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ELLIOT, E - Portales de esplendor

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PORTALES
DE
ESPLENDOR
Elisabeth Elliot
“N o es tonto el perder lo que no se puede 
guardar, por ganar lo que no se puede 
perder” —Jim Elliot
EDITORIAL PORTAVOZ
La misión de Editorial Portavoz consiste en proporcionar productos de calidad 
—con integridad y excelencia—, desde una perspectiva bíblica y confiable, 
que animen a las personas a conocer y servir a Jesucristo.
Este material está disponible gratuitamente, con la única 
finalidad de ofrecer lectura edificante a to d ^ s aquellos 
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uti ¡ce este material para su evaluación, y, si es de su gusto, 
bendiga al autor, editores y librerías, con la compra del libro.
KnmiknYn PDF
Título del original: Through the Gates ofSplendor, de Elisabeth 
Elliot, © 1956, 1957 por The Auca Missionary Foundation, 
Inc.
Edición en castellano: Portales de esplendor, © 1959 por 
Elisabeth Elliot y publicado con permiso por Editorial 
Portavoz, filial de Kregel Publications, Grand Rapids, 
Michigan 49501.
Las fotografías de Cornell Capa (portada, pp. 31-33, 199, 
202-229, 241-248, 247-254, menos la de abajo en la p. 254) 
son reproducidas con permiso del fotógrafo. Las fotografías 
de las páginas 200-201 son de Malcom Nurnberg, cortesía de 
United States Air Forcé.
EDITORIAL PORTAVOZ 
P.O. Box 2607
Grand Rapids, Michigan 49501 USA 
Visítenos en: www.portavoz.com 
ISBN 978-0-8254-1200-4
«
6 7 8 9 10 edición /año 13 12 11 10 09
Impreso en los Estados Unidos de América 
Printed in the United States of America
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*
Contenido
Reconocimiento .....................................
“ No Me Atrevo a Quedarme en C asa” .
Destino: S h a n d ia .....................................
“ A Todos Me He Hecho Todo” ..........
Sección de fotografías 31-38
Infinita Adaptabilidad ............................
“ A Disposición de Dios” ........................
Misionero a los Jíbaros
Reducidores de C a b e z a s ......................
Quebrando las Barreras de la Selva . . .
Los A u c a s ...................................................
Sección de fotografías 103-118
Septiembre de 1955 ..................................
Comienza la Operación Auca ...............
Una Línea entre el Avión y el Suelo . .
Los Salvajes R espon den .........................
En Busca de “ Palm Beach” ....................
Un Auca en el Sendero ..........................
¿Por Qué Fueron los Hombres? ...........
“ Salimos, pero no Solos” ........................
Exito el Viernes .........................................
Sección de fotografías 199-230
Silencio .........................................................
Sección de fotografías 247-254
“ Y No Nos Hemos Olvidado de Ti” . .
Epilogo
 
"D a de tus hijos que lleven la Palabra gloriosay 
Da de tus bienes que vayan por todo lugar.
Tu alma derrama por ellos en oración victoriosa,
Y todo lo que gastares Jesús te lo pagará.”
Los padres de los cinco hombres han cumplido en sentido lite­
ral, las palabras de este himno. A ellos va dedicado este libro.
Reconocimiento .
Mu ch as per so n a s, diseminadas desde las junglas del Ecuador 
a los rascacielos de Nueva York, han ayudado a escribir este li­
bro. Las otras cuatro viudas, Bárbara Youderian, Marj Saint, 
Marilou McCully, y Olive Fleming, al encontrarse repentina­
mente con una doble responsabilidad, hicieron tiempo para jun­
tar los diarios, cartas, y otros escritos de sus esposos, y estaban 
dispuestas a compartirlos. Abe C. Van Der Puy, de la estación 
de radio misionera HCJB en Quito, pasó muchos meses reuniendo 
material para el artículo de The Reader’s Digest, preparado por 
Clarence W. Hall y que apareció en el número de agosto de 
1956. He hecho libre uso de este material en la versión ampliada 
del relato. Cornell Capa, de Photos Magnum, voló al Ecuador 
enviado por la revista Life a pocas horas de que la noticia del 
martirio de los misioneros fue irradiada a la prensa americana. 
Con sus fotografías perceptivas y sensibles, relata una parte de 
la historia que no hubiera sido posible hacer con palabras. Su 
hábil dirección fue de incalculable valor. Life ha proporcionado 
generosamente las fotografías tomadas por Cornell Capa. Josefa 
Stuart del departamento de investigación de Magnum, hizo un 
viaje especial al Ecuador enviada por los editores para juntar el 
abundante material adicional que yo necesitaba para escribir el 
libro. Muchos de los datos acerca de los indios Aucas provinieron 
de Raquel Saint, hermana del piloto misionero, quien los obtuvo 
de un miembro fugitivo de la tribu. Samuel, hermano de Nate
10
Saint, desempeñó un papel único como consejero y representante 
oficial de nosotras, las cinco viudas. Decisiones que hubieran es­
tado por encima de nuestra capacidad, fueron tomadas por Sa­
muel, consultándonos por teléfono de ultramar, en entrevistas 
personales y por correo. Las horas y las millas de viaje que él 
dedicó a nuestro favor no pueden ser calculadas. Los editores de 
"Harper y Hermanos” generosamente dieron de sí mismos para 
hacer de este libro lo que debería ser. Su consejo y estímulo han 
sido de inestimable valor. Estoy profundamente agradecida a to­
das esas personas. Con Bárbara, Marj, Marilou, y Olive, damos 
gracias a Dios por habernos permitido compartir tan íntimamen­
te las vidas a las que se hace referencia en estas páginas. Y a 
Aquel que los hizo como eran, repetimos las palabras que nues­
tros esposos cantaron pocos días antes de morir:
"En Ti descansaremost nuestro Escudo y Defensor,
Tuya es la batalla, y tuyo es el honor.
Y cuando traspasemos los portales de esplendor, 
Victoriosos viviremos cerca de Ti, Señor ”
Portales de Esplendor
Quito, Ecuador 
Febrero, 1957
E lisa bet Ellio t
I
"No Me Atrevo
a Quedarme en Casa”
" E l Santa Juana está en marcha. Las blancas estrellas irrumpen 
a través de una espesa neblina. Media luna. La fosforescente bri­
llantez de la estela. Un suave y prolongado balanceo y el impulso 
de un viento firme."
Hacía calor en el pequeño camarote del carguero. Jim Elliot, 
quien más adelante iba a ser mi marido, estaba escribiendo en 
un viejo libro mayor, forrado en tela, que usaba como diario. 
Era una noche de febrero de 1952. Pete Fleming, el misionero 
compañero de Jim, estaba sentado frente a un segundo escrito­
rio. Jim continuó:
"Toda la emoción de los sueños de mi niñez vino sobre mí 
hace un momento, afuera, mientras contemplaba el cielo per­
diéndose en el mar a todos lados. Yo quería navegar cuando es­
taba en la escuela primaria, y bien recuerdo haber memorizado 
los nombres de las velas en el pesado diccionario Merriam- 
Webster en la biblioteca. Ahora estoy en efecto en el mar 
— como pasajero, por supuesto, pero en el mar sin embargo — 
y rumbo al Ecuador. Cosa rara — ¿o lo es? — que las espe­
ranzas de la niñez fuesen contestadas en la voluntad de Dios en 
cuanto a esto, ahora.
"Partimos del amarradero del Outer Harbour Dock, San Pe­
dro, California, a las 2:06 de hoy. Papá y mamá estaban juntos
12
observando desde el muelle. Mientras nos alejábamos el Salmo 
60:12 vino a mi mente, y les grité: 'En Dios haremos proezas.* 
Lloraron un poco. Yo no entiendo cómo Dios me ha hecho a 
mi. Gozo, puro gozo, y gratitud me llenan y envuelven. Casi 
no puedo resistir el deseo de volverme hacia Pete y decirle: 
'¡Hermano, esto es grande!’ o '¡Nunca nos ha ido tan bien!’ Dios 
ha hecho y está haciendo todo lo que jamás deseé, y mucho más 
de lo que jamás pedi. Alabanzas, alabanzas al Dios del cielo, y 
a su Hijo Jesús. Porque ha dicho: 'No te dejaré ni te desampa­
raré,* puedo decir confiadamente, 'No temeré. . . .* ”
Jim Elliot puso a un lado su pluma. Era un joven de veinti­
cinco años, alto y de amplio pecho, de abundante cabello castaño 
y ojos azul-grisáceos. Estaba en viaje al Ecuador — la respuesta 
de años de oración para que Dios le guiara concernientea lo 
que sería el trabajo de su vida. Algunos habían pensado que era 
raro que un joven con sus oportunidades de éxito eligiera pasar 
su vida en la selva entre gente primitiva. La respuesta de Jim, 
anotada en su diario, había sido escrita un año antes:
"Mi ida al Ecuador es el consejo de Dios, como lo es el dejar 
a Betty, y mi negativa a ser aconsejado por todos los que insis­
ten en que debo quedarme y despertar el interés de los creyentes 
en E.U.A. ¿Y cómo sé que es su voluntad? 'Sí, aun en las no­
ches me enseña mi corazón.’ ¡Oh, qué bueno! Pues he sabido 
que mi corazón me ha estado hablando de parte de Dios . . . . 
Nada de visiones ni voces, sino el consejo de un corazón que 
desea a Dios.”
Ese momentáneo estado de ánimo de Jim fue sentido por Pete. 
Pete era más bajo que Jim, con una ancha frente y oscuro ca­
bello ondulado. Los dos habían aprendido a entenderse y apre­
ciarse hacía mucho tiempo, y el ir juntos al Ecuador era, para 
ellos, una de las "extras” que Dios agregó. Pete también se ha­
bía enfrentado con gestos de perplejidad y corteses preguntas 
cuando había hecho saber que iba al Ecuador. Licenciado en 
literatura, se esperaba que Pete llegase a ser profesor de algún 
colegio superior o instructor bíblico. Pero eso de malgastar su 
vida entre salvajes ignorantes — se lo consideraba absurdo.
Portales de Esplendor
I
Solamente un año o dos antes, los problemas del Ecuador, en 
la saliente noroeste de Sud América, habían parecido muy remo­
tos. Los dos jóvenes habían conversado con varios misioneros 
que habían estado allí, quienes describieron los enormes proble­
mas del transporte, educación, y explotación de los recursos. La 
obra misionera había hecho mucho para ayudar al país a hacer 
desaparecer el abismo milenial entre la jungla primitiva y las 
ciudades modernas. Pero el progreso era penosamente lento. Los 
evangélicos habían estado trabajando por veinticinco años entre 
los Jíbaros (reducidores de cabezas), entre los Quichuas de los 
altos Andes, y entre los Colorados, pintados de rojo, de la selva 
occidental. Los Cayapas de la región de los ríos del noroeste 
también habían sido alcanzados por el Evangelio, y muy pronto 
se iba a intentar llegar a la tribu Cofán en el límite con Co­
lombia.
Pero quedaba un grupo de tribus que siempre habían recha­
zado todos los intentos de acercamiento del hombre blanco: los 
Aucas. Son un remanente aislado, inconquistado, seminómada 
de antiquísimos indios de la jungla. A través de los años se 
había filtrado desde la selva información acerca de los Aucas, 
por intermedio de aventureros, de dueños de estancias, de Aucas 
capturados, de misioneros que habían hablado con Aucas cap­
turados o de Aucas que habían huido para escapar de las ma­
tanzas dentro de la tribu. Todo lo que Jim y Pete habían podido 
aprender acerca de ellos había sido ávidamente registrado, de 
tal modo que ahora el solo nombre hacía bullir su sangre joven. 
¿Se les permitiría algún día tener parte en la conquista de los 
Aucas para Cristo?
Estaban enterados que el primer misionero que entró al te­
rritorio auca — un sacerdote jesuíta, Pedro Suárez — había 
sido asesinado con lanzas en un puesto aislado cerca de la con­
fluencia de los ríos Ñapo y Curaray. Eso fue en 1667. Sus 
asesinos fueron indios que podrían haber sido los antecesores de 
algunos de los Aucas del día presente. Por unos doscientos años 
después de esto los indios fueron dejados en paz por los hom­
bres blancos. Luego la llegada de los buscadores de caucho
“Yo Me Atrevo a Quedarme en Casa” 13
14
escribió una página oscura en la historia de este sector de la 
jungla. Por unos cincuenta años — más o menos de 1875 a 
192 5 — estos hombres vagaron por las selvas, robando y que­
mando las casas de los indios, violando, torturando y esclavi­
zando a la gente. Era la época en que se aceptaba casi umversal­
mente aquello de: ‘'Castas inferiores sin ley.” Es comprensible 
que los Aucas no tuvieran ningún amor para con los hombres 
blancos. ¿Podría el amor cristiano borrar los recuerdos de pa­
sadas tradiciones y brutalidades? Esto era un desafío a Jim 
y Pete en su esperanza de llevar el mensaje del amor de Dios 
y la salvación a esta gente primitiva. Era un reto y una direc­
ción para lo cual ambos habían sido preparados desde su niñez.
Dios había guiado a Jim — desde la niñez, cuando en su casa 
de Portland, Oregón, aprendió que la Biblia es el Libro de los 
libros, y que el seguir sus enseñanzas no es necesariamente vivir 
una vida enclaustrada e insulsa. Ahora mientras estaba sentado 
en su camarote de a bordo, sus pensamientos retornaron al ho­
gar familiar en la ladera de una colina frente al nevado monte 
Hood. El padre de Jim, un escocés pelirrojo, de férrea mandí­
bula, solía juntar a sus cuatro hijos todas las mañanas después 
del desayuno y les leía algo de la Biblia, tratando siempre de 
hacerles ver que este libro debía ser vivido, y que la vida que 
describía era feliz y bienaventurada. Los niños solían retorcerse 
en sus asientos en el pequeño comedorcito, pero algunas de las 
verdades penetraron, y Jim, el tercero de los hijos de la familia 
Elliot, pronto recibió a Jesucristo como Salvador y Señor.
Cuando entró en la escuela secundaria, Jim, siguiendo el 
ejemplo del apóstol Pablo, ‘‘no se avergonzaba del evangelio de 
Cristo.” Siempre había una Biblia sobre la pila de libros de 
texto cuando entraba ai aula. Académicamente su primer inte­
rés fue el dibujo arquitectónico. Tenía para ello un talento 
excepcional, y sus dibujos eran conservados por el maestro para 
ser usados como modelos para clases futuras. Sin embargo, antes 
de terminar en la Escuela Politécnica Benson, comenzó a orien­
tar su vida hacia el campo misionero.
Mientras estuvo en el Colegio Wheaton, en Illinois, Jim li­
Portales de Esplendor
15
mito sus actividades extraescolares, temiendo que podría verse 
envuelto en cosas superfluas y perder lo esencial de la vida. Re­
chazó ofrecimientos para presentarse para cargos en el estable­
cimiento. Sin embargo se dedicó al deporte de la lucha, y explicó 
esta elección en una carta a su madre:
"Lucho únicamente por el vigor y la coordinación del tono 
muscular que el cuerpo recibe al ejercitarse, con la finalidad fun­
damental de presentar como sacrificio vivo un cuerpo útil. Esto 
lo sabe Dios, y aunque El permitió que fuese forzado, el mo­
tivo fue para su gloria y la fe que El honra. El espera de 
nosotros simplicidad de corazón y libertad de ansiedad, y da 
gracia para ambas cosas.”
Durante su segundo año en el colegio Jim llegó a la conclusión 
de que Dios le quería en un país latino-americano, predicando 
el evangelio a aquellos que no lo habían oído. Esta decisión fue 
seguida de inmediato por acción; comenzó el estudio informal 
del castellano.
Eligió el griego como asignatura de especialización, preparán­
dose para traducir la Biblia a algún idioma desconocido. Sus pro­
fesores recuerdan el vigor, si bien no siempre la exactitud, con que 
traducía algunos de los antiguos clásicos — Jenofonte, Tucí- 
dides, y la literatura patrística. Le era emocionante poder leer 
por primera vez en griego las antiguas historias del Nuevo Tes­
tamento, tan familiares en inglés.
"Hoy leí por primera vez en el original el relato de la cruz 
en Juan 19,” escribió a sus padres. "La sencillez y ternura casi 
me hicieron llorar; algo que nunca me ha ocurrido en mi lec­
tura en inglés. Es verdaderamente una maravillosa historia de 
amor.”
En noviembre de 1947, Jim escribió una carta a sus padres 
en la que mostraba cuál era su ambición: "El Señor me ha 
dado un hambre por la justicia y la piedad que sólo puede ser 
de El. Sólo puede El satisfacer tal hambre, sin embargo Satanás 
tratará de engañar y poner por delante toda clase de quimeras: 
una vida social, un nombre célebre, una posición de importan­
cia, un éxito escolástico. jQué son estas cosas sino objeto del
“No Me A trevo a Quedarme en Casa ”
16
fdeseo de los Gentiles,* cuyos anhelos son torcidosy pervertidos! 
Seguramente no tienen ningún valor al alma que ha visto la 
hermosura de Jesucristo. . * . Sin duda oiréis que he recibido 
honores preliminares en la escuela. Llevan la misma marca y 
dentro de poco yacerán en el sótano en un baúl destartalado 
al lado del alfiler de oro 'B,* con el ‘rubí,* para el cual estudié 
cuatro años en Benson. Todo es vanidad debajo del sol, y un 
‘correr tras el viento.’ La vida no está aquí, sino escondida arri­
ba con Cristo en Dios, y en esto me regocijo y canto cuando 
pienso en tal exaltación.”
Jim y mi hermano, Dave Howard, eran ambos miembros de 
la promoción de 1949 en Wheaton, pero aunque yo también 
estaba en Wheaton, no había conocido a Jim hasta la Navidad 
de 1947, cuando Dave lo trajo a nuestra casa para las vacacio­
nes. Me hizo sonreír más tarde cuando me enteré de que Jim 
había escrito a sus padres tocante a ‘‘una señorita alta y delgada, 
lejos de hermosa, pero con una personalidad vigorosa que me 
interesa.”
Terminado su penúltimo año de estudios en el colegio, Jim 
escribió a sus padres: “ Parece imposible que ya esté tan cerca 
a la etapa final en este lugar, y sinceramente no tiene el esplen­
dor que yo había esperado. En esta vida no hay tal cosa como 
la realización completa; tan pronto como uno llega a una po­
sición largamente ambicionada, lo único que hace es elevar sus 
deseos un grado o dos para buscar más altas realizaciones — 
proceso que se interrumpe finalmente por la intervención de la 
muerte. La vida es en verdad como un vapor que se levanta, 
serpenteante, evanescente y fluctuante. Quiera el Señor ense­
ñarme lo que significa vivir teniendo en cuenta el fin, como 
Pablo, que dijo, “ Ni estimo mi vida preciosa para mí mismo; 
solamente que acabe mi carrera con gozo. . . . ”
Ese verano, después de predicar a un grupo de indios en uno 
de los territorios reservados para ellos, Jim escribió: “ Estoy con­
tento de tener la oportunidad de predicar el Evangelio de la 
inigualable gracia de Dios a indios estoicos y paganos. Sólo es­
pero que El me permitirá predicar a aquellos que nunca han
Portales de Esplendor
17
oído ese nombre, Jesús. ¿Qué otra cosa vale la pena en esta 
vida? No he oído de nada mejor. *¡Señor, envíame a m í!’ ”
Ese verano escribió en su diario: “ ‘El hace a sus ministros 
llama de fuego.’ ¿Soy yo inflamable? Líbreme Dios del terrible 
amianto de ‘otras cosas’ ¡Satúrame con el aceite del Espíritu para 
que sea una llama! Pero una llama es transitoria, a menudo de 
corta vida. ¿Puedes soportar esto, alma m ía— corta vida? Mora 
en mí el Espíritu del Gran Corto de Días, cuyo celo por la 
casa de Dios le consumió. Hazme tu combustible, Llama de 
Dios.”
El hombre que escribió estas líneas no era ningún ermitaño. 
Alumno del último curso en un colegio superior americano, cam­
peón escolar de lucha, estudiante honorífero, presidente de la 
Asociación Estudiantil de Misiones Extranjeras, poeta aficionado, 
y representante de su clase en el Consejo Estudiantil. Era calu­
rosamente admirado por sus compañeros. Se le conocía como 
“ uno de los individuos más sorprendentes” en el establecimiento. 
Capaz de recitar poesías tales como “ El rostro en el piso de la 
taberna,” y “ La cremación de Sam McGee” de Robert Service, 
se le reconocía a la vez como un hombre de una estatura espiri­
tual superior a la de sus condiscípulos. George Macdonald dijo: 
“ Es el corazón que no está aún seguro de su Dios el que teme 
reírse en su presencia.” Jim hablaba de “ bromear con Dios.” 
“ De vez en cuando,” dijo, “ pido algo — algo pequeño, quizás, 
y algo responde. Quizás no sea más que yo, pero algo responde 
y hace que mi pedido parezca tan cómico que me río de mí 
mismo, y siento que El se sonríe conmigo. Lo he notado varias 
veces últimamente, nosotros dos riéndonos de mi ‘otro yo’ al 
cual le disgusta mucho que se rían de él.”
Seguro de pertenecer a Dios por fe en su Hijo Jesucristo, Jim 
estaba igualmente seguro de que el Dios que le había redimido 
también le iba a guiar. “ Estoy tan seguro de su dirección como 
lo estoy de su salvación,” solía decir. Durante su último año se 
realizó una grande convención en la Universidad de Illinois para 
los estudiantes interesados en la obra misionera en el exterior.
“No Me A trevo a Quedarme en Casa ”
Jim asistió y pidió a Dios que le mostrara lo que quería que 
hiciese.
Al final de la convención escribió: “ El Señor ha hecho esta 
semana lo que yo quería. Quería, en primer lugar, paz en cuanto 
al dedicarme a la obra de exploración misionera entre los indios. 
Al analizar ahora mis sentimientos, puedo decir con confianza 
que, en términos generales, la meta de mi proyecto misionero es 
la obra entre las tribus de las selvas sudamericanas. Una cosa 
más. Estoy convencido que Dios quiere que comience la obra 
en la selva soltero. Estos son problemas grandes para resolver 
definitivamente en una semana, pero en estos momentos estoy 
contento en cuanto a ellos.”
Hacia el fin del verano de 1950, la “ dirección en términos 
generales” de Jim, se hizo específica. Se encontró con un mi­
sionero que había estado en el Ecuador, quien le contó de las 
necesidades en ese campo, e hizo mención del gran reto de los 
terribles Aucas. Esto fue la culminación de varios años de bus­
car la dirección divina. Jim dedicó la mayor parte de diez días 
a la oración para asegurarse de que esto era lo que en verdad 
Dios tenía pensado para él. Recibió nueva confirmación, y es­
cribió a sus padres acerca de su intención de ir al Ecuador. 
Como es comprensible, ellos, al igual que otros que conocían 
bien a Jim, se preguntaban si quizás su ministerio no fuese más 
efectivo en los Estados Unidos, donde tantos conocen tan poco 
el mensaje verdadero de la Biblia. Contestó:
"N o me atrevo a quedarme mientras los Quichuas perecen. 
¿Qué importa si la bien concurrida iglesia en mi tierra natal 
necesita ser animada? Tienen las Escrituras, a Moisés y a los 
profetas, y mucho más. Su condenación está escrita en su libreta 
de cheques, y en el polvo de las tapas de sus Biblias.”
Este sentir se refleja en su diario al relatar las reuniones de 
evangelización que él y su camarada Ed McCully sostuvieron en 
el sur de Illinois. "Días estériles. Hemos tenido treinta y dos 
noches de concentraciones juveniles en Sparta, en el gimnasio 
de la escuela pública, con una asistencia de cincuenta o sesenta. 
Hay poco interés, y comienzo a ver que muy pocos jóvenes son
18 Portales de Esplendor
19
alcanzados de esta manera. Este problema de hacer frente a una 
cultura con la verdad de Dios es de lo más difícil. Uno 
llega como un renovador, un reformador de la sociedad, y la 
sociedad no está dispuesta a ser reformada. La inmovili­
dad de la mente humana es el 'muro de Jericó’ para la pre­
dicación del Evangelio. Dios debe sacudir, o no habrá sacudi­
miento.
"A causa de esto me ha sobrevenido un sentimiento de des­
ánimo y duda. . . . La idea filosófica de que 'el caos creó este 
trozo de arcilla a su propia imagen,’ y la tendencia a abandonar 
toda la gama de argumentos teológicos ejerce una fuerte atrac­
ción. Una vez más, soy sostenido por la resurrección de Jesu­
cristo. Si no creyera que Cristo fue visto por los hombres, y 
comprobó que era sobrenatural al vencer a la muerte, arrojaría 
hacia los cielos turbados todo el sistema y tomaría hoy mismo 
una balsa río abajo por el Misisipí. Pero la verdad es básica, 
reconfortante y fundamental. Me sostiene como ninguna otra 
cosa, y me hace sentir que hay respuestas, aún no descubiertas, 
y a las que debo esperar.”
Era característica en Jim, que una vez seguro de la dirección 
divina, no se desviaba fácilmente. La "guía” era hacia el 
Ecuador, así que cada pensamiento y acción se dirigía en esa 
dirección. Jim practicaba lo que enseñaba cuando escribió en su 
diario: ''Dondequiera que estés, está allí del todo. Vive hasta lo 
sumo cada situación que creas ser la voluntad de Dios.”
Hacía tiempo que oraba a Dios que le diera un camarada 
con quien ir alcampo misionero, un hombre soltero, dispuesto
a dedicarse conjuntamente con él a la obra entre las tribus. 
Pensó por algún tiempo que podría ser Ed McCully, pero cuan­
do éste se casó en junio de 1951, Jim comenzó a orar por algún 
otro. En agosto se encontró con un viejo amigo, Peter Fleming, 
quien acababa de obtener el título de maestro, y que estaba en 
ese entonces buscando la dirección divina en cuanto a su vida. 
Algún tiempo después Jim le escribió:
"Yo estaría muy contento si Dios te persuadiera a que fueras 
conmigo, pero sí el Dueño de la Mies no te impulsa, espero que
‘Wo Me Atrevo a Quedarme en Casa”
20
te quedes en casa. Para mí el Ecuador es un sendero de obedien­
cia a la sencilla palabra de Cristo. Hay lugar para mí allí y 
estoy libre para ir. De esto estoy seguro. El te guiará a ti tam­
bién, y no permitirá que pases por alto las señales. El sonido 
de la 'suave quietud,’ luego que el trueno y el viento hayan 
pasado, será la palabra final de Dios. Espera largo tiempo. Re­
cuerda las palabras de Amy Carmichael: fLos votos de Dios 
están sobre mí. Hasta que haya cumplido mi tarea y dado cuenta 
de ella no puedo quedarme a jugar con las sombras o a arrancar 
flores terrenales.* ”
Las esperanzas de Jim se habían de cumplir cuando él y Pete 
partieron en 1952 desde San Pedro.
Sus senderos se habían cruzado cuando unos grupos de jó­
venes de Seattle y Portland, interesados en estudiar la Biblia, se 
habían juntado para conferencias y para excursiones de alpi­
nismo.
En cierta ocasión Pete había ido al este para reunirse con Jim 
Elliot hablando en una serie de conferencias religiosas y otras 
reuniones. Las seis semanas que viajaron juntos los unió en una 
camaradería más profunda de la que habían conocido antes. 
Atravesando el país de regreso hacia el noroeste, Jim escribió:
“ Pete es un compañero de viaje muy simpático, interesado en 
todas las cosas que me llaman la atención a mí — geología, bo­
tánica, historia, y el cielo y todas las buenas cosas que Dios ha 
esparcido con extravagante variedad en el oeste.”
Pete, que había nacido en Seattle, Washington, en 1928, ha­
bía aprendido desde joven a apreciar la Biblia y a considerarla 
la suprema regla de su vida y conducta. Aquellos que le cono­
cían en su juventud fueron impresionados por su comprensión 
de las Escrituras, y por la extensión de su conocimiento espi­
ritual. Convertido a los trece años, después de escuchar el 
testimonio de un evangelista ciego, Pete, al igual que Enoc, 
“ caminó con Dios” de una manera que le colocó en lugar aparte 
a los ojos de sus compañeros en la escuela secundaria. Se distin­
guió en basketball y golf, y los miembros de su club le pidieron 
que fuera su capellán. En su discurso de despedida al graduarse
Portales de Esplendor
‘Wo Me A ir evo a Quedarme en Casa ” 21
dijo: ‘‘¿Adonde miraremos? Adonde iremos? Creo que tenemos 
el derecho de volver a la Biblia para nuestro anclaje. Allí te­
nemos un fundamento reconocido; construyamos sobre él.”
Esta convicción le sirvió de mucho a Pete cuando, en el otoño 
de 1946, entró en la Universidad de Washington para especia­
lizarse en filosofía. Era un hombre de espíritu crítico, y el 
estudio de la filosofía le incitó a reexaminar su total enfoque de 
la vida y del mundo a su alrededor. Por un rato casi naufragó 
en los bancos de arena de los pensamientos en pugna, pero por 
fin el Dios a quien había “ encomendado el cuidado de su alma,” 
tiempo atrás, le condujo de vuelta al puerto de la verdad, su 
Palabra eternal.
Pete trabajaba parte del tiempo, estudiaba mucho, y era pre­
sidente de la Asociación Universitaria Cristiana. Era un hombre 
que trabajaba intensamente, sin embargo se tomaba tiempo para 
la oración y el estudio de la Palabra. En 1951 recibió su título 
de maestro, tratando su tesis sobre El Timador de Melville.
Mientras tanto, habiendo visto a Jim y mantenido correspon­
dencia con él, llegó a una decisión acerca de lo que iba a ser 
el trabajo de toda su vida. Sorprendió a sus amigos al anunciarles 
que creía que Dios le estaba llamando al Ecuador.
“ Yo creo que un 'llamado’ al campo misionero no se dife­
rencia de ninguna otra forma de guía,” escribió cierta vez a 
su prometida, Olive Ainslie. “ Un llamado no es ni más ni menos 
que la obediencia a la voluntad de Dios, cuando Dios compele 
al alma por cualquier medio que El elija.”
Había conocido a Olive desde la niñez; los dos habían asis­
tido los domingos al mismo grupo de adoración. Sin embargo, 
cuando respondió al llamado de Dios a ir al Ecuador, fue con 
la intención de servirle sin la responsabilidad de la vida de ho­
gar — a lo menos por un año o dos.
El 6 de septiembre de 1951, escribió al Dr. Wilfred Tidmarsh, 
un misionero inglés con doce años de servicio en la selva del 
Ecuador, quien habla hablado ante muchos grupos de cristianos 
en los Estados Unidos:
“ Desde su visita he pasado mucho tiempo en oración acerca
de ir al Ecuador. En realidad nunca he orado tanto delante del 
Señor por ninguna otra cosa. Jim y yo hemos cruzado varias 
cartas en las cuales le conté del creciente deseo de salir, y de 
las Escrituras que al parecer Dios había traído a mi mente para 
confirmarlo. Mi pensamiento, tanto dentro como fuera de las 
Escrituras, iba dirigido hacia la severidad de las palabras de 
Cristo a sus discípulos, cuando los mandó a salir: 'Yo os envío 
como ovejas en medio de lobos. . . .’ 'El que ama padre o madre 
más que a mí, no es digno de mí. . . .’ 'El que no toma su cruz, 
y sigue en pos de mí, no es digno de mí. . . .* 'El que hallare 
su vida, la perderá; y el que perdiere su vida por causa de mí, 
la hallará.’ Parece que los severos requerimientos de un campo 
difícil como el Ecuador, son semejantes en su nivel espiritual 
a los severos requerimientos impuestos a los verdaderos discí­
pulos. Parece que el Ecuador es la oportunidad dada por Dios 
para poner a suprema prueba los principios y promesas divinos.
"Esta puerta parece estar abriéndose en una época cuando 
yo estaba esperando en el Señor en cuanto a mi futuro, y es 
pues la respuesta del Señor a mis oraciones.”
A punto de partir de los Estados Unidos, Pete dijo a uno de 
sus amigos de colegio: "Recuerda los últimos cuantos versículos 
de 1 Corintios 3: *Todo es vuestro; y vosotros de Cristo; y 
Cristo de Dios.* En toda nuestra personalidad somos de Dios, 
y ya que Dios ha hecho todo nuestro ser, hay gran gozo en 
darnos cuenta de quién es nuestro Creador. Esta verificación 
debe permear cada parte y nivel de la vida. En la apreciación 
de la belleza, las montañas, la música, la poesía, el conocimien­
to, la gente, la ciencia — aun en el sabor de una manzana — 
Dios está presente, para reflejar el gozo de su presencia en el 
creyente que comprende el propósito divino en todas las cosas.”
22 Portales de Esplendor
Destino: Shandia
D espu és de dieciocho días de navegación Jim Elliot y Pete 
Fleming llegaron a Guayaquil, Ecuador. “ Más o menos a mitad 
del camino remontando el río Guayas,” escribió Pete, “ com­
prendí finalmente que esto, esto era Ecuador. Tuve por pri­
mera vez una sensación de excitación. Mientras el barco se acer­
caba al muelle, Jim y yo cantamos suavemente 'Fe de nuestros 
padres.’
“ 'Fe de nuestros padres, santa y fuerte 
Seremos fieles a ti hasta la muerte.’ ”
Luego de desembarcar, los dos jóvenes atravesaron las pilas 
de equipaje y salieron al sol caliente que bañaba el Malecón, la 
avenida ribereña del río Guayas. La marea estaba subiendo, y 
en medio de la corriente grandes bloques de jacintos acuáticos 
corrían rápidamente aguas arriba. Un barco frutero de res­
plandeciente blancura estaba allí anclado, y a su lado se amon­
tonaban las barcazas y las largas y estrechas piraguas de los 
vendedores de bananas. De una balsa descendía una multitud 
sudorosa y vociferante con sus valijas de fibra, sus bultos de 
género, sus pollos y canastas. Jim y Pete se detuvieron a obser­
var las caras hasta que la multitud se dispersó en todas direc­
ciones; luegose volvieron y cruzaron la calle. Portales sobre 
las aceras les protegían del sol tropical, mientras contemplaban 
las vidrieras de los negocios con sus exhibiciones sorprendentemen­
24
te heterogéneas; chaquetas de punto y máquinas de escribir, sar­
tenes y llantas para automóviles, cabezas reducidas falsificadas 
de indios Jíbaros y jabón de Camay. En una calle lateral había 
granos de cacao esparcidos como una rugosa alfombra roja-par- 
duzca, secándose al sol. Comerciantes, vestidos en sus livianos 
trajes blancos y sombreros de Panamá, salían de los edificios en 
el intervalo de dos horas para almorzar. Cadillacs y burros, lu­
chando entre sí para darse paso, compendiaban a ese país de 
contrastes.
Con una población que va en aumento de más de trescientos 
mil habitantes, Guayaquil es la ciudad más grande y moderna 
del país, con calles anchas e imponentes edificios de oficinas. Las 
calles están atestadas, ya que patrones, gerentes y empleados de 
varias firmas importadoras y exportadoras se dirigen apresura­
damente a sus ocupaciones. Guayaquil es la capital bananera del 
mundo, y además, desde la Segunda Guerra Mundial, han sido 
cargadas para el mercado de exportación, más de tres millones 
de bolsas de café, unos setenta millones de libras de cacao, y 
más de trescientos millones de libras de arroz por año. Prevalece 
un aire de prosperidad y la producción va constantemente en 
aumento; esta ciudad portuaria es un barómetro del comercio 
del país.
Pete y Jim pasaron su primera noche en un hotel de tercera 
categoría. Fue una noche memorable por el calor, los mosqui­
tos, el rebuzno ocasional de un burro y el ritmo latino de una 
orquesta de baile en las cercanías. Al día siguiente tomaron 
un avión a Quito, volando por encima de la cordillera oeste 
de los Andes, cruzando un paso a 13.000 pies de altura, y ate­
rrizando en la capital del Ecuador. Quito está a 9.300 pies sobre 
el nivel del mar, y hacia el oeste se alza la montaña volcánica 
Pichincha.
Aquí había una nueva oportunidad de "vivir hasta lo sumo.” 
Esta antigua ciudad, con sus casas de adobe y sus altas paredes 
de barro, sus calles empedradas, sus iglesias adornadas, con sus 
rojos geranios y sus árboles de eucalipto, iba a ser su hogar 
durante los próximos seis meses. Porque antes de poder llegar
Portales de Esplendor
Destino: Shandia 25
a Oriente — la zona selvática del este del Ecuador, meta de 
su incansable preparación y planes — les faltaba un último 
requisito, el aprendizaje del castellano, idioma nacional del 
Ecuador.
Se inscribieron para lecciones de castellano con una señorita 
que esperaba poco menos que la perfección, y alquilaron una 
habitación en la casa de un médico ecuatoriano que tenía cinco 
hijos. Había allí una oportunidad sin igual de practicar. Es­
taban obligados a hablar castellano, y los niños no tenían nin­
gún recelo en señalar los errores y peculiaridades de sus hués­
pedes.
"Señor Jaim e/’ le dijo el pequeño Moquetín, un rapazuelo 
de seis años con brillantes ojos, "¿Por qué está su cara tan 
colorada?" Jim le replicó, "¿Por qué está tu cara siempre bron­
ceada?" "Porque es más linda así," fue la inesperada respuesta.
"El lenguaje es una tiranía de frustración," Pete dijo una vez. 
Pero tenían que aprenderlo. Durante esos meses de estudio Pete 
escribió en su diario: "Estoy ansiando ahora alcanzar a los Aucas 
si Dios me da el honor de proclamar el Nombre entre ellos. . . . 
Gustosamente daría mi vida por esa tribu con tal de ver una 
asamblea de esa gente orgullosa, hábil y despierta, juntándose 
alrededor de una mesa en honor al Hijo — ¡gustosamente, gus­
tosamente, gustosamente! ¿Qué más podría concederse a una 
vida?
"Estos casi seis meses han estado llenos de bondad, y Dios 
nos ha dado privilegios especiales al no tener responsabilidades 
fijas y al darnos el dinero y la libertad de vivir con una familia 
nativa; sin duda hemos aprendido cosas que nos serán útiles 
en nuestras vidas misioneras. Y ha sido una tremenda bendi­
ción; el orar juntos y ver a Dios darnos fe, sacar más y más de 
la Biblia en español, y hacerse más fácil cada día el castellano, 
fijando en mi mente frases útiles, de tal manera que ya no 
tengo que pensar al formar cada una de ellas. Todo ha sido 
bueno y hemos aprendido cómo afrontar situaciones y có­
mo callarnos la boca en cuanto a algunos temas, cómo lle­
varnos bien con los nativos, cuál es su opinión acerca de los
misioneros. . . . Dios nos va a dar el castellano en una forma 
u otra, y el quichua también.”
Por fin llegó el día cuando Jim y Pete debían partir de Quito. 
Vieron cómo su equipaje fue tirado sobre el techo de un ancho 
y torpe vehículo que servía de ómnibus. Sobre un chasis 
americano se había construido una carrocería que sobresalía a 
ambos lados, con comodidad para treinta o más pasajeros aden­
tro, y para todos aquellos que se animaban a colgarse afuera. 
Apretujándose ellos y sus máquinas fotográficas (señal distintiva 
de los misioneros, como también de los turistas) entre los otros 
pasajeros, ambos encontraron asiento, un tablón de diez pul­
gadas de ancho, con un espacio más o menos del mismo ancho 
entre asiento y asiento para colocar las piernas. Tenían suerte 
de hallarse en un ómnibus con pasillo, pues en algunos vehículos 
los pasajeros se trepan alegremente por los respaldos de los asien­
tos para ubicarse. Y podían sentarse derechos y alcanzar a ver 
a través de las bajas ventanas. El tener las rodillas muy cerca 
al mentón no es la posición más cómoda, pero podían turnarse 
en el asiento del pasillo para estirar las piernas.
"¡Vam os!” gritó el conductor. Jim y Pete se regocijaron de 
que el ómnibus iba a partir a tiempo. Pero eso no fue su suerte 
— pues este es el país de "mañana.” En todas partes había 
inexplicables demoras, y quizás lo más irritante para uno de 
afuera es el hecho de que nadie parece tener el más mínimo 
interés en dar una explicación. Nadie pregunta nada. Silencio. 
En este caso la demora fue de sólo diez minutos, y repentina­
mente el conductor aceleró su motor y el ómnibus partió a 
sacudidas.
Dejando atrás la ciudad, el ómnibus ascendió por encima del 
páramo, en donde una fría llovizna hacía parecer aun más tris­
tes las grandes extensiones de pasto oscuro. De vez en cuando 
pasaba un indio a galope en su caballo, su rojo poncho de lana 
desplegado al fuerte viento. Una mujer vestida en una gruesa 
falda de lana y blusa bordada pasó al trotecito, que es la marcha 
habitual del indio de los altos Andes. Su niño, vestido exacta­
mente como ella, con sombrero de fieltro y todo, se balanceaba
26 Portales de Esplendor
en una manta a su espalda. Las manos de la madre se movían 
hábilmente, hilando en un huso.
A 12.000 pies de altura los hombres podían ver las pequeñas 
chozas de paja de los quichuas del altiplano. Se ganan la vida 
criando vacas y ovejas, y cultivando papas y ciertos cereales. Este 
panorama fue pronto reemplazado por el territorio árido que 
rodea a Ambato, la ciudad del terremoto de 1949, y la ‘‘entrada 
a Oriente.” El ómnibus se detuvo aquí, e inmediatamente fue 
asediado por mujeres con sus bandejas de lechón asado, pasteles 
de carne, vasos con jugos de frutas, o rebanadas de piña apiladas 
en fuertes enlozadas. Cada una pregonaba sus mercancías con 
una particular tonada.
El viaje se reanudó una vez más, y el ómnibus ascendió entre 
altos y nevados picos, para descender luego, por cerradas y ver­
tiginosas curvas, al vasto desfiladero producido por el río Pas- 
taza a través de la cordillera oriental de los Andes, pasando el 
cónico volcán extinguido Tungurahua. Súbitamente el desierto 
de la ladera occidental y el alto desfiladero montañoso fueron 
reemplazados por el lozano verdor de la impresionante pendiente 
oriental. Orquídeas moradas cabeceaban sobre el camino mien­
tras el ómnibus recorría la estrecha cornisa, meciéndose y sa­
cudiéndose, un precipicio a la derecha y una alta pared de roca 
alzándose a la izquierda. En las últimas horas de latarde el 
ómnibus tomó otra curva, y el Pastaza apareció extendiéndose 
delante de ellos, corriendo como una ancha franja entre negras 
playas. Este era el extremo occidental de la enorme cuenca del 
Am azonas, que termina tres mil millas al este, donde el río 
desemboca en el Océano A tlántico. Uno o dos pueblitos más, 
y llegaron a Shell Mera. Lo que antes fuera una base de la Shell 
Oil Company para operaciones de cateo, era ahora un modesto 
grupo de edificios de madera: casas, un hotel y negocios a un 
lado de la calle, y en la otra una base militar y una escuela 
bíblica sostenida por una misión.
La base ecuatorial de la Missionary Aviation Fellowship (Aso­
ciación Misionera de Aviación) estaba en el extremo sur del 
pueblo. Jim y Pete se encontraron allí con el Dr. Tidmarsh,
Destino: Shandia 27
28
el misionero con quien habían tenido correspondencia antes de 
venir al Ecuador. Y muy pronto volaron en su compañía hacia 
el norte de Shell Mera, por encima del verde mar de la selva, 
siguiendo el río Ansuc en dirección al Atún Yaku, vertiente 
originaria del río Ñapo.
Se dirigían a Shandia, la estación misionera quichua que había 
sido abandonada por el Dr. Tidmarsh a causa de la salud de su 
esposa. Proyectaban reabrir la estación, acompañándoles el Dr. 
Tidmarsh hasta que pudieran establecerse. Shandia carecía en 
ese entonces de pista de aterrizaje, así que los tres volaron a 
otra estación cercana. Allí descendieron y salieron caminando 
a través de la selva. Era ya tarde cuando partieron, y sabiendo 
que normalmente les llevaría tres horas de camino, comenzaron 
a correr tratando de adelantarse al repentino crepúsculo tro­
pical. Resbalando sobre las raíces herbáceas, tropezando y for­
cejeando a veces a través de barro profundo, se encaminaron 
ansiosamente al lugar que iba a ser su hogar por varios meses. 
Llenos de expectación por lo que tenían por delante, disfrutaron 
sin embargo de las hermosuras de la gran selva amazónica que 
atravesaban.
Era selva virgen. Arboles con grandes raíces en forma de con­
trafuerte crecían a tremendas alturas, carentes a menudo de 
ramas a no ser en la punta. Debajo de estos paraguas crecía 
una flora de increíble variedad. Era a veces imposible para Jim 
y Pete distinguir entre las hojas de los árboles propiamente di­
chas y la inmensa maraña de lianas, plantas aéreas, y hongos que 
viven de ellos. Por todos lados orquídeas añadían sus suaves co­
lores al verde intenso. Los hongos crecían en vividos colores y 
raras formas — bermellón, con la forma del vuelo del vestido 
de una mujer; turquesa, con formato de concha, medio sepul­
tado debajo de un tronco podrido.
Justo cuando la luna aparecía por sobre el bosque, los tres 
hombres irrumpieron en el lugar despejado que era Shandia. "Los 
indios se juntaron rápidamente,” escribió Pete, "y recordé un 
par de caras de los retratos de Tidmarsh, y sentí una especie 
de orgullo al hacerlo. Mi primer pensamiento fue; *¡Sí, yo puedo
Portales de Esplendor
Destino: Shandia 29
amar a esta gente!’ Los dibujos coloreados a tinta en las caras 
de las mujeres me llamaron la atención, y el lastimoso estado de 
sus descoloridas faldas azules. Por todos lados había niños, son­
riendo avergonzados. Los bebés mamaban en grandes y trémulos 
pechos, y los rostros jóvenes y anhelantes de los muchachos se 
alzaban a nosotros. Oí la primera conversación de Tidmarsh en 
quichua, y me pregunté si sería posible aprenderlo alguna vez.” 
Jim a su vez escribió: “ Hemos llegado al destino que había­
mos decidido en 19 50. Mi gozo es completo. ¡Oh, qué insensato 
hubiera sido rechazar la dirección de esos días! ¡Cómo ha cam­
biado el curso de mi vida y agregado una multitud de goces!” 
En el extremo más lejano del lugar despejado había una pe­
queña casa de techo de paja en la cual el Dr. Tidmarsh había 
vivido. Las paredes eran de caña partida, con piso de tablas, 
construido sobre pilotes para asegurar circulación de aire y para 
proteger de la humedad del suelo y de la invasión de insectos.
"A primera vista la casa parecía espaciosa y cómoda,” Pete 
escribió en su diario, “ y pensé cuán fácilmente Olive y yo po­
dríamos vivir en tal edificio, gozándome en ese conocimiento y 
esperanza. Luego nos aseamos un poco, lavando nuestros pies 
embarrados en las aguas heladas del Ñapo, echamos una mirada 
alrededor, y nos sentamos a una comida de sopa de arroz, plá­
tanos, mandioca, y arroz, con café. Ahora estoy escribiendo a 
la luz de la lámpara de petróleo en la mesa del comedor . . . 
cansado pero lleno de gratitud al Padre, que nos sigue guiando. 
En realidad esto no es el fin sino el principio.”
"A Todos Me He 
Hecho Todo’’
En S h a n d ia, Jim y Pete se transformaron en misioneros ver­
daderos por primera vez. Habían venido para alcanzar a los 
Quichuas con la Palabra de Dios, tarea para la cual estaban 
preparados, pero que solamente podían cumplir si ganaban la 
confianza y amor de los Quichuas. Viviendo entre ellos y com­
partiendo sus vidas, cimentaban una confianza mutua que espe­
raban abriese las mentes y los corazones de los indios al mensaje 
cristiano. Además, Jim y Pete sabían que cualquier conoci­
miento que ganasen de sus experiencias entre los Quichuas, les 
prepararía para su trabajo entre otras tribus más alejadas de la 
civilización actual.
Los dos jóvenes misioneros pronto aprendieron que los Qui­
chuas cazan un poco, siembran un poco, y de vez en cuando 
trabajan para el dueño de alguna hacienda vecina. Padecen de 
una variedad de enfermedades y de debilitantes parásitos intes­
tinales. Se hallan atrapados entre dos culturas — la de sus an­
tecesores en desaparición, y la pujante del hombre blanco en el 
mundo de hoy. Son gente amable, muy distintos a sus vecinos 
del sur, los Jíbaros cazadores de cabezas, y los del nordeste, los 
temibles Aucas. Cada faceta de la vida, salud, lenguaje, edu­
cación, nacimiento y muerte de los indios era de directo interés 
a Jim y Pete.
Pista de aterrizaje en Shell Mera, base de la Missionary Aviation 
Fellowship (Asociación Misionera de Aviación). A la derecha 
abajo: instalaciones de la MAF, casa ocupada por la familia Saint, 
y hangar. A la izquierda: el río Pastaza. Arriba: primeras cadenas 
de los Andes.
a la v u e l t a : Stei ie Saint de cinco años de edad (izquierda), 
con un compañero de juego, observa a su padre carretear por la 
pista en el Piper Cruiser amarillo brillante de la MAF después de 
un vuelo sobre la peligrosa selva.
a r r ib a : En 1951, mucho antes de ponerse en marcha la Ope­
ración Auca, tres de los misioneros realizaron un viaje de recono­
cimiento por el rio Bohonaza. De izquierda a derecha: Ed Mc- 
Cully, Pete Fleming, y Jim Elliot. El loro domesticado fue regalo 
de unos Quichuas amistosos.
iz q u i e r d a : Este retrato de 
Roger Youderian, y retratos si­
milares de los otros misioneros, 
fueron arrojados a los Aucas 
para familiarizarlos con las ca­
ras de sus amigos aerotranspor­
tados. Para facilitar la identifi­
cación, Roger sostiene un ador­
no de plumas para la cabeza, 
regalo de los Aucas. Además se 
dibujó un avión al borde del re­
trato.
d e r e c h a : Nate Saint, el pi­
loto entre los cinco hombres, 
cuyo desarrollo de un sistema 
de lanzamiento desde su avión 
por medio de un balde, hizo po­
sible el intercambio de regalos 
entre los misioneros y los Au­
cas.
w - M
E k i m i f f i
ar r i b a i z q u i e r d a : Roger Youderian, haciendo uso de un dia­
grama preparado por los misioneros, enseña a los indios jibaros a 
leer en su propio idioma.
a b a j o i z q u i e r d a : En Puyupungu, Pete Fleming traduce la 
Biblia al quichua para Atanasio, el cacique local.
a b a j o i zq uie rd a (bis): Nate Saint hace una pausa durante un 
trabajo de soldadura en Shell Mera.
a r r i b a : Jim Elliot bautiza a una mujer india.
Puesto misionero en Arajuno con Ed McCully, Marilou, y su 
hijito Steve. Chapas de aluminio para el techo fueron traídas por 
Nate Saint en avión, mientras que las tablaspara las paredes fue­
ron rescatadas de las abandonadas dependencias de la Shell Oil. 
Los barriles de gasolina a la derecha juntan agua llovida.
39
Noche tras noche se sentaban en su pequeña choza, oyendo 
a la selva afinar su orquesta nocturna, y anotando sus experien­
cias en diarios y cartas. Una nube de mariposas y moscas gol­
peaban la lámpara, cayendo sobre el papel y obstaculizando las 
plumas. Grandes escarabajos zumbaban en sus caras que brilla­
ban con el sudor producido por el calor de la lámpara. Todas 
las noches estaban rodeados por un circulo de risueñas caras 
oscuras — escolares que venían a ver lo que hacían los mi­
sioneros.
"¿N o se cansan nunca del papel los blancos?" le preguntó uno 
en quichua al Dr. Tidmarsh. "Todo lo que hacen estos dos es 
mirar el papel y escribir en él. Mi padre dice que los blancos 
huelen a papel. Se enoja conmigo por tener olor a papel cuando 
regreso de la escuela."
Pete Fleming se sonrió mientras el Dr. Tidmarsh traducía. 
¿Cómo se hacía para poder concentrarse cinco minutos? Pero 
— él amaba a estos muchachos quichuas. Eran parte del 
pacto — para esto había renunciado al estudio solitario y si­
lencioso, que había sido un placer para él antes.
Para esa época yo estaba en la jungla occidental del Ecuador, 
y Jim se mantenía en contacto conmigo tan frecuentemente 
como lo permitía el servicio postal de la selva. Poco después 
de llegar a Shandia escribió: "Los días comienzan a las 6 A.M. 
con el zumbido de la cocina de gas en la cual el Dr. Tidmarsh 
calienta el agua para afeitarse. El cajón que usamos para lava­
torio está colocado en el rincón a la entrada, y el desagüe está 
del otro lado de la pared en donde hay una zanja que corre 
alrededor de la casa, hacia donde se trata de arrojar el agua de 
la palangana. El desayuno, que consiste por lo general de un 
tazón o dos de sopa de banana o maíz pisado, una banana re­
cién cortada y una taza de café, ha sido hasta ahora interrum­
pido todas las mañanas a las 7.15 para entrar en contacto radial 
con las otras estaciones misioneras de la región. A la hora de 
comer hablamos únicamente castellano. Tras el desayuno viene 
la lectura en Daniel en castellano, y las oraciones matinales.
"Hasta ahora mis mañanas han sido ocupadas en observar al
“A Todos Me Ha Hecho Todo"
40
doctor realizando su tarea médica, en estudiar, o en fabricar 
algún implemento para mejorar las cosas en cuanto a la como­
didad, matizadas con visitas a la pista de aterrizaje para ver si 
los hombres están trabajando. Como un hato de cerdos salvajes 
río arriba hizo que hoy la mayoría se echara a correr en su 
persecución, había más o menos una docena trabajando. Habían 
llegado a la parte de la pista que ocupaban unas plantaciones 
de plátanos (una fruta tropical 'primo de cocina’ de la banana), 
y se resistían a echarlos abajo. Les ayudé a voltear las plantas 
para darles ánimo. Para ellos es como destruir alimento, y a mí 
también me dolía un poco, pero hay otros plátanos y no hay 
otras pistas de aterrizaje.
“ Nuestra habitación es sumamente agradable; una gran ven­
tana da a un hermoso paisaje. La puerta entre nuestra pieza y 
la sala, la constituye una cortina de paño basto. Dos mantas 
y dos sillas de aluminio dan al lugar un aspecto civilizado y 
el indio Venancio lo barre diariamente para eliminar el barro 
y las cucarachas muertas.”
El viejo Venancio, un Quichua típico, era la mano derecha 
del Dr. Tidmarsh. Se viste como los blancos, con pantalón co­
mún y camisa, ya que sus padres habían dejado de usar años 
atrás el kushma, la vieja indumentaria de los Quichuas. El tener 
que viajar por los senderos de la selva, a veces hasta las rodillas 
en barro, hace que los zapatos sean para él un absurdo, aunque 
algunos otros los usan en ocasiones especiales como señal de pres­
tigio. Un alfiler de gancho adorna un lugar bien visible de la 
parte delantera de su camisa desplanchada, y le es muy útil 
para sacar de sus pies las espinas de la palmera chonta. Al re­
correr los senderos lleva un machete bien usado, con el cual va 
amagando las plantas. Si llega a alguna loma empinada o res­
baladiza, puede cortar escalones para los dedos de sus pies, mien­
tras asciende. Si una enredadera le corta el paso, con un golpe 
la remueve. Su esposa Susana camina trabajosamente tras él, 
llevando su criatura en un paño a su costado, y una gran canasta 
conteniendo una olla, pollos, una manta y plátanos. Esta canasta 
está sujeta con una "soga” de la selva, una lonja de corteza o
Portales de Esplendor
41
una larga hoja fibrosa, que se pasa alrededor de la canasta y 
sobre la frente de Susana. Ella también lleva su machete que le 
permite cavar y pelar la mandioca que es su dieta principal, 
recortarse las uñas, o limpiar de yuyos el frente de su casa. El 
machete es el más útil de sus implementos — en verdad, a 
menudo el único implemento. Sirve como excelente guadaña, 
pala, hacha, cuchillo, tijera, etc., etc. Jim y Pete pronto apren­
dieron que es indispensable en la selva, y se preguntaban cómo 
se las habían arreglado sin uno en los Estados Unidos.
Venancio pasa mucho de su tiempo fabricando canastas para 
almacenar huevos, trampas abocinadas, y redes para pescar, za­
randas tejidas, y tambores de piel de mono. Su esposa hace todo 
el trabajo pesado, como lo es el limpiar el campo de árboles y 
otras plantas selváticas, llevar el agua y la leña, lavar la ropa 
sobre las rocas del río, acarrear los cachos de banana, que pueden 
llegar a pesar 100 libras cada uno.
La cama de Venancio está hecha de unos pocos listones de 
caña partida colocada sobre unos postes. Como asientos usa pe­
dazos gruesos de madera, de cinco o seis pulgadas de alto, sobre 
los que se sienta junto al fuego. Los utensilios para comer los 
constituyen un plato sopero y una cuchara. La alimentación 
principal de Venancio y sus compañeros de tribu es una bebida 
que se llama "chicha.” Está hecha de la mandioca, un tubérculo 
feculoso, extraído diariamente por las mujeres, descascarada con 
hábiles golpes de machete y hervido en una vasija de barro. 
Cuando está cocida, las mujeres machacan la mandioca con un 
mortero de madera hasta que tenga consistencia de un puré de 
papas, solamente que es más grumoso y pesado. Llenándose la 
boca de esto, lo mastican y lo escupen en una bandeja, comen­
zando de esta forma la fermentación, que continúa al ponerse 
la masa de vuelta en grandes vasijas de barro. Se lo deja por 
un día o dos, y hasta una semana si se desea chicha fuerte. Los 
Quichuas viven literalmente de esta substancia la mayor parte 
de sus vidas, suplementándolo cuando pueden con carne salvaje 
o pescado, quizás un poco de fruta de la selva, y huevos.
Día a día en su observación de los indios individualmente
“A Todos Me He Hecho Todo ”
42
y en grupos, Jim y Pete aprendieron a amoldarse a este nuevo 
diseño de vida. Una noche mientras los dos hombres, con su 
misionero decano Dr. Tidmarsh, estaban sentados con algunos 
escolares en su pequeña casa de bambú, se oyeron afuera los pasos 
de alguien que corría.
“ ¡Doctor! ¡Doctor! ¿Tiangichu? ¿Está usted allí?”
“ lkui. lkui. Entre.”
“ ¡Mi cuñada se está muriendo!”
Esto, en quichua, puede significar cualquier cosa desde un 
dolor de cabeza hasta la mordedura de una serpiente. Si uno 
goza de excelente salud, está “ viviendo.” De lo contrario está 
“ muriendo.”
“ ¿Qué le pasa a tu cuñada?”
“ Está por tener familia. ¿Vendrá usted?”
Si no hay alguna complicación, no se lleva por lo general al 
misionero para atender un alumbramiento, pero el Dr. Tidmarsh 
sabía que en este caso la mujer había perdido cinco criaturas. 
Era doctor en filosofía y no en medicina, aunque había estu­
diado homeopatía. Así que recogió el sencillo avío que tenía 
para tales emergencias, y salió río abajo con Pete. Venancio, que 
actuaba de guía, se abría paso en la oscuridad, mientras ellos di­
rigían sus linternas de un lado a otro tratando de aumentar el pe­
queño círculo de luz que arrojaban sobre el senderode barro. Dos 
o tres veces fue necesario cruzar el río Talac, un arroyo poco 
profundo de unos cincuenta pies de ancho, y finalmente llegaron 
a la casa, una construcción rectangular hecha de cañas hendidas 
y techada de hojas de palmera, hermosa y uniformemente en­
tretejidas. Al entrar por la angosta abertura, pasando por encima 
de un umbral construido con el propósito de disuadir a los cer­
dos y pollos, pudieron divisar varios fuegos débilmente encen­
didos a través del humo que siempre llena la casa y que de paso 
actúa como protección para el techo de hojas, cubriéndolo con 
una capa de brea que resiste a los insectos. Un hombre estaba 
sentado en un rincón, tejiendo una red para pescar. Otro tocaba 
torpemente un violín de fabricación casera.
"La mujer yacía sobre una tabla de bambú,” escribió más
Portales de Esplendor
43
tarde Pete en su diario, "parcialmente resguardada de la vista 
pública por dos frazadas que colgaban sueltamente, y estaba 
atendida por una ‘partera.’ Poco a poco todo se oscureció, los 
humeantes fuegos no eran ya más que rescoldos, y las familias 
fueron a sus tarimas a pasar la noche, los niños más pequeños 
con sus padres, los muchachos juntos en un rincón, y las niñas 
en otro. Nos dieron a Tidmarsh y a mí una cama y nos acos­
tamos, ya que no había señales de la llegada de la criatura y 
los dolores de parto venían con un intervalo de siete minutos. 
Como el bambú no tenía ninguno de los atributos de flexibili­
dad que se asocia habitualmente con él en la mente de muchos, 
y como nuestros zapatos y pantalones estaban muy mojados por 
nuestra caminata en el río, pronto nos helamos, y poco después 
nos levantamos y nos sentamos en algunos pequeños troncos ro­
deando un humeante fuego que se rehusaba a arder. En com­
pañía de dos perros flacos y sarnosos quedamos sentados escu­
chando el lamento de los grillos, el extraño croar de la rana 
arbórea, semejante al graznido del pavo, el quejido ocasional 
de algún niño que se despertaba, el chirriar del bambú al darse 
vuelta alguno, y el gemido periódico de la mujer que se iba 
agudizando hasta ser un corto grito.
"Al aumentarse gradualmente en número e intensidad los do­
lores, la muchacha se erguía sobre las rodillas y se tomaba de 
una soga de enredadera que colgaba del techo, entrelazando 
las manos en la soga, y levantando el cuerpo cuando venían los 
dolores. Para mí, esas pequeñas manos pardas levantadas sobre 
la cabeza, y los brazos con sus tensos cordones, comunicaban 
algo de la simplicidad e inflexible costumbre de su manera de 
dar a luz. Después que se hubo roto la bolsa de agua, los dolores 
disminuyeron y la criatura comenzó a descender. La partera dió 
una orden, y todos se despertaron y se dirigieron medio dormidos 
al rincón donde se quedaron espiando por encima de la cortina. 
La palabra y el concepto de ‘privado’ son desconocidos. Prepa­
raron una bebida para la madre, raspando la garra de un pere­
zoso y mezclando el polvo con agua. Creo que consideran que 
esto apresura la llegada del bebé.
“A Todos Me He Hecho Todo ”
"Venancio, nuestro cocinero, se puso a un lado, y tomando 
a la muchacha por los hombros comenzó a sacudirla violenta­
mente, cosa que continuó haciendo hasta que el niño llegó, ca­
yendo medio sobre las hojas de banana, medio sobre el piso de 
tierra, una pequeña y débil cosa unida a un cordón de aspecto 
de intestino, inmóvil a la luz fluctuante del kerosene. Eruto un 
par de veces, gimió y lloró, respirando enseguida normalmente. 
Tidmarsh intervino para ligar el cordón, y la partera lo cortó 
con el borde afilado de una caña. La partera tomó luego al niño, 
y llenándose la boca con agua de una vasija de hierro, la es­
purreó sobre la criatura lavándola así. Luego envolviéndola en 
un trapo sucio y atándolo con un bordado cinturón de mujer, 
la entregó a una pequeña niña desnuda que la llevó tambalean­
do. Luego una señora la tomó y la colocó sobre un tablón de 
bambú, donde quedó aparentemente olvidada. Mientras tanto la 
madre permaneció en esa posición de martirio, sobresaltándose y 
retorciéndose con las prolongadas contracciones. Tidmarsh en­
comendó a la criatura al Señor en oración.”
Lentamente los hombres se iban familiarizando con el idioma. 
No estaban nunca sin sus negras libretitas y sus lápices. Ya que 
el idioma no era escrito, su único recurso era anotar lo que 
oían, y tratar de averiguar por algún medio u otro lo que 
significaba, y luego memorizar.
"A mí me fascina el idioma,” escribió Jim a su casa. "La 
frescura de descubrir un idioma de la boca del que lo habla, 
sin la ayuda de un libro de texto, es muy estimulante. Un 
aspecto que me interesa ahora especialmente es el valor onoma- 
topéyico de ciertas palabras. Por ejemplo, oí describir una mu­
ñeca quebrada que oscila libremente: 'Hace whi-lang, whi-lang* 
Que nosotros sepamos, la palabra no tiene ningún significado en 
el diccionario. Una lámpara que fluctúa va 'li-ping, li-ping, 
tiung, tiung, y muere.* La palabra 'tukluk, tukluk,* describe 
tragar rápidamente o engullir. Y hay millares más.”
Al ir en aumento de parte de Pete y Jim el conocimiento 
del idioma, también creció la confianza de los indios, los que 
comenzaron a invitarles a una mayor participación en su vida
44 Portales de Esplendor
45
y costumbres. “ Ustedes hablan el quichua mejor que nosotros,” 
dijo Wakcha, un orgulloso indio joven que siempre usaba un 
casco de corcho, señal de gran prestigio entre su gente. “ Ustedes 
nos oyen demasiado bien. Nos ponemos a conversar, diciendo 
para nuestros adentros, 'no nos oyen,’ ¡y luego nos contestan!” 
Con el tiempo el Dr. Tidmarsh abandonó la selva para volver 
a su familia en las montañas, pero antes de partir dio a Jim 
y Pete unas pocas y sencillas instrucciones en cuanto al cuidado 
de los enfermos. Por su cuenta, tendrían que dar la asistenciá 
médica que pudieran con la ayuda de los libros de medicina y 
la oración. Los llamados de los enfermos debían ser contestados. 
Una noche en enero vino a ellos un padre muy afligido pi­
diendo a favor de su niño que estaba enfermo.
“ ¿No me lo pincharán con medicina?” rogó. No les había 
llevado mucho tiempo a los indios el aprender el valor de los 
antibióticos para sus frecuentes infecciones tropicales, y pronto 
comenzaron a pensar que si no se les ponía una inyección, el 
misionero realmente no había hecho nada. Era inútil que el 
misionero tratara de explicar que si el hombre estaba atacado 
de parásitos, la penicilina no le curaría. La "medicina bebida” 
no era ni de lejos tan efectiva como la "medicina del pinchazo.” 
En esta oportunidad, sin embargo, como el caso del niño parecía 
ser neumonía, Jim administró penicilina. Los padres estaban sa­
tisfechos de que había hecho lo que podía — pero la criatura 
no dió señales inmediatas de mejoramiento. Recurrieron pues al 
poder más grande que conocían, al brujo. Jim solicitó quedarse 
a observar la ceremonia. "Se me indicó una cama,” refirió más 
tarde. "Se me dijo que iban a beber ayak uaska y que me debía 
quedar en la cama de caña, sin prender la linterna.”
“ Todas las lámparas se apagaron a las 20.30, y se podía oir 
conversar ocasionalmente a los tres indios que iban a beber la 
hierba, ayak. waska. Yo simulé dormir y me adormecí, pero me 
desperté cuando uno de los que velaban y que dormía en el suelo 
a mi lado, fue despertado para estar alerta para escuchar cuando 
se terminaba de beber y se esperaba 'el discurso del desvaneci­
miento.’ Oí el rápido, suave y acompasado chasquido que sonaba
“A Todos Me He Hecho Todo ”
46
como el sacudimiento de un manojo de hojas secas, y de alguna 
parte, no puedo decir si era del mismo origen, el tan melodioso 
silbido de tipo tritonal tan habitual entre ellos. Esto estaba en­
tremezclado con un sonido de salivazos y de arcadas, y el curioso 
estallido del humo flotando sobre la cabeza del paciente, como 
había visto hacer antes. (Yo había ofrecido otra inyección de 
penicilina a la hora de cenar, pero la habían rechazado.El brujo 
insistió en que esperáramos hasta la mañana.) El chasquido, el 
soplido y el silbido eran acompañados de un ocasional ronquido, 
y me quedé dormido.
"A las once fui despertado por un indio que tocaba un vio­
lín. Conversamos. Revisé a la criatura a medianoche y se me 
dijo que el hechizo no había dado mucho resultado, pues los 
bebedores no habían tomado lo suficiente como para conversar 
mucho. La fiebre parecía haber aumentado, y la respiración y 
el estado general no habían cambiado. Alrededor de la una caí 
dormido nuevamente. La madre y una anciana estaban despiertas 
haciendo aplicaciones de hojas y tabaco. Las lámparas y faroles 
de petróleo hacían que las cosas no parecieran tan misteriosas 
como antes. Dormí hasta que a las tres me despertó el lamento 
de la muerte. No hubo lucha, simplemente dejó de respirar. 
Esta mañana fabriqué nuestro tercer pequeño ataúd.”
Estos hechos los permitieron entender algo de la vida íntima 
de esta gente. Estaban fuertemente aprisionados por la supersti­
ción y el temor. ¿Podría el Nuevo Testamento responder al 
anhelo de libertad de temor, paz en el corazón y liberación de 
los malos espíritus, de los Quichuas? Los misioneros oraban y 
discutían estos problemas, pero aún se sentían extranjeros — y 
que siempre lo serían. El indio mismo debe ser la respuesta — 
debe aprender las Escrituras, ser enseñado y a su vez enseñar 
a su propia gente. Con este propósito Pete y Jim reabrieron la 
escuela misionera en Shandia que el Dr. Tidmarsh se había visto 
obligado a cerrar. En esta escuela de una sola habitación se les 
enseñaba a los jovencitos a leer y escribir para que pudieran al 
fin leer las Escrituras por su cuenta.
Pero había otros nidios que no habían tenido aún la opor tu-
Portales de Esplendor
UA Todos Me He Hecho Todo ” 47
nidad de oir la historia que estos muchachos escuchaban diaria­
mente, ¿Enviaría Dios a Jim y a Pete a llevar el mensaje a los 
Aucas?
"La idea me asusta a veces,” escribió Pete, "pero estoy listo. 
Hemos creído que Dios puede hacer milagros, y esto puede in­
cluir a los Aucas. Tiene que ser por medio de milagros, en res­
puesta a la fe. No hay ningún otro medio más eficaz ni más 
rápido. ¡Oh Dios, guía tú !”
Infinita Adaptabilidad
D esde sus días de colegio, Jim Elliot y Ed McCully se ha­
bían preguntado si llegarían a trabajar juntos en el campo mi­
sionero. Cuando Ed y su esposa Marilou y su pelirrojo niñito 
Steve llegaron a Quito en diciembre de 1952, parecía que sus 
anhelos se iban a realizar. Los McCully planearon quedarse en 
Quito para su necesario aprendizaje del castellano, y luego unirse 
con Jim y Pete en Shandia. En junio de 1953, Ed dejó a su 
familia en Quito e hizo un rápido viaje a su futuro hogar en 
la selva. Escribiendo a sus padres en los Estados Unidos acerca 
de las escenas que había presenciado, dijo:
"Acabo de regresar a Quito, después de pasar doce días en 
la selva con Jim Elliot y Pete Fleming entre los indios quichuas 
de las tierras bajas. Si el Señor lo permite esperamos establecer­
nos allí dentro de unos meses. Durante estos doce días, luego 
de ver a los muchachos indios en la escuela y la interminable 
fila de gente buscando asistencia médica, luego de oir el fantás­
tico sonsonete del brujo llamando, y el llanto desconsolado de 
los deudos, alabo a Dios por haberme traído a esta tierra a tra­
bajar entre esta gente. Ruego que podamos ser fieles a nuestro 
cometido y que Dios nos use para llevar a muchos de estos 
indios a El.
"Me paré al lado de la cama de un muchacho indio de die­
ciocho años en la selva oriental. Le vi vomitar sangre y en po­
cos minutos le vi morir. En esa hora, mientras contemplaba ese
49
cuerpo inerte yaciendo sobre cañas de bambú en el sucio suelo 
de la choza, entendí más cabalmente lo que Pablo quiso decir 
en 1 Tcsalonicenses 4: 13, 'No os entristezcáis como los otros 
que no tienen esperanza.’ Pasará mucho tiempo antes que olvide 
los lamentos y gritos de esa gente pagana mientras golpeaban 
sus pechos y hacían duelo por dos días y dos noches. Era un 
patético cuadro de 'sin esperanza.’ Esta noche elevo una oración 
singular . . . que Dios permita que estos indios vivan hasta 
que El nos habilite para llevarles en su propio idioma el mensaje 
de esperanza, de vida eterna, de salvación.”
Ed McCully, que era el hijo mayor del director de una pa­
nadería en Milwaukee, se crió en el mediooeste, en un hogar 
que sabía algo lo que era sacrificarse por la obra del Señor. Su 
padre era activo predicador y viajaba por todos los Estados Uni­
dos, hablando a sus colegas de negocios en toda oportunidad 
que se le presentaba, y a los grupos de cristianos en todas partes. 
Cuando Ed entró en el Colegio Wheaton en el otoño de 1945, 
no fue con la idea de ser misionero en el extranjero. Eligió la 
carrera comercial y económica como asignatura de especializa- 
ción.
De seis pies y dos pulgadas de alto, pesando ciento noventa 
libras, se distinguió pronto como puntero estelar en el equipo 
campeón de fútbol de Wheaton. Su sorprendente velocidad a 
pesar de ser un hombre tan grande, hizo también de él un cam­
peón de las pistas. Su entrenador, el campeón millero nacional, 
Gil Dodds, relató un incidente del último año de estudios de 
Ed. D iez corredores de 440 yardas estaban en trenándose para 
una competencia especial en Boston; de los diez se elegirían 
cinco. Ed quería ir a Boston. Así que a pesar de que era un 
corredor de 100 y de 220 yardas, y nunca había corrido 440, 
pidió que le dejaran competir con los demás. Era típico de Ed 
que ganara un puesto en el equipo de relevos por un décimo de 
segundo. "Siempre lograba lo imposible cuando demandaban las 
cosas,” fue el comentario final de Dodds.
Ed sobresalía en la plataforma. Su manera de dirigirse al au­
ditorio, simple y directa, le permitió, sin ningún entrenamiento
“A Todos Me He Hecho Todo ”
50 Portales de Esplendor
formal en oratoria, ganar en 1949 el campeonato en el Certamen 
Nacional de Oratoria Hearst en San Francisco, una competencia 
en la que habían tomado parte más de diez mil estudiantes. Su 
ensayo sobre Alejandro Hamikon fue casi aprendido de memoria 
por sus condiscípulos, que insistían que lo recitara en cada reu­
nión estudiantil. Cuando llegaba el momento culminante,
"Y cual clarín de plata resonaba 
El acento de esa lengua ignorada 
la clase se ponía de pie simultáneamente y gritaba con Ed,
"¡Excelsior!”
Tal era el ánimo que Ed, presidente del último curso, había 
engendrado. Refiriéndose a su elección, mi hermano Dave es­
cribió: "Ed fue elegido (por aclamación) sin un solo voto en 
contra. Dudo francamente que alguien haya pensado proponer 
a algún otro para el puesto. Era un resultado aceptado por una­
nimidad de antemano.”
El año siguiente Ed McCully, habiéndose decidido por el foro, 
ingresó en la Facultad de Derecho de la Universidad Marquette. 
Al comenzar su segundo año allí se ocupó como empleado noc­
turno en un hotel, con la intención de emplear ese tiempo en 
estudiar. Pero Dios, quien ordena a los hombres que ha elegido 
y obra en ellos para el cumplimiento de sus eternos propósitos, 
tenía otros planes. Ed se lo contó a su condiscípulo de Wheaton, 
Jim, en una carta fechada en septiembre 22 de 19 50.
"Desde que tomé este trabajo han sucedido cosas. He estado 
usando mi tiempo libre en estudiar la Palabra. Cada noche pa­
recía que el Señor se adueñaba de mí un poco más. Anteanoche 
estuve leyendo en Nehemías. Terminé el libro, y lo volví a leer. 
Allí había un hombre que dejó todo lo concerniente a la posi­
ción, para ir a realizar una tarea que ningún otro podía afron­
tar. Y por haber ido, todo el remanente de vuelta en Jerusalem 
arregló sus cosas con el Señor. Los obstáculos e impedimentos 
desaparecieron y se llevó a cabo una gran obra. No podía za­
farme de ello, Jim. El Señor me estaba hablando. Ayer a la 
mañana, volviendo a casa, hice una larga caminata, y llegué a 
una decisión que sé que es del Señor. Con toda honestidad de­
lante del Señorafirmo que nadie ni nada que no sea El y su 
Palabra ha tenido que ver con lo que he decidido hacer. Ahora 
tengo un solo deseo — vivir una vida para el Señor, de temerario 
abandono, dedicando a ello toda mi energía y fortaleza. Quizás 
El me envíe a algún lugar donde el nombre de Jesucristo es 
desconocido. Me fío de la Palabra del Señor, Jim, y confío que 
El cumplirá su Palabra. Es jugarse todo a una sola carta, pero 
ya hemos puesto nuestra confianza en El para la salvación, así 
que ¿por qué no hacerlo en lo que concierne a nuestras vidas? 
Si no hay nada en este asunto de la vida eterna, lo mejor será 
perderlo todo en un instante y malgastar la vida presente con 
la del más allá. Pero si hay algo en ello, todo lo demás que el 
Señor dice debe ser igualmente cierto. Ora por mí, Jim.
‘‘¡Hombre, pensar que el Señor hizo presa de mí justo un 
día antes de matricularme en la Universidad! Tengo el dinero 
ahorrado y estaba dispuesto a ir. Hoy era el día de la inscrip­
ción, así que fui a la escuela para hacerles saber por qué no iba 
a volver. Realmente oré como el apóstol pidió a los efesios que 
oraran, que "pudiera abrir mi boca con confianza.” Hablé con 
todos aquellos que conocía bien. Luego entré a ver a un profesor 
del cual tenía un alto concepto. Le dije lo que pensaba hacer, 
y antes de retirarme él tenía lágrimas en los ojos. Entré a ver 
a otro profesor y hablé con él. Todo lo que recibí fue una 
fría despedida y un deseo de buena suerte.
"Bueno, eso es todo. Hace dos días era yo estudiante de de­
recho. Hoy soy un don nadie, sin título. Gracias, Jim, por tu 
intercesión a mi favor. No ceses. Y hermano, estoy realmente
orando por ti también mientras te preparas para partir. ¡Cómo 
desearía ir contigo!”
El período de aprendizaje práctico para Ed llegó cuando fue 
con Jim Elliot a Chéster, Illinois, en el invierno de 1951. Ade­
más de las reuniones de carpa y de las clases para niños que 
celebraron con el intento de predicar el Evangelio en esa ciudad, 
Ed predicaba frecuentemente en una audición radial semanal 
que compartían Jim y él. Como escribió el apóstol Pablo, "A 
Griegos y a bárbaros, a sabios y a no sabios soy deudor. Así que,
Infinita Adaptabilidad 51
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en cuanto a mí, presto estoy a anunciar el evangelio también a 
vosotros que estáis en Roma. Porque no me avergüenzo del evan­
gelio; porque es potencia de Dios para salud a todo aquel que 
cree. . . Así creía Ed, y así predicaba.
El 16 de mayo de 1951, usó de la ley cívica como ilustración 
en uno de sus mensajes radiales. El sermón de Ed explica mejor 
que la mayoría de las declaraciones teológicas la creencia com­
partida por cada uno de los cinco hombres que finalmente iban 
a unir fuerzas en la Operación Auca.
“La suerte del criminal,” dijo Ed, “es cumplir como castigo 
la condena — para algunos esto significa prisión por un término 
de años, para otros significa cárcel para toda la vida, para otros 
significa la muerte. La condenación de Dios sobre todos los pe­
cadores es la muerte. ‘La paga del pecado es muerte. . . .* Una 
sentencia, y un castigo para aquellos que no creen.
“Pero, diréis, Dios es un Dios de amor. El no castigará eter­
namente. Es cierto que él es un Dios de amor. Y su condenación 
no altera este hecho en forma alguna. No es la voluntad de Dios 
que tú o yo experimentemos el castigo que justamente merece­
mos. Por lo tanto nos ofrece un escape, si queremos aceptarlo. 
Al precio de su Hijo unigénito, Dios provee perdón.
“Esta es la simple, llana y clara palabra de Dios de su libro, la 
Biblia. 'El que cree en mi Hijo,’ dice Dios, 'no es condenado: 
mas el que no cree, ya es condenado, porque no creyó en mi 
Hijo unigénito.’ ”
Al igual que en los días en que el Señor caminaba en la 
tierra, los resultados no fueron sorprendentes. Algunos pocos es­
cribieron a la radio pidiendo más información. Un puñado de 
personas profesaron conversión como resultado de las reuniones 
llevadas a cabo en los salones de actos de las escuelas y en las 
carpas. Pero Ed sabía que había sido obediente a Dios en el 
trabajo de esos meses. Poco antes de ir a Chéster, había aceptado 
una invitación para hablar en un banquete de jóvenes en Pón- 
tiac, Michigan. El propósito de Dios era mayor de lo que Ed se 
imaginaba, pues fue allí donde conoció a Marilou Hobolth, una 
bonita pianista de cabellos oscuros, de la iglesia en donde iba a
Portales de Esplendor
hablar. Durante los meses en Chéster, Ed envió a Marilou más 
cartas, sin duda, de las que había enviado a otros en varios años. 
Casi al comienzo de la correspondencia escribió: '‘Estoy orando 
definitivamente por dos cosas: primero, que el Señor nos dé 
sabiduría en cuanto a nuestras relaciones — aun en el asunto 
de escribir cartas. Segundo, mientras tengamos algo que ver el 
uno con el otro, que cada uno de nosotros sea una influencia 
sobre el otro para una mayor comunión con el Señor. No quiero 
decir que nos estaremos predicando el uno al otro — sino que 
nuestra atracción el uno por el otro sea un medio de atraernos 
más al Señor. Sé que este es también tu sentir.”
Su amistad maduró rápidamente y en abril Ed y Marilou se 
comprometieron. Pocos días después Ed le escribió:
"Cuando oras, pídele definitivamente al Señor que nos indique 
dónde quiere que pasemos nuestra vida, y que estemos no sólo 
deseosos sino aun ansiosos de pasarla allí.”
Ed amaba de todo corazón a la muchacha con la que se iba 
a casar: "Cuando alguien me habla, me cuesta un verdadero 
esfuerzo seguir la conversación. ¡Es una sensación de lo más 
curiosa! ¡Empiezo a creer todo lo que los poetas y autores de 
canciones tienen que decir del amor!”
El 29 de mayo, 1951, escribía: "De aquí un mes habrás per­
dido toda tu libertad, y estarás sujeta a mi férreo gobierno, a 
mi ley inconmovible, y a mi cruel mandato. Tienes exactamente 
treinta y un días para reconsiderarlo. ¿Crees que podrás aguan­
tarme por el resto de tu vida? No será fácil. En muchas ocasiones 
te preguntarás por qué te has casado conmigo. ¿Lo has recon­
siderado? Ahora deja que te diga que te amo de todo corazón.”
Marilou no lo reconsideró. Se casaron en junio en su iglesia 
habitual, la Primera Bautista de Póntiac, Michigan.
La decisión de Ed de ser misionero al extranjero le llevó a 
inscribirse en la Escuela de Medicina Misionera de Los Angeles, 
donde pasó un año de estudio intensivo de enfermedades del 
trópico y su tratamiento, de la obstetricia, y de la odontología, 
aprendiendo lo fundamental con el propósito de ayudar no sólo
Infinita A daptabilidad 53
a los indios, sino para mantenerse a si mismo y a su familia en 
buenas condiciones.
El 10 de diciembre de 195 2, Ed y Marilou, con su hijito de 
ocho meses, Stevie, navegaron al Ecuador, el país en el cual Dios 
había indicado que quería que pasasen sus vidas.
En la selva Jim y Pete habían estado esperando ansiosamente 
el día en que se juntarían con ellos los McCully. Estaban edi­
ficando una casa para ellos, conjuntamente con otros edificios 
para la misión. Mientras tanto los McCully estaban viviendo en 
una casa de estuco en Quito con una familia ecuatoriana, apren­
diendo el castellano. No era vida fácil, y el desaliento y una 
sensación de inutilidad hizo presa de ellos. "Pedimos en oración 
que tengamos aptitud y exactitud en los estudios, y gracia para 
ayudarnos a vencer el escollo, para que no sólo podamos con­
versar sino también hablar la Palabra de Vida,” escribió Ed a 
amigos que habían prometido orar por ellos. El y Marilou an­
siaban tener su propio hogar en la selva y ocuparse del trabajo 
que anhelaban hacer. Un día Ed fue llamado a la radio de onda 
corta.
"No entendí esa transmisión muy bien — ¿dijo usted que 
todos los edificios?” preguntó. "Cambio.”
"Todos los edificios de Shandia han sido destruidos por la 
inundación. Todos los edificios de Shandia han sido destruidos 
por la inundación. Jim y Pete quisieran que viniera lo más 
pronto posible. Cambio.”
"Muy bien. Muy bien. Dígales que iré enseguida.”
Ed McCully devolvió

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