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La Revolución Industrial

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La revolución industrial
Con el nombre de Revolución Industrial se designa el conjunto de cambios económicos y tecnológicos que transformó la sociedad agraria y artesanal del Antiguo Régimen en las modernas sociedades industriales, dotadas de una dinámica de crecimiento económico sostenido. Aunque el hombre ha gobernado la naturaleza y «fabricado» objetos desde la más lejana antigüedad, la producción industrial propiamente dicha (es decir, la fabricación a gran escala de bienes mediante máquinas movidas por energía inanimada) no comenzó hasta mediados del siglo XVIII en Inglaterra, marco de inicio de la Revolución Industrial.
Desde entonces, la industria ha evolucionado enormemente, y la perspectiva temporal ha permitido a los historiadores señalar en su desarrollo distintas fases, para cuya acotación suele emplearse, entre otros criterios, el predominio de ciertas fuentes de energía, materias primas o sectores industriales. Se han propuesto diversas periodizaciones de la industrialización de los países capitalistas más desarrollados, esencialmente los de Europa occidental y América anglosajona. Aunque algunos autores han acuñado para tiempos recientes expresiones como «Tercera Revolución Industrial» (e incluso Cuarta), únicamente las etapas denominadas «Primera Revolución Industrial» (o «Revolución Industrial» a secas) y «Segunda Revolución industrial» gozan del favor casi unánime de los especialistas.
La Primera Revolución Industrial abarcaría aproximadamente desde mediados del siglo XVIII hasta 1870, mientras que las transformaciones que caracterizan la Segunda Revolución Industrial se produjeron principalmente entre 1870 y la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Aunque el primer periodo comprende un fenómeno primordialmente británico, su éxito se propagó rápidamente a parte del continente europeo, por lo que por extensión se denomina también «Revolución Industrial» a los diversos procesos nacionales de industrialización iniciados más tardíamente en otros países.
Que se califique de «Revolución» lo que parece un tranquilo avance evolutivo no sorprende cuando se tiene en cuenta que los medios de subsistencia de la especie humana y sus estructuras económicas apenas habían experimentado cambios sustanciales desde el Neolítico. De hecho, se ha hablado de «Revolución neolítica» para indicar la trascendencia que tuvo para el devenir de la humanidad, a partir del 9000 a.C., el paso de una economía de caza y recolección a otra fundada en la agricultura y la cría de ganado, con consecuencias lentamente verificadas pero importantísimas: aumento y sedentarización de la población, establecimiento de aldeas, excedentes que impulsan el trueque y aparición de formas primitivas de organización social.
Algo parecido ocurrió con la Revolución Industrial: a mediados del siglo XVIII, la economía del Antiguo Régimen seguía siendo fundamentalmente agrícola, y la producción de bienes de consumo, artesanal. El trabajo artesanal apenas si había variado desde la Baja Edad Media, mientras que la agricultura, cuyos rudimentarios métodos no habían evolucionado en los últimos mil quinientos años, proporcionaba a los campesinos los alimentos justos para la subsistencia y para pagar tributos a la nobleza, dueña de las tierras. Pero en las décadas siguientes, la aplicación de una serie de innovaciones técnicas (que sustituyeron el trabajo manual por la máquina y la energía humana y animal por la inanimada) aumentó considerablemente la capacidad de obtención y transformación de materias primas y de fabricación de toda clase de productos a menor coste, y se implantó un nuevo sistema de producción, la fábrica (frente al antiguo taller artesanal), responsable de los grandes flujos migratorios del campo a la ciudad.
De este modo, lo que parecía solamente una mutación o perfeccionamiento del sistema productivo acabó afectando al conjunto de la sociedad. Campesinos pobres y artesanos arruinados, junto con sus familias, pasaron a hacinarse en los suburbios de las grandes ciudades, en cuyas fábricas eran explotados por patronos sin escrúpulos y sometidos a jornadas interminables a cambio de un mísero salario; conforme avanzaba la industrialización, su número aumentó hasta constituir una nueva clase social: el proletariado.
Al mismo tiempo, la burguesía propietaria de fábricas, minas y demás medios de producción incrementaba exponencialmente sus ganancias y su poder económico y político, y el capitalismo mercantil de los siglos previos, basado en los intercambios comerciales, dejaba paso a un capitalismo industrial, basado en la producción de bienes, que quedaría definitivamente implantado como sistema económico. Es decir, por la misma época en que el Antiguo Régimen se veía políticamente superado tras el primer triunfo de la burguesía sobre la aristocracia en la Revolución Francesa, una revolución económica y tecnológica, la Revolución Industrial, originaba o consolidaba tanto los estratos de la actual sociedad burguesa (burguesía y proletariado) como el sistema económico del mundo contemporáneo, el capitalismo liberal.
Organizándose en sindicatos y apoyándose en la huelga como medida de presión, la clase obrera lograría, tras largas y cruentas luchas, suavizar progresivamente su penosa situación y arrancar derechos laborales a los gobiernos burgueses, mientras nuevas ideologías políticas (socialismo, comunismo, anarquismo) aspiraban a remediar las perversiones e injusticias del sistema o a destruir su fundamento: la propiedad privada de los medios de producción. A largo plazo, la Revolución Industrial llevaría a una mejora general en los niveles de vida (visualizable hoy en el abismo que separa el Tercer Mundo de los países industrializados), pero también a las contradicciones, conflictos y desequilibrios (desde los sociales a los ecológicos) inherentes al desarrollo del capitalismo.
La Primera Revolución Industrial
La Revolución Industrial se inició en Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XVIII, y desde allí se extendió a diversas áreas del continente europeo. Entre los principales factores que propiciaron el caso británico, convertido en el modelo paradigmático, deben destacarse un crecimiento demográfico relativamente importante, un sector agrícola adecuado y un comercio exterior pujante. Fue precisamente este comercio colonial, muy notable desde el siglo XVII, el que permitió la acumulación de capital necesaria para la inversión industrial y, en unión con un mercado interior en expansión, el que absorbió el aumento de producción derivado de la industrialización.
Sentadas estas premisas, la Revolución Industrial se caracterizó en Gran Bretaña por una serie de avances tecnológicos y organizativos, centrados especialmente en el subsector textil del algodón. Un dato significativo nos indica el crecimiento de esta rama industrial: entre 1785 y 1850, la producción de telas se multiplicó por cincuenta. La causa principal de este desarrollo fue el empleo de máquinas, en una sucesión de desafíos y respuestas que es característica de la producción industrial.
Así, a la introducción definitiva de la lanzadera volante de John Kay a mediados del siglo XVIII, siguieron una serie de invenciones, a menudo casi anónimas, que evitaban el estrangulamiento del proceso productivo: máquinas de cardar y de hilar (la Spinning Jenny de James Hargreaves), el telar hidráulico, la hilandera mecánica y el telar de Edmund Cartwright, inventado en 1785. De este modo se entró progresivamente en una fase de producción masiva de hilo y tejido que contó con la oposición de numerosos operarios manuales, que temían por la pérdida de sus puestos de trabajo. Todavía a principios del siglo XIX los obreros que tejían en telares manuales superaban en número a los operarios de los telares mecánicos de las fábricas, a pesar de que se era consciente de la mayor productividad de estos últimos. En 1813 había unos 2.400 telares mecánicos en Inglaterra; a mediados de siglo, su cifra alcanzaba los 250.000. Con una u otra forma de producción textil, la superioridadbritánica en el sector era manifiesta.

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