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Duby, Georges, La historia social como síntesis, en Cardozo y Pérez Brignoli, comp, Perspectivas de historiografía contemporáneas

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UNIDAD 1
Georges Duby, "La historia social como síntesis" en CARDOSO, C.F.S. Y PEREZ BRIGNOLI, H., (Comp.) Perspectivas de la historiografía contemporánea, Sepsetentas, México, 1976
LA HISTORIA SOCIAL COMO SINTESIS
GEORGES DUBY
Señor administrador, queridos colegas:
Si ustedes decidieron consagrar la enseñanza que me hicieron honor de confiar, no simplemente a la historia de la Edad Media, aunque la tradición de esta casa la hubiera justificado perfectamente, sino de manera más específica a la historia de las sociedades medievales, ello se debe a que ustedes juzgaron, en primer lugar, que el estudio de las relaciones sociales podía iluminar con luz nueva el conjunto de los elementos que componen una civilización. Se debe también y sobre todo a que ustedes pensaron, porque la vocación del Collège de France consiste en enseñar la ciencia en proceso de elaboración, que las reflexiones más urgentes, aquellas de que podemos esperar los resultados más novedosos, deberían ejercerse en las perspectivas que son las menos bien tratadas de la historia medieval, quiero decir, precisamente las de la historia social.
Puede que ustedes se sorprendan de oírme hablar en tales términos de dicha historia, en un lugar donde Lucien Febvre ha enseñado tanto tiempo, llevando a cabo esos combates por una historia renovada que nosotros seguíamos con entusiasmo y pasión; cuando se considera la existencia de tantos trabajos terminados, que se están terminando, o que se inauguran; y evoco en fin, con reconocimiento y respeto, la memoria de Marc Bloch a quien debo el descubrimiento de que es el hombre viviente al que hay que buscar, bajo el polvo de los archivos y en el silencio de los museos... Pero no es posible ignorar- y el plan de numerosos libros, el mismo título de muchos cursos lo atestiguan- que la historia social aparece todavía a menudo, como un anexo, como un apéndice, y por qué no decirlo, como la pariente pobre de la historia económica. Esta última, efectivamente, arrastrada desde hace más de medio siglo por un impulso poderoso, no ha cesado de dar vida y amplitud a las investigaciones más fecundas; ha conquistado los más vastos espacios; la vemos en la actualidad, apoyada en el desarrollo reciente de una arqueología de la vida material, abrirse nuevos caminos. Ella triunfa. Y en su propio éxito, arrastra a la historia de las sociedades; ya que, como es obvio, el estudio de la estratificación social, de las relaciones que mantienen entre sí los individuos o los grupos, no puede ser emprendido sin que antes se perciba claramente la manera en que, en un momento determinado, están organizadas las relaciones de producción y se distribuyen las ganancias.
Sin embargo, conviene mantenerse particularmente atento a dos puntos. En primer lugar, al hecho de que los historiadores de la economía medieval no supieron evitar a veces, la aplicación, a la observación del pasado, de una concepción de lo económico basada en los datos actuales y que al ser usada revela ser anacrónica y deformadora. Por ejemplo durante mucho tiempo acordaron inconscientemente un lugar privilegiado a las actividades comerciales y a la circulación del dinero, por no haber definido exactamente -y ciertas conclusiones de las encuestas etnológicas hubieran podido ayudarlos a hacerlo- el papel de la moneda y la naturaleza de los intercambios en una civilización tan profundamente enraizada en la ruralidad como lo estaba la del Occidente medieval. En segundo lugar, y sobre todo, sería falso pensar que el análisis de una sociedad ya está concluido cuando, habiendo leído listas de imposiciones, registros de estimación o catastros, conseguimos situar los jefes de las casas en los distintos niveles de una jerarquía de las fortunas; cuando, interpretando los términos de un contrato de alquiler de tierras o de enganche, pudimos percibir cómo tal tipo de trabajador era explotado; cuando, a través de cómputos fiscales, vimos bosquejarse las tendencias de una evolución demográfica. Efectivamente, el sentimiento que experimentan los individuos y los grupos tocante a su posición respectiva, y los comportamientos que tal sentimiento pueda dictar, no son directamente determinados por la realidad de su condición económica, sino por la imagen que elaboran de ella, la cual no es jamás fiel, sino siempre deformada por el juego de un conjunto complejo de representaciones mentales. Ubicar los fenómenos sociales en la simple prolongación de los fenómenos económicos, significa por lo tanto reducir el campo de interrogación, empobrecer singularmente la problemática y renunciar a percibir claramente algunas líneas de fuerza esenciales.
De hecho, desde muy temprano, desde el instante en que la historia de las economías tomaba impulso pareció indispensable a algunos, completar el estudio de las bases materiales de las sociedades del pasado con el estudio de los ritos, de las creencias y de los mitos, de todos los aspectos de una psicología colectiva, que rigen los comportamientos individuales, y en función de los cuales- tan directamente y de manera tan necesaria como en función de los hechos económicos- se ordenan las relaciones sociales. De esta manera tomó cuerpo, aunque lentamente y durante mucho tiempo con vacilación, esa historia que hemos llamado, quizás impropiamente historia de las mentalidades, cuyos métodos y ambiciones han sido respectivamente asegurados y ensanchados en años recientes, por el vivo progreso de las jóvenes ciencias del hombre, como la antropología social y la semiología. Ese vasto dominio que se abre así a la investigación puede tanto más fácilmente seducir a los medievalistas cuanto la mayoría de los documentos escritos de esa época, por haber sido redactados por hombres de la Iglesia, atribuye a las cosas del espíritu una función mucho más importante que a las realidades económicas, provee muy pocos datos cuantificables y susceptibles de utilización estadística, y al revés se revelan particularmente útiles en el sentido de aclarar los fenómenos mentales. Pero tal disposición presenta también un peligro serio que ciertos historiadores no supieron evitar: al permitirse adoptar la misma actitud de los testigos que interrogaban, cuyo esfuerzo había tenido en su totalidad la tendencia a separar lo espiritual de lo temporal, tales historiadores han sido , a veces llevados a alejarse de lo concreto, a atribuir a las estructuras mentales una autonomía demasiado amplia con relación a las estructuras materiales que las determinan, haciendo así insensiblemente desviarse la historia de las mentalidades hacia una evolución semejante a la Geistesgeschichte.
Si queremos por consiguiente, que la historia social progrese y conquiste su independencia, conviene orientarla hacia un camino donde se realice la convergencia de una historia de la civilización material y de una historia de lo mental colectivo. Pero creo que es necesario plantear previamente tres principios metodológicos. Es preciso partir de la idea de que el hombre en sociedad constituye el objeto final de la investigación histórica, su base primordial. La historia social, es de hecho, toda la historia. Y debido a que toda sociedad es un cuerpo en cuya composición entran -sin que sea posible disociarlos, salvo para las necesidades del análisis- factores económicos, políticos y mentales, dicha historia llama a sí todas las informaciones, todos los índices, todas las fuentes. No podría, evidentemente, contentarse con lo que dicen los textos, sean éstos narrativos o jurídicos, pretendan regular liturgias o se propongan, para la diversión o para edificar una moral, trasponer lo real vivido en lo imaginario. No le basta tampoco ir más allá del contenido de tales textos y examinar su aspecto formal con la finalidad de -más allá de las palabras y de las constelaciones de vocablos, de las cifras y de los procedimientos de cálculo, más allá de la organización del discurso, de las disposiciones externas de lo escrito y de lo que pueda revelar el propio aspecto de la grafía- intentar alcanzar la verdadera relacióncon el mundo de aquéllos que compusieron y utilizaron dichos textos. La historia social debe aún estar atenta a todos los vestigios del pasado, a los restos de herramientas y de equipos que son exhumados en los terrenos de excavación arqueológica, a todas las huellas que subsisten de los antiguos establecimientos humanos en el aspecto actual de los campos y ciudades, en fin a todo lo que puede aparecer -en el plano de un santuario de peregrinación, en la composición de un dibujo, en el ritmo de una frase de canto gregoriano- de una concepción del universo contenida en formas múltiples de creación artística. Ya que efectivamente, como lo dice Pierre Francastel, "toda sociedad instauradora de un orden económico y político, lo es al mismo tiempo de un orden figurativo; y toda sociedad en transformación forja siempre, a la vez, instituciones, conceptos, imágenes y espectáculos".
A partir de todas esas fuentes y sin despreciar a ninguna, la historia de las sociedades debe sin duda primero, y para la comodidad de la investigación, considerar los fenómenos a distintos niveles de análisis. Que deje, sin embargo, de considerarse como la seguidora de una historia de la civilización material, de una historia del poder, o de una historia de las mentalidades. Su vocación propia es la de síntesis. Le toca recoger los resultados de investigaciones llevadas a cabo simultáneamente en todos esos dominios, y reunirlos en la unidad de una visión global. Dice Michelet: "Para volver a encontrar la vida histórica, sería necesario seguirla pacientemente por todos sus caminos, todas sus formas, todos sus elementos"; y agrega: "pero sería también necesario, con una pasión todavía más grande, reconstituir, restablecer el juego de todo ello, la acción recíproca de esas fuerzas diversas, en un poderoso movimiento que se transformaría en la vida misma." Restablecer el juego de todo ello, es decir notar las correlaciones exactas entre las diversas fuerzas en acción. He ahí el segundo principio: ocuparse en descubrir, en el seno de una globalidad, cuáles son las articulaciones verdaderas.
Como, por ejemplo, la presión de un movimiento económico repercute sobre el proyecto de una moral, cómo ese intento de progreso espiritual, debido a la manera en que se inserta en un sistema de producción, termina fracasando en alcanzar sus propósitos; eso es lo que ilustra el destino de esas sociedades muy particulares que fueron, en el siglo XII, las fraternidades monásticas en las abadías de Cister. Sociedades que pretendían ser ejemplares, sociedades ritualizadas, regidas por un código, un conjunto de preceptos que tenían más de seis siglos de edad: la regla de San Benito. Tal texto se había vuelto a leer en el contexto de una preocupación de fidelidad total. Pero, al releerlo, fue acentuada, cuando la orden se constituyó, la exigencia de pobreza; efectivamente era necesario reaccionar contra las consecuencias morales de un enriquecimiento general que suscitaba escandalosamente el hundimiento progresivo de la orden benedictina más prestigiosa en ese entonces -la de Cluny- en la comodidad y la seguridad señoriales. Ahora bien, tales comunidades de Cister, porque habían rehusado vivir de rentas, porque habían decidido sacar de la tierra su alimento a través de su propio trabajo, porque habían escogido establecerse en la sociedad en medio de pastos y selvas, se hallaban instaladas a pesar suyo -y de acuerdo con el modelo arcaico que habían adoptado imprudentemente como regla de conducta- en los puestos avanzados de la economía más conquistadora, en posiciones que les permitían producir abundantemente productos que no consumían, la lana,la carne, el hierro, la madera, productos que se vendían cada vez mejor. Por una especie de venganza imprevista de lo económico, esos apóstoles de la pobreza se volvieron ricos. Es cierto que permanecieron en el aislamiento en que vivían, fieles a su ideal; pero a los ojos de los que sólo los veían comerciando en las ferias o a través de operaciones victoriosas, aumentando su patrimonio a expensas de sus vecinos: a los ojos de aquellos que viviendo secularmente, en el medio de una prosperidad creciente, no soportaban que los hombres de Dios no fueran, en compensación, pobres verdaderos, los monjes de Cister cesaron poco a poco de encarnar la perfección espiritual, y el respeto se trasladó hacia otros (los franciscanos), que andaban descalzos en los arrabales de las ciudades, vestidos con un saco y nada poseían.
Pero la investigación de las articulaciones evidencia, desde un principio, que cada fuerza en acción, aunque dependiente del movimiento de todas las otras, se halla animada, sin embargo, de un impulso que le es propio. Aunque no están en ningún modo yuxtapuestas, sino estrechamente vinculadas en un sistema de indisociable coherencia, cada una se desarrolla en el interior de una duración relativamente autónoma; esta última se encuentra animada, además en los distintos niveles de la temporalidad, por una efervescencia de acontecimientos, por amplios movimientos de coyuntura y por ondulaciones todavía más profundas, caracterizadas por ritmos mucho más lentos.
De esa diversidad de movimientos señalada resultan discordancias constantes, efectos de retraso, pesos, permanencias prolongadas y a veces verdaderos bloqueos, que hacen insensiblemente entrar en tensión los resortes de mutaciones bruscas. Consideremos, por ejemplo, las reglas jurídicas. Evolucionan con dificultad cuando están fijadas por los términos de una ley escrita, más fácilmente cuando sólo la memoria colectiva las conserva. Sin embargo, por más dúctiles que fueran, las costumbres orales de la época feudal no consiguieron ajustarse sin retraso a las modificaciones de una distribución de los poderes, en función de la cual pretendían ordenar duraderamente las relaciones sociales. Por ejemplo, en los señoríos franceses del siglo XI , las costumbres de lenguaje, los formularios de los actos de justicia, los gestos rituales que les correspondían y que hicieron sobrevivir, durante largas décadas,al derrumbe de las instituciones públicas que los habían elaborado,las líneas de división entre los descendientes de esclavos y los trabajadores que eran considerados libres. Las segregaciones que persistían por tales usos, las prohibiciones y exclusiones que dejaron subsistir, enmarcaron durante algún tiempo la evolución de las fuerzas productivas, las frenaron seguramente, retrasaron el crecimiento demográfico; y los sentimientos de frustración que alimentaron hicieron madurar los gérmenes de las sublevaciones urbanas, es decir, de los fermentos de innovaciones jurídicas. Esa complejidad del tiempo social sobre la cual estamos imperfectamente informados por una documentación siempre discontinua, incita pues a introducir en el método las exigencias de un último principio; se trata de la necesidad, al analizar minuciosamente la interacción de resistencias e impulsos entrecruzados, las rupturas aparentes que provoca y las contradicciones que aviva, de disipar,en cada momento que el historiador escoge observar, la ilusión de una diacronía, Porque es discerniendo con el mismo cuidado, en el seno de una globalidad, articulaciones y discordancias, como podemos intentar edificar una historia de las sociedades medievales, según el guión cuyos rasgos principales quisiera ahora bosquejar en presencia de ustedes.
Desearía vivamente que la cátedra que me fue confiada se transformara en un punto de encuentro y reflexión permanentes sobre el problema de tal inserción. Me parece, efectivamente que la época medieval puede ofrecer a su examen condiciones favorables, porque el campo de lo económico actúa tal vez entonces de manera menos inmediatamente determinante que en períodos más recientes; y por otra parte, porque esa época se encuentra bastante alejada de nosotros como para que el historiador pueda guardar mejor, con relación a los modos de pensar y a los comportamientos regidos por éstos, la distancia que se impone. El esfuerzo más rudo, pero más necesario a aquelque quiere comprender el pasado de las sociedades, consiste en liberarse de las presiones ejercidas por las actitudes mentales que lo dominan. Hace poco indicaba la dificultad que hay en desprenderse de una visión actual de lo económico para observar, sin error de perspectiva, las economías del pasado. Es mucho más difícil todavía no transponer, en la observación de las mentalidades antiguas, el reflejo de las de nuestro tiempo. Esto hace de la historia de la psicología colectiva, de las morales y de las concepciones del mundo que las fundamentan, la más difícil historia que existe. Difícil, ya lo es porque los fenómenos mentales se ubican en mecanismos mucho más sutiles que los que hacen evolucionar los cuadros materiales de la vida, ya que escapan a la mayoría de los medios de medida de que disponemos actualmente y, en su fluidez, parecen huidizos. Difícil todavía porque en cualquier sociedad coexisten distintos niveles de cultura, entre los cuales se establecen correspondencias estrechas; diversos movimientos los vinculan, de los cuales los más vigorosos son aquellos que hacen penetrar poco a poco, cada vez más profunda y extensamente, los modelos creados por las élites y que provocan la deformación de dichos modelos durante el citado recorrido; entre tales capas culturales, las fronteras son imprecisas y movedizas y es raro que coincidan exactamente con aquéllas que delimitan las condiciones económicas. Historia difícil, en fin, porque las representaciones mentales y los comportamientos de los hombres del pasado sólo son percibidos a través de lenguajes, muchos de los cuales nos llegaron confusos, o se perdieron; los otros son arrastrados por una evolución que les es propia, durante la cual los signos que componen dichos lenguajes cambian generalmente poco: es adquiriendo progresivamente un nuevo sentido que tales signos se adaptan al movimiento de lo mental colectivo, y esos deslizamientos de sentido no se dejan fácilmente seguir de muy cerca.
Pero hay que construir esa historia. La única manera de hacerlo científicamente, es partiendo del principio de que las percepciones, los conocimientos, las reacciones afectivas, los sueños y las ilusiones, los ritos, las máximas del derecho y las convenciones, la amalgama de ideas recibidas que penetra las conciencias individuales y de la cual aún las inteligencias que se pretenden más independientes no consiguen jamás librarse del todo, las visiones del mundo más o menos confusas, más o menos lógicas, que matizan las acciones, deseos y negativas de los hombres en sus relaciones con los demás, no constituyen elementos dispersos, sino que están reunidos en una verdadera estructura por una estrecha coherencia; de que tal estructura no puede ser aislada de otras estructuras que la determinan, y sobre las cuales actúa; de que los progresos de la historia de las mentalidades y por consiguiente los de la historia social, que no podrían pasar sin ella, se basan en el empleo del instrumento metodológico más eficaz que pueda hoy día manejar el historiador, quiero decir en la necesidad de llevar a cabo -conjuntamente y con rigor igual- el análisis de las infraestructuras materiales, ecológicas y económicas, de las estructuras políticas, y en fin de las superestructuras ideológicas. Porque son efectivamente solidarios hechos tan alejados en el tiempo, y aparentemente tan extraños uno al otro, como la imperceptible oscilación climática que favoreció el progreso de los cultivos en los linderos de la selva merovingia y, por otra parte, la elección que en el umbral del Renacimiento hicieron Paolo Uccello y los que lo contrataron para aprisionar los tumultos de la victoria de San Romano en el cristal de un universo geométrico y nocturno. Penetrar, tanto cuanto sea posible, en ese entrelazamiento de articulaciones y resonancias, sería sin duda -penosa, paciente y apasionadamente- avanzar en la comprensión de ese todo que es la historia de las sociedades, e intentar aprisionarlo, persiguiendo el sueño de Michelet, "en un poderoso movimiento que se transformaría en la vida misma".
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