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1 EL SER Y LA NADAEL SER Y LA NADAEL SER Y LA NADAEL SER Y LA NADA JeanJeanJeanJean----Paul SartrePaul SartrePaul SartrePaul Sartre 225 Capítulo III LAS RELACIONES CONCRETAS CON EL PRÓJIMO No hemos hecho hasta ahora sino describir nuestra relación fundamental con el otro. Esta relación nos ha permitido explicitar las tres dimensiones de ser de nuestro cuerpo. Y, aunque la relación originaria con el prójimo sea primera con respecto a la relación de mi cuerpo con el ajeno, nos ha aparecido claramente que el conocimiento de la naturaleza de mi cuerpo es indispensable para cualquier estudio de las relaciones particulares de mi ser con el de mi prójimo. Estas suponen, en efecto, de una y otra parte, la facticidad, es decir, nuestra existencia como cuerpos en medio del mundo. No es que el cuerpo sea el instrumento y la causa de mis relaciones con el prójimo, pero constituye la significación de ellas y señala sus límites: capto la trascendencia-trascendida del otro como cuerpo-en-situación, y como cuerpo-en-situación me experimento en mi alienación a favor del otro. Podemos examinar ahora estas relaciones concretas, puesto que ya sabemos lo que es nuestro cuerpo. No son simples especificaciones de la relación fundamental: aunque cada una incluya en sí la relación originaria con el Prójimo como su estructura esencial y su fundamento, son modos de ser enteramente nuevos del para-sí. Representan, en efecto, las diferentes actitudes del para-sí en un mundo en que hay otros. Cada una de ellas presenta, pues, a su manera la relación bilateral: para-sí-.para-otro, en-Sí. Si llegamos, pues, a cxplicitar las estructuras de nuestras relaciones más Primitivas con el-otro-en-el-mundo, habremos concluido nuestra tarea. En efecto, al comienzo de este trabajo nos interrogábamos sobre las relaciones entre el para-sí y el en-sí; ahora sabemos que nuestra tarea era más compleja: existe la relación entre el para-sí y el en-sí en presencia del otro. Cuando hayamos descrito este hecho concreto, estaremos en condiciones de dar conclusiones sobre las relaciones fundamentales de esos tres modos de Ser, y podremos quizás esbozar una teoría metafísica del ser en general. El para-sí como nihilización del en-sí se temporaliza como huida hacia. En efecto, trasciende su facticidad -ser dado o pasado o cuerpo- hacia el en-sí que sería si pudiera ser su propio funcionamiento. Esto se traducirá en términos ya psicológicos -y, por eso mismo, impropios, aunque acaso más claros- diciendo que el para-sí intenta escapar a su -existencia de hecho, es decir, a su ser-ahí, como en-sí del cual no es en modo alguno el fundamento, y que esa huida se produce hacia un porvenir imposible y siempre perseguido en que el para-sí sería en-sí-para-sí, es decir, un en-sí que fuera por sí mismo su propio fundamento. Así, el para-sí es huida y persecución a la vez; a la vez huye del en-sí y lo persigue; el para-sí es un perseguidor-perseguido. Pero recordaremos, para aminorar el peligro de una interpretación psicológica de las precedentes observaciones, que el Para-sí no es primero para intentar después alcanzar el ser; en una palabra, no debemos concebirlo como un existente dotado de tendencias, a la manera como este vaso está dotado de ciertas cualidades particulares. Esa huida perseguidora no es un dato que se daría por añadidura al ser del para-sí, sino que el para-sí es esa huida misma; ésta no se distingue de la nihilización originaria: decir que el para-sí es perseguidor-perseguido es lo mismo que decir que es en el modo de haber de ser su ser o que no es lo que es y es lo que no es. El para-sí no es el en-sí ni podría serlo, pero es relación con el en-sí; es, incluso, la única relación posible con el en-sí; ceñido por el en-sí por todos lados, no le escapa sino porque no es nada y está separado de aquél por nada. El para-sí es fundamento de toda negatividad y de toda relación; él es la relación. De este modo, el surgimiento del prójimo alcanza al para-sí en Pleno meollo. Por y para el otro, la huida perseguidora queda fijada en en-sí. El en-sí la atrapaba va de nuevo a medida que se producía; esa fuga era ya, a la vez, negación radical del hecho, posición absoluta del valor, y estaba transida de facticidad de parte a parte; al menos, escapaba por la temporalización; al menos, su carácter de totalidad destotalizada le confería un Perpetuo «en otra parte». He aquí que ahora el prójimo hace comparecer ante sí esa totalidad misma y la trasciende hacia su propio en-otra-parte. Esta totalidad es la que se totaliza: para el prójimo irremediablemente soy lo que soy v mi propia libertad es una característica dada de mi ser. Así, el en-sí me atrapa de nuevo hasta en el futuro y me fija totalmente en mi propia huida, que se convierte en huida prevista y contemplada, una huida coagulada, Pero esta huida coagulada no es jamás la huida que soy para mí: es dada fuera. 226 Experimento esta objetividad de mi huida como una alienación que no puedo trascender ni conocer. Y, sin embargo, Por el solo hecho de que la experimento y de que confiere a mi huida el en-sí del cual ésta huye, debo volverme hacia ella y tomar actitudes a su respecto. Este es el origen de mis relaciones concretas con el prójimo: están determinadas por completo por mis actitudes respecto del objeto que soy por-otro. Y, como la existencia ajena me revela el ser que soy, sin que YO Pueda ni apropiarme de este ser ni siquiera concebirlo, esa existencia motivará dos actitudes opuestas: el prójimo me mira y, como tal, retiene el secreto de mi ser, sabe lo que soy; así, el sentido profundo de mi ser está fuera de mí, aprisionado en una ausencia; el prójimo me lleva ventaja. Puedo intentar, pues, en tanto que huyo del en-sí que soy sin fundarlo, negar ese ser que me es conferido desde afuera; es decir, puedo volverme sobre el prójimo para conferirle a mi vez la objetividad, ya que la objetidad del prójimo es destructora de mi objetividad para él. Pero, por otra parte, en tanto que el prójimo como libertad es fundamento de mi ser-en-sí, puedo tratar de recuperar esa libertad y apoderarme de ella, sin quitarle su carácter de libertad: si, en efecto, pudiera asimilarme esa libertad que es fundamento de mi ser-en-sí, sería para mí mismo mi propio fundamento. Trascender la trascendencia ajena o, al contrario, absorber en mí esa trascendencia sin quitarle su carácter de tal, son las dos actitudes primitivas que adopto con respecto al prójimo. Y también aquí conviene entender con prudencia las palabras: no es verdad que yo sea primero y después «trate» de objetivar o de asimilar al otro, sino que, en la medida en que el surgimiento de mi ser es surgimiento en presencia del prójimo, en la medida en que soy huida perseguidora y perseguidor perseguido, soy, en la raíz misma de mi ser, proyecto de objetivación o de asimilación del prójimo. Soy mi experiencia del prójimo: he aquí el hecho originario. Pero esta experiencia del prójimo es ya actitud hacia el prójimo, es decir, que no puedo ser en presencia de otro sin ser ese «en-presencia» en la forma del haber de serlo. Así, describimos todavía estructuras de ser del para-sí, aun cuando la presencia del prójimo en el mundo sea un hecho absoluto y evidente por sí, pero contingente, es decir, imposible de deducir de las estructuras ontológicas del para-sí. Esas dos tentativas que soy son opuestas. Cada una de ellas es la muerte de la otra, es decir, que el fracaso de la una motiva la adopción de la otra. Así, no hay una dialéctica de mis relaciones con el Prójimo, sino un círculo, aunque cada tentativa se enriquezca con el fracaso de la otra. De este modo, estudiaremos ambas sucesivamente. Pero conviene advertir que, en el seno mismo de cada una, la otra sigue siempre presente, Precisamente porque ninguna de las dos puede ser sostenida sin contradicción. Es más, cada una de ellas está en la otra y engendra la muerte de ésta; así, no Podemos salir jamás del círculo. Convieneno perder de vista estas observaciones al abordar el estudio de esas actitudes fundamentales para con el prójimo. Como tales actitudes se producen y se destruyen en círculo, es tan arbitrario Comenzar por una como por la otra. Empero, puesto que hay que elegir consideraremos primero las conductas por las cuales el para-sí a de asimilarse la libertad ajena. I. La primera actitud hacia el prójimo: el amor, el lenguaje, el masoquismo Todo lo que vale para mí vale para el prójimo. Mientras yo intento liberarme del dominio del prójimo, el prójimo intenta liberarse del mío; mientras Procuro someter al prójimo, el prójimo procura someterme. No se trata en modo alguno de relaciones unilaterales con un objeto-en-si, sino de relaciones recíprocas e inestables. Las descripciones que siguen han de ser enfocadas, pues, según la perspectiva del conflicto. El conflicto es el sentido originario del ser-para-otro. Si partimos de la revelación primera del prójimo como mirada, hemos de reconocer que experimentamos nuestro ser-para-otro imposible de captar en la forma de una posesión. Soy poseído por el prójimo; la mirada ajena modela mi cuerpo en su desnudez, lo hace nacer, lo esculpe, lo produce como es, lo ve como yo no lo veré jamás. El prójimo guarda un secreto: el secreto de lo que soy. Me hace ser y, por eso mismo, me posee, y esta posesión no es nada más que la conciencia de poseerme. Y yo, en el reconocimiento de mi objetidad, experimento que él tiene esa conciencia. A título de conciencia, el prójimo es para mí a la vez lo que me ha robado mi ser y lo que hace que «haya» un ser que es el mío. Así, tengo la comprensión de esta estructura ontológica: soy responsable de mi ser-para-otro, Pero no su fundamento; mi ser-para-otro me aparece, pues, 227 en forma de algo dado y contingente de lo que, sin embargo, soy responsable, y el prójimo funda mi ser en tanto que este ser es en la forma del «hay»; pero no es él el responsable, aunque lo funde en plena libertad, en y por su libre trascendencia. Así, en la medida en que me develo a mí mismo como responsable de mi ser, reivindico este ser que soy; es decir, quiero recuperarlo, o, en términos más exactos, soy proyecto de recuperación de mi ser. El ser me es apresentado como mi ser, pero a distancia, como la comida a Tántalo, y quiero extender la mano para apoderarme de él y fundarlo Por mi libertad misma. Pues, si en cierto sentido mi ser-objeto es insoportable contingencia y pura «posesión» de mí por otro, en otro sentido es como la indicación de que sería preciso que lo recuperara y lo fundara para otro, siendo fundamento de mi ser, no Yo el fundamento de mí mismo. Pero esto no es concebible a menos que me asimile la libertad del otro. Así, mi proyecto de recuperación de mí es fundamentalmente proyecto de reabsorción del otro, Empero, tal proyecto debe dejar intacta la naturaleza del otro. Es decir, que No dejo Por eso de afirmar al prójimo, es decir, de negar que yo sea el otro: no podría diluirse en mí ser-para-otro sin que se desvaneciera. Así, pues, si proyecto realizarla a partir de mi alteridad con el prójimo, esto significa que proyecto asimilarme la alteridad del otro en tanto que tal, como mi posibilidad propia. En efecto, para mí se trata de hacerme ser adquiriendo la posibilidad de adoptar sobre mí el punto de vista del otro. No se trata, empero, de adquirir una Pura facultad abstracta de conocimiento. Lo que proyecto apropiarme no es la Pura categoría del otro: esta categoría no es ni concebida ni siquiera concebible, sino que, con ocasión de mi concreto, padecido y sentido experimentar al otro, quiero incorporarme a ese otro concreto como realidad absoluta en su alteridad. El otro, al que quiero asimilar, no es en modo alguno el otro-objeto. O, si se prefiere, mi proyecto de incorporación del otro no corresponde en modo alguno a una recuperación de mi para-sí como yo mismo ni a un trascender la trascendencia del otro hacia mis propias posibilidades. No se trata de borrar mi objetividad objetivando al otro lo que correspondería a librarme de mi ser-para-otro, sino, muy por el contrario, quiero asimilar al otro en tanto que otro-que mira, y este proyecto de asimilación lleva consigo un acrecentado reconocimiento de mi ser-mirado. En una palabra, me identifico totalmente con mi ser-mirado para mantener frente a mí la libertad de la mirada del otro y, como mi ser-objeto es la única relación posible entre el otro y yo, sólo ese ser-objeto puede servirme de instrumento para operar la asimilación a mí de la otra libertad. Así, como reacción al fracaso del tercer ék-stasis, el para-sí quiere identificarse con la libertad ajena como fundamento de su ser-en-sí. Ser prójimo para sí mismo -ideal siempre concretamente apuntado en la forma de ser para sí mismo este o aquel prójimo- es el valor primero de las relaciones con el prójimo; esto significa que mi ser-para-otro es infestado por la indicación de un ser- absoluto que sería sí-mismo en tanto que otro y otro en tanto que sí mismo, y que, dándose libremente como otro su ser sí-mismo y como sí-mismo su ser-otro, sería el propio ser de la prueba ontológica, es decir, Dios. Este ideal no podría realizarse sin superar la contingencia originaria de mis relaciones con el prójimo, es decir, el hecho de que no haya ninguna relación de negatividad interna entre la negación por la cual el prójimo se hace otro distinto de mí y la negación por la cual YO me hago otro distinto del prójimo. Hemos visto, que esta contingencia es insuperable: es el hecho de mis relaciones con el prójimo, como mi cuerpo es el hecho de mi ser-en-el-mundo. La unidad con el prójimo es, Pues, irrealizable de hecho. Lo es también de derecho, pues la asimilación del para-Sí y del prójimo en una misma trascendencia traería consigo necesariamente la desaparición del carácter de alteridad del prójimo. Así, la condición Para que yo proyecte la identificación del prójimo conmigo es que persista en mi negación de ser el otro. Por último, ese proyecto de unificación es fuente de conflicto, puesto que, mientras me experimento como objeto Para el prójimo y proyecto asimilarlo en y por ese experimentar, el Prójimo me capta como objeto en medio del mundo y no proyecta en modo alguno a él. Sería necesario, entonces -ya que el ser para otro lleva sino una doble negación-, actuar sobre la negación interna por la cual consigo actuar sobre la libertad del prójimo; es decir, el Prójimo trasciende mi trascendencia y me hace existir para el otro; Este ideal irrealizable, en tanto que infesta mi proyecto de mí mismo, no es asimilable al amor en cuanto el amor es presencia del prójimo, La empresa, es decir, un conjunto orgánico de proyectos hacia mis posibilidades propias. Pero es el ideal del amor, su motivo y su fin, su valor propio - El amor como relación primitiva con el prójimo es el conjunto de los proyectos por los cuales apunto a realizar ese valor. Estos proyectos me ponen en relación directa con la libertad del prójimo. En este sentido, el amor es conflicto. Hemos señalado, en efecto, que la libertad ajena es fundamento de mi ser. Pero, 228 precisamente porque existo por la libertad ajena, no tengo seguridad ninguna, estoy en peligro en esa libertad; ella modela mi ser y me hace ser, me confiere y me quita valores, y mi ser recibe de ella un perpetuo escaparse pasivo de sí mismo. Irresponsable y fuera de alcance, esa libertad proteiforme en la cual me he comprometido puede comprometerme a su vez en mil diferentes maneras de que me ser. Mi proyecto de recuperar mi ser no puede realizarse a menos que me apodere de esa libertad y la reduzca a ser libertad sometida a la mía. Simultáneamente, es la única manera en que puedo actuar sobre la libre negación de interioridad por la cual el Otro me constituye en Otro, es decir, por la cual puedo preparar los caminos de una identificación futura entre el Otro y yo. Eso se hará más claro, quizá, si se medita sobre este problema deaspecto puramente psicológico: ¿por qué el amante quiere ser amado? Si el Amor, en efecto, fuera puro deseo de posesión física, podría ser en muchos casos fácilmente satisfecho. El héroe de Proust, por ejemplo, que instala a su amante en su casa, puede verla y poseerla a cualquier hora del día, y ha podido ponerla en situación de total dependencia material, debería verse libre de inquietud. Sin embargo, sabemos que está, por el contrario, roído por la preocupación. Albertina escapa a Marcelo, aun cuando la tenga al lado, por medio de su conciencia, y por eso él no conoce tregua sino cuando la contempla dormida. Es cierto, pues, que el amor quiere cautivar la «conciencia». Pero ¿por qué lo quiere? ¿Y cómo? La noción de «Propiedad», por la cual tan a menudo se explica el amor, no puede ser primera, en efecto. ¿Por qué iba a querer apropiarme del prójimo Sino, justamente, en tanto que el Prójimo me hace ser? Pero esto implica, Precisamente un cierto modo de apropiación: queremos apoderarnos de la libertad del otro en tanto que tal. Y no por voluntad de Albertina se ríe del amor; se contenta con el miedo. Si busca el amor de sus súbditos, es por política; y, si encuentra un medio más económico de someterlos, lo adopta en seguida. Al contrario, el que quiere que lo amen l no desea el Sometimiento del ser amado. No quiere convertirse en el objeto de una pasión desbordante y mecánica. No quiere Poseer un automatismo y, si se quiere humillarlo, basta hacer que se represente la Pasión del ser amado como el resultado de un determinismo Psicológico: el se sentirá desvalorizado en su amor y en su ser. Si Tristán e Isolda están enloquecidos por un filtro, interesan menos; y llega a suceder que un sentimiento total del ser amado mate el amor del amante. Sobrepasa de la meta: el amante vuelve a la soledad si el amado se transforma en autómata. Así, el amante no desea poseer al amado como se posee una cosa reclama un tipo especial de apropiación: quiere poseer una libertad, o su libertad. Pero, por otra parte, no podría sentirse satisfecho con esa forma eminente de la libertad que es el compromiso libre y voluntario. ¿Quién se contentaría con un amor que se diera como pura fidelidad a la fe jurada? ¿Quién aceptaría oír que le dijeran: «Te amo porque me he comprometido libremente a amarte y no quiero desdecirme; te amo Por fidelidad a mí mismo»? Así, el amante pide el juramento y el juramento lo irrita. Quiere ser amado por una libertad y reclama que esta libertad, como libertad, ya no sea libre. Quiere a la vez que la libertad del Otro se determine a sí misma a convertirse en amor -y ello no sólo al comienzo de la aventura, sino en cada instante-, y, a la vez, que esa libertad sea cautivada por ella misma, que se vuelva sobre sí misma, como en la locura, como en los sueños, para querer su propio cautiverio. Y este cautiverio ha de ser entrega libre y encadenada a la vez en nuestras manos. En el amor, no deseamos en el prójimo ni el determinismo pasional ni una libertad fuera de alcance, sino una libertad que juegue al determinismo pasional y quede presa de su juego. Para sí mismo, el amante no pide ser la causa, sino la ocasión única y privilegiada de esa modificación de la libertad. En efecto, no podría querer ser su causa sin sumir inmediatamente al ser amado en medio del mundo como un utensilio que pudiera ser trascendido. No es ésta la esencia del amor. En el Amor, al contrario, el amante quiere ser «el mundo entero» para el ser amado, y esto significa que se coloca del lado del mundo: él es el que resume y simboliza el mundo, es un esto que incluye todos los demás «estos»; es objeto y acepta serlo. Pero, por otra parte, quiere ser el objeto en el cual la libertad ajena acepte Perderse, el objeto en el cual el otro acepte encontrar, como su facticidad segunda, su ser y su razón de ser; el objeto límite de la trascendencia, aquel hacia el cual la trascendencia del otro trasciende todos los demás objetos, pero al cual no puede en modo alguno trascender. Y, doquiera, desea el círculo de la libertad del Otro; es decir, que en cada instante, en el acto por el cual la libertad del Otro acepta ese límite a su propia 229 trascendencia, esta aceptación esté ya presente como móvil de la aceptación considerada. Quiere ser elegido como fin a título de fin ya elegido. Esto nos permite captar a fondo lo que el amante exige del amado: no quiere actuar sobre la libertad del Otro, sino existir a priori como el límite objetivo de esa con el Otro; es decir ser dado a la vez con ella y en su surgimiento mismo como Voluntad que ella debe aceptar para ser libre. Por ello, lo que exige es el límite que a la libertad ajena quede enviscada, empastada por sí misma: ese límite que es, en efecto, algo dado, y la sola aparición de lo dado como estructura de la libertad significa que la libertad se hace existir a sí misma en tanto interior de lo dado como siendo su propia interdicción de trascenderlo. La interdicción es considerada por el amante a la vez como vivido, o como padecida, en una palabra, como facticidad y como libremente consentida. Ha de poder ser libremente consentida, puesto que debe identificarse con el surgimiento de una libertad que se elige a sí misma, su libertad. Pero ha de ser sólo vivida, puesto que debe ser una facticidad siempre presente, una facticidad que refluye sobre la libertad del otro hasta su medio; y esto se expresa psicológicamente por la exigencia de que la libre decisión de amarme tomada anteriormente por el ser amado se deslice como móvil hechicero en el interior de su libre compromiso presente. Podemos captar ahora el sentido de tal exigencia: esa facticidad que debe ser límite de hecho para el Prójimo en mi exigencia de ser amado y que debe terminar por ser su propia facticidad, es mi facticidad. En tanto que Soy el objeto que el Otro hace venir al ser, debo ser el límite inherente a su trascendencia misma, de manera que el Otro, al surgir al ser, me haga ser como lo que no puede ser trascendido y lo absoluto, no en tanto que Para-sí nihilizador, sino como ser-para-otro-en-medio-del-mundo. Así, querer ser amado es infectar al Otro de nuestra propia facticidad, es querer constreñirlo a re-crearnos perpetuamente como la condición de una libertad que se somete y se compromete; es querer a la vez que la libertad funde el hecho y que el hecho tenga preeminencia sobre la libertad. Si este resultado se pudiera alcanzar, ello implicaría, en primer lugar, que Yo pudiera estar seguro en la conciencia del Otro. Ante todo, porque el motivo de mi inquietud y de mi vergüenza es que me capto y me experimento en mi ser-para-otro como aquello que siempre puede ser trascendido hacia otra cosa, que es puro objeto de juicios de valor, puro medio, puro utensilio. Mi inquietud proviene de que necesaria Y libremente asumo ese ir que otro me hace ser en una absoluta libertad: «Dios sabe qué soy Para él ¡Sabe Dios qué piensa de mí! ». Esto significa: «Dios sabe cómo el Otro me hace ser», y estoy infestado por ese ser que temo encontrarme un día a la vuelta de un camino, que me es tan extraño, que es sin embargo Mi-ser, sabiendo también que, pese a mis esfuerzos, no me encontraré con él jamás, Pero, si el Otro me ama, me convierto en el que no puede ser rendido, lo que significa que debo ser el fin absoluto en este sentido estoy a salvo de la utensilidad, mi existencia en medio del mundo se convierte para mí, en el exacto correlato de mi trascendencia, puesto que mi independencia queda absolutamente salvaguardada. El objeto que el otro debe hacerme ser es un objeto-trascendencia, un centro de referencia absoluto en torno al cual se ordenen Como Puros medios todas las cosas-utensilios del mundo. Al mismo tiempo, como límite absoluto de la libertad, es decir, de la fuente absoluta de todos los valores, estoy Protegido contra toda eventual desvalorización; soy el valor absoluto. Y, en la medida en que asumo mi ser-para-Otro, me asumo como valor.Así, querer ser amado es querer situarse más allá de todo el sistema de valores puesto por el Prójimo como la condición de toda valoración Y Como el fundamento objetivo de todos los valores. Esta exigencia constituye el tema ordinario de las conversaciones entre amantes, sea que, como en «La porte étroite»70, la que quiere ser amada se identifique con una moral ascética de superación de sí mismo y quiera encarnar el límite ideal de esa superación, sea que, más comúnmente, el amante exija que el ser amado le sacrifique en sus actos la moral tradicional, preocupándose de saber si el ser amado traicionaría a sus amigos por él, «robaría, mataría por él», etc. Desde este punto de vista, mi ser debe escapar a la mirada del ser amado; o, más bien, debe ser objeto de una mirada de otra estructura: no debo ser visto ya sobre fondo de mundo como un «esto,» entre otros estos, sino que el mundo debe revelarse a partir de mí. En efecto: en la medida en que el surgimiento de la libertad hace que exista un mundo, debo ser, como condición-límite de este surgimiento, la condición misma del surgimiento de un mundo. Debo ser aquel cuya función es hacer existir los árboles y el agua, las ciudades y campos, los demás hombres, para dárselos en seguida al otro para que los organice como mundo, así como 70 “La Puerta estrecha”, Novela de André Gide (N. de la revisión) 230 la madre, en las sociedades matronímicas, recibe los títulos y el nombre, no para guardarlos, sino para transmitirlos inmediatamente a sus hijos. En cierto sentido, si he de ser amado, debo ser el objeto a través de cuyos poderes el mundo existirá para el otro; y, en otro sentido, soy el mundo. En vez de ser un esto que se destaca sobre fondo de mundo, soy el objeto-fondo sobre el cual el mundo se destaca. Así me tranquilizo: no estoy ya transido de finitud por la mirada del otro; el otro no fija ya mi ser simplemente en lo que soy; ya no podré ser mirado como feo, pequeño, cobarde, puesto que tales caracteres representan necesariamente una limitación de hecho de mi ser y una aprehensión de mi finitud como finitud. Ciertamente, mis posibles quedan como posibilidades trascendidas, como posibilidades muertas, pero tengo todos los posibles; soy todas las posibilidades muertas del mundo; con ello, dejo de ser el ser que se comprende a partir de otros seres o a partir de sus propios actos; no obstante, en la intuición amorosa que exijo, debo ser dado como una totalidad absoluta a partir de la cual deben ser comprendidos todos los seres y todos sus actos propios. Podría decirse, deformando un tanto la célebre fórmula estoica, que «el amado puede fallar tres veces». El ideal del sabio y el ideal del que quiere ser amado coinciden, en efecto, en que Uno Y Otro quiere el mundo del amado y del sabio. Ser totalidad-objeto accesible a una intuición global que capte las inacciones como estructuras parciales Captadas a partir de la totalidad. Y, del mismo modo que la sabiduría se presenta como un estado que ha de alcanzarse por una metamorfosis absoluta, así también debe metamorfosearse absolutamente la libertad ajena para darme acceso al estado de amado. Esta descripción se debería encuadrar bastante bien, hasta ahora, en la famosa descripción hegeliana de las relaciones entre el amo y el esclavo. El amo hegeliano es para el esclavo, lo que el amante quiere serlo para el amado. Pero aquí termina la analogía, pues el amo, en Hegel, no exige unilateralmente y, por así decirlo, de modo implícito, la libertad del esclavo mientras que el amante exige ante todo la libertad del ser amado. En este sentido, si he de ser amado por el otro, debo ser libremente elegido por Otro amado, Sabido es que, en la terminología corriente del amor, el amado es designado con el término de elegido. Pero esta elección no debe ser relativa y contingente: el amante se irrita y se siente desvalorizado cuando piensa que el amado lo ha elegido entre otros: «Entonces, si yo no hubiera venido a esta ciudad, si no hubiera frecuentado la casa de fulano, tú no me habrías conocido, no me habrías amado». Esta idea aflige al amante: su amor se convierte en amor entre otros amores, limitado por la facticidad del amado y por su propia facticidad, a la vez que por la contingencia de los encuentros: se convierte en amor en el mundo, objeto que supone el mundo y que puede a su vez existir para otros. Lo que él exige, lo traduce con estas palabras torpes e impregnadas de «cosismo»: «Estábamos hechos el uno para el otro»; o bien utiliza la expresión: «almas gemelas». Pero hay que saberlo interpretar: él sabe bien que lo de «estar hechos el uno para el otro» se refiere a una elección originaria. Esta elección puede ser la de Dios, como el ser que es elección absoluta, pero Dios no representa aquí sino el paso al límite en la exigencia de absoluto. En realidad, lo que el amante exige es que el amado haya hecho de él una elección absoluta. Esto significa que el ser-en-el-mundo del amado debe ser un ser amante. Este surgimiento del amado debe ser libre elección del amante. Y, como el otro es fundamento de mi ser-objeto, exijo de él que el libre sufrimiento de su ser tenga por fin único y absoluto su elección de mí, es decir, que haya elegido ser para fundar mi objetividad y mi facticidad. De este modo mi facticidad queda salvada. Ya no es ese algo dado impensable e insuperable de lo cual huyo: es aquello para lo cual el otro se hace elegir libremente, es como un fin que él se da. Yo lo he infectado con mi facticidad, pero, de la que ha sido infectado en cuanto Iibertad, me la devuelve como facticidad para que ésta sea su fin. A partir de ese amor capto, pues, de otro modo mi alienación y mi facticidad propia. Esta es -en tanto que para-otro- no ya un hecho, sino un derecho. Mi existencia es Porque es llamada. Esta existencia, en tanto que la asumo, se convierte en Pura generosidad. Soy porque me prodigo. Estas amadas venas de mis manos existen por bondad pura. Qué bueno Soy por tener ojos, cabello, cejas, y prodigarlos incansablemente, en un desbordamiento de generosidad, a ese deseo infatigable que el otro libremente se hace ser. Sí en vez de sentirnos, como antes de ser amados, inquietos por esa injustificada e injustificable protuberancia que era nuestra existencia, en vez de sentirnos «de más», sentimos ahora que esa existencia es recobrada Y querida en sus menores detalles por una libertad absoluta -a la que condiciona al mismo tiempo- y que nosotros mismos queremos con nuestra Propia libertad. Tal es el fondo de la alegría del amor, cuando esa alegría existe: sentir justificada nuestra existencia. 231 A la vez, para que el amado pueda amarnos, ha de estar dispuesto a ser asimilado por nuestra libertad, pues ese ser-amado que anhelamos es ya la prueba ontológica aplicada a nuestro ser-para-otro. Nuestra esencia objetiva implica la existencia del otro y, recíprocamente, la libertad del otro funda nuestra esencia. Si pudiéramos interiorizar todo el sistema, seríamos nuestro propio fundamento. Este es, pues, el objetivo real del amante, en tanto que su amor es una empresa, es decir, un proyecto de sí-mismo. Este proyecto debe provocar un conflicto. El amado, en efecto, capta al amante como un objeto-otro entre los otros, es decir, lo percibe sobre fondo de mundo, lo trasciende y lo utiliza. El amado es mirada. No podría, pues, utilizar su trascendencia para fijar un límite último a su ir más allá, ni utilizar su libertad para que ésta se cautivara a sí misma. El amado no podría querer amar. El amante debe, pues, seducir al amado, y su amor no se distingue de esta empresa de seducción. En la seducción, no intento en modo alguno descubrir al otro mi subjetividad: no podría hacerlo, por otra parte, sino mirándolo; pero, con este mirar, haría desaparecer la subjetividad del otro, esa misma subjetividad que pretendo asimilar. Seducir es asumir enteramente y como un riesgoque hay que correr mi objetidad para otro; es ponerme bajo su mirada y hacerme mirar por él; es correr el peligro de ser-visto para tomar un nuevo punto de partida y apropiarme del otro en y por mi objetidad. Me niego a abandonar el terreno en que experimento mi objetidad; quiero plantear la lucha en ese terreno mismo haciéndome objeto fascinante. Hemos definido la fascinación como estado en nuestra segunda parte: es, decíamos, la conciencia no-tética de ser la nada71 en presencia del ser. La seducción apunta a provocar en el otro la conciencia de su nihilidad frente al objeto seductor. Por la seducción, apunto a constituirme como una plenitud de ser y a hacerme reconocer como tal. Para ello, me constituyo en objeto significante. Mis actos deben indicar en dos direcciones. Por una parte, hacia lo que erróneamente se llama subjetividad, que es más profundidad de ser objetivo y oculto; el acto no es realizado sólo Posible, infinita e indiferenciada de otros actos reales y sino que indica una serie posibles que doy como constitutivos de mi ser objetivo no percibido. Así, intento guiar la trascendencia que me trasciende y remitirla al infinito de posibilidades muertas, precisamente para ser el que no puede ser infinito, o justamente en la medida en que lo único no susceptible de ser trascendido. Por otra parte, cada uno de mis actos intentara indicarles el máximo espesor del mundo- posible y debe presentarme como fijado a las más vastas regiones del mundo, ya sea que yo presente el mundo al ser amado e intente constituirme como el intermediario necesario entre él y el mundo o simplemente sea que ponga de manifiesto por mis actos diversas capacidades hasta el infinito sobre el mundo (dinero, poder, relaciones etc.). En el primer caso, intento constituirme como un infinito de profundidad; en el segundo, identificarme con el mundo. Por estos diversos procedimientos, me propongo como el que no puede ser trascendido. Esa pro-posición no puede bastarse a sí misma; no es sino un asedio del otro; no puede adquirir valor de hecho sin el consentimiento y la libertad del otro, que debe quedar cautivado reconociéndose como nada frente a mi plenitud absoluta de ser. Se dirá que estas diversas tentativas de expresión suponen el lenguaje. No lo negaremos; diremos más: son el lenguaje, o, si se quiere, uno de sus modos fundamentales. Pues, si bien existen problemas históricos y psicológicos acerca de la existencia, el aprendizaje y la utilización de tal o cual lengua particular, no hay ningún problema particular acerca de lo que se llama la invención del lenguaje. El lenguaje no es un fenómeno sobreañadido al ser-para-otro: es originariamente el ser-para-otro, es decir, el hecho de que una subjetividad se experimente a sí misma como objeto para el otro. En un universo de puros objetos, el lenguaje no podría ser «inventado» en ningún caso, ya que supone originariamente una relación con otro sujeto; y en la intersubjetividad de los para-otro, no sería necesario inventarlo, pues estaría ya dado en el reconocimiento del prójimo. Por el solo hecho de que, haga yo lo que fuere, mis actos libremente concebidos y ejecutados, mis pro-yectos, hacen mis posibilidades, tienen afuera un sentido que me escapa y que experimento, soy lenguaje. En este sentido -y solamente en éste- Heidegger tiene razón al afirmar que soy lo que digo-72 Este lenguaje no es, en efecto, un instinto de la criatura humana constituida; tampoco es una invención de nuestra subjetividad; empero, tampoco hay que reducirlo al puro «ser-fuera-de-sí» del «Dasein». Forma parte de la condición 71 Le rien, en el original. 72 La fórmula es de A. de Waelbens: La philosophie de Martin Heidegger, Lovaina, 1942, pág. 99- Cfr., también el texto de Heidegger allí citado. 232 humana; es originariamente el trascender y, posiblemente, la utilización de esa experiencia hacia Posibilidades que son mis sensibilidades, es decir, hacia mis posibilidades de ser para otro esto o aquello. No se distingue, pues, del reconocimiento de la existencia del Prójimo. El surgimiento del otro frente a mí como mirada hace surgir el lenguaje como condición de mi ser. Ése lenguaje primitivo no es forzosamente la seducción; veremos otras formas, y, por otra parte, hemos señalado que no hay ninguna actitud primitiva frente al prójimo, sino que las actitudes fundamentales se suceden en círculo, cada una de ellas implicada por la otra Pero, inversamente, la seducción no supone ninguna forma anterior del lenguaje: es íntegramente realización del lenguaje. Esto significa que el lenguaje puede revelarse enteramente y de golpe por la seducción como modo de ser primitivo de la expresión. Es evidente que por lenguaje entendemos todos los fenómenos de expresión y no la palabra articulada, que es un modo derivado y secundario, cuya aparición puede ser objeto de un estudio histórico. En particular, en la seducción el lenguaje no apunta a dar a conocer, sino a hacer experimentar. Pero, en esa tentativa primera por encontrar un lenguaje fascinante, camino a ciegas, puesto que me guío sólo por la forma abstracta y vacía de mi objetividad para el otro. No puedo ni siquiera concebir qué efecto tendrán mis gestos y actitudes, ya que siempre serán recogidos y fundados por una libertad que los trascenderá, y no pueden tener significación a menos que esta libertad se la confiera. Así, el «sentido» de mis expresiones me escapa siempre; no sé nunca exactamente si significo lo que quiero significar ni aun si soy significante; en este preciso instante, sería necesario que yo leyera en el otro, lo que, por principio, es inconcebible. Y, al no saber qué es lo que en realidad expreso para otro, constituyo mi lenguaje como un fenómeno incompleto de fuga fuera de mí mismo. Desde el momento en que me expreso, no puedo más que conjeturar el sentido de lo que expreso, es decir, en suma, el sentido de lo que soy, puesto que, en esta perspectiva, expresar y ser se identifican. El prójimo está siempre ahí, presente y experimentado por mí como aquello que da al lenguaje su sentido. Cada expresión, cada gesto, cada palabra es, por mi parte, una experiencia concreta de la realidad alienadora del otro. No solamente el psicópata puede decir, como en el caso, por ejemplo, de las psicosis de influencia, «Me roban mi pensamiento», sino que el hecho mismo de la expresión es un robo de pensamiento, puesto que el pensamiento necesita el concurso de una libertad alicriadora para constituirse como objeto. Por ello, ese primer aspecto del lenguaje -en tanto que yo lo utilizo Para otro- es sagrado. El objeto sagrado, en efecto, es un objeto del mundo que un para-sí experimente su ser-para-otro, ulterior. Por otra parte, la psicosis de influencia, como, en general, las Psicosis, es una experiencia exclusiva y traducida por mitos de un gran hecho metafisico: aquí, el de la alienación. Un loco no hace jamás sino realizar a su manera la condición humana. El lenguaje me revela la que índica una trascendencia allende el mundo del que me escucha en silencio, es decir, su trascendencia. Sin embargo, en el mismo momento, para el otro, sigo siendo objeto, sigo siendo lo que he sido siempre. No hay ningún camino que, a partir de mi objetidad, pueda indicar al otro mi trascendencia. Las actitudes, las de impresiones y las palabras no pueden indicarle jamas sino otras actitudes, expresiones y otras palabras. Así, el lenguaje expreso queda para el prójimo como la simple propiedad de un objeto mágico, y como objeto mágico es una acción a distancia cuyo efecto el prójimo conoce exactamenle -Así, la palabra es sagrada cuando la utilizo yo, y mágica cuando el otro la escucha- De este modo, no conozco mejor mi lenguaje que mi cuerpo para el otro. No puedo oírme hablar ni verme sonreír. El problema del lenguaje es exactamente paralelo al problema del cuerpo, y las descripciones que han servido para un caso sirven para el otro.Empero, la fascinación, aun cuando llegara a producir en el prójimo un ser-fascinado, no lograría de suyo provocar el amor. Uno puede estar fascinado por un orador, por un actor, por un equilibrista: ello no significa que lo ame. No puede uno quitarle los ojos de encima, es verdad; pero el otro sigue destacándose sobre fondo de mundo, y la fascinación no pone el objeto fascinante como término último de la trascendencia; muy por el contrario, ella es trascendencia. ¿Cuándo, pues, el ser amado se convertirá a su vez en amante? La respuesta es sencilla: cuando proyecte ser amado. En sí, el Prójimo-objeto no tiene nunca fuerza suficiente para provocar el amor. Si el amor tiene por ideal la apropiación del prójimo en tanto que prójimo, es decir, en tanto que subjetividad que mira, este ideal no puede ser proyectado sino a partir de mi encuentro con el prójimo-sujeto, no con el prójimo-objeto. La seducción sólo puede tornar al prójimo-objeto que intenta 233 seducirme con el carácter de objeto precioso «a-poseer»; quizá, para conquistarlo me determinará a arriesgar mucho, pero este deseo de apropiación de un objeto en medio del mundo no puede ser confundido con el amor. El amor no puede nacer en el ser amado, pues, sino en cuanto éste experimenta su Propia alienación y fuga hacia el otro. Pero, siendo así, una vez más el ser amado sólo se transformará en amante si proyecta ser amado, es decir, si lo que quiere conquistar no es un cuerpo sino la subjetividad del otro en tanto que tal. El único medio que, en efecto, puede concebir para llevar a cabo esta apropiación es hacerse amar. Así, nos aparece que amar es, en su esencia, el proyecto de hacerse amar. De ahí surge una nueva contradicción Y un conflicto nuevo: cada uno de los amantes es enteramente cautivo del otro en tanto que quiere hacerse amar por él con exclusión de otro cualquiera, Pero, al mismo tiempo, exige del otro un amor que no se reduzca en modo alguno al «proyecto de ser-amado,. Lo que exige, en efecto, e! que el otro al buscar originariamente hacerse amar, tenga una intuición a la vez contemplativa y afectiva de su amado como el límite objetivo de su propia libertad, como el fundamento ineluctable Y elegido de su trascendencia, como la totalidad del ser y el valor supremo. El amor, así exigido al otro no puede pedir nada: es puro compromiso sin reciprocidad. Pero, precisamente, ese amor no podria existir sino a título de exigencia del amante, y la manera en que éste es cautivado es muy distinta: es cautivo de su exigencia misma, en la medida en que el amor es, en efecto, exigencia de ser amado; es una libertad que quiere ser cuerpo y que un afuera; es, por lo tanto, una libertad que remeda73 la huida hacia el otro, una libertad que, en tanto que tal, reclama su alienación. La libertad del amante en su propio esfuerzo por hacerse amar como objeto Por el otro se aliena vertiéndose en el cuerpo-Para-el-otro, es decir, Se determina a existir con una dimensión de fuga hacia el otro; es perpetua negación a ponerse como pura ipseidad, pues esta afirmación de sí como sí-mismo llevarla consigo el desmoronamiento del otro como mirada y el surgimiento del otro-objeto, es decir, un estado de cosas en el que la posibiilidad misma de ser amado desaparecería, puesto que el otro se veria reducido a su dimensión de objetividad. Esa negación constituye, pues, a la libertad como dependiente del otro, y el otro como subjetividad se convierte en limite insuperable de la libertad del para-sí, en meta y fin supremo en tanto que tiene la clave de su ser. Nuevamente encontramos aquí el ideal de la empresa amorosa: la libertad alienada. Pero el que quiere ser amado aliena su libertad en tanto que quiere que se le ame. Mi libertad se aliena en presencia de la pura subjetividad del otro, que funda mi objetividad; no podría alienarse en modo alguno frente al otro-objeto. En esta forma, en efecto, esa alienación del ser amado que el amante sueña, sería contradictoria, pues el amado no puede fundar el ser del amante sino trascendiéndolo por principio hacia otros objetos del mundo; así, pues, esta trascendencia no puede constituir a la vez el objeto al que trasciende como objeto trascendido y como objeto límite de toda trascendencia. Así, en la pareja amorosa, cada miembro quiere ser el objeto para el cual la libertad del otro se aliene en una intuición original, pero esta intuición, que sería el amor propiamente dicho, no es sino un ideal contradictorio del para-sí, de modo que cada uno de ellos es alienado sólo en la medida exacta en que exige la alienación del otro. Cada cual quiere que el otro le ame, sin darse cuenta de que amar es querer ser amado y que así, queriendo que el otro le ame, quiere solamente que el otro quiera que él le ame. Así, las relaciones amorosas son un sistema de remisiones indefinidas análogo al puro «reflejo-reflejado» de la conciencia, bajo el signo ideal del valor «amor», es decir, de una fusión de las conciencias en la que cada una de ellas conservaría su alteridad para fundar a la otra. Pues, en efecto, lo están separadas por una nada Insuperable, por ser a la vez una conciencia interna de la una por la otra y una nada de hecho entre las dos negaciones internas. El amor es un esfuerzo contradictorio por superar la negación de hecho conservando al mismo tiempo la negación interna. Exijo el otro me ame y hago cuanto puedo para realizar mi proyecto: ahora que el otro me ama, me decepciona radicalmente por su amor mismo: manteniendo conciencia de él que fundara mi ser como objeto privilegiado manteniéndolo como pura subjetividad frente a mí; Y. desde que me ama, me experimenta como sujeto v se abisma en su objetividad frente a mi subjetividad. El problema de mi ser-para-otro queda, pues, sin solución: los amantes siguen siendo cada cual para sí en una subjetividad-total, nada viene a relevarles de su deber de hacerse existir cada uno para sí: nada viene a suprimir su contingencia ni a salvarles de la facticidad. Por lo menos, cada uno de ellos 73 «Remedar» traduce imperfectamente el francés mimer, que da la idea de un actor encarnando un papel. (N. del T.) 234 ha conseguido no estar ya en peligro en la libertad del otro, pero de modo muy distinto de como él lo cree: no porque el otro le haga ser como objeto-límite de su trascendencia, sino porque el otro lo experimenta como subjetividad y no quiere experimentarlo sino como tal. Y, aun así, la ganancia es perpetuamente una componenda inestable:74 en primer lugar, en cualquier momento cada una de las conciencias puede liberarse de sus cadenas y contemplar de súbito al otro como objeto. Entonces el hechizo cesa, el otro se convierte en un medio entre los medios, y es entonces objeto para el otro, como él lo desea, pero objeto-utensilio, objeto perpetuamente trascendido: la Ilusión, el juego de espejos que constituye la realidad concreta del amor, cesa de pronto. Además, en el amor, cada conciencia procura tener su ser-para-otro puesto utensilio en la libertad del otro. Esto supone que el otro está allende el mundo como pura subjetividad, como lo absoluto por el cual el mundo llega a ser. Pero basta que los amantes sean mirados juntos por un tercero para que cada uno de ellos experimente la objetivación no sólo de sí mismo sino también del otro. A la vez, el otro ya no es para mí la trascendencia absoluta que me funda en mi ser, si-no que es trascendencia-trascendida, no por mí, sino por otro; y mi relación originaria con él, es decir, mi relación de ser amado con respecto al amante. Se fija como posibilidad muerta. No es Ya la relación experimentada entre un objeto límite de toda trascendencia y la libertad que lo funda, sino un amor-objeto, que se aliena íntegramente hacia aquel tercero. Esta es la verdadera razón por la cual los amantes buscan la soledad -la aparición de un tercero, cualquiera que fuere-, es destrucción de su amor. Pero la soledadde hecho (estamos solos en mi cuarto) no es en modo alguno soledad de derecho. En realidad, aunque nadie nos vea existimos para todas las conciencias y tenemos conciencia de existir Para todas: resulta de ello que el amor como modo fundamental del ser-para-otro tiene en su ser-para-otro la raíz de su destrucción. Acabamos de definir la triple razón por la que el amor es destructible. En Primer lugar, es, por esencia, un engaño y una remisión al infinito, puesto que amar es querer que se me ame y, por ende, querer que el otro quiera que yo le ame. Una comprensión preontológica de ese engaño está dada en el propio impulso amoroso: de ahí la perpetua insatisfacción del amante. Esta no procede, como a menudo se ha dicho, de la indignidad del ser amado, sino de una comprensión implícita de que la intuición amorosa es, como intuición-fundamento, un ideal inalcanzable. Cuanto mas se me ama pierdo mi ser, pues soy devuelto a mis propias responsabilidades, a Mi propio poder ser. En segundo lugar, siempre es posible el despertar del otro; en cualquier momento puede hacerme comparecer como objeto: de ahí la perpetua inseguridad del amante. En tercer lugar, el amor es un absoluto perpetuamente relativado por los otros. Sería Menester estar solo en el mundo con el ser amado para que el amor conservara su carácter de eje de referencia absoluto. De ahí la perpetua vergüenza (o la actitud orgullosa, lo que en este caso viene a ser lo mismo) del amante. Así, en vano habré intentado perderme en lo objetivo: mi pasión no habrá servido de nada; el otro me ha devuelto -sea por sí mismo, sea por medio de los otros- a mi injustificable subjetividad. Esta comprobación puede provocar una desesperación total y una nueva tentativa de realizar la asimilación entre el otro y yo. Su ideal será el inverso del que acabamos de describir: en vez de proyectar absorber al otro conservándole su alteridad, proyectaré hacerme absorber por el otro y perderme en su subjetiviidad para desembarazarme de la mía. La empresa se traducirá en el plano concreto por la actitud masoquista: puesto que el otro es el fundamento de mi ser-para- otro, si descargara en el otro el cuidado de hacerme existir, no sería yo más que un ser-en-sí fundado en su ser por una libertad. Aquí, mi propia subjetividad es considerada como obstáculo para el acto primordíal por el cual el otro me fundaría en mi ser; se trata, pues, ante todo de negarla con mi propia libertad. Trato entonces de comprometerme íntegramente en mi ser-objeto; me niego a ser nada más que objeto, descanso en el otro; como experimento ese ser-objeto en la vergüenza, quiero Y amo mi vergüenza como signo profundo de mi objetividad; y, como el otro me capta como objeto por el deseo actual, quiero ser deseado, me hago objeto de deseo en la vergüenza. Esta actitud sería bastante similar a la del amor si, en vez de tratar de existir para el otro como objeto-límite de su trascendencia, no me empeñará, por el contrario, en hacerme tratar como un objeto entre otros, como un instrumento a utilizar: en efecto, se trata de negar mi trascendencia, no la del otro, Esta vez no tengo que proyectar cautivar su libertad, sino, al contrario, deseo que esta libertad sea Y sea radicalmente libre. Así, cuanto más trascendido me sienta hacia 74 Perífrasis «componenda inestable» traduce el francés «componenda lnstable» (N. del T.) 235 lo amado, más gozaré de la abdicación de mi trascendencia. En el límite, proyecto mis fines, ser amado más que un objeto, es decir, radicalmente un en-sí, en tanto que una libertad que hubiera absorbido la mía sería el fundamento de ese-en-sí, pero, mi ser volvería a ser fundamento de sí mismo El masoquismo como el sadismo, es asunción de culpabilidad. Soy culpable, efectivamente, por el solo hecho de ser objeto. Culpable hacia mí mismo, puesto que consiento en mi alienación absoluta; culpable hacía el prójimo, Pues le doy ocasión de ser culpable, es decir, de echar a perder radicalmente mi libertad como tal. El masoquismo es una tentativa, no de ser el otro por mi objetividad, sino de hacerme fascinar yo mismo por mi objetidad-para-otro, es decir, de hacerme constituir por otro en objeto, de tal suerte que yo pueda captar no-téticamente mi subjetividad como una nada, en presencia del en-sí que represento a los ojos del otro. Se caracteriza como una especie de vértigo: no el vértigo ante el precipicio de la roca Y la tierra, sino ante el abismo de la subjetividad ajena. Pero el masoquismo es y debe ser en sí mismo un fracaso: para hacerme fascinar por mi yo-objeto, sería menester, efectivamente, que pudiera realizar la aprehensión intuitiva de este objeto tal cual es para el otro, lo cual por principio es imposible. -Así, el yo alienado, lejos de que yo pueda siquiera empezar a dejarme fascinar por él, sigue siendo por principio imposible de captar. En vano el masoquista se arrastra de rodillas, se muestra en posturas ridículas, se hace utilizar como simple instrumento inanimado; sólo para el otro será obsceno o simplemente pasivo; para el otro padecer esas posturas; para sí, está por siempre condenado a dárselas el mismo, Sólo en y por su trascendencia dispone de sí como de un ser destinado a ser trascendido; y cuanto más intente saborear su objetividad, más se verá sumergido por la conciencia de su subjetividad, hasta la angustia. En particular, el masoquista que paga a una mujer para que le azote, la trata como un instrumento, y por eso mismo se afirma como una trascendencia con respecto a ella. Así, el masoquista termina por tratar al otro como a un objeto y por trascenderlo hacia su propia objetividad. Recuérdense, por ejemplo, las tribulaciones de Sacher-Masoch, que, para hacerse despreciar, insultar, reducir a una posición humillante, se veía obligado a utilizar el gran amor que le profesaban las mujeres, es decir, a actuar sobre ellas en tanto que éstas se experimentaban a sí mismas como un objeto Para él. Así, de todas maneras, la objetividad del masoquista le escapa, y hasta puede ocurrir, y lo más a menudo ocurre, que, tratando de captar su Propia objetividad, encuentre la objetividad del otro, lo que, pese a él, fibra su subjetividad. El masoquismo es, pues, por principio, un fracaso75. Lo cual no puede sorprendernos, si pensamos que el masoquismo es un «vicio» y que el vicio es, por principio, el amor al fracaso, pero no vamos a describir aquí las estructuras propias del vicio. Bástenos señalar que el masoquismo es un perpetuo esfuerzo por anular la subjetividad del sujeto haciendo que sea reasumida por el otro, y que ese esfuerzo va acompañado de la agotadora y deliciosa conciencia del fracaso, hasta tal punto que el sujeto termina por buscar el fracaso mismo como su objetivo principal. II. La segunda actitud hacia el prójimo: la indiferencia, el deseo, el odio, el sadismo. El fracaso de la primera actitud hacia el otro puede ser para mí Ocasión de adoptar la segunda. Pero, a decir verdad, ninguna de ellas es realmente primera; cada una de ellas es una reacción fundamental al ser- para- otro como situación originaria. Puede ocurrir, pues, que por la imposibilidad misma en que estoy de asimilarme la conciencia del otro por medio de mi objetidad para él, me vea conducido a deliberadamente volverme hacia el otro para mirarlo. En este caso, mirar la mirada ajena es afirmarse uno mismo en la propia libertad e intentar, desde el fondo de ésta, afrontar la libertad del otro. Así, el sentido, del conflicto buscado consistirá en poner en plena luz la lucha de dos libertades enfrentadas en tanto que libertades. Pero esa intención debe ser inmediatamente defraudada, pues, por el solo hecho de afirmarme en mi libertad frente al otro, hago de él una trascendencia-trascendida, es decir, un objeto. Intentaremos reconstruir ahora la historia de este fracaso. Está claro el esquema rector: sobre el prójimo que me mira, asesto a mi vez mi mirada. Perono se puede mirar una mirada: desde el momento que miro hacia la mirada, ésta se desvanece y no veo más que unos ojos. En este instante, el otro se convierte en un ser que yo poseo y que reconoce mi libertad. Podría parecer que he 75 En los términos de esta descripción, hay por lo menos una forma de exhibición que debe clasificarse entre las actitudes masoquistas. por ejem plo, cuando Rousseau exhibe a las lavanderas no el objeto obsceno, sino el «objeto ridículo» 236 alcanzado mi propósito, puesto que poseo al ser que tiene la clave de mi objetidad y puedo hacerle experimentar mi libertad de mil maneras. Pero, en realidad, todo se ha desmoronado, pues el ser que me queda entre las manos es un prójimo-objeto, En tanto que tal, ha perdido la clave de mi ser objeto y posee de mí una pura y simple imagen que no es nada mas que una de sus afecciones objetivas y que ya no me afecta; y, si experimenta los efectos de mi libertad, si puedo actuar sobre su ser de mil maneras Y trascender sus posibilidades con todas las mías, ello ocurre en tanto que él es objeto en el mundo y, como tal, no está en condiciones de reconocer mi libertad. Mi decepción es completa, puesto que trato de apropiarme de la libertad del Otro y percibo de pronto que no puedo actuar sobre él sino que esa libertad se ha hundido bajo mi mirada. Esta decepción, como el móvil de mis tentativas ulteriores de buscar la libertad del otro a partir del objeto que él es Para mí, y de encontrar conductas privilegiadas que pudieran hacerme dueño de esa libertad a través de una apropiación del cuerpo ajeno. Estas tentativas, como puede suponerse, están por principio destinadas al fracaso. Pero también podría ser que el «mirar la mirada» fuera mi reacción originaria a Mí ser para-otro. Esto significa que puedo, en mi surgimiento, elegirme como el prójimo que mira la mirada ajena y construir mi subjetividad sobre el hundimiento de la ajena. Llamaremos a esta actitud imaginaria. Se trata, entonces, de una ceguera respecto de 0tro, pero el término «ceguera» no debe inducirnos a error: no padezco esa ceguera como un estado; soy mi propia ceguera para con los otros, y es ceguera incluye una comprensión implícita del ser-para-otro, es decir, de la trascendencia del otro como mirada. Esta comprensión es, simplemente, lo que yo me determino a enmascarar. Practico entonces una especie de solipsismo de hecho; los otros son esas formas que pasan por la calle, esos objetos mágicos capaces de actuar a distancia, sobre los cuales puedo obrar por medio de determinadas conductas. Poco o nada me cuido de ellos; actúo como si estuviera solo en el mundo; rozo «a la gente» como rozo las paredes, los evito como evito los obstáculos, su libertad-objeto no es para mí sino su «coeficiente de adversidad»; ni siquiera imagino que puedan mirarme. Sin duda, tienen algún conocimiento acerca de mí; pero tal conocimiento no me afecta: se trata de puras modificaciones operadas en su ser, que no pasan de ellos a mí y que están manchadas por lo que llamamos «subjetividad- padecida» o «subjetividad-objeto», es decir, traducen lo que ellos son, no lo que soy yo, y son el efecto de mi acción sobre Dios, Esa «gente» es unas funciones: el inspector que pica billetes no es nada más que la función de picarlos; el mozo del café no es nada más que la función de servir a los clientes. A partir de ello, será posible utilizarlos lo mejor Posible para mis intereses si conozco sus claves, esas «palabras-clave» que pueden desencadenar sus mecanismos. De ahí esa psicología «moIlierana» que nos ha transmitido el siglo XVII francés; de ahí esos tratados del siglo XVIII, como el Moyen de parvenir, de Béroalde de Verville; Les Liaisons dangereuses de Choderlos de Laclos, el Traité de l'ambition, de Hérault de Séchelles76, que nos ofrecen un conocimiento práctico del otro y el arte de saber sobre él. En este estado de ceguera ignoro al mismo tiempo la subjetividad absoluta del otro como fundamento y tanto mi ser-en-sí como mi ser-Para-el -otro, y en particular mi «cuerpo para el otro». En cierto sentido, Me he tranquilizado: tengo «merced», es decir, no tengo conciencia alguna de que la mirada del otro puede fijar mis posibilidades y mi cuerpo; SOY en el estado opuesto al que recibe el nombre de timidez. Tengo solo ira, no me siento embarazado por mí mismo, pues no estoy afuera, no Me siento alienado. Ese estado de ceguera puede proseguir largo tiempo a merced de mi mala fe fundamental; puede durar, con interrupciones, varios años, toda una vida: hay hombres que mueren sin haber sospechado siquiera -salvo durante breves y aterradoras iluminaciones-, lo que es el Otro. Pero, aun cuando uno estuviera enteramente sumido en él, no dejara de experimentar su insuficiencia. Y, como toda mala fe, ese mal estado nos da los motivos para salir de él pues la ceguera respecto del otro hace desaparecer, simultáneamente, toda aprehensión vivida de mi objetividad. Empero, el Otro como libertad y mi objetividad como yo-alienado están ahí, inadvertidos, no tematizados, pero dados en mi concresión misma del mundo y de mi ser en el mundo. El inspector que pica billetes, aun considerado como mera función, me remite, Por su función misma, a un ser-afuera, aunque este ser-afuera no sea captado ni pueda serlo. De ahí un sentimiento permanente de carencia y de malestar. Pues mi proyecto fundamental hacia el Prójimo -cualquiera que fuere la actitud que yo adopte es doble: por una parte se trata de protegerme del peligro que 76 El Medio de llegar de Béroalde de Verville; Las Conexiones peligrosas de Choderlos Laclos, El Tratado de la ambición de Hérault de Séchelles 237 me hace correr mi ser-afuera-en-la-libertad-del-Prójimo, y por otra, de utilizar al Prójimo para totalizar por fin la totalidad destotalizada que soy, para cerrar el círculo abierto y hacerme ser finalmente el fundamento de mí mismo. Pero, por una parte, la desaparición del Prójimo como mirada me arroja nuevamente a mi injustificable subjetividad y reduce mi ser a esa perpetua persecución-perseguida hacia un inasible En-sí-para-sí; sin el otro, capto en plenitud y al descubierto la terrible necesidad de ser libre que es mi destino, es decir, el hecho de que no puedo entregar a nadie sino a mí mismo el cuidado de hacerme ser, por más que no haya escogido ser y haya nacido. Pero, por otra parte, aunque la ceguera hacia el Otro me libre en apariencia del temor de estar en peligro en la libertad del Otro, incluye, pese a todo, una comprensión implícita de m libertad. Me coloca, pues, en el último grado de la objetividad en el momento mismo en que puedo creerme subjetividad absoluta y única, puesto que soy visto sin siquiera poder experimentar que lo soy y defenderme, por medio de esta experiencia, contra mi «ser-visto». Soy poseído sin poder volverme hacia el que me posee. En el directo experimentar al Prójimo como mirada, me defiendo al hacer la experiencia del Otro, Y me queda la posibilidad de transformar al Otro en objeto. Pero, si el otro es objeto para mí mientras me mira, entonces estoy en peligro sin saberlo. Así, mi ceguera es inquietud, porque va acompañada de la conciencia de una «mirada errante» e imposible de captar que amenaza con alienarme sin saberlo yo. Este malestar ha de provocar una nueva tentativa de apoderarme de la libertad del Prójimo. Pero esto significa que me volveré hacia el Objetivo- Prójimo que me roza y trataré de utilizarlo como instrumento Para alcanzarlo en su libertad. Sólo que, precisamente por dirigirme al Objeto «Prójimo», no puedo pedirle cuentas de su trascendencia y, estando Yo mismo en el plano de la objetivación del Prójimo, ni siquiera puedo concebir acciones concretas con el prójimo de aquello de lo que quiero apoderarme. Así, estoy en una actitud irritante y contradictoria al respecto de ese objeto que considero: nosólo no puedo obtener de él lo que quiero, sino que, además, esa búsqueda provoca una evanescencia del saber mismo concerniente a lo que quiero; me comprometo en una búsqueda desesperada de la libertad del Otro y, en el camino me encuentro comprometido en una búsqueda que ha perdido su sentido: todos mis esfuerzos por devolver su sentido a la búsqueda no tienen otro efecto que hacérselo perder más aún y provocar mi estupefacción, exactamente como cuando procuro recobrar el recuerdo de un sueño y este recuerdo se me funde entre los dedos dejándome una vaga e irritante impresión de conocimiento total y sin objeto; exactamente como cuando procuro explicar el contenido de una falsa reminiscencia, y la explicación misma hace que se disuelva en translucidez. Mi tentativa original para apoderarme de la libre subjetividad del Otro a través de su objetividad-para-mi es el deseo sexual. Asombrará quizá ver mencionar en el nivel de las actitudes primeras que ponen de manifiesto simplemente nuestra manera originaria de realizar el Ser-para-Otro, un fenómeno que se clasifica de ordinario entre las reacciones «psico-fisiológicas». Para la mayor parte de los psicólogos, en efecto, el deseo, como hecho de conciencia, se halla en estricta correlación con la naturaleza de nuestros órganos sexuales y sólo se lo puede comprender en conexión con un estudio profundo de esos órganos, Pero, como la estructura diferenciada del cuerpo (mamífero, vivíparo, etc.) y, por ende, la estructura particular del sexo (útero, trompas, ovarios, etc.) son del dominio de la contingencia absoluta y no pertenecen en modo alguno a la ontología de la «conciencia» o del Dasein, podría parecer que con el deseo sexual fuera a ocurrir lo mismo. Así, como los órganos sexuales constituyen una información contingente y particular de nuestro cuerpo, así también el deseo correspondiente sería una modalidad contingente de nuestra vida psíquica, es decir, que sólo podría ser descrito en el nivel de una psicología empírica apoyada en la biología. Esto se ve con harta claridad en el nombre de instinto sexual reservado para el deseo y todas las estructuras psíquicas a él referidas. El mínimo de instinto, en efecto, califica siempre a formaciones contingentes de la vida psíquica que tienen el doble carácter de ser coextensivas a toda duración de esa vida -o, en todo caso, de no provenir de nuestra «historia» y de no poder, sin embargo, ser deducidas de la esencia de lo psíquico. Por eso las filosofías existenciales no han creído que debieran preocuparse de la sexualidad. Heidegger, en particular, no alude para nada a ella en su analítica existencial, de suerte que su «Dasein» nos aparece como pasmado. Sin duda, puede considerarse que, en efecto, para la «realidad humana» es una contingencia especificarse como «masculina» o «femenina»; sin duda, puede decirse que el problema de la diferenciación sexual nada tiene que ver con el de la Existencia (Existenz), ya que el hombre, como la mujer, «existe», ni más ni menos. 238 Estas razones no son en absoluto convincentes. Que la diferencia sexual pertenezca al dominio de la facticidad, como máximo lo aceptamos pero ¿ha de significar eso que el «Para-sí» sea sexual «por accidente», por la Pura contingencia de tener tal o cual cuerpo? ¿Podemos admitir que ese inmenso quehacer que es la vida sexual venga a la condición humana Por añadidura? A primera vista aparece, sin embargo, que el deseo y SU inverso, el horror sexual, son estructuras fundamentales del ser-para-otro. Evidentemente, si la sexualidad tiene su origen en el sexo como determinación fisiológica y contingente del hombre, no podrá ser indispensable Para el ser del Para-Otro. Pero ¿acaso no tenemos derecho a Preguntarnos si el problema no es, quizá, del mismo orden que el que hemos encontrado a propósito de las sensaciones y de los órganos sensibles? El hombre, se dice, es un ser sexual porque posee un sexo. ¿Y si fuera a la inversa? ¿Si el Sexo no fuera sino el instrumento y como la imagen de su sexualidad fundamental? ¿Y si el hombre no poseyera un sexo sino porque es originaria y fundamentalmente un ser sexual, en tanto que ser que existe en el mundo en relación con otros hombres? La sexualidad infantil precede a la maduración fisiológica de los órganos sexuales; los eunucos no por serlo dejan de desear. Ni muchos ancianos. El hecho de poder disponer de un órgano sexual apto para fecundar y procurar goce no representa sino una fase y un aspecto de nuestra vida sexual. Hay un modo de la sexualidad «con posibilidad de satisfacción», y el sexo formado representa y concreta esa posibilidad. Pero hay otros modos de la sexualidad del tipo de la insatisfacción, y, si se tienen en cuenta estas modalidades, se ha de reconocer que la sexualidad que aparece con el nacimiento, no desaparece sino con la muerte. Por otra parte, jamás la turgencia del pene ni ningún otro fenómeno fisiológico puede explicar ni provocar el deseo sexual, así como tampoco la vasoconstricción o la dilatación pupilar (ni la simple conciencia de estas modificaciones fisiológicas) podrán explicar ni provocar el miedo Tanto en un caso como en el otro, aunque el cuerpo tenga un importante papel que desempeñar, es preciso, para comprender bien, remitirnos al ser-en-el-mundo y al ser-para-otro: deseo a un ser humano, no a. un insecto o a un molusco, y lo deseo en tanto que él está y yo estoy en situación en el mundo, y en tanto que él es Otro para mí y yo soy otro para él. El problema fundamental de la sexualidad puede, entonces, formularse así: ¿La sexualidad es un accidente contingente vinculado con nuestra naturaleza fisiológica o es una estructura necesaria del ser-para-sí-para.otro? Por el solo hecho de que se pueda plantear la cuestión en estos términos, a la ontología corresponde decidir acerca de ella. Y la ontología no puede hacerlo, precisamente, a menos que se preocupe por determinar Y fijar la significación de la existencia sexual para el Otro. Ser sexuado, en efecto, significa, en los términos de la descripción del cuerpo que hemos intentado en el capítulo anterior, existir sexualmente para un prójimo que existe Sexualmente para mí, dejando bien claro que ese Prójimo no es forzosa ni primeramente para Mí -ni yo para él- un existente heterosexual sino sólo ser sexuado en general. Considerada desde el punto de vista del Para-sí esa captación de la sexualidad ajena no puede ser la pura contemplación desinteresada de sus caracteres sexuales primarios o secundarios., El prójimo no es sexuado para mí primeramente porque yo, observando la tensión de un sistema piloso, la rudeza de sus manos, el sonido de su voz, su fuerza, saque la conclusión de que pertenece al sexo masculino, Estas son conclusiones derivadas que se refieren a un estado primero. La pretensión primera de la sexualidad del Prójimo, en tanto que vivida y padecida, no puede ser sino el deseo: al desear al Otro (o descubriéndome como incapaz de desearlo) o al captar su deseo de mí, descubro su ser sexuado; y el deseo me descubre a la vez mi ser- sexuado -y su ser-sexuado-como cuerpo, como sexo y su cuerpo. Nos vemos, pues, remitidos, para determinar la naturaleza y la jerarquía ontológica del sexo, al estudio del deseo. ¿Qué es el deseo, pues? Y, ante todo, ¿de qué hay deseo? Hemos de renunciar de entrada a la idea que el deseo sea deseo de voluptuosidad o de hacer cesar un dolor. De este estado de inmanencia, no se ve cómo el sujeto podría salir para «saciar» su deseo en un objeto. Toda teoría subjetívista e inmanentista fallará al querer explicar nuestro deseo de una mujer y no simplemente nuestra satisfacción. Conviene, pues, definir el deseo por su objeto trascendente. Empero, sería por completo inexacto decir que el deseo es deseo de «posesión física» del objeto deseado, si por poseer se entiende aquí hacer el amor con alguien. Sin duda, el acto sexual libera por un momento del deseo, y puede que en ciertos casos se plantee explícitamentecomo el objetivo del deseo, por ejemplo: cuando éste es 239 doloroso y fatigante. Pero entonces sería menester que el deseo mismo fuera el objeto que se afirma como «algo que debe ser suprimido», y ello no podría ser llevado a cabo sino por medio de una conciencia reflexiva. Ahora bien, el deseo es, por sí mismo, irreflexivo; no podría, pues, Ponerse a sí mismo como objeto que debe ser suprimido. Sólo un libertino se representa su deseo, lo trata como objeto, lo excita, lo controla, difiere su satisfacción, etc. Pero entonces, hay que subrayarlo, lo deseable es el deseo mismo. El error proviene aquí de que se ha enseñado que el acto sexual suprime el deseo. Se ha unido, pues, al deseo un conocimiento; Y, por razones exteriores a su esencia (procreación, carácter saltado de la maternidad, fuerza excepcional del placer provocado por la eyaculación, valor simbólico del acto sexual), se le ha añadido desde fuera la voluptuosidad como su satisfacción normal. Así, el hombre medio no puede, Por pereza de espíritu o por conformismo, concebir para su deseo otro fin que la eyaculación. Esto ha hecho posible concebir el deseo como un instinto cuyo origen y fin son estrictamente fisiológicos, ya que, en el hombre, por ejemplo, tendría por causa la erección, y la eyaculación por término final. Pero el deseo no implica en sí, en modo alguno, el acto sexual; no lo pone temáticamente, ni siquiera lo esboza cuando, como se ve, se trata del deseo de niños de corta edad o de adulto que ignoran la «técnica» del amor. Análogamente, el deseo no es deseo de ninguna práctica amorosa especial; lo prueba suficientemente la diversidad de estas prácticas, variables con los grupos sociales. De modo general, el deseo es deseo de hacer, El «hacer» interviene después, se añade desde fuera al deseo, y requiere un aprendizaje: hay una técnica amorosa que tiene sus propios fines y sus medios. El deseo, al no poder ni proponer su supresión como su fin supremo ni elegir como objetivo último un acto particular, es Pura y simplemente deseo de un objeto trascendente. Nuevamente encontramos aquí esa intencionalidad afectiva de que hablábamos en los capítulos Precedentes y que ha sido descrita por Scheler y Husserl. Pero, ¿de qué objeto hay deseo? ¿Se dirá que el deseo es deseo de un cuerpo? En cierto sentido, es innegablemente así. Pero entendámonos. En verdad, lo que nos perturba es el cuerpo: un brazo o un seno entrevisto, o acaso un pie. Pero hay que advertir, ante todo, que no deseamos jamás el brazo o el seno descu- bierto sino sobre el fondo de presencia del cuerpo entero como totalidad orgánica. El cuerpo mismo, como totalidad, puede estar tapado: puedo no ver sino un brazo desnudo. Pero el cuerpo está ahí: es aquello a partir de lo cual capto el brazo como brazo; está tan presente, tan adherido al brazo que veo, como los arabescos del tapiz ocultados por la pata de la mesa están adheridos y presentes a los que me son visibles. Y mi deseo no se engaña: no se dirige a una suma de elementos fisiológicos sino a una forma total; mejor aún: a una forma en situación. La actitud, como luego veremos, hace mucho para provocar el deseo. Pero, con la actitud, se dan los entornos y, en última instancia, el mundo. Y de pronto henos aquí en los antípodas del simple prurito fisiológico: el deseo pone el mundo y desea al cuerpo a partir del mundo, y a la bella mano a partir del cuerpo. Sigue exactamente el proceso, descrito en el capítulo anterior, por el cual captamos el cuerpo del Prójimo a partir de su situación en el mundo. Esto, por otra parte, no puede sorprendernos, pues el deseo no es sino una de las formas más generales que puede adoptar el develamiento del cuerpo ajeno. Pero, precisamente por eso, no deseamos el cuerpo como puro objeto material: el puro objeto material, en efecto, no está en situación. Así, esa totalidad orgánica que está inmediatamente presente al deseo no es deseable sino en cuanto revela no sólo la vida sino también la conciencia adaptada. Empero, como veremos, ese ser-en- situación del Prójimo develado por el deseo es de un tipo enteramente original. Además. Aquí considerada, la conciencia, no es aún sino una propiedad del objeto deseado, es decir, que no es nada más que el sentido del escurrimiento de los objetos del mundo, precisamente en tanto que este escurrirse está ceñido, localizado y forma parte de mi mundo. Ciertamente, se puede desear a una mujer dormida, pero sólo en la medida en que el sueño aparece sobre fondo de conciencia. La conciencia permanece siempre, pues, en el horizonte del cuerpo deseado: en situación con la conciencia en su horizonte: mis acciones concretas constituye su sentido y su unidad. Un cuerpo viviente como totalidad, ése es el objeto al cual se dirige el deseo. ¿Y qué quiere de ese objeto el deseo? No podemos determinarlo sin haber respondido a una pregunta previa: ¿quién desea? sin duda alguna, quien desea soy yo, y el deseo es un modo singular de mi subjetividad. El deseo es conciencia, puesto que no puede ser sino como conciencia no-posicional de sí mismo. Empero, no habla que creer que la conciencia deseante difiere de la conciencia cognoscitiva, por ejemplo, Sólo por la naturaleza de su objeto. Elegirse como deseo, para el para-si, no es producir un deseo permaneciendo indiferente e 240 inalterado, como la causa estoica Produce su efecto: es dirigirse a un cierto plano de existencia que no es el Mismo, por ejemplo, que el de un Para-sí que se elige como ser metafísico. Toda conciencia, como se ha visto, mantiene cierta relación con su propia facticidad. Pero esta relación puede variar de un modo de conciencia a otro. La facticidad de la conciencia del dolor, por ejemplo, es una facticidad descubierta en una huida perpetua. No ocurre lo mismo con la facticidad del deseo. El hombre que desea existe su cuerpo de una manera particular, y con ello se sitúa en un nivel particular de existencia. En efecto, nadie negará que el deseo sea algo más que gana, gana clara y translúcida que apunta a través de nuestro cuerpo a cierto objeto. El deseo se define como turbación. Y esta expresión puede servirnos para determinar mejor su naturaleza: un agua túrbida se opone a un agua transparente; una mirada turbia a una mirada clara. El agua túrbida sigue siendo agua; ha mantenido su fluidez y demás características esenciales, pero su translucidez está «enturbiada» por una presencia inasible que forma cuerpo con ella, que está en todas partes y en ninguna y se da como un esto por la presencia de finas partículas sólidas suspendidas en el líquido. Pero esta explicación es la del científico. Nuestra captación originaria del agua túrbida nos la entrega como alterada por la presencia de un algo invisible, que no se distingue del agua misma y se manifiesta como pura resistencia de hecho. Si la conciencia deseante está turbada, se debe a que presenta alguna analogía con el agua túrbida. Para presenciar esta analogía, conviene comparar el deseo sexual con otra forma de deseo, por ejemplo, con el hambre. El hambre, como el deseo sexual, supone cierto estado del cuerpo, definido en este caso como empobrecimiento de la sangre, secreción salivar abundante, contracciones de los tunicados, etc. Estos diversos fenómenos son clasificados y descritos desde el punto de vista del Prójimo. Se manifiestan, para el Para-sí, como pura facticidad. Pero esta facticidad no compromete la naturaleza misma del Para-sí, pues el Para-sí, huye inmediatamente de ella hacia sus posibles, es decir, hacia cierto estado de hambre-saciada, que, como hemos señalado en nuestra segunda Parte, es el En-sí-para-sí del hambre. Así, el hambre es una mera superación de la facticidad corporal y, en la medida en que el Para-sí toma conciencia de esta facticidad de forma inmediatamente como de una facticidad trascendida y preterida. El cuerpo es, en este caso, lo pasado, lo Preter-ido y trascendido77. Ciertamente, esa estructura común a todo apetito del cuerpo
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