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Nietzsche, Friedrich - Humano demasiado humano

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Humano, Demasiado Humano
Friedrich Nietzsche
textos.info
Biblioteca digital abierta
1
Texto núm. 2680
Título: Humano, Demasiado Humano
Autor: Friedrich Nietzsche
Etiquetas: Filosofía
Editor: Edu Robsy
Fecha de creación: 28 de marzo de 2017
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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2
REFERENTE A HUMANO, DEMASIADO 
HUMANO EN ECCE HOMO
1. Humano, demasiado humano, es el monumento de una crisis. Lleva el 
subtítulo Libro para espíritus libres: casi cada una de sus frases es la 
expresión de una victoria; pero con esta obra yo me desembaracé de lo 
que no era propio de mi naturaleza. El idealismo me es extraño: el título 
significa: «Allí donde vosotros veis cosas ideales, yo veo cosas humanas, 
demasiado humanas»… Yo conozco mejor al hombre… En ningún otro 
sentido se debe entender aquí la frase espíritu libre: únicamente en el 
sentido de un espíritu que ha llegado a ser libre, que ha vuelto a tomar 
posesión de sí mismo. El tono, el sonido de la voz ha cambiado 
completamente; este libro parecerá prudente, fresco, y en ciertos casos 
hasta duro y sarcástico. Parece que cierta intelectualidad de gusto noble 
se sobrepone constantemente a una corriente pasional que corre por lo 
bajo. Esto da un sentido al hecho de que precisamente con la celebración 
centenaria de la muerte de Voltaire quiso justificarse la publicación del libro 
en 1878. Porque Voltaire, al contrario de todos aquellos que escribieron 
después que él, es ante todo un gran señor del espíritu; exactamente lo 
que yo soy también.
El nombre de Voltaire a la cabeza de un escrito mío, era realmente un 
progreso hacia mí mismo… Si se mira bien, se descubre un espíritu 
implacable que conoce todos los escondites en que se refugia el ideal, en 
que el ideal tiene sus rincones y, por decirlo así, su último baluarte. Un 
espíritu que lleva una antorcha en la mano, pero cuya llama no vacila, 
proyecta una luz cruda en ese mundo subterráneo del ideal. Es la guerra, 
pero la guerra sin pólvora ni humo, sin actitudes guerreras, sin gestos 
patéticos ni contorsiones, pues todo esto sería idealismo. Se va 
depositando sobre hielo un error sobre otro: el ideal no es refutado, es 
helado. Aquí, por ejemplo, es el genio el que hiela; mirad por el reverso y 
veréis halar al santo; bajo una espesa capa de hielo se congela el héroe; 
finalmente se congelan la fe, la llamada convicción, y también la 
compasión se enfría notablemente; casi en todas partes se congela la 
cosa en sí…
3
2. Los comienzos de este libro se dan en el feliz momento de las semanas 
de la primera solemnidad bayreuthiana; una de las condiciones de su 
nacimiento fue el sentirme profundamente ajeno a cuanto me rodeaba. El 
que tenga una idea de qué visiones habían ya surgido en mi camino podrá 
adivinar los sentimientos que yo experimenté el día que entré en Bayreuth. 
Me parecía un sueño… ¿Dónde estaba yo? No reconocía ya nada: a duras 
penas reconocía a Wagner. En vano hojeaba yo mis recuerdos. Tribschen 
me parecía una lejana isla de bienaventurados: ni siquiera la más pequeña 
sombra de semejanza con Bayreuth. Los incomparables días en que se 
puso la primera piedra, la pequeña y adecuada sociedad que celebró 
aquella ceremonia y a la cual no había necesidad de desear dedos para 
cosas delicadas; ni la menor semejanza. ¿Qué había sucedido? ¡Se había 
traducido a Wagner al alemán! El wagnerismo había conseguido una 
victoria sobre Wagner. ¡El arte alemán! ¡El maestro alemán! ¡La cerveza 
alemana! Nosotros, los que sabíamos perfectamente a qué refinados 
artistas, a qué cosmopolitismo del gusto habla únicamente el arte de 
Wagner, estábamos fuera de nosotros mismos al encontrar a Wagner 
vestido de virtudes alemanas.
Creo conocer al wagneriano; he vivido con tres generaciones de 
wagnerianos, desde el difunto Brendel, que confundía a Wagner con 
Hegel, hasta los idealistas de las Hojas de Bayreuth, que se confunden 
ellos mismos con Wagner; yo he oído toda clase de profesiones de fe de 
las bellas almas sobre Wagner. ¡Un reino por una palabra sensata! En 
realidad, una sociedad para erizar el pelo. Nohl, Pohl, Kohl, y otros de esta 
laya, hasta el infinito. Allí no falta ningún aborto, ni siquiera el antisemita. 
¡Pobre Wagner! ¡Dónde había caído! ¡Más le habría valido caer entre 
jabalís! ¿Pero entre alemanes?… En último término, y para escarmiento 
de la posteridad, empalar a un bayreuthiano auténtico, o mejor meterle en 
alcohol, porque le falta espíritu, con la inscripción: «Este es el aspecto del 
espíritu sobre el cual se ha fundado el Imperio alemán»… En suma, en lo 
mejor de todo este alboroto yo me marché de allí, bruscamente, para un 
viaje de dos semanas, aunque una parisiense encantadora trataba de 
consolarme; con Wagner me excusé sencillamente por medio de un 
telegrama fatal. En un rincón perdido de Boehmerwald, en Klingenbrunn, 
arrastré yo mi melancolía, mi desprecio de los alemanes como una 
enfermedad, y de cuando en cuando escribía, con el título general de «La 
reja del arado», en mi libro de notas, algunas frases claras y duras 
consideraciones psicológicas, que acaso se puedan ahora encontrar en 
4
«Humano, demasiado humano».
3. Lo que en aquel momento se decidió no fue mi ruptura con Wagner; yo 
adquirí conciencia de una aberración general de mis instintos, cuyo error 
principal ya se llamara Wagner o el cargo de profesor de Basilea, era sólo 
un indicio. Se apoderó de mi la impaciencia de mí mismo; comprendí que 
era tiempo de meditar sobre mí mismo. De golpe vi de un modo 
terriblemente claro el tiempo que había desperdiciado; cuán inútilmente y 
cuán arbitrariamente toda mi existencia de filólogo me había desviado de 
mi deber. Yo me avergoncé de esta falsa modestia… Diez años había 
dejado detrás de mí, diez años durante los cuales la nutrición de mi 
espíritu había estado suspendida en mí, diez años en que yo no había 
hecho nada útil, en que había olvidado absurdamente una gran cantidad 
de cosas, a cambio de un fárrago de polvorienta erudición. Caminar a paso 
de tortuga entre los métricos griegos, con toda la minucia que imponían 
unos ojos enfermos, eso es lo que había conseguido. Me contemplaba con 
lástima, macilento y descarnado; las realidades faltaban absolutamente en 
mi provisión de ciencia, y las idealidades no valían un comino. Una sed 
verdaderamente abrasadora se apoderó de mí; desde ese momento no me 
ocupé sino de fisiología, medicina y ciencias naturales; ni siquiera volví a 
los estudios propiamente históricos, sino en cuanto mi deber me obligaba 
a ello imperiosamente. Entonces fue cuando adiviné también por primera 
vez la correlación que existe entre esta actividad escogida contrariamente 
al instinto natural, entre lo que se llama vocación, cuando nada os llama a 
ella, y esa necesidad de llenar el sentimiento de vacío y de inanición del 
corazón con ayuda de un arte que sirve de narcótico; del arte wagneriano, 
por ejemplo. Una mirada con precaución dirigida a mi alrededor me hizo 
descubrir que una turba de jóvenes sufren del mismo mal. Cuando se hace 
una violencia a la naturaleza, indefectiblemente ésta acarrea una segunda. 
En Alemania, en el imperio alemán (para evitar toda equivocación posible), 
hay demasiadas personas condenadas a tomar una decisión prematura; 
luego a morir lentamente de consunción, aplastadas por el peso de una 
carga que ya no se pueden quitar. Estos reclaman a Wagner a guisa de 
narcótico; se olvidan, se desembarazan de ellos mismos durante un 
momento. ¡Qué digo! ¡Durante cinco o seis horas!
4. En este momento, mi instinto se ha pronunciado implacablemente 
contra el hábito que yo había adquirido de ceder, de seguir, de engañarme 
acerca de mi mismo. No importa el genero de vida, las condiciones más 
desfavorables, la enfermedad, la pobreza; todo esto me parecía preferible 
5
a ese desinterés indigno en que yo había caído por ignorancia, por exceso 
de juventud, al cual mehabía aferrado luego por indolencia, por yo no sé 
qué sentimiento de deber.
Entonces es cuando vino en mi ayuda, de un modo que nunca sabría 
admirar bastante, y precisamente en el buen momento, esa mala herencia 
que me tocó en suerte de mi padre, y que no es, en suma, sino una 
predisposición a morir joven. La enfermedad me separaba lentamente de 
mi medio, me ahorraba toda ruptura, todo paso violento y escabroso. En 
ese momento yo no había perdido todavía los testimonios de benevolencia 
que se me prodigaban: hasta había conquistado algunos nuevos. La 
enfermedad me confirió además el derecho de cambiar completamente 
todos mis hábitos: me permitió, me ordenó entregarme al olvido: me hizo el 
homenaje de la obligación de permanecer acostado, de estar ocioso, de 
esperar, de tener paciencia… Pero eso es justamente lo que se llama 
pensar… Mis ojos bastaron a poner fin a toda preocupación libresca, a 
toda filología. Me emancipé de los libros: durante años enteros no leí nada, 
y éste fue el mayor beneficio que me he proporcionado.
Este yo interior, este yo en cierto modo repuesto y condenado al silencio, a 
fuerza de oír sin cesar a mi otro yo (y leer no es otra cosa); ese yo se 
despertó lentamente, tímidamente, con vacilación, pero acabó por hablar 
de nuevo. Jamás he mirado en mi interior con tanto gusto como en los 
periodos más morbosos y más dolorosos de mi vida. Basta leer «Aurora». 
o, por ejemplo, «El Caminante y su Sombra», para comprender lo que 
significaba esta vuelta a mí mismo: una forma superior de la curación. La 
otra curación no tuvo más que salir de ésta.
5. Humano, demasiado humano, ese momento de una rigurosa disciplina 
de sí mismo, por la cual puse bruscamente fin a todo lo que se había 
infiltrado en mi de delirio sagrado, de idealismo, de bellos sentimientos y 
de otros feminismos. Humano, demasiado humano fue redactado en su 
mayor parte en Sorrento: recibió su forma definitiva un invierno que pasé 
en Basilea, en condiciones mucho más desfavorables que en Sorrento. En 
el fondo, Peter Gast, que hacía entonces sus estudios en la Universidad 
de Basilea, y que me era muy adicto, es el que tiene este libro sobre su 
conciencia. Yo le dictaba, con la cabeza doliente y cubierta de compresas: 
él transcribía y corregía: él fue, en realidad, el verdadero escritor, mientras 
que yo no fui sino el autor.
Cuando, por último, el volumen concluido estuvo entre mis manos, con 
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profundo asombro del enfermo que yo llevaba dentro, envié dos 
ejemplares a Bayreuth. Por un rasgo de espíritu milagroso del azar recibí 
en aquella misma fecha un ejemplar del libreto de Parsifal, con esta 
dedicatoria de Wagner: «A mi querido amigo Friedrich Nietzsche, con mis 
votos más fervientes. Richard Wagner, consejero eclesiástico». Los dos 
libros se habían cruzado en el camino. Me pareció oír un ruido fatídico: 
¿no era esto, en cierto modo, el chasquido de dos espadas que se 
cruzan?… Hacia la misma época aparecieron las primeras Hojas de 
Bayreuth; yo comprendí entonces que había llegado el gran momento. ¡Oh 
prodigio: Wagner se había vuelto piadoso!…
6. Cómo pensaba yo entonces acerca de mí mismo (1876), con qué 
prodigiosa certidumbre estaba yo en posesión de mi tarea y de lo que ésta 
tiene de universal, de ello es testimonio el libro entero, y particularmente 
un pasaje muy significativo. No obstante, con la astucia instintiva que me 
es habitual, me cuidé de evitar de nuevo la palabra yo, no ya para escribir 
esta vez Schopenhauer y Wagner, sino para prestar un rayo de gloria 
histórica a uno de mis amigos, al excelente doctor Paul Ree… En efecto, 
se trataba de una bestia demasiado maligna para… Otros fueron menos 
sutiles. Siempre he reconocido a aquellos de mis lectores de los que hay 
que desesperar, por ejemplo, el característico profesor alemán, en que 
apoyándose en este pasaje creían poder interpretar todo el libro como 
realismo superior. En verdad, estaba en contradicción con cinco o seis 
proposiciones de mi amigo. Léase a este propósito el prefacio a la 
Genealogía de la moral.
He aquí el pasaje a que me refiero:
«¿Qué es, después de todo, el principio al que ha llegado uno de los 
pensadores más audaces y más fríos, el autor del libro “Del origen de los 
sentimientos morales” (leed Nietzsche, el primer inmoralista), gracias a su 
análisis mordaz y cortante de las acciones humanas? El hombre moral no 
está más cerca del mundo inteligible que el hombre físico, pues no hay 
mundo inteligible».
«Esta proposición, nacida con su dureza y su carácter cortante bajo el 
martillo de la ciencia histórica (leed Transmutación de todos los valores), 
podría quizás, en último término, en un porvenir cualquiera, ser el hacha 
que ataca a la necesidad metafísica del hombre. Si esto será para bien o 
mal de la humanidad, ¿quién lo podrá decir? Pero en todo caso es una 
proposición de la mayor consecuencia, fecunda y terrible a la vez, que 
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mira al mundo con esa doble faz que poseen todas las grandes ciencias… 
».
Turín, Entre Octubre y Noviembre de 1988
Friedrich Nietzsche
8
PREFACIO
1. Me han dicho muy a menudo, con gran asombro mío, que todos mis 
escritos, desde El nacimiento de la tragedia hasta el último publicado, 
Preludio de una filosofía del futuro, tienen algo en común: todos ocultan 
lazos y redes para pájaros incautos, y una cierta incitación constante y 
silenciosa a invertir todos los valores y todas las costumbres establecidas. 
¡Cómo! ¿No será que todo es humano, demasiado humano? Dicen que 
esto es lo que se exclama cuando se acaba de leer un libro mío, no sin 
cierta desconfianza e incluso horror hacia la moral; más aún con cierta 
disposición y ánimo para defender un día las cosas peores, porque ¿no 
han sido éstas las más calumniadas? Han dicho también que mis escritos 
enseñan a sospechar e incluso a despreciar, pero afortunadamente que 
también enseñan valentía y hasta temeridad. Realmente no creo que nadie 
haya sospechado tan profundamente del mundo, no sólo como abogado 
del diablo, sino incluso a veces, por usar el lenguaje teológico, como 
enemigo y acusador de Dios; y quien vislumbre las consecuencias que 
implica toda sospecha profunda, los estremecimientos y las angustias de 
esa soledad a la que condena la absoluta diferencia de puntos de vista, 
entenderá igualmente cuánto he intentado resguardarme en cualquier 
parte, ya sea recurriendo a la veneración, a la hostilidad, a la ciencia, a la 
frivolidad o a la estupidez, para descansar y casi para olvidarme de mí 
mismo; y porque también, cuando no encontraba lo que necesitaba, he 
tenido que procurármelo artificialmente, ya sea falsificando o inventando. 
Pero ¿qué otra cosa han hecho siempre los poetas?, ¿Para qué serviría 
todo el arte del mundo? Con todo, lo que necesitaba cada vez más para 
curarme y restablecerme era creer que yo no era el único en ser así y en 
ver así: un maravilloso presentimiento de parentesco y de afinidad en la 
manera de ver y de desear, que he cerrado los ojos consciente y 
voluntariamente a ese ciego deseo que muestra Schopenhauer hacia la 
moral, en una época en que yo tenía ideas muy claras al respecto, que me 
he engañado, además, a mí mismo respecto al incurable romanticismo de 
Richard Wagner, como si fuera un principio y no un final; y lo mismo 
respecto a los griegos, a los alemanes y su futuro, y a un sinfín de cosas 
más. Pero aunque todo esto fuese cierto y el reproche resultara justo, 
9
¿qué saben ustedes, qué pueden saber de la cantidad de astucia, instinto 
de conservación, razonamiento y precaución superior que hay en ese 
autoengaño y toda la falsedad que necesito para poder estar 
constantemente permitiéndome el lujo de mantener mi verdad?… Basta 
decir que vivo y que la vida no es, en última instancia, un invento de la 
moral, sino que busca el engaño y vive de él… Pero ¿a qué he vuelto a las 
andadas y a hacer lo que siempre he hecho, antiguo inmoralista y cazador 
de pájaros? ¿A qué estoy hablando de manera inmoral, extra-moral,«más 
allá del bien y del mal».?
2. Por eso, cuando un día la necesité, inventé para mi uso particular la 
expresión «espíritus libres», a quienes dedico este libro, fruto a la vez del 
desaliento y del entusiasmo, titulado Humano, demasiado humano. 
Espíritus libres así no los hay ni los ha habido nunca: pero yo precisaba 
entonces de su compañía para estar de buen humor entre malos humores 
(enfermedad, aislamiento, destierro, acedía , inactividad), como 
compañeros atrevidos y fantásticos, con los que se bromea, se ríe y se los 
manda a paseo cuando se ponen pesados, en sustitución de los amigos 
que me faltaban. Yo seré el último en dudar de que un día pueda haber 
espíritus libres de esta clase, que nuestra Europa cuente entre sus hijos de 
mañana y de pasado mañana con semejantes compañeros alegres y 
atrevidos, corporales y tangibles, y no, como en mi caso, a título de 
espectros y de sombras que vienen a entretener a un anacoreta. Ya los 
veo llegar lenta, muy lentamente; ¿no estoy yo apresurando su llegada al 
describir de antemano bajo qué auspicios los veo nacer, por qué camino 
los veo acercarse?…
3. Cabe esperar que la aventura decisiva de un espíritu en el que madure 
y alcance su plena sazón el tipo de «espíritu libre» sea un acto de 
desvinculación, antes del cual sería un espíritu esclavo, aparentemente 
encadenado para siempre a su rincón y a su columna. ¿Cuál es el vínculo 
más sólido? En hombres raros y exquisitos, los deberes; y tratándose 
además de jóvenes, el respeto, la timidez, el enternecerse ante todo lo que 
se considera digno y venerable desde muy antiguo, el reconocimiento al 
suelo que nos ha alimentado, a la mano que nos ha guiado, al santuario 
donde aprendimos a rezar… los momentos elevados serán los que nos 
obligarán más sólidamente y de un modo más permanente. La gran 
liberación de los esclavos de esta índole se produce repentinamente, 
como un temblor de tierra: el alma joven se siente de pronto agitada, 
desarraigada, arrancada; ni siquiera comprende lo que le sucede. Es una 
10
instigación, un impulso que actúa y se apodera de ellos como una orden, 
despertándose en su alma una voluntad, un deseo de ir hacia adelante, 
adonde sea y a cualquier precio; en todos sus sentidos brilla y resplandece 
una violenta y peligrosa curiosidad por un mundo que aún está por 
descubrir. La voz imperiosa de la seducción dice: «Antes morir que vivir 
aquí» y este «aquí», este «en casa», ¡es todo lo que había amado hasta 
ese momento! Un miedo y una desconfianza repentinos hacia todo lo que 
amaba, un relámpago de desprecio hacia lo que consideraba su «deber», 
un deseo sedicioso, arbitrario, impetuoso como un volcán, de viajar, de 
expatriarse, de alejarse, de refrescarse, de salir de la embriaguez, de 
convertirse en hielo; un odio hacia el amor; tal vez un paso y una mirada 
sacrílega hacia atrás, hacia donde hasta ese momento había amado y 
rezado: quizás un ruborizarse por lo que acaba de hacer y, a la vez un 
grito de alegría por haberlo hecho, un estremecimiento de embriaguez y de 
gozo interno en el que se revela una victoria… ¿Una victoria? ¿Sobre 
qué? ¿Sobre quién? Victoria enigmática, cuestionable, sospechosa, pero 
que es, a fin de cuentas, la primera victoria. Todas estas cosas constituyen 
los males y los sufrimientos que configuran la historia de esta gran 
liberación. A la vez, esta primera explosión de fuerza y de voluntad de 
autodeterminación y de autoestima, esta voluntad de querer libremente es 
una enfermedad que puede aniquilar al hombre: ¡y qué grado de 
enfermedad se manifiesta en las pruebas y extravagancias salvajes 
mediante las cuales el emancipado, el liberado trata en lo sucesivo de 
probar su dominio sobre las cosas! Con insaciable avidez lanza flechas a 
su alrededor; paga su botín con una excitación peligrosa de su orgullo; 
desgarra lo que le atrae. Con sonrisa maliciosa revuelve todo cuanto 
velaba el pudor; trata de ver qué parecen las cosas cuando se las pone al 
revés. Por satisfacer tal vez un simple capricho, se muestra ahora 
benevolente, con todo lo que hasta este momento estaba mal considerado 
y merodea, curioso y tentado, en torno al fruto más prohibido. En lo 
recóndito de sus agitaciones y desbordamientos porque en su camino se 
halla inquieto y desorientado como en un desierto, se esconde el 
interrogante de una curiosidad cada vez más peligrosa. «¿No cabría 
invertir todos los valores? ¿No podría el bien ser el mal y Dios un invento y 
una artimaña del diablo? A fin de cuentas, ¿no podría ser todo falso? Y si 
nos consideramos engañados, ¿no nos hemos de considerar también 
engañadores? ¿No habremos de ser engañadores?». Estos pensamientos 
lo guían y lo extravían, llevándolo cada vez más adelante, más lejos. La 
soledad, esa terrible diosa, madre cruel de las pasiones, lo retiene en su 
círculo y en sus anillos, cada vez más amenazadora, asfixiante y opresiva. 
11
Pero ¿quién sabe hoy lo que es la soledad?
4. De este enfermizo aislamiento, del desierto de estos años de buscar a 
tientas, resta mucho hasta alcanzar esa enorme seguridad, esa salud 
desbordante, que no puede prescindir de la enfermedad, como medio y 
anzuelo del conocimiento; hasta lograr esa libertad madura del espíritu, 
que es también autodominio y disciplina del corazón, y que permite 
acceder a formas múltiples y opuestas de pensar; hasta ese estado 
interior, rebosante y hastiado por el exceso de riquezas, que excluye el 
peligro de que el espíritu se salga, por así decirlo, de su ruta y se 
encapriche en algún sitio, quedándose sentado en cualquier rincón: hasta 
esa superabundancia de fuerzas plásticas, curativas, modeladoras y 
reconstituyentes, que representa precisamente el signo de la gran salud, 
esa superabundancia que confiere al espíritu libre el peligroso privilegio de 
vivir como una tentativa y de correr aventuras: el privilegio del espíritu libre 
de ser maestro en su arte. A partir de este momento puede vivir largos 
años de convalecencia, con fases de muchos colores y una mezcla de 
dolor y de encanto, dominados y frenados por una voluntad férrea de estar 
sano, que con frecuencia se reviste y se disfraza de salud. Se trata de un 
estado intermedio que un hombre con semejante destino no puede 
recordar luego sin emocionarse: se apodera de él un benéfico sol de pálida 
y delicada luz, así como la sensación de tener la libertad, la vista y la 
insolencia del pájaro, a lo que se une una cierta curiosidad y un tierno 
menosprecio. En este estado, la fría expresión «espíritu libre» resulta 
bienhechora y casi reconfortante. Se vive sin estar ya encadenado por el 
amor o el odio: sin afirmar ni negar, voluntariamente cerca, 
voluntariamente lejos, complaciéndose sobre todo en escapar, en 
evadirse, en levantar el vuelo, unas veces para huir, otras para elevarse 
por medio de las alas; se siente uno hastiado como quien ha visto alguna 
vez por debajo de él, una inmensa y caótica multiplicidad de objetos, y se 
convierte en lo contrario de quienes se preocupan de cosas que no les 
incumben. En efecto, lo que en adelante concierne al espíritu libre son 
cosas, ¡y cuántas cosas! que ya no le preocupan…
5. Un paso más hacia la convalecencia y el espíritu libre se acerca a la 
vida lentamente, es cierto, casi a desgano, casi sin confianza. Todo cuanto 
lo rodea se vuelve otra vez más cálido, más dorado, por así decirlo: el 
sentimiento y la simpatía se hacen más profundos, y sobre él soplan brisas 
tibias de toda índole. Siente como si sus ojos se abrieran por vez primera a 
las cosas cercanas. Se maravilla y se sienta en silencio: ¿dónde estaba? 
12
¡Qué cambiadas le resultan esas cosas inmediatas y próximas! ¡Qué 
aterciopelado encanto parecen haber tomado! Mira hacia atrás con 
agradecimiento por sus viajes, su dureza, su olvido de sí mismo, sus 
miradas hacia lo lejos y sus vuelos de pájaros por las alturas heladas. 
¡Cuánto le alegra el no haberse quedado siempre «en su casa», encerrado 
en ella y entregado a la holgazanería!No hay duda de que estaba fuera de 
sí. Ahora se ve a sí mismo por primera vez, ¡y qué sorpresas descubre! 
¡Qué estremecimiento inusual! ¡Qué felicidad le reporta incluso la falta de 
vigor, la antigua enfermedad, las recaídas del convaleciente! ¡Cuánto le 
agrada sentarse tranquilamente con su mal, ejercitar su paciencia, 
acostarse a la puesta del sol! ¿Quién capta como él la felicidad que 
reporta el invierno con la contemplación de las sombras que forma el sol 
en la pared? Estos convalecientes, estos lagartos que han vuelto a medias 
a la vida, son las animales más agradecidos y modestos del mundo; 
algunos de ellos no dejan que pase un día sin prender un breve canto de 
alabanza del borde de su ropa. Y, hablando en serio, enfermar como lo 
hacen esos espíritus libres, permanecer enfermo largo tiempo y recobrar 
luego poco a poco la salud, quiero decir una salud mejor, constituye una 
terapia radical contra todo pesimismo (que, como sabemos, es el cáncer 
de esos héroes de la mentira que son los viejos idealistas). Administrarse 
la salud a pequeñas dosis durante largo tiempo representa una sabiduría, 
una sabiduría de la vida.
6. En este momento puede suceder que, entre los súbitos destellos de una 
salud todavía variable, sometida aún a altibajos, los ojos del espíritu libre, 
cada vez más libre, empiecen a descifrar el enigma de esa gran liberación 
que hasta entonces había permanecido en su memoria de una forma 
oscura, problemática, casi intangible. Mientras que antaño apenas se 
atrevía a preguntarse: «¿Por qué vivir tan apartado, tan solo, renunciar a 
todo lo que respetaba, incluso al respeto mismo, ser duro, desconfiar y 
odiar mis propias virtudes?». Ahora se atreve a plantearse la cuestión en 
voz alta y hasta oye algo parecido a una respuesta, que le dice: «Tenías 
que llegar a ser dueño de ti mismo y de tus virtudes. Antes eran ellas
quienes te dominaban, pero sólo tienen derecho a ser instrumentos tuyos 
junto a otros. Tenías que adueñarte de tu pro y de tu contra y aprender el 
arte de usarlos y de no usarlos de acuerdo con tu fin superior del 
momento. Tenías que aprender el carácter de perspectiva que tiene toda 
apreciación: la deformación, la distorsión y la aparente teleología de los 
horizontes y todo lo referente a la perspectiva, así como esa dosis de 
indiferencia necesaria que hay en todo pro y todo contra, la injusticia como 
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algo inseparable de la vida, la vida misma como condicionada por la 
perspectiva y su injusticia. Tenías que ver, sobre todo, con tus propios ojos 
dónde hay siempre más injusticia, a saber, allí donde la vida se desarrolla 
del modo más mezquino, estrecho, pobre y rudimentario y donde, pese a 
ello, no puede sino autoconsiderarse el fin y el medio de las cosas, 
desmenuzando y cuestionando, furtiva, minuciosa y asiduamente, en aras 
de su conservación, lo más grande, noble y rico que existe. Tenías que ver 
con tus propios ojos el problema de la jerarquía, y cómo van aumentado a 
la vez, conforme nos elevamos, el poder, la justeza y la extensión de la 
perspectiva. Tenías que…» ¡Pero basta! El espíritu libre sabe desde ahora 
a qué obedece ese «tienes que», lo mismo que sabe lo que puede y lo que 
a partir de este momento le está permitido…
7. De este modo se responde el espíritu libre respecto a este enigma de la 
liberación y, generalizando su caso, acaba explicando así todo lo que le ha 
ocurrido en su vida. Lo que me ha ocurrido, se dice, debe sucederle a todo 
hombre en quien quiera encarnarse una misión y «venir al mundo». El 
poder y la necesidad secretos de esa misión actuarán en sus destinos 
individuales y bajo ellos como un embarazo inconsciente: mucho antes de 
que éste se percate de esa misión y sepa su nombre. Nos domina nuestra 
vocación, aunque no la sepamos aún; el futuro regula la conducta de 
nuestro presente. Ya que la cuestión de la que tenemos derecho a hablar 
los espíritus libres es el problema de la jerarquía, y que éste constituye 
nuestro problema, hoy, en el mediodía de nuestra vida, empezamos a 
comprender qué preparativos, rodeos, pruebas, ensayos y disfraces 
necesitaba el problema que se «atrevía» a planteársenos y cómo 
debíamos, ante todo, experimentar en nuestra alma y en nuestro cuerpo 
los goces y los dolores más distintos y opuestos, como aventureros, como 
navegantes alrededor de este mundo interior llamado «hombre», como 
agrimensores de todo «más allá» y de todo «relativamente superior», que 
se llama asimismo hombre; avanzando en todas direcciones, casi sin 
miedo, sin avergonzarse de nada ni despreciar nada, sin perder nada, 
saboreándolo y purificándolo todo y pasándolo todo por la criba, por así 
decirlo, para separar todo lo accidental, hasta que al final tengamos los 
espíritus libres, derecho a decir «he aquí un problema nuevo. He aquí una 
larga escala, por cuyos peldaños hemos subido: escala que en algunos 
momentos hemos sido nosotros mismos. He aquí un más arriba y un más 
abajo, un por debajo de nosotros, una gradación inmensamente larga, una 
jerarquía que vemos; ¡he aquí… nuestro problema!».
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8. No hay psicólogo ni adivino a quien se le oculte, ni por un momento, a 
qué estadio de la evolución que acabo de describir, pertenece este libro (o, 
mejor dicho, en cuál ha sido colocado). Pero ¿dónde hay hoy psicólogos? 
En Francia, por supuesto; tal vez en Rusia; en Alemania, desde luego que 
no. Y no faltan razones para que los alemanes actuales consideren que 
ello los honra: ¡tanto peor, entonces, para un hombre cuya naturaleza y 
cuya vocación son en este punto antialemanes! Este libro alemán, que ha 
sido capaz de encontrar lectores en un amplio círculo de países y de 
pueblos, hace casi diez años de esto, y que debe tener una cierta 
habilidad musical, un cierto arte para tocar la flauta con vistas a seducir 
mediante él, hasta los toscos oídos de los extranjeros; es precisamente en 
Alemania donde se ha leído con mayor descuido y donde ha sido peor 
entendido. ¿A qué se debe esto? «Exige demasiado me han respondido, 
va dirigido a hombres liberados del apremio de las obligaciones ordinarias, 
precisa inteligencias sutiles y delicadas, requiere algo superfluo: el lujo del 
ocio, un cielo y un corazón puros, un otium en el sentido más audaz: cosas 
buenas todas ellas, pero que los alemanes actuales no tenemos y que, por 
consiguiente, no podemos dar». Ante una respuesta tan modosa, mi 
filosofía me aconseja que me calle y que no lleve más lejos mis preguntas, 
sobre todo porque en ciertos casos, como dice el proverbio, sólo se es 
filósofo quedándose uno en silencio.
Niza, primavera de 1886.
15
CAPÍTULO PRIMERO: LAS COSAS PRIMERAS 
Y LAS ÚLTIMAS
16
1. Química de las Ideas y de los Sentimientos.
Los problemas filosóficos vuelven hoy a presentar la misma forma en casi 
todas las obras que hace dos mil años: ¿Cómo puede nacer una cosa de 
su contraria, por ejemplo, lo racional de lo irracional, lo vivo de lo muerto, 
la lógica del ilogismo, la contemplación desinteresada del deseo ávido, el 
vivir para los demás del egoísmo, la verdad del error? La filosofía 
metafísica se las ingenió hasta hoy para superar esta dificultad, negando 
que una cosa naciese de la otra y aceptando que las cosas superiormente 
valiosas tienen un origen milagroso, que salen del núcleo y de la esencia 
de la «cosa en sí». En cambio, la filosofía histórica, que no puede 
concebirse en modo alguno al margen de la ciencia natural y que es el 
más reciente de los métodos filosóficos, ha descubierto en ciertos casos 
particulares (y es verosímil que esta conclusión valga para todos) que no 
hay contrarios, a excepción de la habitual exageración de la concepción 
popular o metafísica y que en la base de esta oposición hay un error de la 
razón: de acuerdo con esta explicación, no existe, en un sentido estricto, ni 
conducta no egoísta, ni contemplación totalmente desinteresada; las dos 
no son sino sublimaciones en las que el elemento fundamental casi se ha 
volatizado y no manifiesta su presenciamás que a una observación muy 
sutil. Todo lo que necesitamos y que, por primera vez, puede sernos dado 
merced al nivel actual de las ciencias particulares, es una química de las 
representaciones y de los sentimientos morales, religiosos, estéticos, así 
como de todas las emociones que experimentamos en las relaciones 
pequeñas y grandes de la civilización y de la sociedad, e incluso en el 
aislamiento. Pero ¿qué sucedería si esta química llegara a la conclusión 
de que también en este campo los colores más bellos son producto de 
materias viles e incluso despreciadas? ¿Les complacerá a muchas 
personas proseguir estas investigaciones? La humanidad tiende a excluir 
de su pensamiento las cuestiones relativas al origen y al principio. ¿No hay 
que ser casi inhumano para experimentar en uno mismo la inclinación 
opuesta?
17
2. El Pecado Original de los Filósofos.
Todos los filósofos tienen en su haber esta falta común: partir del hombre 
actual y pensar que analizándolo pueden alcanzar su objetivo. 
Involuntariamente, presuponen que «el hombre» es una verdad eterna, un 
elemento fijo en medio de todos los torbellinos, una medida firme de las 
cosas. Sin embargo, todo lo que el filósofo enuncia del hombre no es, a fin 
de cuentas, sino un testimonio relativo al hombre de un espacio de tiempo 
muy limitado. La falta de sentido histórico es el pecado original de todos 
los filósofos: incluso muchos, en su ignorancia, consideran que la forma 
fija de la cual se ha de partir, es la del hombre más actual, sometido a la 
influencia de ciertas religiones y hasta de sucesos políticos concretos. Se 
niegan a entender que el hombre y la facultad cognoscitiva misma, son el 
resultado de una evolución; llegando algunos incluso a deducir la totalidad 
del mundo de dicha facultad cognoscitiva. Por el contrario, todo lo esencial
del desarrollo humano se produjo en tiempos lejanos, mucho antes de los 
cuatro mil años que aproximadamente conocemos; en estos últimos años 
el hombre no puede haber cambiado mucho. Pero el filósofo ve «instintos» 
en el hombre actual y acepta que tales instintos corresponden a los datos 
inmutables de la humanidad y que, por consiguiente, pueden suministrar la 
clave para entender el mundo en general; toda la teleología se basa en el 
hecho de considerar que el hombre de los últimos cuatro mil años es el 
hombre eterno, con el que todas las cosas del mundo guardan una 
relación natural desde su principio. Sin embargo, todo ha evolucionado; no 
hay hechos eternos, como no hay verdades eternas. Por eso es necesaria 
de hoy en adelante la filosofía histórica, y junto a ella la virtud de la 
modestia.
18
3. La Estimación de las Verdades Sin Apariencia.
Una civilización superior se caracteriza por estimar más las pequeñas 
verdades sin apariencia que han sido descubiertas con un método estricto, 
que los errores bienhechores y deslumbrantes que proceden de épocas y 
de individuos metafísicos y artistas. Pronto acuden a los labios injurias 
contra las primeras, como si no pudiera haber una igualdad de derechos 
entre unas y otros: cuanto más modestas, honradas, tranquilas y humildes 
aparezcan aquellas, más hermosos, brillantes, ruidosos y hasta beatíficos 
se manifiestan éstos. Pero lo que, tras enconada lucha, se ha conquistado 
descubriéndose como cierto, duradero y por ello pletórico de 
consecuencias para todo el conocimiento posterior es, a fin de cuentas, lo 
más noble; ajustarse a ello representa una prueba de virilidad, de valentía, 
de honradez y de templanza. Poco a poco, no sólo el individuo, sino la 
humanidad entera se va elevando a esa virilidad, cuando acaba 
habituándose a estimar más los conocimientos seguros y duraderos, y a 
abandonar toda creencia en la inspiración y en la comunicación milagrosa 
de las verdades. Los adoradores de las formas, con su escala de lo bello y 
lo sublime, tendrán, ciertamente, buenas razones para ridiculizar, cuando 
la estimación de las verdades sin apariencia y del espíritu científico 
empiecen a imponerse: pero ello se debe a que su mirada no se encuentra 
todavía abierta al atractivo de la forma más simple, o a que los hombres 
educados en este espíritu no han llegado aún a compenetrarse plena e 
íntimamente con él, mientras que, sin darse cuenta, continúan 
persiguiendo las viejas formas (y ello bastante mal, como le ocurre a quien 
no se interesa mucho por algo). Antiguamente, el espíritu no se restringía 
a un método estricto de pensar, y su actividad consistía en trabar bien 
símbolos y formas. Esto ha variado; dedicarse seriamente al simbolismo 
ha pasado a ser una característica de una civilización inferior. Lo mismo 
que nuestras artes son cada vez más intelectuales y nuestros sentidos 
más espirituales, y lo mismo que, por ejemplo, se juzga hoy de muy 
distinto modo lo que hace cien años sonaba bien a los sentidos. 
Igualmente nuestras formas de vida se vuelven cada vez más espirituales, 
más feas
19
quizás a los ojos de épocas anteriores, pero ello se debe sólo a que éstas 
no eran capaces de ver cómo el imperio de la belleza interior, espiritual se 
va haciendo continuamente más profundo y más amplio, y en qué medida 
todos nosotros podemos valorar hoy más la visión espiritual, interior, que 
la composición más hermosa o la obra arquitectónica más sublime.
20
4. La astrología y similares.
Es verosímil que los objetos del sentimiento religioso, moral, estético y 
lógico sólo correspondan a la superficie de las cosas, aunque el hombre 
crea de buen grado que, al menos allí, está tocando el corazón del mundo; 
se forja ilusiones, porque estas cosas le producen una felicidad y un dolor 
sumamente profundos, con lo que está dando muestras del mismo orgullo 
que en el terreno de la astrología. Efectivamente, ésta cree que el cielo 
estrellado gira a tenor del destino de los hombres; el hombre moral, a su 
vez, supone que lo que tan profundamente le llega al corazón, ha de ser 
también la esencia y el corazón de las cosas.
21
5. Malas interpretaciones de los sueños.
En las épocas de civilización informe y rudimentaria, el hombre, cuando 
soñaba, creía conocer un segundo mundo real; este es el origen de toda 
metafísica. Sin soñar, no habría tenido la posibilidad de distinguir el 
mundo. La división en alma y cuerpo responde también a la concepción 
más antigua del sueño, al igual que la creencia en los espíritus y 
verosímilmente también de la creencia en los dioses. Antaño, durante 
muchos miles de años, se razonaba diciendo: «El muerto sigue vivo porque
se aparece a los vivos en sueños».
22
6. El espíritu de la ciencia es poderoso en la parte, pero no 
en el todo.
Los campos menores y diferenciados de la ciencia son abordados de un 
modo puramente objetivo; las grandes ciencias generales, en cambio, 
consideradas como un todo se plantean la cuestión puramente ideal de por 
qué y con qué utilidad. A consecuencia de esta preocupación por la 
utilidad, las ciencias son tratadas en su conjunto, menos impersonalmente 
que en sus partes. Ahora bien, como la filosofía ocupa la cúspide de la 
pirámide de las ciencias, se ve involuntariamente impulsada a plantear el 
problema de la utilidad del conocimiento en general. Y toda filosofía se 
siente forzada a concederle la utilidad más noble. Esta es la razón de que 
en todas las filosofías haya tenido tanta preponderancia la metafísica y se 
haya temido tanto a las respuestas de la física, que parecen 
insignificantes, porque la importancia del conocimiento para la vida debe
resultar tan grande como sea posible. De ahí el antagonismo entre los 
campos concretos de la ciencia y la filosofía. Esta última pretende lo 
mismo que el arte: conceder a la vida y a la acción la mayor profundidad y 
significado posible: En los primeros se busca el conocimiento y nada más, 
como algo que ha de brotar de ellos. Hasta ahora no ha existido un filósofo 
para quien la filosofía no haya sido una apología del conocimiento. Al 
menos en este punto todos son optimistas: hay que atribuiral 
conocimiento la máxima utilidad. Todos han sido tiranizados por la lógica y 
esta es en esencia una forma de optimismo.
23
7. El aguafiestas de la ciencia.
La filosofía se separó de la ciencia cuando se hizo la pregunta: ¿con qué 
conocimiento del mundo y de la vida vive el hombre más feliz? Esto se 
hizo ya en las escuelas socráticas: mediante la consideración de la 
felicidad se estranguló las venas de la investigación científica, y hoy se 
sigue haciendo lo mismo.
24
8. Explicación neumática de la naturaleza.
La metafísica hace una explicación neumática del libro de naturaleza, 
como la que hicieron antaño de la Biblia la Iglesia y sus sabios. Se 
requiere mucha capacidad de comprensión para aplicar a la naturaleza el 
mismo género de explicación estricta que han establecido ahora los 
filólogos para todos los libros: limitarse a entender simplemente lo que 
quiere decir el texto, sin buscar un doble sentido, ni suponerlo siquiera. 
Pero lo mismo que en lo referente a los libros no se ha superado aún del 
todo la forma mala de explicar y hasta en la sociedad más culta 
encontramos a cada paso restos de explicación alegórica y mística, 
igualmente ocurre respecto a la naturaleza y todavía peor.
25
9. El mundo metafísico.
Podría existir, ciertamente, un mundo metafísico; apenas puede negarse 
su posibilidad absoluta. Lo consideramos todo con un cerebro humano y 
no podemos extirpar ese cerebro. Con todo, siempre queda en pie la 
cuestión de saber qué sería el mundo si extirpáramos aquél. Éste es un 
problema meramente científico y no muy propio para que preocupe a los 
hombres. Pero todo lo que hasta ahora les ha hecho considerar que las 
hipótesis metafísicas son valiosas, temibles o agradables, lo que las ha 
creado, es pasión error y autoengaño. Los métodos cognoscitivos que nos 
han enseñado a creer en tales hipótesis no sólo no son los mejores, sino 
que son los peores. Desde que estos métodos se revelaron como 
fundamento de todas las religiones y metafísicas existentes, quedaron 
refutados. Pese a ello subsiste semejante posibilidad, aunque no podemos 
conseguir nada de ella y menos aún hacer que la felicidad, la salud y la 
vida dependan de la telaraña de dicha posibilidad. En última instancia, sólo 
podríamos explicar el mundo metafísico con atributos negativos, puesto 
que es diferente de nosotros y esa diferencia nos resulta inaccesible e 
incomprensible. Aunque se demostrase la existencia de ese mundo de la 
manera mejor, quedaría probado también que su conocimiento es para 
nosotros el más indiferente, más, aún de lo que es para quien navega en 
medio de una tempestad conocer el análisis químico del agua.
26
10. Inocuidad de la metafísica en el futuro.
Desde el momento en que describamos el origen de la religión, del arte y 
de la moral, de forma que puedan explicarse enteramente, sin recurrir a 
conceptos metafísicos ni en su principio ni en su trayectoria, desaparecerá 
el interés que se atribuía al problema meramente teórico de la «cosa en 
sí» y de la «apariencia». Porque, en cualquier caso, con la religión, el arte 
y la moral no alcanzamos el «ser en sí del mundo». Estamos en el terreno 
de la representación y ninguna «intuición» puede hacernos avanzar. Con 
toda tranquilidad abandonaremos el problema de saber cómo es posible 
que nuestra imagen del mundo, difiera tan radicalmente de la naturaleza 
del mundo que deduce el razonamiento en el terreno de la fisiología y de la 
historia de la evolución de los organismos y de las ideas.
27
11. El lenguaje como presunta ciencia.
La importancia del lenguaje para el desarrollo de la civilización se debe a 
que el hombre ha colocado en él, un mundo propio al lado del otro, 
habiendo considerado que esta posición era lo bastante sólida para, desde 
ella, sacar de sus goznes el resto del mundo y adueñarse de él. Como 
durante dilatados espacios de tiempo el hombre ha creído que las ideas y 
los nombres de las cosas eran verdades eternas, surgió en él un orgullo 
que lo hizo situarse por encima del animal: creía realmente que el lenguaje 
equivalía al conocimiento del mundo. El creador de palabras no era lo 
bastante modesto como para comprender que no estaba haciendo más 
que dando nombres a las cosas, y, por el contrario, se figuraba que 
mediante las palabras expresaba la ciencia suprema de las cosas; de 
hecho, el lenguaje es el primer grado del esfuerzo que hay que hacer para 
llegar a la ciencia, También en este caso la fe en la verdad descubierta, 
fue el punto de partida del que derivó la fuente más poderosa de fuerza. 
Mucho después, prácticamente en nuestros días, los hombres empezaron 
a vislumbrar que han estado extendiendo un error monstruoso al creer en 
el lenguaje. Afortunadamente, ya es demasiado tarde para que esto 
produzca un retroceso en la evolución de la razón que se basa en esa 
creencia. La lógica se basa también en postulados que no tienen 
correspondencia alguna en el mundo real: por ejemplo, en el postulado de 
la igualdad de las cosas, de la identidad de una cosa consigo misma en 
diferentes momentos; pero esta ciencia surgió de la creencia opuesta (que 
existían ciertamente cosas de este género en el mundo real). Lo mismo 
ocurre con las matemáticas, que seguramente no hubiesen nacido, de 
haberse sabido antes que en la naturaleza no existen ni líneas 
exactamente rectas, ni auténticos círculos, ni dimensiones absolutas.
28
12. El sueño y la civilización.
La función cerebral que más alterada resulta mientras soñamos es la 
memoria: no es que se paralice por entero, pero queda reducida a un 
estado de imperfección similar al que debió tener en todo hombre durante 
el día y la vigilia en los primeros tiempos de la humanidad. Arbitraria y 
confusa como es, confunde continuamente las cosas en virtud de las más 
leves similitudes. Sin embargo, con idénticos arbitrio y confusión idearon 
los hombres sus mitologías. Todavía hoy los viajeros suelen observar que 
el salvaje tiende a olvidar, que su espíritu empieza a titubear tras un breve 
esfuerzo de memoria, y que comienza a decir mentiras y cosas absurdas 
por puro cansancio. Ahora bien, cuando soñamos todos nos parecemos a 
ese salvaje; el reconocimiento imperfecto y la asimilación equivocada son 
causa del mal razonamiento en que incurrimos cuando soñamos; hasta el 
punto de que ante la clara representación de un sueño, tenemos miedo de 
nosotros mismos, de ocultar en nosotros tanta locura. La perfecta claridad 
de todas las representaciones en un sueño, que se basa en la absoluta 
creencia en su realidad, nos recuerda estados anteriores de la humanidad 
en que la alucinación afectaba, de vez en cuando y al mismo tiempo, a 
comunidades enteras, a pueblos enteros. Así al dormir y al soñar 
rehacemos una vez más la tarea de la humanidad anterior.
29
13. La lógica del sueño.
Durante el sueño, nuestro sistema nervioso está continuamente excitado 
por múltiples causas internas; casi todos los órganos se separan y están 
en actividad: la sangre lleva a cabo con ímpetu su revolución, la postura 
del que duerme comprime ciertos miembros, la ropa de cama afecta a la 
sensación de distintas formas, el estómago digiere y agita con sus 
movimientos a otros órganos, los intestinos se retuercen, la posición de la 
cabeza produce estados musculares inusuales, los pies descalzos, al no 
pisar con sus plantas el suelo, experimentan un sentimiento inhabitual, lo 
mismo que la ropa diferente de todo el cuerpo; todo esto según su grado 
de cambio y de cotidianeidad, excita por su carácter extraordinario a todo 
el sistema nervioso hasta en la función del cerebro; y, de este modo, hay 
mil motivos para que el espíritu se asombre y busque las razones de esa 
excitación: porque soñar es investigar y representarse las causas de las 
impresiones así suscitadas, es decir, de las causas supuestas. Quien, por 
ejemplo, se envuelve los pies con dos vendas puede soñar que tiene dos 
serpientes enroscadas a ellos: se trata primero de una hipótesis, luegode 
una creencia acompañada de una representación y de una invención de 
forma. El espíritu del que duerme juzga de la siguiente manera: «Estas 
serpientes deben ser la causa de esta impresión que yo que estoy 
durmiendo, tengo». La imaginación excitada le presenta este pasado 
inmediato, descubierto mediante un razonamiento. Todos sabemos por 
experiencia con qué rapidez introduce quien sueña un sonido fuerte que 
llega hasta él, por ejemplo, unas campanadas, unos cañonazos, en la 
trama de su sueño, es decir, deduce su explicación al revés, de manera 
que cree experimentar primero las circunstancias que lo ocasionan y luego 
el correspondiente sonido. Ahora bien, ¿cómo es posible que el espíritu 
del que sueña incurra siempre en una falsedad, hasta el punto de que le 
baste la primera hipótesis que le venga a la cabeza en orden a explicar 
una sensación, para creer de inmediato en su verdad, pese a que ese 
mismo espíritu, durante la vigilia, suele ser tan reservado, prudente y 
escéptico ante las hipótesis?
30
Porque mientras soñamos creemos en nuestro sueño como si fuera una 
realidad, es decir, consideramos nuestra hipótesis totalmente demostrada. 
Creo que, del mismo modo como razona hoy el hombre cuando sueña, 
razonaba la humanidad incluso durante la vigilia a lo largo de muchos 
miles de años. Le bastaba y consideraba verdadera la primera «causa» 
que se le presentaba a su espíritu para explicar algo que requería 
explicación. Es lo que hacen todavía hoy los salvajes, según los relatos de 
viajeros. Durante el sueño sigue actuando en nosotros ese residuo muy 
antiguo de humanidad, porque sobre esa base se desarrolló la razón 
superior y se desarrolla todavía en cada hombre: el sueño nos conduce a 
lejanos estados de la civilización humana y pone en nuestras manos un 
medio de entenderlos. Si hoy nos resulta tan fácil pensar mientras 
soñamos es, precisamente, porque durante larguísimos períodos de la 
evolución humana, hemos sido adiestrados en esa forma de explicación 
fantástica y gratuita mediante la primera idea que aparece. Así, entonces 
el sueño es un recreo para el cerebro que, durante el día, tiene que 
responder a las severas exigencias del pensamiento tal como han sido 
establecidas por la cultura superior. Hay un fenómeno afín que podemos 
considerar en la inteligencia despierta como pórtico y vestíbulo del sueño. 
Cuando cerramos los ojos, el cerebro produce una multitud de 
sensaciones de luz y de color, posiblemente como una especie de 
resonancia y de eco de todos los fenómenos luminosos que durante el día 
actúan sobre él. Más aún, la inteligencia, de acuerdo con la imaginación, 
convierte al instante esos juegos de colores, que son informes en sí, en 
figuras concretas, personajes, paisajes, grupos animados. El fenómeno 
particular que acompaña a este hecho es también una especie de 
conclusión del efecto a la causa: mientras el espíritu pregunta de dónde 
provienen dichas sensaciones de luz y de color, supone como causas esas 
figuras y esos personajes: desempeñan para él el papel de ocasión de 
esos colores y de esas luces, porque, cuando es de día y tiene los ojos 
abiertos, está habituado a encontrar una causa ocasional para cada color y 
para cada impresión de luz. En este caso, pues, la imaginación suministra 
constantemente imágenes que recoge, para reproducirlas, de las 
impresiones visuales del día. Esto es precisamente lo que hace la 
imaginación cuando soñamos; lo cual significa que la presunta causa se 
deduce del efecto y se presupone después de éste y todo ello con suma 
rapidez, de forma que, como cuando vemos actuar a un prestidigitador, 
31
puede surgir un juicio confundido, al interpretarse una sucesión como algo 
simultáneo o como una sucesión en sentido contrario. De estos fenómenos 
cabe deducir lo muy tarde que se desarrolló el pensamiento lógico con una 
cierta precisión y con una investigación estricta de la causa y el efecto, 
cuando todavía hoy nuestras funciones intelectuales y racionales 
retroceden a las formas primitivas de razonamiento y vivimos en este 
estado casi la mitad de nuestra vida. También el poeta, el artista, atribuye 
supuestas causas a sus estados que no son plenamente verdaderas, 
recordando con esto a la humanidad arcaica y ayudándonos a entenderla.
32
14. Resonancia.
Todas las disposiciones anímicas algo fuertes implican una resonancia de 
impresiones y de estados análogos; y excitan igualmente la memoria. Con 
motivo de ellas, se despierta en nosotros el recuerdo de algo y la 
conciencia de estados similares y del origen de éstos. De este modo se 
forman rápidas asociaciones habituales de sentimientos y de ideas que, 
finalmente, cuando se suceden con la rapidez del relámpago, ya no se 
perciben como complejidades, sino como unidades. En este sentido, se 
habla del sentimiento moral y del sentimiento religioso como si fuesen 
puras unidades, cuando en realidad son ríos con cien manantiales y 
afluentes. También aquí, como ocurre tan frecuentemente, la unidad de la 
palabra no garantiza la unidad de la cosa.
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15. En el mundo no hay un fuera ni un dentro.
Al igual que Demócrito aplicaba los conceptos de arriba y abajo al espacio 
infinito, en los que no tienen sentido, los filósofos en general han aplicado 
los conceptos de dentro y de fuera a la esencia y a la apariencia del 
mundo; piensan que mediante sentimientos profundos puede penetrarse 
en el interior, acercarse al corazón de la naturaleza. Ahora bien éstos son 
sólo profundos en el sentido de que con ellos se excitan por lo regular, de 
un modo apenas sensible, ciertos grupos complejos de pensamiento que 
llamamos profundos: Un sentimiento es profundo en la medida que 
consideremos que lo son los pensamientos que lo acompañaron. No 
obstante, el pensamiento profundo puede estar muy lejos de la realidad, 
como sucede, por ejemplo, con todo pensamiento metafísico; si quitamos 
al sentimiento profundo los elementos del pensamiento que están 
mezclados con él, quedará el sentimiento fuerte, y éste no asegura 
respecto al conocimiento nada más que a sí mismo, de igual modo 
precisamente que la creencia fuerte sólo prueba su fuerza, pero no la 
verdad de lo que se cree.
34
16. La apariencia y la cosa en sí.
Los filósofos suelen situarse ante la vida y la experiencia, ante lo que ellos 
llaman el mundo de la experiencia, como ante un cuadro pintado de una 
vez para siempre, que reprodujera la misma escena de un modo inevitable 
e invariable; piensan que dicha escena ha de ser bien interpretada para 
poder deducir así el ser que produjo el cuadro: de este modo pasan de 
este efecto a la causa, es decir, a lo incondicionado, a lo que siempre se 
consideró la razón suficiente del mundo de la apariencia. En contra de esta 
idea, entendiendo lo metafísico como lo incondicionado y, por 
consiguiente, también como lo incondicionante, debemos negar en sentido 
contrario toda dependencia entre lo incondicionado (el mundo metafísico) y 
el mundo que conocemos, de forma que en modo alguno incluya la 
apariencia a la cosa en sí y que sea rechazable todo intento de deducir la 
una de la otra. Por un lado no se tiene en cuenta el hecho de que tal 
cuadro, lo que los hombres llamamos actualmente vida y apariencia, ha 
llegado a ser lo que es paulatinamente, ya que incluso se encuentra 
todavía totalmente en trance de devenir, por lo que no puede tomarse por 
una dimensión estable, de la que se pudiera deducir legítimamente o por lo 
menos concluir algo respecto al creador (la causa suficiente). Como desde 
hace miles de años hemos estado mirando el mundo con pretensiones 
morales, estéticas, religiosas, con una tendencia ciega, con pasión o con 
miedo, embriagándonos de las impertinencias del pensamiento lógico, este 
mundo se ha ido volviendo poco a poco tan admirablemente abigarrado, 
terrible y lleno de sentido profundo y de alma. Ha sido pintado, 
ciertamente, ¡pero por nosotros! La inteligencia humana, en virtud de los 
apetitos y de las afecciones humanas,ha hecho que surja esta apariencia y
ha proyectado en las cosas sus concepciones erróneas fundamentales. 
Después, mucho después, se ha puesto a reflexionar: y entonces le han 
resultado tan extraordinariamente distintos y separados el mundo de la 
apariencia y la cosa en sí, que ha rechazado la posibilidad de deducir ésta 
de aquél, o ha exigido, con espantosos aires de misterio, que abdique
nuestra inteligencia, nuestra voluntad personal, para llegar a la esencia 
esencializándose ella misma
35
. Inversamente otros recogieron todos los rasgos característicos de 
nuestro mundo de la apariencia, esto es de la representación del mundo 
surgida de los errores intelectuales, que nos ha llegado por herencia y, 
en vez de culpar a la inteligencia, han responsabilizado a la esencia de las 
cosas, a título de causa de ese carácter real tan inquietante del mundo y 
han predicado la emancipación del ser. El constante y penoso avance de 
la ciencia logrará su mayor triunfo sobre estas concepciones, en una 
historia de la génesis del pensamiento, cuyo resultado podría llevar a esta 
proposición: lo que actualmente llamamos mundo es el resultado de 
múltiples errores y fantasías, que han ido surgiendo paulatinamente en la 
evolución del conjunto de los seres organizados, que se entremezclaron al 
crecer, llegando a nosotros por herencia como un tesoro acumulado a lo 
largo del pasado. Y digo tesoro porque el valor de nuestra humanidad 
radica en él. Ahora bien, la ciencia estricta realmente sólo puede liberarnos 
de ese mundo de la apariencia en una medida mínima, aunque, por otra 
parte, no sea deseable que lo haga, dado que no puede eliminar de raíz la 
fuerza de los hábitos antiguos de la sensibilidad, pero puede iluminar 
progresivamente y paso a paso la historia de la génesis de este mundo 
como representación, y elevarnos, por unos instantes al menos, por 
encima de toda la serie de hechos. Quizás reconozcamos entonces que la 
cosa en sí es digna de una risa homérica, ya que parecía ser mucho, 
incluso serlo todo, pero en realidad «es» algo vacío, especialmente algo 
vacío de sentido.
36
17. Las explicaciones metafísicas.
El joven acepta las explicaciones metafísicas porque le muestran algo que 
encierra gran interés, en cosas que consideraba desagradables o 
despreciables: y si está descontento de sí mismo, fomenta este 
sentimiento cuando en lo que tanto desaprueba de sí mismo reconoce el 
enigma íntimo del mundo o la miseria del mundo. Sentirse más 
irresponsable y encontrar a la vez las cosas más interesantes representa 
para él un doble beneficio que debe a la metafísica. Por supuesto que más 
tarde desconfiará de todas estas formas de explicación metafísica, y se 
dará cuenta quizás de que se pueden lograr estos mismos efectos 
igualmente bien y de un modo más científico, por otro camino que las 
explicaciones físicas e históricas proporcionan, igualmente bien al menos, 
sentimientos de alivio personal; y que ese interés por la vida y sus 
problemas adquiere tal vez más fuerza todavía.
37
18. Las cuestiones fundamentales de la metafísica.
Una vez que se haya escrito la historia de la génesis del pensamiento, 
adquirirá una luz nueva la siguiente frase de un eminente lógico: «La Ley 
general originaria del sujeto cognoscente consiste en la necesidad interior 
de reconocer todo objeto en sí, en su esencia propia, como un objeto 
idéntico a sí mismo que por lo tanto, existe por sí mismo y que en el fondo 
permanece siempre semejante a sí mismo e inmóvil; en suma, como una 
sustancia».
Incluso esta Ley que aquí se considera «originaria» es el resultado de un 
devenir: un día se verá claramente que esta tendencia surge poco a poco 
en los organismos inferiores, que los débiles ojos de topo de esos 
organismos sólo ven al principio lo idéntico, cómo después, cuando se 
hacen más intensas las diversas sensaciones de placer y de dolor, se van 
distinguiendo paulatinamente distintas sustancias, pero cada una con un 
solo atributo, es decir, en una relación única con tal organismo. El primer 
grado de la lógica es el juicio, cuya esencia, según la afirmación de los 
lógicos más notables, es la creencia. Toda creencia se basa en la 
sensación agradable o dolorosa respecto al sujeto que la experimenta. 
Una tercera sensación nueva, resultado de dos sensaciones anteriores 
aisladas, constituye el juicio en su forma más inferior. A los seres 
organizados sólo nos interesa del origen de una cosa: la relación que 
guarda con nosotros respecto al placer y al dolor. Entre los momentos en 
que adquirimos conciencia de esta relación, entre los estados en que 
tenemos sensaciones, hay momentos de reposo, de no sensación; 
entonces carecen de interés para nosotros, el mundo y todas las cosas. 
No apreciamos en ellos modificación alguna (de igual forma que ahora un 
hombre que esté muy interesado por algo no se da cuenta de que alguien 
pasa cerca de él). Para las plantas, todas las cosas son por lo general 
inmóviles y eternas, y cada cosa es idéntica a sí misma. De su período 
como organismo inferior, el hombre ha heredado la creencia de que hay 
cosas idénticas (sólo la experiencia formada por la ciencia más avanzada 
38
contradice esta proposición). Al principio, la creencia de todo ser orgánico 
es tal vez incluso que todo el resto del mundo es uno e inmóvil. Nada hay 
más lejano de este grado primitivo de la lógica que la idea de causalidad: 
cuando el individuo que siente se observa a sí mismo, considera toda 
sensación, toda modificación, como algo aislado, es decir incondicionado, 
independiente: surge de nosotros sin vínculo alguno con lo anterior o lo 
posterior. Tenemos hambre, pero al principio no pensamos que el 
organismo necesita alimentarse, sino que parece experimentarse esta 
sensación sin razón ni finalidad, aislada y como arbitraria. Del mismo 
modo, la creencia en la libertad de la voluntad es un error originario de 
todo ser orgánico, que se remonta al momento en que existen en él 
tendencias lógicas; también es un error antiguo de todo ser orgánico la 
creencia en sustancias incondicionadas y en cosas idénticas. Así, 
entonces, como toda metafísica se ha ocupado principalmente de las 
sustancias y de la libertad de la voluntad, puede ser definida como la 
ciencia que trata de los errores fundamentales del hombre, pero como si 
fueran verdades fundamentales.
39
19. El número.
El descubrimiento de las leyes numéricas se hizo basándose en el error, 
que ya imperaba originariamente, de que hay muchas cosas idénticas 
(aunque de hecho no haya nada idéntico) o, al menos, de que existen 
cosas (aunque no existan «cosas»). La mera noción de pluralidad supone 
ya que hay algo que se presenta repetidas veces: y aquí precisamente se 
da ya el error, porque estamos imaginando entidades y unidades 
inexistentes. Nuestras percepciones del tiempo y del espacio son falsas, 
porque, si las examinamos consecuentemente, conducen a 
contradicciones lógicas. En todas las afirmaciones científicas utilizamos 
inevitablemente dimensiones falsas, pero como estas dimensiones son por 
lo menos constantes (como nuestra percepción del tiempo y del espacio, 
por ejemplo), no por eso dejan de ser totalmente exactos y seguros los 
resultados científicos en sus relaciones mutuas; podemos seguir 
utilizándolos hasta llegar a ese punto final en el que los supuestos 
fundamentales erróneos, esos errores constantes, entran en contradicción 
con los resultados, como en la teoría atómica, por ejemplo. Entonces nos 
vemos obligados a aceptar una «cosa» o un «sustrato» material, que 
recibe el movimiento mientras que todo el procedimiento científico se ha 
impuesto precisamente la tarea de reducir a movimiento todo lo que tiene 
un carácter de cosa (lo material): también aquí separamos con nuestra 
sensación el motor y lo movido, sin salimos de ese círculo, ya que la 
creencia en cosas se encuentra incorporada a nuestro ser desde la 
antigüedad. Cuando Kant dijo: «La razón no recibe sus leyes de la 
naturaleza,sino que se las prescribe a ésta», afirmó algo totalmente cierto 
respecto al concepto de naturaleza, que estamos obligados a ligar a 
aquélla (naturaleza: mundo como representación, es decir, como error), 
pero que es la suma total de una multitud de errores de la inteligencia. A 
un mundo que no fuese una representación nuestra, no se le podrían 
aplicar enteramente las leyes numéricas: éstas sólo sirven en el terreno 
humano.
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20. Algunos escalones hacia atrás.
Cuando el hombre supera las ideas y las preocupaciones supersticiosas y 
religiosas, y, por ejemplo, no cree ya en el ángel de la guarda ni en el 
pecado original, habiendo dejado incluso de hablar de la salvación de las 
almas, alcanza un grado muy elevado de cultura: una vez obtenido ese 
grado de liberación, ha de triunfar todavía sobre la metafísica, merced a 
los mayores esfuerzos de su inteligencia. Pero entonces es necesario un 
movimiento de retroceso; es preciso que se considere la justificación 
histórica e incluso psicológica de tales representaciones y que se 
reconozca que se debe a ellas el mayor provecho de la humanidad. Que 
sin ese movimiento de retroceso, nos veríamos privados de los mejores 
resultados que ha obtenido la humanidad hasta hoy. Respecto a la 
metafísica filosófica, observo que actualmente cada vez hay más hombres 
que tienden a adoptar una actitud negativa (señalando que toda metafísica 
positiva es un error), pero que hay también unos pocos que retroceden 
unos cuantos escalones; conviene en efecto, superar con la mirada el 
último grado de la escala, pero no tratar de limitarse a ello. Los más 
ilustrados llegan precisamente lo bastante lejos para librarse de la 
metafísica y lanzar sobre ella una mirada por encima del hombro con aire 
de superioridad, pero aquí como en un hipódromo, hay que dar la vuelta 
para acabar la carrera.
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21. Presunta victoria del escepticismo.
Aceptemos por un instante el punto de partida escéptico: supongamos que 
no existe otro mundo metafísico y que todas las explicaciones que nos 
proporciona la metafísica del único mundo que conocemos nos resultan 
inútiles. ¿Con qué mirada contemplaríamos a los hombres y a las cosas? 
Podemos pensar que ello es útil aún en el caso de que se descartara la 
cuestión de saber si Kant y Schopenhauer demostraron científicamente 
alguna cuestión metafísica. Así, ateniéndonos a la verosimilitud histórica, 
es muy posible que la mayoría de los hombres lleguen un día a ser 
escépticos en relación a esto; entonces se plantea esta pregunta: ¿cómo 
actuará la raza humana bajo la influencia de esta convicción? Tal vez 
resulte tan difícil la demostración científica de un mundo metafísico 
cualquiera, sea el que sea, que la humanidad no logre desechar cierta 
desconfianza respecto a ella. Y si desconfiamos de la metafísica, 
llegaremos a las mismas consecuencias que si fuera refutada 
directamente y no tuviéramos ya derecho a creer en ella. La cuestión 
histórica relativa a una convicción no metafísica de la humanidad sigue 
siendo igual en ambos casos.
42
22. Incredulidad en el monumentum aere perennius.
Un importante inconveniente que acarrea la desaparición de opiniones 
metafísicas consiste en que el individuo limita demasiado su mirada a su 
corta existencia y no experimenta ya fuertes impulsos para crear 
instituciones duraderas, establecidas para siglos enteros; quiere recoger él 
mismo los frutos del árbol que planta y por tanto no planta ya árboles que 
requieran un cultivo regular durante siglos y que estén destinados a dar 
sombra a largas series de generaciones. Y es que las opiniones 
metafísicas suministran la creencia de que en ellas se encuentra la base 
definitiva y válida sobre la cual hay que establecer y construir en adelante 
todo el futuro de la humanidad; el individuo se procura la salvación 
cuando, por ejemplo, funda una iglesia o un monasterio: «esto me será 
tenido en cuenta, piensa, y puesto en mi haber en la existencia eterna de 
las almas, porque es trabajar por la salvación eterna de las almas». 
¿Puede la ciencia suscitar una creencia semejante en sus resultados? En 
realidad, sus dos colaboradoras más fieles son la duda y la desconfianza: 
pero con el tiempo la suma de verdades intangibles, es decir, que 
sobrevivan a todas las tormentas del escepticismo, a todos los análisis, 
puede llegar a ser lo suficientemente grande (por ejemplo, en la higiene de 
la salud) como para que alguien se decida a fundar obras «eternas». 
Mientras tanto, el contraste de nuestra efímera existencia agitada con el 
reposo de largo aliento de las épocas metafísicas, es todavía demasiado 
fuerte, dado que ambas épocas están aún demasiado cerca entre sí: el 
mismo individuo ha de atravesar hoy demasiadas evoluciones interiores y 
exteriores para atreverse a establecer algo duradero y de una vez para 
siempre, tan sólo para su existencia personal. Un hombre enteramente 
moderno que quiere, por ejemplo, construirse una casa experimenta en 
este sentido el mismo sentimiento que si fuera a emparedarse en vida 
dentro de un mausoleo.
43
23. La época de la comparación.
Cuanto menos encadenados están los hombres por la tradición, mayor es 
el movimiento interior de sus motivos, mayor a su vez por 
correspondencia, la agitación exterior, la compenetración recíproca de los 
hombres, la polifonía de los esfuerzos. ¿Por qué sigue existiendo hoy la 
obligación estricta de vincularse un hombre y su descendencia a una 
localidad? ¿Por qué siguen existiendo, en general, lazos estrechos? Del 
mismo modo que todos los estilos artísticos son imitados los unos de los 
otros, igualmente ocurre con todos los grados y géneros de moralidad, de 
costumbres y de culturas. Semejante época extrae su significado del 
hecho de que en ella pueden compararse y vivirse unas junto a otras 
concepciones del mundo, costumbres y culturas diferentes, cosa que no 
era posible antaño, en la época en que cada cultura se hallaba siempre 
delimitada a un lugar, debido a la vinculación de todos los géneros del 
estilo artístico a un espacio y a una época. Hoy un aumento del 
sentimiento estético decidirá definitivamente entre las múltiples formas que 
se ofrecen a la comparación, dejando perecer a la mayoría, es decir, a 
todas las que sean rechazadas por dicho sentimiento. Del mismo modo se 
produce hoy una selección en las tomas y costumbres de la moral 
superior, cuyo fin no puede ser sino el aniquilamiento de las morales 
inferiores. ¡Es la época de la comparación! Éste es su orgullo, pero 
precisamente también su desgracia. ¡Qué no nos asuste esa desgracia! 
Convirtamos más bien, el deber que nos impone esta época en la idea 
más elevada que podamos: así nos bendecirá la posteridad que se 
considerará por encima tanto de las culturas originales de pueblos 
cerrados en sí mismos, como de la cultura de la comparación, pero que 
mirará con gratitud estas dos clases de cultura como antigüedades 
respetables.
44
24. Posibilidad del progreso.
Cuando un sabio de la cultura antigua promete no tratar con quienes creen 
en el progreso, no le falta razón. Como la cultura antigua tiene tras de sí su 
grandeza y su virtud y la educación histórica obliga al individuo a 
reconocer que nunca recuperará su frescura, se requiere una obcecación 
intolerable o un prejuicio insoportable para negarlo. Pero los hombres 
pueden decidir con plena conciencia desarrollarse en lo sucesivo de 
acuerdo con una cultura nueva. Mientras antes se desarrollaban 
inconscientemente y al azar: actualmente pueden producir mejores 
condiciones para la generación de hombres, su alimentación, su 
educación, su instrucción, organizar económicamente toda la tierra, medir 
y equilibrar las fuerzas de los individuos en general unas respecto a otras. 
Esta nueva cultura consciente mata a la antigua que considerada en 
conjunto, vivió una vida inconsciente de animal y de vegetal: mata también 
la desconfianza hacia el progreso, éste es posible. Quiero decir que es un 
juicio precipitado y casi carentede sentido creer que el progreso ha de 
realizarse necesariamente, pero ¿cómo podría negarse que es posible? 
En cambio, ni siquiera es concebible un progreso en el sentido y por la vía 
de la cultura antigua. A la fantasía romántica le agrada utilizar 
continuamente la palabra «progreso», cuando habla de sus fines (por 
ejemplo, de las culturas originales y determinadas de los pueblos). En todo 
caso ha tomado su imagen del pasado, su pensamiento y su concepción 
carecen en este campo de toda originalidad.
45
25. Moral privada y moral universal.
Desde que dejó de creerse que un dios dirige plenamente los destinos del 
mundo y que a pesar de todas las sinuosidades del camino de la 
humanidad, los conduce como señor hasta su final, los hombres deben 
proponerse fines ecuménicos, que abarquen toda la tierra. La antigua 
moral, entre otras la de Kant, exige de todo individuo actos que desearía 
que realizaran todos los hombres; lo cual es una hermosa ingenuidad: 
¡cómo si cada uno supiera, sin más qué tipo de acción garantizaría el 
bienestar al conjunto de la humanidad y, por consiguiente, qué actos 
merecen ser deseados de forma general! Esta teoría es análoga a la del 
librecambio, la cual determina en principio que la armonía general ha de 
producirse por sí misma, conforme a leyes innatas de perfeccionamiento. 
Tal vez una mirada al futuro respecto a las necesidades de la humanidad, 
lo ponga enteramente de relieve y que resulte deseable que todos los 
hombres realicen actos similares; quizás, en interés de fines ecuménicos 
para toda la humanidad, se debería mejor proponer deberes especiales e 
incluso, en determinadas circunstancias, malos. En cualquier caso, si la 
humanidad no ha de caminar hacia su perdición y ha de gobernarse de un 
modo autoconsciente es preciso, ante todo que llegue a conocer las 
condiciones de una cultura superior a todos los grados alcanzados hasta 
hoy. En esto consiste el inmenso deber de los grandes espíritus del 
próximo siglo.
46
26. La reacción como progreso.
A veces surgen hombres bruscos, violentos y atractivos, aunque pese a 
todo retrógrados, que evocan nuevamente una fase superada de la 
humanidad: sirven para probar que las nuevas tendencias contra las que 
se alzan no son todavía lo suficientemente fuertes, que carecen de algo, 
porque de lo contrario, se enfrentarían con mayor energía a tales 
evocadores. Así la Reforma de Lutero testimonia, por ejemplo, que los 
sentimientos que surgían en su época en favor de la libertad de espíritu 
eran todavía poco seguros, demasiado inmaduros y juveniles; la ciencia no 
podía aún levantar cabeza. A decir verdad, todo el Renacimiento parece 
como una temprana primavera que podía volver a desaparecer. Pero 
también en el presente siglo la metafísica de Schopenhauer ha 
demostrado que todavía hoy no es lo bastante fuerte el espíritu científico; 
de ahí que con la teoría de Schopenhauer, se haya podido resucitar una 
vez más la concepción del mundo y del hombre cristiana y medieval, pese 
a haber quedado aniquilados desde hace mucho tiempo todos los dogmas 
cristianos. En su teoría se apela mucho a la ciencia, pero lo que en ella 
impera no es otra cosa que la tan conocida y antigua «necesidad 
metafísica». Seguramente uno de los mayores e inapreciables beneficios 
que obtenemos de Schopenhauer es que obliga a nuestra sensibilidad a 
retroceder por algún tiempo a concepciones del mundo y del hombre 
anticuadas y poderosas, a las que no podríamos llegar tan fácilmente por 
ninguna otra vía, por lo que representa un enorme provecho para la 
historia y para la justicia. Creo que, sin la ayuda de Schopenhauer, nadie 
conseguiría fácilmente hoy hacer justicia al Cristianismo y a sus hermanos 
cristianos asiáticos, lo cual, como otras tantas cosas, es actualmente 
imposible en el campo del Cristianismo que todavía subsiste. Sólo 
después del gran éxito de Injusticia que supone haber corregido la 
concepción histórica mantenida por la Ilustración en un punto tan esencial, 
hemos podido volver a enarbolar la bandera de la Ilustración, una bandera 
que lleva tres nombres: Petrarca, Erasmo y Voltaire. Hemos convertido la 
reacción en un progreso.
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48
27. Sucedáneo de la religión.
Se cree honrar a la filosofía cuando se la presenta como un sucedáneo de 
la religión para el pueblo. De hecho, para la economía espiritual, se 
requiere a veces un orden de pensamiento intermedio; así, el tránsito de la 
religión a la concepción científica es un salto brusco, peligroso y nada 
aconsejable. Sin embargo, ha de entenderse también que las necesidades 
que satisface la religión y que ahora ha de satisfacer la filosofía no son 
inmutables; es más, por medio de ésta podemos debilitarlas y extirparlas. 
Pensemos, por ejemplo, en la miseria del alma cristiana, en los lamentos 
por la corrupción interior, en la inquietud por la salvación; problemas todos 
ellos que sólo se deben a errores de la razón y que no merecen en modo 
alguno resolverse sino descartarse. Una filosofía puede servir o para 
satisfacer también esas necesidades o para desarraigarlas, ya que son 
necesidades adquiridas y limitadas en el tiempo que se basan en hipótesis 
contrarias a las de la ciencia. Para facilitar la transición es mejor recurrir en 
este caso al arte para aliviar a la conciencia saturada de sentimientos, 
dado que mediante él se fomentarán menos esas concepciones que 
utilizando la filosofía metafísica. Del arte se puede pasar más fácilmente a 
una ciencia filosófica verdaderamente liberadora.
49
28. Palabras con mala reputación.
¡Abajo esas palabras tan excesivamente empleadas de optimismo y 
pesimismo, porque cada día hay menos motivos para su uso y sólo a los 
charlatanes les siguen siendo imprescindibles! Así, ¿qué razón puede 
haber hoy para ser optimista, si ya no hay que hacer la apología de un dios 
que debía crear el mejor de los mundos, dado que él es bueno y perfecto? 
¿Qué ser pensante necesita todavía la hipótesis de un dios? Ahora bien, 
tampoco tenemos ya motivo alguno para hacer una profesión de fe 
pesimista, si no pretendemos vejar a los abogados de ese dios, a los 
teólogos o a los filósofos teológicos, ni afirmar con fuerza lo contrario: que 
el mal impera, que el dolor es mayor que el placer, que el mundo es una 
chapuza, la aparición en la vida de una voluntad malvada. Pero ¿quién se 
preocupa ya de los teólogos de no ser los propios teólogos? Abstracción 
hecha de toda teología y de todo intento de combatirla, huelga decir que el 
mundo no es ni bueno ni malo, que dista de ser el mejor o el peor, y que 
las ideas de «bueno» y de «malo» sólo tienen sentido para el pensamiento 
humano, aunque ni siquiera en él resultan justificables dada la forma como 
se emplean. En cualquier caso, hemos de renunciar a una concepción 
injuriosa o laudatorio del mundo.
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29. Embriagado por el perfume de las flores.
Se piensa que la nave de la humanidad tiene mayor calado cuanto más 
carga transporta. Se cree que cuanto más profundo es el pensamiento del 
hombre, más tiernos son sus sentimientos, más elevada la valoración que 
hace de sí mismo y mayor su distanciamiento de los demás animales; que 
cuanto más parece al genio de los animales, más se acerca a la esencia 
real del mundo y del conocimiento. Esto lo consigue realmente mediante la 
ciencia, pero cree lograrlo más aún mediante las religiones y las artes.
Estas son, ciertamente, una floración del mundo, pero no está en modo 
alguno más cerca de la raíz del mundo que el tallo: no se puede extraer de 
ellas un mejor entendimiento de la esencia de las cosas, aunque casi 
todos lo crean así. El error ha hecho al hombre lo bastante profundo, tierno 
y creador como para hacer que se produjese esa floración que son las 
religiones y las artes. El simple conocimiento no hubiese podido lograrlo. 
Quien nos revelase la esencia del mundo, nos produciría a todos la mayor 
desilusión. Lo que se encuentra tan rico de sentido, lo que resulta tan 
profundo, tan maravilloso, tan

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