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Sartre, J -P Capítulo III_ Las relaciones concretas con el prójimo

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EL SER Y LA NADAEL SER Y LA NADAEL SER Y LA NADAEL SER Y LA NADA 
JeanJeanJeanJean----Paul SartrePaul SartrePaul SartrePaul Sartre 
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Capítulo III 
LAS RELACIONES CONCRETAS CON EL PRÓJIMO 
No hemos hecho hasta ahora sino describir nuestra relación fundamental con el otro. Esta relación nos ha 
permitido explicitar las tres dimensiones de ser de nuestro cuerpo. Y, aunque la relación originaria con el 
prójimo sea primera con respecto a la relación de mi cuerpo con el ajeno, nos ha aparecido claramente que el 
conocimiento de la naturaleza de mi cuerpo es indispensable para cualquier estudio de las relaciones 
particulares de mi ser con el de mi prójimo. Estas suponen, en efecto, de una y otra parte, la facticidad, es 
decir, nuestra existencia como cuerpos en medio del mundo. No es que el cuerpo sea el instrumento y la 
causa de mis relaciones con el prójimo, pero constituye la significación de ellas y señala sus límites: capto la 
trascendencia-trascendida del otro como cuerpo-en-situación, y como cuerpo-en-situación me experimento en 
mi alienación a favor del otro. Podemos examinar ahora estas relaciones concretas, puesto que ya sabemos lo 
que es nuestro cuerpo. No son simples especificaciones de la relación fundamental: aunque cada una incluya 
en sí la relación originaria con el Prójimo como su estructura esencial y su fundamento, son modos de ser 
enteramente nuevos del para-sí. Representan, en efecto, las diferentes actitudes del para-sí en un mundo en 
que hay otros. Cada una de ellas presenta, pues, a su manera la relación bilateral: para-sí-.para-otro, en-Sí. Si 
llegamos, pues, a cxplicitar las estructuras de nuestras relaciones más Primitivas con el-otro-en-el-mundo, 
habremos concluido nuestra tarea. En efecto, al comienzo de este trabajo nos interrogábamos sobre las 
relaciones entre el para-sí y el en-sí; ahora sabemos que nuestra tarea era más compleja: existe la relación 
entre el para-sí y el en-sí en presencia del otro. Cuando hayamos descrito este hecho concreto, estaremos en 
condiciones de dar conclusiones sobre las relaciones fundamentales de esos tres modos de Ser, y podremos 
quizás esbozar una teoría metafísica del ser en general. El para-sí como nihilización del en-sí se temporaliza 
como huida hacia. En efecto, trasciende su facticidad -ser dado o pasado o cuerpo- hacia el en-sí que sería si 
pudiera ser su propio funcionamiento. Esto se traducirá en términos ya psicológicos -y, por eso mismo, 
impropios, aunque acaso más claros- diciendo que el para-sí intenta escapar a su -existencia de hecho, es 
decir, a su ser-ahí, como en-sí del cual no es en modo alguno el fundamento, y que esa huida se produce 
hacia un porvenir imposible y siempre perseguido en que el para-sí sería en-sí-para-sí, es decir, un en-sí que 
fuera por sí mismo su propio fundamento. Así, el para-sí es huida y persecución a la vez; a la vez huye del 
en-sí y lo persigue; el para-sí es un perseguidor-perseguido. Pero recordaremos, para aminorar el peligro de 
una interpretación psicológica de las precedentes observaciones, que el Para-sí no es primero para intentar 
después alcanzar el ser; en una palabra, no debemos concebirlo como un existente dotado de tendencias, a la 
manera como este vaso está dotado de ciertas cualidades particulares. Esa huida perseguidora no es un dato 
que se daría por añadidura al ser del para-sí, sino que el para-sí es esa huida misma; ésta no se distingue de 
la nihilización originaria: decir que el para-sí es perseguidor-perseguido es lo mismo que decir que es en el 
modo de haber de ser su ser o que no es lo que es y es lo que no es. El para-sí no es el en-sí ni podría serlo, 
pero es relación con el en-sí; es, incluso, la única relación posible con el en-sí; ceñido por el en-sí por todos 
lados, no le escapa sino porque no es nada y está separado de aquél por nada. El para-sí es fundamento de 
toda negatividad y de toda relación; él es la relación. 
De este modo, el surgimiento del prójimo alcanza al para-sí en Pleno meollo. Por y para el otro, la huida 
perseguidora queda fijada en en-sí. El en-sí la atrapaba va de nuevo a medida que se producía; esa fuga era 
ya, a la vez, negación radical del hecho, posición absoluta del valor, y estaba transida de facticidad de parte a 
parte; al menos, escapaba por la temporalización; al menos, su carácter de totalidad destotalizada le confería 
un Perpetuo «en otra parte». He aquí que ahora el prójimo hace comparecer ante sí esa totalidad misma y la 
trasciende hacia su propio en-otra-parte. Esta totalidad es la que se totaliza: para el prójimo irremediablemente 
soy lo que soy v mi propia libertad es una característica dada de mi ser. Así, el en-sí me atrapa de nuevo 
hasta en el futuro y me fija totalmente en mi propia huida, que se convierte en huida prevista y contemplada, 
una huida coagulada, Pero esta huida coagulada no es jamás la huida que soy para mí: es dada fuera. 
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Experimento esta objetividad de mi huida como una alienación que no puedo trascender ni conocer. Y, sin 
embargo, Por el solo hecho de que la experimento y de que confiere a mi huida el en-sí del cual ésta huye, 
debo volverme hacia ella y tomar actitudes a su respecto. Este es el origen de mis relaciones concretas con el 
prójimo: están determinadas por completo por mis actitudes respecto del objeto que soy por-otro. Y, como la 
existencia ajena me revela el ser que soy, sin que YO Pueda ni apropiarme de este ser ni siquiera concebirlo, 
esa existencia motivará dos actitudes opuestas: el prójimo me mira y, como tal, retiene el secreto de mi ser, 
sabe lo que soy; así, el sentido profundo de mi ser está fuera de mí, aprisionado en una ausencia; el prójimo 
me lleva ventaja. Puedo intentar, pues, en tanto que huyo del en-sí que soy sin fundarlo, negar ese ser que me 
es conferido desde afuera; es decir, puedo volverme sobre el prójimo para conferirle a mi vez la objetividad, ya 
que la objetidad del prójimo es destructora de mi objetividad para él. Pero, por otra parte, en tanto que el 
prójimo como libertad es fundamento de mi ser-en-sí, puedo tratar de recuperar esa libertad y apoderarme de 
ella, sin quitarle su carácter de libertad: si, en efecto, pudiera asimilarme esa libertad que es fundamento de mi 
ser-en-sí, sería para mí mismo mi propio fundamento. Trascender la trascendencia ajena o, al contrario, 
absorber en mí esa trascendencia sin quitarle su carácter de tal, son las dos actitudes primitivas que adopto 
con respecto al prójimo. Y también aquí conviene entender con prudencia las palabras: no es verdad que yo 
sea primero y después «trate» de objetivar o de asimilar al otro, sino que, en la medida en que el surgimiento 
de mi ser es surgimiento en presencia del prójimo, en la medida en que soy huida perseguidora y perseguidor 
perseguido, soy, en la raíz misma de mi ser, proyecto de objetivación o de asimilación del prójimo. Soy mi 
experiencia del prójimo: he aquí el hecho originario. Pero esta experiencia del prójimo es ya actitud hacia el 
prójimo, es decir, que no puedo ser en presencia de otro sin ser ese «en-presencia» en la forma del haber de 
serlo. Así, describimos todavía estructuras de ser del para-sí, aun cuando la presencia del prójimo en el 
mundo sea un hecho absoluto y evidente por sí, pero contingente, es decir, imposible de deducir de las 
estructuras ontológicas del para-sí. 
Esas dos tentativas que soy son opuestas. Cada una de ellas es la muerte de la otra, es decir, que el 
fracaso de la una motiva la adopción de la otra. Así, no hay una dialéctica de mis relaciones con el Prójimo, 
sino un círculo, aunque cada tentativa se enriquezca con el fracaso de la otra. De este modo, estudiaremos 
ambas sucesivamente. Pero conviene advertir que, en el seno mismo de cada una, la otra sigue siempre 
presente, Precisamente porque ninguna de las dos puede ser sostenida sin contradicción. Es más, cada una 
de ellas está en la otra y engendra la muerte de ésta; así, no Podemos salir jamás del círculo. Convieneno 
perder de vista estas observaciones al abordar el estudio de esas actitudes fundamentales para con el 
prójimo. Como tales actitudes se producen y se destruyen en círculo, es tan arbitrario Comenzar por una como 
por la otra. Empero, puesto que hay que elegir consideraremos primero las conductas por las cuales el para-sí 
a de asimilarse la libertad ajena. 
I. La primera actitud hacia el prójimo: el amor, el lenguaje, el masoquismo 
Todo lo que vale para mí vale para el prójimo. Mientras yo intento liberarme del dominio del prójimo, el prójimo 
intenta liberarse del mío; mientras Procuro someter al prójimo, el prójimo procura someterme. No se trata en 
modo alguno de relaciones unilaterales con un objeto-en-si, sino de relaciones recíprocas e inestables. Las 
descripciones que siguen han de ser enfocadas, pues, según la perspectiva del conflicto. El conflicto es el 
sentido originario del ser-para-otro. 
Si partimos de la revelación primera del prójimo como mirada, hemos de reconocer que experimentamos 
nuestro ser-para-otro imposible de captar en la forma de una posesión. Soy poseído por el prójimo; la mirada 
ajena modela mi cuerpo en su desnudez, lo hace nacer, lo esculpe, lo produce como es, lo ve como yo no lo 
veré jamás. El prójimo guarda un secreto: el secreto de lo que soy. Me hace ser y, por eso mismo, me posee, 
y esta posesión no es nada más que la conciencia de poseerme. Y yo, en el reconocimiento de mi objetidad, 
experimento que él tiene esa conciencia. A título de conciencia, el prójimo es para mí a la vez lo que me ha 
robado mi ser y lo que hace que «haya» un ser que es el mío. Así, tengo la comprensión de esta estructura 
ontológica: soy responsable de mi ser-para-otro, Pero no su fundamento; mi ser-para-otro me aparece, pues, 
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en forma de algo dado y contingente de lo que, sin embargo, soy responsable, y el prójimo funda mi ser en 
tanto que este ser es en la forma del «hay»; pero no es él el responsable, aunque lo funde en plena libertad, 
en y por su libre trascendencia. Así, en la medida en que me develo a mí mismo como responsable de mi ser, 
reivindico este ser que soy; es decir, quiero recuperarlo, o, en términos más exactos, soy proyecto de 
recuperación de mi ser. El ser me es apresentado como mi ser, pero a distancia, como la comida a Tántalo, y 
quiero extender la mano para apoderarme de él y fundarlo Por mi libertad misma. Pues, si en cierto sentido mi 
ser-objeto es insoportable contingencia y pura «posesión» de mí por otro, en otro sentido es como la 
indicación de que sería preciso que lo recuperara y lo fundara para otro, siendo fundamento de mi ser, no Yo 
el fundamento de mí mismo. Pero esto no es concebible a menos que me asimile la libertad del otro. Así, mi 
proyecto de recuperación de mí es fundamentalmente proyecto de reabsorción del otro, Empero, tal proyecto 
debe dejar intacta la naturaleza del otro. Es decir, que No dejo Por eso de afirmar al prójimo, es decir, de 
negar que yo sea el otro: no podría diluirse en mí ser-para-otro sin que se desvaneciera. Así, pues, si proyecto 
realizarla a partir de mi alteridad con el prójimo, esto significa que proyecto asimilarme la alteridad del otro en 
tanto que tal, como mi posibilidad propia. En efecto, para mí se trata de hacerme ser adquiriendo la posibilidad 
de adoptar sobre mí el punto de vista del otro. No se trata, empero, de adquirir una Pura facultad abstracta de 
conocimiento. Lo que proyecto apropiarme no es la Pura categoría del otro: esta categoría no es ni concebida 
ni siquiera concebible, sino que, con ocasión de mi concreto, padecido y sentido experimentar al otro, quiero 
incorporarme a ese otro concreto como realidad absoluta en su alteridad. El otro, al que quiero asimilar, no es 
en modo alguno el otro-objeto. O, si se prefiere, mi proyecto de incorporación del otro no corresponde en 
modo alguno a una recuperación de mi para-sí como yo mismo ni a un trascender la trascendencia del otro 
hacia mis propias posibilidades. No se trata de borrar mi objetividad objetivando al otro lo que correspondería 
a librarme de mi ser-para-otro, sino, muy por el contrario, quiero asimilar al otro en tanto que otro-que mira, y 
este proyecto de asimilación lleva consigo un acrecentado reconocimiento de mi ser-mirado. En una palabra, 
me identifico totalmente con mi ser-mirado para mantener frente a mí la libertad de la mirada del otro y, como 
mi ser-objeto es la única relación posible entre el otro y yo, sólo ese ser-objeto puede servirme de instrumento 
para operar la asimilación a mí de la otra libertad. Así, como reacción al fracaso del tercer ék-stasis, el para-sí 
quiere identificarse con la libertad ajena como fundamento de su ser-en-sí. Ser prójimo para sí mismo -ideal 
siempre concretamente apuntado en la forma de ser para sí mismo este o aquel prójimo- es el valor primero 
de las relaciones con el prójimo; esto significa que mi ser-para-otro es infestado por la indicación de un ser- 
absoluto que sería sí-mismo en tanto que otro y otro en tanto que sí mismo, y que, dándose libremente como 
otro su ser sí-mismo y como sí-mismo su ser-otro, sería el propio ser de la prueba ontológica, es decir, Dios. 
Este ideal no podría realizarse sin superar la contingencia originaria de mis relaciones con el prójimo, es decir, 
el hecho de que no haya ninguna relación de negatividad interna entre la negación por la cual el prójimo se 
hace otro distinto de mí y la negación por la cual YO me hago otro distinto del prójimo. Hemos visto, que esta 
contingencia es insuperable: es el hecho de mis relaciones con el prójimo, como mi cuerpo es el hecho de mi 
ser-en-el-mundo. La unidad con el prójimo es, Pues, irrealizable de hecho. Lo es también de derecho, pues la 
asimilación del para-Sí y del prójimo en una misma trascendencia traería consigo necesariamente la 
desaparición del carácter de alteridad del prójimo. Así, la condición Para que yo proyecte la identificación del 
prójimo conmigo es que persista en mi negación de ser el otro. Por último, ese proyecto de unificación es 
fuente de conflicto, puesto que, mientras me experimento como objeto Para el prójimo y proyecto asimilarlo en 
y por ese experimentar, el Prójimo me capta como objeto en medio del mundo y no proyecta en modo alguno 
a él. Sería necesario, entonces -ya que el ser para otro lleva sino una doble negación-, actuar sobre la 
negación interna por la cual consigo actuar sobre la libertad del prójimo; es decir, el Prójimo trasciende mi 
trascendencia y me hace existir para el otro; Este ideal irrealizable, en tanto que infesta mi proyecto de mí 
mismo, no es asimilable al amor en cuanto el amor es presencia del prójimo, La empresa, es decir, un 
conjunto orgánico de proyectos hacia mis posibilidades propias. Pero es el ideal del amor, su motivo y su fin, 
su valor propio - El amor como relación primitiva con el prójimo es el conjunto de los proyectos por los cuales 
apunto a realizar ese valor. Estos proyectos me ponen en relación directa con la libertad del prójimo. En este 
sentido, el amor es conflicto. Hemos señalado, en efecto, que la libertad ajena es fundamento de mi ser. Pero, 
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precisamente porque existo por la libertad ajena, no tengo seguridad ninguna, estoy en peligro en esa libertad; 
ella modela mi ser y me hace ser, me confiere y me quita valores, y mi ser recibe de ella un perpetuo 
escaparse pasivo de sí mismo. Irresponsable y fuera de alcance, esa libertad proteiforme en la cual me he 
comprometido puede comprometerme a su vez en mil diferentes maneras de que me ser. Mi proyecto de 
recuperar mi ser no puede realizarse a menos que me apodere de esa libertad y la reduzca a ser libertad 
sometida a la mía. Simultáneamente, es la única manera en que puedo actuar sobre la libre negación de 
interioridad por la cual el Otro me constituye en Otro, es decir, por la cual puedo preparar los caminos de una 
identificación futura entre el Otro y yo. Eso se hará más claro, quizá, si se medita sobre este problema deaspecto puramente psicológico: ¿por qué el amante quiere ser amado? Si el Amor, en efecto, fuera puro 
deseo de posesión física, podría ser en muchos casos fácilmente satisfecho. El héroe de Proust, por ejemplo, 
que instala a su amante en su casa, puede verla y poseerla a cualquier hora del día, y ha podido ponerla en 
situación de total dependencia material, debería verse libre de inquietud. Sin embargo, sabemos que está, por 
el contrario, roído por la preocupación. Albertina escapa a Marcelo, aun cuando la tenga al lado, por medio de 
su conciencia, y por eso él no conoce tregua sino cuando la contempla dormida. Es cierto, pues, que el amor 
quiere cautivar la «conciencia». Pero ¿por qué lo quiere? ¿Y cómo? 
La noción de «Propiedad», por la cual tan a menudo se explica el amor, no puede ser primera, en efecto. 
¿Por qué iba a querer apropiarme del prójimo Sino, justamente, en tanto que el Prójimo me hace ser? Pero 
esto implica, Precisamente un cierto modo de apropiación: queremos apoderarnos de la libertad del otro en 
tanto que tal. Y no por voluntad de Albertina se ríe del amor; se contenta con el miedo. Si busca el amor de 
sus súbditos, es por política; y, si encuentra un medio más económico de someterlos, lo adopta en seguida. Al 
contrario, el que quiere que lo amen l no desea el Sometimiento del ser amado. No quiere convertirse en el 
objeto de una pasión desbordante y mecánica. No quiere Poseer un automatismo y, si se quiere humillarlo, 
basta hacer que se represente la Pasión del ser amado como el resultado de un determinismo Psicológico: el 
se sentirá desvalorizado en su amor y en su ser. Si Tristán e Isolda están enloquecidos por un filtro, interesan 
menos; y llega a suceder que un sentimiento total del ser amado mate el amor del amante. Sobrepasa de la 
meta: el amante vuelve a la soledad si el amado se transforma en autómata. Así, el amante no desea poseer 
al amado como se posee una cosa reclama un tipo especial de apropiación: quiere poseer una libertad, o su 
libertad. 
Pero, por otra parte, no podría sentirse satisfecho con esa forma eminente de la libertad que es el 
compromiso libre y voluntario. ¿Quién se contentaría con un amor que se diera como pura fidelidad a la fe 
jurada? ¿Quién aceptaría oír que le dijeran: «Te amo porque me he comprometido libremente a amarte y no 
quiero desdecirme; te amo Por fidelidad a mí mismo»? Así, el amante pide el juramento y el juramento lo irrita. 
Quiere ser amado por una libertad y reclama que esta libertad, como libertad, ya no sea libre. Quiere a la vez 
que la libertad del Otro se determine a sí misma a convertirse en amor -y ello no sólo al comienzo de la 
aventura, sino en cada instante-, y, a la vez, que esa libertad sea cautivada por ella misma, que se vuelva 
sobre sí misma, como en la locura, como en los sueños, para querer su propio cautiverio. Y este cautiverio ha 
de ser entrega libre y encadenada a la vez en nuestras manos. En el amor, no deseamos en el prójimo ni el 
determinismo pasional ni una libertad fuera de alcance, sino una libertad que juegue al determinismo pasional 
y quede presa de su juego. Para sí mismo, el amante no pide ser la causa, sino la ocasión única y privilegiada 
de esa modificación de la libertad. En efecto, no podría querer ser su causa sin sumir inmediatamente al ser 
amado en medio del mundo como un utensilio que pudiera ser trascendido. No es ésta la esencia del amor. En 
el Amor, al contrario, el amante quiere ser «el mundo entero» para el ser amado, y esto significa que se coloca 
del lado del mundo: él es el que resume y simboliza el mundo, es un esto que incluye todos los demás 
«estos»; es objeto y acepta serlo. Pero, por otra parte, quiere ser el objeto en el cual la libertad ajena acepte 
Perderse, el objeto en el cual el otro acepte encontrar, como su facticidad segunda, su ser y su razón de ser; 
el objeto límite de la trascendencia, aquel hacia el cual la trascendencia del otro trasciende todos los demás 
objetos, pero al cual no puede en modo alguno trascender. Y, doquiera, desea el círculo de la libertad del Otro; 
es decir, que en cada instante, en el acto por el cual la libertad del Otro acepta ese límite a su propia 
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trascendencia, esta aceptación esté ya presente como móvil de la aceptación considerada. Quiere ser elegido 
como fin a título de fin ya elegido. Esto nos permite captar a fondo lo que el amante exige del amado: no 
quiere actuar sobre la libertad del Otro, sino existir a priori como el límite objetivo de esa con el Otro; es decir 
ser dado a la vez con ella y en su surgimiento mismo como Voluntad que ella debe aceptar para ser libre. Por 
ello, lo que exige es el límite que a la libertad ajena quede enviscada, empastada por sí misma: ese límite que 
es, en efecto, algo dado, y la sola aparición de lo dado como estructura de la libertad significa que la libertad 
se hace existir a sí misma en tanto interior de lo dado como siendo su propia interdicción de trascenderlo. La 
interdicción es considerada por el amante a la vez como vivido, o como padecida, en una palabra, como 
facticidad y como libremente consentida. Ha de poder ser libremente consentida, puesto que debe identificarse 
con el surgimiento de una libertad que se elige a sí misma, su libertad. Pero ha de ser sólo vivida, puesto que 
debe ser una facticidad siempre presente, una facticidad que refluye sobre la libertad del otro hasta su medio; 
y esto se expresa psicológicamente por la exigencia de que la libre decisión de amarme tomada anteriormente 
por el ser amado se deslice como móvil hechicero en el interior de su libre compromiso presente. Podemos 
captar ahora el sentido de tal exigencia: esa facticidad que debe ser límite de hecho para el Prójimo en mi 
exigencia de ser amado y que debe terminar por ser su propia facticidad, es mi facticidad. En tanto que Soy el 
objeto que el Otro hace venir al ser, debo ser el límite inherente a su trascendencia misma, de manera que el 
Otro, al surgir al ser, me haga ser como lo que no puede ser trascendido y lo absoluto, no en tanto que Para-sí 
nihilizador, sino como ser-para-otro-en-medio-del-mundo. Así, querer ser amado es infectar al Otro de nuestra 
propia facticidad, es querer constreñirlo a re-crearnos perpetuamente como la condición de una libertad que se 
somete y se compromete; es querer a la vez que la libertad funde el hecho y que el hecho tenga preeminencia 
sobre la libertad. Si este resultado se pudiera alcanzar, ello implicaría, en primer lugar, que Yo pudiera estar 
seguro en la conciencia del Otro. Ante todo, porque el motivo de mi inquietud y de mi vergüenza es que me 
capto y me experimento en mi ser-para-otro como aquello que siempre puede ser trascendido hacia otra cosa, 
que es puro objeto de juicios de valor, puro medio, puro utensilio. Mi inquietud proviene de que necesaria Y 
libremente asumo ese ir que otro me hace ser en una absoluta libertad: «Dios sabe qué soy Para él ¡Sabe 
Dios qué piensa de mí! ». Esto significa: «Dios sabe cómo el Otro me hace ser», y estoy infestado por ese ser 
que temo encontrarme un día a la vuelta de un camino, que me es tan extraño, que es sin embargo Mi-ser, 
sabiendo también que, pese a mis esfuerzos, no me encontraré con él jamás, Pero, si el Otro me ama, me 
convierto en el que no puede ser rendido, lo que significa que debo ser el fin absoluto en este sentido estoy a 
salvo de la utensilidad, mi existencia en medio del mundo se convierte para mí, en el exacto correlato de mi 
trascendencia, puesto que mi independencia queda absolutamente salvaguardada. El objeto que el otro debe 
hacerme ser es un objeto-trascendencia, un centro de referencia absoluto en torno al cual se ordenen Como 
Puros medios todas las cosas-utensilios del mundo. Al mismo tiempo, como límite absoluto de la libertad, es 
decir, de la fuente absoluta de todos los valores, estoy Protegido contra toda eventual desvalorización; soy el 
valor absoluto. Y, en la medida en que asumo mi ser-para-Otro, me asumo como valor.Así, querer ser amado 
es querer situarse más allá de todo el sistema de valores puesto por el Prójimo como la condición de toda 
valoración Y Como el fundamento objetivo de todos los valores. Esta exigencia constituye el tema ordinario de 
las conversaciones entre amantes, sea que, como en «La porte étroite»70, la que quiere ser amada se 
identifique con una moral ascética de superación de sí mismo y quiera encarnar el límite ideal de esa 
superación, sea que, más comúnmente, el amante exija que el ser amado le sacrifique en sus actos la moral 
tradicional, preocupándose de saber si el ser amado traicionaría a sus amigos por él, «robaría, mataría por 
él», etc. Desde este punto de vista, mi ser debe escapar a la mirada del ser amado; o, más bien, debe ser 
objeto de una mirada de otra estructura: no debo ser visto ya sobre fondo de mundo como un «esto,» entre 
otros estos, sino que el mundo debe revelarse a partir de mí. En efecto: en la medida en que el surgimiento de 
la libertad hace que exista un mundo, debo ser, como condición-límite de este surgimiento, la condición misma 
del surgimiento de un mundo. Debo ser aquel cuya función es hacer existir los árboles y el agua, las ciudades 
y campos, los demás hombres, para dárselos en seguida al otro para que los organice como mundo, así como 
 
70 “La Puerta estrecha”, Novela de André Gide (N. de la revisión) 
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la madre, en las sociedades matronímicas, recibe los títulos y el nombre, no para guardarlos, sino para 
transmitirlos inmediatamente a sus hijos. En cierto sentido, si he de ser amado, debo ser el objeto a través de 
cuyos poderes el mundo existirá para el otro; y, en otro sentido, soy el mundo. En vez de ser un esto que se 
destaca sobre fondo de mundo, soy el objeto-fondo sobre el cual el mundo se destaca. Así me tranquilizo: no 
estoy ya transido de finitud por la mirada del otro; el otro no fija ya mi ser simplemente en lo que soy; ya no 
podré ser mirado como feo, pequeño, cobarde, puesto que tales caracteres representan necesariamente una 
limitación de hecho de mi ser y una aprehensión de mi finitud como finitud. Ciertamente, mis posibles quedan 
como posibilidades trascendidas, como posibilidades muertas, pero tengo todos los posibles; soy todas las 
posibilidades muertas del mundo; con ello, dejo de ser el ser que se comprende a partir de otros seres o a 
partir de sus propios actos; no obstante, en la intuición amorosa que exijo, debo ser dado como una totalidad 
absoluta a partir de la cual deben ser comprendidos todos los seres y todos sus actos propios. Podría decirse, 
deformando un tanto la célebre fórmula estoica, que «el amado puede fallar tres veces». El ideal del sabio y el 
ideal del que quiere ser amado coinciden, en efecto, en que Uno Y Otro quiere el mundo del amado y del 
sabio. Ser totalidad-objeto accesible a una intuición global que capte las inacciones como estructuras parciales 
Captadas a partir de la totalidad. Y, del mismo modo que la sabiduría se presenta como un estado que ha de 
alcanzarse por una metamorfosis absoluta, así también debe metamorfosearse absolutamente la libertad 
ajena para darme acceso al estado de amado. Esta descripción se debería encuadrar bastante bien, hasta 
ahora, en la famosa descripción hegeliana de las relaciones entre el amo y el esclavo. El amo hegeliano es 
para el esclavo, lo que el amante quiere serlo para el amado. Pero aquí termina la analogía, pues el amo, en 
Hegel, no exige unilateralmente y, por así decirlo, de modo implícito, la libertad del esclavo mientras que el 
amante exige ante todo la libertad del ser amado. En este sentido, si he de ser amado por el otro, debo ser 
libremente elegido por Otro amado, Sabido es que, en la terminología corriente del amor, el amado es 
designado con el término de elegido. Pero esta elección no debe ser relativa y contingente: el amante se irrita 
y se siente desvalorizado cuando piensa que el amado lo ha elegido entre otros: «Entonces, si yo no hubiera 
venido a esta ciudad, si no hubiera frecuentado la casa de fulano, tú no me habrías conocido, no me habrías 
amado». Esta idea aflige al amante: su amor se convierte en amor entre otros amores, limitado por la 
facticidad del amado y por su propia facticidad, a la vez que por la contingencia de los encuentros: se 
convierte en amor en el mundo, objeto que supone el mundo y que puede a su vez existir para otros. Lo que él 
exige, lo traduce con estas palabras torpes e impregnadas de «cosismo»: «Estábamos hechos el uno para el 
otro»; o bien utiliza la expresión: «almas gemelas». Pero hay que saberlo interpretar: él sabe bien que lo de 
«estar hechos el uno para el otro» se refiere a una elección originaria. Esta elección puede ser la de Dios, 
como el ser que es elección absoluta, pero Dios no representa aquí sino el paso al límite en la exigencia de 
absoluto. En realidad, lo que el amante exige es que el amado haya hecho de él una elección absoluta. Esto 
significa que el ser-en-el-mundo del amado debe ser un ser amante. Este surgimiento del amado debe ser 
libre elección del amante. Y, como el otro es fundamento de mi ser-objeto, exijo de él que el libre sufrimiento 
de su ser tenga por fin único y absoluto su elección de mí, es decir, que haya elegido ser para fundar mi 
objetividad y mi facticidad. De este modo mi facticidad queda salvada. Ya no es ese algo dado impensable e 
insuperable de lo cual huyo: es aquello para lo cual el otro se hace elegir libremente, es como un fin que él se 
da. Yo lo he infectado con mi facticidad, pero, de la que ha sido infectado en cuanto Iibertad, me la devuelve 
como facticidad para que ésta sea su fin. A partir de ese amor capto, pues, de otro modo mi alienación y mi 
facticidad propia. Esta es -en tanto que para-otro- no ya un hecho, sino un derecho. Mi existencia es Porque 
es llamada. Esta existencia, en tanto que la asumo, se convierte en Pura generosidad. Soy porque me 
prodigo. Estas amadas venas de mis manos existen por bondad pura. Qué bueno Soy por tener ojos, cabello, 
cejas, y prodigarlos incansablemente, en un desbordamiento de generosidad, a ese deseo infatigable que el 
otro libremente se hace ser. Sí en vez de sentirnos, como antes de ser amados, inquietos por esa injustificada 
e injustificable protuberancia que era nuestra existencia, en vez de sentirnos «de más», sentimos ahora que 
esa existencia es recobrada Y querida en sus menores detalles por una libertad absoluta -a la que condiciona 
al mismo tiempo- y que nosotros mismos queremos con nuestra Propia libertad. Tal es el fondo de la alegría 
del amor, cuando esa alegría existe: sentir justificada nuestra existencia. 
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A la vez, para que el amado pueda amarnos, ha de estar dispuesto a ser asimilado por nuestra libertad, 
pues ese ser-amado que anhelamos es ya la prueba ontológica aplicada a nuestro ser-para-otro. Nuestra 
esencia objetiva implica la existencia del otro y, recíprocamente, la libertad del otro funda nuestra esencia. Si 
pudiéramos interiorizar todo el sistema, seríamos nuestro propio fundamento. 
Este es, pues, el objetivo real del amante, en tanto que su amor es una empresa, es decir, un proyecto de 
sí-mismo. Este proyecto debe provocar un conflicto. El amado, en efecto, capta al amante como un objeto-otro 
entre los otros, es decir, lo percibe sobre fondo de mundo, lo trasciende y lo utiliza. El amado es mirada. No 
podría, pues, utilizar su trascendencia para fijar un límite último a su ir más allá, ni utilizar su libertad para que 
ésta se cautivara a sí misma. El amado no podría querer amar. El amante debe, pues, seducir al amado, y su 
amor no se distingue de esta empresa de seducción. En la seducción, no intento en modo alguno descubrir al 
otro mi subjetividad: no podría hacerlo, por otra parte, sino mirándolo; pero, con este mirar, haría desaparecer 
la subjetividad del otro, esa misma subjetividad que pretendo asimilar. Seducir es asumir enteramente y como 
un riesgoque hay que correr mi objetidad para otro; es ponerme bajo su mirada y hacerme mirar por él; es 
correr el peligro de ser-visto para tomar un nuevo punto de partida y apropiarme del otro en y por mi objetidad. 
Me niego a abandonar el terreno en que experimento mi objetidad; quiero plantear la lucha en ese terreno 
mismo haciéndome objeto fascinante. Hemos definido la fascinación como estado en nuestra segunda parte: 
es, decíamos, la conciencia no-tética de ser la nada71 en presencia del ser. La seducción apunta a provocar en 
el otro la conciencia de su nihilidad frente al objeto seductor. Por la seducción, apunto a constituirme como 
una plenitud de ser y a hacerme reconocer como tal. Para ello, me constituyo en objeto significante. Mis actos 
deben indicar en dos direcciones. Por una parte, hacia lo que erróneamente se llama subjetividad, que es más 
profundidad de ser objetivo y oculto; el acto no es realizado sólo Posible, infinita e indiferenciada de otros 
actos reales y sino que indica una serie posibles que doy como constitutivos de mi ser objetivo no percibido. 
Así, intento guiar la trascendencia que me trasciende y remitirla al infinito de posibilidades muertas, 
precisamente para ser el que no puede ser infinito, o justamente en la medida en que lo único no susceptible 
de ser trascendido. Por otra parte, cada uno de mis actos intentara indicarles el máximo espesor del mundo- 
posible y debe presentarme como fijado a las más vastas regiones del mundo, ya sea que yo presente el 
mundo al ser amado e intente constituirme como el intermediario necesario entre él y el mundo o simplemente 
sea que ponga de manifiesto por mis actos diversas capacidades hasta el infinito sobre el mundo (dinero, 
poder, relaciones etc.). En el primer caso, intento constituirme como un infinito de profundidad; en el segundo, 
identificarme con el mundo. Por estos diversos procedimientos, me propongo como el que no puede ser 
trascendido. Esa pro-posición no puede bastarse a sí misma; no es sino un asedio del otro; no puede adquirir 
valor de hecho sin el consentimiento y la libertad del otro, que debe quedar cautivado reconociéndose como 
nada frente a mi plenitud absoluta de ser. 
Se dirá que estas diversas tentativas de expresión suponen el lenguaje. No lo negaremos; diremos más: 
son el lenguaje, o, si se quiere, uno de sus modos fundamentales. Pues, si bien existen problemas históricos y 
psicológicos acerca de la existencia, el aprendizaje y la utilización de tal o cual lengua particular, no hay 
ningún problema particular acerca de lo que se llama la invención del lenguaje. El lenguaje no es un fenómeno 
sobreañadido al ser-para-otro: es originariamente el ser-para-otro, es decir, el hecho de que una subjetividad 
se experimente a sí misma como objeto para el otro. En un universo de puros objetos, el lenguaje no podría 
ser «inventado» en ningún caso, ya que supone originariamente una relación con otro sujeto; y en la 
intersubjetividad de los para-otro, no sería necesario inventarlo, pues estaría ya dado en el reconocimiento del 
prójimo. Por el solo hecho de que, haga yo lo que fuere, mis actos libremente concebidos y ejecutados, mis 
pro-yectos, hacen mis posibilidades, tienen afuera un sentido que me escapa y que experimento, soy lenguaje. 
En este sentido -y solamente en éste- Heidegger tiene razón al afirmar que soy lo que digo-72 Este lenguaje no 
es, en efecto, un instinto de la criatura humana constituida; tampoco es una invención de nuestra subjetividad; 
empero, tampoco hay que reducirlo al puro «ser-fuera-de-sí» del «Dasein». Forma parte de la condición 
 
71 Le rien, en el original. 
72 La fórmula es de A. de Waelbens: La philosophie de Martin Heidegger, Lovaina, 1942, pág. 99- Cfr., también el texto de Heidegger allí citado. 
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humana; es originariamente el trascender y, posiblemente, la utilización de esa experiencia hacia 
Posibilidades que son mis sensibilidades, es decir, hacia mis posibilidades de ser para otro esto o aquello. No 
se distingue, pues, del reconocimiento de la existencia del Prójimo. El surgimiento del otro frente a mí como 
mirada hace surgir el lenguaje como condición de mi ser. Ése lenguaje primitivo no es forzosamente la 
seducción; veremos otras formas, y, por otra parte, hemos señalado que no hay ninguna actitud primitiva 
frente al prójimo, sino que las actitudes fundamentales se suceden en círculo, cada una de ellas implicada por 
la otra Pero, inversamente, la seducción no supone ninguna forma anterior del lenguaje: es íntegramente 
realización del lenguaje. Esto significa que el lenguaje puede revelarse enteramente y de golpe por la 
seducción como modo de ser primitivo de la expresión. Es evidente que por lenguaje entendemos todos los 
fenómenos de expresión y no la palabra articulada, que es un modo derivado y secundario, cuya aparición 
puede ser objeto de un estudio histórico. En particular, en la seducción el lenguaje no apunta a dar a conocer, 
sino a hacer experimentar. Pero, en esa tentativa primera por encontrar un lenguaje fascinante, camino a 
ciegas, puesto que me guío sólo por la forma abstracta y vacía de mi objetividad para el otro. No puedo ni 
siquiera concebir qué efecto tendrán mis gestos y actitudes, ya que siempre serán recogidos y fundados por 
una libertad que los trascenderá, y no pueden tener significación a menos que esta libertad se la confiera. Así, 
el «sentido» de mis expresiones me escapa siempre; no sé nunca exactamente si significo lo que quiero 
significar ni aun si soy significante; en este preciso instante, sería necesario que yo leyera en el otro, lo que, 
por principio, es inconcebible. Y, al no saber qué es lo que en realidad expreso para otro, constituyo mi 
lenguaje como un fenómeno incompleto de fuga fuera de mí mismo. Desde el momento en que me expreso, 
no puedo más que conjeturar el sentido de lo que expreso, es decir, en suma, el sentido de lo que soy, puesto 
que, en esta perspectiva, expresar y ser se identifican. El prójimo está siempre ahí, presente y experimentado 
por mí como aquello que da al lenguaje su sentido. Cada expresión, cada gesto, cada palabra es, por mi parte, 
una experiencia concreta de la realidad alienadora del otro. No solamente el psicópata puede decir, como en 
el caso, por ejemplo, de las psicosis de influencia, «Me roban mi pensamiento», sino que el hecho mismo de la 
expresión es un robo de pensamiento, puesto que el pensamiento necesita el concurso de una libertad 
alicriadora para constituirse como objeto. Por ello, ese primer aspecto del lenguaje -en tanto que yo lo utilizo 
Para otro- es sagrado. El objeto sagrado, en efecto, es un objeto del mundo que un para-sí experimente su 
ser-para-otro, ulterior. Por otra parte, la psicosis de influencia, como, en general, las Psicosis, es una 
experiencia exclusiva y traducida por mitos de un gran hecho metafisico: aquí, el de la alienación. Un loco no 
hace jamás sino realizar a su manera la condición humana. El lenguaje me revela la que índica una 
trascendencia allende el mundo del que me escucha en silencio, es decir, su trascendencia. Sin embargo, en 
el mismo momento, para el otro, sigo siendo objeto, sigo siendo lo que he sido siempre. No hay ningún camino 
que, a partir de mi objetidad, pueda indicar al otro mi trascendencia. Las actitudes, las de impresiones y las 
palabras no pueden indicarle jamas sino otras actitudes, expresiones y otras palabras. Así, el lenguaje 
expreso queda para el prójimo como la simple propiedad de un objeto mágico, y como objeto mágico es una 
acción a distancia cuyo efecto el prójimo conoce exactamenle -Así, la palabra es sagrada cuando la utilizo yo, 
y mágica cuando el otro la escucha- De este modo, no conozco mejor mi lenguaje que mi cuerpo para el otro. 
No puedo oírme hablar ni verme sonreír. El problema del lenguaje es exactamente paralelo al problema del 
cuerpo, y las descripciones que han servido para un caso sirven para el otro.Empero, la fascinación, aun cuando llegara a producir en el prójimo un ser-fascinado, no lograría de suyo 
provocar el amor. Uno puede estar fascinado por un orador, por un actor, por un equilibrista: ello no significa 
que lo ame. No puede uno quitarle los ojos de encima, es verdad; pero el otro sigue destacándose sobre fondo 
de mundo, y la fascinación no pone el objeto fascinante como término último de la trascendencia; muy por el 
contrario, ella es trascendencia. ¿Cuándo, pues, el ser amado se convertirá a su vez en amante? 
La respuesta es sencilla: cuando proyecte ser amado. En sí, el Prójimo-objeto no tiene nunca fuerza 
suficiente para provocar el amor. Si el amor tiene por ideal la apropiación del prójimo en tanto que prójimo, es 
decir, en tanto que subjetividad que mira, este ideal no puede ser proyectado sino a partir de mi encuentro con 
el prójimo-sujeto, no con el prójimo-objeto. La seducción sólo puede tornar al prójimo-objeto que intenta 
 233
seducirme con el carácter de objeto precioso «a-poseer»; quizá, para conquistarlo me determinará a arriesgar 
mucho, pero este deseo de apropiación de un objeto en medio del mundo no puede ser confundido con el 
amor. El amor no puede nacer en el ser amado, pues, sino en cuanto éste experimenta su Propia alienación y 
fuga hacia el otro. Pero, siendo así, una vez más el ser amado sólo se transformará en amante si proyecta ser 
amado, es decir, si lo que quiere conquistar no es un cuerpo sino la subjetividad del otro en tanto que tal. El 
único medio que, en efecto, puede concebir para llevar a cabo esta apropiación es hacerse amar. Así, nos 
aparece que amar es, en su esencia, el proyecto de hacerse amar. De ahí surge una nueva contradicción Y un 
conflicto nuevo: cada uno de los amantes es enteramente cautivo del otro en tanto que quiere hacerse amar 
por él con exclusión de otro cualquiera, Pero, al mismo tiempo, exige del otro un amor que no se reduzca en 
modo alguno al «proyecto de ser-amado,. Lo que exige, en efecto, e! que el otro al buscar originariamente 
hacerse amar, tenga una intuición a la vez contemplativa y afectiva de su amado como el límite objetivo de su 
propia libertad, como el fundamento ineluctable Y elegido de su trascendencia, como la totalidad del ser y el 
valor supremo. El amor, así exigido al otro no puede pedir nada: es puro compromiso sin reciprocidad. Pero, 
precisamente, ese amor no podria existir sino a título de exigencia del amante, y la manera en que éste es 
cautivado es muy distinta: es cautivo de su exigencia misma, en la medida en que el amor es, en efecto, 
exigencia de ser amado; es una libertad que quiere ser cuerpo y que un afuera; es, por lo tanto, una libertad 
que remeda73 la huida hacia el otro, una libertad que, en tanto que tal, reclama su alienación. La libertad del 
amante en su propio esfuerzo por hacerse amar como objeto Por el otro se aliena vertiéndose en el 
cuerpo-Para-el-otro, es decir, Se determina a existir con una dimensión de fuga hacia el otro; es perpetua 
negación a ponerse como pura ipseidad, pues esta afirmación de sí como sí-mismo llevarla consigo el 
desmoronamiento del otro como mirada y el surgimiento del otro-objeto, es decir, un estado de cosas en el 
que la posibiilidad misma de ser amado desaparecería, puesto que el otro se veria reducido a su dimensión de 
objetividad. Esa negación constituye, pues, a la libertad como dependiente del otro, y el otro como subjetividad 
se convierte en limite insuperable de la libertad del para-sí, en meta y fin supremo en tanto que tiene la clave 
de su ser. Nuevamente encontramos aquí el ideal de la empresa amorosa: la libertad alienada. Pero el que 
quiere ser amado aliena su libertad en tanto que quiere que se le ame. Mi libertad se aliena en presencia de la 
pura subjetividad del otro, que funda mi objetividad; no podría alienarse en modo alguno frente al otro-objeto. 
En esta forma, en efecto, esa alienación del ser amado que el amante sueña, sería contradictoria, pues el 
amado no puede fundar el ser del amante sino trascendiéndolo por principio hacia otros objetos del mundo; 
así, pues, esta trascendencia no puede constituir a la vez el objeto al que trasciende como objeto trascendido 
y como objeto límite de toda trascendencia. Así, en la pareja amorosa, cada miembro quiere ser el objeto para 
el cual la libertad del otro se aliene en una intuición original, pero esta intuición, que sería el amor propiamente 
dicho, no es sino un ideal contradictorio del para-sí, de modo que cada uno de ellos es alienado sólo en la 
medida exacta en que exige la alienación del otro. Cada cual quiere que el otro le ame, sin darse cuenta de 
que amar es querer ser amado y que así, queriendo que el otro le ame, quiere solamente que el otro quiera 
que él le ame. Así, las relaciones amorosas son un sistema de remisiones indefinidas análogo al puro 
«reflejo-reflejado» de la conciencia, bajo el signo ideal del valor «amor», es decir, de una fusión de las 
conciencias en la que cada una de ellas conservaría su alteridad para fundar a la otra. Pues, en efecto, lo 
están separadas por una nada Insuperable, por ser a la vez una conciencia interna de la una por la otra y una 
nada de hecho entre las dos negaciones internas. El amor es un esfuerzo contradictorio por superar la 
negación de hecho conservando al mismo tiempo la negación interna. Exijo el otro me ame y hago cuanto 
puedo para realizar mi proyecto: ahora que el otro me ama, me decepciona radicalmente por su amor mismo: 
manteniendo conciencia de él que fundara mi ser como objeto privilegiado manteniéndolo como pura 
subjetividad frente a mí; Y. desde que me ama, me experimenta como sujeto v se abisma en su objetividad 
frente a mi subjetividad. El problema de mi ser-para-otro queda, pues, sin solución: los amantes siguen siendo 
cada cual para sí en una subjetividad-total, nada viene a relevarles de su deber de hacerse existir cada uno 
para sí: nada viene a suprimir su contingencia ni a salvarles de la facticidad. Por lo menos, cada uno de ellos 
 
73 «Remedar» traduce imperfectamente el francés mimer, que da la idea de un actor encarnando un papel. (N. del T.) 
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ha conseguido no estar ya en peligro en la libertad del otro, pero de modo muy distinto de como él lo cree: no 
porque el otro le haga ser como objeto-límite de su trascendencia, sino porque el otro lo experimenta como 
subjetividad y no quiere experimentarlo sino como tal. Y, aun así, la ganancia es perpetuamente una 
componenda inestable:74 en primer lugar, en cualquier momento cada una de las conciencias puede liberarse 
de sus cadenas y contemplar de súbito al otro como objeto. Entonces el hechizo cesa, el otro se convierte en 
un medio entre los medios, y es entonces objeto para el otro, como él lo desea, pero objeto-utensilio, objeto 
perpetuamente trascendido: la Ilusión, el juego de espejos que constituye la realidad concreta del amor, cesa 
de pronto. Además, en el amor, cada conciencia procura tener su ser-para-otro puesto utensilio en la libertad 
del otro. Esto supone que el otro está allende el mundo como pura subjetividad, como lo absoluto por el cual el 
mundo llega a ser. Pero basta que los amantes sean mirados juntos por un tercero para que cada uno de ellos 
experimente la objetivación no sólo de sí mismo sino también del otro. A la vez, el otro ya no es para mí la 
trascendencia absoluta que me funda en mi ser, si-no que es trascendencia-trascendida, no por mí, sino por 
otro; y mi relación originaria con él, es decir, mi relación de ser amado con respecto al amante. Se fija como 
posibilidad muerta. No es Ya la relación experimentada entre un objeto límite de toda trascendencia y la 
libertad que lo funda, sino un amor-objeto, que se aliena íntegramente hacia aquel tercero. Esta es la 
verdadera razón por la cual los amantes buscan la soledad -la aparición de un tercero, cualquiera que fuere-, 
es destrucción de su amor. Pero la soledadde hecho (estamos solos en mi cuarto) no es en modo alguno 
soledad de derecho. En realidad, aunque nadie nos vea existimos para todas las conciencias y tenemos 
conciencia de existir Para todas: resulta de ello que el amor como modo fundamental del ser-para-otro tiene 
en su ser-para-otro la raíz de su destrucción. Acabamos de definir la triple razón por la que el amor es 
destructible. En Primer lugar, es, por esencia, un engaño y una remisión al infinito, puesto que amar es querer 
que se me ame y, por ende, querer que el otro quiera que yo le ame. Una comprensión preontológica de ese 
engaño está dada en el propio impulso amoroso: de ahí la perpetua insatisfacción del amante. Esta no 
procede, como a menudo se ha dicho, de la indignidad del ser amado, sino de una comprensión implícita de 
que la intuición amorosa es, como intuición-fundamento, un ideal inalcanzable. Cuanto mas se me ama pierdo 
mi ser, pues soy devuelto a mis propias responsabilidades, a Mi propio poder ser. En segundo lugar, siempre 
es posible el despertar del otro; en cualquier momento puede hacerme comparecer como objeto: de ahí la 
perpetua inseguridad del amante. En tercer lugar, el amor es un absoluto perpetuamente relativado por los 
otros. Sería Menester estar solo en el mundo con el ser amado para que el amor conservara su carácter de 
eje de referencia absoluto. De ahí la perpetua vergüenza (o la actitud orgullosa, lo que en este caso viene a 
ser lo mismo) del amante. Así, en vano habré intentado perderme en lo objetivo: mi pasión no habrá servido 
de nada; el otro me ha devuelto -sea por sí mismo, sea por medio de los otros- a mi injustificable subjetividad. 
Esta comprobación puede provocar una desesperación total y una nueva tentativa de realizar la asimilación 
entre el otro y yo. Su ideal será el inverso del que acabamos de describir: en vez de proyectar absorber al otro 
conservándole su alteridad, proyectaré hacerme absorber por el otro y perderme en su subjetiviidad para 
desembarazarme de la mía. La empresa se traducirá en el plano concreto por la actitud masoquista: puesto 
que el otro es el fundamento de mi ser-para- otro, si descargara en el otro el cuidado de hacerme existir, no 
sería yo más que un ser-en-sí fundado en su ser por una libertad. Aquí, mi propia subjetividad es considerada 
como obstáculo para el acto primordíal por el cual el otro me fundaría en mi ser; se trata, pues, ante todo de 
negarla con mi propia libertad. Trato entonces de comprometerme íntegramente en mi ser-objeto; me niego a 
ser nada más que objeto, descanso en el otro; como experimento ese ser-objeto en la vergüenza, quiero Y 
amo mi vergüenza como signo profundo de mi objetividad; y, como el otro me capta como objeto por el deseo 
actual, quiero ser deseado, me hago objeto de deseo en la vergüenza. Esta actitud sería bastante similar a la 
del amor si, en vez de tratar de existir para el otro como objeto-límite de su trascendencia, no me empeñará, 
por el contrario, en hacerme tratar como un objeto entre otros, como un instrumento a utilizar: en efecto, se 
trata de negar mi trascendencia, no la del otro, Esta vez no tengo que proyectar cautivar su libertad, sino, al 
contrario, deseo que esta libertad sea Y sea radicalmente libre. Así, cuanto más trascendido me sienta hacia 
 
74 Perífrasis «componenda inestable» traduce el francés «componenda lnstable» (N. del T.) 
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lo amado, más gozaré de la abdicación de mi trascendencia. En el límite, proyecto mis fines, ser amado más 
que un objeto, es decir, radicalmente un en-sí, en tanto que una libertad que hubiera absorbido la mía sería el 
fundamento de ese-en-sí, pero, mi ser volvería a ser fundamento de sí mismo El masoquismo como el 
sadismo, es asunción de culpabilidad. Soy culpable, efectivamente, por el solo hecho de ser objeto. Culpable 
hacia mí mismo, puesto que consiento en mi alienación absoluta; culpable hacía el prójimo, Pues le doy 
ocasión de ser culpable, es decir, de echar a perder radicalmente mi libertad como tal. El masoquismo es una 
tentativa, no de ser el otro por mi objetividad, sino de hacerme fascinar yo mismo por mi objetidad-para-otro, 
es decir, de hacerme constituir por otro en objeto, de tal suerte que yo pueda captar no-téticamente mi 
subjetividad como una nada, en presencia del en-sí que represento a los ojos del otro. Se caracteriza como 
una especie de vértigo: no el vértigo ante el precipicio de la roca Y la tierra, sino ante el abismo de la 
subjetividad ajena. Pero el masoquismo es y debe ser en sí mismo un fracaso: para hacerme fascinar por mi 
yo-objeto, sería menester, efectivamente, que pudiera realizar la aprehensión intuitiva de este objeto tal cual 
es para el otro, lo cual por principio es imposible. -Así, el yo alienado, lejos de que yo pueda siquiera empezar 
a dejarme fascinar por él, sigue siendo por principio imposible de captar. En vano el masoquista se arrastra de 
rodillas, se muestra en posturas ridículas, se hace utilizar como simple instrumento inanimado; sólo para el 
otro será obsceno o simplemente pasivo; para el otro padecer esas posturas; para sí, está por siempre 
condenado a dárselas el mismo, Sólo en y por su trascendencia dispone de sí como de un ser destinado a ser 
trascendido; y cuanto más intente saborear su objetividad, más se verá sumergido por la conciencia de su 
subjetividad, hasta la angustia. En particular, el masoquista que paga a una mujer para que le azote, la trata 
como un instrumento, y por eso mismo se afirma como una trascendencia con respecto a ella. Así, el 
masoquista termina por tratar al otro como a un objeto y por trascenderlo hacia su propia objetividad. 
Recuérdense, por ejemplo, las tribulaciones de Sacher-Masoch, que, para hacerse despreciar, insultar, reducir 
a una posición humillante, se veía obligado a utilizar el gran amor que le profesaban las mujeres, es decir, a 
actuar sobre ellas en tanto que éstas se experimentaban a sí mismas como un objeto Para él. Así, de todas 
maneras, la objetividad del masoquista le escapa, y hasta puede ocurrir, y lo más a menudo ocurre, que, 
tratando de captar su Propia objetividad, encuentre la objetividad del otro, lo que, pese a él, fibra su 
subjetividad. El masoquismo es, pues, por principio, un fracaso75. Lo cual no puede sorprendernos, si 
pensamos que el masoquismo es un «vicio» y que el vicio es, por principio, el amor al fracaso, pero no vamos 
a describir aquí las estructuras propias del vicio. Bástenos señalar que el masoquismo es un perpetuo 
esfuerzo por anular la subjetividad del sujeto haciendo que sea reasumida por el otro, y que ese esfuerzo va 
acompañado de la agotadora y deliciosa conciencia del fracaso, hasta tal punto que el sujeto termina por 
buscar el fracaso mismo como su objetivo principal. 
II. La segunda actitud hacia el prójimo: la indiferencia, el deseo, el odio, el sadismo. 
El fracaso de la primera actitud hacia el otro puede ser para mí Ocasión de adoptar la segunda. Pero, a decir 
verdad, ninguna de ellas es realmente primera; cada una de ellas es una reacción fundamental al ser- para-
otro como situación originaria. Puede ocurrir, pues, que por la imposibilidad misma en que estoy de asimilarme 
la conciencia del otro por medio de mi objetidad para él, me vea conducido a deliberadamente volverme hacia 
el otro para mirarlo. En este caso, mirar la mirada ajena es afirmarse uno mismo en la propia libertad e 
intentar, desde el fondo de ésta, afrontar la libertad del otro. Así, el sentido, del conflicto buscado consistirá en 
poner en plena luz la lucha de dos libertades enfrentadas en tanto que libertades. Pero esa intención debe ser 
inmediatamente defraudada, pues, por el solo hecho de afirmarme en mi libertad frente al otro, hago de él una 
trascendencia-trascendida, es decir, un objeto. Intentaremos reconstruir ahora la historia de este fracaso. Está 
claro el esquema rector: sobre el prójimo que me mira, asesto a mi vez mi mirada. Perono se puede mirar una 
mirada: desde el momento que miro hacia la mirada, ésta se desvanece y no veo más que unos ojos. En este 
instante, el otro se convierte en un ser que yo poseo y que reconoce mi libertad. Podría parecer que he 
 
75 En los términos de esta descripción, hay por lo menos una forma de exhibición que debe clasificarse entre las actitudes masoquistas. por ejem 
 plo, cuando Rousseau exhibe a las lavanderas no el objeto obsceno, sino el «objeto ridículo» 
 236
alcanzado mi propósito, puesto que poseo al ser que tiene la clave de mi objetidad y puedo hacerle 
experimentar mi libertad de mil maneras. Pero, en realidad, todo se ha desmoronado, pues el ser que me 
queda entre las manos es un prójimo-objeto, En tanto que tal, ha perdido la clave de mi ser objeto y posee de 
mí una pura y simple imagen que no es nada mas que una de sus afecciones objetivas y que ya no me afecta; 
y, si experimenta los efectos de mi libertad, si puedo actuar sobre su ser de mil maneras Y trascender sus 
posibilidades con todas las mías, ello ocurre en tanto que él es objeto en el mundo y, como tal, no está en 
condiciones de reconocer mi libertad. Mi decepción es completa, puesto que trato de apropiarme de la libertad 
del Otro y percibo de pronto que no puedo actuar sobre él sino que esa libertad se ha hundido bajo mi mirada. 
Esta decepción, como el móvil de mis tentativas ulteriores de buscar la libertad del otro a partir del objeto que 
él es Para mí, y de encontrar conductas privilegiadas que pudieran hacerme dueño de esa libertad a través de 
una apropiación del cuerpo ajeno. Estas tentativas, como puede suponerse, están por principio destinadas al 
fracaso. Pero también podría ser que el «mirar la mirada» fuera mi reacción originaria a Mí ser para-otro. Esto 
significa que puedo, en mi surgimiento, elegirme como el prójimo que mira la mirada ajena y construir mi 
subjetividad sobre el hundimiento de la ajena. Llamaremos a esta actitud imaginaria. Se trata, entonces, de 
una ceguera respecto de 0tro, pero el término «ceguera» no debe inducirnos a error: no padezco esa ceguera 
como un estado; soy mi propia ceguera para con los otros, y es ceguera incluye una comprensión implícita del 
ser-para-otro, es decir, de la trascendencia del otro como mirada. Esta comprensión es, simplemente, lo que 
yo me determino a enmascarar. Practico entonces una especie de solipsismo de hecho; los otros son esas 
formas que pasan por la calle, esos objetos mágicos capaces de actuar a distancia, sobre los cuales puedo 
obrar por medio de determinadas conductas. Poco o nada me cuido de ellos; actúo como si estuviera solo en 
el mundo; rozo «a la gente» como rozo las paredes, los evito como evito los obstáculos, su libertad-objeto no 
es para mí sino su «coeficiente de adversidad»; ni siquiera imagino que puedan mirarme. Sin duda, tienen 
algún conocimiento acerca de mí; pero tal conocimiento no me afecta: se trata de puras modificaciones 
operadas en su ser, que no pasan de ellos a mí y que están manchadas por lo que llamamos «subjetividad- 
padecida» o «subjetividad-objeto», es decir, traducen lo que ellos son, no lo que soy yo, y son el efecto de mi 
acción sobre Dios, Esa «gente» es unas funciones: el inspector que pica billetes no es nada más que la 
función de picarlos; el mozo del café no es nada más que la función de servir a los clientes. A partir de ello, 
será posible utilizarlos lo mejor Posible para mis intereses si conozco sus claves, esas «palabras-clave» que 
pueden desencadenar sus mecanismos. De ahí esa psicología «moIlierana» que nos ha transmitido el siglo 
XVII francés; de ahí esos tratados del siglo XVIII, como el Moyen de parvenir, de Béroalde de Verville; Les 
Liaisons dangereuses de Choderlos de Laclos, el Traité de l'ambition, de Hérault de Séchelles76, que nos ofrecen un 
conocimiento práctico del otro y el arte de saber sobre él. En este estado de ceguera ignoro al mismo tiempo 
la subjetividad absoluta del otro como fundamento y tanto mi ser-en-sí como mi ser-Para-el -otro, y en 
particular mi «cuerpo para el otro». En cierto sentido, Me he tranquilizado: tengo «merced», es decir, no tengo 
conciencia alguna de que la mirada del otro puede fijar mis posibilidades y mi cuerpo; SOY en el estado 
opuesto al que recibe el nombre de timidez. Tengo solo ira, no me siento embarazado por mí mismo, pues no 
estoy afuera, no Me siento alienado. Ese estado de ceguera puede proseguir largo tiempo a merced de mi 
mala fe fundamental; puede durar, con interrupciones, varios años, toda una vida: hay hombres que mueren 
sin haber sospechado siquiera -salvo durante breves y aterradoras iluminaciones-, lo que es el Otro. Pero, aun 
cuando uno estuviera enteramente sumido en él, no dejara de experimentar su insuficiencia. Y, como toda 
mala fe, ese mal estado nos da los motivos para salir de él pues la ceguera respecto del otro hace 
desaparecer, simultáneamente, toda aprehensión vivida de mi objetividad. Empero, el Otro como libertad y mi 
objetividad como yo-alienado están ahí, inadvertidos, no tematizados, pero dados en mi concresión misma del 
mundo y de mi ser en el mundo. El inspector que pica billetes, aun considerado como mera función, me 
remite, Por su función misma, a un ser-afuera, aunque este ser-afuera no sea captado ni pueda serlo. De ahí 
un sentimiento permanente de carencia y de malestar. Pues mi proyecto fundamental hacia el Prójimo 
-cualquiera que fuere la actitud que yo adopte es doble: por una parte se trata de protegerme del peligro que 
 
76 El Medio de llegar de Béroalde de Verville; Las Conexiones peligrosas de Choderlos Laclos, El Tratado de la ambición de Hérault de Séchelles 
 237
me hace correr mi ser-afuera-en-la-libertad-del-Prójimo, y por otra, de utilizar al Prójimo para totalizar por fin la 
totalidad destotalizada que soy, para cerrar el círculo abierto y hacerme ser finalmente el fundamento de mí 
mismo. Pero, por una parte, la desaparición del Prójimo como mirada me arroja nuevamente a mi injustificable 
subjetividad y reduce mi ser a esa perpetua persecución-perseguida hacia un inasible En-sí-para-sí; sin el 
otro, capto en plenitud y al descubierto la terrible necesidad de ser libre que es mi destino, es decir, el hecho 
de que no puedo entregar a nadie sino a mí mismo el cuidado de hacerme ser, por más que no haya escogido 
ser y haya nacido. Pero, por otra parte, aunque la ceguera hacia el Otro me libre en apariencia del temor de 
estar en peligro en la libertad del Otro, incluye, pese a todo, una comprensión implícita de m libertad. Me 
coloca, pues, en el último grado de la objetividad en el momento mismo en que puedo creerme subjetividad 
absoluta y única, puesto que soy visto sin siquiera poder experimentar que lo soy y defenderme, por medio de 
esta experiencia, contra mi «ser-visto». Soy poseído sin poder volverme hacia el que me posee. En el directo 
experimentar al Prójimo como mirada, me defiendo al hacer la experiencia del Otro, Y me queda la posibilidad 
de transformar al Otro en objeto. Pero, si el otro es objeto para mí mientras me mira, entonces estoy en peligro 
sin saberlo. Así, mi ceguera es inquietud, porque va acompañada de la conciencia de una «mirada errante» e 
imposible de captar que amenaza con alienarme sin saberlo yo. Este malestar ha de provocar una nueva 
tentativa de apoderarme de la libertad del Prójimo. Pero esto significa que me volveré hacia el Objetivo-
Prójimo que me roza y trataré de utilizarlo como instrumento Para alcanzarlo en su libertad. Sólo que, 
precisamente por dirigirme al Objeto «Prójimo», no puedo pedirle cuentas de su trascendencia y, estando Yo 
mismo en el plano de la objetivación del Prójimo, ni siquiera puedo concebir acciones concretas con el prójimo 
de aquello de lo que quiero apoderarme. Así, estoy en una actitud irritante y contradictoria al respecto de ese 
objeto que considero: nosólo no puedo obtener de él lo que quiero, sino que, además, esa búsqueda provoca 
una evanescencia del saber mismo concerniente a lo que quiero; me comprometo en una búsqueda 
desesperada de la libertad del Otro y, en el camino me encuentro comprometido en una búsqueda que ha 
perdido su sentido: todos mis esfuerzos por devolver su sentido a la búsqueda no tienen otro efecto que 
hacérselo perder más aún y provocar mi estupefacción, exactamente como cuando procuro recobrar el 
recuerdo de un sueño y este recuerdo se me funde entre los dedos dejándome una vaga e irritante impresión 
de conocimiento total y sin objeto; exactamente como cuando procuro explicar el contenido de una falsa 
reminiscencia, y la explicación misma hace que se disuelva en translucidez. Mi tentativa original para 
apoderarme de la libre subjetividad del Otro a través de su objetividad-para-mi es el deseo sexual. Asombrará 
quizá ver mencionar en el nivel de las actitudes primeras que ponen de manifiesto simplemente nuestra 
manera originaria de realizar el Ser-para-Otro, un fenómeno que se clasifica de ordinario entre las reacciones 
«psico-fisiológicas». Para la mayor parte de los psicólogos, en efecto, el deseo, como hecho de conciencia, se 
halla en estricta correlación con la naturaleza de nuestros órganos sexuales y sólo se lo puede comprender en 
conexión con un estudio profundo de esos órganos, Pero, como la estructura diferenciada del cuerpo 
(mamífero, vivíparo, etc.) y, por ende, la estructura particular del sexo (útero, trompas, ovarios, etc.) son del 
dominio de la contingencia absoluta y no pertenecen en modo alguno a la ontología de la «conciencia» o del 
Dasein, podría parecer que con el deseo sexual fuera a ocurrir lo mismo. Así, como los órganos sexuales 
constituyen una información contingente y particular de nuestro cuerpo, así también el deseo correspondiente 
sería una modalidad contingente de nuestra vida psíquica, es decir, que sólo podría ser descrito en el nivel de 
una psicología empírica apoyada en la biología. Esto se ve con harta claridad en el nombre de instinto sexual 
reservado para el deseo y todas las estructuras psíquicas a él referidas. El mínimo de instinto, en efecto, 
califica siempre a formaciones contingentes de la vida psíquica que tienen el doble carácter de ser 
coextensivas a toda duración de esa vida -o, en todo caso, de no provenir de nuestra «historia» y de no poder, 
sin embargo, ser deducidas de la esencia de lo psíquico. Por eso las filosofías existenciales no han creído que 
debieran preocuparse de la sexualidad. Heidegger, en particular, no alude para nada a ella en su analítica 
existencial, de suerte que su «Dasein» nos aparece como pasmado. Sin duda, puede considerarse que, en 
efecto, para la «realidad humana» es una contingencia especificarse como «masculina» o «femenina»; sin 
duda, puede decirse que el problema de la diferenciación sexual nada tiene que ver con el de la Existencia 
(Existenz), ya que el hombre, como la mujer, «existe», ni más ni menos. 
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Estas razones no son en absoluto convincentes. Que la diferencia sexual pertenezca al dominio de la 
facticidad, como máximo lo aceptamos pero ¿ha de significar eso que el «Para-sí» sea sexual «por 
accidente», por la Pura contingencia de tener tal o cual cuerpo? ¿Podemos admitir que ese inmenso quehacer 
que es la vida sexual venga a la condición humana Por añadidura? A primera vista aparece, sin embargo, que 
el deseo y SU inverso, el horror sexual, son estructuras fundamentales del ser-para-otro. Evidentemente, si la 
sexualidad tiene su origen en el sexo como determinación fisiológica y contingente del hombre, no podrá ser 
indispensable Para el ser del Para-Otro. Pero ¿acaso no tenemos derecho a Preguntarnos si el problema no 
es, quizá, del mismo orden que el que hemos encontrado a propósito de las sensaciones y de los órganos 
sensibles? El hombre, se dice, es un ser sexual porque posee un sexo. ¿Y si fuera a la inversa? ¿Si el Sexo 
no fuera sino el instrumento y como la imagen de su sexualidad fundamental? ¿Y si el hombre no poseyera un 
sexo sino porque es originaria y fundamentalmente un ser sexual, en tanto que ser que existe en el mundo en 
relación con otros hombres? La sexualidad infantil precede a la maduración fisiológica de los órganos 
sexuales; los eunucos no por serlo dejan de desear. Ni muchos ancianos. El hecho de poder disponer de un 
órgano sexual apto para fecundar y procurar goce no representa sino una fase y un aspecto de nuestra vida 
sexual. Hay un modo de la sexualidad «con posibilidad de satisfacción», y el sexo formado representa y 
concreta esa posibilidad. Pero hay otros modos de la sexualidad del tipo de la insatisfacción, y, si se tienen en 
cuenta estas modalidades, se ha de reconocer que la sexualidad que aparece con el nacimiento, no 
desaparece sino con la muerte. Por otra parte, jamás la turgencia del pene ni ningún otro fenómeno fisiológico 
puede explicar ni provocar el deseo sexual, así como tampoco la vasoconstricción o la dilatación pupilar (ni la 
simple conciencia de estas modificaciones fisiológicas) podrán explicar ni provocar el miedo Tanto en un caso 
como en el otro, aunque el cuerpo tenga un importante papel que desempeñar, es preciso, para comprender 
bien, remitirnos al ser-en-el-mundo y al ser-para-otro: deseo a un ser humano, no a. un insecto o a un 
molusco, y lo deseo en tanto que él está y yo estoy en situación en el mundo, y en tanto que él es Otro para 
mí y yo soy otro para él. El problema fundamental de la sexualidad puede, entonces, formularse así: ¿La 
sexualidad es un accidente contingente vinculado con nuestra naturaleza fisiológica o es una estructura 
necesaria del ser-para-sí-para.otro? Por el solo hecho de que se pueda plantear la cuestión en estos términos, 
a la ontología corresponde decidir acerca de ella. Y la ontología no puede hacerlo, precisamente, a menos que 
se preocupe por determinar Y fijar la significación de la existencia sexual para el Otro. Ser sexuado, en efecto, 
significa, en los términos de la descripción del cuerpo que hemos intentado en el capítulo anterior, existir 
sexualmente para un prójimo que existe Sexualmente para mí, dejando bien claro que ese Prójimo no es 
forzosa ni primeramente para Mí -ni yo para él- un existente heterosexual sino sólo ser sexuado en general. 
Considerada desde el punto de vista del Para-sí esa captación de la sexualidad ajena no puede ser la pura 
contemplación desinteresada de sus caracteres sexuales primarios o secundarios., El prójimo no es sexuado 
para mí primeramente porque yo, observando la tensión de un sistema piloso, la rudeza de sus manos, el 
sonido de su voz, su fuerza, saque la conclusión de que pertenece al sexo masculino, Estas son conclusiones 
derivadas que se refieren a un estado primero. La pretensión primera de la sexualidad del Prójimo, en tanto 
que vivida y padecida, no puede ser sino el deseo: al desear al Otro (o descubriéndome como incapaz de 
desearlo) o al captar su deseo de mí, descubro su ser sexuado; y el deseo me descubre a la vez mi ser- 
sexuado -y su ser-sexuado-como cuerpo, como sexo y su cuerpo. Nos vemos, pues, remitidos, para 
determinar la naturaleza y la jerarquía ontológica del sexo, al estudio del deseo. ¿Qué es el deseo, pues? Y, 
ante todo, ¿de qué hay deseo? 
Hemos de renunciar de entrada a la idea que el deseo sea deseo de voluptuosidad o de hacer cesar un 
dolor. De este estado de inmanencia, no se ve cómo el sujeto podría salir para «saciar» su deseo en un 
objeto. Toda teoría subjetívista e inmanentista fallará al querer explicar nuestro deseo de una mujer y no 
simplemente nuestra satisfacción. Conviene, pues, definir el deseo por su objeto trascendente. Empero, sería 
por completo inexacto decir que el deseo es deseo de «posesión física» del objeto deseado, si por poseer se 
entiende aquí hacer el amor con alguien. Sin duda, el acto sexual libera por un momento del deseo, y puede 
que en ciertos casos se plantee explícitamentecomo el objetivo del deseo, por ejemplo: cuando éste es 
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doloroso y fatigante. Pero entonces sería menester que el deseo mismo fuera el objeto que se afirma como 
«algo que debe ser suprimido», y ello no podría ser llevado a cabo sino por medio de una conciencia reflexiva. 
Ahora bien, el deseo es, por sí mismo, irreflexivo; no podría, pues, Ponerse a sí mismo como objeto que debe 
ser suprimido. Sólo un libertino se representa su deseo, lo trata como objeto, lo excita, lo controla, difiere su 
satisfacción, etc. Pero entonces, hay que subrayarlo, lo deseable es el deseo mismo. El error proviene aquí de 
que se ha enseñado que el acto sexual suprime el deseo. Se ha unido, pues, al deseo un conocimiento; Y, por 
razones exteriores a su esencia (procreación, carácter saltado de la maternidad, fuerza excepcional del placer 
provocado por la eyaculación, valor simbólico del acto sexual), se le ha añadido desde fuera la voluptuosidad 
como su satisfacción normal. Así, el hombre medio no puede, Por pereza de espíritu o por conformismo, 
concebir para su deseo otro fin que la eyaculación. Esto ha hecho posible concebir el deseo como un instinto 
cuyo origen y fin son estrictamente fisiológicos, ya que, en el hombre, por ejemplo, tendría por causa la 
erección, y la eyaculación por término final. Pero el deseo no implica en sí, en modo alguno, el acto sexual; no 
lo pone temáticamente, ni siquiera lo esboza cuando, como se ve, se trata del deseo de niños de corta edad o 
de adulto que ignoran la «técnica» del amor. Análogamente, el deseo no es deseo de ninguna práctica 
amorosa especial; lo prueba suficientemente la diversidad de estas prácticas, variables con los grupos 
sociales. De modo general, el deseo es deseo de hacer, El «hacer» interviene después, se añade desde fuera 
al deseo, y requiere un aprendizaje: hay una técnica amorosa que tiene sus propios fines y sus medios. El 
deseo, al no poder ni proponer su supresión como su fin supremo ni elegir como objetivo último un acto 
particular, es Pura y simplemente deseo de un objeto trascendente. Nuevamente encontramos aquí esa 
intencionalidad afectiva de que hablábamos en los capítulos Precedentes y que ha sido descrita por Scheler y 
Husserl. Pero, ¿de qué objeto hay deseo? ¿Se dirá que el deseo es deseo de un cuerpo? En cierto sentido, es 
innegablemente así. Pero entendámonos. En verdad, lo que nos perturba es el cuerpo: un brazo o un seno 
entrevisto, o acaso un pie. Pero hay que advertir, ante todo, que no deseamos jamás el brazo o el seno descu-
bierto sino sobre el fondo de presencia del cuerpo entero como totalidad orgánica. El cuerpo mismo, como 
totalidad, puede estar tapado: puedo no ver sino un brazo desnudo. Pero el cuerpo está ahí: es aquello a partir 
de lo cual capto el brazo como brazo; está tan presente, tan adherido al brazo que veo, como los arabescos 
del tapiz ocultados por la pata de la mesa están adheridos y presentes a los que me son visibles. Y mi deseo 
no se engaña: no se dirige a una suma de elementos fisiológicos sino a una forma total; mejor aún: a una 
forma en situación. La actitud, como luego veremos, hace mucho para provocar el deseo. Pero, con la actitud, 
se dan los entornos y, en última instancia, el mundo. Y de pronto henos aquí en los antípodas del simple 
prurito fisiológico: el deseo pone el mundo y desea al cuerpo a partir del mundo, y a la bella mano a partir del 
cuerpo. Sigue exactamente el proceso, descrito en el capítulo anterior, por el cual captamos el cuerpo del 
Prójimo a partir de su situación en el mundo. Esto, por otra parte, no puede sorprendernos, pues el deseo no 
es sino una de las formas más generales que puede adoptar el develamiento del cuerpo ajeno. Pero, 
precisamente por eso, no deseamos el cuerpo como puro objeto material: el puro objeto material, en efecto, no 
está en situación. Así, esa totalidad orgánica que está inmediatamente presente al deseo no es deseable sino 
en cuanto revela no sólo la vida sino también la conciencia adaptada. Empero, como veremos, ese ser-en- 
situación del Prójimo develado por el deseo es de un tipo enteramente original. Además. Aquí considerada, la 
conciencia, no es aún sino una propiedad del objeto deseado, es decir, que no es nada más que el sentido del 
escurrimiento de los objetos del mundo, precisamente en tanto que este escurrirse está ceñido, localizado y 
forma parte de mi mundo. Ciertamente, se puede desear a una mujer dormida, pero sólo en la medida en que 
el sueño aparece sobre fondo de conciencia. La conciencia permanece siempre, pues, en el horizonte del 
cuerpo deseado: en situación con la conciencia en su horizonte: mis acciones concretas constituye su sentido 
y su unidad. Un cuerpo viviente como totalidad, ése es el objeto al cual se dirige el deseo. ¿Y qué quiere de 
ese objeto el deseo? No podemos determinarlo sin haber respondido a una pregunta previa: ¿quién desea? 
sin duda alguna, quien desea soy yo, y el deseo es un modo singular de mi subjetividad. El deseo es 
conciencia, puesto que no puede ser sino como conciencia no-posicional de sí mismo. Empero, no habla que 
creer que la conciencia deseante difiere de la conciencia cognoscitiva, por ejemplo, Sólo por la naturaleza de 
su objeto. Elegirse como deseo, para el para-si, no es producir un deseo permaneciendo indiferente e 
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inalterado, como la causa estoica Produce su efecto: es dirigirse a un cierto plano de existencia que no es el 
Mismo, por ejemplo, que el de un Para-sí que se elige como ser metafísico. Toda conciencia, como se ha 
visto, mantiene cierta relación con su propia facticidad. Pero esta relación puede variar de un modo de 
conciencia a otro. La facticidad de la conciencia del dolor, por ejemplo, es una facticidad descubierta en una 
huida perpetua. No ocurre lo mismo con la facticidad del deseo. El hombre que desea existe su cuerpo de una 
manera particular, y con ello se sitúa en un nivel particular de existencia. En efecto, nadie negará que el deseo 
sea algo más que gana, gana clara y translúcida que apunta a través de nuestro cuerpo a cierto objeto. El 
deseo se define como turbación. Y esta expresión puede servirnos para determinar mejor su naturaleza: un 
agua túrbida se opone a un agua transparente; una mirada turbia a una mirada clara. El agua túrbida sigue 
siendo agua; ha mantenido su fluidez y demás características esenciales, pero su translucidez está 
«enturbiada» por una presencia inasible que forma cuerpo con ella, que está en todas partes y en ninguna y 
se da como un esto por la presencia de finas partículas sólidas suspendidas en el líquido. Pero esta 
explicación es la del científico. Nuestra captación originaria del agua túrbida nos la entrega como alterada por 
la presencia de un algo invisible, que no se distingue del agua misma y se manifiesta como pura resistencia de 
hecho. Si la conciencia deseante está turbada, se debe a que presenta alguna analogía con el agua túrbida. 
Para presenciar esta analogía, conviene comparar el deseo sexual con otra forma de deseo, por ejemplo, con 
el hambre. El hambre, como el deseo sexual, supone cierto estado del cuerpo, definido en este caso como 
empobrecimiento de la sangre, secreción salivar abundante, contracciones de los tunicados, etc. Estos 
diversos fenómenos son clasificados y descritos desde el punto de vista del Prójimo. Se manifiestan, para el 
Para-sí, como pura facticidad. Pero esta facticidad no compromete la naturaleza misma del Para-sí, pues el 
Para-sí, huye inmediatamente de ella hacia sus posibles, es decir, hacia cierto estado de hambre-saciada, 
que, como hemos señalado en nuestra segunda Parte, es el En-sí-para-sí del hambre. Así, el hambre es una 
mera superación de la facticidad corporal y, en la medida en que el Para-sí toma conciencia de esta facticidad 
de forma inmediatamente como de una facticidad trascendida y preterida. El cuerpo es, en este caso, lo 
pasado, lo Preter-ido y trascendido77. Ciertamente, esa estructura común a todo apetito del cuerpo

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