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Martina Trilogia -Luisa Cisneros

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Trilogía	Romántica:	Martina
Luisa	M.	Cisneros
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Esta	 es	 una	 obra	 de	 ficción.	 Los	 nombres,	 personajes,	 instituciones,	 lugares,	 eventos	 e	 incidentes	 son
producto	 de	 la	 imaginación	 del	 autor	 o	 usados	 de	 una	manera	 ficticia.	 Cualquier	 parecido	 con	 personas
reales,	vivas	o	fallecidas,	o	eventos	actuales,	es	pura	coincidencia.
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Contenido
Primera	novela:	Martina	al	Mínimo
Segunda	novela:	Martina	Mochilera
Tercera	novela:	Martina	Tabú
Notas	de	la	autora
Otras	obras	de	la	autora
	
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Martina	al	Mínimo
Hippie	feliz	parte	1
Capítulo	1
Martina	despertó	con	 la	cabeza	hundida	en	el	hueco	entre	el	cuerpo	y	el
brazo	 de	 Augusto.	 Tardó	 unos	 instantes	 en	 darse	 cuenta	 de	 que	 había
abandonado	 la	 tierra	 de	 los	 sueños	 y	 que	 se	 encontraba	 en	 la	 cama	 con	 su
novio,	que	lo	que	brotaba	de	entre	las	persianas	era	la	luz	del	amanecer	y	no	la
de	las	farolas,	y	que	el	rumor	que	escuchaba	no	eran	las	olas	del	mar,	sino	los
suaves	ronquidos	de	su	compañero	sentimental.
Rodó	por	la	cama	y	pulsó	el	móvil	a	ciegas	hasta	que	dejó	de	escuchar	la
alarma.	Eran	las	siete	de	la	mañana	de	un	miércoles	como	otro	cualquiera,	y
aunque	 la	 proximidad	 de	 Augusto,	 su	 calor	 corporal^	 y	 su	 capacidad	 para
seguir	dormido	aunque	entrasen	 los	GEO	rompiendo	 la	puerta	con	un	ariete
portátil	 intentasen	 convencerla	 de	 llamar	 por	 teléfono	 y	 aducir	 enfermedad
para	 pasar	 el	 resto	 de	 la	 mañana	 en	 casa,	 Martina	 sabía	 que	 no	 podía
permitírselo.	En	la	editorial	contaban	con	ella.
Besó	el	hombro	oscuro	de	Augusto,	que	apenas	pareció	notarlo.	Martina
apoyó	 la	barbilla	en	 la	mano	durante	un	 instante,	mientras	 lo	miraba	dormir
con	una	sonrisa	en	los	labios.	Llevaba	unida	a	aquel	hombre	cinco	años,	de	los
cuales	habían	vivido	juntos	los	últimos	tres,	y	aún	se	sentía	bendecida	por	su
presencia	 cada	 vez	 que	 se	 levantaba	 a	 su	 lado.	 Augusto	 era	 un	 hombre
agraciado,	 alto	 y	 de	 cuerpo	 nervudo,	 con	 las	 extremidades	 largas	 en
comparación	al	cuerpo.	Tenía	la	piel	de	un	tono	marrón	oscuro,	como	la	teca,
y	 el	 pelo	 rizado	 en	media	melena	 se	 le	 pegaba	 a	 la	 frente	mientras	 dormía.
Aunque	ahora	 los	 tenía	cerrados,	Martina	adoraba	aquellos	ojos	verdes	cuya
mirada,	 combinada	 con	 una	 sonrisa	 arrebatadora,	 la	 dejaban	 sin	 aliento.
Augusto	era	mitad	surinamés	y	mitad	holandés,	pero	había	nacido	y	crecido	en
España.	Martina	solía	pensar	que	 lo	mejor	de	dos	continentes	 se	había	unido
para	formar	al	hombre	que	amaba,	y	aquello	la	hacía	sentir	feliz	pero	inquieta.
Vagó	 hacia	 el	 baño,	 estremeciéndose	 cada	 vez	 que	 pisaba	 con	 los	 pies
descalzos	 el	 suelo	 de	 madera	 fría	 de	 su	 enorme	 apartamento.	 Había
pertenecido	 a	 su	 abuelo	 y	 tenía	 ese	 aire	 de	 casona	 antigua,	 de	 amplios
corredores	y	 techos	altísimos,	que	 tanto	 le	gustaba	a	ella.	Lo	había	heredado
por	ser	hija	única	y	 le	encantaba	vivir	allí,	 aunque	sus	enormes	dimensiones
fuesen	un	fastidio	a	la	hora	de	limpiar	el	polvo	y	pasar	la	aspiradora.
Además,	a	veces	 la	caldera	se	estropeaba	y	había	que	ducharse	con	agua
fría.	Por	suerte,	ese	no	era	uno	de	aquellos	días.
Mientras	 el	 agua	 caía	 sobre	 su	 cuerpo,	Martina	 reflexionó	 sobre	 lo	 que
tenía	por	delante	aquel	día.
Sabía	que	era	enormemente	afortunada.	Mientras	que	ahí	fuera	había	gente
que	no	tenía	dónde	caerse	muerta,	Martina	tenía	un	novio	al	que	adoraba,	una
casa	 preciosa	 y	 gigantesca	 donde	 guardar	 todas	 las	 cosas	 que	 poseía,	 un
trabajo	agradable	en	el	que	se	dedicaba	a	su	pasión,	la	lectura,	y	un	grupo	de
amigas	que	siempre	estaban	a	su	lado	y	con	las	que	salía	de	vez	en	cuando	para
compartir	risas	y	chismorreos.
Sí,	era	afortunada.	Muy	afortunada.
Tenía	 que	 recordárselo	 de	 vez	 en	 cuando,	 como	 si	 estuviese	 a	 punto	 de
olvidársele.	Como	si	aquel	sentimiento	fuese	un	lápiz	rodando	hacia	el	borde
de	una	mesa	eternamente	inclinada	y	ella	tuviese	que	devolverlo	a	su	sitio	una
y	otra	vez.
Casa,	novio,	amigas,	trabajo,	rutina.	Eso	era	la	felicidad.
Se	acercaba	a	los	treinta	y	pronto	sería	momento	de	empezar	a	pensar	en
boda	y	niños.	No	podía	mentirse:	por	mucho	que	quisiera	a	Augusto,	era	cierto
que	 llevaban	 un	 tiempo	 con	 las	 pasiones	 enfriadas.	 Pero	 eso	 era	 lo	 que	 le
pasaba	 a	 todo	 el	 mundo,	 ¿no?	 No	 se	 podía	 esperar	 tener	 un	 romance
apasionado	 y	 demoledor	 desde	 el	 principio	 hasta	 el	 final.	 Cuanto	 más	 se
conocen	 dos	 personas,	 más	 decae	 esa	 hambre	 por	 estar	 juntos,	 devorarse	 y
descubrirse.
Amaba	 a	Augusto;	 eso	 era	 verdad.	Y	 si	 las	 cosas	 no	 eran	 tan	 increíbles
como	cinco	años	atrás,	¿qué	importaba?	Estaba	en	un	momento	muy	estable	de
su	 vida,	 y	 por	 primera	 vez	 podía	 hacer	 planes	 mirando	 al	 futuro	 y	 a	 las
próximas	décadas	que	tuviesen	por	delante.
“Eres	 feliz,	Martina”,	 se	 repitió	mientras	 se	 frotaba	el	pelo	a	conciencia
con	un	jabón	que	olía	a	coco	y	a	menta.
Acalló	las	preocupaciones	mientras	se	secaba	el	cuerpo	y	el	pelo.	Se	vistió
con	una	blusa	y	unos	pantalones	cómodos.	Haría	buen	tiempo	y	probablemente
calor.	A	través	de	los	enormes	ventanales	de	la	cocina,	que	daban	al	parque	de
afuera,	vio	a	los	adolescentes	cargados	con	mochilas	ir	al	instituto	cercano.	En
ocasiones,	se	quedaba	pensando	en	si	podría	haber	cambiado	su	vida	tomando
decisiones	 diferentes	 en	 aquella	 época.	 Pero	 se	 sacudía	 aquella	 duda	 de	 la
cabeza	rápidamente.
—Eres	feliz,	Martina	—dijo	en	alto	esta	vez,	y	sonrió.
Puso	 la	 lavadora	 con	 la	 ropa	 de	 color	 y	 observó	 cómo	 se	 iniciaba	 el
programa	 mientras	 se	 tomaba	 el	 primer	 café	 y	 la	 tostada	 reglamentaria.
Augusto	seguía	durmiendo.	Él	entraba	a	 trabajar	a	 las	diez	en	su	gabinete	de
dentista	 y	 nunca	 hacía	 por	 levantarse	 antes	 de	 tiempo	 para	 ayudarla	 en	 las
tareas	de	casa.
Pero	era	un	amor	de	persona.	Tampoco	podía	enfadarse	con	él.
—Miau	—saludó	su	gato	Pastèque	mientras	entraba	en	la	cocina.
—Sí	que	has	 tardado	en	despertarte,	so	gordo	—le	contestó	Martina	con
enfado	fingido—.	Como	para	que	haya	un	incendio.	Y	todavía	querrás	que	te
dé	de	comer.
—Miau.
El	enorme	persa	blanco	se	sentó	delante	de	su	comedero	vacío	y	miró	a
Martina	con	la	versión	gatuna	del	ceño	fruncido	en	su	carita	aplastada.	Martina
sonrió	 y	 sacó	 de	 la	 nevera	 su	 lata	 de	 comida	 preferida.	 Echó	 un	 poco	 en	 el
comedero	y	dejó	que	el	gato	se	lo	acabase	mientras	ella	seguía	desayunando.
—¡Miau!	—protestó	el	gato,	que	se	relamía	los	bigotes	tras	haber	dejado
el	comedero	vacío.
—¿Cómo	que	"miau”?	Ya	sabes	que	el	veterinario	nos	ha	amenazado	con
lo	que	pasará	si	sigues	engordando.
—¡Miau!
—Me	da	igual	que	protestes	o	que	me	hagas	chantaje	emocional.	No	hay
más	comida	hasta	la	tarde,	macho.
—¡Miau!
—Y	más	le	vale	a	Gus	no	darte	más	hasta	que	sea	tu	hora.
Pastèque	se	refrotó	contra	su	tobillo	en	busca	de	mimos,	comida	o	comida
y	mimos.	Martina	 le	 dio	 lo	 primeroy	 se	 aseguró	 de	 no	 ceder	 a	 lo	 segundo
guardando	 de	 nuevo	 la	 lata	 en	 la	 nevera.	 Frustrado,	 el	 gato	 se	 sentó	 para
lamerse	las	partes	cuya	ausencia	le	hacía	engordar	a	marchas	forzadas.
Martina	reunió	todos	los	enseres	necesarios	para	el	día	en	el	bolso,	cogió
una	 chaqueta	 por	 si	 acaso	 refrescaba,	 metió	 los	 cacharros	 sucios	 en	 el
lavaplatos	y	 fue	al	dormitorio	para	despedirse	de	Augusto	con	un	beso	en	 la
mejilla.	Su	novio	seguía	dormido	y	o	no	se	dio	cuenta	de	su	gesto,	o	no	quiso
darse	por	despertado.
Salió	de	casa	con	un	suspiro	y	echó	a	andar	hacia	la	oficina	de	la	editorial,
que	no	quedaba	demasiado	lejos	de	su	vivienda.	Cuando	hacía	buen	tiempo,	era
un	verdadero	placer	caminar	por	el	bulevar	en	dirección	al	 trabajo.	El	sol	se
colaba	 entre	 las	 copas	 de	 los	 árboles	 y	 acariciaba	 su	 piel	 de	 manera
intermitente.	Martina	sonreía	de	pura	satisfacción	cuando	parecía	que	la	luz	y
la	sombra	se	peleaban	por	tocarla.
Llevaba	un	par	de	años	trabajando	como	lectora	editorial	para	la	editorial
Pecado.	Nunca	solía	decir	el	nombre	cuando	explicaba	su	trabajo	y	procuraba
no	 revelar	 la	 naturaleza	 de	 las	 novelas	 que	 tenía	 que	 leer.	 La	 gente,	 había
aprendido,	no	se	 tomaba	nada	en	serio	a	 los	 lectores	de	erótica	y	 romántica,
aunque	ella	disfrutaba	de	todos	los	géneros	literarios	por	igual	y	no	veía	nada
malo	 en	 aquel	 con	 el	 que	 se	 ganaba	 la	 vida.	 Su	 cometido	 implicaba	 leer	 los
manuscritos	que	los	autores	enviaban	a	la	editorial	y	seleccionar	aquellos	que
encajaban	 con	 la	 línea	 de	 Pecado	 y	 que	 tenían	 calidad	 suficiente	 para	 ser
adquiridos.	 Tenía	 gracia	 que	 su	 trabajo	 estuviera	 tan	 relacionado	 con	 el
romance	 y	 la	 erótica.	 Sus	 amigas	 se	 reían	 de	 que	 se	 pasara	 toda	 su	 jornada
laboral	 leyendo	 cómo	Pepito	 le	metía	 tal	 cosa	 a	 Juanita,	 o	 cómo	Fulanita	 se
posaba	sobre	el	tronco	del	amor	de	Menganito	hasta	que	llegaban	a	un	clímax
simultáneo.	Martina	 sospechaba	 que	 sus	 amigas	 consideraban	 que	 su	 trabajo
era	menos	importante	o	menos	digno	que	los	suyos,	pero	nunca	se	lo	habían
dicho	con	aquellas	palabras.	Tampoco	podía	quejarse.
A	 mitad	 del	 camino,	 Martina	 vio	 un	 puesto	 de	 helados	 cuya	 lista	 de
sabores	 la	 hizo	 salivar.	 No	 solía	 desayunar	 fuerte	 y	 hoy	 la	 tostada	 le	 había
sabido	 a	 poco.	 El	 aire	 era	 cálido	 y	 el	 tiempo	 invitaba.	 ¿Por	 qué	 no?	 Podía
comérselo	de	camino	a	la	oficina.
Escogió	un	cucurucho	de	fresa	y	chocolate	y	fue	dándole	lametones	nada
cuidadosos	 con	 gran	 placer,	 sintiéndose	 como	 la	 niña	 a	 la	 que	 sus	 padres
llevaban	 de	 paseo	 y	 consentían	 chucherías	 los	 fines	 de	 semana.	 Sacó	 su
teléfono	 móvil	 y	 revisó	 su	 agenda	 y	 los	 mensajes	 que	 tenía	 pendientes.
Augusto	estaba	en	línea,	lo	que	significaba	que	debía	de	haber	despertado	ya,
pero	no	le	había	enviado	ningún	mensaje	de	buenos	días	ni	nada	parecido.	El
grupo	de	 sus	 amigas	proponía	 salir	 al	 cine	 el	 viernes	por	 la	 tarde,	 algo	que
Martina	apoyó	con	un	mensaje	lleno	de	caritas	sonrientes.
Pensaba	en	 la	película	que	verían	cuando	un	perro	se	cruzó	frente	a	ella
persiguiendo	una	pelota.	Antes	de	llegar	a	la	carretera,	el	perro	saltó	y	capturó
la	bola	entre	los	dientes,	pero	el	brinco	lo	puso	en	su	camino	y	Martina,	que	no
iba	mirando	al	frente,	se	chocó	contra	él	y	acabó	en	el	suelo.
No	tenía	muy	claro	cómo	había	ocurrido,	pero	ahora	estaba	sentada	en	la
dura	 acera.	Algo	 confusa,	miró	 al	 perrazo,	 que	 ahora	 se	 le	 acercaba	 con	 la
lengua	fuera	y	una	sonrisa	lobuna	en	la	cara	para	darle	lametones	al	cucurucho
roto	que	tenía	en	la	mano.
Algo	frío	se	extendió	por	su	pecho.
—¡Mi	blusa!
Sobre	el	pecho	izquierdo	resbalaban	las	dos	bolas	pegadas	a	un	trozo	de
barquillo	 desgajado.	 El	 pegote	 helado	 se	 filtró	 hasta	 su	 sujetador	 y	 pronto
sintió	 el	 pezón	 congelado.	 La	 mancha	 rosa	 y	 marrón	 amenazaba	 con	 caer
también	 sobre	 su	 pantalón,	 pero	Martina	 tuvo	 la	 precaución	 de	 arrancársela
antes	de	tener	que	lamentar	un	accidente	tan	grave.
—¡Ay,	mil	 perdones!	—dijo	 un	 hombre	 acercándose	 desde	 el	 parque—.
Toby,	¡eres	un	bruto!	Señorita,	por	favor,	déjeme	ayudarla.
Martina	aceptó	 la	mano	que	 le	 tendían	y	se	sirvió	de	ella	para	 izarse.	El
perro	no	hizo	caso	de	la	bronca	de	su	dueño	y	se	contentó	con	lamer	el	helado
caído	en	el	suelo.
—Ha	sido	culpa	de	mi	perro	—dijo	el	señor,	que	echó	mano	de	la	cartera
que	llevaba	en	el	bolsillo	trasero	del	pantalón—.	Permítame	que	le	dé	dinero
para	la	tintorería.
—Yo…	—Martina	 sacudió	 la	 cabeza—.	También	 ha	 sido	 culpa	mía.	 Iba
mirando	 el	 móvil	 y…	 —Rechazó	 el	 dinero	 que	 le	 tendía	 aquel	 hombre	 y
sonrió—.	No,	deje,	deje.	Tendré	que	ir	a	casa	para	cambiarme,	que	es	lo	que
más	me	 fastidia,	 pero	 ni	 se	 le	 ocurra	 darme	 nada.	 Debería	 haber	mirado	 al
frente.
No	 quería	 seguir	 discutiendo	 con	 el	 señor	 acerca	 de	 un	 dinero	 que	 no
necesitaba.	 Se	 dio	 la	 vuelta	 y	 salió	 en	 dirección	 a	 casa	 tan	 rápido	 como	 era
capaz.	Con	el	pegote	frío	en	el	pecho	y	la	vergüenza	de	ir	manchada	de	helado,
ya	no	disfrutaba	como	antes	de	la	caricia	de	la	sombra.
Sacó	 su	 móvil,	 pero	 esta	 vez	 se	 aseguró	 de	 mirar	 al	 frente	 mientras
tecleaba.	Tenía	que	decirle	a	Sonia,	su	compañera	de	 trabajo,	que	 llegaría	un
poco	tarde.
	
Martina:	Sonia,	he	tenido	un	accidente	con	un	helado	y…
Martina:	Digamos	que	mi	blusa	ha	quedado	irreparable.
Sonia:	¡Qué	mala	suerte!
Sonia:	¿Qué	hacías	comiendo	helado	tan	temprano?
Martina:	No	seas	mala,	que	menudo	cabreo	tengo	ya.
Martina:	Dile	a	Amaranta	que	llegaré	tarde	por	fuerza	mayor.
Sonia:	Y	tan	mayor.	Me	está	dando	la	risa	de	imaginarte.
Sonia:	De	todos	modos,	Amaranta	está	todavía	reunida.	Si	te	das	prisa,	la
jefa	no	tiene	por	qué	enterarse	de	tu	accidente.
Martina:	Lo	intentaré.	¡Gracias,	preciosa!
Sonia:	De	nada,	comilona.
	
De	mejor	humor,	Martina	hizo	el	trecho	del	camino	en	la	mitad	de	tiempo
del	que	solía.	Se	sacó	las	llaves	del	bolso	con	la	mano	pegajosa	de	helado	de
chocolate	y	subió	en	el	lento	y	viejísimo	ascensor	hasta	su	casa.	Entró	y	saludó
a	Pastèque	 con	 un	 gruñido.	 Fue	 de	 inmediato	 a	 la	 cocina	 y	 se	 quitó	 la	 blusa
para	ponerla	a	remojo.	Si	se	daba	prisa,	tal	vez	el	mal	no	fuese	irreparable.
Abrió	 la	puerta	del	dormitorio	y	se	dirigió	al	armario	a	 toda	velocidad,
sin	 mirar	 a	 Augusto.	 Estaba	 tan	 preocupada	 por	 ponerse	 otra	 blusa	 y	 salir
pitando	de	casa	que	tardó	un	instante	en	darse	cuenta	de	que	su	novio	no	estaba
solo	debajo	de	las	sábanas.
Mirándola	 con	 ojos	 como	 platos,	 a	 su	 lado	 se	 encontraba	Amaranta,	 su
jefa.	Los	dos	se	hallaban	desnudos	y	muy	alterados	por	la	presencia	súbita	de
Martina,	que	con	 la	blusa	 limpia	a	medio	abrochar	apenas	conseguía	encajar
en	su	mente	las	piezas	del	puzle	que	acababan	de	presentarle	ante	sus	ojos.
—Esto…	Esto	no	es	lo	que	parece,	cariño	—dijo	Augusto,	por	no	evitarse
el	cliché.
Capítulo	2
Martina	no	dijo	ni	hizo	nada.	Tenía	la	vista	clavada	en	la	cama	en	la	que
acababa	de	encontrar	 a	 su	amado	novio	con	 su	 jefa,	pero	parecía	que	no	 les
estaba	mirando	a	ellos,	sino	que	intentaba	encontrar	un	patrón	misterioso	en	el
estampado	de	la	colcha,	o	ver	más	allá	del	colchón	y	el	canapé	y	espiar	a	los
vecinos	de	abajo.
Ni	 Amaranta	 ni	 Augusto	 se	 movieron	 un	 ápice.	 Augusto	 se	 sujetó	 la
colcha	contra	el	pecho	con	tanta	energía	que	a	Amaranta	se	le	escurrió	de	entre
los	dedos.	Si	Martina	hubiese	estado	pendiente,	quizá	hubiese	alcanzado	a	verle
un	pecho	antes	de	que	volviera	a	taparse	corriendo.
Pero	Martina	no	estaba	atenta.	Martina,	simplemente,	estaba.
—Lo	siento	mucho	—murmuró	Amaranta,	roja	de	la	cabeza	a	los	pies.
Era	una	mujer	ya	entrada	en	la	cuarentena,	pero	no	había	perdido	un	ápice
de	 su	 sensualidad.	 En	 realidad,	 como	 le	 había	 contado	 a	 Martina	 en	 una
ocasión,	 entre	 cafés	 animados	 con	 Baileys	 y	 confidencias	 de	 colegas,	 su
verdadero	 atractivo	 había	 brotado	 una	 vez	 pasados	 los	 treintay	 cinco.
Amaranta	le	había	revelado	que,	hasta	entonces,	era	una	chica	normal	tirando	a
feúcha,	 pero	 que	 la	 madurez	 le	 había	 dado	 una	 confianza	 que	 se	 había
convertido	en	belleza.	Y,	al	parecer,	en	una	necesidad	insoportable	de	acostarse
con	los	novios	de	sus	empleadas.
—Ha	sido	un	error,	no	quería	que	nos	vieras	así,	tendríamos	que	haberte
dicho…	Tendríamos	que	haberte	avisado	de	que…
—Mi	amor,	esto	no	es	lo	que	tú	te	crees	—se	apresuró	a	decir	Augusto—.
Esto…	esto…	Ha	sido	un	accidente.	En	realidad	estaba	pensando	en	ti	todo	el
tiempo,	 te	 lo	 juro.	Es	que	últimamente	estás	 tan	 fría…	Yo	 te	echo	de	menos,
¿sabes?	Y	a	un	hombre	no	se	le	puede	tener	tanto	tiempo	a	pan	y	agua,	porque
acaban	surgiendo	los	deseos	ocultos	y…
—¿Pero	 cómo	 le	 dices	 eso,	 so	 bestia?	 —espetó	 la	 jefa	 de	 Martina—.
¿Encima	 le	 echas	 la	 culpa	 a	 ella?	Mira,	 de	 verdad,	 ten	 un	poco	de	 dignidad,
¿no?
—¡No	 le	 estoy	 echando	 la	 culpa!	 Lo	 que	 digo	 es	 que	Martina	 tiene	 que
entender	 que	 yo	 no	 he	 hecho	 esto	 porque	 sea	 mala	 gente,	 y	 que	 la	 quiero.
¿Verdad,	Martina?	¿Verdad	que	te	quiero?
Martina	 ni	 siquiera	 parpadeó.	 No	 estaba	 segura	 de	 que	 el	 aire	 que
respiraba	le	llenara	los	pulmones.	Le	daba	la	impresión	de	estar	vacía,	como	si
tuviese	un	agujero	en	la	barriga	por	el	que	se	le	escapaba	el	oxígeno	antes	de
que	pudiese	 asimilarlo.	Pero	no	 se	moría.	Por	 poco	que	 aprovechase	 el	 aire
que	respiraba,	no	estaba	muerta.
Qué	curioso.	De	momento	tampoco	se	sentía	viva.
—¿Martina?	—preguntó	Amaranta	inclinándose	hacia	delante—.	Martina,
¿estás	bien?
—Se	ha	quedado	seca.
—Está	en	shock,	¿tú	qué	crees?	¡Nos	acaba	de	pillar	en	la	cama!
—Lo	que	está	es	rarísima.	Parece	un	maniquí.
—Joer,	me	da	hasta	pena.
Los	 dos	 se	 le	 quedaron	 mirando	 como	 pasmados.	 Martina	 aún	 seguía
incapaz	de	hacer	otra	cosa	que	mirar	en	silencio.	Tenía	la	ligera	sensación	de
que	 se	 le	 habían	 quedado	 la	 boca	 y	 la	 garganta	 secas,	 pero	 no	 podía
asegurarlo.	No	 terminaba	de	conectar	su	cuerpo	a	su	mente,	como	si	aquella
visión	hubiese	separado	las	dos	partes	que	la	componían.
—Bueno,	 mira	—terció	 Augusto—,	 no	 parece	 que	 se	 vaya	 a	 despertar
pronto.	Mejor	nos	vestimos	y	nos	vamos,	y	dejamos	que	ella	sola	vuelva	en	sí.
¿Qué	te	parece?
—Qué	 mal,	 ¿no?	—Amaranta	 la	 miró	 con	 pena	 y	 estiró	 la	 mano	 para
coger	las	gafas	de	pasta	de	la	mesilla.	Se	las	puso	con	las	dos	manos	y	torció
el	gesto—.	¿Y	la	dejamos	así?
—Pues	sí.	Que	no	pasa	nada,	ya	verás.
Augusto	y	Amaranta	comenzaron	a	vestirse	tras	pescar	la	ropa	diseminada
por	la	habitación	que	sin	duda	habían	lanzado	en	todas	direcciones	en	mitad	de
un	torbellino	apasionado.	Él	se	puso	 los	calzoncillos	después	de	 levantarse	y
prácticamente	 saltó	 dentro	 de	 unos	 vaqueros.	 Ella,	 más	 pudorosa,
probablemente	 por	 la	 vergüenza	 y	 por	 el	 hecho	 de	 que	 hasta	 ese	 momento
Martina	nunca	la	había	visto	desnuda,	se	puso	la	ropa	interior	antes	de	salir	de
entre	las	sábanas.
Augusto	se	acercó	a	Martina	y	le	pasó	la	mano	frente	a	los	ojos	sin	lograr
una	respuesta	por	su	parte.	Con	una	sonrisa	se	volvió	hacia	Amaranta	y	dijo:
—Nada,	no	está	en	este	mundo.	Igual,	con	el	shock,	se	le	olvida	todo	esto
y	podemos	hacer	como	si	nunca	hubiese	pasado.
Amaranta	 frunció	 el	 ceño	 con	 evidente	 disgusto,	 pero	 no	 dijo	 nada.	 Se
cerró	 la	 blusa	 sobre	 el	 pecho	 sin	 ponerse	 todavía	 la	 falda	 que	 había	 dejado
sobre	la	misma	silla	en	la	que	Martina	posaba	su	ropa	por	las	noches.
Quizá	 fuera	 aquella	 visión,	 la	 de	 una	 prenda	 desconocida	 en	 su	 propia
casa,	la	que	empezó	a	retornarle	el	sentido	a	Martina.	Primero	le	cosquillearon
los	 ojos	 de	 tenerlos	 abiertos	 durante	 tanto	 tiempo.	 Luego	 tragó	 saliva	 y	 su
garganta	se	lo	agradeció	con	creces.	Por	último,	Martina	movió	el	cuello,	tan
tenso	que	 le	habían	empezado	a	doler	 las	cervicales,	y	posó	 la	mirada	sobre
Augusto.
Entonces,	por	primera	vez	en	lo	que	parecía	una	vida,	Martina	habló.
—Pero…	¿pero	qué	es	esto?
Su	voz	brotó	 confusa,	 débil	 por	 la	 falta	 de	 aire	 y	por	 la	 sequedad	de	 la
garganta.	Pero	en	la	interrogación	final	ganó	su	tono	normal	de	nuevo,	que	se
alzó	en	la	siguiente	pregunta.
—¿Pero	qué	haces	 tú	aquí?	—Se	volvió	hacia	Amaranta,	que	se	encogió
sobre	sí	misma	como	si	temiera	que	su	ira	la	fuera	a	fulminar	con	un	rayo	de
un	momento	a	otro—.	¿Pero	cómo	te	atreves?	¿Pero	cómo…?
—Mi	amor,	déjame	que	te	explique…	—empezó	Augusto,	que	ya	se	había
vestido	del	todo	y	sonreía	con	una	expresión	que,	mientras	que	en	otra	ocasión
podría	haberla	encandilado,	ahora	le	daba	grima.
Martina	se	zafó	de	su	mano	con	violencia.
—¡NO!	¿Que	deje	que	me	expliques	qué?	¿Cómo	te	estabas	tirando	a	mi
jefa?	¿En	mi	casa?	¿En	mi	cama?	—Martina	se	llevó	la	mano	a	la	cabeza.	Los
gritos	le	salían	de	la	garganta	y	le	arañaban	el	pecho	por	dentro.	Temblaba	de
pies	a	cabeza,	pero	tenía	los	ojos	secos.	Era	tal	el	estupor	que	todavía	no	era
capaz	de	llorar—.	¡Amaranta!	¿No	te	da	vergüenza?	¿Con	mi	novio?	¿No	había
nadie	más	para	que	echaras	un	polvo,	so	cabrona?
—Lo	siento,	Martina,	ha	sido	una	estupidez	y…
—¡NO	 ME	 LO	 PUEDO	 CREER!	 ¡Y	 tú	 no	 me	 toques	 más!	 —volvió	 a
gritarle	a	Augusto,	que	había	intentado	posar	una	mano	en	su	antebrazo	como
para	darle	apoyo,	cariño	o	detener	 la	ebullición	que	venía	palpitando	bajo	 la
superficie	 desde	 que	Martina	 había	 atrapado	 a	 la	 pareja	 en	 su	 infidelidad—.
¡Como	me	toques	otra	vez,	te	comes	una	patada	en	los	huevos!
—Pero,	mi	amor…
—¡Ni	mi	amor	ni	mi	amar!
Amaranta	la	miraba	mortificada.	Augusto,	incapaz	de	salir	de	aquel	brete
gracias	a	su	encanto	personal,	parecía	confuso.	Martina	sintió	que	encontrarles
había	sido	un	error,	algo	que	no	tendría	que	haber	pasado.	La	verdad	era	 tan
dolorosa	que	casi	deseó	que	siguieran	engañándola	sin	que	ella	lo	supiera	con
tal	de	poder	vivir	sin	aquella	pena.
—No,	 basta.	 Mirad,	 quedaos	 con	 la	 casa.	 Me	 voy.	 No	 os	 necesito.	 Me
marcho.	¡Hasta	luego!
Presa	 de	 una	 furia	 nerviosa,	 Martina	 salió	 del	 dormitorio	 a	 largas
zancadas	y	entró	en	el	cuarto	de	baño.	No	estaba	segura	de	lo	que	hacía	o	por
qué	 lo	 hacía,	 pero	 sus	 manos	 se	 movían	 solas	 y	 su	 mente	 había	 vuelto	 al
bloqueo	 de	 antes,	 como	 si	 sus	 pensamientos	 y	 sentimientos	 hubiesen	 sido
volcados	en	una	caja	blindada	donde	no	harían	daño	a	nadie.	Ni	siquiera	a	ella.
Abrió	 el	 armarito	 del	 espejo	 y	 sacó	 un	 cepillo	 de	 dientes.	 Por	 alguna
razón,	 le	 echó	 dentífrico	 mentolado	 y	 lo	 sostuvo	 mientras	 observaba	 su
reflejo.	 Le	 costaba	 reconocerse.	 En	 parte,	 lo	 que	 ocurría	 era	 como	 si	 le
ocurriese	 a	 otra.	 Como	 si	 viera	 una	 película.	 Después	 de	 todo,	 su	 vida	 era
perfecta	 y	 nada	 de	 aquello	 podía	 estar	 sucediéndole	 a	 ella.	 Pensarlo	 era	 una
estupidez.	Por	supuesto.
Salió	a	toda	prisa	y	cogió	a	Pastèque	en	brazos.	Apenas	sintió	su	peso.	El
gato	se	quejó	con	un	"miau"	bien	sonoro,	pero	Martina	no	le	dio	importancia.
Abrió	la	puerta	de	la	calle,	la	cerró	sin	hacer	ruido	y	bajo	un	par	de	escalones
antes	de	sentarse	en	ellos.
Volvía	a	no	sentir	nada.	Ni	el	dolor	de	las	garras	de	Pastèque	clavándose
en	su	brazo,	ni	el	frío	de	los	escalones	en	su	trasero,	ni	la	tensión	de	su	mano
al	 sujetar	el	cepillo	con	 tanta	 fuerza	como	si	 fuese	un	objeto	vivo	que	de	un
momento	a	otro	fuese	a	escapársele	de	un	salto.
A	decir	verdad,	no	tenía	ni	idea	de	qué	hacía	allí	sentada.
—Esto	es	ridículo	—se	dijo	en	voz	alta,	y	el	gato	pareció	responderle	con
un	 maullido	 asustado	 y	 lastimero—.	 ¿Por	 qué	 me	 marcho	 yo?	 Deberían
marcharse	ellos.	Esta	es	mi	casa	y	ellos	están	aquí	de	prestado.
La	 ira	volvió	a	cegarla.	Sujetó	a	Pastèque	con	 firmeza	y	abrió	 la	puerta
con	la	llave.	El	gato,	aunque	se	sintió	más	tranquilo	al	haber	vuelto	a	un	lugar
familiar,	se	apretó	contra	ella	y	maulló	con	miedo.
Amaranta	 estaba	 en	 el	 pasillo	 y	 caminaba	 en	 su	 dirección.	 Al	 verla
aparecer,	se	detuvo	y	se	tensó	como	la	cuerda	de	unaguitarra.
—¿Qué	haces	aquí	todavía?	—gritó	Martina—.	¿No	te	da	vergüenza?
Su	jefa	levantó	una	mano	y	la	habló	en	tono	conciliador.
—Espera,	 Martina.	 Comprendo	 perfectamente	 que	 estés	 así	 de	 alterada,
pero	somos	dos	mujeres	adultas.	Bueno,	dos	mujeres	adultas	y	un	hombre…
adulto.	 Podemos	 hablar	 de	 esto	 que	 ha	 pasado.	 Podemos	 tranquilizarnos	 y
charlar	como	personas	civilizadas.
—¿Como	personas	civilizadas?	¿Como	personas	civilizadas?
Y	 entonces	 Martina,	 que	 nunca	 hasta	 ese	 momento	 se	 había	 sentido
empujada	a	 la	violencia	ni	había	hecho	daño	a	nadie	a	propósito,	 le	 lanzó	el
cepillo	de	dientes	a	la	cabeza.	En	lugar	de	rebotar,	la	pasta	de	dientes	sirvió	de
improvisado	 pegamento	 y	 el	 cepillo	 se	 incrustó	 en	 su	 frente	 de	 un	 modo
indudablemente	cómico,	 aunque	ninguna	de	 las	dos	estuviese	en	 situación	de
hacerlo	notar.
—¡FUERA!
Augusto	 apareció	 al	 fondo	del	 pasillo	y	Martina	 le	 arrojó	 las	 llaves.	Le
golpearon	en	el	hombro	y	chocaron	contra	la	pared.	Su	novio	se	encogió	con
un	quejido	y	avanzó	en	su	dirección,	pero	Martina	no	 tuvo	 tiempo	de	ver	 lo
que	 hacía.	 Ya	 estaba	 cogiendo	 un	 jarrón	 de	 la	 repisa	 de	 la	 entrada	 y
lanzándoselo	 con	 todas	 sus	 fuerzas.	Esta	 vez,	 tanto	Amaranta	 como	Augusto
pudieron	esquivarlo	y	la	porcelana	se	hizo	añicos	contra	una	esquina.
—¡LARGO	DE	AQUÍ	AHORA	MISMO!
Martina	se	quitó	uno	de	los	zapatos	y	se	lo	tiró	a	Amaranta	a	la	espalda,
que	lo	recibió	encogida.	Todavía	no	se	había	quitado	el	cepillo	de	dientes	que
llevaba	 pegado	 a	 la	 frente.	 Augusto	 abrió	 la	 puerta	 y	 salió	 el	 primero,	 sin
preocuparse	de	proteger	a	Amaranta,	que	a	punto	estuvo	de	recibir	el	impacto
del	segundo	zapato.
La	puerta	se	cerró	y	los	dos	escaparon	por	sus	vidas.	Martina	se	quedó	de
pie,	descalza	y	temblando,	durante	medio	minuto.	Y	entonces	se	dio	cuenta	de
que	 acababa	 de	 echar	 a	 la	 calle	 a	 su	 novio	 y	 a	 su	 jefa,	 que	 habían	 estado
acostándose	a	sus	espaldas	y	en	su	misma	cama	y	que	ahora	se	encontraba	sola
y	con	el	corazón	roto.
Muy	roto.
Abrazada	 a	 Pastèque,	 Martina	 se	 dejó	 caer	 al	 suelo	 y	 rompió	 a	 llorar
desconsolada.
Capítulo	3
Martina	se	pasó	los	dos	días	siguientes	en	casa,	hecha	un	ovillo	de	llanto	y
ansiedades.	Pastèque	se	subía	a	su	regazo	en	un	intento	felino	de	hacerla	sentir
bien	 a	 base	 de	 ronroneos	 y	 lametones	 ásperos,	 pero	 Martina	 apenas	 podía
calmarse	 a	 sí	 misma.	 Cualquier	 pensamiento,	 cualquier	 recuerdo,	 cualquier
remordimiento	bastaba	para	devolverla	a	una	letanía	de	lágrimas	y	juramentos
que	la	tenía	completamente	amargada.
¿Cómo	 había	 podido	 Augusto	 hacerle	 algo	 así?	 Llevaban	 juntos	 cinco
años	 y	 todo	 iba	 bien.	 Al	 menos	 ella	 sentía	 que	 estaba	 bien.	 Jamás	 hubiese
creído	que	Augusto	pudiera	hacerle	tanto	daño.	Tenían	un	proyecto	en	común,
unos	sueños…	y	los	había	tirado	por	la	borda	para	acostarse	con	Amaranta.
La	traición	de	su	jefa	también	le	dolía	en	el	alma.	Se	habían	llevado	bien
desde	 el	 principio	 y	Martina	 se	 había	 sentido	muy	 complacida	 cada	 vez	 que
Amaranta	 elogiaba	 su	 buen	 trabajo.	 Habían	 salido	 a	 tomar	 algo	 de	 vez	 en
cuando	 y	 en	 las	 cenas	 de	 empresa	 siempre	 acababan	 charlando	 íntimamente
mientras	 se	 tomaba	 el	 café	 y	 el	 licor.	 No	 habían	 sido	 amigas,	 sino	 algo
diferente.	Sin	embargo,	Martina	había	confiado	en	ella	los	frutos	de	su	trabajo,
su	 bienestar	 monetario	 y	 su	 futuro	 profesional.	 Amaranta	 había	 pasado	 por
encima	de	todo	ello	para	acostarse	con	Augusto.
Después	 de	 cuarenta	 y	 ocho	 horas	 sin	 cambiarse	 de	 ropa,	 ducharse	 y
apenas	 comer,	 Martina	 decidió	 que	 era	 momento	 de	 dejar	 de	 acariciar	 a
Pastèque	como	una	loca	y	enfrentarse	a	lo	ocurrido.	Lo	primero,	por	supuesto,
era	ir	a	su	trabajo	para	despedirse	y	recoger	sus	cosas	de	la	oficina.
Después	de	darse	una	larga	ducha,	en	la	que	no	pudo	retener	las	lágrimas,
y	frotarse	el	cuerpo	con	violencia,	como	si	pretendiera	arrancarse	la	pena	con
el	 lado	 áspero	 de	 la	 esponja,	 Martina	 se	 sintió	 un	 poco	 mejor.	 Apenas	 fue
capaz	de	mordisquear	una	tostada	con	mermelada	mientras	se	le	secaba	el	pelo
al	 aire	 (no	 tenía	 fuerzas	 para	 hacerlo	 con	 secador)	 y	 vestirse	 con	 colores
apagados	 y	 poco	 favorecedores.	 Recogió	 la	 porcelana	 rota	 del	 pasillo,	 que
llevaba	 allí	 dos	 días,	 y	 la	 tiró	 a	 la	 basura.	 Y	 después,	 tras	 reunir	 valor	 y
respirar	hondo	muchas	veces,	salió	de	casa	con	las	llaves	en	la	mano	y	anduvo
hacia	su	oficina.
El	 cielo	 se	 había	 encapotado	 y	 amenazaba	 lluvia.	 Como	 si	 se	 hubiese
puesto	de	acuerdo	con	su	humor,	el	tiempo	había	decaído	considerablemente	y
en	la	tele	decían	que	estaba	por	caer	una	tromba	de	agua	con	rayos	y	truenos.
Martina	 agradeció	 no	 tener	 que	 cubrirse	 la	 cara	 con	 la	 mano	 mientras
caminaba	hacia	su	antiguo	 trabajo,	pero	no	estaba	segura	de	que	el	ambiente
gris	la	ayudase	demasiado.
La	 editorial	 Pecado	 tenía	 su	 sede	 en	 la	 tercera	 planta	 de	 un	 edificio	 de
oficinas	a	veinte	minutos	a	pie	de	su	casa.	Martina	saludó	al	portero	y	subió
sola	en	el	ascensor.	El	espejo	le	devolvió	la	misma	mirada	triste	que	le	había
echado.	 Tenía	 el	 pelo	mustio	 y	 sin	 color,	 de	 un	 castaño	 oscuro	 que	 cuando
estaba	de	humor	para	arreglarse	lucía	brillante	y	frondoso.	La	piel,	ya	de	por
sí	pálida,	parecía	cenicienta,	y	en	 torno	a	 sus	ojos	castaños	había	dos	surcos
morados	producto	de	la	falta	de	sueño.
Lo	peor	de	mirarse	fue	que	echó	de	menos	la	figura	de	Augusto	a	su	lado,
oscuro	donde	ella	era	clara,	para	marcar	el	contraste.	Y	luego	se	sintió	furiosa
por	 echar	 de	 menos	 a	 ese	 capullo	 que	 la	 había	 engañado	 mientras	 ella
construía	castillos	en	el	aire	y	soñaba	con	un	futuro	a	su	lado.
Al	entrar	en	la	oficina,	no	fueron	pocas	las	cabezas	que	se	volvieron	para
mirarla.	Martina	 no	 sabía	 si	 se	 habían	 enterado	 de	 lo	 ocurrido	 o	 si	 solo	 se
extrañaban	por	su	ausencia	y	reaparición	en	forma	fantasmal,	pero	se	negó	a
devolver	miradas	y	se	dirigió	a	su	cubículo	con	la	cabeza	gacha.
Había	 traído	 consigo	 una	 mochila	 en	 la	 que	 guardar	 sus	 trastos.	 En	 su
escritorio	había	un	portalápices	de	colores	que	siempre	le	había	encantado.	Lo
metió	en	la	bolsa.	Tomó	una	fotografía	de	Augusto	y	ella	en	Menorca	y	la	tiró
a	la	papelera	sin	miramientos.	Luego	se	lo	pensó	mejor	y	la	rescató	para	sacar
la	 foto	 del	 portarretratos	 y	 romperla	 en	 mil	 pedazos.	 El	 portarretratos	 lo
usaría	para	alguna	otra	cosa,	seguro.
Siguió	guardando	sin	ánimo,	temiendo	que	en	cualquier	momento	fuese	a
aparecer	Amaranta	para	decir	o	hacer	algo	que	volviese	a	reavivar	la	ira	o	el
llanto,	pero	la	única	que	apareció	desde	el	otro	lado	del	cubículo	fue	su	amiga
Sonia.
—¿Cómo	estás?
Por	toda	respuesta,	Martina	se	encogió	de	hombros.
Sonia	 llevaba	 en	 la	 empresa	 cuatro	 meses,	 mientras	 cubría	 la	 baja	 de
Ascen,	que	tenía	un	embarazo	complicado.	Desde	el	primer	momento,	Martina
había	 sentido	 una	 gran	 simpatía	 hacia	 su	 compañera	 de	 trabajo,	 que
demostraba	una	alegría	sin	par.	Sonia	tenía	acento	uruguayo	(aunque	Martina,
para	picarla	de	vez	en	cuando,	decía	que	era	argentino)	por	haberse	criado	en
ese	país,	pero	por	su	aspecto	sería	más	fácil	tomarla	por	inglesa.	Tenía	la	piel
muy	clara,	con	ese	tono	sonrosado	de	los	guiris,	y	el	pelo	rubio	claro.	Solía
llevar	 peinados	 rarísimos,	 como	 trenzas	 con	 cuentas,	 rastas	 y	 algunos
mechones	 teñidos	 de	 color	 que	 tendían	 a	 aclararse	 según	 pasaba	 el	 tiempo.
Cuando	 la	 conoció,	 tenía	 las	 puntas	 del	 pelo	 de	 un	 color	 rojo	 que	 fue
transformándose	en	rosa	hasta	que	Sonia	decidió	que	era	momento	de	hacerse
rastas	y	oxigenarselo.
Se	le	acercó	con	un	repiqueteo	de	cuentas.	Hoy	llevaba	un	vestido	hippie
con	 un	 montón	 de	 abalorios	 que	 tintineaban	 unos	 contra	 otros	 cuando	 se
movían,	unos	leggins	morados	y	botas	de	vaquera	con	espuelas	y	todo.	Le	dio
un	beso	en	la	mejilla	y	le	frotó	los	hombros.
—¿Quieres	que	te	ayude	arecoger?
—No,	estoy	bien	—dijo	Martina	con	un	suspiro—.	No	es	tanto.
—¡Qué	 dices!	 Si	 tienes	 una	 barbaridad	 de	 cosas.	 Pero	 bueno,	 si	 no	me
necesitas…	Eso	sí,	me	gustaría	comer	contigo.	Tenemos	que	hablar	de	un	par
de	 cosas.	Y	 además…	—Sonia	 se	 sacó	 un	 sobre	 de	 uno	 de	 los	 bolsillos	 del
vestido	y	se	lo	tendió—.	Amaranta	me	ha	dado	esto	para	ti.	Cuando	estés	lista,
dime	y	salimos	a	comer,	¿vale?
Sonia	la	dejó	sola	y	Martina	se	sentó	en	su	silla	para	abrir	el	sobre.	Había
un	mensaje	en	su	interior	que	decía	"Lo	siento"	en	la	pulcra	letra	de	Amaranta.
Detrás,	Martina	vio	una	carta	de	despido,	otra	de	recomendación	y	un	cheque
por	valor	de	varios	miles	de	euros.
Martina	frunció	el	ceño.
Había	 pensado	 en	 despedirse,	 lo	 que	 le	 haría	 perder	 la	 indemnización.
Tenía	algunos	ahorros,	pero	no	eran	ni	la	mitad	de	lo	que	Amaranta	le	estaba
dando	 en	 ese	 cheque.	 Al	 despedirla,	 Amaranta	 se	 estaba	 asegurando	 de	 que
recibiera	algo	de	dinero.	Resultaba	una	pobre	compensación	después	de	que	su
vida	se	hubiese	roto	en	mil	pedazos,	pero	Martina	no	iba	a	mirarle	los	dientes
al	caballo	regalado.
Era,	de	algún	modo,	hasta	gentil	por	parte	de	Amaranta.	Pero	si	realmente
hubiese	querido	ser	amable	con	ella,	podría	haber	empezado	por	no	acostarse
con	su	novio.
Lo	guardó	todo	en	la	mochila	y	salió	de	su	cubículo	por	última	vez	antes
de	indicarle	a	Sonia	que	ya	estaba	lista	para	abandonar	 la	empresa.	Echó	una
mirada	triste	hacia	la	oficina	de	Amaranta	por	última	vez	y	caminó	junto	a	su
amiga	camino	del	ascensor.
Fueron	a	comer	al	mismo	restaurante	donde	solían	hacerlo.	Se	trataba	de
un	sitio	muy	cuco	donde	ofrecían	comida	vegana,	y	dado	que	Sonia	lo	era	(qué
otra	cosa	si	no),	les	venía	que	ni	pintado.	Martina	apreciaba	aquella	filosofía,
aunque	no	tenía	fuerza	de	voluntad	para	dejar	de	comer	carne.	Gracias	a	Sonia
había	descubierto	 lo	deliciosas	que	podían	estar	 las	verduras	 si	 se	cocinaban
bien;	 por	 otro	 lado,	 y	 ahora	 que	 Augusto	 no	 estaba	 en	 casa,	 tal	 vez	 podría
aprovechar	para	ampliar	sus	horizontes	culinarios.	A	él	no	le	gustaban	nada	las
hortalizas.
Pensar	en	Augusto	la	hizo	suspirar.
Después	de	pedir	el	menú	del	día,	Sonia	puso	las	manos	sobre	la	mesa	y	la
miró	muy	 seria,	 con	 los	 ojos	 color	miel	 resplandeciendo	 bajo	 la	 luz	 de	 las
lámparas	que	colgaban	del	techo.
—Bueno,	 cuéntamelo	 todo.	 ¿Qué	 es	 lo	 que	 te	 han	 hecho	 esos	 dos
cabrones?
Martina	 le	 había	 contado	 a	 grandes	 rasgos	 lo	 ocurrido	 a	 través	 del
WhatsApp.	Ahora,	 cara	 a	 cara,	 dejó	 escapar	un	hondo	 suspiro	y	 comenzó	el
relato	desde	el	helado	traicionero	y	el	lamparón	marrón	y	rosa.	Le	explicó	la
llegada	 por	 sorpresa	 a	 casa,	 su	 shock	 absoluto,	 el	 modo	 en	 que	 habían
intentado	escaparse	sin	dar	explicaciones,	su	 ira,	el	 jarrón	roto,	el	cepillo	de
dientes	pegado	a	la	frente	de	Amaranta	y	la	 insoportable	sensación	de	que	su
vida	acababa	de	terminar.
Sonia	 la	escuchó	muy	atenta	y	hasta	se	rio	en	algunas	partes.	Pero	no	lo
hizo	de	manera	condescendiente	ni	cruel,	sino	apreciando	los	detalles	cómicos
que	 encerraba	 toda	 la	 situación,	 aunque	 Martina	 aún	 no	 pudiera	 verlos.	 Al
final,	 cuando	el	 camarero	ya	 les	había	 traído	el	primer	plato,	una	escalibada
sin	huevo	que	olía	a	gloria,	Martina	sonreía	con	tristeza.
—Bueno,	 ¿y	 qué	 vas	 a	 hacer	 ahora	 con	 el	 dinero?	—quiso	 saber	 Sonia
después	de	que	su	amiga	le	hubiese	dicho	lo	que	contenía	el	sobre	que	le	había
dado.
—Supongo	que	tiraré	de	él	hasta	que	pueda	encontrar	otro	empleo.	Con	la
recomendación	de	Amaranta	no	creo	que	me	cueste	mucho.	Ha	sido	 todo	un
detalle	por	su	parte	—dijo	mientras	meneaba	los	pimientos	asados	en	su	plato
—.	Tal	vez	me	vaya	de	vacaciones	a	la	costa	para	animarme	un	poco,	aunque	ir
sola	me	da	algo	de	reparo.	Siempre	que	me	he	ido	de	vacaciones	ha	sido	con
otra	persona,	y	ahora	que	Augusto	no…	—suspiró	de	nuevo—.	Pero	Augusto
no	está	y	no	lo	quiero	ver	ni	en	pintura.	Tengo	que	hacerme	a	la	idea	cuanto
antes,	¿no?	Aunque	es	muy	difícil…	—Apoyó	la	barbilla	en	un	puño	y	volvió	a
suspirar.	 Parecía	 que	 últimamente	 estuviera	 llena	 de	 suspiros—.	 Lo	 que	 me
gustaría	 es	 quitarme	 esta	 tristeza	 de	 encima.	 Pasar	 página	 ya	 y	 que	 deje	 de
dolerme.	Quizá	utilice	el	dinero	para	comprar	ropa.	Siempre	me	he	animado
con	 las	 compras.	Además,	 es	 bastante	 pasta.	Podría	 ir	 a	 las	 tiendas	 a	 las	 que
nunca	me	he	atrevido	a	ir	antes…
Para	su	sorpresa,	Sonia	se	echó	a	reír.	Parecía	realmente	divertida,	y	por
un	momento	Martina	frunció	el	ceño,	molesta.
—¿Te	hace	gracia	que	me	sienta	tan	mal?
—¡Ay,	no,	cariño!	—respondió	Sonia	tornándose	seria	al	instante—.	¡Para
nada!	Lo	que	me	hace	 gracia	 es	 cómo	nos	 han	 tendido	 una	 trampa	para	 que
ante	cualquier	adversidad	pretendamos	tirar	dinero	al	problema	hasta	sentirnos
bien	o	que	se	solucione.
—¿Quién?
—El	sistema.	La	vida.	Nuestros	padres.	La	tele.	Todo.
—Ay,	madre,	ya	empezamos	con	tus	delirios	de	hippie.
—No	son	delirios	de	hippie,	te	lo	aseguro.	Es	mi	modo	de	vida.	—Sonia
alargó	la	mano	y	apretó	la	suya—.	Querida	Martina,	voy	a	contarte	cómo	he
conseguido	 vivir	 feliz	 durante	 los	 últimos	 años	 de	mi	 vida	 y	 cómo	 podrías
conseguirlo	tú	también.
—Pareces	un	libro	de	autoayuda.
—¡Pues	esto	no	lo	he	leído	en	ninguna	parte!	Lo	he	aprendido	viviendo.
—A	ver…
—Te	diré	tres	palabras:	minimalismo,	nomadismo,	poliamor.
Capítulo	4
Martina	 se	 quedó	 con	 cara	 de	 póker.	 Había	 oído	 aquellas	 tres	 palabras
antes,	como	cualquier	otra	persona,	pero	no	se	le	ocurría	una	manera	en	la	que
fuesen	la	cura	a	la	tristeza	o	el	remedio	para	encontrar	la	felicidad.	Frunció	el
ceño.	 Sonia,	 que	 sonreía	 de	 oreja	 a	 oreja,	 parecía	 divertirse	 con	 su	 estupor.
Martina	chascó	la	lengua,	suspiró	y	dijo:
—Supongo	que	me	explicarás	cómo	funciona.
—¡Claro!	Mira,	me	ha	hecho	mucha	gracia	que	 tu	primer	 impulso	 fuese
gastarte	el	dinero	con	la	 intención	de	encontrar	felicidad	o	consuelo.	Invertir
miles	de	euros	en	 ropa	hasta	que	ya	no	haya	dolor,	 ¿no?	Y	mientras	 tanto,	a
llenar	 tu	 casa	 con	más	 trastos	 inútiles	 que	 alguien	 te	 ha	 dicho	 que	 compres
porque	te	solucionarán	problemas	que	hasta	ese	momento	no	sabías	que	tenías.
El	minimalismo	se	ocupa	de	eso.
—No	termino	de	entenderlo.
—No	te	preocupes,	que	lo	vas	a	captar	enseguida.	—Sonia	se	 terminó	la
escalibada	y	dejó	los	cubiertos	sobre	el	plato	vacío	ordenadamente—.	¿Y	si	te
dijera	que	todo	lo	que	llamo	mío	cabe	en	una	mochila	un	poco	más	pequeña
que	esa	que	llevas	tú?
Martina	miró	su	mochila.	Había	tenido	que	apretar	un	poco	al	final	para
que	 cupiera	 todo	 lo	 que	 había	 en	 su	 cubículo,	 y	 ahora	 pesaba	 como	 una
condenada.	 Eran	 tonterías	 sin	 mucho	 sentido	 práctico,	 pero	 que	 a	 ella	 le
gustaban.	Imaginar	cómo	sería	tener	que	vivir	el	resto	de	su	vida	con	las	cosas
que	había	allí	dentro	se	le	hacía	difícil.
—Te	contestaría	que	me	estás	vacilando.
—Pero	 te	 juro	que	es	verdad.	Lo	que	pasa	 es	que	 tú	 tienes	 el	 chip	de	 la
acumulación	 para	 hallar	 la	 felicidad.	 ¿Por	 qué	 no	me	 dices	 lo	 que	 tienes	 en
casa?	¿Todas	las	cosas	que	posees?	Los	muebles,	los	adornos,	los	recuerdos,
los	trastos,	los	papeles…
—¿Todo?	—Martina	suspiró.	Se	terminó	el	plato	y	se	recostó	en	la	silla.
El	 camarero	 no	 tardó	 en	 llegar	 para	 llevarse	 ambos	 platos	 y	 volvió	 con	 el
cuscús	 vegano	 mientras	 ella	 aún	 consideraba	 la	 pregunta—.	 Pues	 están	 los
muebles	 del	 salón,	 los	 del	 dormitorio,	 la	 cocina,	 todos	 los	 libros	 de	 la
biblioteca,	 los	 cuadros,	 los	 pósteres,	mi	 ropa,	mi	 colección	 de	 collares,	mis
anillos,	las	cosas	de	Pastèque,	mis	maletas,	las	cajas	de	cuando	era	adolescente,
mis	juguetes	de	niña,	mis…
Estuvo	 enumerando	 durante	 un	 buen	 rato,	 haciendo	 memoria	 para
precisar	cada	una	de	sus	posesiones.	Pero	cada	vez	que	decía	una,	 recordaba
otra.	Parecía	 como	 si	 no	 fuese	 a	 acabar.	Si	 otra	 persona	 le	 hubiese	hecho	 la
misma	 enumeración,	Martina	 habría	 pensado	 quese	 trataba	 de	 alguien	 rico,
pero	no	era	el	caso.	Ella	estaba	lejos	de	tener	un	dineral	en	el	banco	y	era	una
trabajadora	de	clase	media	como	cualquier	otra.
—Es…	es	un	montón.	No	sé	si	puedo	contarlo	todo.
—¿Y	cuántas	de	esas	cosas	has	utilizado	hoy?	¿Esta	semana?	¿Este	mes?
—Martina	 frunció	 de	 nuevo	 el	 ceño—.	 Probablemente	 haya	 algunas	 de	 esas
cosas	 que	 no	 recuerdes	 haber	 utilizado	 por	 última	 vez.	 Quizá	 no	 llegaras	 a
hacerlo	nunca.	¿Crees	que	las	necesitas?
—Bueno,	quizá	no	las	necesite,	pero	me	gusta	tenerlas.
—¿Por	el	mero	acto	de	poseerlas?
—Supongo	que	sí.	Me	dan…	estabilidad.
—Y,	 sin	 embargo,	 ¿te	 han	 ayudado	 a	 sentirte	 mejor	 cuando	 has
descubierto	que	Augusto	es	un	cabrón?	¿Te	han	dado	consuelo	la	nevera	o	la
lavadora,	 o	 todos	 los	 libros	 de	 tu	 biblioteca?	 No	 creo	 que	 te	 den	 tanta
estabilidad	si	ha	bastado	que	supieras	que	tu	novio	te	era	infiel	para	sentir	que
tu	vida	ha	terminado.
—Es	que	tenía	sueños.
—Pero	esos	sueños	no	dependen	de	tus	electrodomésticos.
Martina	 frunció	 los	 labios.	 Sabía	 por	 dónde	 iba	 Sonia,	 pero	 no	 estaba
segura	de	si	aquella	filosofía	podía	permear	en	ella.
—Te	 diré	 lo	 que	 tengo	 yo.	 Llevo	 conmigo	 una	 toalla,	 un	 cepillo	 de
dientes,	mi	móvil,	un	cargador,	varias	bragas	y	calcetines,	un	par	de	mudas	de
ropa,	mi	cartera	y	una	caja	muy	pequeña	donde	guardo	un	par	de	recuerdos	de
los	que	no	me	quiero	desprender.
Martina	arqueó	una	ceja.
—¿Me	 estás	 diciendo	 que	 eso	 es	 todo	 lo	 que	 tienes?	 ¿No	 vives	 en	 una
casa?
—Claro	 que	 vivo	 en	 una	 casa,	 pero	 no	 es	 mía.	 Es	 de	 alquiler.	 Los
electrodomésticos	no	son	míos,	así	que	puedo	dejarlos	atrás	cuando	quiera.	—
Sonia	se	detuvo	para	masticar	una	cucharada	de	cuscús	y	sonrió—.	Esto	está	de
muerte.	Como	te	decía,	ir	tan	ligera	de	peso	me	permite	moverme	cuando	y	a
donde	 quiera.	 Cada	 vez	 intento	 reducir	 un	 poco	 más.	 Por	 ejemplo:	 antes
llevaba	 conmigo	 un	 Kindle	 y	 un	 portátil,	 pero	 me	 di	 cuenta	 de	 que	 podía
utilizar	 mi	 móvil	 para	 hacer	 lo	 mismo.	 Vendí	 los	 trastos	 en	 una	 tienda	 de
segunda	 mano	 y	 utilicé	 el	 dinero	 para	 comprar	 un	 billete	 de	 autobús	 a	 mi
siguiente	destino.	Pero	no	siempre	he	vivido	en	una	casa,	¿sabes?	A	veces	no
puedes	 permitírtelo.	Lo	 bueno	 es	 que	 en	 el	mundo	moderno	 se	 han	 vuelto	 a
poner	 de	 moda	 los	 hospedajes.	 Hay	 gente	 por	 internet	 que	 se	 ofrece	 para
dejarte	 dormir	 en	 su	 habitación	 de	 invitados	 o	 en	 su	 sofá	 sin	 pedirte	 nada	 a
cambio.	 Te	 enseñan	 la	 ciudad	 y	 se	 hacen	 tus	 amigos,	 y	 te	 juro	 que	 es	 una
experiencia	estupenda.
—O	sea,	¿vas	viajando	de	acá	para	allá?
Sonia	asintió	con	energía.
—Desde	 que	 me	 marché	 de	 casa	 he	 estado	 en	 treinta	 y	 dos	 países.	 He
vivido	 en	Costa	Rica,	 en	Chile,	 en	 Japón,	 en	Alemania…	Sé	 hablar	 español,
inglés,	 italiano,	 japonés	y	chapurreo	francés,	alemán	y	un	poco	de	sueco.	Lo
bueno	 de	 no	 tener	 ataduras	 es	 que	 puedo	 ir	 donde	 me	 dé	 la	 gana.	 Voy
colocándome	 en	 puestos	 de	 sustitución.	 Maternidad,	 enfermedades	 y	 esas
cosas.	Con	eso	puedo	pagarme	la	estancia	y	el	siguiente	viaje.	Tengo	amigos
por	 todo	 el	 mundo	 y	 puedo	 pedirles	 una	 cama	 si	 me	 hace	 falta	 en	 algún
momento.	He	vivido	muchísimas	aventuras	y	he	aprendido	cosas	que	no	habría
podido	descubrir	si	me	hubiese	quedado	en	mi	casa.
—Me	estás	dejando	alucinada.	Sabía	que	eras	hippie,	pero	no	tanto.
Sonia	se	echó	a	reír.
—Hay	muchísima	gente	que	sueña	con	viajar	y	ver	mundo,	pero	 lo	deja
para	 las	 vacaciones.	 Yo	 he	 decidido	 hacer	 de	 mi	 vida	 ese	 sueño.	 Soy	 una
ciudadana	del	mundo.	No	hay	nada	que	me	pare	y	voy	a	donde	quiero	y	cuando
quiero.
—Menuda	envidia.
—Tú	también	podrías	hacerlo.
—¿Yo?	—Martina	se	rio	con	amargura—.	No	sé	yo.
—Todavía	estás	muy	apegada	a	tus	cosas,	¿no?	Y	a	tu	vida	tal	y	como	la
conoces.
—Es	que…	No	sé,	se	me	hace	un	poco	raro.	Lo	que	no	entiendo	es…	¿qué
pasa	si	conoces	a	alguien	muy	especial	y	quieres	quedarte	a	su	lado?	¿No	has
tenido	nunca	una	pareja	formal?	¿Nunca	te	has…	enamorado?
—Y	aquí	viene	la	tercera	parte	—dijo	Sonia	con	la	cuchara	en	alto—.	El
poliamor.	Por	supuesto	que	me	he	enamorado.	¡Me	enamoro	muy	a	menudo!
Soy	una	persona	muy	abierta	y	no	hace	falta	demasiado	para	que	me	cuele	por
alguien.	Pero	como	soy	poliamorosa,	eso	no	implica	que	tenga	que	quedarme
a	su	lado	para	siempre.	He	aprendido	a	apreciar	el	amor	por	lo	que	es	en	un
momento	dado,	no	por	lo	que	puede	ser	dentro	de	unos	años.	Mis	amantes	y	yo
disfrutamos	el	tiempo	que	pasamos	juntos	y	no	nos	poseemos.
—Yo…	—Martina	sacudió	la	cabeza—.	No	lo	entiendo.	¿Cómo	no	vas	a
querer	quedarte	con	la	persona	que	amas?
—Porque	 la	 persona	 que	 amas	 no	 te	 pertenece,	 y	 tú	 no	 perteneces	 a	 la
persona	 que	 te	 ama.	 Si	 debes	 seguir	 adelante	 y	 ella	 también,	 no	 deberíais
poneros	 trabas.	Yo	soy	 feliz	 siendo	 libre,	y	 la	gente	que	me	quiere	 tiene	que
comprender	que	si	me	retiene	jamás	me	hará	feliz.
—¿Eso	es	algo	así	como	una	relación	abierta?
—No.	Una	relación	abierta	es	una	relación	estable	en	la	que	se	permite	el
sexo	con	otras	personas.	Yo	no	hablo	de	sexo,	aunque	es	cierto	que	de	vez	en
cuando	una	cana	al	aire	no	está	mal.	Hablo	de	amor,	de	cariño,	de	 intimidad.
De	sentirme	acogida	y	protegida	por	las	personas	que	me	encuentro,	y	parte	de
esa	protección	es	 saber	que	 si	 en	algún	momento	me	quiero	marchar,	me	 lo
permitirán.	—Sonia	la	señaló	con	su	cuchara—.	Mira,	si	quieres	mi	opinión,	el
problema	que	tuvisteis	Augusto	y	tú	se	debe	a	que	no	queríais	lo	mismo.	Él	se
quería	tirar	a	otras	personas	y	tú	le	querías	para	ti	sola.	Si	hubieseis	hablado	de
ello,	si	os	hubierais	comunicado,	quizá	hubiese	podido	evitarse.	No	pasa	nada
por	desear	a	otras	personas	mientras	estás	enamorado	de	otra.	El	problema	es
cuando	 hay	 engaños	 y	 traiciones	 y	 no	 se	 respetan	 las	 pautas	 acordadas.
Vosotros	dos	habíais	adoptado	la	monogamia	por	defecto,	que	es	la	misma	que
nos	 enseñan	 en	 la	 tele	 y	 en	 los	 libros,	 y	 ni	 os	 planteasteis	 que	 había	 otra
manera	de	hacerlo.	Así	que	él	decidió	que	para	llevar	a	cabo	sus	deseos	y	ser
feliz,	 te	 engañaría.	 No	 te	 mentiré:	 tener	 el	 valor	 de	 sentarte	 a	 hablar	 con
alguien	 y	 confiar,	 establecer	 límites	 y	 ser	 sincera	 es	 muy	 complicado.	 Hay
gente	que	prefiere	mentir	toda	su	vida	antes	que	ser	así	de	realista.
Martina	 sacudió	 la	 cabeza.	 Había	 llegado	 a	 un	 punto	 en	 el	 que	 apenas
podía	asimilar	lo	que	Sonia	le	estaba	diciendo.
—Espera,	 espera.	 Entonces,	 ¿tendría	 que	 haber	 dejado	 que	 Augusto	 se
acostase	con	otra	gente?
—Si	 él	 hubiese	 sido	 lo	 suficientemente	 valiente	 como	 para	 abordar	 la
cuestión	de	frente,	en	lugar	de	engañarte,	¿por	qué	no?	Aunque	claro,	el	trato
debería	 ser	 equitativo:	 él	 no	 puede	 exigirte	 algo	 que	 no	 puedas	 reclamar	 tú
también.
—Pero…	—Martina	 se	 rio.	Le	parecía	 ridículo—.	¿Y	 los	celos?	¿Tú	no
tienes?
—Claro	que	tengo.	Casi	todo	el	mundo	los	tiene.	Pero	los	celos	vienen	de
la	 inseguridad.	 Si	 estás	 aterrorizada	 porque	 piensas	 que	 tu	 pareja	 te	 va	 a
abandonar,	 te	 vas	 a	 intentar	 quedar	 a	 su	 lado	 y	 pelearás	 con	 uñas	 y	 dientes.
Esos	 celos	 solo	 te	 hacen	 daño	 a	 ti	 y	 a	 tu	 pareja.	 ¿No	 lo	 entiendes?	Exigir	 a
alguien	que	te	ame	para	siempre	es	la	manera	más	efectiva	de	hacer	que	acabe
detestándote.	El	amor	se	da	con	libertad	o	no	se	da.
—Entonces…	¿el	truco	es	no	tener	miedo?
—El	truco	es	aceptar	que	todo	es	finito	y	que	lo	que	tienes	que	disfrutar	es
el	tiempo	que	la	otra	persona	te	brinda.	Puede	que	sea	una	semana,	puede	que
sea	 toda	 la	 vida.	 ¡Nunca	 lo	vas	 a	 saber!	Pero	 si	 te	martirizas	pensando	 en	 el
final,	nunca	serás	feliz	durante	el	principio.
—¿Entonces	es	ir	de	flor	en	flor,	hasta	que	se	termine?
—No	 tiene	 por	 qué.	 Alguna	 gente	 tiene	 un	 número	 de	 amantes	 fijos	 y
otros	de	ocasión.	Hay	gente	que	se	enamora	de	dos	personas	a	 la	vez	y	esas
personas	se	enamoran	entre	sí.Hay	parejas	que	tienen	a	su	vez	otras	parejas,
que	lo	saben	y	hasta	puede	que	queden	los	cuatro	para	jugar	a	las	cartas	de	vez
en	 cuando.	—Sonia	 se	 encogió	 de	 hombros—.	A	mí	me	 hace	 feliz	 que	mis
parejas	tengan	a	otras	parejas	que	cuiden	de	ellas	cuando	yo	no	estoy.	Así,	sé
que	no	estoy	dejándolos	solos	y	que	siempre,	pase	lo	que	pase,	tendrán	apoyo
cercano.	Si	algún	día	decido	tener	un	hijo	con	alguna	persona,	entonces	sí	que
tendré	 la	 obligación	 de	 establecerme	 durante	 cierto	 tiempo.	 El	 padre	 (o	 los
otros	 padres,	 que	 nunca	 se	 sabe)	 y	 yo	 siempre	 estaremos	 unidos	 por	 ese
vínculo,	pero	quizá	no	nos	amemos	para	siempre.
Martina	se	frotó	la	frente	con	las	manos.
—Todo	lo	que	me	has	dicho	me	está	dando	dolor	de	cabeza.
Sonia	se	echó	a	reír.
—No	 es	 tan	 complicado.	 Verás,	 durante	 un	 tiempo	 estuve	 viajando	 con
otras	tres	personas.	Hans	estaba	enamorado	de	mí,	y	yo	de	Hans,	pero	también
de	 Jean.	 Jean	 y	 yo	 teníamos	 una	 relación	 cordial,	 pero	 no	 estábamos
enamorados.	Jean	sí	que	estaba	enamorado	de	Susana	y	tenía	una	relación	con
ella.	Y	tuve	una	relación	muy	corta	con	Susana,	pero	terminó	antes	de	que	lo
hiciera	el	viaje.	Como	ves,	había	una	red	de	afectividad	entre	los	cuatro.	Todos
sabíamos	 lo	 que	 ocurría	 y	 nos	 parecía	 bien,	 y	 nuestro	 viaje	 fue	mucho	más
mágico	gracias	al	amor	que	compartíamos.
—Suena	bastante	increíble.	En	el	buen	y	el	mal	sentido.
—Tampoco	creas	que	es	fácil.	No	funciona	para	todo	el	mundo,	y	eso	lo
entiendo.	Pero	yo	me	plantearía	si	merece	la	pena	continuar	con	la	fantasía	de
que	el	amor	todo	lo	puede,	es	para	siempre	y	es	de	dos.	Es	la	mentira	que	más
daño	nos	puede	hacer	en	esta	vida,	Martina,	porque	una	nunca	puede	dominar
lo	que	hace	su	corazón	y	esto	nos	puede	llevar	a	mantener	relaciones	que	no
nos	hacen	felices,	a	mentir	a	nuestras	parejas	y	a	mentirnos	a	nosotras	mismas.
El	amor	es	maravilloso,	pero	solo	si	es	responsable	y	sincero.
Martina	apoyó	 la	 cabeza	en	el	puño	otra	vez	y	pensó	en	 las	palabras	de
Sonia.	Algo	en	su	interior	le	decía	que	tenía	mucha	razón,	pero	toda	una	vida
de	programación	social	no	iba	a	ponérselo	nada	fácil.
Capítulo	5
Un	 par	 de	 días	 después,	 Martina	 aceptó	 la	 invitación	 de	 su	 grupo	 de
amigas	para	salir	a	cenar	por	ahí.	Llevaba	dándole	vueltas	a	su	conversación
con	Sonia	desde	que	se	habían	separado	al	salir	del	vegano,	tras	varias	horas
de	 charla	 profunda	 en	 la	 que	 su	 amiga	 la	 instaba	 a	 cambiar	 la	 vida	 que	 tan
infeliz	parecía	hacerla.	Sin	embargo,	Martina	era	aún	reticente	a	cambiar	todo
aquello.	 Requería	 una	 revisión	 de	 sus	 valores	 demasiado	 profunda,	 y	 la
comodidad	de	la	vida	moderna,	con	el	consumismo	y	la	tranquilidad,	resultaba
demasiado	atractiva	pese	a	todo.
Quizá	 esto	 fuera	 un	 bache	 y	 nada	más.	 Razonaba	 para	 sí	 que	 no	 era	 la
primera	 persona	 a	 la	 que	 alguien	 engañaba	 y	 abandonaba,	 y	 que	 se	 habían
perdido	relaciones	mejores	por	mucho	menos.	¿Por	qué	sentía	como	si	su	vida
hubiese	 acabado	 cuando	ni	 siquiera	 tenía	 los	 treinta	 años	 cumplidos?	Aún	 le
quedaba	más	de	 la	mitad	de	 su	vida	por	delante.	Sí.	Superaría	el	 chasco	y	 se
recuperaría	como	habían	hecho	tantísimas	mujeres	antes.
Así	pues,	se	preparó	para	salir	con	sus	amigas	con	especial	celo.	Se	puso
uno	de	sus	vestidos	favoritos	y,	mientras	se	lo	probaba	y	verificaba	que	seguía
cayendo	de	la	manera	adecuada	y	realzaba	su	figura	de	manera	hermosa,	se	rio
ante	 la	 tontería	 que	 sugería	 Sonia.	 ¿Cómo	 iba	 a	 librarse	 de	 sus	 vestidos
favoritos,	 de	 sus	 fotografías,	 de	 su	 piso?	 Quizá	 el	 método	 sirviera	 para	 la
gente	complicada	que	necesitaba	grandes	sueños	y	aventuras	en	su	vida,	pero
Martina	 prefería	 la	 comodidad	 de	 su	 casa	 y	 la	 complicidad	 de	 sus	 amigas
cercanas.
Llegó	 al	 restaurante	 chino	 a	 la	 hora	 acordada	 y	 no	 fue	 una	 sorpresa
comprobar	 que	 era	 la	 primera	 en	 llegar.	 Sus	 amigas	 siempre	 solían	 tardar
muchísimo	en	aparecer,	y,	aunque	Martina	las	apreciaba	después	de	tantos	años
estudiando	juntas,	a	veces	pensaba	que	era	como	si	no	creyeran	que	el	tiempo
de	los	demás	mereciese	el	interés	y	la	atención	que	implicaba	la	puntualidad.
Quince	 minutos	 después,	 Martina	 vio	 llegar	 a	 la	 primera,	 Violeta.	 Se
levantó	y	la	recibió	con	dos	besos	y	un	abrazo,	y	se	sentó	de	nuevo	a	la	mesa
mientras	 Violeta	 le	 contaba	 sobre	 el	 retraso	 por	 el	 mal	 tráfico	 en	 las
carreteras,	 la	carrera	que	se	había	hecho	en	 la	media	y	 los	 resultados	de	 sus
últimos	exámenes	de	oposiciones.	Violeta	quería	una	plaza	de	enfermera	en	un
hospital	cercano,	 lo	que	supondría	para	ella	desentenderse	de	más	búsquedas
de	trabajo	en	lo	que	le	quedaba	de	vida	laboral.
—Las	notas	salen	en	dos	días	y	yo	estoy	cardíaca.	Creo	que	voy	a	sacar
muy	buena	nota;	he	estado	trabajando	en	varios	hospitales	desde	que	salí	de	la
facultad	 y	 tengo	muchísima	 experiencia.	 Eso	 son	méritos,	 claro,	 porque	 sin
méritos	no	consigues	nada.	¿Y	tú?	¿Sigues	trabajando	en	esa	editorial?
Martina,	que	por	 fin	había	 tenido	el	uso	de	 la	palabra	desde	que	Violeta
había	 llegado,	consideró	 la	mejor	 forma	de	acometer	el	 tema	de	su	despido,
los	 motivos	 y	 las	 consecuencias.	 Pero,	 como	 salvada	 por	 la	 campana,	 no
necesitó	darle	muchas	vueltas	porque	Rosa	y	Cristina	acababan	de	aparecer	en
la	puerta	del	restaurante.
—¡Ah,	mira!	¡Allí	están!
Las	 dos	 chicas	 restantes	 saludaron	 a	 las	 demás	 y	 respondieron	 con
sonrisas	 y	 besos	 a	 los	 saludos	 de	Martina.	 Ocuparon	 las	 sillas	 vacías	 en	 la
mesa	 y	 comenzaron	 a	 charlar	 entre	 ellas.	 Hablaban	 de	 salidas	 nocturnas,	 de
trabajo,	de	novios	y	de	rollos,	de	los	planes	que	tenían	para	las	vacaciones	de
verano	y	de	todas	aquellas	cosas	para	las	que	Martina	no	tenía	humor.
Pidieron	un	menú	para	cuatro	y	un	vino	rosado	de	los	que	les	gustaban	a
todas,	y	entre	risas	y	cotilleos	llegaron	al	primer	plato	(ensalada	agridulce)	y	a
la	primera	pregunta.
—¿Y	 tú	 qué	 tal,	Marti?	 ¿Qué	 tal	Augusto?	—preguntó	Rosa,	 después	 de
pescar	una	de	las	algas	translúcidas	que	tanto	le	gustaban.
—Ah,	pues…	—Martina	hinchó	los	carrillos	y	soltó	el	aire	despacio.	Fue
un	momento	muy	corto,	lo	que	tardó	en	buscar	una	frase	con	la	que	empezar,
pero	Cristina	dio	un	golpe	en	la	mesa	y	los	vasos	tintinearon.	Las	burbujas	se
removieron	en	los	vasos	como	un	torbellino.
—¡No	me	digas	que	lo	habéis	dejado!
—Pues…	sí.
—Ay,	tía,	pero	qué	pena.	Si	hacíais	súper	buena	pareja	—dijo	Violeta	con
cara	de	tristeza.
—Con	lo	guapísimo	que	es	Augusto	—añadió	Rosa.
—Sí,	sí.	Jo,	pues	ya	me	extraña.	¿Pero	qué	ha	pasado?
Martina	 se	 sintió	 enrojecer.	 Los	 tres	 pares	 de	 ojos	 de	 sus	 amigas	 se
clavaban	en	ella,	y	por	un	momento	sintió	que	se	mareaba.	Necesitaba	un	poco
más	de	vino.	Tomó	su	copa,	aún	vibrante,	y	apuró	el	vino	casi	hasta	los	posos.
Rosa	le	dirigió	una	sonrisa	a	Cristina,	pero	Violeta	se	mantuvo	seria	hasta	que
Martina	tomó	la	palabra.
—Me	estaba	engañando	—soltó.
Hubo	toses	y	gruñidos.	Al	cabo	de	unos	segundos,	Cristina	alcanzó	a	decir
algo.
—¡Pero	qué	desgraciado!
—Sí,	 tía	 —añadió	 Rosa—.	 Mira,	 por	 muy	 majo	 que	 pareciera,	 si	 te
engañaba,	pues…
—Eso	 es	 muy	 de	 tíos	—dijo	 Violeta	 tras	 masticar	 un	 trozo	 de	 lechuga
iceberg—.	¿A	quién	no	nos	han	engañado	alguna	vez?
—Yo	por	eso	ya	no	salgo	con	ellos	—respondió	Cristina.
—Pero,	 ¿qué	 dices,	 mentirosa?	 Si	 nos	 acabas	 de	 decir	 que	 el	 sábado
pasado	te	liaste	con	el	portero	de	la	discoteca	Moonlight.
—Me	lié	con	él,	no	empezamos	a	salir.	Es	distinto.	—Cristina	se	 inclinó
sobre	la	mesa—.	¿Con	quién	te	la	estaba	dando?
—Con…	con	mi	jefa.
Rosa	 contuvo	 una	 carcajada.	 Durante	 un	 segundo,	 esa	 misma	 sonrisa
brilló	 en	 los	 labios	 de	 sus	 tres	 amigas.	 Fue	 muy	 breve,	 apenas	 una	 estrella
fugaz	 en	 el	 cielo	 oscuro,	 pero	 no	 pasó	 desapercibido.	 Martina	 parpadeó.
¿Quizá	había	visto	mal?	Debían	de	ser	los	nervios.
—Qué	fuerte	—dijo	Violeta.
—¿Y	 no	 le	 has	 pegado	 unas	 buenas	 bofetadasa	 esa	 zorra?	—preguntó
Cristina.
—No.	La	verdad	es	que…	casi	me	da	pena.	Se	la	veía	muy	apurada.	Me	ha
dado	un	cheque	con	una	indemnización	bastante	fuerte.
—Eso	es	el	remordimiento…
—O	 quizá	 que	 no	 quiere	 que	 la	 pongas	 fina	 delante	 de	 los	 demás
empleados.	Así,	sigue	pudiendo	mantener	una	imagen	de	mosquita	muerta	—
dijo	Rosa.
—Oye,	que	siendo	la	otra	tampoco	lo	pasas	tan	bien	—terció	Violeta.
—¿Tú	has…?	¿Alguna	vez	 te	has	 liado	con	alguien	que	 tenía	pareja?	—
preguntó	Martina	perpleja—.	¿No	te	da…	algo	de	vergüenza?
Violeta	enrojeció	brevemente.
—A	ver,	que	tampoco	es	para	tanto.	La	relación	aquella	estaba	condenada
de	todos	modos.	Lo	único	que	hice	fue	darme	una	alegría	al	cuerpo.	Además,
que	yo	no	soy	la	única.	Que	Rosa	bien	que	se	estuvo	tirando	a	Jose	todo	cuarto
de	carrera	mientras	Susana	estaba	de	Erasmus.
Rosa	abrió	la	boca	como	si	acabase	de	decir	algo	escandaloso.
—¡Eso	no	es	verdad!	Te…	te	dije	que	lo	mantuvieras	en	secreto	y	me	lo
prometiste.
—¿Qué	más	da?	Si	han	pasado	ya	muchísimos	años	y	Jose	y	Susana	ya	no
están	juntos.
—Igual	tuvo	algo	que	ver…	—dijo	Cristina.
Martina	negó	con	la	cabeza.	Había	oído	antes	algo	parecido.	Violeta	se	lo
había	contado	una	noche,	años	atrás,	porque	le	había	llegado	el	cuento	de	que
Jose	y	Susana	acababan	de	cortar.	Violeta	decía	que	estaba	segura	de	que	Jose	y
Rosa	estaban	acostándose,	y	que	por	eso	Susana	le	había	puesto	las	maletas	en
la	calle.
Durante	 un	 instante,	 la	 voz	 de	 Sonia	 hablándole	 de	 las	 mentiras	 que
conllevaba	 la	 falta	de	valentía	en	una	 relación	monógama	 le	 llenó	 los	oídos.
Todos	 lo	 hacían.	 Todas	 lo	 hacían.	 Era	 un	 daño	 que	 podía	 evitarse	 si	 se
respetaba	la	confianza	que	se	depositaba	en	la	pareja,	o	si	se	llegaba	a	acuerdos
que	 beneficiasen	 a	 ambas	 partes.	 Engañar	 por	 engañar…	 ¿Qué	 estaban
haciendo?
—Oye,	 lista,	pues	 tú	bien	que	 te	arrimaste	a	Augusto	cuando	esta	nos	 lo
presentó	—soltó	Rosa	con	tono	herido.
Martina	se	quedó	sin	respiración.	Se	volvió	hacia	Violeta,	que	hacía	honor
a	su	nombre	y	se	ponía	de	todos	los	colores	frente	a	ella.
—¿Qué?	 ¿Cómo	 que…?	 ¡Violeta!	 —Su	 rostro	 hablaba	 de	 culpabilidad.
Martina	sintió	que	le	temblaban	las	manos.	Para	evitarlo,	se	agarró	a	la	mesa
—.	¿Te	acostaste	con	Augusto	tú	también?
Violeta	balbuceó	una	excusa.
—F-fueron	solo	unas	pocas	veces.	Acababais	de	empezar.	¿Cómo	iba	yo	a
saber	que	duraríais?	—Su	"amiga"	 también	 temblaba.	Las	otras	dos	 sonreían
como	una	pareja	de	hienas	acechando	a	un	cachorro	de	león—.	Él	fue	el	que…
Él	me	sedujo.
—¡Pero	 tú	 eras	 mi	 amiga!	 —exclamó	 Martina—.	 ¡Te	 conté	 cuánto	 me
gustaba!
—¡Es	que	lo	vendiste	muy	bien,	tía!
—¿Cómo	que	te	lo	vendí	muy	bien?	¿Ahora	es	culpa	mía?
—Oye,	Marti,	que	Augusto	siempre	ha	sido	un	poco	cabrón,	¿eh?	Que	no
es	de	ahora,	ni	es	culpa	de	Violeta	—terció	Rosa.
Martina	se	volvió	hacia	ella	con	los	dientes	muy	apretados.
—¿A	qué	te	refieres?	¿Sabíais	que	se	acostaba	con	otras	mujeres…	y	no
me	lo	dijisteis?
—Es	que	estabas	tan	enchochada	con	él…	—dijo	Cristina—.	Tampoco	es
para	tanto,	¿eh?
—¡Sí	es	para	tanto!	Si	sois	mis	amigas,	tendríais	que	haberme	avisado.	He
estado	 con	 Augusto	 cinco	 años	 de	 mi	 vida.	 ¡Cinco!	 Habéis	 dejado	 que	 me
engañara	todo	este	tiempo	y	os	habéis	reído	a	mi	costa,	¿verdad?
Las	 miró	 una	 a	 una.	 Sus	 sonrisas	 se	 habían	 congelado.	 Eran	 tan	 falsas
como	 ellas.	 Vivían	 en	 un	 mundo	 superficial	 y	 falso	 en	 el	 que	 nada	 tenía
importancia	 más	 allá	 del	 placer	 y	 el	 sentimiento	 de	 superioridad.	 Habían
preferido	 callarse	 a	 alertar	 a	 una	 amiga	 que	 cometía	 un	 error	 tras	 otro
permaneciendo	junto	a	un	hombre	que	no	la	respetaba.	No	solo	eso,	¡también
habían	participado!
—Seguro	que	tú	también	te	has	acostado	con	él,	Rosa,	¿a	que	sí?
—¿Yo?	¡Qué	va!
—¿Y	tú,	Cristina?
—A	mí	no	me	mires.	Es	demasiado	negro	para	mi	gusto.
—¡Encima,	racista!
Martina	 se	 levantó	 de	 la	 silla	 y	 la	 hizo	 chirriar	 con	 fuerza.	El	 resto	 del
restaurante	se	volvió	para	mirarla.	Toda	ella	temblaba.	Apretaba	la	mandíbula
tan	fuerte	que	sabía	que	los	dientes	empezarían	a	dolerle	pronto,	pero	tenía	que
hacerlo	para	evitar	cumplir	su	deseo	de	lanzar	la	copa	de	vino	espumoso	a	la
cara	de	Cristina.
—No	puedo	quedarme	aquí	—dijo	mientras	recogía	su	abrigo	y	su	bolso
—.	Nunca	 habéis	 sido	mis	 amigas,	 y	 lo	 que	 es	 peor:	 seguro	 que	me	 habéis
contaminado	con	vuestra	manera	de	pensar.
—Oye,	 guapa,	 a	 ver	 lo	 que	 decimos,	 ¿eh?	 —siseó	 Rosa—.	 Que	 tú
tampoco	es	que	seas	una	santa.
—Yo,	por	lo	menos,	tengo	vergüenza.
Salió	 del	 restaurante	 todo	 lo	 digna	 que	 fue	 capaz.	 Las	 miradas	 de	 sus
examigas	 le	 quemaban	 en	 el	 cogote	 y	 sabía	 que	 tan	pronto	 cerrase	 la	 puerta
empezarían	 a	 rajar	 de	 ella	 a	 sus	 espaldas,	 a	 ponerla	 de	 puta	 para	 arriba	 y	 a
reírse	de	su	desgracia	y	de	los	cuernos	que	lucía.
Pero	 aquello	 había	 dejado	 de	 importar.	 Al	 abandonar	 aquel	 restaurante,
estaba	rechazando	lo	que	eran	aquellas	mujeres.	Falsas,	podridas,	superficiales.
Ella	era	diferente.	Ella	quería	ser	diferente.
Por	eso,	lo	que	necesitaba	era	un	cambio.	Un	cambio	total.
De	camino	a	casa,	taconeando	con	decisión	sobre	la	acera	de	colores	del
bulevar,	Martina	sacó	su	móvil	y	marcó	el	número	de	Sonia.
	
Capítulo	6
Sonia	se	alegró	mucho	de	saber	que	Martina	había	descubierto	las	cosas
malas	 que	 había	 en	 su	 vida	 y	 que	 estaba	 decidida	 a	 cambiarlas.	 Le	 dijo	 que
estaba	 orgullosa	 de	 ella	 y	 abierta	 a	 cualquiera	 de	 sus	 preguntas,	 y	 Martina
decidió	interpretar	eso	más	como	una	invitación	a	interrogarla	que	como	una
sugerencia	cortés.	Por	suerte,	a	pesar	de	que	Sonia	no	dejaba	de	reírse	a	cada
una	de	sus	 inquisiciones,	 respondió	a	 todas	sus	dudas	sin	ningún	problema	y
Martina	descubrió	los	primeros	pasos	para	llevar	a	cabo	su	cambio	vital.
Para	lo	que	Sonia	no	podía	responderle,	Martina	tenía	internet.	Se	pasó	los
siguientes	días	navegando	en	páginas	acerca	de	minimalismo	y	cotilleando	por
los	 foros	 que	 hablaban	 de	 la	 temática.	 Encontró	 muchas	 discusiones
interesantes	y	varios	artículos	que	invitaban	a	una	vida	de	mindfulness	a	través
del	pensamiento	positivo	y	la	meditación.
Iba	a	comprarse	una	esterilla	de	yoga	para	practicar	algunos	movimientos
y	rutinas	que	había	visto	en	Youtube,	pero	recordó	las	palabras	de	Sonia	acerca
del	 consumismo	compulsivo	y	decidió	no	hacerlo.	En	 su	 lugar,	 revisó	en	 su
trastero	hasta	dar	con	una	vieja	esterilla	de	acampada	que	había	utilizado	por
última	vez	quizá	con	quince	años.	Eso	le	valdría.
Así	pues,	colocó	la	esterilla	ante	la	confusa	mirada	de	Pastéque,	encendió
el	 ordenador	 portátil	 y	 puso	 uno	 de	 sus	 canales	 favoritos	 sobre	 yoga	 y
meditación	para	practicar	el	saludo	al	sol	por	primera	vez.	Costaba	más	de	lo
que	 parecía.	 Se	 sentía	 algo	 idiota	 moviéndose	 sobre	 la	 esterilla	 con	 tanta
torpeza	y	habría	jurado	que	su	gato	sonreía	con	descaro	ante	sus	intentos.
—¡A	saber	cómo	lo	harías	tú,	so	gordo!
Pastèque	 respondió	 lamiéndose	 sus	 partes,	 algo	 que	 Martina	 había
empezado	a	interpretar	como	desdén	gatuno.
Siguió	practicando	con	mucho	esfuerzo,	sudando	a	chorros,	hasta	que,	en
un	 intento	 de	 replicar	 los	 movimientos	 que	 sin	 esfuerzo	 llevaba	 a	 cabo	 el
monitor	virtual,	sintió	un	sonoro	crujido	en	el	cuello	y	tuvo	que	parar,	muerta
del	dolor.
Las	siguientes	horas	 fueron	de	 todo	menos	mindful.	Martina	acudió	a	 su
médico	 con	 el	 cuello	 torcido	 y	 una	 bolsa	 de	 agua	 caliente	 ya	 tibia	 sobre	 la
contractura	feroz.	El	médico	le	tendió	una	receta	con	un	relajante	muscular	y
así,	torcida	y	de	mal	humor,	Martina	volvió	a	casa	para	embarcarse	en	un	viaje
opiáceo	de	poco	autodescubrimiento.
Medio	drogada	por	el	medicamento	y	con	el	cuello	dolorido	a	pesar	del
calmante	 y	 el	 calor	 localizado,	Martina	 babeó	 sobre	 los	 cojines	 de	 su	 sofá
mientras	veía	los	programas	de	televisión	de	la	tarde.	Se	había	rendido	ante	la
evidencia	de	que,	por	desgracia,	no	había	programacióndecente	a	la	hora	en
que	el	resto	de	los	mortales	aún	estaba	trabajando.
Sonó	 el	 timbre	 de	 la	 puerta.	 Martina	 fue	 a	 levantarse	 de	 golpe,	 como
habría	 hecho	 en	 cualquier	 otro	 momento,	 pero	 su	 cuello	 se	 quejó	 con	 un
aguijón	 de	 dolor	 al	 rojo	 vivo.	 Con	más	 cuidado,	 se	 levantó	 y	 se	 encaminó
hacia	la	puerta	sin	intentar	poner	la	cabeza	en	vertical.	Ni	siquiera	miró	por	la
mirilla.
Era	Augusto.	Sonreía	de	medio	lado	y	levantaba	una	mano	en	señal	de	paz.
Martina	puso	los	ojos	en	blanco.
—Hola,	 guapa.	 Te	 he	 traído	 esto	—dijo	 mientras	 le	 tendía	 una	 caja	 de
bombones	de	las	caras.	Martina	se	mordió	el	labio	ante	la	promesa	de	lascivia
chocolateada	que	prometía	aquella	caja—.	Estás	preciosa,	¿sabes?
Martina	le	miró	de	medio	lado,	aún	con	la	oreja	pegada	al	hombro.
—¿Qué	haces	aquí?
—Vengo	a	buscar	mis	cosas.	He	intentado	llamarte	y	ponerme	en	contacto
contigo	 para	 avisar,	 pero	 no	 me	 coges	 el	 teléfono	 y	 parece	 como	 si	 me
tuvieras	silenciado	en	WhatsApp…
—Bloqueado.	Te	tengo	bloqueado.
—Eso…	—Augusto	hizo	ademán	de	pasar	y	Martina	no	 se	movió	ni	un
ápice—.	Oye,	cariño,	siento	mucho	lo	que	ha	pasado.	Ha	sido	solo	una	vez,	te
lo	juro…
—¿Y	Violeta?	—preguntó	Martina	entre	dientes.	Podría	haberlo	echado	a
patadas	llena	de	furia,	pero	quizá	por	el	efecto	del	calmante	para	caballos	que
le	habían	recetado	no	se	sentía	con	ganas.	Augusto	era	una	mosca	en	la	pared
que	de	vez	en	cuando	revoloteaba	cerca	de	la	cara	y	provocaba	cierto	disgusto,
pero	no	un	motivo	para	emprenderla	a	cañonazos.	De	eso	estaba	segura.
—¿Violeta?	—Augusto	se	 frotó	 la	nuca	con	 la	mano—.	¿De	qué	Violeta
hablamos?
—Ah,	 claro.	 Supongo	 que	 no	 sería	 la	 única.	 Probablemente,	 ni	 siquiera
sería	la	única	de	mis	amigas	con	la	que	te	has	acostado	a	mis	espaldas	durante
todos	estos	años.	Pero,	¿sabes	qué?	Ya	no	me	importa.
—¿Ah,	 no?	—Augusto	 sonrió,	 confiado,	 e	 hinchó	 el	 pecho	 con	 ademán
interesante.
—Es	 que	 tú	 ya	 no	me	 importas.	Me	 importa…	Supongo	 que	 lo	 que	me
molesta	es	que	me	torearas	durante	cinco	años.	Si	hubiera	sido	solo	uno	y	me
hubieras	dejado	más	 tiempo	para	 replantearme	mi	vida	en	 lugar	de	perderla,
quizá	consideraría	perdonarte.	Pero	no	lo	voy	a	hacer.
La	sonrisa	de	Augusto	se	desinfló.
—¿Cómo	que…?	Cariño,	no	seas	tan	dura…
—Supongo	que	como	nunca	 te	ha	preocupado	cómo	me	sintiera	yo	o	 la
importancia	 que	 le	 diera	 a	 las	 promesas,	 no	 lo	 vas	 a	 entender.	 Pero	 pasa	 si
quieres.	 Recoge	 tus	 cosas	 y	 márchate.	 Cuanto	 antes	 lo	 hagas,	 menos	 voy	 a
seguir	pensando	en	ti.
—Entonces	sí	que	piensas	en	mí	—dijo	mientras	pasaba	al	pasillo.
—Sí,	pero	no	 te	hagas	 ilusiones.	Voy	a	dar	un	giro	de	180	grados	a	mi
vida.
—Por	lo	que	veo,	has	empezado	por	el	cuello	y	ahí	te	has	quedado.
Martina	dejó	pasar	aquella	broma	y	volvió	al	salón.	Se	sentó	en	el	sofá	y
cambió	de	canal.	Oía	cómo	Augusto	trasegaba	por	la	habitación,	suponía	que
llenando	bolsas	con	su	ropa	y	sus	cosas,	pero	no	le	importaba.	Lo	que	le	había
dicho	 no	 era	 ninguna	mentira.	 No	 podía	 importarle	menos	 lo	 que	 hiciera	 o
dejase	de	hacer	con	su	vida.	Su	traición	había	sido	tal	que	ni	siquiera	le	dolía
ya	 su	 pérdida.	 Lo	 quería	 lejos,	 lo	 antes	 posible,	 y	 ya	 no	 veía	 motivos	 para
pensar	en	él.
Augusto	tardó	un	buen	rato	en	recoger	todo	lo	que	quería,	pero	cuando	al
fin	apareció	en	 la	puerta	del	 salón	 lo	hizo	con	dos	bolsas	enormes	 llenas	de
ropa	 y	 cosas	 suyas.	 Parecía	 fuera	 de	 lugar,	 como	 si	 hubiese	 aceptado	 que
aquella	 casa	 ya	 no	 era	 suya	 y	 que	 Martina	 no	 iba	 a	 darle	 ninguna	 otra
oportunidad,	y	por	ello	se	sintiera	tan	incómodo	como	un	invasor.
—Oye,	 ya	 he	 recogido	 todo	—indicó,	 y	 Martina	 hizo	 un	 gesto	 con	 la
mano	sin	mirarle.
—Muy	bien,	pues	ya	sabes	dónde	está	la	puerta.
—¿No	me	vas	a	acompañar?
—Lo	has	hecho	muchas	veces	antes.	Supongo	que	puedes	hacerlo	otra	vez
tú	solito.
Augusto	dejó	escapar	un	gruñido	molesto	y	salió	de	la	habitación.	Pocos
segundos	 después,	 Martina	 escuchó	 la	 puerta	 de	 la	 calle	 después	 del
chisporroteo	 de	 las	 bolsas	 al	 ser	 arrastradas	 y	 chocar	 contra	 el	 suelo	 y	 las
paredes.
Ahora,	 a	 pesar	 del	 dolor	 del	 cuello	 y	 la	 incomodidad,	 Martina	 sí	 que
comenzó	 a	 sentir	 una	 evolución	 seria	 en	 su	 manera	 de	 pensar.	 Acababa	 de
desprenderse	 de	 una	 de	 sus	 ataduras	 y	 lo	 que	 debía	 hacer	 era	 aprovechar	 la
inercia	para	librarse	de	todas	y	cada	una.
Cuando	se	recuperó	(es	decir,	cuando	pudo	caminar	erguida	en	 lugar	de
hacerlo	a	lo	Quasimodo),	Martina	se	decidió	por	imitar	a	Augusto	y	empezar	a
recoger	las	cosas	que	sobraban	en	aquella	casa.	Armada	con	varias	bolsas	de
plástico,	Martina	fue	recogiendo	todos	sus	cacharros	viejos	de	las	habitaciones
que	 usaba	 para	 almacenar	 trastos.	Descubrió	 que	 guardaba	 cosas	 sin	 ningún
sentido.	 Había	 una	 vieja	 bicicleta	 estática	 de	 hierro	 forjado	 que	 costó
muchísimo	de	trasladar	hasta	la	recogida	de	muebles	viejos	de	su	calle.	Había
carpetas	llenas	de	documentos	que	había	heredado	de	su	abuelo,	viejos	juegos
de	 mesa	 a	 los	 que	 les	 faltaban	 varias	 piezas	 y	 se	 habían	 vuelto	 injugables.
Había	muchísima	ropa	de	hacía	milenios	que	nadie	se	pondría	como	no	fuese
en	Carnaval.	Tenía	ropa	más	actual	que	no	le	quedaba	bien	del	todo	pero	que	se
empeñaba	 en	 guardar	 por	 si	 llegaba	 a	 necesitarla	 en	 algún	momento.	 Había
cachivaches	 de	 cocina	 que	 nunca	 jamás	 había	 utilizado,	 pero	 que	 había
encargado	 por	 internet	 porque	 quedaban	 muy	 cuquis	 en	 el	 anuncio.	 Había
cuadros	viejos	que	había	descolgado	hacía	varios	eones,	al	trasladarse	al	piso,
y	 que	 nunca	 se	 había	 decidido	 a	 vender	 o	 a	 relocalizar.	 Había	 muchísima
porquería.	De	hecho,	encontró	hasta	varios	periódicos	del	año	96	que	hablaban
de	sucesos	tan	lejanos	en	su	mente	que	apenas	podía	recordarlos.
Todas	 aquellas	 cosas	 fueron	 a	 distintos	 lugares.	 Las	 cosas	 que	 podían
utilizarse	todavía	y	que	alguien	podría	agradecer,	fueron	donadas	a	tiendas	de
segunda	mano	o	 a	 sitios	de	 caridad.	Los	 trastos	 fueron	 a	 la	 basura.	Algunos
cacharros,	 que	 por	 nuevos	 daba	 pena	 dejarlos	 en	 un	 contenedor,	 decidió
venderlos	 a	 través	 de	 Wallapop.	 Y	 así,	 Martina	 se	 encontró	 con	 una	 casa
bastante	 más	 vacía	 que	 la	 anterior,	 en	 la	 que	 había	 eco	 si	 hablabas
suficientemente	fuerte.
El	panorama	 tenía	algo	de	desolador,	no	podía	negarlo.	Pero	 también	 le
daba	fuerzas.	La	labor	de	librarse	de	lo	antiguo	y	reciclarlo,	buscarle	un	hogar
en	el	que	fuera	a	ser	usado,	la	hizo	sentir	hasta	renacida.	Con	la	contractura	ya
curada	del	todo	y	un	impulso	de	positividad	insuperable,	Martina	se	sintió	un
poco	más	feliz	que	antes.
Las	cosas	empezaban	a	mejorar.
Capítulo	7
Sonia	 invitó	a	Martina	a	 lo	que	ella	 llamaba	“Evento	de	 la	Luna	Llena”.
Tenía	lugar,	como	puede	suponerse,	una	noche	de	luna	llena	bajo	los	rayos	de
la	 misma,	 y	 contaba	 con	 un	 propósito	 de	 renacimiento,	 revigorización	 e
inspiración	 para	 la	 nueva	 vida.	 Martina,	 que	 tras	 su	 fugaz	 encuentro	 con
Augusto	 se	 había	 visto	 doblemente	 seducida	 por	 las	 propuestas	 de	 Sonia,
aceptó	sin	dudar	la	invitación	de	su	amiga.
Sin	embargo,	conforme	pasaban	los	días	y	la	fecha	se	acercaba,	Martina
comenzó	a	dudar	que	aquella	fuese	una	buena	idea.
Entendía	 la	magia	 de	 todo	 aquello,	 el	 simbolismo	 y	 la	 importancia	 que
implicaba.	 Pero	 ella	 se	 sentía	 fuera	 de	 lugar	 en	 un	 sitio	 como	 aquel,	 más
propio	de	hippies	convencidos	como	Sonia	que	de	chicas	rebotadas	de	la	vida
como	ella.
Pese	 a	 todo,	 y	 solo	 porque	 Sonia	 le	 insistió	 y	 le	 prometió	 que	 sería
divertido,	Martina	terminó	acudiendo.
El	grupo	que	participaba	 en	 el	Evento	de	 la	Luna	Llena	 se	 reunía	 en	un
parque	 a	 las	 afueras	 de	 la	 ciudad,	 en	 un	 recinto	 apropiado	 para	 realizar
barbacoas	donde	podrían	encender	un	fuego	sin	alarmar	a	los	vecinos	ni	atraer
la	atención	de	los	bomberos.	Martina	llegó	andando	desdela	parada	del	único
autobús	que	pasaba	por	allí	cerca.	A	pesar	del	trecho,	que	consistía	en	un	paseo
de	diez	minutos	a	través	de	los	barrios	más	tranquilos	de	la	ciudad,	Martina	lo
agradeció.	 La	 brisa	 fresca	 de	 la	 noche	 se	 arremolinó	 en	 su	 cabello	 y	 la
apaciguó.	 Fuera	 lo	 que	 fuese	 a	 ver	 o	 a	 hacer	 allí,	 en	 el	 fondo	 se	 sentía
preparada	y	sabía	que	le	haría	bien.
Se	encontró	con	el	grupo	de	personas	encendiendo	una	hoguera	sobre	la
tierra	polvorienta	en	 la	que	había	permiso	municipal	para	hacer	aquel	fuego.
Lo	hacían	a	 la	vieja	usanza,	sin	mecheros	ni	 líquidos	 inflamables.	Cuando	se
acercó,	 Martina	 se	 rio	 internamente.	 Estaba	 segura	 de	 que	 ninguno	 de	 los
presentes	 era	 un	 experto	 en	 encender	 aquello	 frotando	 dos	 palos	 por	 muy
“conectados	con	la	Tierra”	que	estuviesen,	y	tuvo	el	impulso	de	ofrecerles	la
caja	 de	 cerillas	 que	 siempre	 llevaba	 consigo	 a	 pesar	 de	 que	 no	 fumaba.	 Sin
embargo,	 decidió	 quedarse	 en	 silencio	 desde	 la	 distancia	 por	 temor	 a
parecerles	demasiado	aguafiestas.
Sonia	se	apartó	del	grupo	de	expertos	en	fogatas	y	se	le	acercó	para	darle
un	 abrazo	 muy	 animada.	 Aquella	 noche	 llevaba	 unas	 trenzas	 especialmente
intrincadas	y	se	había	decolorado	la	mitad	de	ellas	para	darse	reflejos	violetas
nuevos.	Llevaba	puesto	un	peto	vaquero	 sobre	una	camiseta	de	pedrería	azul
que	brillaba	cada	vez	que	se	movía	y	la	luz	de	la	luna	se	reflejaba	en	ella.	En
las	orejas	le	colgaban	dos	aros	grandes	de	algo	que	ni	de	lejos	podía	ser	plata,
pero	que	daba	el	pego	perfectamente.
—¡Cómo	 me	 alegra	 verte	 aquí!	 –dijo	 Sonia—.	 Pensaba	 que	 al	 final	 te
habrías	rajado.
—Lo	he	pensado,	no	creas.	Pero	no	quería	dejarte	sola…
—Oh,	no	estoy	sola.
—Como	me	habías	dicho	que	no	conocías	a	nadie…
—Y	no	los	conozco	—respondió	Sonia	con	una	sonrisa	muy	amplia—.	O,
mejor	dicho,	no	los	conocía	hasta	hacía	unos	cinco	minutos.	Pero	lo	bueno	es
que	 los	 desconocidos	 se	 convierten	 en	 conocidos	 en	 un	 momento	 si	 tienes
ganas	de	entablar	una	conversación.	Ven,	te	presento.
Su	amiga	la	tomó	de	la	mano	y	Martina	no	pudo	evitar	que	la	arrastrara
hacia	el	centro	del	círculo.	A	su	alrededor	había	unas	quince	personas,	 todas
ellas	 diferentes.	 Eran	 hombres,	 mujeres	 y	 cualquier	 cosa	 intermedia	 (con
algunos	 era	 difícil	 precisar,	 pues	 su	 aspecto	 y	 su	 indumentaria	 era	más	 bien
andrógina).	La	mayoría	eran	 jóvenes,	pero	había	un	par	de	personas	de	pelo
gris	 (aunque	una,	probablemente,	 fuese	una	 joven	 teñida	de	ese	color	que	 se
había	puesto	tan	de	moda).	Algunos	tenían	la	misma	pinta	que	Sonia:	hippies,
locos	 amantes	 de	 la	 ropa	 antigua	que	 compraban	 en	mercadillos	 de	 segunda
mano	 y	 odiaban	 el	 capitalismo.	 Otros	 parecían	 responder	 al	 estereotipo	 de
hipsters	y	modernillos,	con	sus	gafas	de	pasta,	sus	dilataciones	y	sus	camisas
de	cuadros.	Y,	como	ella,	tampoco	faltaban	las	dos	o	tres	personas	“normales”
que	habían	venido	por	motivos	diferentes	a	los	de	los	demás.	Martina	se	sintió
indudablemente	 atraída	 hacia	 aquellas	 personas	 que	 se	 le	 parecían,	 y	 se
preguntó	si	alguno	de	los	hippies	los	habría	arrastrado	hasta	allí	como	había
hecho	Sonia	con	ella.
—¡Tenemos	humo!	–anunció	uno	de	los	encargados	del	fuego,	y	el	resto
se	unió	a	un	coro	de	exclamaciones	emotivas.
La	nariz	de	Martina	no	tardó	en	picarle	y	el	humo	azulado	se	elevó	hacia
la	 luna	 a	medida	 que	 la	 paja	 y	 el	 papel	 se	 consumían	 silenciosamente	 hasta
producir	una	llama.	Despacio,	la	principal	encargada	del	fuego,	que	no	dejaba
de	 repetir	 que	 había	 visto	 cómo	 se	 hacía	 en	 un	 documental	 sobre
supervivencia,	 fue	 añadiendo	 palos	 secos	 a	 la	 yesca	 hasta	 que	 lograron	 una
hoguera	 casi	 de	 la	 altura	 de	 la	 cintura	 de	Martina,	 con	 rugientes	 lenguas	 de
fuego	anaranjado	que	daban	más	calor	del	que	habría	pensado	jamás.
De	 alguna	 manera,	 haber	 visto	 cómo	 había	 nacido	 de	 la	 paja
insignificante,	 sin	 más	 apoyo	 que	 la	 fricción	 en	 la	 madera,	 hizo	 que	 sus
sentimientos	 se	 liberasen,	 como	 si	 acabase	 de	 presenciar	 un	 milagro	 de	 la
naturaleza.	Dejó	de	estar	tan	preocupada	por	la	impresión	que	fuese	a	causar	y
hasta	se	permitió	un	par	de	sonrisas	nerviosas.
Sonia	fue	la	primera	en	dar	un	paso	adelante	para	iniciar	el	ritual.	Por	un
momento,	Martina	temió	que	fuesen	a	degollar	gallinas	o	a	hacer	algún	tipo	de
santería	 extraña.	 Pero	 todo	 lo	 que	 hizo	 Sonia,	 que	 si	 bien	 no	 dejaba	 de	 ser
extraño	 iba	 mucho	 con	 su	 rollo,	 fue	 desabrocharse	 el	 peto	 y	 quitarse	 la
camiseta	 de	 pedrería,	 que	 arrojó	 sobre	 la	 hierba	 como	 el	 trozo	 de	 tela	 sin
valor	que	era.	Volvió	a	abrocharse	el	peto,	pero	las	tiras	de	tela	vaquera	apenas
eran	 suficientes	 para	 cubrirle	 los	 pechos,	 que	 botaban	 libres	 y	 sin	 sujetador
mientras	bailaba	en	torno	a	la	enorme	hoguera.
Algunos	 de	 los	 presentes	 sacaron	 instrumentos.	 Tambores,	 flautas,
campanillas…	Aunque	la	pieza	parecía	improvisada,	la	falta	de	expectativas	y
la	 compenetración	 aparente	 sirvieron	 para	 que	 la	 música	 fuese	 agradable	 y
nada	 terrorífica,	 como	Martina	 se	 habría	 esperado.	 Sonia	 fue	 la	 primera	 de
varios.	Hombres	y	mujeres	en	diverso	estado	de	desnudez	siguieron	sus	pasos
y	 comenzaron	 a	 danzar	 en	 torno	 al	 fuego	 como	 chamanes	 en	 un	 ritual	 de
fecundidad	y	renacimiento.
Martina	dio	un	paso	atrás	y	buscó	con	la	mirada	la	cercanía	de	alguien	que
aún	no	hubiese	 perdido	 la	 cabeza.	Se	 topó	 con	un	hombre	 de	mediana	 edad,
con	el	cabello	castaño	entrecano	y	gafas	de	pasta	que	sonreía	de	medio	lado,
con	el	mismo	estupor	que	suponía	que	mostraba	ella.	Aun	así,	 empezó	a	dar
palmas,	 y	Martina	 lo	 imitó.	 Aunque	 ella	 no	 se	 atreviera	 a	 saltar	 a	 bailar	 en
torno	 al	 fuego,	 debía	 admitir	 que	 era	 entretenido	 ver	 cómo	 los	 demás	 se
desinhibían	sin	más.
—¡Ven,	Martina!	—le	dijo	Sonia	 en	una	de	 sus	vueltas,	 tomándola	de	 la
mano	y	tirando	de	ella	hacia	la	hoguera.
Su	presión	fue	demasiada	para	rechazarla.	Martina,	que	no	había	bailado
en	torno	a	nada	en	su	vida,	improvisó	unos	pasos	salvajes	mientras	vociferaba
un	 coro	 sin	 palabras,	 como	 Sonia,	 en	 un	 intento	 de	 encajar	 en	 lo	 que	 se
esperaba	 de	 ella	 en	 aquel	 ritual.	Nadie	 le	 dijo	 que	 se	 fuera	 o	 que	 lo	 hubiese
hecho	mal,	pero	Martina	no	tardó	en	detenerse,	segura	de	que	lo	que	fuera	que
había	bailado	había	ofendido	a	alguno	de	los	dioses	de	los	presentes.
Sonia	dejó	de	prestarle	atención.	Estaba	sumida	en	el	éxtasis	de	la	danza	y
ya	 no	 le	 preocupaba	 tanto	 que	 su	 amiga	 se	 integrara.	 En	 el	 fondo,	Martina
agradeció	 el	 respiro.	 Fue	 a	 buscar	 un	 lugar	 donde	 dar	 palmas	 lo
suficientemente	 apartado	 como	 para	 pasar	 desapercibida,	 por	 si	 a	 alguno	 de
aquellos	danzantes	le	daba	por	ser	amable	y	tratar	de	unirla	a	la	danza.
Por	el	 rabillo	del	ojo	vio	que	el	hombre	que	 la	había	 sonreído	desde	 la
distancia	se	le	acercaba.	Llevaba	un	suéter	de	canalé	de	cuello	en	uve	que	sin
duda	tenía	que	darle	mucho	calor,	pero	le	sentaba	muy	bien.	Era	espigado,	alto
pero	no	fornido.	Sin	embargo,	 la	forma	de	sus	hombros	y	la	estrechez	de	su
cintura	le	proporcionaba	una	facha	bastante	atractiva	incluso	para	Martina,	que
no	solía	fijarse	en	los	hombres	claramente	mayores	que	ella.
—Qué	locura,	¿no?	—le	dijo	él	sin	dejar	de	sonreír.
Señaló	con	 la	barbilla	a	Sonia,	que	había	 iniciado	un	sinfín	de	cabriolas
mientras	 algunos	 de	 sus	 compañeros	 recitaban	 poesía	 casi	 a	 gritos	 para
hacerse	oír	por	encima	de	los	tambores.
—Sí,	 es	 bastante…	—Martina	 se	mordió	 el	 labio	 y	 suspiró—.	Creo	que
esto	es	lo	más	ridículo	que	he	hecho	en	mi	vida,	y	ni	siquiera	se	puede	decir
que	haya	participado.
—Bueno,	has	bailado	bien.
Martina	se	echó	a	reír.
—¿Bromeas?	 Parecía	 que	 me	 estaba	 dando	 un	 ataque	 epiléptico.	 Estoy
segura	de	que	mi	coordinación	dejaba	mucho	que	desear.
—¿No	es	tu	tipo	de	baile?
—La	verdad	es	que	no.	He	venido	porque…	Por	la	vida,	supongo.	Porque

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