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CROSSAN, John Dominic (2016) Como leer la Biblia y seguir siendo cristiano Luchando con la violencia divina desde el Genesis al Apocalipsis PPC

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JOHN DOMINIC CROSSAN
 
CÓMO LEER LA BIBLIA
Y SEGUIR SIENDO CRISTIANO
LUCHANDO CON LA VIOLENCIA DIVINA
DESDE EL GÉNESIS HASTA EL APOCALIPSIS
2
 
 
 
 
 
Para Anne K. Perry y Alan W. Perry
3
 
 
 
 
PARTE I
4
EL DESAFÍO
 
5
1
FINAL:
¿UN HIMNO A UN DIOS SALVAJE?
 
Habíamos alimentado el corazón de fantasías,
el corazón ha crecido brutal desde el gozo.
WILLIAM BUTLER YEATS,
El nido de estornino junto a mi ventana (1922)
 
 
El título de este libro –Cómo leer la Biblia y seguir siendo cristiano– imagina alguna
seria tensión en la Biblia cristiana entre ser un lector fiel y ser un fiel cristiano. Pero, en
cuanto vi cómo, cuándo y dónde incidía este problema, vi también cómo, cuándo y
dónde estaba la solución.
Para empezar, aquí hay algunos detalles autobiográficos como plena revelación de lo
que me juego en el problema que estoy proponiendo y la solución que ofrezco en este
libro.
Una revelación ya está implícita en mi triple nombre sobre la cubierta de este libro.
«John Crossan» es el nombre que figura en mi carné de conducir, pasaporte y tarjetas de
embarque. Pero en 1950, a los 16 años, entré en un monasterio católico-romano del siglo
XIII y me convertí en «Brother Dominic» (Hermano Dominic). Se asumía que mi nueva
vocación barría, por así decir, mi identidad pasada y me daba un único destino; como en
la tradición bíblica, así también en la monacal.
Diecinueve años más tarde, habiendo caído por fin en la cuenta de que el celibato
estaba muy sobrevalorado, dejé el monasterio y el sacerdocio para casarme. Pero, aunque
las normas hubieran cambiado y se hubiera permitido un sacerdocio casado, yo lo habría
dejado en 1969. ¿Cuál era mi problema?
Mis superiores del monasterio habían reconocido que cinco años de griego y latín en
un internado irlandés no podían desperdiciarse, así que decidieron que yo tendría que ser
profesor de estudios bíblicos después de mi ordenación en 1957. No fui consultado sobre
ninguno de esos planes ni se esperaba que lo fuera. Sometido al voto de obediencia, yo
hacía lo que me decían, aunque, para ser honrado, me gustó la decisión.
En la tradición católica-romana se exigía, con buen criterio, que había que tener un
grado en teología antes del grado en estudios bíblicos. Por eso me enviaron a Irlanda
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para sacar un doctorado en teología, luego dos años al Pontificio Instituto Bíblico de
Roma y, por último, otros dos años a la Escuela Bíblica y Arqueológica Francesa en
Jerusalén. Con toda sinceridad fue una formación magnífica.
Lo que habría que tener presente es que yo era cristiano antes que académico, y
también teólogo antes que historiador. Con otras palabras, siempre he entendido la Biblia
cristiana desde esas múltiples ópticas, pero siempre podía hablar o escribir mientras veía
a través de las lentes específicas que una audiencia determinada esperaba o pedía una
determinada situación. También tendría que admitir que nunca encontraba que esos
divergentes puntos de vista me confundieran o alarmaran, en razón del único
convencimiento fundamental que he tenido durante mucho tiempo: que razón y
revelación, o historia y teología, o investigación y fe –con diferentes nombres– no
pueden contradecirse mutuamente, a menos que una de ellas, o las dos, estén
equivocadas.
No estoy seguro de dónde procede la serenidad de esta seguridad, pero nunca me ha
abandonado. Mis cursos de teología estaban profundamente impregnados por la Summa
Theologiae de santo Tomás de Aquino, y eso ha sido, igual que el nombre «Dominic»
(Domingo), otro regalo del siglo XIII. Mis superiores monásticos insistían en que el
Aquinate nos enseñaba qué pensar, pero yo también absorbía ávidamente sus escritos
para saber cómo pensar. Si Tomás de Aquino empleaba la mañana en leer al pagano
Aristóteles y la tarde escribiendo teología cristiana, y nunca encontró un conflicto entre
razón y fe que le amargara la comida o le perturbara la siesta, no debe haber ningún
conflicto entre razón y revelación o cualquier otra disyuntiva. Esa, al menos, ha sido mi
convicción desde entonces.
Tal como fueron las cosas, mi abandono del monasterio y del sacerdocio no tuvo nada
que ver con la historia ni con la Biblia, pero todo que ver con la teología y con el papa.
En el otoño de l968 dije en la PBS 1 que la encíclica Humanae vitae estaba equivocada
sobre el control de la natalidad. Ello llevó a una inmediata condena del cardenal
arzobispo de Chicago. Cuando las aguas se calmaron unos seis meses después, el
cardenal Cody seguía siendo arzobispo, pero el Padre Dominic ya era un exmonje y un
exsacerdote.
Cuando pasé del seminario a la universidad en otoño de 1969, mi punto central de
investigación ya estaba puesto en el Jesús histórico, es decir, en aquel judío del siglo I,
vivo y que respiraba, proclamado como Mesías-Cristo e Hijo de Dios por algunos de sus
contemporáneos, pero crucificado como rebelde y supuesto «Rey de los judíos» por el
poder oficial romano. El interés había empezado realmente ya en septiembre de 1960,
cuando mis superiores religiosos me enviaron de capellán con un grupo de
norteamericanos en una peregrinación católica por Europa. Visitamos Castelgandolfo
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por Juan XXIII, Fátima y Lourdes por María, Lisieux por santa Teresa del Niño Jesús y
Mónaco por Grace (dicho con toda honradez). Y, puesto que era 1960, pasamos un día
en la Pasión de Oberammergau, representada cada diez años a los pies de los Alpes
bávaros.
En 1634 y cada década desde entonces, los aldeanos han cumplido su promesa de
hacer una representación de la Pasión durante un día en acción de gracias por la
liberación de una epidemia. Algo me sucedió ese día cuando vi como drama una
narración que conocía muy bien como texto. La representación me hizo plantearme
nuevas cuestiones. ¿Cómo podía la misma multitud que había llenado un enorme
escenario para saludar a Jesús el Domingo de Ramos por la mañana cambiar tanto por la
tarde para pedir a gritos su crucifixión el Viernes Santo? Fue para mí una tranquila, pero
clara, epifanía de que algo faltaba en la narración de la pasión de Jesús, que algo estaba
mal cuando la aclamación se convierte en condena sin ninguna explicación.
La obra que vi en 1960 era la misma versión que había visto Adolf Hitler en 1930 y
1934 (el tricentésimo aniversario), es decir, antes y después de que se convirtiera en
canciller de Alemania. Su opinión: «Nunca ha sido tan convincentemente retratada la
amenaza del judaísmo como en esta presentación de lo que sucedió en tiempos de los
romanos. En ella se ve en Poncio Pilato un romano racial e intelectualmente tan superior
que emerge como una firme y límpida roca en medio de todo el fango y estiércol del
judaísmo».
Mi interés por el Jesús histórico comenzó aquel día en Oberammergau. Pero su
recuerdo significaba que, para mí, la historia siempre estaría entrelazada con la teología,
y que yo nunca podría reconstruir el Jesús histórico tan desapasionadamente como
podría hacerlo, por ejemplo, con el Alejandro Magno histórico. Solo una historia buena,
honrada y exacta puede salvar a la fe cristiana de un antijudaísmo teológico como
continuo semillero del antisemitismo racial. Por ese motivo, después de mi vuelta a
Chicago en 1961, estuve con el rabino Shaalman en un programa televisivo el domingo
por la mañana llamado –por lo que recuerdo– «¿Deicidio o genocidio?». Y por eso
mismo mi primer artículo científico se titulaba «Anti-Semitism and the New Testament»
(«Antisemitismo y Nuevo Testamento») (Theological Studies [1965]).
Empezando en 1973 con mi libro In Parables. The Challenge of the Historical Jesus
(En parábolas. El reto del Jesús histórico), y durante los siguiente veinte años en la
Universidad DePaul en Chicago, ese subtítulo fue el centro de mi investigación científica
y mi vida profesional. Durante esos años, mi acento siempre ha estado en la historia más
que en la teología, y las cuestiones de la fe personal eran puestas entre paréntesis como
irrelevantes para el discurso académico. Sin embargo, yo siempre era consciente de ellas.
Todo comenzóa cambiar en 1991.
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Aquel año publiqué el gran libro sobre Jesús que había estado preparando en
fragmentos y partes aisladas durante dos décadas. Realmente escribí The Historical
Jesus: The Life of a Mediterranean Jewish Peasant (El Jesús histórico. La vida de un
campesino mediterráneo judío). Estaba dirigido a mis colegas académicos y pretendía
plantear la cuestión de fuentes y métodos para la investigación sobre el Jesús histórico.
Eso no sucedió, pero sí otra cosa y, por lo que a mí atañe, mucho más importante a la
larga.
Peter Steinfels, observando que dos católico-romanos –ambos habían sido formados
en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, aunque solo uno de ellos era todavía
sacerdote, mientras el otro era un exsacerdote– habían publicado libros sobre el Jesús
histórico ese otoño, comparó el A Marginal Jew (Un judío marginal) de John Meier y mi
Historical Jesus en la portada de la edición de Navidad del New York Times del 23 de
diciembre de 1991. Su artículo «Peering Past Faith to Glimpse the Jesus of History»
(«Asomándose a la fe pasada para atisbar al Jesús de la historia») fue repetido por otros
periódicos nacionales e internacionales.
Lo que luego ocurrió me sorprendió enormemente. Podía esperar invitaciones para
hablar en seminarios o universidades, pero en lugar de eso me invitaron a dar
conferencias en iglesias, los fines de semana tres o cuatro, así como sermones en los
servicios dominicales. El Jesús histórico había pasado a ser una cuestión no solo de
historia o de teología, sino de fe cristiana y vida eclesial.
Las charlas en las iglesias no son lo mismo que las clases académicas. En ninguno de
los dos sitios hablé nunca de nada distinto del Jesús histórico, pero los debates después
de las conferencias en las iglesias siempre planteaban temas teológicos que implicaban la
fe y la práctica cristianas, especialmente las mías. ¿Cómo había influido la investigación
histórica en mi fe cristiana? ¿Qué estaba en juego para mí en la Biblia cristiana después
de todos aquellos años de estudio bíblico?
Así que este libro fue concebido, dado a luz y madurado más mediante conferencias
en iglesias que con debates académicos.
 
 
«Un látigo de cuerdas»
 
En las conferencias en iglesias situaba a Jesús en su patria judía del siglo I de nuestra era,
especialmente en su matriz de resistencia violenta y no violenta al poder romano y a la
opresión imperial. Recuérdese la palabra «matriz» para el resto de este libro. Para mí
significa el fondo que no se puede eludir –como el imperialismo británico para entender
a Mahatma Gandhi– o el contexto que no se puede evitar –como el racismo americano
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para entender a Martin Luther King–.
Entre las opciones de esa matriz, yo acentuaba la propia resistencia no violenta de
Jesús tanto a la ocupación imperial romana como a la colaboración con ella de los sumos
sacerdotes judíos. Pero en los coloquios después de cada conferencia se planteaban
fuertes, aunque corteses, objeciones a esa interpretación histórica de Jesús.
Una objeción que se ponía repetidamente trataba del incidente en el Templo de
Jerusalén cuando Jesús, al parecer, atacó violentamente a la gente con un látigo.
Era fácil de responder. La acción de Jesús en ese caso era una demostración profética
contra el culto en el Templo que excusaba la injusticia en el país... injusticia exacerbada,
evidentemente, por la necesaria colaboración sacerdotal con el poder y control imperial
romano. Por eso Jesús citaba la «cueva de ladrones» de Jeremías (7,11; Mc 11,17).
(Jesús no acusaba a la gente de robar en el Templo. Una «cueva» no es un sitio para
robar o hacer injusticia dentro de él, sino un escondite para esconder el robo y protegerse
de la injusticia de fuera.) En cumplimiento de la amenaza de Dios en Jr 7,14, Jesús
estaba «destruyendo» simbólicamente el Templo, destruyendo sus bases físicas y
sacrificiales.
Pero solo la versión de Jn 2,14-15 menciona a los cambistas y los animales. Nótense,
por ejemplo, las dos mitades de estas frases:
 
Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus mesas.
Haciendo un látigo con cuerdas echó a todos fuera del templo, con las ovejas y los bueyes, desparramando
el dinero de los cambistas, y les volcó las mesas 2.
 
Con otras palabras, solo en Juan hay una mención de un «látigo de cuerdas», no para
los cambistas, sino para el ganado. Era un acto de demostración religioso-política o de
resistencia no violenta, no un acto de violencia con un látigo usado contra la gente.
Más aún, continuaba yo, podemos ver claramente que hasta Pilato reconocía que
Jesús resistía al control romano no violentamente. Pilato ejecutó a Jesús públicamente
por esa resistencia, pero él no se molestó en detener a los compañeros de Jesús, porque
pensaba –con razón otra vez– que el movimiento del Reino era no violento. Habría
crucificado a todos los seguidores de Jesús si Jesús hubiera estado encabezando una
banda de revolucionarios violentos. El evangelio de Marcos destaca ese juicio en su
parábola del Jesús no violento contra el violento Barrabás (Mc 15,6-9), y el evangelio de
Juan lo subraya en la parábola del no violento Reino de Dios contra el violento Imperio
de Roma (Jn 18,36).
Con todo, esto llevaba a otra objeción mucho más seria que ponían los auditorios de
las iglesias. ¿Qué ocurre con el Apocalipsis de Juan de Patmos, con el libro de la
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Revelación y con la segunda venida de Jesucristo? No importaba lo que yo dijese sobre
la no violencia de la primera venida; los que preguntaban objetaban que la segunda
venida iba a ser extraordinariamente violenta, una guerra para acabar con todas las
guerras.
Dicho con toda claridad, el Jesús no violento del Sermón del monte parece quedar
anulado y descartado por el posterior Jesús del Apocalipsis. Trataré ahora de esa mucho
más seria objeción contra un Dios no violento y un Jesús no violento.
 
 
«El gran lagar del furor de Dios»
 
La Biblia cristiana termina con la gloriosa imagen de un matrimonio en el cielo, un
casamiento de la humanidad y la divinidad. Es una serena conclusión que establece un
mundo transformado, visión encantadoramente bella no de una tierra que sube al cielo,
sino de un cielo que baja a la tierra. Es un símbolo sublime de una definitiva
regeneración cósmica aquí abajo de una tierra transformada y transfigurada. (Yo la llamo
«la divina limpieza del mundo» o «cambio de imagen total: edición mundial».) A
propósito, el libro del Apocalipsis en el Nuevo Testamento ampliaba esa visión tomada
del libro de Isaías en el Antiguo Testamento.
Antes que nada, aquí está esa decoración de Jerusalén en el profeta Isaías, hacia
finales del siglo VIII a. C.:
 
Preparará Yahvé Sebaot
para todos los pueblos en ese monte
un convite de manjares enjundiosos,
un convite de vinos generosos,
manjares sustanciosos y gustosos,
vinos generosos, con solera.
Rasgará en este monte
el velo que oculta a todos los pueblos,
el paño que cubre a todas las naciones;
acabará para siempre con la Muerte.
Enjugará el Señor Yahvé
las lágrimas de todos los rostros,
y acabará con el oprobio de su pueblo
en toda la superficie del país.
Lo ha dicho Yahvé (Is 25,6-8).
 
Nuestro mundo no culminará con una conflagración, ni con un sollozo, ni con
destrucción ni extinción, ni con una emigración al cielo o al infierno, sino con una fiesta
11
de transformación «para todos los pueblos». Dios ya no es, por así decirlo, el Señor de
los ejércitos, sino que ahora es el Señor de los señores... y de las señoras.
Más tarde, en los años 90 d. C., un cristiano llamado Juan tomó prestada la esperanza
de la visión de Isaías, pero elevó la fiesta de su gran banquete cósmico a una fiesta de
bodas cósmica:
 
Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una
novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono:
«Esta es la morada de Dios con los hombres.
Pondrá su morada en ellos,
y ellos serán su pueblo
y él, Dios con ellos, será su Dios.Y enjugará toda lágrima de sus ojos,
y no habrá ya muerte,
ni habrá llanto,
ni gritos ni fatigas,
porque el mundo viejo ha pasado».
Entonces dijo el que está sentado en el trono: «Mira que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,2-5a).
 
Sería difícil imaginar una consumación más magnífica. El texto bíblico termina, como
la mayoría de las comedias y relatos románticos, con una fiesta de bodas. Y todavía, y
todavía, y todavía...
El primer «y todavía» se refiere a la escena de la boda como la celebración
culminante. El problema está en que hay que cruzar hasta ese bendito acontecimiento por
medio de un mar de sangre. Y no estoy exagerando. Naturalmente que tratamos de
metáforas y símbolos, pero son metáforas de matanzas y símbolos de carnicerías. La
tierra, por ejemplo, se imagina como una viña a punto de vendimia, pero no de vino, sino
de sangre; de esta manera:
 
El ángel metió su hoz en la tierra y vendimió la viña de la tierra, y lo echó todo en el gran lagar del
furor de Dios. Y el lagar fue pisado fuera de la ciudad y brotó sangre del lagar hasta los frenos de los
caballos en una extensión de mil seiscientos estadios (Ap 14,19-20).
 
Durante la Guerra de Secesión, el «himno de batalla de la República» se refería a que
Dios «pisaba la vendimia donde se guardaban las uvas de la ira», pero ni siquiera la
sangre de más de medio millón de muertos habría alcanzado la altura de los frenos de los
caballos en una extensión «de mil seiscientos estadios».
El segundo «y todavía» alude a Jesucristo en esa boda culminante de tierra y cielo.
Por un lado es el «Cordero degollado» (Ap 5,6.12), mártir no violento de la violenta
autoridad imperial, que pasa a ser el Cordero-esposo en esa boda culminante (19,7.9;
12
21,9). Pero también es el Cordero que suelta a los cuatro terribles jinetes; el que cabalga
el caballo blanco es Cristo, el conquistador (6,2, cf. 19,11); el jinete del caballo rojo es
Guerra, el carnicero (6,4); el del negro es Hambre, el que encarece (6,5-6), y el del verde
es Muerte, el destructor (6,8). De nuevo son metáforas y símbolos, pero los cuatro jinetes
del Apocalipsis son imágenes del horror humano y del terror divino, y Jesús los suelta.
El tercer «y todavía» se refiere a la prometida guerra culminante. Dice el texto que
habrá una gran batalla final entre el Reino de Dios y el Imperio de Roma, al que
repetidamente se identifica con el nombre en clave de «Babilonia», desde Ap 14,8,
pasando por 16,19, hasta 17,5, para culminar en 18,2.10 y 21. ¿Por qué Roma como
Babilonia? Porque el Imperio romano destruyó el Segundo Templo de Jerusalén en el 70
d. C. como el Imperio de Babilonia había destruido el Primer Templo en el 586 a. C.
Entre los lugares que se acaban de mencionar, Roma, igual que «Babilonia la
grande», es la «madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra», y está llena
de «espíritus de demonios que realizan signos y van donde los reyes de todo el mundo
para convocarlos a la gran batalla del día del Dios todopoderoso» (16,14). Pero Roma
será finalmente reducida a «morada de demonios, guarida de toda clase de espíritus
inmundos, guarida de aves inmundas y detestables» (18,2). Así se describe esa gran
batalla final:
 
Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco; el que lo monta se llama «Fiel» y «Veraz»; y
juzga y combate con justicia. Sus ojos, llama de fuego; sobre su cabeza, muchas diademas; lleva escrito un
nombre que solo él conoce; viste un manto empapado en sangre y su nombre es: la Palabra de Dios. Y los
ejércitos del cielo, vestidos de lino blanco puro, le seguían sobre caballos blancos. De su boca sale una
espada afilada para herir con ella a los paganos; él los regirá con cetro de hierro; él pisa el lagar del vino de
la furiosa ira de Dios, el Todopoderoso. Lleva escrito un nombre en su manto y en su muslo: Rey de reyes y
Señor de señores (Ap 19,11-16).
 
Como hemos visto más arriba (6,2), el jinete en el caballo blanco es Cristo, el
conquistador, con la espada afilada en su boca (1,16; 2,12.16). Pero, para mí, el libro del
Apocalipsis estaba y está profundamente equivocado sobre el destino de Roma.
Equivocado realmente sobre el tiempo y sobre Cristo.
En primer lugar, la destrucción de Roma iba a ocurrir «pronto», es decir, todavía en
tiempo de la vida del autor, o al menos de su generación. La palabra «pronto» repica
como un toque a muerto desde el comienzo hasta el fin del Apocalipsis. Comienza con
«lo que ha de suceder pronto» (1,1) y sigue en 2,16; 3,11; 11,14 y 22,6-7, para culminar
con la declaración de Cristo de que «sí, vengo pronto» (22,20). Pero el Imperio romano
occidental duró hasta finales del siglo V, y el oriental hasta mediados del XV.
En segundo lugar, el Imperio romano no fue destruido por Cristo, sino que, para bien
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o para mal, se convirtió a Cristo bajo Constantino en el siglo IV y después de él. No hay
indicio alguno de esos hechos en ningún sitio de la visión profética del Apocalipsis.
Destrucción, sí; conversión, no. (Solo los Hechos de Lucas imaginaron correctamente el
futuro como cristianismo romano.)
En tercer término, la inminente destrucción de Roma era presentada por el
Apocalipsis como la consumación del mundo y el establecimiento de unos cielos y una
tierra nuevos en esa fiesta de bodas entre la divinidad y la humanidad (21,2-5). Esa
visión celeste es todavía una consumación que ha de desearse devotamente y está lejos
de ser claramente inminente.
Por último, como hemos visto, Isaías había imaginado una gran fiesta final para
celebrar el establecimiento por parte de Dios de una tierra pacífica. Ciertamente hay una
gran fiesta final en el libro del Apocalipsis, pero es el «gran banquete de Dios» para los
buitres:
 
Luego vi a un ángel de pie sobre el sol que gritaba con fuerte voz a todas las aves que volaban por lo
alto del cielo: «Venid, reuníos para el gran banquete de Dios, para que comáis carne de reyes, carne de
tribunos y carne de valientes, carne de caballos y de sus jinetes, y carne de toda clase de gentes, libres y
esclavos, pequeños y grandes».
Vi entonces a la Bestia [el poderoso Imperio romano] y a los reyes de la tierra con sus ejércitos reunidos
para entablar combate contra el que iba montado en el caballo [Cristo] y contra su ejército [los ángeles].
Pero la Bestia fue capturada, y con ella el falso profeta [el divino emperador romano] –el que había
realizado al servicio de la Bestia los signos con que seducía a los que habían aceptado la marca de la Bestia
y a los que adoraban su imagen–; los dos fueron arrojados vivos al lago del fuego que arde con azufre. Los
demás fueron exterminados por la espada que sale de la boca del que monta el caballo, y todas las aves se
hartaron de sus carnes (19,17-21).
 
Más aún, las cuestiones y objeciones sobre el Cristo violento en este culminante libro
del Apocalipsis se acentuaban por dos factores contemporáneos ajenos a mis
conferencias en las reuniones en las iglesias.
 
 
«Suceda lo que suceda, nunca olvides enjugar tu espada»
 
Un factor entre 1995 y 2007 fue la publicación por Tim LaHaye y Jerry Jenkins de
variados libros en la serie «Left Behind». Esos libros y las películas y juegos posteriores
organizaban muchas y discretas imágenes bíblicas de la consumación cósmica en un
guión más o menos coherente. Pero, al hacerlo así, también elaboraron una egregia
ampliación de la violencia divina del Apocalipsis. La gran batalla final implicaba no solo
a Cristo y a los ángeles, como en el Apocalipsis, sino también a seres humanos.
14
Aquí hay un ejemplo tomado de Glorious Appearing: The End of Days (Aparición
gloriosa. El fin de los días). El protagonista humano es Montgomery Cleburn
McCullum, conocido como Mac, un «antiguo piloto de Nicolae Carpathia [el Anticristo],
Potentado Supremo de la Comunidad Global [CG]», convertido ahora a «Cristo» como
«piloto principal de la Fuerza de la Tribulación destinado a Petra» (p. IX). El incidente
ocurre en la Puerta de Damasco de Jerusalén:
 
«Señor, perdóname», musitó con una ráfaga de su Uziy derribando al menos a una docena de GC desde
atrás. No sintió ningún remordimiento en absoluto. Todo es limpio... Era desde luego adecuado que la
tripulación del diablo estuviera vestida de negro. Vive por la espada, muere por la espada (p. 27).
 
Nótese que el autor (ab)usa de la observación de Jesús de que «todos los que
empuñen espada, a espada perecerán» (Mt 26,52). Jesús dijo «todos», pero Mac carece
de todo sentido de autocrítica, y hasta de la gracia de la ironía.
Otro factor externo fue el estreno de la película Las crónicas de Narnia: el león, la
bruja y el armario en 2005. Esa película estaba basada en el libro de C. S. Lewis con el
mismo título publicado en 1950, que empezaba su serie de siete volúmenes.
Como en la serie «Left Behind», en la de Narnia hay seres humanos que participan en
la gran batalla final entre el bien y el mal. También en la serie de Narnia el bien es
representado por un personaje masculino y el mal por uno femenino: Cristo, «el león de
la tribu de Judá», se convierte en Aslan, el león de Narnia; la gran prostituta de Ap
17,1.15.16 y 19,2 pasa a ser la Bruja Blanca de Narnia.
Además, antes de que Aslan, el león/Cristo, mate a la Bruja Blanca, Peter, el mayor
de los cuatro niños que son los participantes humanos en esta batalla apocalíptica, mata
al monstruo Lobo. Después de eso, Aslan/Cristo le recuerda: «Has olvidado limpiar tu
espada... Suceda lo que suceda, nunca olvides enjugar tu espada» (cap. 12). Otra vez
tengo que recordar una advertencia diferente a un Pedro que blande una espada: «Mete
tu espada en la vaina, porque todos los que empuñan espada, a espada perecerán» (Mt
26,52).
Tanto la serie de Narnia como la de «Left Behind» van más allá del Apocalipsis al
hacer que seres humanos –niños en el primer caso y adultos en el segundo– participen
plenamente en la violencia divina de la limpieza apocalíptica. Las dos series generaban
cuestiones y objeciones en mis auditorios cuando yo hablaba de la resistencia no violenta
de Jesús al control romano de su patria judía del siglo I. Si yo quería hablar como lo
hacía sobre el Jesús histórico, mis audiencias preguntaban con igual razón sobre el
Apocalipsis y su divina violencia, apoyada ahora, al menos ficticiamente, por la
violencia humana.
15
Me gustase o no, evidentemente tenía que ampliar mi enfoque desde el evangelio al
Apocalipsis, del Jesús histórico al apocalíptico, y así pasar por todo el Nuevo
Testamento, de comienzo a fin. Pero ese enfoque no podía parar ahí; tenía que
extenderse a toda la Biblia cristiana y debatir el propio personaje del Dios bíblico.
 
 
La visión de un Dios bipolar
 
En las conferencias sobre Jesús yo proponía que su actitud de resistencia no violenta
estaba programáticamente fundada sobre su visión de un Dios no violento. Dicho de otra
manera, el mensaje de Jesús proclamaba el Reino no violento de un Dios no violento. A
propósito, esto procedía del Sermón del monte, en el que el modelo divino para «amar a
los enemigos» es un Dios que «hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre
justos e injustos». Nuestra resistencia no violenta terrena a la violencia nos hace
adecuados «hijos» de ese Padre celestial que obra de manera semejante (Mt 5,43-48; Lc
6,27-36).
Pero, sea lo que fuere sobre Jesús en el Templo o el Apocalipsis, era sobre el carácter
del Dios bíblico donde las cuestiones, objeciones y contradicciones subían
exponencialmente. ¿No era el Dios bíblico tan bipolar respecto a la violencia y la no
violencia como el Jesús bíblico? Algunas veces se argumentaba que el Dios del Antiguo
Testamento era un Dios de venganza y castigo, mientras el Dios del Nuevo Testamento
era un Dios de perdón y piedad. Así es como me sugerían que resolviera mi problema
sobre los dos aspectos del carácter del Dios bíblico.
A pesar de este estereotipo de antijudaísmo cristiano, la sugerencia mencionada tenía
poco peso entre mis auditorios eclesiales. Porque, evidentemente, de ordinario ya
habíamos discutido el Apocalipsis para entonces, y los que ponían pegas sabían que allí
se imaginaba una violencia cósmica definitiva mayor que cualquier cosa del Antiguo
Testamento. Y el Dios «poli malo» del Antiguo Testamento y el Dios «poli bueno» del
Nuevo resultaban persuasivos solo a los que nunca habían leído realmente la Biblia
cristiana entera.
En todo caso, era del todo claro, de un modo u otro, que el expreso bíblico cristiano,
como yo lo llamo, brama a lo largo de dos raíles gemelos y paralelos, uno de la
violencia divina y el otro de la no violencia divina.
Para discutir con más profundidad el carácter del Dios bíblico me centraba en un
concepto muy importante, la justicia, especialmente con un Dios bíblico de «justicia y
derecho» (Jr 9,23), que exige «derecho y justicia» de otros (Jr 22,3). Pero eso requería
alguna terapia lingüística preliminar.
16
En el lenguaje corriente de todos los días, el término «justicia», sin calificar, de
ordinario se refiere exclusivamente a la justicia retributiva, con especial acento en penas
y castigos. Piénsese, como ejemplo, en el Departamento de Justicia de los Estados
Unidos o en el Código General de Justicia Militar. A cada delito le corresponde un
determinado castigo. Eso es justicia retributiva. Hay, sin embargo, dos formas de justicia
–la justicia de distribución y la justicia de retribución–, una distinción de enorme
importancia en la Biblia y en este libro. De hecho, iré un paso más adelante y defenderé
que la justicia distributiva es el significado primario de la palabra «justicia», y que la
justicia retributiva es secundaria y derivada.
Por ejemplo, un juez es acusado de prejuicio racial en un procedimiento judicial. Los
acusadores seleccionan cien casos de delitos idénticos y circunstancias similares que
implican a acusados blancos y negros. Encuentran que el juez impone fianzas y dicta
sentencias dos o tres veces más duras en los casos de negros que en los de blancos. La
conclusión es que el juez no distribuye la justicia retributiva de forma honrada,
equitativa y justa.
En otras palabras, para mí –y para la Biblia–, la justicia distributiva es primaria; la
retributiva es secundaria y derivada. Dicho de otra manera: la justicia trata de distribuir
adecuadamente los temas en cuestión. En la Biblia se trata principalmente de una justa
distribución del mundo divino entre todo el pueblo de Dios. Por ejemplo, cuando la
Biblia clama justicia, ¿se puede pensar realmente que está exigiendo retribución?
 
Defended al débil y al huérfano,
haced justicia al humilde y al pobre:
liberad al débil y al indigente,
arrancadle de la mano del malvado (Sal 82,3-4).
 
El núcleo de la justicia de Dios es garantizar que el «débil y el huérfano» hayan
recibido su parte de los recursos de Dios para vivir y medrar. La justicia retributiva solo
entra cuando ese ideal se viola.
En resumen, la disyunción entre Dios como violento y no violento puede reformularse
para el resto de este libro de la forma siguiente: el Dios bíblico es, por una parte, un Dios
de justicia distributiva no violenta y, por otra, un Dios de justicia retributiva violenta.
¿Cómo podemos dar sentido a este enfoque tan dual? ¿Cómo reconciliamos estas dos
visiones? Es lo que vamos a explorar en el resto del libro.
 
 
¿Dónde estamos ahora y qué viene a continuación?
17
 
Comienzo con un ¿ahora dónde? y un ¿qué a continuación?, que se extiende por todo el
libro.
Una palabra sobre dos expresiones de crucial importancia no solo para este capítulo,
sino también para más adelante.
Primera, «Biblia cristiana». Esta expresión no es apologética ni polémica, sino
simplemente descriptiva para esa serie de Escrituras sagradas que se extienden desde el
Génesis hasta el Apocalipsis. Acepto plenamente que la Biblia cristiana tomó la idea
misma, la mayoría de su contenido y mucho de su orden de la Biblia hebrea, que la
precedió. Desde luego, si los primeros cristianos no hubieran sido judíos cristianos (es
decir, mesiánicos), ese uso habría sido un robo conceptual, un plagio textual y un
expolio cultural.Tal como fueron las cosas, el judaísmo rabínico y el cristianismo primitivo surgieron
con igual validez y completa integridad de la común matriz de la tradición bíblica del
judaísmo del Segundo Templo. Fueron hijos gemelos de la misma madre y ambos
nacieron en los terribles dolores de parto del primer siglo después de Cristo. (A
propósito, «matriz» y «madre» proceden de las mismas raíces griegas y latinas.)
Segunda, «justicia distributiva». ¿Cómo surgió entre los israelitas y judíos, dentro de
la tradición bíblica, esta visión tan poco intuitiva de la justicia distributiva de Dios? Casi
no era obvia ni evidente en el mundo antiguo entonces y ni en el moderno ahora. No
procedió de ninguna posibilidad imaginada ni de una abstracta teoría de los derechos
civiles, o los derechos democráticos, o los derechos humanos. Vino, en cambio, de la
actualidad experimentada y de la realidad concreta de los derechos familiares. El hogar
campesino bien regido, con derechos y deberes, títulos y responsabilidades, era la
metáfora de la tradición bíblica para un mundo bien gobernado y un país bien regido.
Por eso, Dios obra con «justicia y derecho en la tierra» (Jr 9,24), y el rey con «justicia
y derecho en el país» (23,5; 33,15). Desde la casa, pasando por el país, hasta la tierra,
siempre se trataba de un tema de justicia distributiva y derecho restaurador. De ahí que
la tradición bíblica pudiera aceptar la pobreza extrema como necesaria algunas veces
(por ejemplo durante el Éxodo de Egipto), pero no la desigualdad extrema. Imaginemos
que entramos en un hogar de campesinos y encontramos a algunos hijos muriendo de
hambre mientras otros están ahítos. Esta es la obscenidad que acosa a la imaginación
bíblica, la cual provoca que pidan a su Dios igualdad para todos y suficiencia para cada
uno.
(Si se funciona en el patriarcado corriente, se podría llamar al dueño de la casa
«padre», pero, puesto que uno de cada tres hijos del siglo I era huérfano de padre a los 15
años, podría ser tanto nostalgia como patriarcado. En cualquier caso, nótese cómo la
18
oración oficial del cristianismo comienza con «Padre [Dueño de casa] nuestro» antes de
llegar a «tu reino».)
Paso ahora al ahora dónde y qué a continuación para este capítulo. He defendido en
él que la Biblia cristiana nos presenta un Dios con una justicia distributiva no violenta,
pero también de justicia retributiva violenta. También proclama a Jesucristo como el
Cristo no violento del Sermón del monte y el Cristo violento del libro del Apocalipsis.
Pero los seres humanos están hechos «a imagen y semejanza» de Dios (Gn 1,26a.27), y
los cristianos están llamados a ser «coherederos» con Cristo (Rom 8,17) para el cuidado
y conservación de la creación (Gn 1,28; Rom 8,19). Entonces, ¿cómo tenemos que
actuar contra la injusticia y la violencia, no violenta o violentamente?
Esta es la pregunta esencial detrás de mi título Cómo leer la Biblia y seguir siendo
cristiano. ¿Hemos de elegir y seguir una u otra opción, puesto que ambas son
presentadas como el carácter del Dios bíblico? Pero, si un cristiano opta por el Dios no
violento, ¿puede otro, con igual legitimidad, optar por el Dios violento? ¿Es la respuesta
a mi «cómo» del título sencillamente «cuál es tu opción»? O, como alternativa,
¿tendríamos que mezclar un cóctel trascendente de tantas partes de violencia y tantas de
no violencia, dependiendo del gusto personal o según la tradición confesional?
Mi tarea en el capítulo siguiente es sugerir otra opción diferente para Cómo leer la
Biblia y seguir siendo cristiano. Más aún, y todavía más importante, la solución que
proponga no vendrá externamente de mí, sino internamente de la misma Biblia cristiana.
Procede de proponer una teología cristiana de la Biblia cristiana imaginando la Biblia
como un todo, como un volumen completo, como una unidad organizada, como una
totalidad integrada. Aunque los científicos puedan ver la Biblia como una colección de
diversas obras de autores con diferentes trasfondos, teologías y finalidades, la Iglesia
debe tratar con la Biblia como un todo, como revelación, como guía para nuestras vidas
hoy en día. Tengo el proyecto de leer esa Biblia cristiana como si nada me hubiera
hablado de dos secciones separadas llamadas Antiguo y Nuevo Testamento. Pensaré que
nuestros ejemplares carecen de esa división y que podemos leerlos todos seguidos, libro
a libro, desde el Génesis al Apocalipsis.
En el capítulo 2 estudio la cuestión «¿qué revela la Biblia cristiana sobre su propia
imaginación del carácter de Dios cuando la leemos como una unidad completa y como
un todo integrado?». ¿Hay ahí más que una simple bipolaridad paralela de violencia y no
violencia?
19
2
CENTRO:
¿EL SIGNIFICADO EN EL MEDIO?
 
Con la civilización, el «salvajismo» humano
se hace una agónica parte de la condición humana.
Al amanecer, la civilización,
el fondo de la existencia humana,
se vuelve una aterradora sombra de rojo.
ANDREW BARD SCHMOOKLER,
The Parable of the Tribes
(La parábola de las tribus)
 
 
¿Determina el fin de un libro el significado de la historia? Con otras palabras, ¿define el
fin el comienzo y el medio de una narración? Si la Biblia cristiana fuera una colección de
libros al azar, se podrían poner unos contra otros o preferir el uno al otro. Pero, puesto
que creo que estos libros están organizados por orden y con un impulso narrativo, ¿no es
el libro final –el Apocalipsis de Juan de Patmos– el que da el sentido pleno y el
significado final de todo? Lo que está en juego es si la visión de Jesús y de Dios tal
como aparecen en el libro final, el Apocalipsis, prevalece sobre las demás perspectivas
encontradas anteriormente en la Biblia.
De ordinario suponemos que el significado de una narración se desvela plenamente
solo en su conclusión. Piénsese en cómo reaccionaríamos si, profundamente sumergidos
en la trama de una película, de pronto la pantalla se quedara en negro seis minutos antes
del final o si encontráramos que a una novela apasionante y única le faltaran las últimas
cincuenta páginas. Seríamos capaces de imaginar todas las cosas importantes de un
relato si desapareciera una sección anterior, pero sería un desastre si desaparece el final.
Quizá Aristóteles podría ayudarnos en este punto. En el 350 a. C. escribió que una
historia bien tramada tiene que ser un «todo», y que «un todo es lo que tiene un
comienzo, un medio y un fin» (Poética 7). Con otras palabras, el final de una historia no
es más importante que el comienzo o el medio de ella, pero todos los elementos tienen
que estar presentes para que la historia sea un «todo». Así que, ¿podría el significado de
una historia revelarse plenamente al comienzo o en el medio o solo y siempre al final?
20
¿Es la importancia del final para el significado alguna ley cósmica o decreto
trascendental?
La simple respuesta es un no, como la Biblia misma dice. Haré dos pruebas
exploratorias en las narraciones bíblicas para mostrar por qué esa no es la cuestión más
importante. Hay otro movimiento en la Biblia que arroja más luz sobre este punto. Mi
intención en todo eso no es simplemente resolver el problema planteado por mi título
Cómo leer la Biblia y seguir siendo cristiano, sino abrir la posibilidad de que haya una
solución interna en la misma Biblia cristiana.
 
 
Dos pruebas exploratorias
 
Mi primera prueba exploratoria empieza en el libro del Levítico, que incluye una
declaración de Dios más bien asombrosa: «La tierra no puede venderse a perpetuidad,
porque la tierra es mía, y vosotros sois forasteros y huéspedes en mi tierra» (Lv 25,23).
Con otras palabras, puesto que la tierra es la misma vida, los amos no son sino agentes y
administradores de Dios, el propietario, y solo son arrendatarios de la tierra de otro y
forasteros en el país de otro. (Es como si Dios declarase hoy en día: «El capital me
pertenece a mí; todos vosotros sois prestatarios dudosos y malos deudores».)
Es fácil imaginar la finalidad de impedir la venta permanente de la tierra, propiedad
ancestral de alguien. La teoríaes que, originalmente, Dios distribuyó la tierra bien y
equitativamente entre las tribus, clanes y familias de Israel. Esta justicia distributiva
nunca debe anularse, y el resto de Lv 25 explicita con algún detalle lo que debe ocurrir si
es necesario vender la tierra temporalmente, nunca de forma permanente.
Cada cincuenta años ha de tener lugar el Año jubilar de liberación, redención y
restauración. Durante el Año jubilar, todas las propiedades rurales vendidas
temporalmente por necesidad tenían que ser devueltas a sus originales y ancestrales
propietarios:
 
Declararéis santo el año cincuenta, y proclamaréis por el país la liberación para todos sus habitantes.
Será para vosotros un jubileo; cada uno recobrará su propiedad, y cada cual regresará a su familia [...] En
este año jubilar recobraréis cada uno vuestra propiedad (Lv 25,10.13).
 
El comprador de esa propiedad rural alienada no poseía realmente la tierra, sino solo
su usufructo, estando pendiente la devolución de la tierra el siguiente año jubilar. Se le
dice al comprador: «A mayor número de años [hasta el año jubilar siguiente], mayor será
el precio de la compra, cuantos menos años queden, tanto menor será su precio, porque
21
lo que él te vende es el número de cosechas» (Lv 25,16).
A propósito, es interesante observar que el Año jubilar empezaba «el día de la
Expiación» (Lv 25,9). Es casi como si la misma necesidad de tener un año jubilar
apuntase a algo pecaminoso que exigiera perdón. En cualquier caso, todo esto es
totalmente claro en teoría: la tierra puede ser vendida temporalmente, pero nunca de
forma permanente. ¿Cómo funcionaba en la práctica esta bella justicia distributiva?
Piénsese en un caso más bien extremo de su anulación, pero posiblemente paradigmático
para otros mucho menos extremos.
El rey de Israel, Ajab, hizo la siguiente oferta a Nabot: «Dame tu viña para que pueda
tener un huerto ajardinado, pues está pegando a mi casa; yo te daré a cambio una viña
mejor; o si te parece bien te daré su precio en plata» (1 Re 21,2). Esto, ciertamente,
suena bastante bien. Nosotros podríamos haber esperado de un rey a una persona
corriente: «Tú lo tienes, lo quiero; ¿tienes algún problema?».
Pero Nabot conocía su Torá y responde: «Que Yahvé me libre de cederte la herencia
de mis padres» (1 Re 21,3). Por eso la mujer de Ajab hace que ejecuten a Nabot con
falsos testimonios y da la viña a su esposo (1 Re 21,4-16). No es necesario, por cierto,
demonizar a la reina Jezabel. Es simplemente una princesa cananea que cree en una
teología económica de mercado abierto y libre comercio, y, al concluir que Nabot ha
insultado innecesariamente a su marido, obra en consecuencia (1 Re 21,15).
Repito que la viña de Nabot es un caso extremo y no un ejemplo ordinario de cómo
negar Lv 25. Sabemos que otras tierras eran adquiridas permanentemente, si no por
compraventa, sí por hipoteca y préstamo. Si no, Isaías no habría tenido que lamentar:
«¡Ay, los que juntáis casa con casa, y campo con campo anexionáis, hasta ocupar todo el
espacio y quedaros solos en el país!» (Is 5,8).
Más aún, los especialistas se han preguntado a menudo: si el Año jubilar se observaba
realmente y de manera regular cada cincuenta años, ¿por qué tenemos tan poca mención
de él en nuestros textos posteriores? Si, como parece probable, no se observaba, entonces
el núcleo de la tradición Sacerdotal –a la que pertenece el Levítico– queda reducido de
decreto divino a mera sugerencia.
Sea como fuere, quiero que se piense por un momento en la secuencia de «sí y no»,
«afirmación y negación», «aceptación y rechazo», «aserción y subversión» en ese
intento que acabamos de ver para mantener la justicia distributiva en la propiedad de la
tierra bajo Dios. Dicho de otra manera, hay una lucha entre el radical ideal de Dios para
nosotros (Lv 25,23), lo que yo llamo la radicalidad de Dios, y las corrientes formas
coercitivas en que las culturas actúan de hecho (Is 5,8), lo que yo llamo la normalidad de
la civilización.
Recuérdese esta tensión dialéctica al pasar del Antiguo al Nuevo Testamento y desde
22
un extremo de la Biblia cristiana al otro para hacer mi segunda prueba exploratoria.
De los veintisiete libros del Nuevo Testamento, trece se atribuyen al apóstol Pablo.
Pero los especialistas están de acuerdo en que esas trece cartas han de dividirse en tres
grupos. Primero: siete cartas ciertamente fueron escritas por Pablo (1 Tesalonicenses,
Gálatas, 1 y 2 Corintios, Filipenses, Filemón y Romanos). Otras tres probablemente no
fueron escritas por él (2 Tesalonicenses, Colosenses y Efesios). Y las últimas tres
ciertamente no fueron escritas por él (1 y 2 Timoteo y Tito) (Las cursivas representan las
opiniones académicas corrientes, no postulados dogmáticos o principios doctrinales.)
Para esta segunda prueba exploratoria comparo un ejemplo de estos dos primeros
grupos de cartas con el punto central en las cartas a Filemón y a los Colosenses.
Obsérvese cuidadosamente lo que ocurre en la trayectoria «paulina» sobre el tema de la
esclavitud.
Primero respecto a Filemón: el Pablo real, histórico, escribió a Filemón a comienzos
de los años cincuenta, muy probablemente desde la prisión del gobernador en Éfeso.
Estaba encadenado a un guardia en las celdas, pero se le permitía ayuda y apoyo de otros
cristianos. La carta, de un solo capítulo, surgió de una situación muy particular y no era
en absoluto un tratado abstracto sobre la esclavitud.
El esclavo de Filemón, Onésimo –palabra griega para «útil»–, tenía serias dificultades
con su amo y huyó a donde Pablo para que intercediera por él. Según la ley romana, la
huida a donde un amicus (amigo) del propietario estaba permitida en esas situaciones.
Pero, mientras estaban juntos, Pablo convirtió a Onésimo al cristianismo: «Te ruego –
dice a Filemón– a favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo» (v. 10).
Pablo, sin embargo, no solo está pidiendo a Filemón que perdone a Onésimo, sino que
lo libere. Onésimo ha de ser tratado «no como esclavo, sino como algo mejor que un
esclavo, como un hermano querido que, siéndolo mucho para mí, ¡cuánto más lo será
para ti, no solo como amo, sino también en el Señor!» (v. 16). Esta manumisión o
liberación oficial es realmente el deber cristiano de Filemón; «tengo en Cristo bastante
libertad –dice Pablo– para mandarte lo que conviene» (v. 8), «confiado en tu docilidad»
(v. 21). Pero, ¿cómo puede Pablo, en la economía esclavista del Imperio romano, hacer
una petición tan asombrosa y pretender que es el deber de Filemón?
Para Pablo, Cristo había muerto por obra de Roma para vivir con Dios. Así, por el
bautismo –imaginado como una metáfora de ser enterrado en la tumba más que como
una metáfora de lavarse en la fuente bautismal (véase el capítulo 13)–, los cristianos
habían muerto para Roma a fin de vivir para Dios; «cuantos hemos sido bautizados en
Cristo fuimos bautizados en su muerte [...] fuimos sepultados con él por el bautismo en
la muerte [...] nos hemos injertado en él por una muerte semejante a la suya» (Rom 6,3-
5).
23
Estos pretéritos repetidos («fuimos, hemos sido») dirigidos a cristianos vivos
significan que en el bautismo han muerto a Roma y viven para Dios. Esto es, que han
muerto a los valores centrales romanos de victoria y jerarquía y a los derivados de
patriarcado y esclavitud. Se puede recordar, por ejemplo, que precisamente es el valor
romano sobreentendido de la superioridad del libre sobre el esclavo el que se niega
expresamente por «el bautismo en Cristo» en Gál 3,28 («esclavo o libre») y en 1 Cor
12,13 («esclavos o libres»).
En lenguaje más sencillo, para Pablo un amo cristiano no puede poseer un esclavo
cristiano –uno no puede ser al mismo tiempo igual y desigual en Cristo–, y la
superioridad romana del libre sobre el esclavo es abrogada en y por el bautismo
cristiano. ¿Cómo funcionó en la práctica esta magnífica teoría? ¿Qué sucedió a la radical
visión del Pablo histórico en las cartas escritas con su nombre, pero después de su
muerte?
A continuación, respectoa Colosenses: por una parte, esta carta habla directamente a
esclavos y señores, mencionando las responsabilidades recíprocas que un amo de casa
romano podría encontrar ofensivas. Por otra, se supone en esta carta que los amos
cristianos tienen esclavos cristianos:
 
Esclavos, obedeced en todo a vuestros amos de este mundo, no porque os ven, como quien busca
agradar a los hombres, sino con sencillez de corazón, temiendo al Señor. Todo cuanto hagáis, hacedlo de
corazón para el Señor y no para los hombres, conscientes de que el Señor os dará la herencia en
recompensa. El Amo a quien servís es Cristo. Al que obre la injusticia se le devolverá conforme a esa
injusticia, que no hay favoritismo.
Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros
tenéis un amo en el cielo (Col 3,22-4,1; cf. Ef 6,5-9).
 
Lo que ocurrió es que una visión pospaulina, pseudopaulina y aun específicamente
antipaulina contradijo tranquilamente la visión del Pablo histórico. Pero nótese,
naturalmente, que todo eso se hizo en nombre del mismo Pablo. En otras palabras, la
visión de Pablo de la radicalidad de Dios había pasado a ser parte de la normalidad de la
civilización romana.
En resumen, pues, de esas dos pruebas experimentales (que se estudiarán más
plenamente más adelante) vemos que, tanto en el Antiguo Testamento como en el
Nuevo, tanto en la Torá como en Pablo, un ritmo de «aserción y subversión» está
acentuadamente presente. Una visión de la radicalidad de Dios se afirma y luego, más
tarde, vemos que esa visión es domesticada e integrada en la normalidad de la
civilización, de manera que el orden de la vida establecido se mantiene. Más aún, ambos
elementos se citan, en un caso, de labios de Dios, en el otro, de la pluma de Pablo.
24
Desde luego, estas dos pruebas están limitadas a dos tradiciones, la sacerdotal en el
Antiguo Testamento y la paulina en el Nuevo. Pero no son poco importantes. Lo que
tienen en común es un modelo de «sí y no», de «declaración e invalidación», de
«afirmación y anulación», de «afirmación y subversión». Recuérdese en el resto del libro
este modelo de «afirmación y subversión».
 
 
Un ritmo de «afirmación y subversión»
 
Ya en el capítulo 1 señalaba yo la disyuntiva entre no violento y violento –para Dios o
para Jesús– como una que se da entre diferentes visiones e ideales, la primera sobre
justicia distributiva no violenta y la segunda sobre justicia distributiva violenta. Mi paso
siguiente es combinar eso con las dos disyuntivas acabadas de señalar; radicalidad y
normalidad, afirmación y subversión.
Como ya hemos visto, hasta una lectura superficial de la Biblia cristiana revela que
Dios y Cristo son violentos y no violentos de una forma un tanto bipolar, si no
directamente esquizofrénica. Es como si el expreso bíblico corriese por raíles paralelos,
pero muy diferentes.
Pero, como hemos visto en las dos pruebas exploratorias, defiendo que un estudio
más profundo y más reflexivo de la Biblia cristiana requiere una metáfora distinta. En un
nivel más profundo existe un fascinante modelo interactivo entre estas dos vías férreas
paralelas. Hay un ritmo recurrente entre la visión bíblica de la justicia distributiva no
violenta de Dios y la justicia retributiva violenta del mismo Dios. La metáfora más
exacta no es el expreso bíblico, sino el latido cardíaco bíblico.
A lo largo del relato bíblico, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, cada desafío
radical del Dios bíblico es aceptado y rechazado por las comunidades aludidas, desde los
israelitas más antiguos hasta los últimos cristianos. Este modelo de «afirmación y
subversión», este ritmo de «expansión y contracción», es como el ciclo de la sístole y la
diástole del corazón humano.
Con otras palabras, el latido de la Biblia cristiana es un ciclo cardíaco recurrente en el
que la afirmada radicalidad de la justicia distributiva de Dios es subvertida por la
normalidad de la justicia retributiva violenta de la civilización. Y, naturalmente, la
anulación más profunda es que la afirmación y la subversión son, ambas, atribuidas al
mismo Dios o al mismo Cristo.
Se puede pensar en este ejemplo. En la Biblia, los profetas son los que hablan en
nombre de Dios. Por un lado, los profetas Isaías y Miqueas coinciden en esta visión de
Dios: «Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas, podaderas. No levantará la
25
espada nación contra nación ni se ejercitarán más en la guerra» (Is 2,4 = Miq 4,3). Por
otra parte, el profeta Joel sugiere la visión opuesta: «Forjad espadas de vuestras azadas y
lanzas de vuestras podaderas, y diga el cobarde: “¡Soy un valiente!”» (Jl 3,10). ¿Es esto
simplemente un ejemplo de «aserción y subversión» entre profetas o entre la radicalidad
de Dios y la normalidad de la civilización?
Esta propuesta puede responder también, como se observó en el capítulo 1, a por qué
el Cristo del Sermón del monte prefería amar a los enemigos y orar por los perseguidores
mientras que el Cristo del libro del Apocalipsis prefería matar enemigos y degollar
perseguidores. No es que Jesús, el Cristo, hubiera cambiado de mentalidad, sino que en
la estrategia del modelo bíblico de «afirmación y subversión», el cristianismo cambió a
Jesús.
Esto significa, sin embargo, que la revelación de la radicalidad de Dios habla
mediante el Jesús histórico en la primera preferencia (amar a los enemigos), puesto que
los especialistas están de acuerdo en que estos dichos nucleares recogidos en los
evangelios se cuentan entre las colecciones más primitivas de sus dichos, y
probablemente son los más estrechamente vinculados a su figura histórica; pero la
normalidad de la civilización (matar a los enemigos) habla a través del Jesús
apocalíptico, un Jesús visto muchas décadas después de que la comunidad cristiana se
hubiera ya establecido.
También puede pensarse en esta dicotomía parecida. En torno al 330 a. C., Alejandro
Magno arremetió a lo largo de la costa de Levante, en el Mediterráneo oriental, y,
después de salvajes asedios, cabalgó por las desvencijadas puertas de Tiro y Gaza en su
famoso corcel de guerra, Bucéfalo. En directo y deliberado contraste, así es como el
profeta Zacarías describe al Mesías en su entrada por las puertas de Jerusalén:
 
¡Exulta sin freno, Sión,
grita de alegría, Jerusalén!,
que viene a ti tu rey,
justo y victorioso,
humilde y montado en un asno,
en una cría de asna.
Suprimirá los carros de Efraín
y los caballos de Jerusalén;
será suprimido el arco de guerra,
y él proclamará la paz a las naciones.
Su dominio alcanzará de mar a mar,
desde el Río hasta el confín de la tierra (Zac 9,9-10).
 
Se notará el contraste explícito entre el pacífico asno y el caballo de guerra. Más aún,
el asno del Mesías es descrito muy cuidadosamente como un asno de pura raza y no el
26
medio-caballo medio-asno conocido como mula, manifestando claramente que el animal
que cabalgaba no era nada parecido a un caballo (de guerra).
Cuando Jesús entra en Jerusalén, en aquella demostración del Domingo de Ramos en
cumplimiento de Zacarías, Marcos solo menciona el único asno pacífico. (Imaginemos a
Jesús entrando en Jerusalén sobre un asno desde Betania, al este, y a Pilato entrando en
un caballo de guerra desde Cesarea, al oeste.) Mateo, sin embargo, intensifica la
demostración –y la sátira– haciendo que Jesús monte sobre una borrica con su pequeño
pollino trotando a su lado: «Jesús envió a dos discípulos diciéndoles: “Id al pueblo que
está enfrente de vosotros y enseguida encontraréis un asna atada y un pollino con ella;
desatadlos y traédmelos” [...] Trajeron el asna y el pollino. Luego pusieron sobre ellos
sus mantos y él se sentó encima» (Mt 21,1-2.7).
Esto es la afirmación del Jesús histórico del bíblico asno pacífico. Pero tenemos la
subversión en el libro del Apocalipsis. Recuérdese a Cristo como jinete sobre el caballo
blanco del capítulo 1 y la gran fiesta que prepara para los buitres con los cuerpos de los
«muertos por la espada que sale de la boca del que monta el caballo, y todas lasaves se
hartaron de sus carnes» (Ap 19,21). En resumen:
 
Radicalidad de Dios Jesús histórico sobre el no violento asno (Mt 21,1-11)
Normalidad de la
civilización
Cristo apocalíptico sobre el violento
caballo
(Ap 19,11-
21)
 
 
Este modelo bíblico de «sí y no» justifica mi opción del Jesús no violento de la
encarnación por encima del violento Jesús del Apocalipsis en cuanto que el primero sea
el verdadero Jesús. Dicho sencillamente, el Jesús no violento es la aserción de la Biblia
cristiana, la aceptación y la afirmación de la radicalidad de Dios, mientras que el Jesús
violento es la correspondiente subversión, rechazo y negación a favor de la normalidad
de la civilización.
El interés y valor, la honradez e integridad de la Biblia cristiana está triunfalmente en
la dialéctica de sí y no, aserción y subversión. Esta dialéctica significa que judaísmo y
cristianismo toman en serio los desafíos de Dios. (Si, por ejemplo, nosotros, los
norteamericanos, tomáramos en serio nuestra visión de libertad y justicia para todos bajo
Dios, imaginemos las matizaciones y reservas que asediarían nuestro «compromiso de
lealtad».)
Si la Biblia fuera toda ella entusiasmo de «poli bueno» por parte de Dios, tendríamos
27
que tratarla como falta de realismo textual y fantasía utópica. Si toda ella fuera venganza
de «poli malo» por parte de Dios, no necesitaríamos justificar, digamos, el último siglo.
Pero tiene las dos cosas, la aserción del radical sueño de Dios sobre nuestro mundo y el
intento con tanto éxito por parte de nuestro mundo de sustituir el sueño divino por una
pesadilla humana.
El problema bíblico no es, insisto, en que los destinatarios de esos desafíos divinos
fueran malos, sino que eran muy normales. La lucha no es entre el bien divino y el mal
humano, sino, por un lado, entre el radical sueño de Dios para una tierra bien distribuida,
no violentamente, entre todos sus pueblos y, por el otro, el sueño normal de la
civilización de conservar lo mío, conseguir lo tuyo y tener más y más para siempre. La
tensión no es entre el buen libro de Dios y el mundo malo que está fuera del libro. Es
entre el buen libro y el mundo malo que, los dos, están dentro del libro.
 
 
«Una aterradora sombra de rojo»
 
Se puede entender fácilmente mi expresión «la radicalidad de Dios» cuando se piensa en
los manifiestos contra la avaricia de tierra en el Levítico, contra la violencia en los
evangelios y contra la esclavitud en Pablo que he tratado un poco más arriba. Pero, ¿por
qué «la normalidad de la civilización» en oposición a esa otra expresión? ¿No usamos la
palabra «civilización» para todo lo bueno, positivo y prometedor en el mundo en torno a
nosotros? ¿Y no es un insulto llamar a individuos, grupos o países «incivilizados»?
¿Cómo puede, pues, el epígrafe de este capítulo hablar tan negativamente de la
civilización? Y, sobre todo, ¿por qué sugiere que la cultura humana en general precedía a
la civilización humana en particular?
Un indicio sobre este específico significado de civilización es recordar que
Mesopotamia –palabra griega para la tierra «entre los ríos» Éufrates y Tigris– es llamada
la «cuna de la civilización». Allí, en el Iraq moderno, se concibió, nació, fue creada y se
desarrolló la civilización en un determinado momento del tiempo. Pero, ¿por qué allí y
cómo sucedió? Bienvenidos al Creciente Fértil para este y el siguiente capítulo.
Montañas coronadas de nieve rodean un desierto en forma de arco desde Israel a Irán.
Entre montañas y desiertos, desde la costa del Levante al Golfo Pérsico, hay una cadena
intermedia de colinas y llanura llamada evocadora y acertadamente Creciente Fértil. Allí,
originalmente, aunque no de forma única, los seres humanos inventaron esa forma
específica de cultura conocida como civilización en un proceso denominado actualmente
Revolución neolítica o de la Nueva Edad de Piedra, o mejor, Evolución. Es lo que
solemos llamar el «amanecer de la civilización»; esta R/Evolución se desarrolló desde
28
alrededor del 12000 a. C. hasta un primer culmen entre los ríos Éufrates y Tigris a lo
largo de los límites orientales de ese Creciente Fértil hacia el 4000 a. C.
El asombroso cambio en las condiciones de vida humana durante el Neolítico incluía
la transición evolutiva de la recolección, caza y nomadismo al pastoreo, agricultura y
sedentarización. Su realización culminante, con todo, fue la invención y
perfeccionamiento del regadío en las llanuras aluviales de esos dos ríos, los cuales,
partiendo de las nieves derretidas de las montañas del Tauro, fluyen hacia el sur con un
arrastre fértil de cieno y lodo.
La R/Evolución neolítica tuvo como consecuencia la domesticación, control y
dominio de granos, animales y hasta personas. Pensemos en el trabajo organizado
necesario para preparar, conservar y mantener las presas, canales y cauces que se
necesitan para la agricultura de regadío en llanuras aluviales. Pensemos en el lodo como
don inicial y maldición final. El control del trabajo de las personas comenzó como
cooperación voluntaria para el mayor bien de los más, pero en ocasiones evolucionó
hacia un trabajo forzoso para el mayor bien de los menos. No hay que confundir, sin
embargo, la normalidad de la civilización con la inevitabilidad de la naturaleza humana,
porque la naturaleza humana ya había medrado sin civilización humana durante millones
de años.
Hay un momento de imagen fija en el desarrollo de la civilización hacia el 2350 a. C.
en Mesopotamia meridional. Urukagina, gobernante de la ciudad sumeria de Lagash,
bajo su deidad patronal Ningirsu, redactó un código de justicia distributiva mandada por
la divinidad 3. Primero hace recuento de una larga lista de injusticias sociales «desde los
días de antaño, desde el día en que brotó la semilla del hombre» Por ejemplo: «El
encargado de los barqueros se apoderó de los botes. El rabadán se apoderó de los asnos.
El encargado de las pesquerías se apoderó de las pesquerías», etc. Consigna luego cómo
los ha reformado a todos, incluyendo lo siguiente: «Urukagina hizo una alianza con
Ningirsu de modo que un hombre poderoso no debe cometer injusticia contra un
huérfano o una viuda». (Recuérdese, por favor, la palabra «alianza» para la parte III de
este libro.).
El estado de los asuntos que obligaron a las reformas de Urukagina indican el
«progreso» de la civilización en Sumer a mediados del tercer milenio a. C. Las reformas
indican una lucha por el poder y la justicia entre, por un lado, templo y plebeyos, y, por
otro, palacio y aristócratas. Los últimos habían logrado ascendencia porque, después del
2500 a. C., la dinastía de Ur-Nanshe en Lagash había desencadenado guerras que
conquistaron todo Sumer. Las guerras dieron al palacio poder coercitivo, y así, «desde
los límites de Ningirsu hasta el mar hubo impuestos». Pero las reformas del Código de
Urukagina devolvieron el poder de colaboración al templo, y así, «desde los límites de
29
Ningirsu hasta el mar no hubo impuestos».
Dos niñeras gemelas, por tanto, revoloteaban sobre la cuna de la civilización: una era
la violencia y la otra el imperio. Los campesinos no pueden desplazar sus campos como
los pastores sus rebaños. Una mayor fertilidad impulsaba a los campesinos a expandirse
y una conquista fácil tentaba a los nómadas a invadir. Los campesinos necesitaban
defenderse y, ya organizados para el regadío, podían fácilmente organizarse para la
defensa o, mejor aún, para esa defensa siempre creciente conocida como imperio,
inventado por Sargón y sus acadios en Mesopotamia hacia finales de los años 2000 a. C.
No es que la civilización inventase la violencia u obligase a ella. Es simplemente que,
cuando la gente fue mejorando en todo, también mejoró en la escalada de imposiciones a
los demás y de violencia contra los demás. El eterno mantra comenzó su funesto cántico:
te vamos a proteger de la fuerza de fuera estableciendo fuerza dentro.
Aunque mi dialéctica de radicalidad de Dios contra normalidad de civilización ha sido
creada especialmente para este libro, ya se conoceesa distinción a partir de la propia
Biblia cristiana. Se puede pensar en esto: por un lado, «Dios amó tanto al mundo» (Jn
3,16), pero, por otro, «todo lo que hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas– no viene del Padre, sino del
mundo» (1 Jn 2,16). Esta ambigüedad en el término «mundo» se da entre el mundo como
creación (lo que llamo la radicalidad de Dios) y el mundo como civilización (lo que
llamo la normalidad de la civilización).
 
 
La norma de la Biblia cristiana
 
Decimos algunas veces con una abreviación hiperbólica, que la Biblia es la palabra de
Dios. Pero realmente deberíamos decir con mayor exactitud que la Biblia contiene la
palabra de Dios. Pero ni siquiera esa corrección es suficiente. Sencillamente no es
adecuado pensar en la Biblia cristiana como un mensaje divino recibido y transmitido en
respuesta humana. ¿Por qué? Porque esa respuesta acepta el desafío divino
explícitamente y, sin embargo, a menudo lo rechaza. Y todavía más habida cuenta de
que tanto la aserción como la subversión frecuentemente se atribuyen al propio Dios.
La primera cuestión y más fundamental de este libro es: ¿cómo sabemos nosotros, los
cristianos, cuál es nuestro verdadero Dios: nuestro Dios bíblico violento o nuestro Dios
bíblico no violento? La respuesta realmente es evidente. La norma y criterio de la Biblia
cristiana es el Cristo bíblico. Cristo es el parámetro por el que medir todo el resto en la
Biblia. Puesto que el cristianismo proclama que Cristo es la imagen y revelación de
Dios, entonces Dios es violento si Cristo es violento, y Dios es no violento si Cristo es
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no violento.
Esto aparece aun en la forma en que nos llamamos. Nos llamamos «cristianos» y no
«biblianos», de manera que nuestro mismo nombre afirma el predominio de Cristo sobre
la Biblia. Pero esto plantea otra cuestión. ¿Qué Cristo queremos decir? ¿El Cristo no
violento que monta en un pacífico asno en el evangelio o el Cristo violento montado en
el blanco caballo de guerra en el Apocalipsis? En otras palabras, hay que establecer un
segundo criterio y un parámetro decisivo.
Si, para los cristianos, el Cristo bíblico es el criterio del Dios bíblico, entonces, para
los cristianos, el Jesús histórico es el criterio del Cristo bíblico. Esto es, otra vez, más
bien evidente. El cristianismo cuenta el tiempo hasta el nacimiento de Jesús y a partir de
ese nacimiento. Su nacimiento histórico es el gozne del tiempo, rompiendo la historia en
un antes y un después más que haciéndola correr toda ella hacia su consumación
apocalíptica. Y, naturalmente, es la razón por la que algunos cristianos preguntan «¿qué
haría Jesús?» en lugar de «¿qué dice la Biblia?».
Mi propuesta en este libro es que el mismo individuo estudiado como el Jesús de la
historia por la investigación académica y aceptado como el Cristo de la fe por la creencia
confesional es la norma y criterio de la Biblia cristiana. Con otras palabras, el sentido de
la narración de la Biblia está en el medio, en la historia de Jesús en los evangelios y en
los escritos primitivos de Pablo; el culmen de su narración está en el centro; y el sentido
de su no violento centro juzga el (sin)sentido de su violento final.
Por tanto, y con el debido respeto a la tradición islámica, nosotros no somos «el
pueblo del Libro». Nosotros somos «el pueblo con el Libro», pero, aún más importante,
somos «el pueblo de la Persona». Esta es la razón por la que una famosa cita cristiana del
evangelio de Juan no dice que «tanto amó Dios al mundo que le dio su único Libro»,
sino «tanto amó Dios al mundo que le dio a su único Hijo» (Jn 3,16).
El envío divino cristiano no es un libro, sino una persona, y esa persona es el Jesús
histórico. Y precisamente ese histórico Jesús es al que los cristianos proclaman como «la
gloria de Dios, que es la imagen de Dios» (2 Cor 4,4). Dicho sucintamente, para los
cristianos, la encarnación gana al Apocalipsis.
 
 
¿Dónde estamos ahora y qué viene a continuación?
 
Aunque el título de este libro es Cómo leer la Biblia y seguir siendo cristiano, mi plan
no es simplemente proponer mi solución personal al problema. Mi esperanza es someter
a prueba un problema en la Biblia cristiana de manera que descubramos una solución
que se muestra internamente a partir de las profundidades del propio problema.
31
El problema superficial es el retrato bipolar y aun esquizofrénico del Dios bíblico
como no violento y violento, como no violento en la distribución y violento en la
retribución. La misma dicotomía envuelve la figura bíblica de Cristo, sobre un pacífico
burro o un corcel de guerra. Empleo la metáfora del expreso bíblico con sus dos raíles
gemelos y paralelos para expresar esa dialéctica.
Bajo este problema superficial, sin embargo, aparece otro más profundo. Los dos
aspectos –de Dios o de Cristo– forman un modelo repetido de «afirmación y
subversión». No violencia y violencia no solo son procesos bíblicos paralelos, sino
interactivos. Presentan un «sí» de la justicia distributiva no violenta de Dios que es
seguido por un «no» de la normalidad de la violenta justicia retributiva a la civilización.
La metáfora del expreso bíblico con vías paralelas cede el puesto a la del latido cardíaco
bíblico con ritmos interactivos.
Aquí es donde empezamos a atisbar una solución para el título del libro: Cómo leer la
Biblia y seguir siendo cristiano. Y aquí está lo que propongo:
 
la norma y criterio de la Biblia cristiana es el Cristo bíblico, pero
la norma y criterio del Cristo bíblico es el Jesús histórico.
 
Por «norma» y «criterio» quiero decir que no debemos ponernos solo las gafas de
Cristo para leer la Biblia cristiana, sino que también tenemos que ponernos las gafas de
Jesús para ver al Cristo bíblico. Por ejemplo, el pacífico asno del Jesús histórico en el
evangelio gana al caballo de guerra del apocalíptico Jesús del Apocalipsis, Ciertamente,
al menos tenemos que pretender alinearnos con la radicalidad de Dios por encima de la
normalidad de la civilización.
A propósito, esto no es, con toda certeza, el antiguo desafío del «Jesús de la historia»
frente al «Cristo de la fe». El nuevo desafío es si consideramos al «Jesús de la historia» y
al «Cristo de la fe» como no violentos o violentos. Es un desafío nuevo y distinto, no
otra aburrida repetición de un punto pasado de moda.
La Biblia cristiana es realmente una pequeña biblioteca disfrazada de libro, pero
presentada como una historia. Si el sentido de esa historia estuviera al final, con el
Jesucristo apocalíptico, no tendríamos que molestarnos en leerla entera; pero si está en el
medio, con el Jesucristo histórico, tenemos que explorar nuestro camino muy
cuidadosamente y desde ese punto medio. ¿Qué hay antes y qué hay después?
Empezamos, entonces, un viaje a través de las más profundas estructuras y no solo de las
facetas superficiales de la Biblia cristiana para responder a nuestro reto inicial de cómo
leer la Biblia y seguir siendo cristiano.
Estos dos primeros capítulos son una obertura al resto del libro y, como tal, nos han
32
ofrecido un recorrido por toda la Biblia. Ahora, con el «desafío» de la parte I ya
definido, comienzo a comprobar la solución propuesta a lo largo de toda la Biblia
cristiana, una tradición importante tras otra. Comenzamos donde comienza el relato
bíblico, entre los árboles del bello jardín de Gn 2-3, y terminaremos en las calles de una
gran ciudad en Ap 22.
Como preparación para el siguiente capítulo recuerdo la palabra «matriz» del capítulo
1. Nosotros, los cristianos, estamos acostumbrados a interpretar Gn 2-3 dentro de la
matriz de la tradición, doctrina e imaginería cristianas. En esa interpretación corriente, el
Dios del jardín del Edén ciertamente comienza Gn 2 como un Dios de arrebatadora
justicia distributiva no violenta, pero termina Gn 3 como un Dios de arrebatadora justicia
retributiva violenta.
Para nuestra tradición, ¿no está el acto humano inaugural de desobediencia en el Edén
generando un estado de castigodivino? Se nos ha dicho que la historia de la «caída» no
es solo la de Adán y Eva, sino la de todos sus descendientes. Por tanto, ciertamente el
Edén da un testimonio inaugural de que el Dios bíblico es de amenaza y castigo, sanción
y pena, sobre justicia retributiva por encima de cualquier otra cosa. Pero, ¿qué pasa si
vemos Gn 2-3 no con los ojos cristianos posteriores, sino con los hebreos anteriores, y
todavía más con antiguos ojos mesopotámicos?
¿Qué ocurrirá si leemos Gn 2-3 y volvemos a visitar el Edén en su matriz original del
Creciente Fértil? ¿Qué imágenes de antiguos espíritus y fantasmas del segundo y aun del
tercer milenio rondan este relato desde el primer milenio? La atención a la matriz
original de un relato y el respeto a su finalidad dentro de su mundo permiten que voces
antiguas hablen plena y claramente antes de que nos apresuremos a afirmar o negar lo
que nosotros ni siquiera hemos oído y, mucho menos, entendido.
Nuestra respuesta a cómo leer la Biblia y seguir siendo cristiano nos lleva a un viaje
que empieza en el jardín del Edén, y al entrar en él deberíamos quitarnos nuestros
zapatos cristianos y ponernos sandalias mesopotámicas.
33
 
 
 
 
PARTE II
34
LA CIVILIZACIÓN
 
35
3
CONCIENCIA
 
Adán, ¿qué has hecho? Porque, aunque has sido tú el que ha pecado, la caída no era solo
tuya, sino nuestra, que somos tus descendientes
4 ESDRAS 7,48 (finales del siglo I d. C.)
 
Adán, por tanto, no es la causa sino solo para sí mismo, ya que cada uno de nosotros
somos nuestro propio Adán
2 BARUC 54,19 (comienzos del siglo II d. C.)
 
 
La verdadera edad del mundo ha sido durante mucho tiempo objeto de debate. William
Shakespeare acababa su comedia pastoril y romántica As You Like It (Así es, si así os
parece) entre 1598 y 1600. En el acto 4º, escena 4ª, Rosalinda dice a Orlando que los
individuos han muerto en el pasado por muchas causas, pero nunca por amor. No, ni una
sola vez, aunque «el pobre mundo tiene casi seis mil años». El desechable verso
simplemente seguía el general consenso occidental de que la creación había tenido lugar
alrededor del año 4000 a. C., una fecha calculada sumando detalles cronológicos y tablas
genealógicas que se dan en la Biblia cristiana.
Durante 1642-1644, después de que el Parlamento hubiera decapitado a Carlos I y
descubierto que el regicidio no resolvía nada, John Lightfoot, sacerdote anglicano,
maestro en el Colegio de Santa Catalina, en Cambridge, y posteriormente vicecanciller
de la universidad, publicó un libro con este título tan pomposo: Algunas pocas y nuevas
observaciones sobre el libro del Génesis. La mayoría de ellas ciertas, el resto probables,
todas inofensivas, curiosas y raramente oídas antes. Lightfoot calculaba el comienzo de
la creación en el ocaso de la tarde del sábado 12 de septiembre del año 3929 a. C.
Unos pocos años después, entre 1650-1654, James Ussher, sacerdote de la Iglesia de
Irlanda, vicecanciller del Trinity College de Dublín, arzobispo de Armagh y primado de
toda Irlanda, publicó un libro con un título aún más exhaustivo: Anales del Antiguo
Testamento deducidos desde los primeros orígenes del mundo, crónicas de materias
asiáticas y egipcias, elaborados todos ellos desde el comienzo del tiempo hasta el
comienzo de los Macabeos. Ussher calculaba el comienzo de la creación en el ocaso de
la tarde del sábado 23 de octubre del año 4004 a. C.
36
Hoy día pensamos que nuestro universo empezó con el Big Bang hace unos 14.000
millones de años, la Tierra hace unos 4.500 millones de años, y que nuestra especie en
concreto comenzó hace unos 200.000 años. En nuestro contexto contemporáneo, por
tanto, es bastante fácil reírse de esos eclesiásticos del siglo XVII y de las cronologías y
genealogías bíblicas. Sin embargo, en este punto son posibles dos actitudes y cuestiones
alternativas.
Una cuestión plantea gozosamente por qué la Biblia estaba tan equivocada como para
imaginar que la edad del universo contaba con unos pocos miles de años mientras que
nosotros reconocemos que son unos pocos miles de millones. La otra cuestión se
pregunta reflexivamente por qué los autores bíblicos inventaron sus genealogías y
cronologías de manera que se estableciese la creación alrededor del año 4000 a. C. ¿Por
qué una antigüedad tan pequeña? Por el contrario, a finales de los años 2000 a. C., un
escriba sumerio hacía una lista de ocho reyes que habían gobernado «antes del diluvio»
durante un total de 241.000 años. Puestos a imaginar un pasado distante, ¿por qué
decidirse por 4.000 años cuando se podrían poner, digamos, 400.000?
Hay que tener en la mente esta cuestión cuando pasamos a la del lugar, y nótese que
el lugar es mucho más directo y explícito que el tiempo: «Luego plantó Yahvé Dios un
jardín en Edén, al oriente [...] De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se
repartía en cuatro brazos [...] Pisón [...] Guijón [...] Tigris [...] Éufrates» (Gn 2,8.10-14).
La creación comenzó con un jardín «al oriente» (Gn 2,8), es decir, al oriente desde el
punto de vista de los antiguos sabios bíblicos de Israel (Gn 2,8b). El jardín está soberbia
y hasta trascendentalmente bien regado por un súper-río anónimo que fluye por él desde
dentro y luego forma cuatro ríos enormes en la parte de fuera.
Los ríos Éufrates y Tigris son bien conocidos y, ciertamente, como ya hemos
indicado, Mesopotamia es una palabra griega para referirse a la tierra «entre ríos» que
hoy conocemos como Iraq. Esos dos ríos surgen a menos de treinta kilómetros uno de
otro en las montañas del Tauro, en la Turquía oriental, y luego fluyen hacia el sur hasta
el Golfo Pérsico.
La identidad moderna de los ríos Pisón y Guijón es todavía tema de conjeturas
académicas. Pero, evidentemente, ningún súper-río se divide en Éufrates, Tigris, Pisón y
Guijón, con independencia de cómo se identifiquen estos dos últimos. El autor del
Génesis parece estar imaginando alguna localización mítica en la Mesopotamia
septentrional como la fuente de cuatro grandes ríos, ciertamente el Éufrates y el Tigris y
posiblemente también el Halys y el Aras.
En cualquier caso, ese jardín del Edén es imaginado como un superjardín bien regado
por un súper-río y, presumiblemente, situado en Mesopotamia septentrional. (Esta
localización del jardín puede explicar también por qué «el monte Ararat» fue escogido
37
para el lugar donde el arca encalló en Gn 8,4. La recreación de Gn 8-9 comienza de
nuevo donde había empezado en Gn 2-3.)
¿Dónde estamos cuando combinamos el 4000 a. C. como tiempo y Mesopotamia
como espacio? Después del capítulo 2 ya conocemos la respuesta. Estamos en medio del
culmen de la Revolución neolítica, en medio de la aurora de la civilización, en la
poderosa llanura de Mesopotamia.
La aurora de la civilización para Sumer fue la fecha de la creación para Israel. La
fecha era del todo inexacta cronológicamente, pero plenamente correcta desde el punto
de vista metafísico. En cualquier caso, para Gn 2- 3, nuestro mundo fue dotado de
humanidad por parte de la divinidad hacia el año 4000. a. C. en Mesopotamia, en un
jardín hecho por Dios. Es tiempo, pues, de entrar en ese jardín. Pero lo hacemos por
medio del portal-matriz de la imaginación sumeria en tiempos remotos, tan remotos
como los 2000 a. C.
Intentemos poner entre paréntesis por ahora la muy posterior matriz cristiana y la
interpretación, doctrina y dogma, catecismo y convenciones sobre «el pecado original».
Uno podría prepararse para una nueva forma de ver la narración del Edén advirtiendo
que palabras como «pecado», «desobediencia» y «castigo», y por supuesto «caída»,
nunca aparecen en ninguna parte de Gn 2-3. En lugar de ello vamos a acercarnos al
relato bíblico sobre Adán y Eva pensando en una narración mesopotámica sobre una
pareja anterior igualmente primordial llamados Gilgamés y Enkidu.
 
 
«¿Tengo que yacer también y no resurgir nunca más?»
 
Gilgamés fue un personaje real, histórico, de hacia el 2700 a. C., un sacerdote-rey de
Uruk-Érec según Gn 10,10, Warka en el moderno Iraq. Uruk, en Sumer meridional,

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