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Trilogía Romántica: Martina Luisa M. Cisneros Copyright © 2017 Alba Digital Publishing. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio, incluyendo fotocopia, grabación u otros métodos electrónicos o mecánicos, sin la previa autorización por escrito de la editorial, excepto en el caso de citas breves para revisiones críticas, y usos específicos no comerciales permitidos por la ley de derechos de autor. Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, instituciones, lugares, eventos e incidentes son producto de la imaginación del autor o usados de una manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales, vivas o fallecidas, o eventos actuales, es pura coincidencia. Alba Digital Publishing info@albadigitalpublishing.com Acerca de Luisa M. Cisneros: Facebook: https://web.facebook.com/luisamarcisneros Twitter: https://twitter.com/luisamcisneros Amazon: https://amazon.com/author/luisamcisneros mailto:info@albadigitalpublishing.com https://web.facebook.com/luisamarcisneros https://twitter.com/luisamcisneros https://amazon.com/author/luisamcisneros Contenido Primera novela: Martina al Mínimo Segunda novela: Martina Mochilera Tercera novela: Martina Tabú Notas de la autora Otras obras de la autora Suscríbase a nuestra lista de correo para obtener una copia gratis de “Augurios y Águilas” y mantenerlo informado sobre noticias y futuras publicaciones de Luisa M. Cisneros. Haga click AQUI http://xanapublishingandmarketing.com/luisamcisneros-augurios-2/ Martina al Mínimo Hippie feliz parte 1 Capítulo 1 Martina despertó con la cabeza hundida en el hueco entre el cuerpo y el brazo de Augusto. Tardó unos instantes en darse cuenta de que había abandonado la tierra de los sueños y que se encontraba en la cama con su novio, que lo que brotaba de entre las persianas era la luz del amanecer y no la de las farolas, y que el rumor que escuchaba no eran las olas del mar, sino los suaves ronquidos de su compañero sentimental. Rodó por la cama y pulsó el móvil a ciegas hasta que dejó de escuchar la alarma. Eran las siete de la mañana de un miércoles como otro cualquiera, y aunque la proximidad de Augusto, su calor corporal^ y su capacidad para seguir dormido aunque entrasen los GEO rompiendo la puerta con un ariete portátil intentasen convencerla de llamar por teléfono y aducir enfermedad para pasar el resto de la mañana en casa, Martina sabía que no podía permitírselo. En la editorial contaban con ella. Besó el hombro oscuro de Augusto, que apenas pareció notarlo. Martina apoyó la barbilla en la mano durante un instante, mientras lo miraba dormir con una sonrisa en los labios. Llevaba unida a aquel hombre cinco años, de los cuales habían vivido juntos los últimos tres, y aún se sentía bendecida por su presencia cada vez que se levantaba a su lado. Augusto era un hombre agraciado, alto y de cuerpo nervudo, con las extremidades largas en comparación al cuerpo. Tenía la piel de un tono marrón oscuro, como la teca, y el pelo rizado en media melena se le pegaba a la frente mientras dormía. Aunque ahora los tenía cerrados, Martina adoraba aquellos ojos verdes cuya mirada, combinada con una sonrisa arrebatadora, la dejaban sin aliento. Augusto era mitad surinamés y mitad holandés, pero había nacido y crecido en España. Martina solía pensar que lo mejor de dos continentes se había unido para formar al hombre que amaba, y aquello la hacía sentir feliz pero inquieta. Vagó hacia el baño, estremeciéndose cada vez que pisaba con los pies descalzos el suelo de madera fría de su enorme apartamento. Había pertenecido a su abuelo y tenía ese aire de casona antigua, de amplios corredores y techos altísimos, que tanto le gustaba a ella. Lo había heredado por ser hija única y le encantaba vivir allí, aunque sus enormes dimensiones fuesen un fastidio a la hora de limpiar el polvo y pasar la aspiradora. Además, a veces la caldera se estropeaba y había que ducharse con agua fría. Por suerte, ese no era uno de aquellos días. Mientras el agua caía sobre su cuerpo, Martina reflexionó sobre lo que tenía por delante aquel día. Sabía que era enormemente afortunada. Mientras que ahí fuera había gente que no tenía dónde caerse muerta, Martina tenía un novio al que adoraba, una casa preciosa y gigantesca donde guardar todas las cosas que poseía, un trabajo agradable en el que se dedicaba a su pasión, la lectura, y un grupo de amigas que siempre estaban a su lado y con las que salía de vez en cuando para compartir risas y chismorreos. Sí, era afortunada. Muy afortunada. Tenía que recordárselo de vez en cuando, como si estuviese a punto de olvidársele. Como si aquel sentimiento fuese un lápiz rodando hacia el borde de una mesa eternamente inclinada y ella tuviese que devolverlo a su sitio una y otra vez. Casa, novio, amigas, trabajo, rutina. Eso era la felicidad. Se acercaba a los treinta y pronto sería momento de empezar a pensar en boda y niños. No podía mentirse: por mucho que quisiera a Augusto, era cierto que llevaban un tiempo con las pasiones enfriadas. Pero eso era lo que le pasaba a todo el mundo, ¿no? No se podía esperar tener un romance apasionado y demoledor desde el principio hasta el final. Cuanto más se conocen dos personas, más decae esa hambre por estar juntos, devorarse y descubrirse. Amaba a Augusto; eso era verdad. Y si las cosas no eran tan increíbles como cinco años atrás, ¿qué importaba? Estaba en un momento muy estable de su vida, y por primera vez podía hacer planes mirando al futuro y a las próximas décadas que tuviesen por delante. “Eres feliz, Martina”, se repitió mientras se frotaba el pelo a conciencia con un jabón que olía a coco y a menta. Acalló las preocupaciones mientras se secaba el cuerpo y el pelo. Se vistió con una blusa y unos pantalones cómodos. Haría buen tiempo y probablemente calor. A través de los enormes ventanales de la cocina, que daban al parque de afuera, vio a los adolescentes cargados con mochilas ir al instituto cercano. En ocasiones, se quedaba pensando en si podría haber cambiado su vida tomando decisiones diferentes en aquella época. Pero se sacudía aquella duda de la cabeza rápidamente. —Eres feliz, Martina —dijo en alto esta vez, y sonrió. Puso la lavadora con la ropa de color y observó cómo se iniciaba el programa mientras se tomaba el primer café y la tostada reglamentaria. Augusto seguía durmiendo. Él entraba a trabajar a las diez en su gabinete de dentista y nunca hacía por levantarse antes de tiempo para ayudarla en las tareas de casa. Pero era un amor de persona. Tampoco podía enfadarse con él. —Miau —saludó su gato Pastèque mientras entraba en la cocina. —Sí que has tardado en despertarte, so gordo —le contestó Martina con enfado fingido—. Como para que haya un incendio. Y todavía querrás que te dé de comer. —Miau. El enorme persa blanco se sentó delante de su comedero vacío y miró a Martina con la versión gatuna del ceño fruncido en su carita aplastada. Martina sonrió y sacó de la nevera su lata de comida preferida. Echó un poco en el comedero y dejó que el gato se lo acabase mientras ella seguía desayunando. —¡Miau! —protestó el gato, que se relamía los bigotes tras haber dejado el comedero vacío. —¿Cómo que "miau”? Ya sabes que el veterinario nos ha amenazado con lo que pasará si sigues engordando. —¡Miau! —Me da igual que protestes o que me hagas chantaje emocional. No hay más comida hasta la tarde, macho. —¡Miau! —Y más le vale a Gus no darte más hasta que sea tu hora. Pastèque se refrotó contra su tobillo en busca de mimos, comida o comida y mimos. Martina le dio lo primeroy se aseguró de no ceder a lo segundo guardando de nuevo la lata en la nevera. Frustrado, el gato se sentó para lamerse las partes cuya ausencia le hacía engordar a marchas forzadas. Martina reunió todos los enseres necesarios para el día en el bolso, cogió una chaqueta por si acaso refrescaba, metió los cacharros sucios en el lavaplatos y fue al dormitorio para despedirse de Augusto con un beso en la mejilla. Su novio seguía dormido y o no se dio cuenta de su gesto, o no quiso darse por despertado. Salió de casa con un suspiro y echó a andar hacia la oficina de la editorial, que no quedaba demasiado lejos de su vivienda. Cuando hacía buen tiempo, era un verdadero placer caminar por el bulevar en dirección al trabajo. El sol se colaba entre las copas de los árboles y acariciaba su piel de manera intermitente. Martina sonreía de pura satisfacción cuando parecía que la luz y la sombra se peleaban por tocarla. Llevaba un par de años trabajando como lectora editorial para la editorial Pecado. Nunca solía decir el nombre cuando explicaba su trabajo y procuraba no revelar la naturaleza de las novelas que tenía que leer. La gente, había aprendido, no se tomaba nada en serio a los lectores de erótica y romántica, aunque ella disfrutaba de todos los géneros literarios por igual y no veía nada malo en aquel con el que se ganaba la vida. Su cometido implicaba leer los manuscritos que los autores enviaban a la editorial y seleccionar aquellos que encajaban con la línea de Pecado y que tenían calidad suficiente para ser adquiridos. Tenía gracia que su trabajo estuviera tan relacionado con el romance y la erótica. Sus amigas se reían de que se pasara toda su jornada laboral leyendo cómo Pepito le metía tal cosa a Juanita, o cómo Fulanita se posaba sobre el tronco del amor de Menganito hasta que llegaban a un clímax simultáneo. Martina sospechaba que sus amigas consideraban que su trabajo era menos importante o menos digno que los suyos, pero nunca se lo habían dicho con aquellas palabras. Tampoco podía quejarse. A mitad del camino, Martina vio un puesto de helados cuya lista de sabores la hizo salivar. No solía desayunar fuerte y hoy la tostada le había sabido a poco. El aire era cálido y el tiempo invitaba. ¿Por qué no? Podía comérselo de camino a la oficina. Escogió un cucurucho de fresa y chocolate y fue dándole lametones nada cuidadosos con gran placer, sintiéndose como la niña a la que sus padres llevaban de paseo y consentían chucherías los fines de semana. Sacó su teléfono móvil y revisó su agenda y los mensajes que tenía pendientes. Augusto estaba en línea, lo que significaba que debía de haber despertado ya, pero no le había enviado ningún mensaje de buenos días ni nada parecido. El grupo de sus amigas proponía salir al cine el viernes por la tarde, algo que Martina apoyó con un mensaje lleno de caritas sonrientes. Pensaba en la película que verían cuando un perro se cruzó frente a ella persiguiendo una pelota. Antes de llegar a la carretera, el perro saltó y capturó la bola entre los dientes, pero el brinco lo puso en su camino y Martina, que no iba mirando al frente, se chocó contra él y acabó en el suelo. No tenía muy claro cómo había ocurrido, pero ahora estaba sentada en la dura acera. Algo confusa, miró al perrazo, que ahora se le acercaba con la lengua fuera y una sonrisa lobuna en la cara para darle lametones al cucurucho roto que tenía en la mano. Algo frío se extendió por su pecho. —¡Mi blusa! Sobre el pecho izquierdo resbalaban las dos bolas pegadas a un trozo de barquillo desgajado. El pegote helado se filtró hasta su sujetador y pronto sintió el pezón congelado. La mancha rosa y marrón amenazaba con caer también sobre su pantalón, pero Martina tuvo la precaución de arrancársela antes de tener que lamentar un accidente tan grave. —¡Ay, mil perdones! —dijo un hombre acercándose desde el parque—. Toby, ¡eres un bruto! Señorita, por favor, déjeme ayudarla. Martina aceptó la mano que le tendían y se sirvió de ella para izarse. El perro no hizo caso de la bronca de su dueño y se contentó con lamer el helado caído en el suelo. —Ha sido culpa de mi perro —dijo el señor, que echó mano de la cartera que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón—. Permítame que le dé dinero para la tintorería. —Yo… —Martina sacudió la cabeza—. También ha sido culpa mía. Iba mirando el móvil y… —Rechazó el dinero que le tendía aquel hombre y sonrió—. No, deje, deje. Tendré que ir a casa para cambiarme, que es lo que más me fastidia, pero ni se le ocurra darme nada. Debería haber mirado al frente. No quería seguir discutiendo con el señor acerca de un dinero que no necesitaba. Se dio la vuelta y salió en dirección a casa tan rápido como era capaz. Con el pegote frío en el pecho y la vergüenza de ir manchada de helado, ya no disfrutaba como antes de la caricia de la sombra. Sacó su móvil, pero esta vez se aseguró de mirar al frente mientras tecleaba. Tenía que decirle a Sonia, su compañera de trabajo, que llegaría un poco tarde. Martina: Sonia, he tenido un accidente con un helado y… Martina: Digamos que mi blusa ha quedado irreparable. Sonia: ¡Qué mala suerte! Sonia: ¿Qué hacías comiendo helado tan temprano? Martina: No seas mala, que menudo cabreo tengo ya. Martina: Dile a Amaranta que llegaré tarde por fuerza mayor. Sonia: Y tan mayor. Me está dando la risa de imaginarte. Sonia: De todos modos, Amaranta está todavía reunida. Si te das prisa, la jefa no tiene por qué enterarse de tu accidente. Martina: Lo intentaré. ¡Gracias, preciosa! Sonia: De nada, comilona. De mejor humor, Martina hizo el trecho del camino en la mitad de tiempo del que solía. Se sacó las llaves del bolso con la mano pegajosa de helado de chocolate y subió en el lento y viejísimo ascensor hasta su casa. Entró y saludó a Pastèque con un gruñido. Fue de inmediato a la cocina y se quitó la blusa para ponerla a remojo. Si se daba prisa, tal vez el mal no fuese irreparable. Abrió la puerta del dormitorio y se dirigió al armario a toda velocidad, sin mirar a Augusto. Estaba tan preocupada por ponerse otra blusa y salir pitando de casa que tardó un instante en darse cuenta de que su novio no estaba solo debajo de las sábanas. Mirándola con ojos como platos, a su lado se encontraba Amaranta, su jefa. Los dos se hallaban desnudos y muy alterados por la presencia súbita de Martina, que con la blusa limpia a medio abrochar apenas conseguía encajar en su mente las piezas del puzle que acababan de presentarle ante sus ojos. —Esto… Esto no es lo que parece, cariño —dijo Augusto, por no evitarse el cliché. Capítulo 2 Martina no dijo ni hizo nada. Tenía la vista clavada en la cama en la que acababa de encontrar a su amado novio con su jefa, pero parecía que no les estaba mirando a ellos, sino que intentaba encontrar un patrón misterioso en el estampado de la colcha, o ver más allá del colchón y el canapé y espiar a los vecinos de abajo. Ni Amaranta ni Augusto se movieron un ápice. Augusto se sujetó la colcha contra el pecho con tanta energía que a Amaranta se le escurrió de entre los dedos. Si Martina hubiese estado pendiente, quizá hubiese alcanzado a verle un pecho antes de que volviera a taparse corriendo. Pero Martina no estaba atenta. Martina, simplemente, estaba. —Lo siento mucho —murmuró Amaranta, roja de la cabeza a los pies. Era una mujer ya entrada en la cuarentena, pero no había perdido un ápice de su sensualidad. En realidad, como le había contado a Martina en una ocasión, entre cafés animados con Baileys y confidencias de colegas, su verdadero atractivo había brotado una vez pasados los treintay cinco. Amaranta le había revelado que, hasta entonces, era una chica normal tirando a feúcha, pero que la madurez le había dado una confianza que se había convertido en belleza. Y, al parecer, en una necesidad insoportable de acostarse con los novios de sus empleadas. —Ha sido un error, no quería que nos vieras así, tendríamos que haberte dicho… Tendríamos que haberte avisado de que… —Mi amor, esto no es lo que tú te crees —se apresuró a decir Augusto—. Esto… esto… Ha sido un accidente. En realidad estaba pensando en ti todo el tiempo, te lo juro. Es que últimamente estás tan fría… Yo te echo de menos, ¿sabes? Y a un hombre no se le puede tener tanto tiempo a pan y agua, porque acaban surgiendo los deseos ocultos y… —¿Pero cómo le dices eso, so bestia? —espetó la jefa de Martina—. ¿Encima le echas la culpa a ella? Mira, de verdad, ten un poco de dignidad, ¿no? —¡No le estoy echando la culpa! Lo que digo es que Martina tiene que entender que yo no he hecho esto porque sea mala gente, y que la quiero. ¿Verdad, Martina? ¿Verdad que te quiero? Martina ni siquiera parpadeó. No estaba segura de que el aire que respiraba le llenara los pulmones. Le daba la impresión de estar vacía, como si tuviese un agujero en la barriga por el que se le escapaba el oxígeno antes de que pudiese asimilarlo. Pero no se moría. Por poco que aprovechase el aire que respiraba, no estaba muerta. Qué curioso. De momento tampoco se sentía viva. —¿Martina? —preguntó Amaranta inclinándose hacia delante—. Martina, ¿estás bien? —Se ha quedado seca. —Está en shock, ¿tú qué crees? ¡Nos acaba de pillar en la cama! —Lo que está es rarísima. Parece un maniquí. —Joer, me da hasta pena. Los dos se le quedaron mirando como pasmados. Martina aún seguía incapaz de hacer otra cosa que mirar en silencio. Tenía la ligera sensación de que se le habían quedado la boca y la garganta secas, pero no podía asegurarlo. No terminaba de conectar su cuerpo a su mente, como si aquella visión hubiese separado las dos partes que la componían. —Bueno, mira —terció Augusto—, no parece que se vaya a despertar pronto. Mejor nos vestimos y nos vamos, y dejamos que ella sola vuelva en sí. ¿Qué te parece? —Qué mal, ¿no? —Amaranta la miró con pena y estiró la mano para coger las gafas de pasta de la mesilla. Se las puso con las dos manos y torció el gesto—. ¿Y la dejamos así? —Pues sí. Que no pasa nada, ya verás. Augusto y Amaranta comenzaron a vestirse tras pescar la ropa diseminada por la habitación que sin duda habían lanzado en todas direcciones en mitad de un torbellino apasionado. Él se puso los calzoncillos después de levantarse y prácticamente saltó dentro de unos vaqueros. Ella, más pudorosa, probablemente por la vergüenza y por el hecho de que hasta ese momento Martina nunca la había visto desnuda, se puso la ropa interior antes de salir de entre las sábanas. Augusto se acercó a Martina y le pasó la mano frente a los ojos sin lograr una respuesta por su parte. Con una sonrisa se volvió hacia Amaranta y dijo: —Nada, no está en este mundo. Igual, con el shock, se le olvida todo esto y podemos hacer como si nunca hubiese pasado. Amaranta frunció el ceño con evidente disgusto, pero no dijo nada. Se cerró la blusa sobre el pecho sin ponerse todavía la falda que había dejado sobre la misma silla en la que Martina posaba su ropa por las noches. Quizá fuera aquella visión, la de una prenda desconocida en su propia casa, la que empezó a retornarle el sentido a Martina. Primero le cosquillearon los ojos de tenerlos abiertos durante tanto tiempo. Luego tragó saliva y su garganta se lo agradeció con creces. Por último, Martina movió el cuello, tan tenso que le habían empezado a doler las cervicales, y posó la mirada sobre Augusto. Entonces, por primera vez en lo que parecía una vida, Martina habló. —Pero… ¿pero qué es esto? Su voz brotó confusa, débil por la falta de aire y por la sequedad de la garganta. Pero en la interrogación final ganó su tono normal de nuevo, que se alzó en la siguiente pregunta. —¿Pero qué haces tú aquí? —Se volvió hacia Amaranta, que se encogió sobre sí misma como si temiera que su ira la fuera a fulminar con un rayo de un momento a otro—. ¿Pero cómo te atreves? ¿Pero cómo…? —Mi amor, déjame que te explique… —empezó Augusto, que ya se había vestido del todo y sonreía con una expresión que, mientras que en otra ocasión podría haberla encandilado, ahora le daba grima. Martina se zafó de su mano con violencia. —¡NO! ¿Que deje que me expliques qué? ¿Cómo te estabas tirando a mi jefa? ¿En mi casa? ¿En mi cama? —Martina se llevó la mano a la cabeza. Los gritos le salían de la garganta y le arañaban el pecho por dentro. Temblaba de pies a cabeza, pero tenía los ojos secos. Era tal el estupor que todavía no era capaz de llorar—. ¡Amaranta! ¿No te da vergüenza? ¿Con mi novio? ¿No había nadie más para que echaras un polvo, so cabrona? —Lo siento, Martina, ha sido una estupidez y… —¡NO ME LO PUEDO CREER! ¡Y tú no me toques más! —volvió a gritarle a Augusto, que había intentado posar una mano en su antebrazo como para darle apoyo, cariño o detener la ebullición que venía palpitando bajo la superficie desde que Martina había atrapado a la pareja en su infidelidad—. ¡Como me toques otra vez, te comes una patada en los huevos! —Pero, mi amor… —¡Ni mi amor ni mi amar! Amaranta la miraba mortificada. Augusto, incapaz de salir de aquel brete gracias a su encanto personal, parecía confuso. Martina sintió que encontrarles había sido un error, algo que no tendría que haber pasado. La verdad era tan dolorosa que casi deseó que siguieran engañándola sin que ella lo supiera con tal de poder vivir sin aquella pena. —No, basta. Mirad, quedaos con la casa. Me voy. No os necesito. Me marcho. ¡Hasta luego! Presa de una furia nerviosa, Martina salió del dormitorio a largas zancadas y entró en el cuarto de baño. No estaba segura de lo que hacía o por qué lo hacía, pero sus manos se movían solas y su mente había vuelto al bloqueo de antes, como si sus pensamientos y sentimientos hubiesen sido volcados en una caja blindada donde no harían daño a nadie. Ni siquiera a ella. Abrió el armarito del espejo y sacó un cepillo de dientes. Por alguna razón, le echó dentífrico mentolado y lo sostuvo mientras observaba su reflejo. Le costaba reconocerse. En parte, lo que ocurría era como si le ocurriese a otra. Como si viera una película. Después de todo, su vida era perfecta y nada de aquello podía estar sucediéndole a ella. Pensarlo era una estupidez. Por supuesto. Salió a toda prisa y cogió a Pastèque en brazos. Apenas sintió su peso. El gato se quejó con un "miau" bien sonoro, pero Martina no le dio importancia. Abrió la puerta de la calle, la cerró sin hacer ruido y bajo un par de escalones antes de sentarse en ellos. Volvía a no sentir nada. Ni el dolor de las garras de Pastèque clavándose en su brazo, ni el frío de los escalones en su trasero, ni la tensión de su mano al sujetar el cepillo con tanta fuerza como si fuese un objeto vivo que de un momento a otro fuese a escapársele de un salto. A decir verdad, no tenía ni idea de qué hacía allí sentada. —Esto es ridículo —se dijo en voz alta, y el gato pareció responderle con un maullido asustado y lastimero—. ¿Por qué me marcho yo? Deberían marcharse ellos. Esta es mi casa y ellos están aquí de prestado. La ira volvió a cegarla. Sujetó a Pastèque con firmeza y abrió la puerta con la llave. El gato, aunque se sintió más tranquilo al haber vuelto a un lugar familiar, se apretó contra ella y maulló con miedo. Amaranta estaba en el pasillo y caminaba en su dirección. Al verla aparecer, se detuvo y se tensó como la cuerda de unaguitarra. —¿Qué haces aquí todavía? —gritó Martina—. ¿No te da vergüenza? Su jefa levantó una mano y la habló en tono conciliador. —Espera, Martina. Comprendo perfectamente que estés así de alterada, pero somos dos mujeres adultas. Bueno, dos mujeres adultas y un hombre… adulto. Podemos hablar de esto que ha pasado. Podemos tranquilizarnos y charlar como personas civilizadas. —¿Como personas civilizadas? ¿Como personas civilizadas? Y entonces Martina, que nunca hasta ese momento se había sentido empujada a la violencia ni había hecho daño a nadie a propósito, le lanzó el cepillo de dientes a la cabeza. En lugar de rebotar, la pasta de dientes sirvió de improvisado pegamento y el cepillo se incrustó en su frente de un modo indudablemente cómico, aunque ninguna de las dos estuviese en situación de hacerlo notar. —¡FUERA! Augusto apareció al fondo del pasillo y Martina le arrojó las llaves. Le golpearon en el hombro y chocaron contra la pared. Su novio se encogió con un quejido y avanzó en su dirección, pero Martina no tuvo tiempo de ver lo que hacía. Ya estaba cogiendo un jarrón de la repisa de la entrada y lanzándoselo con todas sus fuerzas. Esta vez, tanto Amaranta como Augusto pudieron esquivarlo y la porcelana se hizo añicos contra una esquina. —¡LARGO DE AQUÍ AHORA MISMO! Martina se quitó uno de los zapatos y se lo tiró a Amaranta a la espalda, que lo recibió encogida. Todavía no se había quitado el cepillo de dientes que llevaba pegado a la frente. Augusto abrió la puerta y salió el primero, sin preocuparse de proteger a Amaranta, que a punto estuvo de recibir el impacto del segundo zapato. La puerta se cerró y los dos escaparon por sus vidas. Martina se quedó de pie, descalza y temblando, durante medio minuto. Y entonces se dio cuenta de que acababa de echar a la calle a su novio y a su jefa, que habían estado acostándose a sus espaldas y en su misma cama y que ahora se encontraba sola y con el corazón roto. Muy roto. Abrazada a Pastèque, Martina se dejó caer al suelo y rompió a llorar desconsolada. Capítulo 3 Martina se pasó los dos días siguientes en casa, hecha un ovillo de llanto y ansiedades. Pastèque se subía a su regazo en un intento felino de hacerla sentir bien a base de ronroneos y lametones ásperos, pero Martina apenas podía calmarse a sí misma. Cualquier pensamiento, cualquier recuerdo, cualquier remordimiento bastaba para devolverla a una letanía de lágrimas y juramentos que la tenía completamente amargada. ¿Cómo había podido Augusto hacerle algo así? Llevaban juntos cinco años y todo iba bien. Al menos ella sentía que estaba bien. Jamás hubiese creído que Augusto pudiera hacerle tanto daño. Tenían un proyecto en común, unos sueños… y los había tirado por la borda para acostarse con Amaranta. La traición de su jefa también le dolía en el alma. Se habían llevado bien desde el principio y Martina se había sentido muy complacida cada vez que Amaranta elogiaba su buen trabajo. Habían salido a tomar algo de vez en cuando y en las cenas de empresa siempre acababan charlando íntimamente mientras se tomaba el café y el licor. No habían sido amigas, sino algo diferente. Sin embargo, Martina había confiado en ella los frutos de su trabajo, su bienestar monetario y su futuro profesional. Amaranta había pasado por encima de todo ello para acostarse con Augusto. Después de cuarenta y ocho horas sin cambiarse de ropa, ducharse y apenas comer, Martina decidió que era momento de dejar de acariciar a Pastèque como una loca y enfrentarse a lo ocurrido. Lo primero, por supuesto, era ir a su trabajo para despedirse y recoger sus cosas de la oficina. Después de darse una larga ducha, en la que no pudo retener las lágrimas, y frotarse el cuerpo con violencia, como si pretendiera arrancarse la pena con el lado áspero de la esponja, Martina se sintió un poco mejor. Apenas fue capaz de mordisquear una tostada con mermelada mientras se le secaba el pelo al aire (no tenía fuerzas para hacerlo con secador) y vestirse con colores apagados y poco favorecedores. Recogió la porcelana rota del pasillo, que llevaba allí dos días, y la tiró a la basura. Y después, tras reunir valor y respirar hondo muchas veces, salió de casa con las llaves en la mano y anduvo hacia su oficina. El cielo se había encapotado y amenazaba lluvia. Como si se hubiese puesto de acuerdo con su humor, el tiempo había decaído considerablemente y en la tele decían que estaba por caer una tromba de agua con rayos y truenos. Martina agradeció no tener que cubrirse la cara con la mano mientras caminaba hacia su antiguo trabajo, pero no estaba segura de que el ambiente gris la ayudase demasiado. La editorial Pecado tenía su sede en la tercera planta de un edificio de oficinas a veinte minutos a pie de su casa. Martina saludó al portero y subió sola en el ascensor. El espejo le devolvió la misma mirada triste que le había echado. Tenía el pelo mustio y sin color, de un castaño oscuro que cuando estaba de humor para arreglarse lucía brillante y frondoso. La piel, ya de por sí pálida, parecía cenicienta, y en torno a sus ojos castaños había dos surcos morados producto de la falta de sueño. Lo peor de mirarse fue que echó de menos la figura de Augusto a su lado, oscuro donde ella era clara, para marcar el contraste. Y luego se sintió furiosa por echar de menos a ese capullo que la había engañado mientras ella construía castillos en el aire y soñaba con un futuro a su lado. Al entrar en la oficina, no fueron pocas las cabezas que se volvieron para mirarla. Martina no sabía si se habían enterado de lo ocurrido o si solo se extrañaban por su ausencia y reaparición en forma fantasmal, pero se negó a devolver miradas y se dirigió a su cubículo con la cabeza gacha. Había traído consigo una mochila en la que guardar sus trastos. En su escritorio había un portalápices de colores que siempre le había encantado. Lo metió en la bolsa. Tomó una fotografía de Augusto y ella en Menorca y la tiró a la papelera sin miramientos. Luego se lo pensó mejor y la rescató para sacar la foto del portarretratos y romperla en mil pedazos. El portarretratos lo usaría para alguna otra cosa, seguro. Siguió guardando sin ánimo, temiendo que en cualquier momento fuese a aparecer Amaranta para decir o hacer algo que volviese a reavivar la ira o el llanto, pero la única que apareció desde el otro lado del cubículo fue su amiga Sonia. —¿Cómo estás? Por toda respuesta, Martina se encogió de hombros. Sonia llevaba en la empresa cuatro meses, mientras cubría la baja de Ascen, que tenía un embarazo complicado. Desde el primer momento, Martina había sentido una gran simpatía hacia su compañera de trabajo, que demostraba una alegría sin par. Sonia tenía acento uruguayo (aunque Martina, para picarla de vez en cuando, decía que era argentino) por haberse criado en ese país, pero por su aspecto sería más fácil tomarla por inglesa. Tenía la piel muy clara, con ese tono sonrosado de los guiris, y el pelo rubio claro. Solía llevar peinados rarísimos, como trenzas con cuentas, rastas y algunos mechones teñidos de color que tendían a aclararse según pasaba el tiempo. Cuando la conoció, tenía las puntas del pelo de un color rojo que fue transformándose en rosa hasta que Sonia decidió que era momento de hacerse rastas y oxigenarselo. Se le acercó con un repiqueteo de cuentas. Hoy llevaba un vestido hippie con un montón de abalorios que tintineaban unos contra otros cuando se movían, unos leggins morados y botas de vaquera con espuelas y todo. Le dio un beso en la mejilla y le frotó los hombros. —¿Quieres que te ayude arecoger? —No, estoy bien —dijo Martina con un suspiro—. No es tanto. —¡Qué dices! Si tienes una barbaridad de cosas. Pero bueno, si no me necesitas… Eso sí, me gustaría comer contigo. Tenemos que hablar de un par de cosas. Y además… —Sonia se sacó un sobre de uno de los bolsillos del vestido y se lo tendió—. Amaranta me ha dado esto para ti. Cuando estés lista, dime y salimos a comer, ¿vale? Sonia la dejó sola y Martina se sentó en su silla para abrir el sobre. Había un mensaje en su interior que decía "Lo siento" en la pulcra letra de Amaranta. Detrás, Martina vio una carta de despido, otra de recomendación y un cheque por valor de varios miles de euros. Martina frunció el ceño. Había pensado en despedirse, lo que le haría perder la indemnización. Tenía algunos ahorros, pero no eran ni la mitad de lo que Amaranta le estaba dando en ese cheque. Al despedirla, Amaranta se estaba asegurando de que recibiera algo de dinero. Resultaba una pobre compensación después de que su vida se hubiese roto en mil pedazos, pero Martina no iba a mirarle los dientes al caballo regalado. Era, de algún modo, hasta gentil por parte de Amaranta. Pero si realmente hubiese querido ser amable con ella, podría haber empezado por no acostarse con su novio. Lo guardó todo en la mochila y salió de su cubículo por última vez antes de indicarle a Sonia que ya estaba lista para abandonar la empresa. Echó una mirada triste hacia la oficina de Amaranta por última vez y caminó junto a su amiga camino del ascensor. Fueron a comer al mismo restaurante donde solían hacerlo. Se trataba de un sitio muy cuco donde ofrecían comida vegana, y dado que Sonia lo era (qué otra cosa si no), les venía que ni pintado. Martina apreciaba aquella filosofía, aunque no tenía fuerza de voluntad para dejar de comer carne. Gracias a Sonia había descubierto lo deliciosas que podían estar las verduras si se cocinaban bien; por otro lado, y ahora que Augusto no estaba en casa, tal vez podría aprovechar para ampliar sus horizontes culinarios. A él no le gustaban nada las hortalizas. Pensar en Augusto la hizo suspirar. Después de pedir el menú del día, Sonia puso las manos sobre la mesa y la miró muy seria, con los ojos color miel resplandeciendo bajo la luz de las lámparas que colgaban del techo. —Bueno, cuéntamelo todo. ¿Qué es lo que te han hecho esos dos cabrones? Martina le había contado a grandes rasgos lo ocurrido a través del WhatsApp. Ahora, cara a cara, dejó escapar un hondo suspiro y comenzó el relato desde el helado traicionero y el lamparón marrón y rosa. Le explicó la llegada por sorpresa a casa, su shock absoluto, el modo en que habían intentado escaparse sin dar explicaciones, su ira, el jarrón roto, el cepillo de dientes pegado a la frente de Amaranta y la insoportable sensación de que su vida acababa de terminar. Sonia la escuchó muy atenta y hasta se rio en algunas partes. Pero no lo hizo de manera condescendiente ni cruel, sino apreciando los detalles cómicos que encerraba toda la situación, aunque Martina aún no pudiera verlos. Al final, cuando el camarero ya les había traído el primer plato, una escalibada sin huevo que olía a gloria, Martina sonreía con tristeza. —Bueno, ¿y qué vas a hacer ahora con el dinero? —quiso saber Sonia después de que su amiga le hubiese dicho lo que contenía el sobre que le había dado. —Supongo que tiraré de él hasta que pueda encontrar otro empleo. Con la recomendación de Amaranta no creo que me cueste mucho. Ha sido todo un detalle por su parte —dijo mientras meneaba los pimientos asados en su plato —. Tal vez me vaya de vacaciones a la costa para animarme un poco, aunque ir sola me da algo de reparo. Siempre que me he ido de vacaciones ha sido con otra persona, y ahora que Augusto no… —suspiró de nuevo—. Pero Augusto no está y no lo quiero ver ni en pintura. Tengo que hacerme a la idea cuanto antes, ¿no? Aunque es muy difícil… —Apoyó la barbilla en un puño y volvió a suspirar. Parecía que últimamente estuviera llena de suspiros—. Lo que me gustaría es quitarme esta tristeza de encima. Pasar página ya y que deje de dolerme. Quizá utilice el dinero para comprar ropa. Siempre me he animado con las compras. Además, es bastante pasta. Podría ir a las tiendas a las que nunca me he atrevido a ir antes… Para su sorpresa, Sonia se echó a reír. Parecía realmente divertida, y por un momento Martina frunció el ceño, molesta. —¿Te hace gracia que me sienta tan mal? —¡Ay, no, cariño! —respondió Sonia tornándose seria al instante—. ¡Para nada! Lo que me hace gracia es cómo nos han tendido una trampa para que ante cualquier adversidad pretendamos tirar dinero al problema hasta sentirnos bien o que se solucione. —¿Quién? —El sistema. La vida. Nuestros padres. La tele. Todo. —Ay, madre, ya empezamos con tus delirios de hippie. —No son delirios de hippie, te lo aseguro. Es mi modo de vida. —Sonia alargó la mano y apretó la suya—. Querida Martina, voy a contarte cómo he conseguido vivir feliz durante los últimos años de mi vida y cómo podrías conseguirlo tú también. —Pareces un libro de autoayuda. —¡Pues esto no lo he leído en ninguna parte! Lo he aprendido viviendo. —A ver… —Te diré tres palabras: minimalismo, nomadismo, poliamor. Capítulo 4 Martina se quedó con cara de póker. Había oído aquellas tres palabras antes, como cualquier otra persona, pero no se le ocurría una manera en la que fuesen la cura a la tristeza o el remedio para encontrar la felicidad. Frunció el ceño. Sonia, que sonreía de oreja a oreja, parecía divertirse con su estupor. Martina chascó la lengua, suspiró y dijo: —Supongo que me explicarás cómo funciona. —¡Claro! Mira, me ha hecho mucha gracia que tu primer impulso fuese gastarte el dinero con la intención de encontrar felicidad o consuelo. Invertir miles de euros en ropa hasta que ya no haya dolor, ¿no? Y mientras tanto, a llenar tu casa con más trastos inútiles que alguien te ha dicho que compres porque te solucionarán problemas que hasta ese momento no sabías que tenías. El minimalismo se ocupa de eso. —No termino de entenderlo. —No te preocupes, que lo vas a captar enseguida. —Sonia se terminó la escalibada y dejó los cubiertos sobre el plato vacío ordenadamente—. ¿Y si te dijera que todo lo que llamo mío cabe en una mochila un poco más pequeña que esa que llevas tú? Martina miró su mochila. Había tenido que apretar un poco al final para que cupiera todo lo que había en su cubículo, y ahora pesaba como una condenada. Eran tonterías sin mucho sentido práctico, pero que a ella le gustaban. Imaginar cómo sería tener que vivir el resto de su vida con las cosas que había allí dentro se le hacía difícil. —Te contestaría que me estás vacilando. —Pero te juro que es verdad. Lo que pasa es que tú tienes el chip de la acumulación para hallar la felicidad. ¿Por qué no me dices lo que tienes en casa? ¿Todas las cosas que posees? Los muebles, los adornos, los recuerdos, los trastos, los papeles… —¿Todo? —Martina suspiró. Se terminó el plato y se recostó en la silla. El camarero no tardó en llegar para llevarse ambos platos y volvió con el cuscús vegano mientras ella aún consideraba la pregunta—. Pues están los muebles del salón, los del dormitorio, la cocina, todos los libros de la biblioteca, los cuadros, los pósteres, mi ropa, mi colección de collares, mis anillos, las cosas de Pastèque, mis maletas, las cajas de cuando era adolescente, mis juguetes de niña, mis… Estuvo enumerando durante un buen rato, haciendo memoria para precisar cada una de sus posesiones. Pero cada vez que decía una, recordaba otra. Parecía como si no fuese a acabar. Si otra persona le hubiese hecho la misma enumeración, Martina habría pensado quese trataba de alguien rico, pero no era el caso. Ella estaba lejos de tener un dineral en el banco y era una trabajadora de clase media como cualquier otra. —Es… es un montón. No sé si puedo contarlo todo. —¿Y cuántas de esas cosas has utilizado hoy? ¿Esta semana? ¿Este mes? —Martina frunció de nuevo el ceño—. Probablemente haya algunas de esas cosas que no recuerdes haber utilizado por última vez. Quizá no llegaras a hacerlo nunca. ¿Crees que las necesitas? —Bueno, quizá no las necesite, pero me gusta tenerlas. —¿Por el mero acto de poseerlas? —Supongo que sí. Me dan… estabilidad. —Y, sin embargo, ¿te han ayudado a sentirte mejor cuando has descubierto que Augusto es un cabrón? ¿Te han dado consuelo la nevera o la lavadora, o todos los libros de tu biblioteca? No creo que te den tanta estabilidad si ha bastado que supieras que tu novio te era infiel para sentir que tu vida ha terminado. —Es que tenía sueños. —Pero esos sueños no dependen de tus electrodomésticos. Martina frunció los labios. Sabía por dónde iba Sonia, pero no estaba segura de si aquella filosofía podía permear en ella. —Te diré lo que tengo yo. Llevo conmigo una toalla, un cepillo de dientes, mi móvil, un cargador, varias bragas y calcetines, un par de mudas de ropa, mi cartera y una caja muy pequeña donde guardo un par de recuerdos de los que no me quiero desprender. Martina arqueó una ceja. —¿Me estás diciendo que eso es todo lo que tienes? ¿No vives en una casa? —Claro que vivo en una casa, pero no es mía. Es de alquiler. Los electrodomésticos no son míos, así que puedo dejarlos atrás cuando quiera. — Sonia se detuvo para masticar una cucharada de cuscús y sonrió—. Esto está de muerte. Como te decía, ir tan ligera de peso me permite moverme cuando y a donde quiera. Cada vez intento reducir un poco más. Por ejemplo: antes llevaba conmigo un Kindle y un portátil, pero me di cuenta de que podía utilizar mi móvil para hacer lo mismo. Vendí los trastos en una tienda de segunda mano y utilicé el dinero para comprar un billete de autobús a mi siguiente destino. Pero no siempre he vivido en una casa, ¿sabes? A veces no puedes permitírtelo. Lo bueno es que en el mundo moderno se han vuelto a poner de moda los hospedajes. Hay gente por internet que se ofrece para dejarte dormir en su habitación de invitados o en su sofá sin pedirte nada a cambio. Te enseñan la ciudad y se hacen tus amigos, y te juro que es una experiencia estupenda. —O sea, ¿vas viajando de acá para allá? Sonia asintió con energía. —Desde que me marché de casa he estado en treinta y dos países. He vivido en Costa Rica, en Chile, en Japón, en Alemania… Sé hablar español, inglés, italiano, japonés y chapurreo francés, alemán y un poco de sueco. Lo bueno de no tener ataduras es que puedo ir donde me dé la gana. Voy colocándome en puestos de sustitución. Maternidad, enfermedades y esas cosas. Con eso puedo pagarme la estancia y el siguiente viaje. Tengo amigos por todo el mundo y puedo pedirles una cama si me hace falta en algún momento. He vivido muchísimas aventuras y he aprendido cosas que no habría podido descubrir si me hubiese quedado en mi casa. —Me estás dejando alucinada. Sabía que eras hippie, pero no tanto. Sonia se echó a reír. —Hay muchísima gente que sueña con viajar y ver mundo, pero lo deja para las vacaciones. Yo he decidido hacer de mi vida ese sueño. Soy una ciudadana del mundo. No hay nada que me pare y voy a donde quiero y cuando quiero. —Menuda envidia. —Tú también podrías hacerlo. —¿Yo? —Martina se rio con amargura—. No sé yo. —Todavía estás muy apegada a tus cosas, ¿no? Y a tu vida tal y como la conoces. —Es que… No sé, se me hace un poco raro. Lo que no entiendo es… ¿qué pasa si conoces a alguien muy especial y quieres quedarte a su lado? ¿No has tenido nunca una pareja formal? ¿Nunca te has… enamorado? —Y aquí viene la tercera parte —dijo Sonia con la cuchara en alto—. El poliamor. Por supuesto que me he enamorado. ¡Me enamoro muy a menudo! Soy una persona muy abierta y no hace falta demasiado para que me cuele por alguien. Pero como soy poliamorosa, eso no implica que tenga que quedarme a su lado para siempre. He aprendido a apreciar el amor por lo que es en un momento dado, no por lo que puede ser dentro de unos años. Mis amantes y yo disfrutamos el tiempo que pasamos juntos y no nos poseemos. —Yo… —Martina sacudió la cabeza—. No lo entiendo. ¿Cómo no vas a querer quedarte con la persona que amas? —Porque la persona que amas no te pertenece, y tú no perteneces a la persona que te ama. Si debes seguir adelante y ella también, no deberíais poneros trabas. Yo soy feliz siendo libre, y la gente que me quiere tiene que comprender que si me retiene jamás me hará feliz. —¿Eso es algo así como una relación abierta? —No. Una relación abierta es una relación estable en la que se permite el sexo con otras personas. Yo no hablo de sexo, aunque es cierto que de vez en cuando una cana al aire no está mal. Hablo de amor, de cariño, de intimidad. De sentirme acogida y protegida por las personas que me encuentro, y parte de esa protección es saber que si en algún momento me quiero marchar, me lo permitirán. —Sonia la señaló con su cuchara—. Mira, si quieres mi opinión, el problema que tuvisteis Augusto y tú se debe a que no queríais lo mismo. Él se quería tirar a otras personas y tú le querías para ti sola. Si hubieseis hablado de ello, si os hubierais comunicado, quizá hubiese podido evitarse. No pasa nada por desear a otras personas mientras estás enamorado de otra. El problema es cuando hay engaños y traiciones y no se respetan las pautas acordadas. Vosotros dos habíais adoptado la monogamia por defecto, que es la misma que nos enseñan en la tele y en los libros, y ni os planteasteis que había otra manera de hacerlo. Así que él decidió que para llevar a cabo sus deseos y ser feliz, te engañaría. No te mentiré: tener el valor de sentarte a hablar con alguien y confiar, establecer límites y ser sincera es muy complicado. Hay gente que prefiere mentir toda su vida antes que ser así de realista. Martina sacudió la cabeza. Había llegado a un punto en el que apenas podía asimilar lo que Sonia le estaba diciendo. —Espera, espera. Entonces, ¿tendría que haber dejado que Augusto se acostase con otra gente? —Si él hubiese sido lo suficientemente valiente como para abordar la cuestión de frente, en lugar de engañarte, ¿por qué no? Aunque claro, el trato debería ser equitativo: él no puede exigirte algo que no puedas reclamar tú también. —Pero… —Martina se rio. Le parecía ridículo—. ¿Y los celos? ¿Tú no tienes? —Claro que tengo. Casi todo el mundo los tiene. Pero los celos vienen de la inseguridad. Si estás aterrorizada porque piensas que tu pareja te va a abandonar, te vas a intentar quedar a su lado y pelearás con uñas y dientes. Esos celos solo te hacen daño a ti y a tu pareja. ¿No lo entiendes? Exigir a alguien que te ame para siempre es la manera más efectiva de hacer que acabe detestándote. El amor se da con libertad o no se da. —Entonces… ¿el truco es no tener miedo? —El truco es aceptar que todo es finito y que lo que tienes que disfrutar es el tiempo que la otra persona te brinda. Puede que sea una semana, puede que sea toda la vida. ¡Nunca lo vas a saber! Pero si te martirizas pensando en el final, nunca serás feliz durante el principio. —¿Entonces es ir de flor en flor, hasta que se termine? —No tiene por qué. Alguna gente tiene un número de amantes fijos y otros de ocasión. Hay gente que se enamora de dos personas a la vez y esas personas se enamoran entre sí.Hay parejas que tienen a su vez otras parejas, que lo saben y hasta puede que queden los cuatro para jugar a las cartas de vez en cuando. —Sonia se encogió de hombros—. A mí me hace feliz que mis parejas tengan a otras parejas que cuiden de ellas cuando yo no estoy. Así, sé que no estoy dejándolos solos y que siempre, pase lo que pase, tendrán apoyo cercano. Si algún día decido tener un hijo con alguna persona, entonces sí que tendré la obligación de establecerme durante cierto tiempo. El padre (o los otros padres, que nunca se sabe) y yo siempre estaremos unidos por ese vínculo, pero quizá no nos amemos para siempre. Martina se frotó la frente con las manos. —Todo lo que me has dicho me está dando dolor de cabeza. Sonia se echó a reír. —No es tan complicado. Verás, durante un tiempo estuve viajando con otras tres personas. Hans estaba enamorado de mí, y yo de Hans, pero también de Jean. Jean y yo teníamos una relación cordial, pero no estábamos enamorados. Jean sí que estaba enamorado de Susana y tenía una relación con ella. Y tuve una relación muy corta con Susana, pero terminó antes de que lo hiciera el viaje. Como ves, había una red de afectividad entre los cuatro. Todos sabíamos lo que ocurría y nos parecía bien, y nuestro viaje fue mucho más mágico gracias al amor que compartíamos. —Suena bastante increíble. En el buen y el mal sentido. —Tampoco creas que es fácil. No funciona para todo el mundo, y eso lo entiendo. Pero yo me plantearía si merece la pena continuar con la fantasía de que el amor todo lo puede, es para siempre y es de dos. Es la mentira que más daño nos puede hacer en esta vida, Martina, porque una nunca puede dominar lo que hace su corazón y esto nos puede llevar a mantener relaciones que no nos hacen felices, a mentir a nuestras parejas y a mentirnos a nosotras mismas. El amor es maravilloso, pero solo si es responsable y sincero. Martina apoyó la cabeza en el puño otra vez y pensó en las palabras de Sonia. Algo en su interior le decía que tenía mucha razón, pero toda una vida de programación social no iba a ponérselo nada fácil. Capítulo 5 Un par de días después, Martina aceptó la invitación de su grupo de amigas para salir a cenar por ahí. Llevaba dándole vueltas a su conversación con Sonia desde que se habían separado al salir del vegano, tras varias horas de charla profunda en la que su amiga la instaba a cambiar la vida que tan infeliz parecía hacerla. Sin embargo, Martina era aún reticente a cambiar todo aquello. Requería una revisión de sus valores demasiado profunda, y la comodidad de la vida moderna, con el consumismo y la tranquilidad, resultaba demasiado atractiva pese a todo. Quizá esto fuera un bache y nada más. Razonaba para sí que no era la primera persona a la que alguien engañaba y abandonaba, y que se habían perdido relaciones mejores por mucho menos. ¿Por qué sentía como si su vida hubiese acabado cuando ni siquiera tenía los treinta años cumplidos? Aún le quedaba más de la mitad de su vida por delante. Sí. Superaría el chasco y se recuperaría como habían hecho tantísimas mujeres antes. Así pues, se preparó para salir con sus amigas con especial celo. Se puso uno de sus vestidos favoritos y, mientras se lo probaba y verificaba que seguía cayendo de la manera adecuada y realzaba su figura de manera hermosa, se rio ante la tontería que sugería Sonia. ¿Cómo iba a librarse de sus vestidos favoritos, de sus fotografías, de su piso? Quizá el método sirviera para la gente complicada que necesitaba grandes sueños y aventuras en su vida, pero Martina prefería la comodidad de su casa y la complicidad de sus amigas cercanas. Llegó al restaurante chino a la hora acordada y no fue una sorpresa comprobar que era la primera en llegar. Sus amigas siempre solían tardar muchísimo en aparecer, y, aunque Martina las apreciaba después de tantos años estudiando juntas, a veces pensaba que era como si no creyeran que el tiempo de los demás mereciese el interés y la atención que implicaba la puntualidad. Quince minutos después, Martina vio llegar a la primera, Violeta. Se levantó y la recibió con dos besos y un abrazo, y se sentó de nuevo a la mesa mientras Violeta le contaba sobre el retraso por el mal tráfico en las carreteras, la carrera que se había hecho en la media y los resultados de sus últimos exámenes de oposiciones. Violeta quería una plaza de enfermera en un hospital cercano, lo que supondría para ella desentenderse de más búsquedas de trabajo en lo que le quedaba de vida laboral. —Las notas salen en dos días y yo estoy cardíaca. Creo que voy a sacar muy buena nota; he estado trabajando en varios hospitales desde que salí de la facultad y tengo muchísima experiencia. Eso son méritos, claro, porque sin méritos no consigues nada. ¿Y tú? ¿Sigues trabajando en esa editorial? Martina, que por fin había tenido el uso de la palabra desde que Violeta había llegado, consideró la mejor forma de acometer el tema de su despido, los motivos y las consecuencias. Pero, como salvada por la campana, no necesitó darle muchas vueltas porque Rosa y Cristina acababan de aparecer en la puerta del restaurante. —¡Ah, mira! ¡Allí están! Las dos chicas restantes saludaron a las demás y respondieron con sonrisas y besos a los saludos de Martina. Ocuparon las sillas vacías en la mesa y comenzaron a charlar entre ellas. Hablaban de salidas nocturnas, de trabajo, de novios y de rollos, de los planes que tenían para las vacaciones de verano y de todas aquellas cosas para las que Martina no tenía humor. Pidieron un menú para cuatro y un vino rosado de los que les gustaban a todas, y entre risas y cotilleos llegaron al primer plato (ensalada agridulce) y a la primera pregunta. —¿Y tú qué tal, Marti? ¿Qué tal Augusto? —preguntó Rosa, después de pescar una de las algas translúcidas que tanto le gustaban. —Ah, pues… —Martina hinchó los carrillos y soltó el aire despacio. Fue un momento muy corto, lo que tardó en buscar una frase con la que empezar, pero Cristina dio un golpe en la mesa y los vasos tintinearon. Las burbujas se removieron en los vasos como un torbellino. —¡No me digas que lo habéis dejado! —Pues… sí. —Ay, tía, pero qué pena. Si hacíais súper buena pareja —dijo Violeta con cara de tristeza. —Con lo guapísimo que es Augusto —añadió Rosa. —Sí, sí. Jo, pues ya me extraña. ¿Pero qué ha pasado? Martina se sintió enrojecer. Los tres pares de ojos de sus amigas se clavaban en ella, y por un momento sintió que se mareaba. Necesitaba un poco más de vino. Tomó su copa, aún vibrante, y apuró el vino casi hasta los posos. Rosa le dirigió una sonrisa a Cristina, pero Violeta se mantuvo seria hasta que Martina tomó la palabra. —Me estaba engañando —soltó. Hubo toses y gruñidos. Al cabo de unos segundos, Cristina alcanzó a decir algo. —¡Pero qué desgraciado! —Sí, tía —añadió Rosa—. Mira, por muy majo que pareciera, si te engañaba, pues… —Eso es muy de tíos —dijo Violeta tras masticar un trozo de lechuga iceberg—. ¿A quién no nos han engañado alguna vez? —Yo por eso ya no salgo con ellos —respondió Cristina. —Pero, ¿qué dices, mentirosa? Si nos acabas de decir que el sábado pasado te liaste con el portero de la discoteca Moonlight. —Me lié con él, no empezamos a salir. Es distinto. —Cristina se inclinó sobre la mesa—. ¿Con quién te la estaba dando? —Con… con mi jefa. Rosa contuvo una carcajada. Durante un segundo, esa misma sonrisa brilló en los labios de sus tres amigas. Fue muy breve, apenas una estrella fugaz en el cielo oscuro, pero no pasó desapercibido. Martina parpadeó. ¿Quizá había visto mal? Debían de ser los nervios. —Qué fuerte —dijo Violeta. —¿Y no le has pegado unas buenas bofetadasa esa zorra? —preguntó Cristina. —No. La verdad es que… casi me da pena. Se la veía muy apurada. Me ha dado un cheque con una indemnización bastante fuerte. —Eso es el remordimiento… —O quizá que no quiere que la pongas fina delante de los demás empleados. Así, sigue pudiendo mantener una imagen de mosquita muerta — dijo Rosa. —Oye, que siendo la otra tampoco lo pasas tan bien —terció Violeta. —¿Tú has…? ¿Alguna vez te has liado con alguien que tenía pareja? — preguntó Martina perpleja—. ¿No te da… algo de vergüenza? Violeta enrojeció brevemente. —A ver, que tampoco es para tanto. La relación aquella estaba condenada de todos modos. Lo único que hice fue darme una alegría al cuerpo. Además, que yo no soy la única. Que Rosa bien que se estuvo tirando a Jose todo cuarto de carrera mientras Susana estaba de Erasmus. Rosa abrió la boca como si acabase de decir algo escandaloso. —¡Eso no es verdad! Te… te dije que lo mantuvieras en secreto y me lo prometiste. —¿Qué más da? Si han pasado ya muchísimos años y Jose y Susana ya no están juntos. —Igual tuvo algo que ver… —dijo Cristina. Martina negó con la cabeza. Había oído antes algo parecido. Violeta se lo había contado una noche, años atrás, porque le había llegado el cuento de que Jose y Susana acababan de cortar. Violeta decía que estaba segura de que Jose y Rosa estaban acostándose, y que por eso Susana le había puesto las maletas en la calle. Durante un instante, la voz de Sonia hablándole de las mentiras que conllevaba la falta de valentía en una relación monógama le llenó los oídos. Todos lo hacían. Todas lo hacían. Era un daño que podía evitarse si se respetaba la confianza que se depositaba en la pareja, o si se llegaba a acuerdos que beneficiasen a ambas partes. Engañar por engañar… ¿Qué estaban haciendo? —Oye, lista, pues tú bien que te arrimaste a Augusto cuando esta nos lo presentó —soltó Rosa con tono herido. Martina se quedó sin respiración. Se volvió hacia Violeta, que hacía honor a su nombre y se ponía de todos los colores frente a ella. —¿Qué? ¿Cómo que…? ¡Violeta! —Su rostro hablaba de culpabilidad. Martina sintió que le temblaban las manos. Para evitarlo, se agarró a la mesa —. ¿Te acostaste con Augusto tú también? Violeta balbuceó una excusa. —F-fueron solo unas pocas veces. Acababais de empezar. ¿Cómo iba yo a saber que duraríais? —Su "amiga" también temblaba. Las otras dos sonreían como una pareja de hienas acechando a un cachorro de león—. Él fue el que… Él me sedujo. —¡Pero tú eras mi amiga! —exclamó Martina—. ¡Te conté cuánto me gustaba! —¡Es que lo vendiste muy bien, tía! —¿Cómo que te lo vendí muy bien? ¿Ahora es culpa mía? —Oye, Marti, que Augusto siempre ha sido un poco cabrón, ¿eh? Que no es de ahora, ni es culpa de Violeta —terció Rosa. Martina se volvió hacia ella con los dientes muy apretados. —¿A qué te refieres? ¿Sabíais que se acostaba con otras mujeres… y no me lo dijisteis? —Es que estabas tan enchochada con él… —dijo Cristina—. Tampoco es para tanto, ¿eh? —¡Sí es para tanto! Si sois mis amigas, tendríais que haberme avisado. He estado con Augusto cinco años de mi vida. ¡Cinco! Habéis dejado que me engañara todo este tiempo y os habéis reído a mi costa, ¿verdad? Las miró una a una. Sus sonrisas se habían congelado. Eran tan falsas como ellas. Vivían en un mundo superficial y falso en el que nada tenía importancia más allá del placer y el sentimiento de superioridad. Habían preferido callarse a alertar a una amiga que cometía un error tras otro permaneciendo junto a un hombre que no la respetaba. No solo eso, ¡también habían participado! —Seguro que tú también te has acostado con él, Rosa, ¿a que sí? —¿Yo? ¡Qué va! —¿Y tú, Cristina? —A mí no me mires. Es demasiado negro para mi gusto. —¡Encima, racista! Martina se levantó de la silla y la hizo chirriar con fuerza. El resto del restaurante se volvió para mirarla. Toda ella temblaba. Apretaba la mandíbula tan fuerte que sabía que los dientes empezarían a dolerle pronto, pero tenía que hacerlo para evitar cumplir su deseo de lanzar la copa de vino espumoso a la cara de Cristina. —No puedo quedarme aquí —dijo mientras recogía su abrigo y su bolso —. Nunca habéis sido mis amigas, y lo que es peor: seguro que me habéis contaminado con vuestra manera de pensar. —Oye, guapa, a ver lo que decimos, ¿eh? —siseó Rosa—. Que tú tampoco es que seas una santa. —Yo, por lo menos, tengo vergüenza. Salió del restaurante todo lo digna que fue capaz. Las miradas de sus examigas le quemaban en el cogote y sabía que tan pronto cerrase la puerta empezarían a rajar de ella a sus espaldas, a ponerla de puta para arriba y a reírse de su desgracia y de los cuernos que lucía. Pero aquello había dejado de importar. Al abandonar aquel restaurante, estaba rechazando lo que eran aquellas mujeres. Falsas, podridas, superficiales. Ella era diferente. Ella quería ser diferente. Por eso, lo que necesitaba era un cambio. Un cambio total. De camino a casa, taconeando con decisión sobre la acera de colores del bulevar, Martina sacó su móvil y marcó el número de Sonia. Capítulo 6 Sonia se alegró mucho de saber que Martina había descubierto las cosas malas que había en su vida y que estaba decidida a cambiarlas. Le dijo que estaba orgullosa de ella y abierta a cualquiera de sus preguntas, y Martina decidió interpretar eso más como una invitación a interrogarla que como una sugerencia cortés. Por suerte, a pesar de que Sonia no dejaba de reírse a cada una de sus inquisiciones, respondió a todas sus dudas sin ningún problema y Martina descubrió los primeros pasos para llevar a cabo su cambio vital. Para lo que Sonia no podía responderle, Martina tenía internet. Se pasó los siguientes días navegando en páginas acerca de minimalismo y cotilleando por los foros que hablaban de la temática. Encontró muchas discusiones interesantes y varios artículos que invitaban a una vida de mindfulness a través del pensamiento positivo y la meditación. Iba a comprarse una esterilla de yoga para practicar algunos movimientos y rutinas que había visto en Youtube, pero recordó las palabras de Sonia acerca del consumismo compulsivo y decidió no hacerlo. En su lugar, revisó en su trastero hasta dar con una vieja esterilla de acampada que había utilizado por última vez quizá con quince años. Eso le valdría. Así pues, colocó la esterilla ante la confusa mirada de Pastéque, encendió el ordenador portátil y puso uno de sus canales favoritos sobre yoga y meditación para practicar el saludo al sol por primera vez. Costaba más de lo que parecía. Se sentía algo idiota moviéndose sobre la esterilla con tanta torpeza y habría jurado que su gato sonreía con descaro ante sus intentos. —¡A saber cómo lo harías tú, so gordo! Pastèque respondió lamiéndose sus partes, algo que Martina había empezado a interpretar como desdén gatuno. Siguió practicando con mucho esfuerzo, sudando a chorros, hasta que, en un intento de replicar los movimientos que sin esfuerzo llevaba a cabo el monitor virtual, sintió un sonoro crujido en el cuello y tuvo que parar, muerta del dolor. Las siguientes horas fueron de todo menos mindful. Martina acudió a su médico con el cuello torcido y una bolsa de agua caliente ya tibia sobre la contractura feroz. El médico le tendió una receta con un relajante muscular y así, torcida y de mal humor, Martina volvió a casa para embarcarse en un viaje opiáceo de poco autodescubrimiento. Medio drogada por el medicamento y con el cuello dolorido a pesar del calmante y el calor localizado, Martina babeó sobre los cojines de su sofá mientras veía los programas de televisión de la tarde. Se había rendido ante la evidencia de que, por desgracia, no había programacióndecente a la hora en que el resto de los mortales aún estaba trabajando. Sonó el timbre de la puerta. Martina fue a levantarse de golpe, como habría hecho en cualquier otro momento, pero su cuello se quejó con un aguijón de dolor al rojo vivo. Con más cuidado, se levantó y se encaminó hacia la puerta sin intentar poner la cabeza en vertical. Ni siquiera miró por la mirilla. Era Augusto. Sonreía de medio lado y levantaba una mano en señal de paz. Martina puso los ojos en blanco. —Hola, guapa. Te he traído esto —dijo mientras le tendía una caja de bombones de las caras. Martina se mordió el labio ante la promesa de lascivia chocolateada que prometía aquella caja—. Estás preciosa, ¿sabes? Martina le miró de medio lado, aún con la oreja pegada al hombro. —¿Qué haces aquí? —Vengo a buscar mis cosas. He intentado llamarte y ponerme en contacto contigo para avisar, pero no me coges el teléfono y parece como si me tuvieras silenciado en WhatsApp… —Bloqueado. Te tengo bloqueado. —Eso… —Augusto hizo ademán de pasar y Martina no se movió ni un ápice—. Oye, cariño, siento mucho lo que ha pasado. Ha sido solo una vez, te lo juro… —¿Y Violeta? —preguntó Martina entre dientes. Podría haberlo echado a patadas llena de furia, pero quizá por el efecto del calmante para caballos que le habían recetado no se sentía con ganas. Augusto era una mosca en la pared que de vez en cuando revoloteaba cerca de la cara y provocaba cierto disgusto, pero no un motivo para emprenderla a cañonazos. De eso estaba segura. —¿Violeta? —Augusto se frotó la nuca con la mano—. ¿De qué Violeta hablamos? —Ah, claro. Supongo que no sería la única. Probablemente, ni siquiera sería la única de mis amigas con la que te has acostado a mis espaldas durante todos estos años. Pero, ¿sabes qué? Ya no me importa. —¿Ah, no? —Augusto sonrió, confiado, e hinchó el pecho con ademán interesante. —Es que tú ya no me importas. Me importa… Supongo que lo que me molesta es que me torearas durante cinco años. Si hubiera sido solo uno y me hubieras dejado más tiempo para replantearme mi vida en lugar de perderla, quizá consideraría perdonarte. Pero no lo voy a hacer. La sonrisa de Augusto se desinfló. —¿Cómo que…? Cariño, no seas tan dura… —Supongo que como nunca te ha preocupado cómo me sintiera yo o la importancia que le diera a las promesas, no lo vas a entender. Pero pasa si quieres. Recoge tus cosas y márchate. Cuanto antes lo hagas, menos voy a seguir pensando en ti. —Entonces sí que piensas en mí —dijo mientras pasaba al pasillo. —Sí, pero no te hagas ilusiones. Voy a dar un giro de 180 grados a mi vida. —Por lo que veo, has empezado por el cuello y ahí te has quedado. Martina dejó pasar aquella broma y volvió al salón. Se sentó en el sofá y cambió de canal. Oía cómo Augusto trasegaba por la habitación, suponía que llenando bolsas con su ropa y sus cosas, pero no le importaba. Lo que le había dicho no era ninguna mentira. No podía importarle menos lo que hiciera o dejase de hacer con su vida. Su traición había sido tal que ni siquiera le dolía ya su pérdida. Lo quería lejos, lo antes posible, y ya no veía motivos para pensar en él. Augusto tardó un buen rato en recoger todo lo que quería, pero cuando al fin apareció en la puerta del salón lo hizo con dos bolsas enormes llenas de ropa y cosas suyas. Parecía fuera de lugar, como si hubiese aceptado que aquella casa ya no era suya y que Martina no iba a darle ninguna otra oportunidad, y por ello se sintiera tan incómodo como un invasor. —Oye, ya he recogido todo —indicó, y Martina hizo un gesto con la mano sin mirarle. —Muy bien, pues ya sabes dónde está la puerta. —¿No me vas a acompañar? —Lo has hecho muchas veces antes. Supongo que puedes hacerlo otra vez tú solito. Augusto dejó escapar un gruñido molesto y salió de la habitación. Pocos segundos después, Martina escuchó la puerta de la calle después del chisporroteo de las bolsas al ser arrastradas y chocar contra el suelo y las paredes. Ahora, a pesar del dolor del cuello y la incomodidad, Martina sí que comenzó a sentir una evolución seria en su manera de pensar. Acababa de desprenderse de una de sus ataduras y lo que debía hacer era aprovechar la inercia para librarse de todas y cada una. Cuando se recuperó (es decir, cuando pudo caminar erguida en lugar de hacerlo a lo Quasimodo), Martina se decidió por imitar a Augusto y empezar a recoger las cosas que sobraban en aquella casa. Armada con varias bolsas de plástico, Martina fue recogiendo todos sus cacharros viejos de las habitaciones que usaba para almacenar trastos. Descubrió que guardaba cosas sin ningún sentido. Había una vieja bicicleta estática de hierro forjado que costó muchísimo de trasladar hasta la recogida de muebles viejos de su calle. Había carpetas llenas de documentos que había heredado de su abuelo, viejos juegos de mesa a los que les faltaban varias piezas y se habían vuelto injugables. Había muchísima ropa de hacía milenios que nadie se pondría como no fuese en Carnaval. Tenía ropa más actual que no le quedaba bien del todo pero que se empeñaba en guardar por si llegaba a necesitarla en algún momento. Había cachivaches de cocina que nunca jamás había utilizado, pero que había encargado por internet porque quedaban muy cuquis en el anuncio. Había cuadros viejos que había descolgado hacía varios eones, al trasladarse al piso, y que nunca se había decidido a vender o a relocalizar. Había muchísima porquería. De hecho, encontró hasta varios periódicos del año 96 que hablaban de sucesos tan lejanos en su mente que apenas podía recordarlos. Todas aquellas cosas fueron a distintos lugares. Las cosas que podían utilizarse todavía y que alguien podría agradecer, fueron donadas a tiendas de segunda mano o a sitios de caridad. Los trastos fueron a la basura. Algunos cacharros, que por nuevos daba pena dejarlos en un contenedor, decidió venderlos a través de Wallapop. Y así, Martina se encontró con una casa bastante más vacía que la anterior, en la que había eco si hablabas suficientemente fuerte. El panorama tenía algo de desolador, no podía negarlo. Pero también le daba fuerzas. La labor de librarse de lo antiguo y reciclarlo, buscarle un hogar en el que fuera a ser usado, la hizo sentir hasta renacida. Con la contractura ya curada del todo y un impulso de positividad insuperable, Martina se sintió un poco más feliz que antes. Las cosas empezaban a mejorar. Capítulo 7 Sonia invitó a Martina a lo que ella llamaba “Evento de la Luna Llena”. Tenía lugar, como puede suponerse, una noche de luna llena bajo los rayos de la misma, y contaba con un propósito de renacimiento, revigorización e inspiración para la nueva vida. Martina, que tras su fugaz encuentro con Augusto se había visto doblemente seducida por las propuestas de Sonia, aceptó sin dudar la invitación de su amiga. Sin embargo, conforme pasaban los días y la fecha se acercaba, Martina comenzó a dudar que aquella fuese una buena idea. Entendía la magia de todo aquello, el simbolismo y la importancia que implicaba. Pero ella se sentía fuera de lugar en un sitio como aquel, más propio de hippies convencidos como Sonia que de chicas rebotadas de la vida como ella. Pese a todo, y solo porque Sonia le insistió y le prometió que sería divertido, Martina terminó acudiendo. El grupo que participaba en el Evento de la Luna Llena se reunía en un parque a las afueras de la ciudad, en un recinto apropiado para realizar barbacoas donde podrían encender un fuego sin alarmar a los vecinos ni atraer la atención de los bomberos. Martina llegó andando desdela parada del único autobús que pasaba por allí cerca. A pesar del trecho, que consistía en un paseo de diez minutos a través de los barrios más tranquilos de la ciudad, Martina lo agradeció. La brisa fresca de la noche se arremolinó en su cabello y la apaciguó. Fuera lo que fuese a ver o a hacer allí, en el fondo se sentía preparada y sabía que le haría bien. Se encontró con el grupo de personas encendiendo una hoguera sobre la tierra polvorienta en la que había permiso municipal para hacer aquel fuego. Lo hacían a la vieja usanza, sin mecheros ni líquidos inflamables. Cuando se acercó, Martina se rio internamente. Estaba segura de que ninguno de los presentes era un experto en encender aquello frotando dos palos por muy “conectados con la Tierra” que estuviesen, y tuvo el impulso de ofrecerles la caja de cerillas que siempre llevaba consigo a pesar de que no fumaba. Sin embargo, decidió quedarse en silencio desde la distancia por temor a parecerles demasiado aguafiestas. Sonia se apartó del grupo de expertos en fogatas y se le acercó para darle un abrazo muy animada. Aquella noche llevaba unas trenzas especialmente intrincadas y se había decolorado la mitad de ellas para darse reflejos violetas nuevos. Llevaba puesto un peto vaquero sobre una camiseta de pedrería azul que brillaba cada vez que se movía y la luz de la luna se reflejaba en ella. En las orejas le colgaban dos aros grandes de algo que ni de lejos podía ser plata, pero que daba el pego perfectamente. —¡Cómo me alegra verte aquí! –dijo Sonia—. Pensaba que al final te habrías rajado. —Lo he pensado, no creas. Pero no quería dejarte sola… —Oh, no estoy sola. —Como me habías dicho que no conocías a nadie… —Y no los conozco —respondió Sonia con una sonrisa muy amplia—. O, mejor dicho, no los conocía hasta hacía unos cinco minutos. Pero lo bueno es que los desconocidos se convierten en conocidos en un momento si tienes ganas de entablar una conversación. Ven, te presento. Su amiga la tomó de la mano y Martina no pudo evitar que la arrastrara hacia el centro del círculo. A su alrededor había unas quince personas, todas ellas diferentes. Eran hombres, mujeres y cualquier cosa intermedia (con algunos era difícil precisar, pues su aspecto y su indumentaria era más bien andrógina). La mayoría eran jóvenes, pero había un par de personas de pelo gris (aunque una, probablemente, fuese una joven teñida de ese color que se había puesto tan de moda). Algunos tenían la misma pinta que Sonia: hippies, locos amantes de la ropa antigua que compraban en mercadillos de segunda mano y odiaban el capitalismo. Otros parecían responder al estereotipo de hipsters y modernillos, con sus gafas de pasta, sus dilataciones y sus camisas de cuadros. Y, como ella, tampoco faltaban las dos o tres personas “normales” que habían venido por motivos diferentes a los de los demás. Martina se sintió indudablemente atraída hacia aquellas personas que se le parecían, y se preguntó si alguno de los hippies los habría arrastrado hasta allí como había hecho Sonia con ella. —¡Tenemos humo! –anunció uno de los encargados del fuego, y el resto se unió a un coro de exclamaciones emotivas. La nariz de Martina no tardó en picarle y el humo azulado se elevó hacia la luna a medida que la paja y el papel se consumían silenciosamente hasta producir una llama. Despacio, la principal encargada del fuego, que no dejaba de repetir que había visto cómo se hacía en un documental sobre supervivencia, fue añadiendo palos secos a la yesca hasta que lograron una hoguera casi de la altura de la cintura de Martina, con rugientes lenguas de fuego anaranjado que daban más calor del que habría pensado jamás. De alguna manera, haber visto cómo había nacido de la paja insignificante, sin más apoyo que la fricción en la madera, hizo que sus sentimientos se liberasen, como si acabase de presenciar un milagro de la naturaleza. Dejó de estar tan preocupada por la impresión que fuese a causar y hasta se permitió un par de sonrisas nerviosas. Sonia fue la primera en dar un paso adelante para iniciar el ritual. Por un momento, Martina temió que fuesen a degollar gallinas o a hacer algún tipo de santería extraña. Pero todo lo que hizo Sonia, que si bien no dejaba de ser extraño iba mucho con su rollo, fue desabrocharse el peto y quitarse la camiseta de pedrería, que arrojó sobre la hierba como el trozo de tela sin valor que era. Volvió a abrocharse el peto, pero las tiras de tela vaquera apenas eran suficientes para cubrirle los pechos, que botaban libres y sin sujetador mientras bailaba en torno a la enorme hoguera. Algunos de los presentes sacaron instrumentos. Tambores, flautas, campanillas… Aunque la pieza parecía improvisada, la falta de expectativas y la compenetración aparente sirvieron para que la música fuese agradable y nada terrorífica, como Martina se habría esperado. Sonia fue la primera de varios. Hombres y mujeres en diverso estado de desnudez siguieron sus pasos y comenzaron a danzar en torno al fuego como chamanes en un ritual de fecundidad y renacimiento. Martina dio un paso atrás y buscó con la mirada la cercanía de alguien que aún no hubiese perdido la cabeza. Se topó con un hombre de mediana edad, con el cabello castaño entrecano y gafas de pasta que sonreía de medio lado, con el mismo estupor que suponía que mostraba ella. Aun así, empezó a dar palmas, y Martina lo imitó. Aunque ella no se atreviera a saltar a bailar en torno al fuego, debía admitir que era entretenido ver cómo los demás se desinhibían sin más. —¡Ven, Martina! —le dijo Sonia en una de sus vueltas, tomándola de la mano y tirando de ella hacia la hoguera. Su presión fue demasiada para rechazarla. Martina, que no había bailado en torno a nada en su vida, improvisó unos pasos salvajes mientras vociferaba un coro sin palabras, como Sonia, en un intento de encajar en lo que se esperaba de ella en aquel ritual. Nadie le dijo que se fuera o que lo hubiese hecho mal, pero Martina no tardó en detenerse, segura de que lo que fuera que había bailado había ofendido a alguno de los dioses de los presentes. Sonia dejó de prestarle atención. Estaba sumida en el éxtasis de la danza y ya no le preocupaba tanto que su amiga se integrara. En el fondo, Martina agradeció el respiro. Fue a buscar un lugar donde dar palmas lo suficientemente apartado como para pasar desapercibida, por si a alguno de aquellos danzantes le daba por ser amable y tratar de unirla a la danza. Por el rabillo del ojo vio que el hombre que la había sonreído desde la distancia se le acercaba. Llevaba un suéter de canalé de cuello en uve que sin duda tenía que darle mucho calor, pero le sentaba muy bien. Era espigado, alto pero no fornido. Sin embargo, la forma de sus hombros y la estrechez de su cintura le proporcionaba una facha bastante atractiva incluso para Martina, que no solía fijarse en los hombres claramente mayores que ella. —Qué locura, ¿no? —le dijo él sin dejar de sonreír. Señaló con la barbilla a Sonia, que había iniciado un sinfín de cabriolas mientras algunos de sus compañeros recitaban poesía casi a gritos para hacerse oír por encima de los tambores. —Sí, es bastante… —Martina se mordió el labio y suspiró—. Creo que esto es lo más ridículo que he hecho en mi vida, y ni siquiera se puede decir que haya participado. —Bueno, has bailado bien. Martina se echó a reír. —¿Bromeas? Parecía que me estaba dando un ataque epiléptico. Estoy segura de que mi coordinación dejaba mucho que desear. —¿No es tu tipo de baile? —La verdad es que no. He venido porque… Por la vida, supongo. Porque
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