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ROBERT FISHER
 
EL REGRESO
DEL CABALLERO
DE LA ARMADURA
OXIDADA
 
EDICIONES OBELISCO
Si este libro le ha interesado y desea que le mantengamos informado de nuestras publicaciones, escríbanos indicándonos qué temas son de su interés (Astrología, Autoayuda,
Ciencias Ocultas, Artes Marciales, Naturismo, Espiritualidad, Tradición...) y gustosamente le complaceremos.
Puede consultar nuestro catálogo en www.edicionesobelisco.com
Colección Narrativa
EL REGRESO DEL CABALLERO DE LA ARMADURA OXIDADA
Robert Fisher
1.a edición: abril de 2010
Título original: The Knight in Rusty Armour - Part II
Traducción: Joana Delgado
Maquetación: Mariana Muñoz Oviedo
Corrección: M.aÁngeles Olivera
Diseño de cubierta: Enrique Iborra
© 2010, Robert Fisher
(Reservados todos los derechos)
© 2010, Ediciones Obelisco, S. L.
(Reservados los derechos para la presente edición)
Edita: Ediciones Obelisco, S. L.
Pere IV, 78 (Edif. Pedro IV) 3.a planta, 5.a puerta
08005 Barcelona – España
Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23
E-mail: info@edicionesobelisco.com
Paracas, 59 C1275AFA Buenos Aires – Argentina
Tel. (541-14) 305 06 33 - Fax: (541-14) 304 78 20
ISBN: 978-84-9777-637-0Depósito Legal: M-9.826-2010
Printed in Spain
Impreso en Brosmac, S.L.Pol. Ind. n° 1, calle C-31 - 28938 Móstoles, Madrid
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, transmitida o utilizada en manera
alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor. Diríjase a CEDRO
(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Prólogo
ME GUSTARÍA DAR LAS GRACIAS a los miles de lectores que han mostrado su reconocimiento a
mi primer libro, El caballero de la armadura oxidada. Asimismo, agradezco las innumerables cartas que
he recibido, tanto de hombres, como de mujeres y niños, en las que me explicaban detenidamente el
impacto que El caballero había tenido en sus vidas.
La obra, sin duda alguna, ha tenido un gran impacto también en mi vida. Escribir este libro ha
constituido una experiencia, o, para ser más preciso, una aventura. Gracias a él he podido conocer a
gente maravillosa tanto por carta, como por teléfono o en persona, lo cual nunca hubiera sido posible de
otro modo. Algunas de esas experiencias las comparto contigo, lector.
Un psicólogo de Los Ángeles me comunicó que El caballero había evitado que uno de sus pacientes
más ancianos se suicidara.
Recibí cartas de diversos directores de clínicas psiquiátricas de Estados Unidos en las que me
informaban de que El caballero formaba parte de su programa asistencial para que los pacientes
recuperaran la salud física, mental y emocional.
Muchas de las cartas más gratificantes pertenecen a niños a partir de los nueve años que me escriben
para comentarme lo que ha significado el libro para ellos y cómo les ha cambiado la vida. Una niña de
diez años de Ontario me escribió para decirme que antes de leer el libro creía que en su vida todo le iba
a ir de maravilla, pero que ahora sabía que quizás no iba a ser así, aunque lo iba a aceptar de igual grado.
También comentaba que El caballero le había hecho darse cuenta de que sólo gracias al silencio podría
descubrir quién era.
La carta me llenó de alegría, y fantaseé pensando que me hubiera gustado leer el libro cuando tenía
diez años. Mi ascensión a la montaña hubiera resultado mucho más fácil.
También me gratificó enormemente saber que catedráticos, psicólogos y terapeutas han utilizado El
caballero de la armadura oxidada como herramienta principal en sus talleres y terapias.
Muchos lectores me han preguntado por qué no le había dado un nombre al Caballero. La razón es que
todos nosotros, tanto hombres como mujeres, somos Caballeros que vamos en busca de la alegría, el
amor, la felicidad y la libertad.
Como recordaréis si habéis leído el libro, el Caballero se permitió caer en un interminable abismo,
superar el miedo y el terror, aprender a perdonarse a sí mismo y a los demás, y todo ello le condujo a la
cima de la montaña donde se desprendió de lo que quedaba de su armadura.
Tras experimentar esta primera renuncia, creí que lo había logrado. Ahora Dios y yo íbamos a ser uno
solo. Pasaría el rato con Él, nos conoceríamos y nos tutearíamos.
Esperaba que mi vida fuera un camino largo y sencillo, de completa felicidad. Pero en su lugar
descubrí que, aunque pudiera acariciar la alegría y la felicidad con más frecuencia y más profundidad
que nunca, no podía mantener ninguna de las dos cosas. Y, por mucho que mi vida fuera más fácil, no era
por completo sencilla. La sensación de haberlo conseguido se vio reforzada a través de los cientos de
lectores que reconocían amablemente el impacto que mi libro había tenido en sus vidas. Las ovaciones
que recibía cuando hablaba en público (lo hacía donde había más de dos personas reunidas) hicieron que
me sintiera todavía más seguro de haber logrado la maestría en la vida. Disfruté de esta radiante gloria lo
suficiente como para adquirir un bronceado cósmico. Tardé un tiempo en darme cuenta de que me estaba
convirtiendo en la imagen de lo quela gente creía que debía ser: un Caballero bueno, generoso y amoroso
que había escrito un libro muy útil. Pero tardé más tiempo aún en darme cuenta de que ya no estaba
oyendo la voz que me había dictado el libro. Tardé incluso mucho más en descubrir que la razón por la
cual no oía la voz era porque no escuchaba. En pocas palabras, yo mismo me había proporcionado una
sobredosis de arrogancia espiritual. No estaba manteniendo la paz, la dicha, el amor y la felicidad
durante largos períodos de tiempo. Si el camino resultaba muy duro, me retiraba una vez más a la
armadura de mi ego para sobrevivir. En realidad, me irritó darme cuenta de que la vida no era más fácil,
sino tan sólo más sutil.
Sabía que tenía por delante otra búsqueda, de modo que ahora te invito, lector, a que te unas a mí allí
donde dejé mi último libro:
1
 
El principio
UNA VEZ, HACE MUCHOS AÑOS, en un lugar muy lejano, vivía un Caballero. Se consideraba un
Caballero bueno, generoso y amoroso; además, como ya había ascendido a la cima de la Montaña de la
Verdad, se sentía todavía más amoroso, más generoso y más bueno.
Regresaba a lomos de su caballo porque quería encontrarse con su esposa, Julieta, y su hijo, Cristóbal,
quienes estaban aguardándole. Sin embargo, de repente, y tras sentirse invadido por un pensamiento
alarmante, tiró de las riendas para que se detuviera el caballo.
—¡Merlín! —llamó en voz alta. Tras él, el mago apareció sentado, a la grupa del caballo. Como de
costumbre, el mago leyó sus pensamientos.
—Os preocupa que Julieta no os esté esperando. El caballero asintió.
—Cuando inicié mi búsqueda para liberarme de mi armadura, estaba tan triste y deprimido que no tuve
la entereza suficiente para enfrentarme a ella. Me fui sin decir ni una palabra.
—¿Y entonces? —preguntó Merlín.
—Merlín, he estado fuera doce años. ¿Qué le puede decir uno a su esposa cuando se ha marchado de
casa a hurtadillas y no ha regresado en doce años?
—Decidle que la fiesta ha durado más de lo que creíais. —Entonces, los ojos de Merlín brillaron.
El Caballero fulminó a Merlín con la mirada.
—Vos siempre me aconsejáis bien. Estoy hablando de mi matrimonio. ¿No hay nada sagrado para vos?
Merlín sonrió.
—Aunque no hay nada sagrado para mí, yo venero todas las cosas.
Una de las cosas de Merlín que sacaban de quicio al Caballero era que cada vez que tenía una crisis, el
mago se pusiera filosófico.
Leyéndole el pensamiento, Merlín volvió a exasperarlo:
—Una crisis sólo existe cuando uno permite que exista.
Tras sus palabras, Merlín desapareció, precisamente porque, aunque el Caballero era muy cariñoso,
quizás hubiera intentado dar un cachete a Merlín.
El Caballero espoleó a su caballo y partió al galope. El último comentario de Merlín lehabía animado.
«Merlín debe estar en lo cierto, debo estar creando una crisis donde no la hay», pensó el Caballero.
Tan apenas se había librado de una crisis imaginaria cuando, de repente, un caballero de negra
armadura, montado en un caballo negro, salió de una curva del camino y le bloqueó el paso.
—¿Quién sois? —le increpó el caballero de la negra armadura.
—Soy un Caballero de día y un Caballero de noche. En pocas palabras, soy un Caballero —le
respondió el Caballero, que ya había recuperado el buen humor que le caracterizaba.
—Habéis entrado en mis tierras, preparaos para luchar —le dijo el caballero oscuro, que no tenía
ningún sentido del humor.
—Yo ya no lucho —contestó el Caballero.
El amor que el Caballero había aprendido a sentir tanto por él mismo como por los demás irradiaba de
su persona. Ese poder resplandecía en sus ojos como dos rayos azules. Entonces, el caballero oscuro se
quedó petrificado, incapaz de blandir la espada. Después de esa experiencia, nunca volvió a ser el
mismo. Vencido por el amor, le era difícil recuperar su mísero y natural sentimiento de odio.
A lo largo de los años, iba a reflexionar sobre cómo el Caballero bueno, generoso y amoroso le había
estropeado la vida.
Mientras nuestro Caballero continuaba cabalgando se dio cuenta de que Merlín tenía razón. Cuando
uno ama no tiene por qué participar en la lucha cotidiana. De repente, oyó una voz femenina que pedía
ayuda y, de inmediato, hizo que su caballo se detuviera. Entre los árboles pudo ver a una hermosa
doncella en la torre de un castillo. El Caballero galopó con rapidez hasta el foso y le preguntó:
—¿Pedíais ayuda?
—Sí —gritó la rubia damisela. —Un perverso mago me tiene prisionera.
El Caballero sintió que la sangre le hervía en las venas. Se encontraba ante uno de sus viejos
principios: salvar a damas en peligro. Tiempo atrás, cuando el negocio de la caballería no estaba
demasiado boyante, solía rescatar a damiselas en apuros.
Sus pensamientos retrocedieron al momento en que rescató a su esposa Julieta de una situación
parecida. Julieta era una princesa y su padre, el Rey, había decretado que concedería la mano de su hija a
quien la rescatara del malvado ogro. El Caballero rescató a Julieta, pero le dijo al Rey que prefería
seguir soltero. Sin embargo, el Rey insistió y el Caballero y Julieta se casaron. El Caballero pensó que
eso era pagar un alto precio por una buena hazaña.
El grito de la damisela le sacó de sus pensamientos:
—¡No os quedéis ahí parado, rescatadme! —Ya no me dedico a eso —dijo el Caballero, sacudiendo la
cabeza.
—¿Qué clase de Caballero sois, que no rescatáis doncellas?
—Cuando subí a la Montaña de la Verdad descubrí que eso de rescatar a gente no es muy amoroso.
Como vos os creasteis esa prisión, sería mejor que vos misma la destruyerais, de modo que no quiero
quitaros ese poder. Ahora, si me perdonáis, tengo una esposa que me está esperando en casa... ¡Creo! —
le contestó el caballero. Y se fue galopando.
—¡Os denunciaré a la Asociación de Caballeros! —la princesa le gritó furiosa.
Al Caballero no le intimidó la amenaza. En realidad, se sentía bastante contento de sí mismo. Había
roto otro patrón. Ya no era adicto a rescatar a damiselas en peligro.
Tras reflexionar un poco, se dio cuenta de que los Caballeros habían estado rescatando a las doncellas
de sus dragones y de sus ogros, y ofreciéndoles protección, cosa que las doncellas interpretaban como
prueba de su amor, y los caballeros, por su parte, pensaban que eso era lo que ellos, como hombres,
tenían que hacer para ganarse el amor. El Caballero se preguntó si hombres y mujeres se amarían alguna
vez por ser quienes eran y no por lo que hicieran.
Mientras cabalgaba, pensaba que Julieta se alegraría mucho cuando le dijera que ya no iba a volver a
rescatar a más damiselas. Las ayudaría a que se rescataran ellas mismas. Rescatar damas era algo de la
caballería que siempre sacaba a Julieta de sus cabales.
Ya cerca del castillo vio a su suegro, el Rey, que galopaba hacia él a lomos de su hermoso corcel
blanco y negro.
—¡Eh, Rey! —le llamó.
Al Rey le costó cierto tiempo reconocer al Caballero, aunque cuando lo hizo, su rostro se iluminó de
placer. Ordenó a su caballo que se detuviera y saludó al Caballero.
—No os había reconocido. Ya no lleváis vuestra armadura.
—Tardó doce años en oxidarse y caerse —comentó el Caballero.
El rey le miró con gran respeto:
—Eso significa que llegasteis a la Cima de la Verdad.
El caballero asintió.
—Yo nunca fui más allá del Castillo del Silencio... ¿Cómo lo conseguisteis?
—Si hubiera seguido llevando mi armadura, habría muerto —contestó el Caballero.
El Rey asintió:
—No teníais elección.
—¡Correcto! —dijo el Caballero. —Cuando no existen alternativas, las decisiones son fáciles de
tomar.
El Rey miró detenidamente al Caballero: —No sólo tenéis un aspecto diferente, sino que también
habláis de un modo distinto.
—No soy el que era —admitió el Caballero.
—Eso ya es, definitivamente, una mejora —comentó el Rey.
—Espero que Julieta piense lo mismo. Cuando me fui, nuestra relación no iba demasiado bien.
El Rey dijo:
—Hijo, no seáis tan duro con vos mismo. ¡Julieta y vos lleváis casados quince años! —sentenció el
Rey.
—Quizás se deba a que he estado fuera doce de esos años —apuntó el Caballero.
—No hay nada como la distancia para que una relación funcione. De todos modos, me siento orgulloso
de vos, y en honor a vuestra ascensión a la Cima de la Verdad, os voy a pedir que me llaméis por mi
nombre de pila. Ya nunca más tendréis que llamarme Rey —asintió el Rey con la cabeza de un modo
comprensivo.
El Caballero estaba sorprendido.
—Gracias, señor. ¿Cuál es su nombre?
—Rey —respondió.
El Caballero miró al Rey estupefacto:
—¿Su nombre de pila es el mismo que el de su cargo?
—Mis padres no tenían imaginación —contestó el Rey.
El Caballero se rascó la cabeza cavilando: —No cambia nada si os llamo Rey.
—Ciertamente que sí —replicó el Rey. —Ahora podéis llamarme Rey sin faltarme al respeto.
El Caballero se dio cuenta de que había cambiado. Hubo un tiempo en el que habría considerado
estúpida esta conversación.
—Os agradezco mucho el honor, pero ahora tengo que ver a Julieta —dijo el Caballero al Rey. Pero el
rostro del Rey le impidió espolear al caballo.
—No vais a encontrar las cosas exactamente como las dejasteis —comentó el Rey, vacilante.
—¿No tendrá otro Caballero, verdad? —preguntó el Caballero, temeroso.
—¡No, no! —se apresuró a decir el Rey. —Noes tan inteligente como para hacer eso. —Se aclaró la
garganta un tanto incómodo. —Quiero decir... siendo como erais, hubiera sido inteligente por su parte
haberlo hecho, pero tal como sois ahora, tiene suerte de no haberlo hecho.
—Será mejor que vuelva a llamaros Rey por respeto... antes de que lo pierda —dijo el Caballero un
poco enojado.
—Sólo intento advertiros de que Julieta es diferente —comentó el Rey en un tono un poco severo.
El Caballero estaba perplejo. Si Julieta se encontraba en casa, en su castillo, donde él la había dejado,
entonces, ¿qué podía ser tan malo? ¿Qué había querido decirle el Rey?
Sus miedos se desvanecieron al entrar a caballo en el patio del castillo y ver a Julieta, sentada en su
jardín, leyendo un libro. Cuando ésta oyó al caballo levantó la vista. El paso del tiempo no había
alterado su dulce belleza. Al advertir que era el Caballero, la sorpresa, el placer y cierta incertidumbre
aparecieron en su semblante.
El Caballero le sonrió:
—Puedo percibir en vos sorpresa, placer y cierta incertidumbre.
Julieta le miró asombrada:
—Nunca antes habíais mostrado sentimiento alguno, especialmente en lo que respecta a mi persona.
El Caballero descendió del caballo y se aproximó a Julieta:
—Eso era antes. Ahora es así.
Se quedaron mirándose el uno al otro, tímidos, incómodos. Había pasado mucho tiempo desde que se
separaron.
—Y ya no lleváis la armadura —comentó ella tocándole suavemente el torso con la punta de los dedos.
El Caballero la miró fijamente, tomó su cara entre las manos yla besó. Cuando los labios se unieron,
las lágrimas brotaron de sus ojos.
Las dos semanas siguientes fueron como sus primeros días de recién casados. Se amaron, rieron y
jugaron. Bailaron con la música del laúd de Bolsalegre, el bufón de la corte. Por todo el reino, corrió la
noticia de que el Caballero había ascendido a la Cima de la Verdad y que se convertiría en un héroe
nacional tan pronto como tuvieran una nación. Bolsalegre compuso una canción de éxito sobre él y la
tituló «Días fríos y caballeros cálidos».
El Rey ofreció un baile en honor del Caballero y la gente acudió de todas partes para conocerlo.
El Caballero creía que en el baile no había nadie mas bello que Julieta, y ésta consideraba que no
había nadie que fuera tan guapo y encantador como el Caballero. Se habían vuelto a enamorar, pero de un
modo diferente. El deseaba fervientemente transmitirle sus sentimientos. Quería compartir con ella sus
aventuras en el ascenso a la Montaña de la Verdad... Los conocimientos que Merlín le había enseñado,
los secretos de la naturaleza que los animales le habían revelado, y cómo, finalmente, consiguió llegar a
la cima sólo después de haberse permitido el riesgo de caer en el abismo de los recuerdos, y perdonarse
a sí mismo y pedir perdón al resto.
El único momento delicado fue cuando su hijo Cristóbal, ahora un bello y espléndido adolescente, se
fue a competir aun torneo juvenil. El joven miró con recelo a su padre y le dijo:
—No esperéis volver al punto en que lo dejamos, pues ya me he hecho mayor.
Julieta, impresionada, contenía el aliento preguntándose cómo reaccionaría el Caballero.
—Quizás podemos seguir creciendo juntos —le contestó el Caballero, tras mirar cariñosamente a su
hijo.
Los ojos del muchacho se humedecieron. Él y su padre se fundieron en un abrazo.
De vez en cuando, el Caballero se preguntaba qué había querido decir el Rey con que Julieta era
diferente. Aún era la misma. Hasta la mañana del decimoquinto día no percibió el primer atisbo de
diferencia. Julieta se levantó temprano y se vistió con una ropa que no era nada femenina... Parecía un
leñador. Finalmente, le dijo al Caballero:
—Que tengas un buen día, cariño, me voy al trabajo.
—¿Trabajo? —repitió el Caballero sin entender absolutamente nada.
—Sí —contestó Julieta. —Cuando os fuisteis empecé a tejer tapices y a beber vino para dejar pasar
las horas. A los tres años bebía más de lo que tejía. Finalmente tuve que buscar algo en lo que ocupar mi
tiempo.
El Caballero se sentó en la cama y le preguntó curioso:
—¿Qué hacéis?
—Rehabilito castillos.
—¿Que qué?
Julieta repitió: —Rehabilito castillos. Están muy mal diseñados. Las habitaciones son demasiado
grandes, los pasillos tienen demasiadas corrientes de aire y los muros de piedra son excesivamente fríos.
—¿Os pagan por hacer eso? —quiso saber el Caballero.
Julieta sonrió con gran felicidad:
—Muy bien. Estoy haciendo que sus hogares resulten más cálidos y acogedores. Me he hecho un
nombre creando castillos íntimos.
Le miró inquisitivamente:
—¿No os importa que trabaje, verdad?
—¡Oh, no, creo que es genial! —contestó el Caballero vacilante. La siguió hasta el patio y la ayudó a
montar a caballo.
—Puede que hoy no venga a cenar a casa, pero en la cocina hay mucha comida. Estoy segura de que
Cristóbal y tú os prepararéis una buena cena.
El Caballero la miró perplejo mientras se alejaba cabalgando. Eso sí que era realmente un cambio.
Durante años, Julieta le había visto marcharse para combatir. Ahora, él veía cómo ella se iba a trabajar.
El Caballero permaneció inmóvil en el patio, dominado por sentimientos encontrados. Lo único
equiparable a la felicidad que sentía de que Julieta hubiera encontrado algo que le permitiera
independizarse de él era su infelicidad por haberlo conseguido.
Y, hablando de trabajo, ¿qué iba a hacer él ahora? Ya no formaba parte del mundo caballeresco:
luchar, guerrear, combatir. Ahora estaba metido en las cosas del amor. Pero, ¿cómo convertiría el amor
en monedas de oro para mantener su castillo, su familia y sus criados?
Sus pensamientos se interrumpieron con la llegada de Cristóbal, que conducía el caballo a los establos
del patio. Llevaba puesta la armadura. Al Caballero se le iluminó la cara. En qué joven tan hermoso se
había convertido Cristóbal. Le animó la idea de pasar el día con su hijo. El Caballero le llamó.
—¡Espera, tomaré mi caballo e iré a montar contigo!
—Lo siento, papá, no puedo —le contestó Cristóbal. —Tengo entrenamiento.
—¿Qué entrenamiento? —preguntó el Caballero. —Sir Percival nos está entrenando a un grupo para
llegar a ser caballeros, y tenemos torneos juveniles —contestó Cristóbal.
El Caballero sintió de pronto cierto recelo.
—¿Por qué haces eso? —preguntó.
Cristóbal le miró sorprendido: —Para poder ser como tú, papá.
—Pero ni siquiera yo quiero ser como yo... es decir, como el yo que solía ser —dijo el Caballero.
—Pero en todas partes se te conoce como el Caballero bueno, generoso y amoroso que ascendió a la
Montaña de la Verdad. Yo quiero hacer algo grande, como tú lo hiciste.
El Caballero le miró con tristeza.
—¿Cómo piensas hacerlo? —le preguntó.
—Luchando contra otros caballeros, ganando y siendo el mejor —contestó Cristóbal.
—Hijo, la vida no es competir, ganar y ser mejor que los demás. La vida es amor y dar lo mejor de ti
mismo —le dijo dulcemente el Caballero.
—¿La vida es eso? —preguntó Cristóbal con reservas.
El Caballero asintió.
—¡El amor no te hará ganar cruzadas! —le replicó Cristóbal, y se fue galopando.
El Caballero se quedó mirándole fijamente y después gritó:
—¡Merlín, ayúdame!
El Mago apareció al instante. Iba desnudo, con una toalla rodeándole la cintura. Tenía los cabellos y
medio cuerpo húmedos.
—Preferiría que no os asaltaran las crisis mientras me estoy bañando —refunfuñó Merlín.
—Entonces admitís que esto es una crisis —dijo el Caballero.
Merlín asintió con la cabeza:
—El quiere teneros como modelo.
—Como el modelo que yo era —protestó el Caballero.
—Y vos queréis que él tenga como modelo a aquel que vos creéis ser ahora —sentenció Merlín.
—Eso es —dijo el Caballero.
—Cuando estabais en la Cima de la Verdad, encontrasteis en vuestro interior el centro del amor. Os
habéis ido apartando más y más de él. Respirad profundamente al menos tres veces e intentad volver a
centraros —le comentó amablemente Merlín.
El Caballero así lo hizo. —Ahora decidme qué sentís verdaderamente con respecto a Cristóbal —
quiso saber Merlín.
—Que debo dejarle crecer atendiendo a su propia imagen y ser lo que necesita ser —dijo lentamente y
de mala gana el Caballero.
Merlín sonrió y asintió.
—Pero yo le podría evitar el sufrimiento, la lucha, el dolor y la tristeza a los que va a tener que
enfrentarse.
—Nuestra experiencia es lo único que no podemos ofrecer a los demás. Cada uno tiene que pasar por
su propio dolor y pesar para poder encontrar la alegría y la felicidad que hay al otro lado —le dijo
Merlín con dulzura.
El Caballero miró a su hijo, que ya era un punto en el horizonte.
—¿Por qué tiene que ser así?
—La intención no era que hombres y mujeres sufrieran. Pero se les concedió libre albedrío y,
lamentablemente, lo utilizaron sin tener en cuenta la armonía con el universo —le contestó Merlín.
El Caballero le miró con tristeza:
—Cuando en la Cima de la Verdad me cayó el último trozo de armadura, creí que mi vida sería más
fácil.
La luz de la compasión inundó los ojos de Merlín: —Más fácil, no, querido, sólo más sutil.
—Lo que aprendí en la Cima, lo estoy viviendo ahora, ¿verdad?
Merlín asintió.
—Os aconsejo que cada vez que os sintáis fuera de vuestro centro de amor, respiréis profundamente.
Dicho esto, el mago desapareció.
En los meses que siguieron junto a Julieta, el Caballero se descubrió suspirando una y otra vez.
Si bien el Caballero era en realidad más cariñoso, amable y sensible que nunca antes, tenía unas ideas
perfectamente definidas acerca de cómo Julieta debería comportarse como esposa. Y Julieta tenía sus
propias ideas sobre cómovivir su vida, y no eran ni remotamente parecidas a las del Caballero.
—El problema —decía Julieta —es que habéis vuelto a casa esperando encontrarme aquí sentada,
tejiendo tapices, bebiendo vino y esperándoos. Pues bien, las cosas han cambiado.
—Me alegra que no estéis aún tejiendo y bebiendo —dijo el Caballero, —sobre todo bebiendo. Pero
me gustaría que os dierais cuenta de que he vuelto a casa.
Julieta siguió:
—Y esperabais que os siguiera necesitando igual que antes, ser vos el cabeza de familia y que yo
cumpliera todos vuestros deseos.
—Me alegro de que no me necesitéis del mismo modo, y no espero que hagáis todo lo que yo desee,
pero me gustaría que me dedicarais tanto tiempo como a vuestro trabajito de arreglar castillos.
Julieta estaba conmovida:
—Me gustaría que realmente fuera así, pero me pilláis en medio de un trabajo tremendo, y estoy
pagando horas extras a los yeseros que traje de Sajorna y Glastonbury.
El caballero empezaba a estar confundido.
—No me necesitáis en absoluto —dijo airadamente.
Julieta lo rodeó con los brazos y lo besó en la boca con firmeza, aunque para ser francos también con
dulzura, y después corrió al patio del castillo para montar en su caballo. El Caballero la siguió.
—No estaríais tan triste si todavía tuvierais el negocio de la Caballería, pero estáis retirado y con
muchísimo tiempo libre entre las manos —dijo Julieta.
Saltó sobre el caballo y salió galopando. El Caballero permaneció allí, observándola.
Las semanas posteriores no fueron mucho mejores para el Caballero. Si no era con los yeseros de
Sajonia, Julieta estaba ocupada con los picapedreros de la Toscana, y ese cambio de papeles en el hogar
le fastidiaba muchísimo. Hubiera deseado regresar a casa con sus nuevos conocimientos y gobernar a su
hijo y a su esposa con la verdad, con amor y con bondad. Pero al cabo de seis meses, esas tres
cualidades se fueron a tomar viento fresco. Ahora se sentía solo y con una baja autoestima, ya que era un
Caballero en paro. Estaba irritadísimo.
Las cosas no fueron mejor cuando Julieta le ofreció convertirse en su socio en la empresa de
rehabilitación. A él no le apetecía en absoluto ser socio de ningún negocio que regentara ella.
Un día, mientras estaba en una cacería, se quejó ante el Rey de sus desdichas matrimoniales.
El Rey se quedó un tanto sorprendido.
—Yo creía que desde vuestro ascenso a la Montaña de la Verdad vuestro matrimonio iba aún mejor.
—Me he dado cuenta de una cosa, Rey —dijo el Caballero. —Vivir con la verdad es una cosa, y vivir
con una mujer es otra.
El Rey se echó a reír.
—Julieta es clavadita a su madre. Annabelle era una mujer bella, fuerte y con determinación —suspiró
con nostalgia. —Quería algo más que un matrimonio, quería ser mi compañera.
El caballero suspiró:
—Debe de ser una debilidad congénita en las mujeres.
—Recuerdo el día en que me tenía que marchar para participar en una cruzada —dijo el Rey. —La
busqué por el castillo para despedirme de ella, pero no la encontré por ninguna parte. Me fui al patio
para montar en mi caballo y allí, montada en el suyo, a mi lado y vistiendo una armadura, estaba
Annabelle. El caballero se quedó atónito.
—¡Una mujer con armadura! El rey asintió:
—Le dije: «Annabelle, debéis estar bromeando, podrían mataros». Ella me contestó: «Prefiero morir a
vuestro lado que fallecer poco a poco mientras os espero en casa».
El Rey desvió la vista del Caballero, sus ojos estaban húmedos:
—La guerra santa duró más de lo previsto. Volví a casa a decirle a Annabelle que ésa había sido mi
última cruzada.
—Eso la debió hacer muy feliz —dijo el Caballero. El Rey se aclaró de nuevo la garganta:
—Se lo dije postrado ante su tumba.
La historia del Rey causó en el Caballero un gran impacto. Al día siguiente aceptó la oferta de Julieta
de participar como socio en la empresa de rehabilitación, y en los meses que siguieron trabajaron juntos,
codo con codo. Por desgracia, esto no hizo que la situación entre ellos mejorara. Por un lado, el
Caballero no estaba por la labor de rehabilitar castillos, y por otro, seguía precisando que Julieta le
necesitara a él como antes... que le viera como el cabeza de familia, y que al menos de vez en cuando
aceptara sus consejos. Julieta, al intentar recuperar su poder, se oponía al Caballero en prácticamente
cualquier cosa.
Julieta era compasiva con el serio cambio que había implantado en su relación y, de vez en cuando, si
había un banquete, ella personalmente preparaba los platos para el Caballero. Sabía que él necesitaba
ese tipo de cuidados; sin embargo, no se sentía con ganas de volver a ser ama de casa. Le molestaba
enormemente fingir un papel que ya no sentía suyo.
Todo estalló una noche a la hora de la cena mientras le servía su plato favorito, un asado de ciervo.
Pequeñas cosas como el hecho de que Julieta dejase caer bruscamente la bandeja encima de la mesa y
arrojara el cuchillo de trinchar la carne sobre la mesa de al lado indicaron al Caballero que el plato de
carne vendría acompañado de una discusión.
El Caballero suspiró:
—Y bien, Julieta, ¿qué ocurre?
—Os diré lo que ocurre —dijo con brusquedad. —Se supone que sois iluminado, cariñoso y sabio, y
yo todavía estoy sirviéndoos. —Casi le tiró el plato de ciervo encima.
El Caballero detuvo el plato justo a tiempo para evitar que se le derramara en el regazo.
—Pero la idea de hacer la cena y servirla fue vuestra, y os sentíais contenta por ello —le dijo el
Caballero, desconcertado.
—Ahora que estoy cansada por haber preparado la cena, me siento fatal —replicó ella.
—¿Qué hay de malo en servirme la cena? Sois mi esposa.
Julieta se sentó en una silla junto a él.
—El hecho de que digáis precisamente eso demuestra lo mal que va todo. Esperáis que haga cosas
para vos sólo por el hecho de ser vos el hombre y yo la mujer. ¿Qué hay de nuestra sociedad?
—Somos socios —protestó el Caballero. —Yo cacé este ciervo, y vos lo cocinasteis.
—Pero eso es porque yo nunca aprendí a cazar un ciervo y vos nunca habéis aprendido a cocinarlo.
—Vamos a comer —dijo el Caballero. —Estoy cansado de sentenciar sobre el ciervo.
—Creí que las cosas serían diferentes cuando volvierais de la búsqueda —comentó Julieta, —pero
seguimos peleándonos.
—Sólo cuando estamos despiertos —dijo el Caballero intentando que dejara el tema.
A Julieta no le sirvió de ayuda, pero sonrió.
—Sois mucho más sensato, y más sensible —admitió, —pero seguís sin entenderme.
—Soy inteligente —intervino el Caballero, —no comprensivo.
Julieta lo volvió a mirar enfadada.
—Si sois tan inteligente, no entiendo por qué no me entendéis.
—Porque entenderos es un trabajo de jornada completa —le contestó el Caballero.
Julieta tiró la comida sobre la mesa.
—¿Cómo queréis que sea feliz con un hombre que no me entiende?
—¿Cómo esperáis que sea feliz con una mujer que no entiende que no pueda entenderla?
La cara de Julieta parecía la de una leona enjaulada. Se reprimió y, finalmente, dijo:
—Me gustaría hablar con Merlín de este asunto. Una voz familiar dijo:
—Por supuesto, querida.
Julieta lanzó un grito de asombro. Merlín había aparecido sentado a la mesa, justo a su lado. El
Caballero no se sorprendió, pues estaba acostumbrado a que Merlín apareciera siempre que se
mencionaba su nombre, especialmente a la hora de cenar.
—¡Qué contenta estoy de que estéis aquí! —dijo Julieta, que apreciaba al viejo mago.
—Yo también. Estáis sirviendo mi cena favorita —contestó Merlín y miró al Caballero: —¿Me
pasaríais el ciervo, por favor?* Julieta, querida, sois una cocinera maravillosa.
*En el original en inglés, se utiliza la expresión to pass the back , que significa «pasar la responsabilidad a alguien»; algo así como nuestra
expresión castellana de «pasar la patata caliente». (N. del T.)
*En realidad, tanto Merlín como el Caballero son vegetarianos, pero no quería dejar pasar la broma de pasar el ciervo. (N. del A.)
El Caballero observó a Merlín con recelo. Le pareció que iba a hacer un chiste malo.
La cara del mago no confirmaba las sospechas delCaballero. Se sirvió inocentemente una buena ración
de carne. Se llevó a la boca un trozo y lo masticó con complacencia.
Julieta no dio señales de agradecer su complacencia.
—Eso ya no significa para mí un cumplido. Los hombres son propensos a vernos a las mujeres como
cocineras, pero aprecian muy poco nuestra mente, nuestra alma y nuestro espíritu. Es la manera que tienen
de evitar que una mujer sea más de lo que es.
Merlín le sonrió:
—De aquí a unos cuantos siglos, ese comentario os convertiría en una defensora de los derechos de la
mujer.
—¿Qué es una defensora de los derechos de la mujer?
—Una mujer que quiere ser tratada como una persona —le respondió Merlín.
La cara de Julieta se iluminó.
—Eso es lo que soy yo —dijo con júbilo. —¡Soy una persona!
Se volvió al Caballero y le espetó con virulencia:
—¡Soy una persona! ¿Qué contestáis a eso?
—¿Me pasaríais la salsa?
—¡Muy bien, reíos de que sea una persona! —le gritó tirándole la salsa encima del plato y también
encima de él.
—Todo esto es ridículo —dijo irritado el Caballero, empapado de salsa. —Cuando nos casamos, el
obispo nos declaró marido y mujer, no marido y persona.
Merlín levantó la mano para detener la discusión, que iba a más.
—Por favor, comiendo, no. No es bueno para la digestión. —Y se sirvió una cantidad generosa de
salsa. Suspiró. —Los dos estáis teniendo unos problemas que los casados hace siglos que tienen y que
tendrán en los siglos venideros. El matrimonio se ha convertido en un estado de impasse sacramental.
Miró al Caballero y dijo:
—No importa lo iluminado que uno llegue a estar —puntualizó. —Vos, como hombre que sois, no
pensáis ni sentís como una mujer. —Y a Julieta le dijo: —Y vos no vais a pensar ni a sentir como un
hombre. —Sonrió cariñosamente al Caballero. —Llegasteis muy lejos en vuestra búsqueda, y habéis
regresado más sabio y también más comprensivo. Ahora estáis realmente en el inicio. —Se dirigió a
Julieta: —Y ya que vos también estáis en el inicio, tenéis que aprender mucho de lo que el Caballero
aprendió. Además, tenéis que aprender a tener una relación amorosa completa. Estaría bien que os
llevara conmigo a hacer una búsqueda conjunta.
Julieta parecía entusiasmada.
—¿Estaríais dispuesto a salir pasado mañana? —preguntó a Merlín.
—Estoy dispuesto a salir pasado este momento —contesto Merlín sonriendo.
—Cristóbal volverá del torneo pasado mañana —aclaró el Caballero.
—No podemos irnos sin despedirnos de él —dijo Julieta. —Además, necesito tiempo para hacer el
equipaje. —Se encaminó hacia la puerta y después se dirigió a Merlín: —¿Qué se pone uno para
emprender la búsqueda?
Merlín se echó a reír.
—Nunca antes me habían preguntado eso.
—Porque hasta ahora nunca habíais llevado a una mujer a realizar una búsqueda —dijo el Caballero.
—Sencillamente deseo estar adecuadamente vestida para cada ocasión —sentenció Julieta, muy digna.
El Caballero se echó a reír:
—Eso es ser una mujer, según vos.
Julieta le puso mala cara y salió airada de la habitación.
Merlín sonrió.
—Os sugiero que nunca le digáis eso a Julieta. Así sólo provocaréis más enfrentamientos.
—Es cierto —aceptó el Caballero.
—A los hombres les desconcierta lo diferente que actúan las mujeres con respecto a ellos, y, por ese
motivo, llaman a las mujeres el sexo opuesto, pero en tanto penséis en Julieta como alguien del sexo
opuesto, haréis de ella vuestra adversaria, en vez de vuestro amor —prosiguió Merlín.
—Entonces, ¿qué hago? —preguntó el Caballero, indefenso. Como toda respuesta, Merlín sacó un laúd
de debajo de la túnica y empezó a tocar y a cantar.
No intentéis entenderla
y, nunca, nunca, someterla,
tan sólo quererla.
Y si su manera de pensar
os hace parpadear,
tan sólo: amadla.
—Hay muchos más versos —aclaró Merlín mientras volvía a guardarse el laúd bajo la túnica, —pero
creo que ya os habéis hecho una idea.
—Pues no, en absoluto —dijo el Caballero. —Sino intento entender a Julieta, ¿cómo puedo aprender a
amarla?
—Porque se trata justo de lo contrario —respondió Merlín con dulzura. —No podréis entender a
Julieta de verdad hasta que no aprendáis antes a amarla incondicionalmente. —El Caballero abrió la
boca para expresar su confusión, pero Merlín le detuvo con una mano levantada y una dulce sonrisa.
Prosiguió: —si intentáis amar a Julieta comprendiéndola antes, buscaréis motivos racionales para
explicaros por qué piensa como piensa y por qué actúa como actúa, e incluso por qué siente como siente.
En otras palabras, siempre que seáis capaz de encontrar una razón que podáis entender, podréis aceptar
su comportamiento.
A medida que el Caballero iba entendiendo lo de la comprensión, fue asintiendo con la cabeza.
—Sin embargo, habrá momentos en los que no encontrará una razón que os satisfaga, y entonces no
sólo no la amareis, sino que estaréis tremendamente molesto con ella —prosiguió Merlín. El Caballero
asintió de nuevo. Había experimentado muchos de esos momentos. —Por consiguiente —dijo Merlín, —
vuestro amor por Julieta depende de que sus actos, sus ideas y sus sentimientos satisfagan las razones que
vuestra mente os exige. Cuando amas a alguien con la razón, el amor no puede ser constante. Cuando
amas a alguien con el corazón, el amor siempre está ahí, como lo está la comprensión.
El Caballero se sentía abrumado: —¿Cuánto tiempo me llevará hacer eso? —preguntó.
Merlín se echó a reír:
—¿No disponéis del resto de vuestra vida?
—Sí, pero pienso que intentar amar a Julieta a cada momento me la acortará —contestó el Caballero.
Merlín volvió a reír.
—Daos cuenta de que habéis dicho «pienso». Cuando no penséis, cuando tan sólo améis, ya no
volveréis a «intentar» comprender o amar; simplemente lo haréis. Desde ese momento, ya no pensaréis
más en vos mismo como una persona inteligente o buena, generosa y amorosa. Sencillamente... lo seréis.
Las palabras de Merlín conmovieron profundamente al Caballero. Su voz parecía apenas un susurro:
—¿Creéis que me sucederá eso?
—La búsqueda os proporcionará la respuesta —dijo Merlín mientras miraba con profundo cariño al
Caballero.
2
 
Empieza la búsqueda
EN EL PATIO DEL CASTILLO, Julieta observaba cómo el Caballero luchaba por levantar dos
arcones llenos con la ropa de la búsqueda y los ataba a lomos de un mal dispuesto asno. Después, el
Caballero se secó la frente y respiró profundamente. Recordó que Merlín le había enseñado que la
energía que reunía cuando respiraba profundamente era amor. Y en ese momento necesitaba todo el amor
que pudiera reunir para suavizar al máximo la voz.
—¿Qué diantre lleváis en vuestro equipaje?
—De todo —contestó Julieta alegremente. —Como no sabía qué hay que ponerse para una búsqueda,
la solución más práctica era llevar de todo.
El Caballero volvió a respirar profundamente. Sentía que el amor por Julieta le ensanchaba el corazón.
—Querida, aunque la búsqueda durara cincuenta años, no llegaríais a poneros la ropa de dos arcones.
—Sólo uno de ellos tiene ropa —contestó. —He engordado, pero intento perder peso, así que
necesitaré ropa para gordas y ropa para delgadas. El otro arcón está lleno de zapatos.
El Caballero la miraba fijamente.
—Una persona no puede tener nunca demasiados zapatos. Se gastan, y desde que he engordado parecen
gastarse más.
El Caballero no sabía si podría respirar suficiente amor para enfrentarse a esa situación.
Probablemente hubiese perdido los papeles si Merlín no hubiese surgido del establo tirando de tres
hermosos caballos.
—Lo mejor es salir antes de que nos quedemos sin luz del día —dijo Merlín.
—No podemos irnos hasta que Cristóbal vuelva a casa —aclaró Julieta, —Debía haber llegado ayer
—dijo con preocupación.
Merlín sonrió y señaló un cerro que quedaba ala derecha.
—Mirad hacia allí —le ordenó, —aparecerá en cualquier momento.
Fiel a las palabras del mago, Cristóbal apareció repentinamente sobre la loma. Tiró de las riendas y el
caballo se irguió sobre sus patas. Constituía una bella estampa con su armadura y su plumacho rojo en la
visera del casco. Montaba el caballo como si fuerauna parte de él mismo. Saludó a sus padres y se lanzó
monte abajo de modo temerario.
El Caballero sintió la misma oleada de calor que sentía siempre que miraba a su hijo. «Cómo se
parece a mí —pensó, —y, por fortuna, qué distinto es de mí.»
Los años en los que había estado sin su hijo le habían conducido a un lugar donde ya no le necesitaba,
y, tal como le había enseñado Merlín, cuando ya no precisamos a una persona es sólo entonces cuando
podemos amarla de verdad. El Caballero agradecía a Julieta que hubiera educado al chico en los
principios de la sensibilidad, el amor y la afectividad de su parte femenina sin que eso diezmara en modo
alguno su masculinidad.
Observó cómo Cristóbal descabalgaba ágilmente. Es decir, con toda la agilidad con la que se puede
desmontar un caballo llevando una armadura de 45 kilos. Cristóbal tiró el casco, besó y estrechó entre
sus brazos a su madre, y abrazó a su padre.
—Estaba deseando que regresaras hoy del torneo, Cristóbal —dijo el Caballero.
En otra época, el Caballero le hubiera formulado una pregunta trascendente: «¿Venciste? », pero ahora,
era capaz de hacer la única y auténtica pregunta:
—¿Te divertiste, hijo?
Como sabía lo que le gustaban las rimas, Cristóbal le contesto:
Peleé y jugué noche y día.
No hice nada mal, todo fue bonhomía.
Padre e hijo se echaron a reír. El Caballero miró agradecido a Merlín, y le dijo:
—Le enseñasteis muy bien en mi ausencia, Merlín.
—Fue una dicha constante —contestó Merlín. —Desde Arturo no había tenido a un estudiante tan ágil.
Miró al muchacho con gran cariño y respeto. Los ojos de Cristóbal reflejaban los mismos sentimientos.
De repente, Cristóbal vio el asno y los tres caballos ensillados. Julieta se dio cuenta.
—Merlín quiere que tu padre y yo misma realicemos una búsqueda —le explicó.
Cristóbal la miró asombrado, y dirigiéndose a Merlín, dijo:
—¿Cuántos años tendré yo cuando vuelvan? Merlín se rió:
—Los dos parecen estar bastante dispuestos, y el tiempo se mide por la disposición.
—Estoy convencida de que no estaremos mucho tiempo fuera, querido. Mientras, quizás te gustaría
quedarte con tu abuelo —Julieta se apresuró a contestar.
Los ojos azules de Cristóbal brillaron:
—¿Por qué no? No hay mucha gente que tenga un abuelo rey.
El Caballero se echó a reír:
—Bromea con él, Cristóbal. Cuando ríe se olvida de ser quien cree ser.
Todos se rieron.
Merlín miró hacia la salida del sol: —No podemos retrasarnos más. Se despidieron todos y Julieta,
aguantándose las lágrimas, abrazó a Cristóbal.
—Pórtate bien —susurró.
—Me siento bien porque sé que estáis haciendo algo que es bueno para vosotros —susurró también
Cristóbal.
Julieta subió al caballo con la ayuda del Caballero. Todos saludaron con la mano a Cristóbal, éste
miró cómo desaparecía el trío por la colina y, de repente, se sintió muy solo. Hubo una época en la que
Cristóbal se habría sentido hundido, habría saltado a su caballo y galopado en busca de su abuelo; sin
embargo, Merlín le había enseñado a no huir de los sentimientos, sino a vivir con ellos. Cristóbal, a
regañadientes, se quedó con su soledad, y, para su propia sorpresa, empezó a llorar.
Mientras se limpiaba las lágrimas, cayó en que lo que le hacía llorar no era tan sólo la soledad y la
tristeza, sino también la rabia y el resentimiento que sentía hacia sus padres por dejarle solo. No había
podido verles demasiado, y ahora estarían fuera durante meses, quizás años. La rabia y el resentimiento
aumentaron. Se desahogó físicamente tomando un hacha y cortando un montón de leña. Finalmente, rabia y
sudor brotaron de su interior. Se sentó sobre un tronco para descansar y se sintió algo mejor... Además,
supo que existía otra manera de ver el abandono de sus padres. De repente, sintió una sensación de
libertad... no se responsabilizaría de las acciones de ellos, sería responsable de sí mismo. Se levantó y
sintió que una nueva actitud le invadía por completo. Había dado otro paso para llegar a ser él mismo, y
sonrió al sentir la fuerza de haber dado otro paso más hacia la madurez. Sacudió la cabeza y suspiró
pensando en lo que había pasado en las últimas horas.
—Merlín, Merlín, ¿por qué es tan difícil crecer? —murmuró.
La voz de Merlín le susurró la respuesta:
Las flores crecen con gotas de lluvia
Los humanos crecen con lágrimas de penuria
No creas que todo es en vano,
si caminas con amor, hermano.
Julieta, el Caballero y Merlín llegaron enseguida al bosque de este último. Salieron a recibirles todos
los animales de los que el Caballero había hablado a Julieta. El Caballero estaba rebosante de alegría.
Abrazó a Ardilla, al zorro, al ciervo, a Rebeca, a la paloma y al gran oso negro.
—Nunca creí que os vería a todos de nuevo —dijo el Caballero.
—Nosotros sí sabíamos que volveríamos a verte —contestó Ardilla.
—Tienes mucho que aprender —asintió el zorro con la cabeza.
Merlín presentó a Julieta. Los animales y Julieta se enamoraron de inmediato.
El Caballero estaba sorprendido de lo fácil que había sido para Julieta aceptar el hecho de que los
animales hablaran entre sí. Merlín vio su sorpresa.
—Las mujeres —explicó al Caballero —tienen el don de saber recibir. Por ello reciben nuevos
pensamientos, nuevos sentimientos y nuevas ideas con más rapidez que los hombres.
—¿Y eso la hace mejor que yo? —El Caballero parecía nervioso.
—Sólo diferente. —Merlín se rió y después añadió: —es mejor no comparar a una persona con otra,
un sexo con otro, si no uno siempre nos parecería mejor que el otro.
Julieta oyó esto último y miró al mago con cariño y admiración:
—¿Cómo llegasteis a ser tan sabio? —Admitiendo que no sé nada —contestó Merlín. —No lo entiendo
—dijo el Caballero.
—Cuando creemos que lo sabemos todo, no nos queda lugar para aprender nada más. Pero si sabemos
que no sabemos nada, tenemos espacio para aprenderlo todo —le explicó Merlín.
—Me gustaría vivir eternamente con vos y con los animales del bosque —suspiró Julieta, invadida por
la belleza de ese pensamiento.
—A mí también me gustaría que pudierais hacerlo —dijo el ciervo, acariciando la mejilla de Julieta
con el hocico.
—Eres un ciervo encantador —comentó Julieta mientras abrazaba al cariñoso animal.
Todos se echaron a reír.
Julieta llevó aparte al Caballero: —No te atrevas a volver a llevar a casa un ciervo para que lo guise.
Podríamos comernos a uno de sus parientes.
—Volveré a ser vegetariano —prometió el Caballero.
—Bueno, tendríamos que dormir un poco —sentenció Merlín, —pues mañana empezaremos muy
pronto.
—¿Nos acompañarán los animales, como hicieron en la búsqueda del Caballero? —preguntó Julieta.
Merlín la interrumpió:
—Esta vez sólo hay sitio para dos animales pequeños.
—Pues entonces yo me quedo fuera —dijo el oso.
—Iré yo —intervino Ardilla. —Yo también —repuso Rebeca.
—Vosotros podéis venir después —aclaró Merlín a los demás.
Así pues, a la mañana siguiente, a la salida del sol, Julieta se puso sus mejores galas de búsqueda y se
reunió con Merlín para recibir instrucciones.
Ante la sorpresa de todos, Merlín movió la mano y formó una exquisita burbuja violeta alrededor de
ellos. La burbuja se elevó en el cielo y les llevó flotando hacia el horizonte.
Aterrizaron en la playa de un vasto océano. La burbuja estalló y todos miraron a su alrededor.
—¿Dónde estamos? —preguntó el Caballero.
—Este es el océano que tú y Julieta tenéis que atravesar —aclaró Merlín. —Se llama mar del
Matrimonio.
3
Junto al hermoso mar
AQUÍ HAY MUCHÍSIMA AGUA —observó Ardilla.
—Ni siquiera creo que pueda cruzarlo volando —dijo Rebeca.
—¿Cómo vamos a cruzar este mar? —preguntó Julieta.
—Aún no he aprendido a andar sobre el agua —comentó secamente el Caballero. Julieta aplaudió
emocionada.
—¿Nos vais a enseñar a andar sobre el agua? —preguntó al mago.
—Conozco una manera más fácil —se rió Merlín. Movió la mano izquierda y apareció una hermosa
barca pequeña. Tenía forma de corazón.
—¡Qué barca más bonita!
—Sí, está tallada en el amor de corazón —sonrió Merlín.
—Sólo espero que flote... no nado muy bueno —comentóArdilla, que era muy práctica, tras examinar
la barca.
—Muy bien —le corrigió Merlín.
—No estoy de humor para recibir lecciones gramaticales —dijo Ardilla. —No estoy tan segura de
querer ir.
—La barca se mantendrá a flote siempre que Julieta y el Caballero no se peleen —aclaró Merlín.
—Ahora ya sé que no quiero ir —dijo Ardilla.
—Yo tampoco quiero —se unió Rebeca. —Si empiezan a pelearse a 10 millas de la costa, nunca
conseguiré regresar hasta la orilla.
—No se trata de no discutir o de no estar en desacuerdo uno con otro, lo que hará que esta barca se
hunda será seguir enfadado o no querer ver el punto de vista del otro —comentó Merlín.
—Me parece que yo tampoco sé si quiero ir —dijo el Caballero.
Julieta miró la embarcación y luego el vasto océano, y preguntó un tanto temerosa:
—¿Cómo ha llegado a ser tan grande el mar del Matrimonio?
—A lo largo de los siglos, millones y millones de hombres y mujeres que se han amado y han sufrido
desavenencias, traiciones y abandonos han llenado el mar del Matrimonio con lágrimas de
autocompasión —contestó Merlín.
Julieta contempló el mar con tristeza:
—Ahí deben estar algunas de mis lágrimas. —Y también de las mías —dijo el Caballero.
—Si sois capaces de atravesar este océano de autocompasión, pesar y dolor, al otro lado del mismo
encontraréis alegría eterna, felicidad y éxtasis —explicó Merlín.
Julieta respiró profundamente, se irguió sobre su metro cincuenta y ocho y dijo con una vocecita apenas
perceptible:
—Estoy dispuesta a intentarlo.
El Caballero miró al mar durante un buen rato, y luego a los ojos de Julieta y finalmente anunció:
—Yo también.
Y así fue como el Caballero, Julieta, Ardilla y la paloma subieron a la barquita con forma de corazón.
Con un gesto, Merlín puso la barca en el mar.
El Caballero se dirigió a proa y tomó el timón.
Julieta le siguió:
—¿Por qué vais a dirigir vos la embarcación?
—Desearía llegar a salvo al otro lado —contestó el Caballero.
—¿Conocéis el rumbo? —le preguntó Julieta. El Caballero negó con la cabeza.
—Repito, ¿por qué vais a dirigir vos esta embarcación? —volvió a preguntar Julieta.
El Caballero se encogió de hombros y dijo simplemente:
—Porque soy el hombre. Mi deber es llevaros y protegeros.
—Pues hasta ahora —dijo Julieta con un tono mordaz —nos habéis llevado eficazmente a quince años
de infelicidad.
Hasta ese momento, la mar había estado en calma, pero tras esas palabras empezó a picarse. Una vez
regresó de la búsqueda, comprensivo y sabio, muy pocas cosas había que pudieran irritar al Caballero,
pero Julieta le sacaba de quicio a cada instante.
—No sabéis mucho más que yo acerca de cómo navegar a través de este océano —concluyó.
—Lo que yo no sé no me hará daño. Lo que vos no sabéis, puede hacérmelo —dijo el Caballero con
brusquedad.
La mar estaba más agitada y amenazadora. Rebeca se posó en un lado de la barca, dispuesta a
emprender el vuelo a tierra. Ardilla iba dando bandazos de un lado a otro y su aspecto era como si fuera
a perder todas las avellanas que tenía para el desayuno. Rebeca señaló a popa con una de sus alas y gritó:
—¡Caramba, mirad!
Todos se volvieron y se encontraron frente a una ola de seis metros que, sin ninguna duda, les haría
volcar.
—¡Cielo santo! ¿Por qué no tomáis el timón entre los dos? —gritó Ardilla.
—Por mí, de acuerdo —dijo Julieta, tras dudarlo un momento.
El Caballero habría dudado un poco más, pero un vistazo a la ola le convenció para hacerlo.
—Por mí, también está bien —dijo, y ambos agarraron el timón. La ola desapareció de pronto y el mar
quedó de nuevo en calma.
La ardilla y Rebeca dejaron escapar un suspiro de alivio.
Julieta sonrió. Con la mano sobre el timón, sintió por vez primera la alegría de navegar en la dirección
donde iba a vivir con el Caballero. Empezó a cantar:
Esto es lo que yo entiendo por un socio.
El Caballero miró a Julieta con una nueva consideración. Ella había deseado seguir su propio camino,
pero no había querido acabar con ambos por conseguirlo. Empezaba a admirar su fuerza de voluntad
cuando, de repente, vio que daba un golpe de timón a la izquierda. El Caballero enderezó inmediatamente
el timón.
—¿Por qué habéis hecho eso? —preguntó Julieta.
—Pues porque nos estabais desviando de rumbo, claro está —le contestó el Caballero.
—¿Cómo lo sabéis? —quiso saber Julieta.
—Porque estoy siguiendo la estrella polar —le replicó el Caballero.
—¿Cómo podéis decir dónde está la estrella polar, si es de día?
—Porque me acuerdo —dijo el Caballero.
—Además, ¿cómo sabéis que tenemos que ir rumbo norte? —le preguntó.
—¿Y a vos qué os hace pensar que tenemos que ir rumbo sur? —repuso el Caballero con voz tensa.
—Lo intuyo —contestó con acritud.
A Ardilla no le gustaba en absoluto el rumbo que estaba tomando la conversación, y estaba en lo
cierto. El mar, una vez más, se empezó a picar.
—Yo también tengo una intuición. Y mi intuición me dice que vayamos hacia el norte para cruzar el
mar —dijo el Caballero.
Julieta puso más énfasis en su respuesta:
—No creo que tengáis ninguna intuición, creo que estáis fingiendo.
—Durante años os habéis estado quejando de que pienso y no siento, y ahora, que siento e intuyo, me
decís, cuando mis sentimientos difieren de los vuestros, que estoy fingiendo —replicó el Caballero cada
vez más enojado.
El mar reflejaba el enojo del Caballero y hervía de espuma.
—¿Por qué no vamos la mitad del camino hacia el norte y la otra mitad, hacia el sur? —repuso Rebeca,
nerviosa, en un intento por poner paz.
—El rumbo no es el problema —dijo Julieta mirando fijamente al Caballero.
—Vos queréis controlar el rumbo de la misma manera que me habéis controlado a mí durante estos
años de matrimonio.
—Si yo dejara el control —comentó el Caballero, —vos perderíais vuestro pasatiempo favorito.
—¿Cuál? —le preguntó ella.
—Echarme la culpa cuando las cosas van mal. Mientras, una ola de nueve metros se dirigía derecha a
la embarcación. Ardilla gritó señalando la ola:
—¡Calmaos, por favor!
Pero Julieta y el Caballero estaban tan enfrascados en la disputa que habían soltado el timón y la
barquita con forma de corazón daba vueltas y vueltas sobre sí misma peligrosamente.
—¡Y cuando no me echáis la culpa, intentáis cambiarme!
—Lo único que quiero es que seáis mejor para que nuestra vida sea mejor —gritó Julieta.
—¿Cómo sabéis lo que es mejor? —chilló el Caballero. —¡Estáis demasiado resentida para saber lo
que es mejor!
Estas palabras fueron las últimas que se oyeron. El Caballero iba a añadir algo, pero sus palabras
quedaron debajo del agua. La ola los envolvió por completo e hizo volcar la barca en medio del mar.
4
 
Salvados por la burbuja
TODOS SE HABRÍAN AHOGADO de no haber aparecido Merlín con su burbuja de color azul
lavanda para sacarles de allí.
Mientras flotaba en dirección al bosque de Merlín, Julieta lloraba y el Caballero estaba muy abatido.
—Hemos fracasado —gimió Julieta.
Merlín les sonrió con gran ternura.
—No —contestó. —Esto no es un fracaso, sólo es una experiencia.
—Si no hubiera sido por vos, Merlín, esta experiencia hubiera acabado en el fondo del océano —dijo
el Caballero.
Merlín los consoló. Les dijo que hasta el momento, que él supiera, nunca ninguna pareja había cruzado
el mar del Matrimonio en un viaje relámpago.
—El esfuerzo que cada uno tiene que hacer es permanente, constante; es un aprendizaje continuo de
cómo respetar los pensamientos y sentimientos del otro, en vez de insistir cada uno en tener la razón.
Cuando se intenta una vez, se puede salir a navegar de nuevo y tener una experiencia mucho más dichosa.
—Si navegan de nuevo, será sin mí —dijo Ardilla, disgustada, mientras se escurría el agua de la cola.
—Soy demasiado sensible para hacer este tipo de viajes —coincidió Rebeca de modo vehemente.
—¿Por qué el Caballero y yo acabamos siempre peleándonos? —preguntó Julieta.
—Para mí es mucho más fácil pelear con otros caballeros —dijo el Caballero, —y, desde luego, tengo
más oportunidades de ganar.
Merlín sonrió: —La diferencia con la pareja esque, aun ganando, se pierde.
—Yo no creo estar intentando ganar —aclaró Julieta. —Sólo intento sobrevivir.
Merlín asintió con la cabeza:
—Ambos intentáis sobrevivir, lo cual contesta tu pregunta, Julieta, de por qué los dos estáis siempre
discutiendo. ¿Os disteis cuenta de que lo primero que hicisteis al saltar a la barca fue agarrar el timón?
Julieta y el Caballero asintieron.
—Deseáis lo que desean todos los hombres y todas las mujeres en una relación: el control.
—Yo pienso con más claridad que Julieta —se defendió el Caballero. Julieta lo miró irritada:
—Creéis que pensáis con más claridad, pero habéis hecho muchas tonterías.
—Ciertamente, alguna vez también me he equivocado —irrumpió el Caballero.
—Pero no os habríais equivocado de haber escuchado mis opiniones —dijo Julieta en un tono
desesperado.
Ardilla miró con ansiedad las escarpadas y lejanas montañas, y dirigiéndose a Merlín, dijo:
—Si siguen discutiendo, ¿estallará esta burbuja? Merlín se rio y contesto:
—Yo diría que sí.
Y, dirigiéndose a Julieta y al Caballero, les dijo:
—Si no queréis formar parte del paisaje, lo mejor es que dejéis de discutir.
Se calmaron un tanto avergonzados.
Merlín tuvo compasión de ellos:
—Muchas parejas se han hundido en el mar del Matrimonio, y muchos amantes que han soñado con
relaciones felices han visto cómo su burbuja estallaba.
Julieta se volvió hacia el Caballero con lágrimas en los ojos y le dijo:
—Cariño, yo no quiero que nos suceda eso.
—Yo tampoco —aclaró el Caballero. La rodeó con sus brazos y la apretó fuertemente contra él. Sus
ropas mojadas provocaron que, al besarse, chorrearan agua.
La burbuja aterrizó en un claro del bosque. Salieron de ella y el oso, el zorro y el ciervo les dieron la
bienvenida.
—Se hundió la barca, ¿verdad? —dijo el zorro mirando a la empapada pareja.
Mientras acariciaba la cabeza del zorro, Merlín susurró:
—Sin juicios, por favor.
El zorro, al ser un animal tan astuto, contestó: —No estaba juzgando, Merlín, sólo observando. El oso
quiso intervenir en la conversación:
—Te conozco, zorro, siempre dictas sentencias. De no haberte detenido Merlín, habrías dicho a Julieta
y al Caballero lo tontos que son.
El oso se detuvo y se llevó la zarpa a la boca al darse cuenta de que acababa de emitir un juicio.
Julieta se rió y dijo: —Tienes razón, oso, casi nos ahogamos nosotros solos.
—Es importante tener en cuenta los juicios, porque en esta búsqueda no debéis veros a vosotros
mismos con parcialidad, ni prejuicios ni crítica —sentenció Merlín.
—Esto va a ser duro —dijo Julieta.
—Sólo hay que tener en cuenta la experiencia.
Hace falta que los dos admitáis vuestros errores, pues si cada uno le echa la culpa al otro, los juicios
bloquean las acciones y ninguno de los dos puede cambiar.
—¿Queréis decir que una persona no puede cambiar si se juzga a sí misma o a los demás? —preguntó
el Caballero.
Merlín asintió:
—Exactamente. Si juzga a otro, uno no se permite a sí mismo ver el cambio que experimenta.
Julieta estornudó de improviso.
—Voy a hacer un cambio ahora mismo. Voy a cambiarme la ropa que llevo puesta por otra ropa de
búsqueda que esté seca —dijo.
Merlín hizo un gesto con la mano y bajo un abeto apareció un maravilloso fuego. El Caballero, Ardilla
y Rebeca se sentaron también para secarse. Julieta, seca y dichosa, se sentó junto a ellos.
El Caballero pensó que uno de sus juicios contra Julieta era que siempre cargaba con demasiada ropa
en los viajes. Inmediatamente, el juicio desapareció, sobre todo porque deseaba que hubiera llevado algo
de ropa seca para él. Enseguida se dio cuenta de que juzgar a alguien evita que uno haga lo que tiene que
hacer.
—Estáis en lo cierto —observó Merlín.
El Caballero miró hacia arriba perplejo. Le desesperaba que Merlín le leyera el pensamiento. Julieta
miró a Merlín intimidada:
—Sabíais lo que el Caballero estaba pensando.
—Siempre sabe lo que piensa todo el mundo —aclaró el Caballero, entre la admiración y la
desesperación.
—¿Sabéis lo que pensaba mientras me cambiaba de ropa? —preguntó Julieta, que parecía incómoda.
Merlín sonrió con picardía: —Estoy engordando.
Julieta se ruborizó. Todos se echaron a reír. Julieta volvió a sonrojarse.
—Si sabéis lo que pienso, no tengo privacidad.
—Nadie tiene pensamientos realmente privados y creemos que al no haberlos expresado en voz alta
nadie los conoce —contestó Merlín.
—No sé muy bien qué queréis decir.
Merlín arrancó una hoja de un árbol. Abrió la bella manita de Julieta e introdujo la hoja en ella:
—Digamos que esta hoja es vuestro pensamiento. Julieta estaba encantada con la idea de que la hoja
fuera su pensamiento.
 Preguntó: —¿Y ahora, qué?
—¡Soplad!
Julieta así lo hizo y la hoja abandonó la mano, una brisa la recogió y luego desapareció de la vista.
—Vuestro pensamiento —dijo Merlín, —al igual que la hoja, está ahora en el universo. Los
pensamientos crean acción. Para que suceda algo, antes hay que pensarlo. Los millones de personas que
tienen pensamientos positivos llenan el mundo de belleza. Los pensamientos negativos crean acciones
negativas.
—¿Aunque no se digan? —preguntó Julieta.
Merlín asintió: —La propia energía de los pensamientos negativos crea tensión y desasosiego. La gente
que siente rabia y violencia crea las cruzadas y las guerras. A nivel personal, los pensamientos negativos
entre parejas casadas conducen a la acción del divorcio.
Por un momento, todos permanecieron callados, impactados por las palabras de Merlín.
El ciervo rompió el silencio: —Estoy contento de haber nacido animal. Lo único que deseo es dormir,
comer y sobre todo escapar de cualquiera que quiera comerme.
El Caballero se dio por aludido y dijo: —Juro que a partir de este mismo momento ningún ciervo irá a
parar a mi boca. —Ni a la mía —completó Julieta.
—Eso está muy bien —dijo el zorro, —pero, ¿no es de zorro el cuello que llevas en la chaqueta?
Julieta se tocó la chaqueta, avergonzada.
—Podría ser mi tío.
—Perdió a su tío el año pasado, en una cacería —apuntó Ardilla.
Con cierto remordimiento, Julieta se agachó y abrazó al zorro, diciendo:
—Lo siento, lo siento mucho.
El zorro no aceptó la compasión:
—La cara que toca piel de zorro nunca toca mi piel —dijo indignado. Entonces vio que Merlín le
estaba mirando. El zorro transigió, y con una vocecita dijo: —Me perdono a mí mismo.
—Pero yo quiero que me perdones a mí —aclaró Julieta.
—No es necesario, se perdona a sí mismo por haberte puesto en el dilema de tener que pedirle perdón
—aclaró Rebeca.
Julieta sacudió la cabeza confusa:
—No lo entiendo.
—La mayoría de las personas no entiende el perdón. Siempre se piden perdón unas a otras, cuando lo
que cada una de ellas necesita es perdonarse a sí misma por haber creado una situación en la que es
necesario el perdón —arguyo Merlín.
—Creo entenderlo —dijo el Caballero. —Si escuchamos a nuestro ego en vez de a nuestro corazón,
siempre necesitaremos que nos perdonen para poder sentirnos mejor.
Merlín asintió:
—En gran parte es así. Me atrevo a aventurar que antes de que termine esta búsqueda ya lo habréis
entendido todo.
—¿Cuál es el siguiente paso que tenemos que dar? —preguntó el Caballero.
Merlín hizo de nuevo un gesto con la mano y la bella burbuja de color lavanda volvió a aparecer.
Indicó a Julieta y al Caballero que entraran en ella.
Julieta se detuvo y dijo a los animales:
—¿Va a venir alguno con nosotros?
—La única condición para que yo venga es que esta parte de la búsqueda sea en terreno seco —
contestó Ardilla.
Merlín se echó a reír:
—Te aseguro que así será.
—Yo iría si no fuera demasiado pesado para esa burbuja —dijo el oso.
—La burbuja puede soportar muchas veces tu peso —le contestó Merlín.
—Yo no quiero quedarme atrás —añadió Rebeca.
El zorro y el ciervo decidieron que ellos también irían.
Mientras flotaban en el aire, el Caballero dijo a los animales que estaba muy contento de que hubieran
decidido acompañarles, pues eso le daba más seguridad para completar el viaje.
—Nunca habría tenido éxito en mi primerabúsqueda de no haber sido por ellos —explicó el Caballero
a Julieta.
La burbuja ascendió en la altura, y después, finalmente, tomaron tierra en otra parte del bosque, que
estaba cubierta de una espesa bruma.
5
 
El Bosque de las Ilusiones
JULIETA CONTEMPLÓ EL BOSQUE y se estremeció. —Da miedo —dijo. —Hay quien lo describe
como siniestro. Se llama el Bosque de las Ilusiones —contestó Merlín.
—¿Por qué se llama así? —preguntó el Caballero.
—Porque la ilusión es como una bruma. Oculta la realidad —repuso Merlín.
Al aproximarse al bosque, el Caballero y Julieta titubearon. No tenía un aspecto que invitara a
adentrarse en él.
Julieta volvió a estremecerse.
—Parte de esta bruma es tan espesa como la niebla. ¿No te asusta? —preguntó al oso.
El oso negó con la cabeza.
—Yo no veo ninguna bruma ni ninguna niebla.
—Ni yo —dijo el ciervo.
Julieta y el Caballero se dieron cuenta, con cierta estupefacción, de que ninguno de los animales veía
la bruma.
—Se debe a que los animales no viven con ilusión. No tienen falsas creencias sobre cómo son las
cosas. Ven todo tal cual es —explicó Merlín.
El Caballero respiró aliviado:
—Estoy muy contento de que vengáis con nosotros.
—El objeto de esta búsqueda —aclaró Merlín a Julieta y al Caballero —es traspasar la bruma de
vuestras ilusiones hasta el otro extremo del bosque, así podréis llegar a entender vosotros mismos
quiénes sois y quiénes sois para el otro.
Y volviéndose a los animales dijo:
—Ninguno de vosotros guiaréis a Julieta o al Caballero a través de la bruma. Ellos son los que tienen
que encontrar su propio camino a través de sus ilusiones o esta búsqueda no tendría razón de ser.
—Pero, ¿y si nos perdemos? —protestó Julieta.
—Estoy seguro de que lo haréis —dijo Merlín. —Cuando suceda, llamadme con toda libertad y, al
instante, apareceré.
Julieta miró asombrada la espesa bruma. Y con no demasiado entusiasmo comentó:
—Supongo que lo mejor es que empecemos nuestra búsqueda.
El Caballero le pasó un reconfortante brazo por encima del hombro:
—No te preocupes, querida —exclamó, —yo te protegeré.
—No —aclaró Merlín. —Ya la habéis protegido demasiado impidiendo que descubriera quién es ella
realmente. En esta parte de la búsqueda cada uno debe ir solo.
—No te preocupes —dijo el oso a Julieta, —yo te protegeré.
—Yo también iré contigo —añadió el ciervo.
Rebeca se posó en el hombro de Julieta.
—Y yo —dijo Rebeca, besándola en la mejilla.
Julieta se sintió muy reconfortada con el amor de los animales.
El zorro se dirigió al Caballero:
—Según parece, Ardilla y yo nos quedamos contigo.
Merlín hizo un gesto y la bruma se levantó ligeramente al final del bosque. Julieta y el Caballero
pudieron ver dos señales: en una de ellas, una flecha que señalaba un sendero brumoso a la izquierda,
decía «mujeres». A la derecha, otra señal con una flecha roja ponía «hombres».
El Caballero se animó un tanto:
—Al menos sabemos por dónde empezar.
Y dijo a Julieta:
—Yo iré por el camino que señala hombres y vos por el que señala mujeres.
—No necesito que me aclaréis lo que es obvio —dijo Julieta con cierta aspereza.
Merlín les interrumpió para evitar que se iniciara una discusión.
—A veces, lo obvio es una ilusión. Sois dos seres humanos. —Y dijo al Caballero: —da la casualidad
de que estáis en el cuerpo de un hombre. —Y, volviéndose a Julieta: —Y da la casualidad de que vos
estáis en el cuerpo de una mujer. La ilusión es que hay una diferencia. La realidad es que vos, Caballero,
tenéis las características de un hombre, y vos, Julieta, las de una mujer. Sin embargo, ambos tenéis rasgos
masculinos y femeninos. Os habéis separado al no aceptar las características del otro ser humano. Puesto
que ambos participáis en esta búsqueda para aprender a mantener una bella relación con el otro, es
necesario que vos —dijo al Caballero —aprendáis cómo piensa y siente una mujer. —Y volviéndose a
Julieta le dijo: —y es importante que vos aprendáis cómo piensa y siente un hombre. Cuando ambos lo
hagáis, no habrá diferencias que os separen.
Así pues, con los animales como compañía, el Caballero echó a andar hacia el sendero señalado para
«mujeres» y Julieta hacia el señalado para «hombres». Al llegar al cruce de los caminos en el que debían
separarse, se volvieron y miraron atrás. Cada uno veía que el otro pensaba lo mismo en el mismo
instante. Si fracasaban a la hora de encontrar el camino a través de la bruma, se perderían en el bosque,
separados uno del otro para siempre. Con lágrimas en los ojos y cierta pesadumbre en el corazón,
empezaron sus caminos separados.
Julieta avanzaba cuidadosamente por el sendero, con los ojos enturbiados por las lágrimas y la bruma.
El oso le ofreció una hoja de eucalipto para que se secara los ojos y ella le dio las gracias. Después le
alargó la hoja de un lirio silvestre para que se pudiera sonar la nariz. Lo hizo, y se sintió mucho mejor.
El ciervo le acarició la mejilla:
—No te preocupes, volverás a ver al Caballero.
—Pero, ¿y si yo no puedo atravesar la bruma dela ilusión y él sí? ¿O si yo puedo y él no? —gimió
Julieta.
—Merlín dice que si piensas en lo peor, lo más seguro es que suceda —contestó Rebeca.
—No estaba pensando, estaba sintiendo —replicó Rebeca.
No había acabado de pronunciar esas palabras cuando vio una señal a través de la bruma. Decía:
«Secaos los ojos, dejad de parpadear, en vuestros pensamientos tenéis que pensar».
Julieta se sentía doblemente enojada, primero con Merlín por prever que lloraría, y, segundo, porque el
mensaje de la señal implicaba que necesitaba pensar sobre el pensamiento. El Caballero le decía a
menudo que ella no pensaba con claridad, y una vez llegó a llamarle tonta. No volvió a decírselo más,
pues ella dejó de servirle la cena durante un mes.
Cuando finalmente superó su enojo, se sentó sobre un tronco a reflexionar sobre el pensamiento. Esto
era ciertamente una característica masculina, comentó Julieta a los animales. Rebeca, que se había
posado nuevamente en su hombro, le dijo:
—Pero también es una característica tuya, y como comentó Merlín, para entenderos mejor a vos misma
y al Caballero, tendréis que entender vuestros rasgos masculinos.
—¡Ah, pues muy bien! —suspiró Julieta. Se sentó más cómodamente en el tronco y empezó a pensar
sobre el pensamiento.
 En otra parte del bosque, el Caballero estaba experimentando cierto enojo. Acababa de llegar a una
señal en la que se podía leer: «Si pensamientos y sentimientos equilibráis, veréis cuan feliz os
encontráis». Desde que había vuelto de su búsqueda estaba más en contacto con sus sentimientos, era
capaz de conectar con ellos, pensaba de sí mismo que era un hombre sensible. ¿Qué más tenía que
aprender?
—Si siento, siento, ¿cuál es el gran problema? —se quejó a la ardilla.
—Estás empezando a parecerte a la señal —contestó el zorro.
El Caballero se sentó a regañadientes en un tronco a meditar y a sentir.
* * *
Julieta se dio cuenta de repente de que debía llevar sentada sobre el tronco varias horas, pues estaba
bastante hambrienta. Miró a su alrededor para ver si encontraba a alguien más con hambre, pero no había
señales del ciervo, ni de Rebeca, ni del oso. En ese momento, el oso apareció detrás de ella entre la
niebla. Al no reconocerlo, Julieta dejo escapar un chillido de pánico.
—Sólo soy yo —dijo el oso con voz tranquilizadora. —Estaba recolectando unos cuantos frutos del
bosque.
Rebeca y el ciervo aparecieron al mismo tiempo.
—Hemos oído que gritabas —comentó Rebeca.
—Siento haberos preocupado —se disculpó Julieta. —El oso se acercó por detrás y me asusté. No he
llegado a ninguna conclusión acerca del pensamiento.
—Antes de sentirte asustada —le preguntó Rebeca, —¿no pensaste que había algo por lo que
asustarse?
—Pues, yo, esto... —dudó Julieta. Entonces, de repente, se dio cuenta de algo muy importante. Hasta
ese momento sólo creía en lo que sentía. Pero ahora se daba cuenta de la verdad, y así se lo comunicó a
los animales:
—Un pensamiento puede llegar a ser un sentimiento y un sentimiento puede llegara ser un pensamiento.
En cuanto acabó de pronunciar estas palabras, se despejó la bruma en su parte del bosque. Ahora podía
ver con claridad el cielo azul y sentir el sol sobre ella.
—Puede que atravesar este bosque no sea tan difícil como pensaba —dijo Julieta, —pues tengo a mi
lado a una bella paloma como tú.
Rebeca miró a su alrededor algo nerviosa: —No le digas a Merlín que te he dado una pista. Se supone
que no debía hacer eso. La risa de Merlín se oyó en el aire.
* * *
El Caballero estaba aún sobre el tronco, enfrascado en sus pensamientos y sus sentimientos. Llevaba
sentado horas sin llegar a ninguna parte. Finalmente llamó:
—¡Merlín, Merlín!
El mago, tal como había prometido, apareció. Llevaba un laúd.
—Perdonad que os importune —dijo el Caballero.
—Estaba tañendo música para un grupo de ardillas. Necesitaban que las animara, pues unas urracas
malvadas les han robado todas las avellanas que guardaban para el invierno.
—Yo necesitaría animarme a mí mismo —comentó el Caballero. —Llevo sentado aquí más de dos
días intentando resolver mis sentimientos sobre los sentimientos.
—Lleváis aquí mucho más tiempo —sentenció Merlín. —Lleváis una semana.
El Caballero se quedó atónito:
—No es de extrañar que me sienta tan mal.
—Siete días sin comer pueden debilitar. —En los ojos de Merlín apareció una chispa de picardía.
—No estoy de humor para vuestras bromas —contestó el caballero.
—Queréis, por supuesto, una respuesta —dijo Merlín, —pero lo mejor es que la encontréis vos mismo;
sin embargo, os daré una pista. —Y punteando el laúd empezó a cantar: —«En los charcos a vuestros
pies tenéis que mirar. La respuesta a vuestros sentimientos podréis encontrar». —Y, dicho esto,
desapareció.
El Caballero escudriñó a través de la bruma que se esparcía a sus pies y vio tres pequeños charcos que
se habían formado con la reciente lluvia. Se arrodilló y los miró cuidadosamente.
—Voy a necesitar vuestra ayuda —dijo a los animales, —pues no sé cómo voy a hallar la respuesta en
tres charcos llenos de barro.
—Merlín nunca lo pone demasiado fácil —comentó el zorro.
La ardilla, el zorro y el Caballero miraron los charcos y vieron su imagen reflejada en ellos.
Finalmente, la ardilla habló:
—Son de diferentes medidas.
El Caballero asintió con la cabeza:
—Pero no veo que eso pueda responder a nada.
—Yo creo —dijo el zorro —que el charco en el que estoy mirando es más profundo que los otros dos.
La ardilla y el Caballero asintieron y, de repente, a éste le sobrevino la inspiración:
—¿Y si mis sentimientos fueran como el agua de los charcos?
—Odio tener que admitir —dijo el zorro —que no acabo de entender lo que decís, me temo que
tendréis que explicaros.
A medida que el Caballero hablaba, su voz iba adquiriendo un tono de excitación:
—¿Y si mis sentimientos son poco profundos como los dos charcos y tengo miedo a los sentimientos
profundos?
Se puso de pie de un salto.
—¡Eso es! —exclamó. —Temo el impacto de mis sentimientos profundos.
—¿Pero por qué? —le preguntó la ardilla.
El Caballero dio unos cuantos pasos adelante y atrás.
—No lo sé —dijo.
Se detuvo a mitad de una zancada:
—¡Espera, puede que sí lo sepa! Si dejo que los pensamientos sean demasiado profundos, siento dolor.
Sí, puedo sentir dolor y pena, algo a lo que no quiero enfrentarme.
—Me pregunto si eso es verdad —dijo el zorro. La respuesta a esta verdad se hizo patente de
inmediato, pues del bosque empezó a disiparse gran cantidad de bruma, y el Caballero pudo ver
claramente el camino. Empezó a caminar con regocijo:
—Todo este tiempo he creído que pensaba en profundidad, pero se trataba tan sólo de una ilusión.
Y dicho esto, se disipó aun más cantidad de bruma y pudo ver con claridad la belleza de los árboles,
de las flores y del cielo, y le pareció que dentro de él también se aclaraba algo. Pudo respirar más
profundamente y se sintió como si cantara. Y así lo hizo con toda la fuerza de sus pulmones.
La ardilla y el zorro se estremecieron:
—La alegría tiene sus desventajas —dijo la ardilla.
* * *
Julieta también cantaba alegremente. Había disipado la ilusión de que los sentimientos eran más fiables
que los pensamientos. Se dio cuenta de que la mente equilibra los sentimientos. Ahora podía dar marcha
atrás, cuando sus sentimientos le causaban en su interior miedo, pánico, desesperación o ansiedad. En vez
de dejar que la abrumaran, podría evaluarlos con pensamientos racionales y obviar los disgustos
emocionales.
Regocijada con su nueva manera de pensar, comenzó a cantar alegremente:
Soy un pájaro que vuela alto
Aunque llegar al cielo no puedo
y casi en el mar ahogado muero
 más divertido ahora es ser yo, empero.
Se detuvo en la senda con los animales, pues la niebla surgía de nuevo ante ella. Escudriñó a través de
ella y vio un letrero que decía: «Lo mejor es estudiar tus acciones, ver la verdad de tu agresividad».
—¿Qué querrá decir esto? —se preguntó Julieta estupefacta.
—¿Qué significa agresividad? —quiso saber el ciervo, que nunca había ido a la escuela.
—Se refiere a la manera de comportarse de la gente prepotente —contestó Julieta.
—Agresivo yo no soy... —observó el ciervo.
—Es una característica masculina que no admiro en absoluto —sentenció Julieta.
—Pero también es una de las características de tu parte masculina —le recordó Rebeca.
Julieta estaba un tanto enfadada. No le gustaba considerarse agresiva, ya que eso significaba apropiarte
de cosas, tanto si te pertenecen como si no; tenía que ver con la acción violenta o la dominación... En fin,
todas las cualidades que no le gustaban en los hombres.
—No —dijo en voz alta. —No tengo intención de ser agresiva.
—Y, si no eres agresivo, ¿cómo consigues lo que quieres? —preguntó el oso, rascándose la cabeza
pensativo.
—Tengo al Caballero para que me dé las cosas que quiero —le contestó Julieta.
—¿Y qué pasa si él no quiere darte las cosas que tú quieres? —intervino el ciervo.
—Iré tras él hasta que lo haga —respondió Julieta.
—¡Eso es avasallar! —exclamó Rebeca.
—No importa, un marido espera que le avasallen —replicó Julieta.
—Y ¿qué ocurriría si él no quisiera darte lo que tú quieres, aunque le avasalles? —dijo el ciervo.
—Entonces, le engañaría —contestó Julieta inmediatamente.
Entonces Julieta se calló, pues no le gustaba el derrotero que estaban tomando las cosas.
—Merlín llama a eso manipulación —dijo Rebeca. Julieta se puso a la defensiva:
—Esa es la única forma en que las mujeres pueden conseguir lo que desean... y tienen que hacerlo por
medio de los hombres.
—Entonces, debes sentirte un tanto indefensa —arguyó Rebeca.
—Pues... esto... Sí, me siento indefensa —admitió Julieta.
—Pero si tu parte masculina es agresiva, puede que finjas indefensión porque así te resulta más fácil
—sentenció el oso.
Julieta se iba enfadando cada vez más. No quería admitir que daba la falsa apariencia de indefensión
para no tener que echar mano a su agresividad natural. Pero, si no lo admitía delante del oso, el ciervo y
Rebeca, ¿qué pensarían de ella? Merlín apareció de improviso y dijo:
—Es duro admitir que uno ha creado una falsa apariencia de debilidad para no tener que sacar su
propia agresividad.
—Aparecéis sólo para decir eso, ¿no? —dijo Julieta mirando fijamente a Merlín.
Merlín sonrió: —¿Recordáis lo que os dije antes de empezar esta búsqueda? Os dije que no os
juzgarais a vosotros mismos.
Entonces Julieta recordó que había sido agresiva al empezar su empresa de rehabilitar castillos, y que
no había tenido que pedir ayuda al Caballero.
—¡Exacto! —aplaudió Merlín. —Ya no tenéis que depender de los hombres de ahora en adelante.
—Nunca me han gustado los hombres agresivos, y supongo que no me gustaría a mí misma si llegara a
ser así —dijo Julieta.
—A vos no os gustaba cómo utilizan los hombres su agresividad... luchando, dominando y poseyendo.
Vos no tenéis que usarla de esa manera —aclaró Merlín.
Julieta asintió.
—El empuje —prosiguió Merlín —puede utilizarse con suavidad, amor y compasión. Evitar esas
características en vos misma

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