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E 11 ¿HUBO DE VERDAD UNA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA? ¿PUEDE COMPARARSE CON OTRAS GRANDES REVOLUCIONES DEL SIGLO XX? L proceso revolucionario que se abrió en España tras la caída de la monarquía constituye la principal causa, aunque no la única, de la Guerra Civil. Con el triunfo electoral del Frente Popular se inició una «situación prerrevolucionaria» que, por motivos políticos, el Gobierno republicano no pudo controlar. La sublevación militar del 18 de julio pretendió poner punto final a esa situación reprimiendo a la izquierda; en cuanto a golpe o pronunciamiento, fracasó en las dos terceras partes del país, pero sentó las bases del conflicto civil. El comienzo de la revolución puede fecharse el 19 de julio, cuando el nuevo gobierno de Giral decidió, de manera inmediata, «armar al pueblo», refiriéndose a las organizaciones obreras revolucionarias, declarando al mismo tiempo la disolución de todas las unidades militares implicadas en el Alzamiento. La decisión de complementar (en realidad sustituir) lo que quedaba del ejército con una milicia revolucionaria tuvo como efecto práctico el entregar el poder a los revolucionarios, de tal manera que, en un breve lapso de tiempo, el Gobierno republicano se convirtió en una mera sombra de lo que había sido, conservando algo de su poder en Madrid y apenas nada fuera de la capital, y así el escenario imaginado por los caballeristas y algunos otros revolucionarios alcanzó una situación crítica. Casares Quiroga, Martínez Barrio y el resto de los líderes de Unión Republicana, así como otros de Izquierda Republicana, estaban decididos a evitar que tal cosa ocurriera. Los cínicos podrían decir que ésta era la culminación lógica del continuado alejamiento del Gobierno de izquierdas respecto de la Constitución, pero no queda claro que fuese indispensable para combatir la rebelión. Aproximadamente el 45 por ciento de los militares no se sublevaron, mientras que dos tercios de los miembros de las fuerzas de seguridad (Guardia Civil, Guardia de Asalto y Carabineros), cuya selección había sido mucho más cuidadosa que la de los reclutas, permanecieron leales al Gobierno, al igual que lo hizo la mayor parte de la marina y la aviación, lo que otorgó al Gobierno, (que también controlaba los principales depósitos de armamento) una posición general de poder. En varias regiones, los militares y los efectivos de las fuerzas de seguridad leales desempeñaron un importante papel a la hora de sofocar el levantamiento y se les pudo haber utilizado de modo más efectivo para frenar la rebelión. La decisión de armar a los revolucionarios derivó, en parte, del pánico y la incertidumbre acerca de la extensión de la sublevación, pero resultó desastrosa porque aquéllos carecían de disciplina y de potencial militar. Casi enseguida consagraron gran parte de sus energías a actividades revolucionarias, y no militares, como el pillaje, los incendios provocados y la violencia en masa, y pese a que miles de obreros se alistaron como voluntarios y lucharon con valentía (aunque con escasa habilidad) contra los rebeldes, sólo una pequeña minoría entre ellos se entregó al esfuerzo militar. Así, se dio una situación paradójica en la que el Gobierno se vio imposibilitado para dedicar sus fuerzas de seguridad a la lucha armada, teniendo que reservarlas para hacer frente al potencial caos en las ciudades y ello pese a que, en la práctica y durante estas primeras semanas, casi nunca desafió a los revolucionarios, quienes detentaron un poder de facto casi total. La formación del Gobierno de Largo Caballero el 5 de septiembre constituyó un primer paso para intentar restaurar el poder del Estado, pero la dualidad de la autoridad continuó de manera decreciente hasta mayo de 1937, cuando un reorganizado Gobierno republicano comenzó a hacer valer su autoridad de manera mas efectiva. Durante este intervalo de tiempo, los revolucionarios sometieron a la zona republicana a una orgía de pillaje y violencia y a un proceso extensivo de colectivización económica y social. La revolución española constituyó la última en una cadena revolucionaria que abarcó veinte años, entre 1917 y 1937. Todas las revoluciones europeas precedentes (aunque no las que tuvieron lugar en el este asiático) habían sido provocadas por la Primera Guerra Mundial o sus turbulentas secuelas. Después de 1917 también se produjo en España un brote revolucionario, espoleado en cierto modo por el dinero alemán (como en Rusia, aunque la cantidad invertida en España resulta irrisoria en comparación) y encabezado sobre todo por la CNT. Los primeros líderes de la Komintern contemplaban anhelantes el espíritu revolucionario de los anarcosindicalistas españoles, pero no hallaban el modo de atraerlos hacia el Partido Comunista. Tras la Primera Guerra Mundial, y no sin dificultad, se contuvo el brote revolucionario en España por dos motivos: el sistema político y social predominante, así como el subdesarrollo económico, limitaban la capacidad organizativa de los grupos obreros y, lo que es más importante, la neutralidad de España permitió que las instituciones españolas sobrellevasen la crisis producida por la guerra y la posguerra con una mayor estabilidad que las de otros países europeos. Por estas dos razones, la amplia democratización experimentada por numerosos países tras la Primera Guerra Mundial se retrasó en España hasta 1931. La gran aceleración económica, social y cultural española de la década de los veinte alteró de modo esencial la sociedad, aumentando drásticamente las expectativas y dando lugar a una de las revoluciones más fundamentales desde el punto de vista psicológico: la revolución de las expectativas crecientes y, sin embargo, sólo pudo dar el primer paso para alcanzar una mayor modernización, pues el proceso estaba lejos de completarse. Aunque crecía con dinamismo, el país continuaba estando menos desarrollado que el resto de Europa Occidental, cuando, de repente, se esperó y se exigió de la Segunda República mucho más que de cualquier otro régimen en la historia española (más, por ejemplo, que lo que se exigió de la Tercera República Francesa en 1870 o de la monarquía constitucional española de 1976, a la que sólo se pidió que introdujese la democracia y los plenos derechos civiles). Entre 1931 y 1936, la combinación de democracia y libertad organizativa, unida a unas expectativas sin parangón, produjeron un enorme estallido de entusiasmo izquierdista. Pronto, conforme aumentaban las frustraciones económicas, producto de la depresión y la confrontación política interna, la radicalización sin precedentes dio lugar a una situación revolucionaria única, sin parangón en ningún otro lugar del mundo. Con el estallido de la Guerra Civil aumentaron con rapidez los grupos izquierdistas en la zona republicana, liderados por las dos organizaciones sindicales más importantes: la CNT y la UGT, que, a finales de 1936, afirmaban contar con más de dos millones de afiliados cada una. Durante los primeros meses, la CNT se expandió con mayor rapidez porque la flexible estructura anarcosindicalista resultaba menos exigente que la de la UGT; es más, algunas de las áreas rurales del suroeste (en las que dominaba este último sindicato) se pasaron a los rebeldes, mientras que, al principio, la mayor parte de los centros de poder anarquistas resultaron menos afectados. En Cataluña, los anarquistas organizaron una milicia de 40.000 hombres armados y obtuvieron el poder de facto. El 22 de julio, Lluis Companys, presidente de la Generalitat, se embarcó en un sistema explícito de dualismo revolucionario, reconociendo, junto a su propio Gobierno regional, un nuevo Comité Central de Milicias Antifascistas al que incluso se sometió. Este Comité, que ostentaba el poder de proseguir con la lucha armada en Cataluña y de controlar gran parte de los asuntos internos de la región, representaba los intereses de la CNT y la FAI, pero también, y en menor medida, los de Esquerra Catalana y otros partidos revolucionarios menores. Pronto surgió la rivalidad y el antagonismoentre los dos primeros y el recién creado Partido Comunista catalán (el PSUC o Partit Socialista Unificat de Catalunya) cuando aquéllos vetaron la participación de éste en el primer Gobierno que los catalanistas de izquierda formaron a principios de agosto. Los dirigentes de la CNT afirmaron que su organización estaba del todo capacitada para asumir el gobierno de Cataluña, pero aceptaban la continuación de una Generalitat limitada en sus poderes debido a la crisis militar y para no amedrentar a los poderes extranjeros. El principal aliado de la CNT era el POUM, desde el principio más comprometido con la revolución a ultranza que los propios anarquistas. Por su parte, el Butlletí de la Generalitat anunció que el auténtico poder descansaba en las manos del Comité de Milicias, el cual había establecido un nuevo orden revolucionario que todos los partidos de izquierda debían respetar. Como ocurre en casi todas las revoluciones violentas, este nuevo orden era profundamente autoritario, apenas sometido al imperio de la ley y atemperado tan sólo por la interacción de los diversos partidos izquierdistas. Horacio Prieto, secretario del Comité Nacional de la CNT, explicó mas tarde: «Nosotros fuimos derechos a la dictadura; ni los mismos bolcheviques, en su primera oportunidad histórica, fueron tan rápidos en la implantación del poder absoluto como los anarquistas en España»[10]. En la mayoría de las ciudades y provincias (en ocasiones también en las regiones) de la zona republicana se organizaron sistemas de dualismo revolucionario, en cierto modo análogos a los de la Rusia de mediados de 1917 y por todas partes surgieron otros comités parecidos al catalán. En cada caso representaban a las fuerzas revolucionarias más poderosas en cada distrito, aunque algunos constituían alianzas más amplias de todos los partidos de izquierda. Por ello, Carlos M. Rama ha denominado a la estructura de poder resultante «la Confederación Republicana Revolucionaria de 1936-37»[11]. En casi toda la zona republicana, esta revolución política y militar estuvo acompañada por otra social y económica que afectó incluso, de una manera algo diferente, al nuevo régimen vasco de Vizcaya. El primero de agosto se declaró en el caballerista Claridad: «Estamos, por obra de la intentona militar, en un profundo proceso revolucionario… Es preciso que todos los instrumentos del Estado, y especialmente el ejército, sean también revolucionarios…»; y el día 22 se añadió que «el pueblo no lucha ya por la España del 16 de julio, que era todavía una España dominada socialmente por las castas tradicionales, sino por una España en que estas castas sean raídas definitivamente. El más poderoso auxiliar de la guerra es ese desarraigo económico y total del fascismo, y eso es la revolución». Para Claridad se trataba de una «guerra social más que guerra civil» y, sin embargo, a excepción del POUM, la mayor parte de los revolucionarios estuvieron de acuerdo en que todavía resultaba útil mantener la apariencia de un Gobierno republicano, aunque sólo fuera por motivos de propaganda y de política exterior. En la industria, la agricultura y, de cierta manera, en el sector servicios, la revolución adoptó en principio la forma de un control obrero y, después, de colectivización. En un informe enviado el 16 de octubre al Comité Central del Partido Comunista francés, el oficial de la Komintern André Marty informó de que en la zona republicana se habían «tomado» unas 18.000 empresas y que «el grueso de la industria española está ahora controlada por los trabajadores»[12]. Al principio no se anunció ninguna colectivización formal; los sindicatos se limitaron a hacerse con el control. Tan sólo en Cataluña, donde Companys pretendía canalizar la revolución, existió una estructura legal de colectivización industrial. En agosto, el Gobierno catalán creó un Consell d’Economia de Catalunya para representar a todos los partidos de izquierda y enseguida desarrolló su propio «Pla de Transformació Socialista del País», aunque nunca se llegó a aplicar de manera directa. En septiembre la CNT entró en el Gobierno catalán y el 24 de octubre el nuevo consejero anarcosindicalista de Economía, Juan Fábregas, presentó un decreto de colectivización por el que se formalizaba la de aquellas fábricas con más de 100 trabajadores, así como la de esas otras que contasen entre 50 y 100 trabajadores, siempre que el 75 por ciento de los mismos lo aprobasen. Las fábricas con menos de 50 trabajadores sólo se colectivizarían con el consentimiento del propietario, aunque, de hecho, los obreros se hicieron con el control muy a menudo. Además, las pequeñas empresas y talleres quedaron englobados en un considerable número de «agrupaciones» o «concentraciones» que actuaban a modo de paso intermedio y previo a la colectivización. Ni socialistas ni comunistas aprobaban la expropiación de las pequeñas empresas y el grado de confiscación varió en gran medida de una región a otra. En Asturias, la minería y la industria no fueron sometidas a una colectivización formal, pero quedaron por completo bajo el control de los sindicatos. El gran plan de la CNT para alcanzar el «comunismo libertario» consistía en lo que denominaban «socialización» (un concepto distinto al de nacionalización por parte del Estado) de todas las ramas de la producción bajo el control de los sindicatos. La idea era que esa socialización garantizaría la representación sindical y la autonomía, evitando, al mismo tiempo, la dominación estatal. Pero este concepto no encajaba en las teorías socialistas; de ahí que, con frecuencia y en la industria urbana, la UGT se negase a colaborar. De hecho, la socialización nunca fue más allá de una sola rama de la industria en cualquier ciudad. Los líderes de la CNT eran conscientes de que la colectivización sólo constituía un primer paso y se enfrentaron al reto de modernizar y aumentar la producción. Siempre que fue posible se adquirió maquinaria nueva, pero no existió centralización ni plan general alguno. Pese a la guerra, las fábricas continuaban produciendo bienes «civiles», más fáciles de manufacturar y más rentables. Más tarde, en Barcelona, se acusaría a las empresas colectivizadas y dirigidas por la CNT de «capitalismo y egoísmo sindicalistas». Los servicios de apoyo financiero eran absolutamente inadecuados y, a nivel de taller, se produjo a menudo una relajación de la disciplina laboral, un aumento del absentismo y, en ocasiones, incluso actos de sabotaje. La creación de colectividades fue más frecuente en la agricultura. Aunque en muchas provincias se respetaron los minifundios, los sindicatos agrarios anarcosindicalistas y socialistas ocuparon los latifundios y gran parte de las propiedades de tamaño medio. Edward Malefakis, autor del estudio más relevante acerca de la reforma agraria prebélica, ha llegado a la conclusión de que en las catorce provincias que constituían el núcleo de la zona republicana se expropió el 41 por ciento de la tierra, lo que significa la mitad del terreno cultivable. De ella, más o menos el 54 por ciento se reorganizó en colectividades y el resto se asignó al cultivo individual. Como ha señalado Malefakis, en la España republicana se expropió algo más del doble de la tierra que durante la Revolución Rusa y muchísima más se sometió a colectivización[13]. Lo normal era que las colectividades presentasen un triple colorido político, pues estaban dominadas bien por la CNT, la UGT o por una mezcla de ambos sindicatos, aunque el POUM también participó en ciertas zonas. La variedad en cuanto al tamaño y funcionamiento de aquéllas era considerable. Las dominadas por la CNT tendían a ser las más radicales, con una total inclusión social, salarios familiares y más de un intento por prohibir el uso del dinero. Algunas de las de la UGT eran más moderadas, funcionando más como cooperativas de propiedad privada. Bendecida por unas condiciones climatológicas favorables, en 1937 la producción agrícola aumentó un poco en algunas partes de la zona republicana para caer demanera desastrosa junto con la industria un año después. Nunca será posible establecer de modo exacto cuántas colectividades agrarias se formaron. Durante la última parte de la Guerra Civil, tras la disolución de muchas de las anarquistas, el Instituto de Reforma Agraria (IRA) anunció que se reconocían de manera oficial 2.213 colectividades, aunque en esta cifra no se incluía a Cataluña, Aragón o Levante. Del total, la UGT formó 823, la CNT 284 y las dos juntas 1.106. La CNT afirmó que había creado 3.000 en solitario, pero los directores comunistas del IRA nunca reconocieron tal cantidad. Sin duda esa cifra constituye una exageración a la que se pudo llegar contando cada subsección parcialmente autónoma como colectividad en sí misma. Uno de los pocos estudios completos sugiere que incluso el IRA estuvo implicado en esta práctica, de forma que el total de colectividades individuales que se crearon pudo no haber excedido las 1500[14]. Para los portavoces de la extrema izquierda revolucionaria, la sublevación de los obreros organizados en la zona republicana constituía una revolución proletaria de mayor calado, más auténtica y espontánea que la ocurrida en Rusia en 1917. Esta última (que tuvo lugar en febrero según el antiguo calendario ruso) constituyó una protesta popular de las gentes de San Petersburgo y de otras ciudades contra el Gobierno. En principio no pretendió ser una revuelta obrera per se, aunque durante la primavera y el verano la situación pronto degeneró en tal dirección. La Revolución bolchevique de Octubre (noviembre, según, el calendario occidental) fue tan sólo un violento golpe de Estado dado por un único partido organizado. Por ello declaró Andreu Nin que lo que estaba aconteciendo en España era «una revolución proletaria más profunda que la Revolución Rusa misma», declarando el 1 de agosto, en el típico estilo hiperbólico poumista, que «el Gobierno no existe». El 7 de septiembre anunció que la dictadura del proletariado ya estaba presente en Cataluña, mientras que la organización juvenil del POUM (la JCI) exigía la formación de sóviets revolucionarios a lo largo y ancho de la zona republicana. Pese a la exageración de la extrema izquierda revolucionaria, apenas existen dudas de que la actividad obrera revolucionaria fue más inmediata, directa, espontánea y organizada en la sociedad española de 1936 (más avanzada y consciente) que en la más atrasada Rusia de 1917, siendo esta diferencia incluso mayor en el campo. No sólo se expropió mayor cantidad de tierra en España, sino que la población rural fue muchísimo más revolucionaria que en Rusia, donde la inmensa mayoría de su población agraria no tomó parte en las nuevas colectivizaciones revolucionarias, limitándose a adueñarse de las propiedades de los terratenientes, añadiéndolas a las comunas campesinas ya existentes. George Orwell dio fama a la atmósfera revolucionaria de Barcelona en sus memorias de la guerra, pero también en muchas otras ciudades existieron unas condiciones parecidas. La ex diputada radical Clara Campoamor (la principal defensora del sufragio femenino y del derecho al divorcio) escribió poco después: Madrid ofrecía un aspecto asombroso: burgueses saludando levantando el puño y gritando en todas las ocasiones el saludo comunista para no convertirse en sospechosos, hombres en mono y alpargatas copiando de esta guisa el uniforme adoptado por los milicianos; mujeres sin sombrero; vestidos usados, raspados, toda una invasión de fealdad y de miseria moral, más que material, de gente que pedía humildemente permiso para vivir. La gente que en tiempo normal llenaba las calles y las terrazas de los cafés yacía bajo tierra o se disfrazaba.[15] Con todo, en las diversas historias comparativas de las revoluciones modernas resulta difícil encontrar un capítulo dedicado a la española. ¿Por qué una revolución tan grande se ha obviado en los estudios más generales? Existen tres motivos fundamentales para ello: uno, que a la Historia le gustan los vencedores y la derrota de la revolución española fue total. Una segunda razón es que las revoluciones obreras del siglo XX han sido, por lo general, de signo comunista, y la española no lo fue, es más, no puede definirse conforme a un único y sencillo modelo. El carácter preciso y también el grado del control obrero fueron diversos en cada ciudad y en cada provincia, yendo desde las simples «incautaciones» a la colectivización oficial, con «intervenciones» estatales en ciertas industrias. También la extensión y el diseño exacto de la expropiación de tierras y de la colectivización variaron en cada provincia y por eso el mapa de la revolución española resulta imposible de dibujar. La tercera causa para ese incierto estado historiográfico de la revolución española surge de su denegación sistemática por parte de la República. La violencia masiva le dio a la República una mala reputación en el extranjero y tanto los líderes republicanos como los jefes soviéticos y de la Komintern comprendieron al minuto que la estrategia más útil sería negar la existencia misma de la revolución. Resultaría más probable obtener la ayuda de las democracias occidentales si la imagen que de cara a la propaganda internacional ofrecía la República era la de una democracia parlamentaria basada en la propiedad privada y, por tanto, similar a las restantes democracias de Occidente. El resultado fue lo que Burnett Bolloten llamó «el gran camuflaje», la negativa básica a admitir la existencia de la revolución, algo que se convirtió en un elemento esencial de la propaganda republicana y de la Komintern a lo largo de todo el conflicto. La española se convirtió en la revolución que nadie osaba mencionar. Esta propaganda no alcanzó un particular éxito mientras duró la guerra, pero, curiosamente, después resultó de lo más efectiva entre historiadores que deberían haber estado más al tanto, pasando a ser la línea oficial de la izquierda española, un código más efectivo para su causa, desde el punto de vista histórico, que la realidad de una revolución violenta. En el siglo XXI, con el socialismo y el colectivismo desacreditados, el dogma de la «democracia republicana» se ha convertido en la ideología oficial de la izquierda española en general y, desde 2004, del Gobierno de Rodríguez Zapatero en concreto. Página en blanco Sin título
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