, incluso en su ámbito profesional, tie-
ne limitaciones en su campo de acción. No todos estamos dispuestos o 
tenemos la aptitud para afrontar cualquier situación que se nos pueda pre-
sentar. Sin embargo, creemos que vale la pena pensar por qué la mayoría 
de los terapeutas pusieron en duda su aptitud para atender a este paciente.
Como mencionamos anteriormente, muchos de los pacientes alojados en 
el PRISMA han lesionado gravemente o terminado con la vida de otros 
seres humanos. Pese a esto, no se producen grandes sobresaltos, y los pa-
cientes reciben la atención que es nuestra función brindarles. El obstáculo 
a la hora de atender a un presunto torturador, entonces, no radica en el 
hecho de dañar o asesinar. Entonces, dónde radica la diferencia.
Por ello por primera vez démosle la palabra a estos pacientes y quizá ellos nos 
puedan orientar. Los profesionales no son los únicos en diferenciar a los tortu-
radores de los demás criminales, sino que ellos mismos marcan una diferencia 
tajante. Ellos no se consideran criminales en tanto entienden la criminalidad 
como un hecho moral, social y/o desencadenado por una patología: el pobre, 
el estafador, el asesino “desequilibrado”, el adicto, son los criminales para 
ellos. Los militares torturadores y secuestradores se definen, en oposición a 
éstos, como “presos políticos”. Y aunque todos los presos son producto de 
una política, quizás haya una verdad en su autoarcacterización: sus crímenes 
se enmarcan en su labor como siervos de un estado de políticas terroristas, en 
tanto éste atentó sistemáticamente contra sus propios ciudadanos. Resulta 
irónico que el mismo elemento que genera la renuencia de los profesionales 
sea el que ellos esgrimen para limpiarse de toda culpa y, al mismo tiempo, 
dar cuenta de cierto tipo de superioridad moral sobre otro tipo de detenidos. 
Se hace patente en las entrevistas con muchos de ellos que mantienen con 
orgullo su posición como actores de una política del enemigo. Se guardan sus 
temores, sus dudas y su cansancio.
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Podemos pensar entonces que la resistencia de los profesionales aparece 
no ante la violencia, sino frente al hecho de que estos pacientes ubican a 
esta violencia en las coordenadas de un hecho heroico, un acto político 
en pos de alguna abstracción como “el orden nacional”, “el cuidado de 
las instituciones” o “el estado”. Lo que el profesional no advierte, es que 
termina reproduciendo, como frente a un espejo esta lógica del adversario 
o el colaborador, el héroe y el adversario. De ningún modo se debe pensar 
que estamos planteando un imperativo del orden del “atiéndase a todos 
y bajo cualquier condición” ni tampoco creemos que es posible armar un 
dispositivo terapéutico con toda la humanidad. Lo que advertimos es que 
en esta rapidez en suponer como imposible un tratamiento estamos al 
mismo tiempo reproduciendo una violencia de orden político —política 
que niega el padecer subjetivo— y en el mismo movimiento validando la 
posición sacrificial y heroica de estas personas.
6 | Hacia un tratamiento posible
Es en la medida en que el psicoanálisis nos enseña que la realidad humana 
es esencialmente dialéctica, que podemos pensar que víctima y victimario 
son dos caras de una misma moneda. Así como corremos el riesgo, com-
padeciéndonos de la víctima, de revalidarla en esa posición totalizadora 
de sufrimiento vedándole la posibilidad de ser algo más (8); también corre-
mos el riesgo de que en la medida en que asumamos que un torturador 
es sólo un torturador, reeditemos la política del enemigo en un gesto de 
venganza social. Una terapéutica puede acontecer en el pasaje de la unidi-
mensionalidad del monopolio de una categoría (siempre moralizante) a la 
pluridimensionalidad de lo humano como inherentemente indeterminable 
y contradictorio. En tanto como terapeutas podamos deconstruir —pero 
siempre sin negar— este abigarrado dualismo de la víctima y el victimario, 
y pensar que un torturador puede no ser en todo aspecto de su subjetivi-
dad un torturador, podremos pensar un tratamiento posible del individuo 
y erosionar una repetición mortificante que es, en cierto modo, también 
parte de nuestra historia de padecimiento como pueblo. 
 (8) Cabe preguntarse hasta dónde, al ratificar a la víctima, no es uno el que se vuelve, simbó-
licamente, victimario. Desde ya, que negar a la víctima, nos llevaría al mismo lugar.

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