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Kitchen, Martín, cap 1 Los tratados de paz, En El período de entreguerras en Europa

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Kitchen, Martin, capítulo 1, Los tratados de paz, en El período de entre-guerras en Europa, Madrid: Alianza, 1992.
Capítulo 1
LOS TRATADOS DE PAZ
Apenas se acaban de firmar los tratados de paz cuando ya comenzaron a ser objeto de tales condenas que hasta los vencedores se empezaron a plantear si no habrían sido un poquito injustos. No tardó en quedar claro que no era probable que pudieran establecer el marco para una paz duradera. Dieron pie a tales recriminaciones, resentimientos y malentendidos que contribuyeron de forma importante al estallido de otra guerra más terrible.
El ataque más influyente, brillante pero partidista, procedió de J. M. Keynes, en su libro Las consecuencias económicas de la paz. Ofrecía unos retratos malintencionados de los principales hombres de Estado. El primer ministro francés, Clemenceau, obligaba a Keynes a "adoptar una opinión distinta sobre la naturaleza del hombre civilizado, o a albergar, por lo menos, una esperanza distinta". Veía al presidente Woodrow Wilson como a un pastor presbiteriano necio, equivocado y fundamentalmente hipócrita. En un ensayo aparte describía a Lloyd George como "esa sirena, este bardo con pies de cabra, este ser medio humano que visita nuestra era desde los bosques infestados de brujas, mágicos y encantados de la antigüedad celta". Según Keynes, el resultado de que estos tres hombres extraordinarios se encerraran juntos durante seis meses fue una serie de tratados que pasaban por alto los temas realmente importantes del restablecimiento económico, los alimentos, el combustible y las finanzas, y se concentraban en el acuerdo político y territorial. También afirmaba que la intolerable carga impuesta a los derrotados alemanes como castigo por sus fechorías, empeoraría aún más la situación. 
Los alemanes afirmaban que habían sido engañados a la hora de aceptar un armisticio. Insistían en que se habían tomado los Catorce Puntos de Wilson en su sentido literal y estaban convencidos de que la Entente los trataría con moderación. En realidad el gobierno alemán se esperaba una paz dura y no se hacía ilusiones con respecto a Wilson. Keynes era menos realista. Estaba convencido de que el idealista y altruista Wilson había sido obligado por los malvados Clemenceau y Lloyd George a aceptar una paz cartaginesa. Los alemanes no sabían que el presidente estaba decidido a castigarlos por sus crímenes, pero habían impuesto a los rusos el Tratado de Brest-Litovsk como castigo. Aparentemente lo habían hecho basándose en la fórmula del Soviet de Petrogrado para una paz sin reparaciones ni indemnizaciones y afirmaron que el Tratado estaba de acuerdo con el principio de la autodeterminación de los pueblos.Por ello tenían experiencia de primera mano para la negociación de una paz vengativa afirmando al mismo tiempo que se respetaban elevados principios. Durante las discusiones de las propuestas de armisticio en el Alto Mando alemán existía la convicción unánime de que la paz sería exageradamente dura. Los que deseaban emplear la crisis para desacreditar totalmente a los partidos que tenían la mayoría en la Reichstag y al sistema completo de la democracia, en realidad querían que la paz fuera sumamente dura. Tenían la esperanza de que entonces se produjera una poderosa reacción en contra de la República que había aceptado tal humillación y que esto uniría a la nación en su decisión de reparar la vergüenza de noviembre de 1918.
No es de sorprender que los tratados de paz suscitaran tales pasiones, pues eran el final de cuatro años de una violencia sin precedentes. Millones de personas habían muerto, los ideólogos habían alimentado las pasiones nacionales hasta unos niveles terribles de rencor irracional y sociedades enteras se habían visto directa o indirectamente implicadas. Dentro de los límites objetivos de la época había sido una guerra total. Las tres potencias principales de la Entente eran democracias parlamentarias, cuyos enardecidos electores no tenían ganas de ser clementes y exigían a sus dirigentes que los malhechores fueran destruídos. Las elecciones generales británicas de diciembre de 1918 estuvieron marcadas por gritos a favor de que el Kaiser fuera ahorcado, que Alemania pagara y de que había que exprimir el limón hasta la última gota. En Francia, el presidente Poincaré y el mariscal Foch contaron con el apoyo de la Cámara de Diputados al atacar a Clemenceau por lo que les parecía una indulgencia excesiva por parte de éste hacia los alemanes. Woodrow Wilson afirmaba que las opiniones del Congreso de los Estados Unidos no lo afectaban, pero las elecciones al Congreso tuvieron el resultado de que su partido perdiera el control sobre éste y por fin que el Senado rechazara los tratados. Se había hablado mucho de una "paz democrática" y de "pactos francos acordados con franqueza", lo cual haría que la Conferencia de París fuera tan distinta del aristocrático y represivo Congreso de Viena. Pocas personas se dieron cuenta de los efectos nocivos de una opinión pública agresiva y mal informada que había surgido tras años de propaganda de guerra y había sido azuzada por la prensa popular, como el horroroso Daily Mail de Northcliffe.
Los Catorce Puntos de Wilson, imprecisos, poco prácticos y en gran medida inaceptables para sus aliados, no se tomaron al menos como un orden del día para la Conferencia, sino más bien como un esbozo de su elevado "nuevo orden de cosas", que serian garantizado por el Pacto de la Sociedad de Naciones. La visión del presidente de un mundo libre del imperialismo, las prácticas comerciales restrictivas y el dominio y la explotación de las minorías étnicas, fue considerada por casi todos los hombres de Estado europeo como un sueño imposible. Les gustaba verse a sí mismos como avezados practicantes de la Realpolitik mientras otros, presos de una inusitada indignación moral, denunciaban a los Catorce Puntos como una tapadera hipócrita para el maltrato de los negros americanos y como un intento de dejar a la economía nacional sin defensa ante el dominio del capital americano. Pero ante todo, los Catorce Puntos no encajaban en absoluto con el clima político imperante al final de la guerra. Ya se habían firmado unos tratados que suponían una clara violación del espíritu y la letra de los Catorce Puntos. Los italianos habían exigido un elevado precio para entrar en la guerra y se habían asegurado la promesa, en el Tratado de Londres, del sur del Tirol, la costa de Dalmacia y Albania. Los japoneses habían conseguido el apoyo británico y francés para sus extensas reclamaciones en China. Bajo el Acuerdo Sykes-Picot, Siria sería para Francia y Palestina para Gran Bretaña, situación aún más complicada por la Declaración de Balfour de 1917, que aceptaba la demanda sionista de una patria judía en Palestina. Gran Bretaña y Francia habían llegado a acuerdos con Rumania y Grecia, parecidos a los firmados con Italia, que eran prácticamente imposibles de reconciliar con los Catorce Puntos. El gobierno francés también estaba decidido a obtener una frontera segura en el Rin, ya fuera mediante la anexión o mediante la creación de un Estado tapón, y los Catorce Puntos no iban a disuadirlo de lograr este objetivo.
Otra grave complicación era la revolución bolchevique, que creaba el doble problema de la seguridad contra Alemania en el este y la contención del comunismo revolucionario. Esto reforzó la decisión de Francia de construir una Polonia fuerte, que incluyera grandes extensiones de territorio alemán, para garantizar la enemistad de los dos estados. Una Polonia revivida también separaría a Alemania de Rusia, lo cual haría que la cooperación entre estos dos estados parias fuera sumamente difícil. Tras el Tratado de Brest-Litovsk, los franceses reconocieron al Consejo Nacional Checoslovaco como el gobierno del futuro Estado checoslovaco, pero pasaron varios meses antes de que los británicos y los americanos reconocieran el derecho de este nuevo Estado a una existencia independiente. Los Aliados también aceptaron las exigencias de los serbios,los croatas y los eslovenos para formar un Estado unificado con una monarquía constitucional, pero esto a su vez provocó interminables dificultades con los italianos, que insistían en reclamar la costa dálmata.
Probablemente la razón principal del amplio desengaño con los tratados de paz fue que los idealistas pronunciamientos del presidente Wilson habían supuesto una auténtica inspiración para una Europa cansada de guerra. Frases como"la guerra que acabará con las guerras" y "la guerra para asegurar la democracia en el mundo"hacían que pareciera que tal vez, después de todo, la guerra tuvo algún sentido. Sus ataques a la diplomacia secreta, a la supresión de las minorías étnicas y a la autocracia fueron muy aplaudidos. Se esperaba con fervor que la Sociedad de Naciones garantizara una paz duradera hecha posible gracias a la eliminación de estas causas principales de la guerra. Para subrayar su compromiso con estos ideales, Wilson fue el primer presidente de la historia que dejó Estados Unidos durante su mandato, y, ante el asombro y el enfado de no pocos de sus compatriotas, se quedó en París durante seis meses. Por desgracia, muy pocas personas estudiaron los discursos de Wilson o pensaron con cuidado sobre las implicaciones de los Catorce Puntos, por lo que pasaron por alto totalmente sus repetidas aseveraciones de que Alemania tenía que ser seriamente castigada y que la Sociedad de Naciones estaría diseñada tanto para refrenar a Alemania y asegurar la Entente como para ofrecer un arbitraje y una justicia imparciales. Este conflicto interior de Wilson entre sus elevados ideales y su arraigado odio por Alemania fue pasado por alto incluso por comentadores tan sagaces como Keynes, con el resultado de que su consiguiente desengaño fue aún más demoledor.
La Conferencia se inauguró oficialmente el 18 de enero de 1919, pero ya se habían desarrollado importantes discusiones, en especial desde la llegada del presidente Wilson a mediados del mes anterior. El presidente Poincaré dio la bienvenida a los delegados señalando que cuarenta y ocho años antes, en el mismo día, se había proclamado el Imperio alemán tras la derrota de Francia y que la tarea que esperaba a la Conferencia era "reparar el mal que ha causado y prevenir un resurgimiento del mismo". En realidad el primer tema importante de discusión no fue el destino de Alemania sino más bien qué hacer con los bolcheviques. Los franceses estaban convencidos de que había que aplastar al bolchevismo, mientras que los británicos y los americanos apoyaban la mediación en la guerra civil rusa. Unos desacuerdos parecidos surgieron entre Gran Bretaña y Francia acerca del apoyo a Polonia. Los franceses querían fortalecer a Polonia, pero los británicos temían que Polonia tuviera la intención de acaparar todo el territorio posible y de ofrecer a la Conferencia un fait accompli. Wilson, que pensaba que lo que más importaba a los polacos era protegerse de los bolcheviques , no intervino en esta discusión.
Las fronteras de los estados de Europa del Este quedarían fijadas al permitir a cada país que defendiera su propio caso. Estas propuestas se pasaban entonces a un comité de expertos que tomaba las decisiones finales. Con diferencia el caso más difícil fue el de Polonia. Mientras se discutía su caso en París estaba en conflicto con todos sus vecinos y luchaba contra los alemanes, los lituanos y los ucranianos. Tanto los franceses como los americanos abogaban por una Polonia grande y poderosa, mientras que los británicos temían que si absorbía a demasiada población no polaca el país podría convertirse en la fuente de posteriores conflictos. También cundía el temor de que las actividades polacas contra Alemania pudieran alimentar el espíritu del militarismo prusiano, además de socavar la autoridad del Consejo. Mientras que Estados Unidos y Francia estaban dispuestos a aceptar las propuestas polacas para sus propias fronteras, Lloyd George objetaba con vehemencia que la inclusión de Danzig y Marienwerder podría desembocar en otra guerra. Wilson replicó que los Catorce Puntos habían garantizado a Polonia el acceso al mar y que en zonas de población mezclada era imposible no defraudar a los que se encontraban en minoría. Los británicos también pensaban que el vociferado antibolchevismo de los polacos no era más que una excusa para anexionarse territorio en Galitzia Oriental. Lloyd George se oponía a la expansión polaca hacia el este porque todavía parecía bastante posible que los blancos ganaran la guerra civil.
Los británicos y los americanos estaban de acuerdo con que Galitzia Oriental quedara bajo el control de la Sociedad, pero los franceses exigían que se convirtiera en parte integrante del nuevo Estado polaco. Clemenceau aceptó de mala gana una propuesta británica de que Danzig fuera una ciudad libre bajo los auspicios de la Sociedad y de que se celebrara un plebiscito en Marienwerder. El tema de Galitzia no se solucionó hasta 1923, cuando los polacos se anexionaron la zona por la fuerza. El gobierno británico siguió sin aceptar los razonamientos franceses y americanos de que los polacos tenían derecho a la provincia y sólo estuvieron dispuestos a conceder un mandato de veinticinco años.
Otra zona disputada en Polonia era el ducado de Teschen, que estaba dividido por mutuo acuerdo entre los checos y los polacos. En noviembre de 1918 los checos expulsaron a los polacos de su parte. Entonces se les concedió Teschen Oriental, que incluía el ferrocarril y valiosos depósitos de carbón. El Consejo propuso que hubiera plebiscitos en el ducado, pero nunca se llegaron a celebrar. El tema de Teschen daría a Polonia un motivo de queja duradero contra Checoslovaquia, lo cual aumentó enormemente las dificultades de construir una eficaz alianza defensiva en Europa Central contra las ambiciones revisionistas de Alemania.
Los checos apelaron directamente a la Entente, en lugar de intentar directamente forjar su propio destino. Su reclamación de los Sudetes, cuya población era predominantemente alemana, se basaba sobre todo en argumentos económicos más que estratégicos, aunque sí que señalaban que la zona era necesaria para una defensa eficaz contra Alemania. Los checos se salieron con la suya sin muchas dificultades, sobre todo porque los hombres de Estado reunidos en Versalles quedaron muy impresionados por Benes y sus colegas, a quienes encontraron agradablemente razonables y conciliadores en comparación con la delegación polaca. Se pensó que a los alemanes sudetes les agradaría saber que ya no tenían nada más que ver con su endeudada patria y apenas se mostró el menor interés por las minorías de Cárpato-Rutenia y de Teschen.
Wilson estaba especialmente preocupado por el tema del futuro de las colonias alemanas. Pensaba que debían ser administradas como mandatos de la Sociedad de Naciones. Lloyd George apoyaba las demandas de los dominios para efectuar la anexión total de las colonias y le dijo a Wilson que no firmaría el tratado si se aceptaba el principio de los mandatos. Wilson se mostró igual de tajante y anunció que él no participaría en la división del mundo entre las grandes potencias. Lloyd George encontró una solución de compromiso para esta grave desavenencia entre los británicos y los americanos, al proponer que hubiera tres clases distintas de mandatos y que las colonias alemanas adyacentes a Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda fueran entregadas a estos estados como territorios bajo mandato. Esto era aceptable para Wilson, ya que se atenía al sistema de mandatos, y para los dominios, porque fueron convencidos con mucha facilidad de que había muy poca diferencia real entre un mandato y una anexión total.
También hubo muchas discusiones sobre las propuestas para crear una sociedad de naciones. Había una resistencia comprensible a la idea de que el Consejo de la Sociedad estuviera formado únicamente por las grandes potencias. Había una división de opiniones en cuanto a la forma de seleccionar a los estados miembros. El problema de los mandatos también provocómás desacuerdos entre Wilson y sus colegas más rapaces que tenían la esperanza de recoger los despojos de las colonias alemanas. Pero el tema más importante de todos era la forma en que la Sociedad iba a imponer sus sanciones. Los franceses insistían en que debía haber una fuerza internacional para este propósito, pero Wilson decía que la constitución de Estados Unidos otorgaba al Congreso el derecho de declarar la guerra y de firmar la paz y este derecho era inalienable. El presidente comprendía la necesidad de Francia de tener garantías contra Alemania, pero pensaba que esto se podía conseguir mejor mediante acuerdos de desarme eficaces y mediante tratados de defensa convencionales. El tema de una garantía de la igualdad racial, propuesto por la delegación japonesa, se postpuso oportunamente. Hubo un acuerdo general de que Alemania quedara excluída de la Sociedad para el futuro y se aceptó un primer pacto, sobre todo porque todos los temas controvertidos quedaron excluidos.
Desde el inicio de la Conferencia fue evidente que uno de los temas más difíciles de resolver sería el del futuro de las provincias del Rin. En diciembre de 1918, el mariscal Foch había propuesto que Renania quedara separada de Alemania y guarnecida de tropas francesas. Esta propuesta se repitió en la Conferencia. Los británicos comprendían la necesidad de Francia de tener seguridad, pero temían que una paz demasiado punitiva alimentara el deseo de venganza de Alemania. Argumentaron que se podía hacer frente a una amenaza potencial de Alemania con otros medios menos perjudiciales. Aunque el ayudante del presidente Wilson, el coronel House, comprendía en cierta medida el punto de vista francés, el presidente insistía en que habría que consultar al pueblo de Renania y que cualquier solución debería basarse en el libre ejercicio del derecho del pueblo a la autodeterminación. Los franceses rechazaron la propuesta angloamericana de que la orilla izquierda del Rin fuera desmilitarizada . Ni siquiera la propuesta de que los puentes del Rin fueran controlados por tropas aliadas, que el Ejército alemán quedara drásticamente reducido y que hubiera una garantía angloamericana para ayudar a Francia si ésta era atacada por Alemania, fue suficiente para hacer que los franceses cambiaran de opinión. Clemenceau pensaba que los británicos y los americanos, con su obsesión por el desarme y lo lejos que estaban de Francia, no estaban en situación de ofrecer ayuda inmediata y eficaz. Pero ante la oposición conjunta de las otras dos grandes potencias, acabó por capitular. Por fin se acordó que las tropas aliadas ocuparan Renania durante quince años. Podría haber una retirada por fases, siempre y cuando los alemanes se portaran bien y cumplieran las disposiciones del Tratado. Lloyd George pensaba que incluso esto era ir demasiado lejos. No quería que Francia se hiciera demasiado poderosa, ni que Alemania fuera excesivamente humillada. Pero Clemenceau, ante la oposición conjunta del presidente Poincaré, los militares y la Cámara de Diputados, no podía moderar sus exigencias. Por tanto Lloyd George cedió y en abril el Consejo de los Cuatro aceptó la desmilitarización de Renania y una ocupación aliada durante quince años que se podría ampliar si los alemanes se saltaban las disposiciones del Tratado.
Todo el mundo acordó que Alemania quedara desarmada, pero hubo considerables diferencias en cuanto a la mejor forma de lograrlo. Se formó una comisión militar para discutir el problema. Esta propuso que se aboliera el Estado Mayor general, que se prohibieran una fuerza aérea militar, los submarinos, los tanques y el gas. La importación y exportación de materiales de guerra y armamentos también debían quedar prohibidas. La Armada estaría formada únicamente por 15.000 oficiales y soldados, seis acorazados, seis cruceros ligeros, doce destructores y doce torpederas a motor. Al principio los franceses se inclinaron por un ejército de voluntarios basándose en que una armée de métier sería un campo de cultivo para el militarismo prusiano. Por fin aceptaron el razonamiento británico de que un ejército de reclutas haría que a los alemanes les resultara más difícil construir un ejército de reserva con hombres que habían servido durante períodos cortos en las fuerzas armadas. Se acordó finalmente que el ejército se limitara a 100.000 hombres que estarían obligados a servir durante doce años.
El gobierno británico apoyaba las reclamaciones belgas de Moresnet, Malmédy y Eupen, que pertenecían a Prusia, de las zonas holandesas de Limburgo y Luxemburgo y la internacionalización del Scheldt. Esto se debía en parte a una auténtica simpatía por la "valiente y pequeña Bélgica", pero también al temor de que una Bélgica ofendida cayera dentro de la órbita francesa. Los franceses se oponían a estas reclamaciones y exigían un plebiscito en Luxemburgo, sabiendo muy bien que el resultado sería contrario a los belgas. Los británicos no sentían la menor simpatía por los holandeses, que se habían negado a entregar al Kaiser por crímenes de guerra y que habían obtenido sustanciosos beneficios de Alemania durante la guerra. La Conferencia fomentó unas discusiones entre belgas y holandeses que al final se quedaron en nada. Los franceses también se negaron a cambiar su postura y el tema de Luxemburgo se tuvo que dejar de lado cuando un referéndum celebrado en setiembre de 1919 mostró una mayoría abrumadora a favor de dejar las cosas como estaban. Woodrow Wilson, con mucho sentido común, se mantuvo al margen de estas peleas anglofrancesas. La simpatía británica hacia Bélgica no llegaba al deseo de garantizar su independencia. En 1820 se firmó una alianza francobelga con muy poco entusiasmo por ambas partes.
Las exigencias italianas de todo el territorio prometido en el Tratado de Londres del 26 de abril de 1915 eran claramente contradictorias a los Catorce Puntos y crearían serios problemas entre los Aliados. El ministro italiano de Asuntos Exteriores, Sonnino, provocó una crisis de gobierno al insistir en que Italia reclamara Fiume e Istria además de la costa dálmata. Algunos de sus colegas propusieron que se abandonara la reclamación de la costa dálmata y que se aceptara Fiume como compensación. Las tropas italianas ocuparon Fiume, Valona y casi toda Albania y el gobierno se negó a tener en cuenta el menor compromiso. Aunque el ministro de Asuntos Exteriores británico, Balfour, le dijo a Woodrow Wilson que "un tratado es un tratado", la mayoría de los funcionarios británicos sentía poca simpatía por los italianos. Pensaban que sus exigencias eran excesivas y despreciaban su contribución al esfuerzo bélico. Pero como le dijo Lloyd George al primer ministro italiano, Orlando, el gobierno británico, aunque estaba dispuesto a defender el Tratado de Londres, no podía apoyar la reclamación italiana de Fiume que no estaba incluída en dicho Tratado. Las tres potencias occidentales estuvieron de acuerdo con que Yugoslavia se quedara con Fiume y la delegación británica en París se mostró enérgicamente partidaria de los yugoslavos. En enero de 1919 la Armada Real impidió que los italianos enviaran tropas para restaurar al rey Nikita en el trono de Montenegro y el oficial responsable comentó que a los montenegrinos "les debería estar permitido conservar su derecho inalienable de asesinarse unos a otros, como y cuando los consideren necesario, siempre y cuando por ello no se cause ningún inconveniente a los Aliados".
Para retrasar cualquier disgusto suscitado por las reclamaciones italianas de Fiume, Balfour propuso que se trataran primero todos los temas referentes a Alemania. Ante la oposición conjunta, Sonnino finalmente se avino a esta propuesta, pero lo hizo con tan poca elegancia que se le consideró más un elemento perturbador que un aliado victorioso. Cuando en abril se trató el tema de Fiume los italianos se negaron a tener en cuenta todo tipo de compromiso, incluída la propuesta de que Fiume, al igual que Danzig, pudiera internacionalizarse y ser administrado por la Sociedad. Orlandoazuzado por el creciente sentimiento nacionalista de su país, abandonó la Conferencia como protesta y regresó únicamente cuando Gran Bretaña y Francia amenazaron con renunciar al Tratado de Londres. Siguió una nueva ronda de discusiones, pero los italianos seguían sin querer llegar a un acuerdo, lo cual movió al subsecretario permanente del ministerio de Asuntos Exteriores, Sir Charles Hardinge, a comentar: "Por mucho que simpatice con Italia en todos los aspectos, en mi opinión son los colegas y Aliados más odiosos que se puedan tener en una conferencia (...) y "los mendigos de Europa" son bien conocidos por sus lloriqueos alternados con agresividad".
En setiembre el poeta y protofascista italiano Gabriele d'Annunzio se apoderó de Fiume con una banda de filibusteros. Al carecer virtualmente del apoyo americano los yugoslavos fueron obligados por Francia y Gran Bretaña a negociar con los italianos la situación de ciudad libre para el puerto. Los italianos, cada vez más incómodos por las payasadas de d'Annunzio, ahora estaban dispuestos a hablar. En 1920 Istria quedó dividida y Fiume fue declarada ciudad libre. Poco después el Ejército italiano expulsó a d'Annunzio. Este acuerdo no duró mucho. En 1923 Mussolini volvió a enviar tropas y se anexionó Fiume.
Aunque existía el acuerdo unánime entre los Aliados de que Alemania era la única responsable del estallido de la guerra, de que se debía llevar a cabo una indemnización total y de que el militarismo alemán era un mal absoluto que tenía que ser erradicado, no consiguieron llegar a ningún acuerdo sobre la forma en que se debía tratar a Alemania. Woodrow Wilson tenía la esperanza de que fuera posible aplicar los Catorce Puntos a Alemania. Los franceses, muy preocupados por su futura seguridad frente a Alemania, querían inmensas reparaciones, pese a las declaraciones de Wilson en su discurso de febrero de 1918 asegurando que no habría "ninguna anexión, ninguna contribución, ningún daño por castigo". Los británicos pensaban que las exigencias francesas eran peligrosamente excesivas, pero también ellos querían que su parte incluyera las colonias alemanas, control sobre Oriente Medio y sustanciosas reparaciones. Por ello no fueron capaces de llevar a cabo un papel eficaz como mediadores entre lo que a su entender era el idealismo poco práctico de Wilson y la codicia desenfrenada de Francia. Los franceses pensaban que los británicos estaban adoptando una postura típicamente hipócrita, los americanos que eran imprudentemente egoístas y que carecían lamentablemente del espíritu de la nueva era postimperial.
El Comité de Indemnizaciones del Ministerio Imperial de la Guerra informó de que el coste total de la guerra para Gran Bretaña era de 24.000 millones de libras y que Alemania debía pagar la cuenta. Los franceses querían compensaciones por las terribles pérdidas que habían sufrido, pero también querían emplear las indemnizaciones como un medio para mantener a los alemanes en un estado de debilidad para el futuro. Desde el principio, las reparaciones fueron para ellos tanto una garantía de la seguridad nacional como compensaciones por pérdidas y agravios pasados. Wilson aceptaba la idea de que hubiera ciertas compensaciones por daños contra civiles y su propiedad e incluso contribuciones para ayudas a mutilados y pensiones para viudas de guerra, pero le horrorizaba la magnitud de la suma propuesta por sus aliados principales. Por tanto, Francia y Gran Bretaña se encontraban enfrentadas a los americanos por el asunto de las reparaciones, pero también discutían violentamente entre sí a causa de las partes que les correspondían de la cantidad que se podía esperar que pagara Alemania. También había un amargo resentimiento por la magnitud de la deuda que los Aliados tenían con Estados Unidos, país del que se decía mordazmente que era el único que había sacado beneficios de la guerra. Se sugirió que si los americanos estaban dispuestos a cancelar esa deuda tal vez se podría mostrar mayor magnanimidad hacia Alemania y cumplir los elevados principios de Wilson. Evidentemente el presidente nunca habría podido obtener la aprobación del Congreso para tal plan.
Estas diferencias de planteamiento y de opinión se reflejaban en el Comité de reparaciones. Los franceses pensaban que había que obligar a los alemanes a pagar 200 billones de dólares, los británicos dejaban la suma en 120 billones de dólares, mientras que los americanos creían que 22 billones de dólares era el máximo absoluto que se podía esperar. Había opiniones igualmente encontradas en cuanto a la cantidad que Alemania podría pagar realmente y en cuanto a la forma en que estos pagos por indemnización se debían dividir entre Francia y Gran Bretaña.
Lloyd George estaba convencido de que era absurdo imponer exigencias a Alemania que superaban con creces su capacidad de pago, y temía que unas reparaciones excesivas resultaran dañinas para los intereses comerciales británicos en Alemania. El Daily Mail de Lord Northeliffe y una serie de diputados conservadores seguían agitando a la opinión pública a favor de las reparaciones como castigo y el primer ministro se encontraba en una posición sumamente difícil. Por fin derrotó a la línea dura en la Cámara de los Comunes y el triunfo de algunos moderados en elecciones complementarias lo convenció de que podía permitirse adoptar una postura más moderada y razonable en París.
El ministro francés de Economía, Klotz propuso el 28 de marzo que la suma total de las reparaciones se calculara después de la Conferencia de Paz por medio de una Comisión de reparaciones especial. Hubo acuerdo general con respecto a esta propuesta, pero aún quedaba en el aire el tema de si ese total debía presentar la cantidad que Alemania debía con respecto al daño que había causado o si era simplemente un cálculo de su capacidad de pago. Los americanos pensaban que había que obligar a Alemania a pagar lo que pudiera durante treinta años, pero los franceses insistían en que tenía que pagar todo lo que debía, por mucho que tardara. Lloyd George apoyaba la postura americana, pero estaba decidido a que Gran Bretaña se llevara su parte de las reparaciones. Aún tenía que prestar atención a los que lo criticaban en su país, que seguían denunciando sin parar su caridad excesiva hacia los alemanes. Wilson amenazó con abandonar la Conferencia si los franceses no moderaban su postura y como demostración ordenó al George Washington que se preparara para zarpar de Brest. Entonces los franceses aceptaron que las reparaciones se basaran en la capacidad de pago de Alemania, pero esto no hizo más que provocar una nueva ronda de discusiones sobre las sumas y los plazos de pago.
El aplazamiento de la suma final de las reparaciones fue un compromiso inseguro. Era demasiado blanda para la línea dura y demasiado severa para los moderados. Fue causa de años de forcejeos en la Comisión de Reparaciones, debilitando por ello la unidad aliada y alimentando los resentimientos nacionalistas de Alemania.
Evidentemente no se podían esperar indemnizaciones o compensaciones por parte de los alemanes a menos que se demostrara que eran culpables. A los hombres de Estado reunidos en París no les cabía la menor duda de que así era y también se acordó en general que había que juzgar y castigar a algunos alemanes prominentes por sus crímenes. Lo que no estaba claro, sin embargo, era la mejor forma de llevar a juicio a estos criminales de guerra y se creó una comisión especial para investigar este problema. Había quienes, como Lloyd George, pensaban que el Kaiser debía ser juzgado y condenado por el "mayor crimen de la historia", pero Woodrow Wilson contestó que esto sólo serviría para convertirlo en un mártir.
La Comisión informó de que la culpabilidad alemana se basaba en la flagrante violación del Tratado de 1839 que garantizaba la neutralidad de Bélgica y en actos individuales tales como obligar a las jóvenes a ejercer la prostitución y el hundimiento de barcos mediante submarinos. El debate en torno a si el Kaiser debíaser juzgado o no continuó y cuando por fin Wilson se avino a aceptar los argumentos a favor del juicio planteó si habría suficientes pruebas para asegurar la condena. Lloyd George perdió la paciencia con este argumento y dijo que lo importante era enviarlo a "las islas Malvinas o a la isla del Infierno". Entonces se planteó el tema si el veredicto se debía basar en una decisión unánime o en el voto de la mayoría. Lloyd George no confiaba lo suficiente en los japoneses como para apoyar la idea del voto unánime. Pese a todas estas diferencias hubo total acuerdo con respecto a que se debía juzgar al Kaiser y el tratado declaraba que: "Las Potencias Aliadas y Asociadas acusan públicamente a Guillermo II de Hohenzollern, antes emperador alemán, de un delito supremo contra la moralidad internacional y la inviolabilidad de los tratados." El tratado también incluía tres menciones a la culpabilidad alemana: en el preámbulo y en las secciones sobre reparaciones y sanciones.
Como jamás se juzgó a ninguno de los criminales de guerra, la cláusula sobre la culpabilidad de guerra sólo tenía importancia en el sentido de que proporcionaba la base legal para la serie de reparaciones. Por esta razón, y también porque era una cuestión de honor nacional, en Alemania se la consideró como la sección más insultante y difamatoria de todo el Tratado. No sólo se pensaba que era enormemente hipócrita, también se dijo que era ilegal porque suponía una violación de la máxima legal nulla poena sine lege. Los acusados eran considerados culpables de unos crímenes que no habían existido en la ley internacional en el momento que se decía que habían sido cometidos. Como representante del gobierno alemán, Brockdorff-Rantzau exigió ver las pruebas de la culpabilidad alemana, insistió en que la guerra había sido una defensa contra la agresión y la tiranía zaristas y reclamó un tribunal imparcial que investigara los orígenes de la guerra. Los Aliados no soportaron estos argumentos. Consideraban la invasión de Bélgica como un crimen y dijeron que ante la ley todos los crímenes debían ser expiados. En Alemania la cláusula sobre la culpabilidad de guerra sigue siendo un tema que despierta grandes pasiones incluso hoy día.
Ni Gran Bretaña ni Estados Unidos tenían una política coherente con respecto a los nuevos estados de Europa del Este. Sólo Francia los apoyaba plenamente y estaba decidida a que fueran viables desde el punto de vista económico y defensibles desde el punto de vista estratégico. Había sospechas, expresadas sobre todo por los italianos, de que los franceses estuvieron tratando de recrear el Impero de los Habsburgos con su capital en París en lugar de en Viena. Los americanos tenían dificultades para reconciliar el principio de la autodeterminación de los pueblos con la necesidad de la viabilidad económica y estratégica. A los británicos les preocupaba la inclusión de importantes minorías étnicas en los nuevos estados, pero tendían a ponerse del lado de los franceses, con la esperanza de actuar como mediadores, ganar influencia en Europa del Este y fomentar sus intereses comerciales. Pensaban que la mejor forma de conseguirlo sería dentro de una federación del Danubio, una especie de Imperio de los Habsburgos sin los Habsburgos, pero este plan era totalmente contrario a la decisión de los nuevos estados de conservar y fortalecer su recién ganada independencia. Otra dificultad era que las grandes potencias no tenían prácticamente tropas en la zona. Los británicos retiraron sus fuerzas para servir en Oriente Medio y los franceses mantenían una presencia muy modesta. Los estados sucesores no tardaron en disponerse a agarrar todo el territorio que pudieran y estos continuos incidentes fronterizos movieron al Congreso a lanzar una serie de severas advertencias, todas las cuales fueron cuidadosamente pasadas por alto.
A Rumania se le había prometido un gran pedazo de Transilvania, el Banato y Bucovina, según las disposiciones del Tratado de Bucarest firmado con la Entente en agosto de 1916. Ahora los Aliados decían que como los rumanos habían contribuído modestísimamente al esfuerzo bélico estas disposiciones eran demasiado generosas, añadiendo que las reclamaciones de Serbia con respecto al Banato Occidental estaban justificadas. Los rumanos avanzaron con creces por encima de la línea aprobada en el Tratado de Bucarest y precipitaron una crisis que contribuyó a que Béla Kun y los comunistas subieran al poder en Hungría.
Con los comunistas al mando de Hungría el tema de la frontera rumano-húngara se mezcló con el tema de cómo detener la expansión del bolchevismo. Lloyd George y Woodrow Wilson se plantearon la idea de expulsar a Rumania de la Conferencia por violar el Tratado de Bucarest, pero en cambio se le impuso un bloqueo a la Hungría comunista. En el ministerio de Asuntos Exteriores británico, en la Cámara de Diputados francesa y entre firmes antibolcheviques como Poincaré había muchas personas que apoyaban las reclamaciones rumanas. Se discutió la idea de enviar una fuerza aliada conjunta a Budapest para derrocar el régimen de Béla Kun, pero no se llegó a nada. Por fin el odio hacia el comunismo ahogó los sentimientos hostiles contra los rumanos y el Congreso dio a Rumania prácticamente carte blanche para expulsar a los comunistas húngaros. Así lo hicieron, pero entonces el problema fue hacer que los rumanos se fueran de Hungría y evitar que saquearan el país. El primer ministro rumano, Bratianu, insistía en que las tropas rumanas sólo se irían de Hungría si las potencias aceptaban las fronteras de 1916. Unicamente tras recibir repetidas amenazas aliadas, incluída la de romper relaciones diplomáticas, aceptaron los rumanos retirarse tras el río Tisza.
El 25 de noviembre Sir George Clerk, como representante del Consejo Supremo, reconocía al nuevo gobierno de coalición húngaro. Los húngaros bombardearon a los hombres de Estado reunidos en París con una serie de notas en las que se pedía que se redujeran las reparaciones y que el arreglo territorial fuera menos draconiano. El conde Apponyi insistía en que las condiciones impuestas a Hungría eran mucho más severas que las impuestas a cualquier otro país vencido y que al haber perdido dos tercios de su población Hungría no estaba en condiciones de responder a las exigencias aliadas. Los gobiernos británico e italiano escucharon comprensivamente a los húngaros, pero no estaban dispuestos a hacer mucho sobre el tema. Los franceses estaban ansiosos por acabar de una vez con la Conferencia de Paz y el definitivo Tratado de Trianon, firmado el 4 de junio de 1920, hacía unas cuantas concesiones sin importancia con respecto a las reparaciones, pero por lo demás era prácticamente idéntico a las condiciones originales.
Los austríacos, al haber perdido su imperio, pensaban que su única esperanza de supervivencia era unirse a Alemania. Los británicos y los americanos simpatizaban con esta idea, porque pensaban que esto diluiría el elemento prusiano de Alemania, que se consideraba como la fuente de todos los males. Es más, como era evidente que la Federación del Danubio no se iba a realizar, se pensaba que una federación de estados alemanes podría ser una alternativa que funcionara. Francia e Italia se oponían totalmente a esta idea, así como los estados sucesores.Querían que la separación permanente de los dos países constara por escrito en los tratados y que los Aliados se ocuparan de detener por la fuerza cualquier movimiento hacia una Anschluss. Al final, los tratados sí que incluían una referencia a la posibilidad de revisar este artículo, pero todo el mundo dio por sentado que una vez que la economía austríaca estuviera bien encarrilada el entusiasmo por una unión con Alemania se apagaría. Hubo más revisiones del arreglo territorial cuando Klagenfurt fue devuelto a Austria tras un plebiscito, al haber sido ocupado por el ejército yugoslavo. Burgenland también fue devuelta a Austria, sobre todo para debilitar a una Hungría todavía controlada por los comunistas.
Se le exigieronindemnizaciones a Austria y también hubo una cláusula sobre la culpabilidad de guerra. Se recibió con especial resentimiento la afirmación aliada de que sólo los ciudadanos de lengua alemana del Imperio Habsburgo habían apoyado la guerra y como era de esperar los austríacos dijeron que las reparaciones eran de todo punto excesivas y poco realistas. Sólo se hicieron unas concesiones muy pequeñas en el Tratado de St. Germain, firmado el 10 de septiembre de 1919, y hasta 1921 no se acordó que las indemnizaciones exigidas a Austria superaban con mucho su capacidad de pago.
De todos los estados de Europa del Este, Bulgaria era el que más detestaban los Aliados. Pensaban que Bulgaria era la Prusia de los Balcanes, como lo expresó el primer ministro griego Venizelos, y que continuamente había actuado por los motivos más viles. Tras haberse hecho con un territorio en la Segunda Guerra Balcánica de 1913, los búlgaros se habían unido a las potencias centrales con la esperanza de recoger algo más de botín y habían llevado la guerra de una forma brutal y cobarde. El odio hacia Bulgaria se fortalecía aún más por el deseo de tener las mejores relaciones posibles con los enemigos tradicionales de Bulgaria, Grecia y el nuevo Estado de Yugoslavia. Una vez más, los italianos fueron la excepción. Decididos a frustrar a los yugoslavos y a los griegos, comenzaron a intrigar con los búlgaros. Los americanos, con su obsesión por la autodeterminación de los pueblos, también se inclinaban a ser más clementes con los búlgaros que los británicos o los franceses.
Al discutir si la Tracia Occidental, casi toda arrebatada por los búlgaros a los turcos en 1913, debía ser para Grecia, los británicos y los franceses se encontraron enfrentados a los italianos y los americanos. Los italianos esgrimían argumentos étnicos y económicos a favor de que la Tracia Occidental siguiera siendo parte de Bulgaria. Los americanos afirmaban que la pérdida de este territorio provocaría tal resentimiento que empujaría a los búlgaros a lanzarse a la guerra una vez más. Los británicos y los franceses insistían en que había que castigar a Bulgaria y que no se podía esperar que Venizelos regresara a Atenas con las manos vacías. Discutieron los argumentos de Italia señalando que Bulgaria aún tendría acceso al mar Negro y por tanto al Egeo, ya que los estrechos se iban a internacionalizar. Los griegos también eran el grupo minoritario más grande de la Tracia Occidental. Al final se acordó que la Tracia Occidental fuera ocupada por los Aliados, quienes se la entregaron a los griegos en 1920, ante la furia de los búlgaros.
Las peticiones americanas de que el principio de la autodeterminación se aplicara a Macedonia fueron rechazadas, pues habría conducido a un estado de caos aún mayor, y Yugoslavia y Grecia conservaron la posesión del territorio que habían ganado en 1913. Mucho más difícil era el problema de Dobrudja del Sur, que los rumanos habían arrebatado a Bulgaria en 1913. Los rumanos eran una minoría minúscula y los americanos insistían en que el territorio fuera devuelto a Bulgaria. Los británicos y los franceses se atenían al principio de que un aliado no debía ser obligado a entregar territorio a un enemigo, aunque esto no pareciera equitativo no contribuyera a una paz duradera. Este difícil tema quedó archivado y Dobrudja del Sur ni siquiera se mencionaba en el Tratado de Neuilly del 27 de noviembre de 1919.
El Tratado de Neuilly llenó a los búlgaros de amargura y resentimiento y los convirtió en una fuente de inestabilidad en potencia en los Balcanes. Pero sus rivales habían quedado muy fortalecidos. Rumania salió de la guerra con el doble de territorio y de población. Serbia se transformó en Yugoslavia, que tenía tres veces su tamaño original, y Grecia había aumentado en un 50%. La economía de Bulgaria estaba en ruinas y no podía hacer frente a los pagos de las indemnizaciones que se le exigían. Con la prohibición del reclutamiento, Bulgaria prácticamente no tenía ejército con el que reparar sus agravios.
El futuro de los estados balcánicos era otro tema que exacerbó la rivalidad anglofrancesa. Dada la posición predominante de Francia en Polonia, los británicos estaban decididos a establecer un contrapeso en los estados balcánicos.El problema inmediato era que se vieron obligados a apoyarse en las tropas alemanas para mantener a los bolcheviques fuera de la zona. Estas tropas no resultaron muy eficaces y los bolcheviques se hicieron con parte de Estonia y ocuparon Letonia. Una contraofensiva de las fuerzas contrarrevolucionarias, en la que la brigada alemana de von der Goltz jugó un papel importante, logró hacer retroceder a los bolcheviques, pero esto no resolvió el problema del futuro de los estados. Los blancos, que actuaban como observadores en París, insistían en que los estados bálticos quedaban como parte integrante de una Rusia liberada del bolchevismo. Los polacos ayudaron a echar a los bolcheviques de Lituania, pero luego se negaron a marcharse de Vilna. Von der Goltz derrocó al gobierno de Letonia. Se formó una comisión báltica para ocuparse de estos problemas, que pidió la retirada de los alemanes y los polacos y la formación de ejércitos locales bajo la supervisión de la Misión Militar británica. El tema de las futuras relaciones con Rusia quedó decidido cuando el Ejército báltico de rusos blancos de Yudenich fue aplastado por el Ejército Rojo en el otoño de 1919. Las fuerzas alemanas y polacas se retiraron, y a principios de 1920 los soviéticos reconocieron la independencia de Estonia, Letonia y Lituania.
Aunque en Gran Bretaña había unos cuantos defensores entusiastas de una sociedad de naciones, eran objeto de desconfianza por parte de Whitehall, donde se consideraba que el equilibrio de poder y la fuerza de la armada eran garantías más seguras de la paz y la estabilidad. Pero la firme creencia del presidente Wilson en un mundo de postguerra salvaguardado por una sociedad de naciones era compartida por algunas personalidades influyentes, entre ellas Lord Robert Cecil y el general Smuts. La opinión pública apoyaba el plan y Lloyd George empezó a pensar que el apoyo a la Sociedad era un precio pequeño a pagar por la amistad de Estados Unidos y para calmar a sus críticos radicales en su país.
Los franceses pensaban que el propósito de la Sociedad era garantizar los tratados de paz, salvar al mundo de las agresiones y hacer respetar la justicia internacional. Los americanos pensaban que la mejor forma de asegurar esto era mediante el desarme y mediante la aplicación de sanciones contra las naciones culpables. Esto no era suficiente en absoluto para los franceses quiénes querían una fuerza internacional, propuesta que a Lloyd George le parecía intolerable. No entendía por qué la función principal de la Sociedad debía ser la protección de Francia contra la agresión alemana y dudaba de que alguna vez pudiera crear una fuerza de policía internacional eficaz.
Los franceses apoyaban la petición de los estados más pequeños de que se los incluyera en el Consejo de la Sociedad de Naciones, pues pensaban que tendrían más probabilidades de resistir los movimientos revisionistas alemanes y que tendrían más interés en respetar los tratados que las grandes potencias anglosajonas. Pero la idea de que la Sociedad tuviera un poder real y que representara los intereses de las naciones más pequeñas resultaba inaceptable para los británicos y los americanos tenían serias reservas al respecto, en especial porque ello suponía una interferencia con la sacrosanta Doctrina Monroe. Tras muchas discusiones, se acordó que los estados más pequeños estuvieran representados en el Consejo, pero se dejó en el aire el tema de su elección. Hubo unanimidad con respecto a un tema: la Sociedad estaba diseñada fundamentalmente para mantener bajo control a los alemanes y Alemania no sería admitida en la Sociedad hasta que no acabara un período vagamente definido de reconstrucción postbélica. Se rechazó una propuesta francesa de que la culpabilidad de guerra deAlemania constara por escrito en el Pacto de la Sociedad, por ser considerada contraria al espíritu de "unión y concordia entre los pueblos", como comentó con cierta mojigatería el representante portugués. 
Las discusiones acerca de la Sociedad también se vieron envenenadas por la creciente rivalidad naval entre Gran Bretaña y Estados Unidos. Los británicos estaban furiosos porque el programa americano de construcción naval aspiraba a crear una flota más grande que la Armada Real. Los americanos dijeron que estarían dispuestos a reducir el tamaño de su armada cuando la Sociedad comenzara a funcionar debidamente, pero como Lloyd George y casi todos sus consejeros dudaban de que esto fuera a ocurrir alguna vez, apenas se sintieron reconfortados. Los americanos aceptaron una modificación de su programa de construcción naval cuando Lloyd George amenazó veladamente con oponerse a los esfuerzos de Wilson por hacer valer la Doctrina Monroe contra cualquier intento por parte de la Sociedad de interferir en los asuntos panamericanos.
Por fin se aceptó un pacto, pero se trataba de un documento insípido que evitaba todos los temas contenciosos. Pero iba demasiado lejos para los que, como Lloyd George, temían que la inclusión de los estados más pequeños en el Consejo, unida a la obligación de los miembros de llevar a cabo acciones contra cualquier estado que atacara a otro o que amenazara con la agresión, llevara a los estados más pequeños a arrastrar a las grandes potencias a guerras en las que sus propios intereses no corrían peligro. Otros, como los franceses, pensaban que estas obligaciones estaban tan oscuramente definidas que prácticamente carecían de valor. La Sociedad de Naciones surgió, pues, con poco entusiasmo, y las probabilidades de éxito no estaban muy claras.
Detrás de todos los problemas del acuerdo de paz estaba la incapacidad de comprender que las certidumbres anteriores a la guerra habían sido destruídas. Los hombres de Estado reunidos en París no eran miopes ni estúpidos. Una civilización se había hundido a su alrededor a tal velocidad que estaban aturdidos y no podían comprender lo que les estaba pasando. La era del liberalismo se había acabado y el futuro iba a ser heredado por los dictadores: hombres resueltos y pobres de espíritu cuyo total desprecio por los valores liberales era tal que los hombres de Estado con una mentalidad más tradicional se quedaban absolutamente desconcertados. Los torpes compromisos que habían realizado en el pasado eran ahora considerados por muchos como crímenes, en lugar de sellos del arte del diplomático. La etiqueta de pacificador, en tiempos honrosa, iba a convertirse, pues, en un término de oprobio.
Los principios liberales quedaron inevitablemente comprometidos en el acuerdo de paz, aunque casi todos los hombres responsables de dar forma a los tratados tenían impecables credenciales liberales. Para asegurar que nunca volviera a ocurrir algo tan espantoso como la última guerra, estaban decididos a que los principios liberales democráticos se aplicaran en todo el mundo mediante los oficios de la Sociedad de Naciones. Al parecer estaban convencidos de que los principios liberales eran tan evidentes y ciertos y que el respeto a la ley estaba tan extendido que serían aceptados de buen grado. Por desgracia, había estados que pensaban que estas verdades aparentemente obvias eran fraudes y engaños para tapar la explotación y la represión despiadadas. Aún más grave era la contradicción dentro del pensamiento liberal entre un profundo rechazo a la violencia y la necesidad de utilizar la fuerza para hacer respetar la ley. La paz era la virtud más grande, por tanto el empleo de la violencia para asegurar el imperio de la justicia era algo que a los hombres de Estado reunidos en Versalles les costaba aceptar. Es más, pese a todo lo que se decía sobre el imperio de la justicia, cada Estado estaba decidido a preservar su soberanía y a ocultar del escrutinio internacional sus propias injusticias y violaciones de los principios que alababan sin acatar.
Los que estaban dispuestos a destruir el acuerdo de paz, encabezados por los dictadores, se apresuraron a utilizar estas contradicciones contra los que lo habían diseñado, con un efecto devastador. Iban a apuntarse sus mejores triunfos con el tema de las nacionalidades. Al fin y al cabo, si la creencia liberal en la autodeterminación de los pueblos era correcta, entonces el acuerdo de paz era una tremenda injusticia; muchas personas bienintencionadas se mostraron de acuerdo con esto. Si había una injusticia, o la posibilidad siquiera de una injusticia, entonces había que someterlo a negociación y solucionarlo por la vía del compromiso en lugar de la violencia. No importaba que el porcentaje de personas en Europa obligadas a vivir en una tierra extranjera fuera un simple 4%, ni que la mayoría de ellas estuviera razonablemente satisfecha hasta que los demagogos sin escrúpulos les hacían tomar conciencia de los horrores de su destino. Tampoco tenía gran importancia que en una zona pequeña como Europa con tantos idiomas y culturas distintos, los problemas de este tipo fueran inevitables. había de por medio una cuestión de principios que les daba mala conciencia a los hombres de Estado de mentalidad liberal, lo cual a su vez los llenaba de deseos de negociar, deshaciendo así el acuerdo de paz y entregando la iniciativa a los que se oponían implacablemente a todo lo que representaba.
Si no se podía hacer respetar el imperio de la justicia internacional y si el problema de las minorías no se podía resolver satisfactoriamente dentro del marco de los tratados de paz, ¿cómo, pues, se podía asegurar la paz de Europa? Los que pensaban que la fe en la eficacia final de la Sociedad de Naciones era un triste engaño volvieron a la política tradicional del equilibrio de poder. Pero faltaba un componente clave para poder contener eficazmente a Alemania. Los Aliados estaban interviniendo en la guerra civil rusa y estaban dispuestos a aislar el régimen soviético y a defender cualquier tipo de expansión hacia el oeste. Rusia era ahora una nación tan proscrita como Alemania, pero sin la alianza con Rusia la Entente tenía que apoyarse en los estados mucho más débiles de Checoslovaquia y Polonia. Pero por débil que resultara ser tal alianza, se veía aún más debilitada por las rivalidades entre estos dos estados y entre las grandes potencias, las cuales a su vez eran en gran medida resultado de la Conferencia de Paz.
Paradójicamente, la Alemania derrotada se vio enormemente fortalecida desde el punto de vista estratégico, pese a las interminables quejas en sentido contrario. Rusia se encontraba en un estado de caos casi total . Polonia y Checoslovaquia nunca podrían hacer el papel de Rusia como barrera contra la expansión de Alemania hacia el este. La economía de Francia había quedado devastada por la guerra. Los Aliados eran absolutamente incapaces de llegar a un acuerdo sobre una política común, ya fuera sobre el carácter del acuerdo de paz o sobre los medios para llevarlo a cabo. Alemania quedó en potencia como el Estado más fuerte con diferencia de toda Europa y desde el mismo inicio de la República de Weimar estuvo dispuesta no sólo a que el acuerdo de paz fuera destruído, sino a que el mapa de Europa se volviera a dibujar de forma que Alemania fuera aún más poderosa de lo que había sido en 1914.
Hasta las reparaciones se quedaron cortas con respecto a la "paz cartaginesa" que tanto temía Keynes y que, según pensaba él, empujaría a los alemanes a los brazos de los comunistas. Los alemanes se negaron a aceptar que tuvieran que pagar ninguna reparación o perder territorio alguno, porque no querían reconocer el hecho de que en realidad habían perdido la guerra. The Economic Consequences of the Peace de Keynes les proporcionó todos los argumentos que necesitaban para aplastar a sus críticos y remover su conciencia liberal. La clásica refutación a Keynes The Economic Consequences of Mr Keynes, de Etienne Mantous, no fue escrita hasta queAlemania estuvo de nuevo en guerra y Francia se encontraba al borde del colapso. En ningún momento las reparaciones fueron la carga sádica e intolerable de la que se quejaban los alemanes con tanto estrépito, y tras 1921 fueron reducidas de tal forma que ya no constituyeron un grave impedimento para el crecimiento económico. Alemania tenía la capacidad de pago, pero ciertamente no tenía el deseo de hacer los sacrificios.
En el fondo, por muchas enmiendas que se hubieran hecho, los alemanes no se habrían sentido satisfechos e incluso es dudoso que una vuelta a la situación de 1914 hubiera sido suficiente. Tal idea era impensable en 1919, pues nadie tenía la menor duda sobre la culpabilidad de guerra y ningún político habría sobrevivido si hubiera sugerido que se perdonara a Alemania. Una vez que los Aliados occidentales comenzaron a dudar del acuerdo, a pensar en enmendarlo e incluso a tener remordimientos al pensar que tal vez era demasiado duro e injusto, todo el sistema empezó a tambalearse. Los elevados ideales de los que estaban convencidos de que el acuerdo de paz y la Sociedad de Naciones que estaba diseñada para llevarlo a cabo asegurarían un futuro tranquilo y justo resultaron ser meras ilusiones. Pero fue un noble sueño liberal que siguió viviendo, moderado por la triste conciencia gradual de que los sueños de los hombres, por nobles y elevados que sean, tienen que estar mezclados con un frío realismo para no ser destruídos. Pero los vencidos no opinaban así en absoluto. Pensaban que se les estaba haciendo objeto de un castigo monstruoso por un crimen que no habían cometido. Estaban furiosos por la forma en que fueron juzgados y condenados y por los términos del Diktat que le fueron impuestos. Pensaban que los ideales de la Sociedad de Naciones eran pura palabrería y que había que destruir todo el sistema. Así pues, con la excuso de deshacer agravios, se cometieron crímenes inimaginables. El camino de Versalles a Munich fue corto y estuvo allanado por las contradicciones inherentes al acuerdo de paz.
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