Logo Studenta

Y si te vuelvo a encontrar - Carol B A-1

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Índice
Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
Parte	I
Capítulo	1
Capítulo	2
Capítulo	3
Capítulo	4
Capítulo	5
Capítulo	6
Capítulo	7
Capítulo	8
Capítulo	9
Capítulo	10
Capítulo	11
Capítulo	12
Capítulo	13
Capítulo	14
Capítulo	15
Capítulo	16
Capítulo	17
Capítulo	18
Capítulo	19
Capítulo	20
Capítulo	21
Capítulo	22
Capítulo	23
Capítulo	24
Capítulo	25
Capítulo	26
Capítulo	27
Capítulo	28
Capítulo	29
Parte	II
Capítulo	30
Capítulo	31
Capítulo	32
Capítulo	33
Capítulo	34
Capítulo	35
Capítulo	36
Capítulo	37
Capítulo	38
Capítulo	39
Capítulo	40
Capítulo	41
Capítulo	42
Capítulo	final
Epílogo
Agradecimientos
Biografía
Referencias	a	las	canciones
Referencias	a	las	novelas
Créditos
Gracias	por	adquirir	este	eBook
Visita	Planetadelibros.com	y	descubre	una
nueva	forma	de	disfrutar	de	la	lectura
¡Regístrate	y	accede	a	contenidos	exclusivos!
Primeros	capítulos
Fragmentos	de	próximas	publicaciones
Clubs	de	lectura	con	los	autores
Concursos,	sorteos	y	promociones
Participa	en	presentaciones	de	libros
Comparte	tu	opinión	en	la	ficha	del	libro
y	en	nuestras	redes	sociales:
				 				 				 				 				
Explora	 	 	 	 	 	 Descubre	 	 	 	 	 	 Comparte
http://goo.gl/1OP6I6
http://goo.gl/v0wG2A
http://goo.gl/JYqUxR
http://goo.gl/IoPlU0
http://goo.gl/s0nYNA
http://goo.gl/HjpKFD
http://goo.gl/FKoB61
http://goo.gl/2VT2zx
https://www.instagram.com/planetadelibros/
Sinopsis
Álex	es	una	mujer	orgullosa	de	su	presente,	con	un	 futuro	prometedor,
pero	con	un	pasado	aún	por	descubrir.
Hugo	 es	 un	 hombre	 hecho	 a	 sí	 mismo,	 con	 un	 pasado	 difícil	 de
superar	y	con	un	futuro	aún	por	resolver.
Un	terrible	suceso	unirá	sus	vidas,	pero	¿qué	férrea	determinación	las
separará?
¿Y	 si	 te	 vuelvo	 a	 encontrar?	 es	 una	 intensa	 historia	 en	 la	 que	 se
enlazan	pasado	y	presente	para	ofrecer	un	futuro	a	quienes,	por	encima
de	todo,	apuestan	por	el	amor	más	allá	de	toda	racionalidad.
	
Advertencia	legal:	la	lectura	de	esta	novela	puede	perjudicar	seriamente
su	 salud	 emocional.	 Absténgase,	 por	 tanto,	 de	 sumergirse	 en	 esta
apasionante	historia	 toda	persona	a	 la	 que	no	 le	 guste	 reír,	 llorar,	 vivir
intensamente	o	amar.
¿Y	SI	TE	VUELVO	A	ENCONTRAR?
Carol	B.	A.
	
	
	
	
	
Dicen	 que,	 si	 se	 conoce	 a	 la	 persona	 correcta	 en	 el	 momento
equivocado,	la	vida	volverá	a	juntarlos	tarde	o	temprano.
Parte	I
¿Y	si	te	vuelvo	a	encontrar?
Capítulo	1
Hugo
—Buenos	días,	señora	Mann.	¿Está	Hugo?
—Sí...	 un	 segundo.	—Su	madre	 se	 acercó	 a	 la	 escalera	 que	 daba	 acceso	 al
segundo	piso	de	la	vivienda	y	lo	llamó—.	Hugo...	Tus	amigos	están	aquí.
—Enseguida	 bajo	 —gritó	 él	 mientras	 saltaba	 de	 la	 cama	 para	 ponerse	 el
bañador	y	coger	su	toalla.
El	chico	estaba	encantado	de	veranear	en	ese	lugar.	Todos	los	años,	su	padre
alquilaba	la	misma	casa	en	el	lago	Cayuga,	en	el	estado	de	Nueva	York.	Habían
llegado	 a	 un	 acuerdo	 con	 el	 propietario	 para	 que,	 en	 las	 vacaciones	 estivales,
siempre	se	la	arrendara	a	ellos.
Quizá	precisamente	eso	la	hacía	aún	más	atractiva	a	sus	ojos.	Para	él	ese	sitio
significaba	salir	de	Roma,	su	residencia	habitual,	y	romper	con	la	monotonía	de
su	día	a	día.	 Ir	a	ese	 lago	no	sólo	suponía	volver	allí	donde	su	padre	 tenía	sus
raíces,	 sino	 también	 disfrutar	 verdaderamente	 de	 la	 naturaleza,	 del	 tiempo	 de
ocio,	 de	 los	 amigos,	 cosa	 que	 en	 la	 capital	 italiana	 le	 era	 muy	 difícil	 de
conseguir,	debido	a	sus	obligaciones.	Aquel	entorno	le	aportaba	todo	lo	que	no
tenía	 su	 ciudad	 de	 origen.	 Le	 proporcionaba	 muchos	 senderos	 por	 los	 que
perderse	y	en	 los	que	encontrarse	a	sí	mismo...	y,	sobre	todo,	le	proporcionaba
muchas	tardes	calurosas,	refrescadas	por	los	baños	que	se	daba	en	el	lago	junto	a
todos	los	amigos	que,	año	tras	año,	se	reencontraban	en	ese	fabuloso	escenario.
Dejando	atrás	esos	pensamientos,	Hugo	se	puso	el	bañador,	cogió	la	toalla	y
bajó	los	escalones	de	dos	en	dos.
—¡Me	voy!	No	volveré	tarde	—anunció	dando	luego	un	portazo.
En	el	porche	de	la	vivienda	estaban	esperándolo	dos	de	sus	mejores	amigos.
A	 ambos	 los	 había	 conocido	 años	 atrás	 y	 disfrutaban	 siempre	 juntos	 de	 sus
vacaciones.
—Hola,	Hugo.	Esta	mañana	nos	hemos	encontrado	con	unas	chicas	nuevas	en
el	 pueblo	 y	 hemos	 quedado	 con	 ellas	 para	 bañarnos	 en	 el	 lago	—le	 comentó,
emocionado,	uno	de	los	chavales.
Ése,	precisamente,	era	el	problema	que	había	surgido	entre	ellos	ese	año.	Sus
amigos,	 en	 plena	 adolescencia,	 habían	 cambiado	 sus	 prioridades	 y	 en	 ese
momento	preferían	la	compañía	de	las	chicas	antes	que	los	deportes	o	las	otras
actividades	que	habían	venido	realizando	verano	tras	verano.
—Ya,	 pues	 qué	 bien...	 —ironizó	 Hugo,	 intentando	 no	 parecer	 demasiado
contrariado.
Mientras	 sus	 amigos	 sólo	 pensaban	 en	 hacer	 el	 tonto	 delante	 de	 todas	 las
muchachas	que	iban	conociendo,	él	simplemente	quería	disfrutar	del	aire	libre	y
la	 naturaleza	 y	 no	 le	 interesaban	 para	 nada	 las	 relaciones	 estúpidas	 que	 éstos
solían	establecer	con	las	que	él	denominaba	«las	petardas	de	turno».
No	tardaron	mucho	en	llegar	a	la	orilla	del	lago.	Aun	así,	cuando	lo	hicieron
ya	 estaban	 allí	 esperándolos,	 desde	 hacía	 un	 buen	 rato,	 las	 chicas	 con	 las	 que
habían	quedado.
—¡Llegáis	tarde!	—soltó	una	de	ellas	cruzando	 los	brazos	sobre	su	pecho	y
con	cara	de	pocos	amigos.
—Bueno,	 es	 que...	Hugo	 ha	 tardado	 bastante	 en	 salir	 y	 por	 eso	 nos	 hemos
retrasado.
Éste	lo	miró	estupefacto.
—¡Pero	si	yo	no	he	tardado	nada!	—protestó,	cabreado	por	la	situación.
Estaba	claro	que	no	le	apetecía	estar	allí.	Los	intereses	de	sus	amigos	ya	no
eran	los	mismos	que	los	suyos	y	en	ese	momento,	además,	lo	estaban	vendiendo
con	tal	de	salvar	su	culo	ante	ellas.
—Bueno,	¿vamos	a	bañarnos	o	qué?...	Me	muero	de	calor	—dijo	en	un	tono
todavía	más	impertinente	la	otra	joven.
—Sí,	vamos	—contestaron	los	amigos	de	Hugo	al	tiempo	que	se	quitaban	sus
camisetas.
Todos,	excepto	él,	echaron	a	andar.
—Hugo,	¿no	vienes?	—le	preguntaron.
—Id	vosotros,	enseguida	os	alcanzo...	Es	que	me	duele	un	poco	la	cabeza.
Se	trataba	de	una	excusa.
A	Hugo	 no	 le	 apetecía	 bañarse	 con	 esas	 dos	 niñatas,	 así	 que	 se	 quedó	 allí
sentado,	pensando	en	lo	tontos	que	podían	volverse	los	chicos	cuando	estaban	al
lado	de	alguna	muchacha.	Todo	eso	no	iba	con	él.
De	pronto	una	voz	femenina	le	preguntó	algo.
—¿No	te	bañas?
«¡Vaya	por	Dios,	otra	petarda	más!	—pensó	Hugo—.	¿A	ver	qué	quiere	ésta
ahora?»
Estaba	a	punto	de	decirle	que,	por	favor,	lo	dejara	tranquilo,	pero,	cuando	se
volvió	 hacia	 ella,	 su	 boca,	 como	 por	 arte	 de	 magia,	 se	 quedó	muda.	 Era	 una
adolescente,	 aunque	quizá	 tuviera	 algún	año	menos	que	él;	 sin	 embargo,	no	 le
pareció	una	niñata	como	las	otras.	Le	dio	la	impresión	de	que	era	diferente	a	las
demás.
No	supo	qué	contestarle.	De	repente	ya	no	quería	pedirle	que	lo	dejara	en	paz
y	tampoco	quería	parecerle	grosero	diciéndole	que	no	le	apetecía	nada	pasar	su
tiempo	con	«aquellas	petardas».
—Y	tú,	¿tampoco	vas	al	agua?	—le	dio	por	respuesta	Hugo.
—No	me	apetece	bañarme	con	tus	amigos,	no	me	caen	bien.
Hugo	sonrió.	Ella	había	dicho	lo	que	él	no	se	había	atrevido	a	soltar	respecto
a	las	otras	chicas.	Eso	le	hizo	gracia.	Al	menos	era	sincera.
—¿Quieres	que	te	lea	la	mano?	—le	preguntó	ella.
«¿Leerme	la	mano?»	Eso	lo	dejó	totalmente	descolocado.
No	creía	en	esas	cosas;	es	más,	le	parecían	cuentos	chinos.	A	pesar	de	ello,	la
mirada	de	la	muchacha	hizo	que	accediera	a	sus	deseos.
—Vale	—contestó	escéptico.
Hugo	pensaba	por	aquel	entonces	que	cada	uno	decidía	 su	propio	destino	y
que,	 por	 lo	 tanto,	 no	 había	 nada	 escrito	 de	 antemano,	 por	 lo	 que	 no	 creía	 que
nadie	pudiera	ver	el	futuro	de	otra	persona.	No	obstante,	la	joven	había	captado
su	atención.	Le	había	transmitido	buenas	vibraciones	y	tenía	curiosidad	por	ver
qué	le	podía	decir.
—Bien,	dame	tu	mano	—pidió	alargando	las	suyas.
Hugo	 le	 tendió	 la	mano	 derecha	 y	 ella	 se	 la	 cogió.	 Una	 chispa	 saltó	 en	 el
instante	en	que	se	tocaron.	Hugocomenzó	a	respirar	aceleradamente.
«Pero	¿qué	me	pasa?»,	pensó	inquieto.
Sintió	 cómo	 sus	 mejillas	 habían	 enrojecido	 y	 cómo	 un	 abrasador	 calor	 le
recorría	todo	el	cuerpo.	Le	hubiera	encantado	poder	tirarse	al	agua	de	cabeza	en
esos	momentos.
Levantó	la	vista	y	descubrió	que	ella	lo	estaba	mirando.	Entonces	fue	cuando
notó	la	conexión.	Esa	chica	le	había	llegado	dentro.	No	la	conocía	de	nada	y,	sin
embargo,	enseguida	se	sintió	muy	cómodo	con	ella	y	 tuvo	 la	sensación	de	que
serían	buenos	amigos.
—Cuando	seas	mayor	vas	a	vivir	en	una	casa	muy	grande,	serás	muy	rico	y	te
casarás...	—De	pronto	hizo	una	pausa	mientras	ponía	cara	de	desconcierto—...
conmigo	 —terminó	 de	 decir,	 totalmente	 sorprendida	 y	 nada	 convencida	 al
mismo	tiempo.
Eso	hizo	reír	a	Hugo.
¿Cómo	podía	adivinar	ella,	con	sólo	mirarle	las	manos,	semejantes	cosas?	Eso
era	una	soberana	tontería.
No	obstante,	tampoco	era	muy	difícil	predecir	aquel	futuro	para	él.	Su	familia
tenía	mucho	dinero	y	disponía	de	numerosas	viviendas,	 todas	ellas	enormes.	Y
por	 supuesto	que	 le	 gustaría	 casarse	 algún	día,	 aunque	 evidentemente	no	 tenía
nada	claro	que	fuese	a	ser	con	ella.
Pero	a	Hugo	le	había	picado	la	curiosidad	y	le	siguió	el	juego.
—¿Y	tú	cómo	sabes	todo	eso?	—planteó,	expectante	ante	la	explicación	que
le	pudiera	dar.
—Lo	 pone	 aquí,	 en	 la	 palma	 de	 tu	 mano	 —contestó	 la	 muchacha,	 aún
aturdida	 por	 verse	 ella	 misma	 en	 el	 futuro	 de	 aquel	 chico	 al	 que	 acababa	 de
conocer.
Ambos	se	miraron	a	los	ojos	mientras	sus	manos	seguían	sintiendo	el	suave
contacto	del	otro.
Hugo	sonrió.
«Está	loca	—se	dijo—,	pero	hay	algo	en	ella	que	la	hace	diferente,	y	eso	me
gusta.»
Permanecieron	 así	 unos	 segundos	 más.	 La	 conexión	 entre	 ambos	 lo	 tenía
cautivado.	No	 podía	 dejar	 de	mirarla	 y	mucho	menos	 quería	 que	 le	 soltase	 la
mano.	Su	rostro	se	acercó	al	de	ella	como	si	de	un	imán	se	tratase	y,	embelesado
por	las	sensaciones	que	recorrían	su	cuerpo,	se	dejó	llevar	y	besó	a	la	joven.	Ella
lo	recibió	tan	sorprendida	como	lo	estaba	él,	pero	al	mismo	tiempo	le	respondió
con	dulzura	y	con	calidez.	Las	sensaciones	emborracharon	sus	sentidos	y	ambos
se	abandonaron	a	esa	plácida	rendición	que	supone	el	primer	beso.	Un	beso	que
dura	 un	 sólo	 instante	 en	 el	 tiempo,	 pero	 que	 perdura	 eternamente	 en	 nuestra
memoria.
Entonces	fue	cuando	llegaron	los	demás	y	la	magia	se	rompió.	Ella	se	separó
de	él	y	le	soltó	la	mano	precipitadamente.
—Me	tengo	que	ir	—dijo	bastante	confundida.
Y,	sin	más,	se	despidió	de	todos	y	se	fue.
Esa	noche	Hugo	no	pudo	dormir.	Hacía	mucho	calor,	 sí,	pero	no	era	eso	 lo
que	le	quitaba	el	sueño.	No	podía	apartar	la	imagen	de	esa	chica	de	su	cabeza	y,
sobre	todo,	no	podía	olvidar	la	sensación	que	le	había	transmitido	y	lo	fascinante
que	 le	 había	 parecido.	 Nunca	 había	 experimentado	 nada	 igual.	 Ese	 cosquilleo
que	 le	había	hecho	 sentir	mientras	 se	miraban	el	uno	al	otro	hacía	que	 tuviera
claro	que	ella	le	gustaba.	Esa	chica	había	conseguido	interesarle.	Mucho.
Al	 día	 siguiente	 se	 volvieron	 a	 reunir	 todos	 en	 el	 lago.	 Esta	 vez	Hugo	 iba
mucho	más	animado	y	estaba	deseando	llegar	al	punto	de	encuentro	para	poder
verla	de	nuevo...,	pero,	para	su	desgracia,	la	joven	que	tanto	le	había	impactado
el	 día	 anterior	 no	 apareció.	Hugo	preguntó	 a	 sus	 amigas	por	 qué	no	había	 ido
ella,	y	entonces	le	explicaron	que,	cuando	fueron	a	buscarla	a	su	casa,	acababan
de	llamar	a	su	padre	para	que	se	incorporara	inmediatamente	al	trabajo	por	algo
importante	que	había	sucedido.	Sus	vacaciones,	por	tanto,	se	habían	terminado.
Hugo	se	quedó	helado.
¿Eso	qué	significaba?	¿Que	no	la	volvería	a	ver?	Eso	no	podía	ser...
A	Hugo	le	daba	mil	vueltas	la	cabeza,	no	sabía	ni	siquiera	su	nombre.
¡Eso!...	Tenía	que	preguntarlo.
—¿Me	podéis	decir	cómo	se	llama	vuestra	amiga,	por	favor?
—¡Pues	no!	—contestó	una	de	ellas,	con	mucha	arrogancia—.	Si	ella	no	te	lo
ha	dicho,	por	algo	será,	así	que...
A	la	otra	chica	le	dio	pena	la	cara	que	puso	Hugo	ante	esa	respuesta	y,	cuando
todos	se	fueron	a	bañar,	le	susurró	el	nombre	de	su	amiga	al	oído.
Aquel	verano	 fue	para	Hugo	el	peor	de	 su	vida,	porque	no	 sólo	 la	perdió	a
ella.	 Cuando	 regresó	 a	 casa	 consciente	 de	 que	 probablemente	 nunca	 más	 la
volvería	a	ver,	se	encontró	con	que	había	un	coche	de	policía	en	 la	puerta.	Un
detective	y	un	agente	hablaban	con	el	mayordomo,	que	en	ese	momento	tenía	las
manos	sobre	la	cara.	Éste	estaba	abatido	y	negaba	con	la	cabeza.	Para	Hugo	ese
hombre	era	como	un	abuelo,	alguien	a	quien	tenía	mucho	cariño,	a	pesar	de	no
ser	de	su	familia.
De	 pronto	 los	 tres	 se	 giraron	 hacia	 el	 chico,	 que	 los	 observaba	 de	 cerca,
paralizado,	 intuyendo	 lo	peor.	El	sirviente	 tenía	 los	ojos	 llenos	de	 lágrimas.	Se
derrumbó	literalmente	en	el	mismo	instante	en	el	que	vio	a	Hugo.	Cayó	al	suelo
de	 rodillas	 y	 Hugo	 fue	 hacia	 él.	 Corrió	 a	 abrazarlo,	 sin	 saber	 aún	 qué	 había
pasado.
La	 noticia	 fue	 asoladora.	A	Hugo	 se	 le	 rompió	 el	 corazón	 en	mil	 pedazos.
Había	perdido	a	 sus	padres	en	un	accidente	de	 tráfico.	Los	había	perdido	para
siempre	y	ni	siquiera	se	había	podido	despedir	de	ellos.
Su	 vida,	 a	 partir	 de	 entonces,	 cambió	 radicalmente.	 A	 tan	 corta	 edad,	 se
encontraba	solo	 en	 la	 vida,	 con	 el	mayordomo,	 que	 además	 era	 el	 hombre	 de
confianza	y	mano	derecha	de	 la	 familia,	 como	 la	única	 figura	de	apego	que	 le
quedaba.
Hugo	se	hizo	mayor	de	repente.	Maduró	muy	rápido	y	su	alegría	de	niño	se
tornó	en	responsabilidad	de	adulto,	aunque	él	no	lo	fuera.	Su	edad	era	todavía	la
de	un	 adolescente,	 pero	 su	destino	 lo	había	 convertido	 en	un	hombre	 antes	de
tiempo.	 Tuvo	 que	 aprender	 cómo	 gestionar	 la	 herencia	 familiar	 y	 tuvo	 que
reprimir	sus	sentimientos	y	endurecerse	para	poder	seguir	adelante	con	su	vida.
No	le	resultó	fácil.	Sus	padres	le	habían	sido	arrebatados	demasiado	pronto	y
las	causas	del	accidente	no	estaban	nada	claras.	Otra	vez	se	 repetía	 la	 tragedia
familiar,	 al	 igual	que	había	ocurrido	con	su	abuelo,	al	que	quería	con	absoluta
locura	y	a	quien	había	perdido	un	año	antes	que	a	sus	progenitores,	al	caerse	su
coche	por	un	precipicio	en	circunstancias	que	todavía	no	se	habían	esclarecido.
Únicamente	había	una	cosa	en	 la	vida	que	 lo	reconfortaba	en	 los	momentos
de	desolación.	El	recuerdo	de	ese	primer	beso.	El	recuerdo	de	esa	muchacha.
«Me	encantaría	volverla	a	ver»,	pensaba	muchas	veces	cuando	el	vacío	que	le
había	causado	la	pérdida	de	sus	padres	lo	dejaba	sin	esperanza	alguna	en	la	vida.
Todo	había	 sido	 tan	 inesperado,	 tan	duro,	 tan	cruel,	que	Hugo	se	aferraba	a	 lo
único	que	en	su	maldita	existencia	le	había	despertado	algún	interés.	Esa	joven.
Tenía	 muy	 claro	 que	 nunca	 la	 volvería	 a	 ver.	 No	 sabía	 nada	 de	 ella...	 y,
además,	no	 iba	a	ser	capaz	de	volver	allí	a	pasar	 las	vacaciones.	No	soportaría
regresar	a	ese	lugar,	no	después	de	la	muerte	de	sus	padres.
Lo	que	él	desconocía	por	aquel	entonces	es	que,	a	veces,	ni	el	destino	ni	las
decisiones	que	uno	toma	en	la	vida	pueden	evitar	lo	inevitable.
Capítulo	2
—¡Madre	mía!...	pero	¿qué	son	esos	ruidos?	—dije	con	voz	somnolienta.
Me	 incorporé	 en	 la	 cama,	 asustada,	 y	miré	 a	mi	 alrededor.	 Sammy	 farfulló
algo	desde	su	posición,	aunque	seguía	totalmente	dormida.
Yo	tenía	una	resaca	tremenda.	Esa	noche	habíamos	estado	de	marcha	en	Ibiza
y	habíamos	bebido	como	si	no	hubiera	un	mañana,	y	en	ese	momento	tenía	un
dolor	 de	 cabeza	 de	 esos	 que	 hacen	 que	 te	 acuerdes	 de	 la	 familia	 de	 todo	 el
mundo,	ya	que	el	más	mínimo	sonido	te	taladra	el	cerebro	sin	piedad.
—¡Sammy,	despierta!	—pedí	en	un	susurro	apenas	audible.
—¿Qué	pasa?	—me	preguntó	ella	mientras	se	incorporaba—.	¡Joder!,	me	va	a
estallar	la	puta	cabeza.
Mi	amiga	me	miraba	con	cara	de	intentar	comprender	qué	demonios	quería,
qué	 era	 tan	 importante	 como	 para	 despertarla	 a	 esas	 horas.	 Todavía	 era	 muy
temprano,	 pues	 aún	 no	 había	 salido	 el	 sol,	 y	 hacíapoco	 que	 nos	 habíamos
acostado.
—Escucha...	pasa	algo	raro	—le	comenté	intentando	atender	a	lo	que	sucedía
fuera	de	nuestro	camarote.
Sammy	puso	los	ojos	en	blanco	y	luego	me	miró	con	cara	de	querer	tirarme
algo	a	la	cabeza.	No	le	había	sentado	muy	bien	que	la	despertara.
—Álex,	aquí	lo	único	raro	que	pasa	es	que	no	estamos	acostumbradas	a	tanta
fiesta.	 ¡Joder,	 qué	 resaca	 tengo!	 —terminó	 de	 decir	 mientras	 se	 volvía	 a
acurrucar	en	su	cama.
—No	me	 refiero	a	eso.	Hace	un	momento	he	oído	mucho	 ruido.	De	hecho,
eso	ha	sido	lo	que	me	ha	despertado.	Sin	embargo,	ahora	hay	completo	silencio.
—¡Ay,	 por	 Dios,	 Álex!	 Son	 las	 seis	 de	 la	 mañana	 y	 estamos	 en	 un	 barco
fondeado	a	medio	kilómetro	de	la	costa...	¿qué	esperabas?	Lo	normal	es	que	esté
todo	en	silencio	—me	contestó	Sammy—.	¡Duérmete	ya,	coño,	y	déjame	dormir
a	mí	también!
Le	 hice	 caso	 y	 volví	 a	 acurrucarme	 en	mi	 cama.	 Estaba	muy	 cansada.	Me
quedé	pensando	en	que	precisamente	habíamos	escogido	ese	tipo	de	vacaciones
por	 la	 tranquilidad	que	nos	podía	aportar,	ya	que	dormíamos	en	un	velero	que
recorría	las	islas	Baleares,	pero	sólo	nos	acercábamos	a	ellas	cuando	queríamos
algo	más	de	actividad.
Después	de	que	mi	padre	falleciera	y,	poco	después,	mi	madre	se	trasladara	a
vivir	a	España,	mi	amiga	Sammy	y	yo	decidimos	venir	todos	los	veranos	a	pasar
nuestras	vacaciones	aquí.
Mi	padre	conoció	a	mi	madre	en	Madrid,	de	donde	es	ella	y	donde	él	estaba
destinado	por	trabajo.	Se	enamoraron	perdidamente,	se	casaron	y	me	tuvieron	a
mí.	Para	cuando	yo	contaba	con	diez	años,	a	mi	padre	le	ofrecieron	la	posibilidad
de	 trabajar	 en	Nueva	York,	 que	 era	 su	 ciudad	 natal,	 y	 no	 lo	 pensó	 dos	 veces
viendo	 las	 posibilidades	 que	 esa	 gran	metrópoli	 le	 podría	 ofrecer	 en	 cuanto	 a
mejoras	laborales	y	económicas.
Cuando	comencé	mis	estudios	de	 secundaria	en	 la	Gran	Manzana,	 conocí	 a
Sammy,	la	que	hoy	por	hoy	es	mi	mejor	amiga.	Con	ella	lo	he	vivido	todo	y	a
ella	le	debo	que	yo	saliera	del	gran	vacío	que	me	produjo	la	muerte	de	mi	padre
al	poco	de	haberme	licenciado	como	psicóloga.	Sin	embargo,	mi	madre	no	pudo
superar	 tanto	 dolor	 y	 quiso	 volver	 a	 Madrid,	 porque	 no	 soportaba	 seguir
viviendo	 en	 la	 ciudad	 que	 le	 había	 arrebatado	 a	 su	 marido,	 e	 intentó	 que	 yo
regresara	 con	 ella.	No	 obstante,	 yo	me	 sentía	más	 de	 allí	 que	 de	 aquí	 y	 quise
probar	suerte	profesionalmente.	Al	poco	tiempo	me	contrataron	en	un	centro	de
niños	autistas	y,	definitivamente,	y	a	pesar	de	lo	mal	que	lo	pasó	mi	madre	por
ello,	me	establecí	por	mi	cuenta	en	Nueva	York.	Ése	es	el	motivo	de	que	venga
todos	 los	veranos	a	España.	Echo	muchísimo	de	menos	a	mi	madre	y	 siempre
que	puedo	me	escapo	unos	días	para	estar	con	ella.
Volví	a	quedarme	medio	dormida,	con	la	sensación	de	tristeza	que	me	invadía
cada	 vez	 que	 recordaba	 a	 mi	 padre	 y	 el	 tremendo	 dolor	 que	 nos	 produjo	 su
muerte.
—¿Queda	alguien	más	en	el	barco?
Me	incorporé	de	nuevo,	abriendo	los	ojos	como	platos.
¿Acababa	de	oír	 la	voz	de	un	hombre	hablando	a	 través	de	un	megáfono	y
preguntando	 si	 quedaba	 alguien	 en	 el	 barco?	 ¿Qué	 significaba	 eso?	 Algo	 no
andaba	bien...
—¡Sammy!	—grité.
Ella	se	había	incorporado	también	y	me	miraba	con	cara	de	circunstancias.
Entonces	nos	entró	el	pánico.
¡Que	si	quedaba	alguien	más,	habían	preguntado!	Oh,	Dios	mío,	¿qué	estaba
pasando?
Sammy	y	yo	salimos	disparadas	del	camarote	y	subimos	la	escalera	que	daba
a	 cubierta.	 Unos	 focos	 muy	 potentes	 nos	 alumbraron	 desde	 otro	 navío.	 De
repente	perdí	el	equilibrio.	El	barco	se	estaba	escorando.	Me	cogí	rápidamente	a
una	barandilla	y	vi	que	mi	amiga	hacía	lo	mismo.
—No	se	preocupen,	las	rescataremos	enseguida	—dijeron	desde	el	megáfono
con	voz	tranquilizadora—.	Les	vamos	a	lanzar	unos	salvavidas.	Deben	tirarse	al
agua	y	agarrarse	a	ellos.
Oh,	madre	mía,	el	velero	se	estaba	yendo	a	pique.
Fui	 consciente	 en	 ese	 preciso	 instante	 del	 problema	 en	 el	 que	 estábamos
metidas.
Pero	¿cómo	era	posible?
Casi	no	podía	 respirar,	 la	angustia	me	atenazaba	el	cuerpo	y	era	 incapaz	de
moverme.	 Desde	 el	 otro	 navío	 nos	 seguían	 dando	 instrucciones,	 pero	 yo	 no
estaba	para	escuchar	nada.	El	barco	se	estaba	hundiendo	y	por	lo	visto	nosotras
éramos	las	dos	únicas	pasajeras	que	quedaban	en	él.	La	cantidad	de	alcohol	que
habíamos	 ingerido	 la	 noche	 anterior	 nos	 había	 dejado	 totalmente	 fuera	 de
combate	y	habíamos	estado	a	punto	de	morir	ahogadas.
—Signorina,	 tiene	 que	 saltar	 al	 agua	 y	 agarrarse	 al	 salvavidas.	Nosotros	 la
recogeremos,	no	se	preocupe...	¿me	oye?
¡Joder!	Sí	lo	oía,	pero	mi	cuerpo	no	me	respondía.
Intenté	moverme,	pero	no	hubo	manera.
Entonces	oí	la	voz	de	Sammy	a	través	del	altavoz.
¿Cómo	era	posible	que	me	hablara	ella	a	través	del	megáfono?
—¡Álex,	 tírate	al	agua,	por	Dios!	El	barco	se	va	a	hundir	y	 te	va	a	engullir
con	él.
Levanté	 la	 cabeza	 y	 la	 vi.	 Sammy	 estaba	 ya	 en	 la	 otra	 embarcación.	 La
acababan	de	recoger	y	estaba	completamente	empapada.	Le	estaban	echando	una
manta	por	encima	y	me	miraba	con	expresión	aterrorizada,	al	mismo	tiempo	que
le	 temblaba	 todo	 el	 cuerpo.	 Ella	 se	 había	 tirado	 al	 agua	 antes	 que	 yo	 y	 ya	 la
habían	rescatado.
No	lo	dudé	un	momento	más.	No	podía	permitírmelo.
Saqué	la	fuerza	necesaria,	respiré	hondo	y,	aunque	me	movía	lentamente,	fui
capaz	 de	 ponerme	 en	 el	 borde	 y,	 casi	 sin	 pensar,	 di	 un	 paso	 hacia	 ese	 abismo
negro	 y	 denso	 que	 me	 estaba	 esperando.	 De	 repente	 todo	 fue	 pánico.	 Sólo
encontré	humedad	y	oscuridad.	Sentía	que	estaba	hundiéndome.	Cada	vez	había
más	oscuridad.	Me	giré	y	comprobé	que	todo	era	amenazante,	pues	no	distinguía
nada	y	estaba	totalmente	desorientada.	Supongo	que	mi	instinto	fue	lo	que	hizo
que	mirara	hacia	arriba.	Una	potente	luz,	probablemente	de	uno	de	los	focos	del
barco	 de	 salvamento,	 me	 sirvió	 de	 guía.	 Intenté	 moverme,	 intenté	 agitar	 las
piernas	 y	 los	 brazos	 para	 poder	 ascender	 a	 la	 superficie,	 pero	 estaban
entumecidos	debido	al	frío	y	tardaron	en	responderme.	Entonces	fui	consciente
de	 que	 necesitaba	 aire,	 necesitaba	 respirar.	 No	 sabía	 cuánto	 tiempo	 llevaba
debajo	del	 agua,	 segundos	o	minutos.	Estaba	 totalmente	desorientada	y	 el	 aire
me	empezaba	a	faltar,	tenía	que	subir	como	fuera.	Tenía	que	llegar	arriba	cuanto
antes.
Por	 suerte	algo	hizo	que	me	moviera.	Fue	como	si	de	pronto	mis	músculos
hubieran	recordado	cómo	se	nadaba	y	una	fuerza	invisible	me	empujara	hacia	el
exterior.	Supongo	que	es	a	eso	a	lo	que	llaman	«instinto	de	supervivencia».
Poco	 a	 poco	 fui	 avanzando.	 Debía	 de	 quedar	 ya	 poco	 para	 llegar	 arriba.
Necesitaba	coger	aire	cuanto	antes,	pero	estaba	empezando	a	desesperarme.	La
luz	era	cada	vez	más	grande	y	 la	superficie	debía	de	estar	cada	vez	más	cerca,
pero	seguía	avanzando	y	el	final	no	llegaba	nunca.
«Tengo	que	respirar,	necesito	el	aire	ya.»
La	 luz	 se	 tornó	 enorme	y	me	deslumbraba.	Sin	 embargo,	 seguía	 debajo	del
agua.	No	había	manera	de	llegar,	no	estaba	avanzando	lo	suficiente.
Me	invadió	la	desesperación.	No	me	creía	capaz	de	lograrlo	y	mis	fuerzas	me
fallaron	 en	 ese	 preciso	 instante.	Me	 encontraba	 absolutamente	 exhausta.	Tenía
todo	el	cuerpo	entumecido	por	el	frío	y	ya	no	me	respondía.	Me	había	quedado
suspendida	 en	 el	 agua	 a	 escasos	 centímetros	 de	 la	 superficie,	 con	 la	 mirada
perdida.	 Todo	 había	 acabado	 para	 mí.	 Dejé	 de	 sentir	 frío.	 Dejé	 de	 sentir	 mi
cuerpo.	Me	sobrevino	una	paz	interior	desconocida	para	mí.
Todo	quedó	en	calma.
Pero	 de	 repente	 me	 moví.	 Un	 hombre	 frente	 a	 mí	 me	 había	 agarrado	 y,
dándose	impulso,	consiguió	que	saliéramos	los	dos.	Cuando	llegué	arriba,	abrí	la
boca	y	cogí	 todo	el	aire	que	mis	pulmones	 fueron	capaces	de	almacenar.	Todo
volvió	a	mí,	mis	sentidos,	mi	aliento,	mi	vida.
—¡Joder,	Álex!	Qué	susto	me	has	dado.	—Sammy	tenía	 los	ojos	 inundados
de	 lágrimas	 y	 me	 miraba	 fijamente—.	 ¿Estás	 bien?	 Estás	 muy	 pálida...	 ¡PorDios,	di	algo!
Nunca	antes	en	mi	vida	había	 sentido	 tanto	miedo.	Nunca	antes	en	mi	vida
había	sentido	que	lo	perdía	todo	y	que	aún	no	estaba	preparada	para	eso.	Nunca
antes	había	sentido	que	todavía	me	quedaba	algo	por	vivir	y	que	no	me	podía	ir
sin	saber	qué	era.	Desde	luego,	las	vacaciones	no	podían	haber	empezado	peor.
Capítulo	3
Me	desperté	algo	desorientada	e	intenté	saber	dónde	me	encontraba,	ya	que	nada
de	 lo	 que	 había	 a	 mi	 alrededor	 me	 resultaba	 familiar.	 Entonces	 empecé	 a
recordarlo	 todo.	 No	 había	 sido	 una	 pesadilla.	 Todo,	 por	 desgracia,	 había	 sido
real.
Según	 nos	 contaron	 cuando	 nos	 recogieron,	 nuestro	 velero	 comenzó	 a
hundirse	sin	saberse	aún	por	qué,	puesto	que	era	bastante	nuevo	y	había	pasado
todos	los	controles	rutinarios	a	 los	que	los	someten	para	inspeccionar	que	todo
esté	correcto	y	que	no	surjan	luego	imprevistos	de	ningún	tipo.	El	capitán,	al	ver
que	la	situación	se	le	descontrolaba	y	que	irremediablemente	la	nave	comenzaba
a	zozobrar,	hizo	varias	 llamadas	de	socorro	para	que	acudieran	 las	autoridades
pertinentes.	 El	 mensaje	 fue	 escuchado	 por	 todas	 las	 embarcaciones	 que	 se
encontraban	 en	 la	 zona	 y	 varias	 de	 ellas	 decidieron	 acercarse	 para	 echar	 una
mano	en	caso	de	ser	necesario.	Todos	los	pasajeros	empezaron	a	ser	recogidos.
Nosotras	 fuimos	 las	 últimas	 en	 abandonar	 nuestro	 barco,	 ya	 que	 estábamos
dormidas	y	no	nos	enteramos	de	nada	hasta	el	último	momento,	por	culpa	de	la
resaca.
Por	suerte	y	gracias	a	que	las	 leyes	así	 lo	exigen,	el	capitán	tenía	un	 listado
con	 todos	 los	 pasajeros	 que	 realizaban	 aquel	 viaje	 y	 le	 constaba	 que	 nosotras
habíamos	regresado	de	Ibiza	un	par	de	horas	antes	del	naufragio	y	que,	por	tanto,
aún	debíamos	estar	dentro	de	la	embarcación.	Uno	de	los	navíos	que	andaba	por
la	zona	insistió	en	ayudar	a	dar	con	nosotras	y	ponernos	a	salvo,	mientras	el	resto
de	 los	pasajeros	y	 la	 tripulación	eran	 trasladados	a	 tierra,	y	consiguieron,	entre
todos,	que	fuésemos	rescatadas.
Desde	luego	no	era	el	mejor	despertar	para	un	día	de	vacaciones.
Miré	a	mi	alrededor	antes	de	incorporarme	en	la	cama.	Era	de	día	ya	y	la	luz
del	sol	inundaba	todo	el	camarote	en	el	que	nos	encontrábamos.	El	lugar	era	muy
acogedor,	a	pesar	de	ser	una	estancia	de	un	tamaño	bastante	considerable	para	lo
que	 suelen	 ser	 los	 camarotes	 de	 los	 barcos.	 Los	 muebles	 estaban	 hechos	 con
maderas	 claras	 y	 la	 decoración	 era	 muy	 refinada.	 Resultaba	 claro	 que	 no
estábamos	en	un	barco	cualquiera,	la	calidad	de	los	materiales	así	lo	indicaba.
Un	 reloj	 de	 diseño,	 empotrado	 en	 una	 de	 las	 paredes,	 marcaba	 las	 once
cuarenta	y	cinco	de	la	mañana.
—Buon	giorno,	 signorinas!	—Una	 voz	 de	 hombre	 nos	 habló	 desde	 el	 otro
lado	de	la	puerta.
—¡Sammy,	despierta!	—le	susurré	a	mi	amiga.
—Déjame	un	poquito	más...	—suplicó.
—¿Se	 encuentran	 ustedes	 bien?	 —preguntó	 el	 hombre	 con	 evidente
preocupación,	esta	vez	en	inglés.
—Oh,	sí,	sí,	gracias	—le	contesté	aún	algo	aturdida.
—El	señor	Saccheri	las	invita	a	desayunar	junto	a	él	en	la	cubierta	de	popa,	si
les	apetece.
—Oh,	por	supuesto	que	sí	—le	dije	educadamente—.	Subiremos	enseguida.
Sammy	se	había	dado	media	vuelta	y	seguía	durmiendo.
—Sammy,	espabila,	tenemos	que	subir	a	desayunar.	Nos	están	esperando.
—¿Quién	nos	espera?	—preguntó	con	voz	somnolienta.
—¿No	lo	has	oído...?	Nos	espera	el	señor	Saccheri	en	la	cubierta	de	popa	—le
repetí.
—Y,	 ése,	 ¿quién	 coño	 es?	 —preguntó	 bostezando	 al	 mismo	 tiempo	 que
hablaba.
—Pues...	no	lo	sé,	la	verdad.	Supongo	que	el	dueño	de	este	barco.	Parece	un
apellido	 italiano	 y	 nos	 acaban	 de	 dar	 los	 buenos	 días	 también	 en	 italiano.
Alguien	 con	 una	 embarcación	 así	 debe	 de	 tener	 muchísimo	 dinero,	 así	 que
deduzco	que	el	dueño	debe	de	ser	un	viejo	y	gordo	ricachón	italiano.	—Sonreí
por	mi	elaborada	deducción,	sacada	toda	ella	de	inventadas	conjeturas.
Sammy	me	miraba,	primero	alucinada	por	la	conclusión	que	me	acababa	de
sacar	 de	 la	 manga	 y	 después	 asintiendo	 convencida	 porque,	 al	 parecer,	 mi
explicación	le	había	parecido	de	lo	más	plausible.
—Anda,	sí,	vamos	a	comer	algo...	 ¡que	si	es	 triste	amar	sin	ser	amado,	más
triste	 es	 empezar	 el	 día	 sin	 haber	 desayunado!	 —soltó	 mi	 ocurrente	 amiga,
dando	un	salto	de	 la	cama—.	Por	cierto,	Álex,	 te	 recuerdo	que	hemos	perdido
todas	nuestras	cosas.	No	sé	qué	vamos	a	hacer...	No	tenemos	ropa,	ni	dinero,	ni
lo	que	es	peor:	nuestra	documentación.
—¡Coño,	Sammy!	Qué	positiva	te	levantas,	¿no?	—repliqué	con	sarcasmo—.
Mira,	 ya	 lo	 pensaremos	 después.	 Estamos	 de	 vacaciones,	 así	 que	 vamos	 a
mantener	 ese	 espíritu	 en	 algo	 y	 ya	 lo	 intentaremos	 solucionar	 más	 tarde,	 ¿de
acuerdo?
—Ok	 —me	 respondió	 levantando	 las	 palmas	 de	 las	 manos—.	 ¡Ni	 mil
palabras	más!
Salimos	del	camarote	y	enseguida	nos	dimos	cuenta	de	lo	grande	y	moderno
que	 era	 el	 yate	 donde	 nos	 hallábamos.	 Todo	 era	 espacioso,	 luminoso	 y	 con
mucho	estilo.	El	salón	por	el	que	pasamos	primero	era	enorme.	De	hecho,	era	el
doble	del	que	yo	tenía	en	mi	apartamento	de	Nueva	York.	Dimos	varias	vueltas
hasta	que	encontramos	la	cubierta	donde	nos	esperaban	con	el	desayuno	o,	más
bien,	 el	 almuerzo,	 por	 la	 hora	 que	 era	 ya.	 Al	 salir	 a	 ella	 me	 di	 cuenta	 de	 la
cantidad	de	luz	que	había	a	esas	horas	del	día	y	de	que	no	llevábamos	gafas	de
sol,	ya	que	las	habíamos	perdido	en	el	naufragio,	junto	con	todo	lo	demás.	Se	lo
comenté	 a	 Sammy	y	 decidí	 volver	 a	 nuestra	 habitación	 a	 por	 unas	 gorras	 que
había	visto,	antes	de	salir,	encima	de	una	mesita.	Al	menos	eso	nos	protegería	un
poco	de	tanta	luz.
Al	 llegar	 al	 final	 de	 la	 escalera	 que	 bajaba	 hasta	 nuestro	 camarote,	 me
encontré	con	un	hombre	que	caminaba	por	delante	de	mí.	Estaba	claro	que	venía
de	practicar	 deporte,	 a	 juzgar	 por	 su	 ropa	y	 la	 toalla	 que	 le	 rodeaba	 el	 cuello.
Tenía	un	cuerpo	 trabajado,	 aunque	en	 su	 justa	medida.	Sin	duda	 tenía	 el	 porte
que	cualquier	escultor	griego	que	se	preciara	buscaría	en	un	modelo.	Equilibrio
perfecto,	armonía	 y	 sensualidad.	Ésa	 era	 la	mejor	 definición	 para	 lo	 que	 tenía
delante	de	mis	ojos.
De	repente	se	paró	en	seco	y	yo,	que	iba	totalmente	distraída	ante	la	vista	que
me	 ofrecía	 su	 espectacular	 anatomía,	 me	 eché	 encima	 de	 él	 sin	 querer.
Chocamos,	 pero	 él	 no	 se	movió	 ni	 un	 ápice	 de	 su	 sitio.	 Sin	 embargo,	 yo	me
tambaleé	 un	 poco,	 retrocediendo	 unos	 pasos,	 y	 perdí	 el	 equilibrio.	 Gracias	 a
Dios,	él	 reaccionó	 rápidamente,	 girándose	 y	 cogiéndome	 antes	 de	 que	 pudiera
darme	de	bruces	contra	el	suelo.
—Mi	dispiace...!	—dijo	en	un	perfecto	italiano—.	¿Está	usted	bien?	De	haber
sabido	que	iba	detrás	de	mí...	—continuó	diciendo,	ya	en	mi	idioma.
Su	voz	era	cálida,	aunque	parecía	un	poco	contrariado.	Con	todo,	eso	no	fue
lo	 que	 más	 me	 llamó	 la	 atención	 de	 él.	 Lo	 que	 más	 me	 sorprendió	 fue	 lo
atractivo	que	era.	Tenía	el	pelo	castaño,	los	ojos	verdes	y	la	piel	bronceada.
¡Madre	mía!,	pero	¿de	dónde	sacaban	al	personal	para	la	tripulación...?,	¿del
casting	de	«Mujeres	y	hombres	y	viceversa?»,	pensé.
—¿Me	ha	oído...	o,	aparte	de	ser	muy	silenciosa	cuando	va	detrás	de	alguien,
también	lo	es	cuando	se	le	pregunta	algo?	—añadió	con	marcado	acento	italiano.
—Oh,	sí,	no,	no.
Me	miraba	expectante.
—Sí,	¿no?	¿Está	bien	o	no?
Me	 sorprendí	 a	 mí	 misma	 mirándolo	 embobada	 y	 sin	 saber	 qué	 contestar,
mientras	él	me	seguía	sosteniendo	en	el	aire,	observándome	atentamente.
«¡Reacciona,	 por	 Dios,	 que	 pareces	 una	 chiquilla	 babeando	 frente	 a	 una
fábrica	de	caramelos!»,	me	reprendí.
—Sí,	sí,	estoy	bien,	gracias.	Lo	siento,	es	que	no	sé	en	qué	estaba	pensando...
«¿En	 el	 pedazo	 de	 culo	 apretadito	 que	 tiene,	 quizá?,	 ¿o	 en	 la	 ancha	 y
musculada	espalda	que	luce?»,	me	preguntó,	travieso,	mi	subconsciente.
—De	 acuerdo	 —me	 dijo	 mirándome	 fijamente	 y	 devolviéndome	 a	 mi
posición	vertical—.	La	próxima	vez	que	nosencontremos,	hágame	el	 favor	de
tener	más	cuidado.
Dicho	esto,	 se	dio	media	vuelta	y	 se	 fue,	dejándome	allí	 de	pie,	 plantada	y
con	la	boca	abierta	sin	poder	articular	palabra.
«Desde	luego,	sí	que	me	gustaría	encontrármelo	otra	vez,	aunque	sólo	fuera
por	alegrarme	la	vista.	Tipos	así	de	bien	hechos	no	se	ven	todos	los	días.	Aunque
tengo	 que	 decir	 que	muy	 agradable	 de	 trato	 no	me	 ha	 parecido.	Ha	 estado	 un
pelín	borde	conmigo,	la	verdad.»
Cuando	llegué	de	nuevo	a	la	cubierta	del	barco,	Sammy	estaba	hablando	con
un	 hombre	 de	 unos	 setenta	 años,	 de	 aspecto	 muy	 cuidado	 y	 con	 un	 atuendo
impecable.	Supuse	que	sería	el	dueño	de	la	embarcación.
—Buon	giorno,	signorina!	—me	dijo	muy	sonriente.
—Álex,	 te	 presento	 a	Carlo	Biondini.	 Por	 lo	 que	me	 ha	 explicado,	 él	 es	 la
mano	 derecha	 del	 señor	 Saccheri,	 el	 dueño	 de	 esta	 pasada	 de	 yate	 que	 estás
viendo	 —me	 aclaró	 Sammy,	 señalándome	 con	 ambas	 manos	 todo	 lo	 que
teníamos	alrededor.
Desde	luego	el	barco	no	podía	ser	más	impresionante.
—Encantada,	señor	Biondini.	Es	usted	italiano,	¿verdad?	—le	pregunté.
—Así	es,	signorina,	al	igual	que	el	señor	Saccheri	y	el	resto	de	la	tripulación.
Pero,	por	suerte	para	ustedes,	tanto	el	señor	como	yo	hablamos	perfectamente	su
idioma.
—Ah,	por	cierto,	¿él	no	iba	a	desayunar	con	nosotras?	—preguntó	mi	amiga.
—¡Sammy!	No	seas	impertinente	—la	reñí.
—Me	temo	que	al	señor	Saccheri	le	ha	surgido	un	contratiempo	y	ha	tenido
que	marcharse	repentinamente.	Pero	antes	de	irse	me	ha	pedido	que	las	invite	a
que	pasen	unos	días	junto	a	nosotros,	hasta	que	puedan	arreglar	su	situación	en
cuanto	 al	 tema	 de	 los	 pasaportes	 y	 cualquier	 otro	 papeleo	 que	 necesiten
solucionar	antes	de	que	tengan	que	volver	a	su	país.	Podrán	hacer	uso	de	todas
las	 instalaciones	 de	 la	 embarcación	 siempre	 que	 lo	 deseen.	 Esperamos	 que	 se
sientan	como	en	su	casa.
—Oh,	bueno...	No	queremos	molestar	y,	además,	el	papeleo	y	ponerlo	todo	en
orden	para	poder	volver	a	Estados	Unidos	nos	llevará	varios	días,	supongo	—le
contesté.
—No	son	ninguna	molestia,	signorina.	Nosotros	permaneceremos	aquí	 todo
el	tiempo	que	ustedes	necesiten	para	arreglar	su	situación.
—Bueno,	 Álex,	 no	 tenemos	 otro	 sitio	 a	 dónde	 ir,	 ni	 dinero,	 ni	 ropa.	 Te	 lo
recuerdo	por	sí	se	te	había	olvidado	—intervino	Sammy,	casi	reprendiéndome—.
Lo	hemos	perdido	absolutamente	todo	en	el	naufragio,	así	que	me	parece	que	no
nos	 queda	 otra	 que	 aceptar	 su	 invitación	 hasta	 solucionar	 este	 asunto,	 ¿no	 te
parece?
—Sí,	 imagino	que	sí	—le	contesté	pensando	que	eso	era	verdad.	Realmente
no	 teníamos	 muchas	 más	 opciones	 y	 no	 quería	 llamar	 a	 mi	 madre	 para	 que
acudiera	en	nuestra	ayuda	y	preocuparla	por	 lo	sucedido.	No	creía	que	pudiera
soportar	un	susto	de	este	tipo	después	de	lo	ocurrido	a	mi	padre—.	Eso	sí,	Carlo,
el	señor	Saccheri	está	siendo	muy	considerado	con	nosotras	y	nos	gustaría	darle
las	gracias	personalmente.
—No	 se	 preocupen	 por	 eso,	 signorinas.	 Considero	 que	 es	 lo	 menos	 que
podemos	hacer	por	ustedes,	después	de	lo	que	les	ha	pasado.	De	hecho,	el	señor
también	me	ha	pedido	que	 las	 acompañe	 a	 Ibiza	mientras	 él	 no	 está,	 para	que
compren	todo	lo	que	les	haga	falta	hasta	que	puedan	recuperar	lo	que	quede	de
sus	pertenencias	en	el	barco	hundido.	El	señor	correrá	con	todos	los	gastos	que
ustedes	tengan	que	hacer.
—Bueno,	Carlo,	dígale	al	 señor	Saccheri	que	agradecemos	mucho	su	gesto,
pero	que,	en	cuanto	podamos,	le	devolveremos	todo	el	dinero	que	gastemos	estos
días.	 Con	 dejarnos	 pasar	 aquí	 el	 tiempo	 necesario	 hasta	 que	 solucionemos	 el
problema,	ya	es	más	que	suficiente.
—No	creo	que	eso	agrade	demasiado	al	señor,	signorina.	Él	sólo	quiere	ser
amable	 con	 ustedes	 y	 que	 se	 encuentren	 a	 gusto	 y...	 bueno...	 sin	 duda	 puede
permitirse	hacerles	ese	regalo.	Tómenselo	como	tal.
—De	acuerdo	—contesté,	pero	no	tenía	claro	si	estábamos	haciendo	bien.	No
sabíamos	 nada	 de	 ese	 hombre,	 pero,	 por	 otra	 parte,	 ¿qué	 otra	 cosa	 podíamos
hacer?	 Estábamos	 allí	 solas,	 sin	 documentación,	 sin	 dinero	 y	 sin	 nada	 más
excepto	la	caridad	de	aquellas	personas.
—Nos	 iremos	 de	 compras	 en	 cuanto	 terminemos	 este	magnífico	 desayuno,
¿es	 posible,	 Carlo?	 —preguntó,	 descarada,	 Sammy—.	 ¡No	 tenemos	 de	 nada,
Álex!	—me	 recordó	 a	 modo	 de	 excusa	 ante	 la	 mirada	 de	 reprobación	 que	 le
dirigí.
Al	cabo	de	un	rato	estábamos	subidas	en	una	lancha	rápida	que	nos	acercaba
a	 la	 isla	 de	 Ibiza.	 Carlo	 nos	 acompañó	 para	 hacerse	 cargo	 de	 pagar	 nuestras
compras.	La	vista	era	espectacular.	Hacía	un	día	espléndido	y	el	paisaje	era	una
maravilla.	Sin	duda,	era	un	sitio	idílico	donde	pasar	unas	increíbles	vacaciones.
Esa	isla	la	conocíamos	ya.	Habíamos	estado	un	par	de	veces,	aunque	siempre
de	noche	para	salir	de	fiesta,	por	lo	que	iba	a	resultar	una	experiencia	diferente
visitarla	de	día.
Conforme	 nos	 alejábamos	 del	 yate,	 pude	 observar	 las	 dimensiones	 de	 éste.
Era	realmente	grande	y	reflejaba	de	manera	espectacular	la	luz	del	sol.	Atraía	las
miradas	de	todos	los	que	pasaban	por	la	zona.	Sin	embargo,	lo	que	más	llamó	mi
atención	no	fue	eso,	sino	el	nombre	que	tenía	puesto	con	unas	letras	enormes	de
color	grafito	en	la	parte	de	proa.
—¡Sammy,	mira,	mi	 nombre!	—dije	 señalando	 hacia	 la	 parte	 delantera	 del
navío.
Mi	amiga	me	miraba	con	cara	de	no	entender	nada.
—El	barco...	se	llama	como	yo...	¡Qué	casualidad!	—insistí.
—¿Desde	cuándo	te	llamas	tú	Alexandra?	—replicó	mi	amiga.
—Joder,	Sammy...	¿tantos	años	juntas	y	no	sabes	que	me	llamo	así?
—Pues	no.	Yo	pensaba	que	tus	padres	 te	habían	puesto	Álex	sin	más.	Creía
que	era	un	nombre	español	así,	 tal	cual,	y	por	eso	nunca	 te	pregunté	de	dónde
venía.
—Mis	padres	me	pusieron	Alexandra,	pero	toda	la	vida	me	han	llamado	Álex
porque	es	más	corto.
Sammy	hizo	un	 gesto	 de	 excusa	 por	 su	 desconocimiento	 y	 yo	me	 volví	 de
nuevo	a	mirar	el	barco.
Quizá	el	destino,	que	siempre	es	caprichoso,	había	hecho	que	fuera	un	barco
con	mi	propio	nombre	el	que	nos	salvara	la	vida.
Capítulo	4
Siempre	 quise	 ir	 a	 las	 islas	 Baleares,	 pues	 me	 parecía	 que	 podían	 tener	 un
encanto	muy	 especial...	 y	 no	me	 había	 equivocado.	Desde	 que	mis	 padres	me
contaron	que	pasaron	su	luna	de	miel	en	dichas	islas	y	que	fueron	los	días	más
felices	 de	 su	 vida,	 quise	 visitarlas	 y	 recorrer	 los	 lugares	 que	 con	 tanta	 pasión
ellos	me	habían	descrito.	No	obstante,	de	momento	sólo	habíamos	pisado	Ibiza.
Habíamos	querido	comenzar	nuestro	viaje	por	 la	 isla	más	marchosa,	para	dejar
las	más	tranquilas	para	el	final	de	las	vacaciones.	Llevábamos	allí	ya	cuatro	días
fondeados	 cerca	 de	 la	 costa	 ibicenca	 cuando	 nuestro	 velero	 se	 hundió.	 Lo
habíamos	elegido	frente	a	los	grandes	cruceros	por	evitarnos	las	aglomeraciones
de	gente	y	para	poder	tener	una	estancia	más	tranquila	y	menos	ajetreada	que	la
que	un	crucero	nos	iba	a	proporcionar,	con	tantas	excursiones	y	tantas	visitas	a
diferentes	ciudades	en	tan	pocos	días.
Como	era	de	esperar,	las	calles	de	Ibiza	eran	un	hervidero	de	gente.	A	diario
llegaban	 muchísimos	 turistas	 que	 habían	 decidido	 pasar	 allí	 parte	 del	 verano.
Había	muchos	 visitantes	 comprando	 souvenirs	 en	 las	 tiendecitas	 y	 haciéndose
fotos	en	cualquier	rincón	donde	miraras.	Pero,	a	pesar	de	ello,	tenía	un	encanto
increíble.	 Las	 calles	 eran	 preciosas,	 estrechas,	 adoquinadas,	 con	 sus	 casas
blancas	 todas	perfectamente	pintadas	y	engalanadas,	cuyo	color,	que	dominaba
la	estética	de	toda	la	isla,	era	roto	exclusivamente	por	el	de	las	flores.	Además,
se	 percibía	 ese	 ambiente	 tan	 cálido	 y	 acogedor	 de	 los	 pueblos	 del	 mar
Mediterráneo	que	los	hace	únicos	en	el	mundo.
Sammy	estaba	encantada	con	el	hecho	de	tener	que	ir	de	compras	e	hizo	que
entráramos	en	todas	las	tiendas.
—¡Qué	 disparate!	 —oí	 que	 soltaba	 mi	 amiga	 cuando	 estábamos	 haciendo
cola	para	el	probador	de	una	de	ellas—.	Pues	no	dice	aquella	mujer	del	últimovestidor	que	no	le	entran	los	vaqueros...	¡Ni	los	indios	le	van	a	entrar,	con	lo	fea
que	es	la	tía!
—¡Sammy!
—¿Qué?,	¿es	que	acaso	he	dicho	alguna	mentira?
Lo	cierto	era	que	no	la	había	dicho.	Me	tuve	que	ir	de	allí	por	la	risa	que	me
entró.
No	podía	imaginar	mi	existencia	sin	Sammy.	En	los	peores	momentos	de	mi
vida	 siempre	 había	 permanecido	 a	mi	 lado	 para	 arrancarme	 una	 sonrisa,	 y	me
hacía	 la	 vida	mucho	más	 fácil	 con	 su	 apoyo	 y	 comprensión.	 Conocerla	 había
sido	una	de	 las	mejores	 cosas	que	me	habían	pasado	en	 la	vida,	 a	 pesar	 de	 lo
diferentes	que	éramos.
Seguimos	entrando	en	más	 tiendas,	a	cuál	más	agobiante	por	 la	cantidad	de
gente	que	había	en	ellas.	Pero	no	nos	quedaba	otra	si	queríamos	tener	algo	más
con	lo	que	poder	vestirnos.
—¡Me	voy	a	cagar	en	todo!
—¿Qué	 te	 pasa	 ahora?	—le	 pregunté	 con	 desgana,	 ya	 que	 llevaba	 toda	 la
jornada	refunfuñando	cada	vez	que	se	probaba	algo.
—¡Pues	que	el	mundo	sería	más	bonito	si	los	mosquitos	chuparan	grasa	y	no
sangre!
En	los	últimos	dos	años,	mi	amiga	había	cogido	algo	de	peso.	No	es	que	fuera
mucho,	pues	ella	siempre	había	sido	muy	delgada,	y	aún	seguía	siendo	igual	de
presumida	que	siempre.
Me	acerqué	a	su	vestidor	y	entré	en	él.
Se	había	puesto	un	vestido	que	no	la	dejaba	respirar.
—Está	claro	que	comer	chocolate	encoge	la	ropa	—soltó	muy	irritada.
—Pero	¿cómo	leches	has	conseguido	meterte	ahí?	—le	pregunté	observando
cómo	las	costuras	estaban	a	punto	de	estallarle.
—¡La	cuestión	no	es	cómo	me	he	metido	el	vestido,	la	cuestión	es	cómo	coño
me	lo	saco	ahora!...	Llevo	ya	diez	minutos	intentando	quitármelo	y	no	sale.
La	 cara	 de	 Sammy	 era	 todo	 un	 poema.	 Estaba	 totalmente	 roja,	 sudorosa	 y
despeinada.
Me	dio	por	reír.	La	estampa	era	digna	del	mejor	cómic.
—¡Joder,	 no	 te	 rías	 y	 ayúdame	 a	 quitármelo!	 —me	 gritó—.	 Me	 estoy
empezando	a	poner	azul.
Y	 era	 verdad.	 Eso	 me	 hizo	 reír	 aún	 más.	 ¿Cómo	 había	 dado	 lugar	 a	 esa
situación?	Esas	cosas	sólo	le	pasaban	a	ella...
Intenté	ayudarla,	primero	tirando	del	vestido	hacia	arriba	y	después	tirando	de
la	prenda	hacia	abajo,	pero	no	había	manera.	Lo	 tenía	 tan	pegado	al	 cuerpo,	y
ella	 estaba	 tan	 crispada,	 que	 no	 hacía	 más	 que	 sudar,	 lo	 que	 dificultaba	 más
todavía	la	tarea	de	ayudarla.
—Vamos	a	tener	que	llamar	a	una	dependienta	—le	dije	intentando	contener
la	risa.
—¡Y	una	mierda!	Si	es	necesario	lo	pago	y	me	voy	con	él	puesto	antes	que
pasar	la	vergüenza	de	que	tenga	que	venir	alguien	a	sacármelo.
—¡Pero	si	no	puedes	ni	respirar,	¿cómo	te	vas	a	ir	a	la	calle	con	él?!
Ya	no	podía	aguantarme	más	y	estallé	en	carcajadas.
—¡Álex,	coño!
Cada	vez	estaba	más	azul,	más	sudorosa	y	más	desesperada.
Cogí	el	teléfono	y	simulé	llamar	a	un	número	en	concreto.
—¿Qué	haces	ahora?	—me	preguntó	ella	con	la	cara	desencajada.
—Pues	 llamar	a	 los	profesionales	que	mejor	 te	pueden	ayudar	con	una	cosa
así.
—¿A	quién?	—demandó	ya	muy	alterada.
—Evidentemente,	a	los	bomberos.
—La	madre	que	 te	parió.	Serás	hija	de...	—me	espetó,	abalanzándose	sobre
mí	para	quitarme	el	teléfono.
La	 visión	 de	 todo	 el	 cuerpo	 de	 bomberos	 observándola	 y	 proponiendo
diferentes	opciones	para	sacarle	el	vestido	debió	de	aterrarla.
—¿A	que	ahora	ya	no	te	parece	tan	mala	idea	que	llame	a	la	dependienta	para
que	nos	ayude?
—Eres	lo	peor,	de	lo	peor,	de	lo	peor.
Al	 final	 tuvieron	 que	 venir	 tres	 dependientas	 más	 y	 ni	 con	 ésas	 logramos
nuestro	objetivo.	Definitivamente	hubo	que	cortarlo	con	unas	tijeras	para	que	se
lo	pudiera	quitar	y,	por	supuesto,	tuvimos	que	pagarlo.
Sammy	le	lanzó	una	mirada	asesina	a	la	dependienta	cuando	ésta	le	preguntó
si	quería	que	le	pusiera	el	vestido	en	una	bolsa	para	llevárselo.
—¡Hazte	tú	un	fular	con	él,	a	ver	si	con	un	poco	de	suerte	te	ahorcas,	bonita!
—soltó	rezongando	para	sí	mientras	nos	íbamos.
Prácticamente	 teníamos	 comprado	 ya	 todo	 lo	 que	 necesitábamos,	 cuando
Sammy	 insistió	 en	 entrar	 en	 la	última	 tienda	 a	 echar	un	vistazo.	En	ella	había
muchas	 prendas	 muy	 exclusivas,	 todas	 preciosas,	 y	 a	 mí	 me	 gustó	 una	 en
particular.	Era	un	vestido	color	champán,	que	llevaba	una	falda	corta,	ceñida	y
cubierta	 de	 plumas,	 cuya	 parte	 de	 arriba	 era	 un	 blusón	 amplio	 de	 gasa
semitransparente,	que	dejaba	la	espalda	totalmente	al	descubierto.	El	diseño	era
espectacular.
—Hay	que	tener	un	cuerpo	perfecto	para	poder	lucir	bien	una	prenda	así	—
comenté	con	fastidio.
—Pero,	Álex,	 tú	sí	que	 lo	 tienes...	 ¡no	como	yo,	que	no	pienso	ponerme	un
vestido	más	en	toda	mi	vida!	—anunció,	cabreada	después	de	su	odisea—.	¿Por
qué	no	te	lo	pruebas?
—No	me	 lo	 pruebo	 porque	 también	 hay	 que	 tener	 una	 cartera	 espectacular
para	poder	pagarlo	—le	contesté.
—¡Qué	más	da!	Por	probártelo	no	te	van	a	cobrar	—Sammy	se	dirigió	con	su
mayor	sonrisa	hacia	las	dependientas—,	¿verdad?
Éstas	ni	se	enteraron.	Estaban	tan	absortas	leyendo	una	noticia	en	el	periódico
que	ni	oyeron	la	pregunta.
—Espera,	 que	 entro	 contigo	 en	 el	 probador.	 ¿Sabes	 que	 esas	 dos	 están
leyendo	 la	 crónica	 de	 nuestro	 naufragio?	 —me	 comentó	 Sammy	 conforme
cerraba	la	puerta	de	éste.
—¿Sí?	¿Y	qué	dice	la	noticia?	¿Pone	algo	sobre	las	causas	por	las	que	pudo
ocurrir?
Sammy	abrió	de	nuevo	la	puerta	del	vestidor	para	que	pudiéramos	oír	lo	que
decían	las	vendedoras.
—...	y	 los	últimos	pasajeros	del	barco,	dos	mujeres	norteamericanas,	 fueron
recogidas	por	el	famoso	magnate	italiano	Saccheri,	en	el	impresionante	yate	con
el	que	se	encuentra	pasando	unos	días	de	visita	en	nuestras	islas,	disfrutando	de
un	merecido	descanso	—terminó	de	leer	una	de	las	chicas.
—¡Madre	 día,	 qué	 suerte	 han	 tenido	 esas	 dos!	No	 sólo	 son	 salvadas	 de	 un
naufragio,	 sino	 que	 encima	 son	 rescatadas	 por	 Saccheri.	 Deben	 de	 estar
encantadas	—comentó	la	otra	dependienta.
—Joder,	Cristina,	 ¡que	casi	mueren	ahogadas!	Y,	además,	ese	 tipo	será	muy
guapo	y	tendrá	mucho	dinero	y	todo	lo	que	tú	quieras,	pero	yo	no	sé	para	qué	se
le	acerca	ninguna	mujer	—replicó	la	primera	vendedora.
—Pues,	hija,	se	le	acercan	porque	está	buenísimo	y	es	rico,	no,	lo	siguiente.
—Ya,	pero	esa	 fortuna	es	 inaccesible	para	ninguna	mujer.	 ¿Cómo	puede	un
abuelo	hacerle	una	putada	tan	gorda	a	su	nieto?	Es	algo	que	nunca	entenderé.
En	ese	momento	 salí	 del	vestidor	 enfundada	en	aquel	precioso	vestido,	que
por	 cierto	 parecía	 estar	 hecho	 a	 mi	 medida,	 y	 me	 dirigí	 sin	 pensarlo	 a	 las
dependientas.
—Perdonad,	 pero	 es	 que	 he	 oído	 sin	 querer	 vuestra	 conversación	 y	 me
gustaría	saber	a	qué	os	referís	con	lo	del	abuelo	—les	pregunté	curiosa.
—¿No	 lo	 sabes?	 —me	 plantearon	 ambas	 al	 mismo	 tiempo,	 con	 cara	 de
incredulidad	absoluta,	como	si	fuera	un	crimen	no	estar	al	tanto	de	la	vida	de	los
demás—.	Nos	referimos	a	la	aceptación	de	la	herencia	con	«cláusula	adicional»
que	 tuvo	que	 firmar	para	poder	quedarse	con	 la	 fortuna	de	 su	abuelo	 ¡Todo	el
mundo	 conoce	 ese	 hecho!	 —me	 espetó	 una	 de	 ellas,	 como	 si	 eso	 fuera	 del
dominio	público,	una	especie	de	conocimiento	universal—.	Desde	que	la	firmó,
se	convirtió	en	un	solterón	de	por	vida,	sin	remedio,	ya	que	no	puede	tener	una
relación	estable	con	una	mujer	o	lo	perderá	todo.	Por	tanto,	se	dedica	a	usar	a	las
chicas	 para	 sus	 intereses	 particulares...	 ¡tú	 ya	 me	 entiendes!,	 y	 luego	 no	 las
vuelve	a	ver	más.	En	realidad	no	parece	estar	muy	afectado	por	eso:	obtiene	 lo
que	quiere	y,	después,	si	te	he	visto	no	me	acuerdo.	Sin	complicaciones	para	él.
¡Todo	lo	que	un	hombre	podría	soñar,	vaya!
Carlo	carraspeó,	cortando	la	conversación.
—Signorina	Álex,	¿se	va	a	llevar	usted	el	vestido	que	lleva	puesto?	Le	sienta
fenomenal	 —me	 preguntó,	 desviando	 así	 nuestra	 atención	 y	 evitando	 que
siguiera	indagando	sobre	el	tema.
—Oh,	no...	Gracias,	Carlo,	pero	no	me	lo	puedo	permitir.
Volví	a	mirarme	en	el	espejo,	esta	vez	con	resignación.
—Pero	signorina,	ya	sabe	usted	que	el	señor	estará	encantado	de	que	usted	se
lo	quede...
—Ya,	Carlo,	pero	no	puedoaceptarlo.	El	precio	es	desorbitado	y	ya	ha	hecho
bastante	 por	 nosotras	 —contesté,	 encerrándome	 después	 en	 el	 probador	 para
quitármelo	antes	de	que	me	pudiera	la	tentación.
—¡Tú	eres	 tonta!	—me	espetó	Sammy—.	Si	 fuera	yo,	me	 llevaba	 la	 tienda
entera.
—¡Ya,	 pero	yo	no	 soy	 tú!	No	 soy	 capaz	de	 echarle	 tanto	morro	—repliqué
colgando	 con	 mucha	 pena	 el	 vestido	 en	 el	 mismo	 lugar	 de	 donde	 lo	 había
cogido.
Por	fin	habíamos	terminado	con	las	compras.	Habíamos	adquirido	ropa	para
el	 día,	 para	 la	 noche,	 zapatos,	 algún	 complemento	 de	 bisutería,	 ropa	 interior,
bikinis,	artículos	de	higiene	y	de	cosmética,	gafas	de	sol,	un	teléfono	móvil	para
cada	 una	 y	 algún	 que	 otro	 accesorio	 que,	 según	 Sammy,	 era	 absolutamente
imprescindible	 también.	 Prácticamente	 habíamos	 sustituido	 todo	 lo	 que
habíamos	traído	en	nuestras	maletas.
Como	 ya	 teníamos	 todo	 lo	 que	 necesitábamos,	 nos	 subimos	 de	 nuevo	 a	 la
lancha	 para	 que	 nos	 acercara	 hasta	 el	 yate	 del	 señor	 Saccheri.	Ambas	 íbamos
calladas.	 En	 realidad	 estábamos	 exhaustas,	 después	 de	 todas	 las	 compras	 que
habíamos	realizado.	Entonces	me	acordé	del	encontronazo	que	había	tenido	por
la	mañana	con	ese	marinero.
—Sammy,	 con	 tanto	 ajetreo	 no	 te	 he	 contado	 lo	 que	 me	 ha	 pasado	 esta
mañana.
—No,	sorpréndeme...	¡¿Te	has	levantado,	te	has	mirado	al	espejo	y	has	visto
que	te	habían	crecido	las	tetas?!
—¡Pero	qué	gilipollas	eres!	—le	dije	con	desaprobación.
—Sí,	sí,	muy	gilipollas,	pero	ya	te	hubiera	gustado.
—Ay,	 de	 verdad,	 no	 puedo	 contigo	 —contesté	 con	 desidia—.	 ¿Sabes?,	 te
recuerdo	que	no	soy	yo	la	que	tiene	que	usar	rellenos	—repliqué	con	mala	leche.
—Vale,	lo	he	pillado.
—Bueno,	 a	 lo	 que	 iba...	 cuando	 he	 bajado	 esta	mañana	 a	 por	 las	 gorras	 a
nuestro	camarote,	me	he	chocado	con	un	tipo	guapísimo,	de	esos	que	te	gustan
tanto	a	ti	y	que	sólo	salen	en	las	películas.	Seguramente	debe	de	pertenecer	a	la
tripulación	que	trabaja	para	el	señor	Saccheri.
—Joder,	Álex,	me	pierdo	 las	mejores.	Pero,	bueno,	 ¿habéis	quedado	o	 algo
así?
—¡No!	—respondí	poniendo	los	ojos	en	blanco—.	¿Cómo	vamos	a	quedar,	si
no	lo	conozco	de	nada?
—¡Álex,	hija,	no	me	extraña	que	nunca	te	comas	un	rosco!	Una	oportunidad
así	no	debes	dejarla	pasar.	Haberle	pedido	el	teléfono	por	lo	menos.
—¡Ay!,	 yo	 no	 valgo	 para	 esas	 cosas.	 Me	 he	 puesto	 muy	 nerviosa.	 ¡Si	 no
atinaba	ni	a	contestarle	cuando	me	ha	preguntado	si	me	encontraba	bien!
—¡Madre	 mía	 lo	 que	 te	 queda	 por	 aprender,	 criatura!	 Bueno,	 si	 dices	 que
forma	parte	de	la	tripulación,	nos	lo	volveremos	a	cruzar,	así	que	ya	me	andaré
yo	ligera	para	conseguirte	una	cita	con	él.
—¡No,	ni	se	te	ocurra,	qué	vergüenza!
—Vale,	 vale,	 lo	 que	 tú	 digas	—me	 respondió	 sin	 ningún	 atisbo	 de	 querer
hacerme	 caso—.	 Eres	 preciosa	 y	 tienes	 un	 cuerpo	 de	 escándalo,	 así	 que
únicamente	necesitas	un	poco	más	de	seguridad	en	ti	misma,	Álex.	¡Si	no,	no	te
voy	a	casar	nunca!
—Bueno,	déjalo	ya.	No	sé	para	qué	 te	 cuento	nada.	Por	 cierto,	 ahora,	nada
más	llegar,	voy	a	ir	nuestro	camarote	a	ponerme	el	bikini;	me	apetece	tomar	un
rato	el	sol.
—Sí.	 Yo	 ya	 me	 he	 dejado	 uno	 puesto	 en	 la	 tienda,	 así	 que	 te	 esperaré	 en
cubierta.	A	ver	si	con	un	poco	de	suerte	pasa	tu	guapo	de	esta	mañana	y	me	lo
ligo	antes	de	que	llegues	tú.	Te	aseguro	que	yo	no	lo	voy	a	dejar	escapar.
—Eres	imposible...	—declaré	poniendo	de	nuevo	los	ojos	en	blanco.
En	cuanto	llegamos	al	barco,	un	marinero	se	acercó	a	Carlo	y	lo	informó	de
que	 el	 señor	Saccheri	 ya	 había	 vuelto	 de	 su	 reunión	 y	 que	 estaba	 esperándolo
para	hablar	con	él.
Yo	me	dirigí	a	nuestro	camarote.	De	camino	a	él	decidí	pasarme	por	la	parte
de	la	cubierta	del	barco	que	aún	me	faltaba	por	ver.	Hacía	un	sol	espléndido	y	la
brisa	 del	 mar	 era	 muy	 cálida.	 De	 repente	 algo	me	 hizo	 tropezar.	 Había	 en	 el
suelo	una	cuerda,	o	un	cabo,	o	como	quiera	que	se	llame	en	términos	náuticos.	El
problema	 es	 que	 no	 lo	 vi,	 así	 que	 perdí	 el	 equilibrio	 y	 mi	 cuerpo	 se	 inclinó
totalmente	 hacia	 delante.	 Iba	 a	 caerme	 de	 bruces	 sin	 más	 remedio,	 pero	 por
suerte	 para	 mí	 no	 llegué	 a	 tocar	 el	 suelo.	 Alguien	 acababa	 de	 evitar	 que	 me
estampara	y	me	estaba	sujetando	con	fuerza	por	la	cintura.	Cuando	me	giré,	lo	vi
de	nuevo.
Era	él	otra	vez.	No	podía	ser...	¡Qué	vergüenza,	madre	mía!
En	ese	instante	me	hubiera	gustado	que	me	tragara	la	tierra.	¿Se	podía	ser	más
torpe?
—¡Vaya,	 esto	 empieza	 a	 ser	 una	 costumbre!	—me	 dijo	 él	 con	 una	 sonrisa
muy	socarrona.
—¡Ainss...	qué	patosa	que	soy!	—atiné	a	responder.
—Empiezo	a	creer	que	sí,	la	verdad.
Me	 estaba	 mirando	 con	 una	 sonrisa	 dulce,	 aunque	 al	 mismo	 tiempo	 muy
picarona.
¡Ay,	Dios!	Debía	de	tener	la	cara	roja	como	un	tomate	maduro	y	las	piernas
me	 temblaban.	Ese	hombre	 iba	a	pensar	que	era	 idiota	perdida.	Si	Sammy	me
hubiera	 visto	 en	 ese	momento,	 hubiese	 pensado	 que	 no	 se	me	 podía	 sacar	 de
casa.	¡Qué	bochorno,	por	favor!
—¿Estás	 bien?	 —me	 preguntó	 mirándome	 intensamente	 a	 los	 ojos	 y	 sin
borrar	esa	pícara	sonrisa	de	la	cara.
—Sí,	 bueno...,	 un	 poco	 avergonzada	 y	 con	 la	 autoestima	 por	 los	 suelos.
—«Casi	como	termino	yo	cada	vez	que	me	cruzo	contigo»,	pensé—.	No	he	visto
la	cuerda	esa	—acabé	por	decirle.
—El	cabo	—me	corrigió.
Estaba	 tan	 confusa	 que	 no	 sabía	 de	 qué	 me	 estaba	 hablando	 y	 debió	 de
notármelo	en	la	expresión	de	mi	rostro.
—A	esas	cuerdas	se	les	llaman	«cabos».
—Ah,	 vale,	 vale.	 Tú	 debes	 de	 entender	 de	 eso	 más	 que	 yo.	 —Sonreí
tontamente.
Seguía	 sujetándome	 por	 la	 cintura	 con	 fuerza.	 Gracias	 a	 Dios,	 porque	 mis
piernas	 parecían	 un	 flan.	 Y,	 para	 más	 inri,	 seguía	 mirándome	 con	 sus	 ojos
clavados	en	los	míos.
¡Madre	mía,	qué	guapo	era!	A	la	luz	del	sol	sus	iris	eran	aún	más	claros,	pero
a	la	vez	más	intensos.	¿O	era	la	forma	en	que	me	miraba	lo	que	yo	percibía	con
intensidad?
—Si	 te	 suelto,	 ¿me	 prometes	 que	 no	 volverás	 a	 ponerte	 en	 peligro?	 No
siempre	 voy	 a	 estar	 cerca	 para	 cogerte	 en	 el	 último	 segundo	 —me	 señaló
socarronamente.
—Bueno...	 —contesté	 yo	 muy	 digna—...	 he	 pasado	 veintiocho	 años	 sin
conocerte	y	aquí	estoy,	vivita	y	coleando,	así	que	supongo	que	podré	sobrevivir
sin	ti	unos	cuantos	años	más.
Pero	 ¿qué	 se	 había	 creído	 el	 engreído	 ese?,	 ¿es	 que	 nunca	 lo	 había	 puesto
nadie	en	su	sitio?
—Está	bien.	¡Vaya	carácter!	—me	contestó	mientras	me	liberaba.
Sus	manos	se	separaron	de	mi	cuerpo	y	de	repente	noté	que	algo	me	faltaba.
Me	sorprendió	darme	cuenta	de	que	me	sentía	muy	a	gusto	cuando	él	me	tocaba.
Me	hacía	sentirme	protegida	y	segura...,	pero,	además,	 también	me	percaté	del
instinto	que	ese	hombre	había	despertado	en	mí.	Me	atraía	poderosamente	y	mi
cuerpo	reaccionaba	ante	él	cada	vez	que	lo	tenía	cerca.
Una	 voz	 me	 sacó	 de	 mis	 pensamientos.	 Me	 giré	 instintivamente	 porque
alguien	me	llamaba.	Estaban	descargando	nuestras	cosas	de	la	lancha	y	querían
saber	dónde	las	tenían	que	llevar.
Cuando	me	giré	de	nuevo	para	despedirme	del	hombre	que	acababa	de	evitar
que	 me	 cayera	 por	 segunda	 vez	 ese	 día,	 ya	 no	 se	 encontraba	 allí.	 Se	 había
largado	sin	más.
«¡Joder,	 como	 le	 cuente	 a	 Sammy	que	 lo	 he	 visto	 de	 nuevo	 y	 que	 sigo	 sin
quedar	con	él,	me	mata!»,	pensé.
Volví	donde	se	hallaba	la	lancha	y	les	di	las	instrucciones	necesarias	respecto
a	dónde	tenían	que	colocar	nuestras	cosas.	Bajé	a	ponerme	el	dichoso	bikini	para
reunirme	 con	 Sammy	 por	 fin	 y,	 cuando	 llegué	 donde	 se	 encontraba	 ella,
comprobé	 que	 estaba	 feliz,	 con	 una	 sonrisa	 de	 oreja	 a	 oreja,	 tomándose	 un
mojito.
—¡Esto	es	vida!	Podría	tirarme	así	toda	mi	existencia.	Esto	es	una	pasada.	—
No	dejaba	de	hablar	como	un	loro—.	Voy	a	pedirle	otro	mojito	al	camarero	para
ti.	 Por	 cierto,	 está	 buenísimo	—comentó	 sonriendo	 de	 oreja	 a	 oreja—.	 ¡Y	 el
mojito	también!	—exclamó	guiñándome	un	ojo.
Esta	Sammyno	cambiaría	nunca.
La	 verdad	 es	 que	 daba	 gusto	 ver	 cómo	 disfrutaba	 de	 la	 vida,	 cómo
aprovechaba	 cada	 momento	 y	 cómo	 siempre	 tenía	 una	 sonrisa	 para	 todo	 el
mundo.
No	 tardó	 en	 llegar	 con	 mi	 cóctel.	 Mientras	 tanto,	 yo	 me	 había	 estado
acomodando	en	una	confortable	tumbona.
—¿Será	 demasiado	 tarde	 para	 envolverme	 en	 una	 sábana	 como	 un	 bebé	 y
abandonarme	 en	 la	 puerta	 de	 la	 casa	 de	 algún	 millonario?	 —me	 preguntó
haciéndose	la	inocente.
Definitivamente,	Sammy	no	tenía	remedio,	se	mirara	por	donde	se	mirase.
—¡O	 mejor	 aún...	 podría	 dedicarme	 a	 ser	 la	 Barbie	 divorciada!	 —soltó
inmediatamente	después.
—¿Y	por	qué	leches	quieres	ser	 tú	la	versión	divorciada	de	esa	muñeca?	—
planteé,	curiosa	por	la	respuesta	que	me	pudiera	dar.
—Pues	porque	viene	con	la	casa	de	Ken,	el	coche	de	Ken...
Ni	le	contesté,	aunque	he	de	admitir	que	me	hizo	sonreír.
Por	 suerte	 para	 mí,	 no	 tardó	 en	 ponerse	 sus	 cascos,	 así	 que	 iba	 a	 poder
descansar	un	poco	de	su	verborrea.
El	 sol	 nos	 daba	 de	 lleno	 en	 los	 cuerpos	 y	 el	 calor	 que	 sentía	 era	 bastante
sofocante,	por	lo	que	enseguida	me	terminé	el	mojito.
Decidí	entonces	levantarme	e	ir	a	por	otro.
Cuando	estaba	buscando	con	 la	mirada	al	 camarero,	 alguien	 se	 apoyó	en	 la
barra	con	ambos	brazos,	 rodeándome	a	 la	altura	de	 la	cintura,	dejando	caer	 su
peso	sobre	mi	cuerpo	y	dejándome,	por	tanto,	atrapada.
Eran	los	brazos	de	un	hombre	joven,	moreno	de	piel,	que	se	pegó	a	mí	de	una
manera	 furtiva.	 Intenté	 zafarme	 de	 él,	 procuré	 al	 menos	 girarme	 para	 ver	 de
quién	se	trataba,	pero	la	fuerza	de	su	cuerpo	me	lo	impidió.
—Estate	quieta	—me	susurró	lascivamente	al	oído.
Conocía	esa	voz.	Fui	consciente	entonces	de	quién	era	ese	hombre	que	con
tanto	ímpetu	se	había	acercado	a	mí.
Miré	a	mi	alrededor,	pues	no	daba	crédito	a	lo	que	estaba	pasando,	pero	allí
no	había	nadie	más.
Pegó	 su	 pecho	 a	mi	 desnuda	 espalda	 y	 percibí	 cómo	 su	 respiración	 se	 iba
volviendo	 cada	 vez	más	 intensa	 y	 acelerada.	Él	 únicamente	 vestía	 un	 bañador
negro,	por	lo	que	tampoco	llevaba	ropa	en	la	parte	superior,	y	nuestros	cuerpos
comenzaron	a	disfrutar	del	contacto	piel	con	piel.	Acto	seguido	hundió	su	nariz
en	mi	pelo,	aspirando	mi	aroma.	Yo	estaba	comenzando	a	excitarme	a	pesar	de
no	 controlar	 para	 nada	 la	 situación	 y	 de	 que	 ese	 desconocido	 me	 estuviera
acorralando	como	si	de	su	presa	se	tratase.
Sentí	entonces	cómo	me	apartaba	el	pelo	del	cuello	y	dirigía	su	atención	hacia
él.	No	tardó	en	acariciármelo	con	la	mano,	para	después	comenzar	a	besármelo,
rozando	con	deseo,	una	y	otra	vez,	sus	húmedos	y	gruesos	labios	contra	él.
No	podía	creer	lo	que	me	estaba	pasando.	Un	absoluto	desconocido	me	había
empotrado	contra	aquella	barra	y	yo,	 rendida	ante	él,	me	estaba	dejando	hacer
mientras	gemía	de	placer	a	cada	paso	que	él	daba.
Sus	manos,	entonces,	viajaron	primero	a	mis	 labios,	 los	cuales	 recorrió	 con
absoluta	 dulzura,	 como	 si	 el	 tiempo	 no	 apremiase,	 para	 después	 comenzar	 un
viaje	a	través	de	todo	mi	cuerpo	sin	que	yo	le	pusiera	objeción	alguna.
Saboreó	 mi	 cuello	 mientras	 sus	 manos	 se	 paseaban	 golosas	 sobre	 mis	 ya
abultados	 pezones	 y	 los	 acariciaban	 con	 decisión.	Mi	 apremiante	 necesidad	 se
hizo	obvia	para	él	y	abandonó	esos	lares	para	acudir	a	mis	otros	labios.	Comenzó
a	 acariciármelos	 por	 encima	 del	 bikini,	 pero	 no	 tardó	 en	 hundir	 su	mano	 por
debajo	 de	 él,	 hallando	 un	 caliente	 y	 húmedo	 cobijo	 que	muy	 deseosamente	 lo
arropó	y	que	pronto	le	exigió	su	ansiado	botín.
Su	cuerpo	me	aprisionaba	sin	piedad	contra	esa	barra	desierta.	Me	encontraba
absolutamente	a	su	merced.	Sentía	su	erecto	miembro	reposar	impaciente	contra
mi	trasero,	mientras	que	su	boca	susurraba	en	mi	oído	la	necesidad	que	tenía	de
mí.
Todo	en	mí	palpitaba,	todo	en	mí	lo	deseaba...
—Álex,	¿estás	bien?
—¿¡Qué!?...	 ¡Oh,	 joder!...	 Me	 he	 quedado	 dormida	 y	 estaba	 soñando	 —
contesté	 rápidamente	 a	mi	 amiga,	 siendo	 consciente	 de	 lo	 que	me	 acababa	 de
ocurrir.
—Pues	tenía	que	ser	un	sueño	muy	interesante,	porque	no	parabas	de	jadear.
¡Córtate	un	poco,	tía!
—¡La	 madre	 que	 me	 parió,	 qué	 vergüenza!	 —susurré	 para	 mí,	 mientras
miraba	alrededor	por	si	había	alguien	más	por	allí	que	me	hubiera	podido	ver.
No	 daba	 crédito	 a	 lo	 que	 acababa	 de	 pasarme.	 Jamás	 había	 experimentado
nada	igual.	Aquel	sueño	había	sido	tan	real	que	incluso	sentía	húmedo	mi	sexo.
—Vaya	festín	te	has	tenido	que	dar.	¡Seguro	que	te	has	puesto	fina	filipina!
—¡Sammy,	eres	de	lo	que	no	hay!
—¡Ya,	 ya!,	 pero	 tienes	 una	 cara	 de	 felicidad	 que	 no	 puedes	 con	 ella.	 Me
tienes	que	decir	quién	era	el	afortunado.
—¡Cállate	ya,	por	Dios,	que	te	va	a	oír	alguien!	Voy	a	darme	una	ducha,	que
ya	no	aguanto	más	este	calor.
—Sí,	sí,	date	una	ducha,	¡pero	que	sea	muy	fría!
Era	 la	primera	vez	en	mi	vida	que	me	pasaba	eso.	 Jamás	había	 soñado	con
ningún	hombre	y	mucho	menos	teniendo	una	fantasía	así.
Estaba	claro	que	el	«dichoso	marinerito»	no	me	dejaba	indiferente.
	
***
	
Carlo	sabía	que	su	jefe	quería	hablar	con	él,	así	que,	en	cuanto	acomodó	las
cosas	de	las	invitadas,	se	acercó	a	su	camarote	y	llamó	a	la	puerta.
—Adelante,	puedes	pasar,	Carlo	—contestó	el	señor	Saccheri.
—¿Cómo	sabía	que	era	yo,	señor?	—preguntó	con	curiosidad	al	entrar.
—Sólo	 tú	 llamas	 a	 mi	 puerta.	 El	 resto	 de	 la	 tripulación	 no	 se	 atreve	 y	 te
mandan	siempre	a	ti	para	decirme	lo	que	sea.
—Eso	es	cierto,	señor.	—Sonrió	asintiendo—.	Es	usted	muy	observador.
—No	me	llames	señor,	Carlo.	Te	lo	he	dicho	mil	veces.	Estos	formalismos	no
van	conmigo.	Tú	eres	algo	más	que	mi	mano	derecha	para	mí.	Ahora	mismo	eres
todo	lo	que	tengo	y	te	considero	mi	familia.
—Lo	sé,	señor,	pero,	como	llevo	toda	mi	vida	dirigiéndome	así,	a	su	abuelo
primero	y	a	su	padre	después,	me	cuesta	mucho	aceptar	tanta	familiaridad.	Sabe
que	le	 tengo	mucho	aprecio	y	que	lo	quiero	como	al	hijo	que	nunca	tuve,	pero
me	siento	más	cómodo	sirviéndolo	y	llamándolo	señor...,	más	que	de	otra	forma.
—De	acuerdo,	no	te	insistiré	más	en	eso,	si	tú	lo	prefieres	así.	Cambiando	de
tema,	¿cómo	han	ido	las	compras	esta	mañana?	He	visto	descargar	un	montón	de
paquetes.
—Bueno,	creo	que	no	ha	habido	ninguna	tienda	en	toda	Ibiza	que	no	hayamos
visitado.	No	entiendo	muy	bien	a	las	mujeres	y	esa	necesidad	de	comprar	tantas
cosas.	Pero,	en	fin,	supongo	que	todo	será	indispensable	para	ellas.
—De	 eso	 te	 quería	 hablar,	 Carlo.	Me	 acabas	 de	 comentar	 la	 necesidad	 de
comprar	 cosas	 de	 las	 mujeres...	 Cuando	 recogimos	 a	 los	 supervivientes	 del
naufragio...,	¿no	me	dijiste	que	eran	dos	hombres?
—¿Dos	 hombres?...	 No,	 señor.	 Le	 dije	 que	 habíamos	 recogido	 a	 dos
supervivientes	y	que	se	llamaban	Sammy	y	Álex.
—¿Sam	y	Álex?	Ésos	son	nombres	masculinos,	Carlo.
—No,	 señor	—negó	 éste	 sonriendo—.	 Ya	 veo	 de	 dónde	 proceder	 el	 error.
Sammy	y	Álex	—dijo	Carlo	pronunciando	sílaba	por	 sílaba—.	Son	dos	chicas
norteamericanas.
—Joder,	 ya	 lo	 entiendo.	Mi	 confusión	 ha	 venido	 por	 esa	moda	 de	 que	 las
chicas	usen	nombres	masculinos.
—Bueno,	 sus	 nombres	 completos	 son	Samantha	 y	Alexandra,	 pero	 siempre
usan	los	diminutivos	para	dirigirse	entre	ellas.
—¿Has	dicho	Alexandra?	—La	expresión	del	señor	Saccheri	había	cambiado
totalmente.	Su	rostro	mostraba	impaciencia	y	demandaba	una	respuesta	mientras
su	cuerpo	entero	se	tensaba.
—Sí,	señor.	La	signorina	con	el	pelo	moreno	es	Alexandra,	Álex,	como	a	ella
le	gusta	que	la	llamen,	y	la	que	tiene	el	pelo	rubio	es	Sammy,	Samantha.	Ambas
son	encantadoras,	a	decir	verdad.	Desprenden	vitalidad	por	los	cuatro	costados.
—Carlo,	déjame	solo,	por	favor.	Necesito	arreglar	unos	asuntos.
—Sí,	 señor,	 pero	 antes	 de	 irme	 quisiera	 comentarle	 una	 última	 cosa.	 Las
signorinas	 quieren	 agradecerle	 todo	 lo	 que	 está	 haciendo	 por	 ellas	 y	 me	 han
pedido	que	les	organice	un	encuentro	con	usted	para	decírselo	personalmente.
—Está	 bien,	 Carlo,pero	 tengo	 cuestiones	 urgentes	 que	 resolver	 primero.
Mañana	hablaremos	de	eso.	Por	cierto,	esta	noche	voy	a	salir	a	dar	una	vuelta.
He	quedado	a	 cenar	 en	 la	 isla,	 así	 que	prepárame	 la	 lancha	para	 las	ocho,	por
favor.
—De	acuerdo,	señor.	Así	lo	haré.
Carlo	 salió	 de	 la	 estancia	 y	 Saccheri	 se	 derrumbó	 en	 su	 sillón.	 Todo	 había
sido	 muy	 repentino.	 Sentía	 preocupación,	 pero	 a	 la	 vez	 también	 curiosidad.
Siempre	 lo	 había	 tenido	 todo	 controlado	 y	 eso	 se	 le	 escapaba	 de	 las	 manos.
Necesitaba	relajarse	y	olvidarse	de	ello.
—Alexandra...	—repitió	para	sí,	pensativo.
No	debía	de	 ser	más	que	una	mera	casualidad.	 ¿Qué	otra	 cosa	podía	 ser,	 si
no?
Capítulo	5
—Álex,	 no	 sé	 qué	 ponerme	 para	 esta	 noche	—dijo	 mi	 amiga	 dejándose	 caer
sobre	su	cama.
—¡Lógico!	Eso	es	lo	que	pasa	cuando	una	se	compra	tantísima	ropa.
—Mira,	bonita,	todo	el	mundo	sabe	que	el	armario	de	una	mujer	siempre	está
lleno	de	«no	tengo	nada	que	ponerme»,	tengas	la	ropa	que	tengas.
—Sí,	ya...,	pero	vamos	a	lo	que	vamos,	que	ese	cuento	ya	me	lo	conozco	y	yo
tampoco	sé	con	qué	arreglarme.
—¡Pues	 tú	 lo	 tienes	 fácil!	Ponte	 lo	más	 sexy	que	 te	hayas	 comprado.	 ¡Esta
noche	 tenemos	que	arrasar!	—me	contestó	con	una	 sonrisa	de	oreja	a	oreja—.
Primero	 vamos	 a	 cenar	 a	 un	 sitio	 tranquilo,	 pero	 después	 vamos	 a	 ir	 a	 una
discoteca	de	la	que	me	han	hablado	muy	bien,	a	ver	qué	fauna	se	mueve	por	allí
y,	 desde	 luego,	 si	 hay	 alguna	 pieza	 interesante,	 no	 la	 vamos	 a	 dejar	 escapar,
¿verdad?	—me	soltó	esto	último	guiñándome	un	ojo.
—¡Por	Dios,	Sammy!	Hablas	de	los	hombres	como	si	fueran	ganado.
—Mira,	 chica,	 han	 sido	 ellos	 los	 que	 nos	 han	 estado	 buscando	 a	 nosotras
durante	muchos	años	con	un	único	objetivo,	así	que	a	partir	de	ahora	vamos	a	ser
nosotras	las	que	saquemos	el	máximo	partido	a	eso.	Los	tiempos	han	cambiado.
Ahora	 las	 mujeres	 también	 queremos	 sexo	 sin	 compromiso	 y	 yo	 no	 voy	 a
desaprovechar	 la	 oportunidad	 que	 me	 ofrece	 esta	 isla,	 así	 que,	 al	 primer
españolito	guapo	que	me	encuentre,	le	voy	a	dejar	bien	claro	quién	soy	yo.	¡Esta
noche	tenemos	que	triunfar,	sí	o	sí!
—Bueno,	lo	único	que	espero	es	no	quedarme	sola	mucho	tiempo.
—No	te	preocupes	por	eso.	Ya	te	buscaré	yo	compañía.	—Sammy	me	miraba
con	una	sonrisa	muy	picarona.
—Pues	no	sé	qué	es	peor...	¡Miedo	me	das!	—le	dije	temiendo	de	verdad	que
me	buscara	a	alguien	con	quien	dejarme	tirada.
—Álex,	abre	 tu	mente...	¿No	hemos	venido	de	vacaciones	a	empaparnos	de
otras	 culturas?	 Pues	 piensa	 que	 el	 beso	 es	 conocimiento.	 —Expectante	 me
hallaba	 ante	 lo	 que	 pudiera	 decirme	 a	 continuación—.	 Besando	 se	 conocen...
otras	lenguas.
Definitivamente	no	tenía	remedio.
—¡Sammy!	—la	reprendí—.	Deja	las	tonterías	ya,	que	vamos	muy	retrasadas.
Habíamos	quedado	en	que	la	lancha	nos	acercaría	al	puerto	sobre	las	nueve	de
la	 noche,	 pero	 eran	 las	 ocho	 pasadas	 y	 aún	 no	 habíamos	 comenzado	 a
arreglarnos.
—Álex,	corazón,	a	ver	si	te	aprendes	la	primera	máxima	de	toda	mujer	que	se
precie.
—A	ver...	ilústrame	—le	pedí	intrigada.
—Pues	obvio:	¡es	mejor	llegar	tarde	que	llegar	fea!
Lo	peor	de	todo	era	que	lo	decía	absolutamente	convencida.	No	era	la	primera
vez	 que	 se	 retrasaba	 por	 pasar	 demasiado	 tiempo	 arreglándose	 para	 estar
«perfecta».
Estaba	 claro	 que	 Sammy	 quería	 pasárselo	 bien,	 así	 que	 decidí	 adoptar	 la
misma	actitud	que	ella	y	esperar	que	la	noche	fuera	inolvidable.	Me	enfundé	en
el	 vestido	 con	 el	 que	más	 atractiva	me	 sentía	 y	no	me	equivoqué...	Esa	noche
fue,	cuanto	menos,	desconcertante.
La	cena	resultó	muy	tranquila.	El	sitio	era	maravilloso	y	la	comida,	increíble.
Estuvimos	 en	 un	 pequeño	 restaurante,	 con	 toda	 la	 decoración	 en	 blanco	 y
dorado,	 lleno	 de	 pequeñas	 mesitas	 con	 sus	 velas	 encendidas	 y	 con	 una	 vista
panorámica	de	todo	el	puerto	de	Ibiza	que	resultaba	espectacular.
La	discoteca	a	 la	que	 fuimos	después	 estaba	 situada	 a	 orillas	 del	mar	 y	 era
enorme.	Había	muchísima	gente	 y	 la	música	 estaba	muy	 alta.	Lo	primero	 que
hicimos	 fue	 dirigirnos	 a	 la	 barra	 para	 pedirnos	 unos	mojitos.	 Los	 hacían	muy
buenos,	 así	 que	 nos	 bebimos	 tres	 o	 cuatro	 antes	 de	 que	 conociéramos	 a	 unos
chicos	de	la	zona.	Parecían	muy	simpáticos,	pero	estaban	claras	sus	intenciones.
Eso	a	Sammy	no	le	importó	en	absoluto;	de	hecho,	era	lo	que	buscaba,	así	que	se
sentía	feliz.
—¿A	qué	os	dedicáis?	—nos	preguntó	uno	de	ellos.
—Básicamente	a	respirar	—le	contestó	Sammy—.	No	ganamos	mucho,	pero
nos	da	para	vivir	—terminó	diciéndole	mientras	se	partía	de	la	risa.
¡La	madre	que	la	parió!	Ya	sé	que	ni	el	sitio	ni	la	compañía	daban	para	una
conversación	mucho	más	formal,	pero	es	que	Sammy	siempre	daba	la	sensación
de	que	no	se	 tomaba	la	vida	en	serio	y	eso	 tampoco	era	así.	Era	verdad	que	le
daba	 mucho	 valor	 a	 cosas	 muy	 banales	 en	 muchos	 momentos,	 pero	 también
centraba	su	interés	en	las	cosas	importantes	de	la	vida.	Sin	embargo,	ésa	no	era
la	apariencia	que	transmitía.
No	tardó	en	decirme	que	se	iba	con	uno	de	ellos	«a	conocerlo	a	un	sitio	más
tranquilo»,	 así	que	allí	me	quedé	con	el	otro	muchacho,	que	a	 simple	vista	no
parecía	muy	espabilado.
—¿Cómo	te	llamas?	—le	pregunté	por	educación	y	por	hablar	con	él	de	algo,
ya	que	la	situación,	si	no,	iba	a	ser	muy	incómoda.
—Adivínalo	 —me	 sugirió	 sonriendo,	 orgulloso,	 como	 si	 me	 hubiera
propuesto	el	desafío	más	interesante	de	mi	vida—.	Empieza	por	«E».
—Eduardo,	Esteban...
—No.
Suspiré	por	la	tontería	del	jueguecito,	pero	no	quise	ser	grosera	con	él.
—Ernesto,	Emilio...	—seguí	diciendo	con	absoluta	desidia.
—No.	—Él,	sin	embargo,	sonreía	satisfecho.
—Eustaquio,	Eusebio...
—No.
—¿Entonces?	No	se	me	ocurren	más	nombres.
—¿Te	 das	 por	 vencida?	—Sonreía	 como	 si	 fuera	 el	 ganador	 del	 reto	 más
importante	de	su	vida.
Levanté	ambas	manos	en	señal	de	rendición,	pero	él	se	mantuvo	expectante.
—Me	rindo	—le	dije	por	fin,	ya	que	no	parecía	haber	entendido	mi	gesto—.
¿Cómo	te	llamas?
—	Yo	soy...	El	Lucas.
¡Vale,	 ya	 había	 oído	 suficiente!	 ¿De	 verdad	 ése	 era	 el	 espermatozoide	 que
había	ganado?
No	sé	qué	edad	tendría	el	chaval,	pero	me	daba	igual.	Parecía	un	adolescente
con	una	conversación	de	besugo	que	no	nos	llevaba	a	nada.	Tenía	que	librarme
de	él	como	fuera	o	iba	a	empezar	a	ser	maleducada	de	un	momento	a	otro.	No
soportaba	tanta	sandez.
—Tengo	que	ir	al	baño	—le	dije	a	modo	de	excusa.
—Vale,	te	acompaño.	—Tuvo	los	redaños	de	responderme.
—No,	no,	gracias.	—«Sólo	me	faltaba	eso»,	pensé—.	No	es	preciso.	Además,
creo	que	me	voy	a	ir.	Estoy	cansada,	así	que	ya	nos	veremos	en	otro	momento.
Le	sonreí	con	apatía	y	con	las	mismas	me	levanté	y	me	fui.	Me	dio	lástima	el
chico,	pero	no	tenía	ganas	de	seguir	escuchando	estupideces	cuando	tenía	claro
que	no	iba	a	pasar	nada	con	él.
Salí	de	la	discoteca	en	busca	de	Sammy,	pero	no	la	vi	por	ningún	lado,	así	que
decidí	 regresar	 a	 ver	 si	 aún	 se	 encontraba	 dentro.	 Era	 imposible	 hallarla	 entre
tanta	gente	y	no	me	cogía	el	móvil.	Decidí	 subirme	a	una	 tarima	que	se	había
quedado	libre	para	poder	buscarla	mejor.	Quizá	desde	lo	alto	la	viese.
Cuando	ya	llevaba	allí	en	lo	alto	un	buen	rato,	alguien	se	me	acercó	por	detrás
y,	cogiéndome	por	la	cintura,	me	dijo:
—¡Debería	agarrarte	fuerte!	La	caída	desde	aquí	podría	ser	muy	dolorosa	y	tú
tienes	tendencia	a	querer	besar	el	suelo.
Estaba	muy	pegado	a	mi	espalda	y	me	sujetaba	 fuertemente	con	sus	manos
apoyadas	en	mis	caderas	mientras	mecía	ambos	cuerpos	al	 ritmo	de	 la	música.
Su	boca	me	había	susurrado	esas	palabras	al	oído.	La	voz	me	resultaba	familiar.
¡Oh,	Dios	mío,	no	podía	ser!	Era	él	otra	vez,	era	su	voz.
Intenté	girarme,	pero	seguía	pegado	a	mi	espalda	y	seguía	sujetándome	muy
fuerte,	así	que	no	pude	hacerlo	y	él	continuó	susurrándome	al	oído.
—Eres	 demasiado	 preciosa	 para	 estar	 subida	 a	 esta	 tarima	 con	 todos	 esos
idiotas	ahí	abajo	babeando	por	ti.	¿No	querrás	que	tenga	que	salvarteotra	vez	del
peligro?
¡Pero	quién	se	había	creído	que	era!	¿Cómo	se	podía	ser	 tan	arrogante?	No
daba	crédito	a	lo	que	oía.
Sin	duda	era	el	empleado	de	Saccheri.	Intenté	zafarme	de	nuevo	y	esa	vez	sí
que	dejó	que	me	liberara.	Me	giré	hacia	él	y	me	miró	con	sus	intensos	ojos.	En
ellos	había	deseo.
Todo	en	mí	vibraba	y	no	era	precisamente	por	los	altavoces	que	tenía	al	lado.
Podía	 sentir	 la	 potencia	 de	 su	mirada	y	 podía	 sentir	 la	 poderosa	 atracción	que
había	surgido	entre	nosotros.
Pero	 de	 pronto	 la	 expresión	 de	 su	 rostro	 cambió.	 Sus	 ojos	 comenzaron	 a
brillar	 intensamente.	 Tensó	 su	mandíbula	 y	 pasó	 de	mostrar	 pasión	 y	 deseo	 a
reflejar	en	su	cara	un	gesto	de	desconcierto.	Yo	no	entendía	nada.
Algo	hizo	que	se	alejara	de	repente.	Se	dio	media	vuelta	y,	de	un	salto,	bajó
de	 la	 tarima	 donde	 nos	 encontrábamos.	 Iba	 vestido	 con	 unos	 vaqueros	 que	 le
sentaban	de	 fábula	y	una	 camisa	de	 lino	blanca	 con	 las	mangas	 recogidas	que
hacía	que	contrastaran	aún	más	sus	verdes	ojos	y	su	piel	morena.
Desfiló	delante	de	mi	mirada	mientras	se	alejaba,	destacando	por	encima	de
los	demás	con	un	paso	muy	seguro	y	confiado.	Estaba	claro	que	se	sentía	a	gusto
consigo	mismo	y	era	consciente	de	 las	miradas	que	atraía.	Era	muy	sexy	y	sin
duda	lo	sabía.
Lo	 seguí	 con	 la	 vista	 hasta	 que	 lo	 perdí.	Me	 había	 quedado	 allí	 como	 una
idiota,	atónita	ante	lo	que	acababa	de	ocurrirme.
Mis	piernas	empezaron	a	temblar	de	nuevo	y	tuve	que	bajarme	rápidamente
de	 la	 tarima	 o	 corría	 el	 peligro	 de	 caerme	 de	 verdad.	 En	 ese	 momento	 llegó
Sammy,	que	había	visto	toda	la	escena	desde	abajo.
—¿Estás	bien?	Pareces	nerviosa.	¿Quién	era	ese	tío?	Era	muy	atractivo.	No	te
ha	hecho	nada	raro,	¿verdad?
Mi	mente	 iba	 a	mil	 por	 hora	 y	 no	 paraba	 de	 dar	 vueltas.	 ¿Qué	 acababa	 de
pasar?	¿Habría	sentido	él	 lo	mismo	que	yo?	¿Por	qué	se	había	largado	así?	No
lograba	entender	nada	y	no	sabía	qué	explicarle	a	Sammy.
—¡Quieres	decirme	algo!	 ¡Desde	 luego,	no	 te	puedo	dejar	 sola!	—me	soltó
con	tono	de	reproche.
—Estoy	bien,	Sammy.	Sólo	quiero	salir	de	aquí	y	volver	al	barco.	—¡Puf...	al
barco!	No	había	pensado	en	eso.	Podría	volver	a	encontrarme	con	él	allí	también
—.	¿Y	tu	amigo,	no	te	despides	de	él,	Sammy?
—No	te	preocupes	por	eso	ahora.	Mañana	ya	lo	buscaré	y	me	excusaré	con	él
por	haberme	ido	así	—me	contestó.
Una	vez	fuera	de	la	discoteca,	algo	nos	llamó	la	atención.	Se	había	formado
un	 pequeño	 revuelo	 alrededor	 de	 un	 coche	 deportivo	 de	 color	 negro	 y	 con
tapicería	de	cuero	beige.	El	conductor	había	arrancado	el	motor	y	todo	el	mundo
se	había	girado	para	verlo.
De	repente	se	oyó	un	rugido	y	el	vehículo	salió	prácticamente	derrapando.	Al
llegar	a	nuestra	altura	ya	iba	a	mucha	velocidad;	sin	embargo,	me	dio	tiempo	a
ver	 al	 conductor.	 Él	 también	 me	 estaba	 observando	 a	 mí,	 así	 que	 nuestras
miradas	se	cruzaron	unas	milésimas	de	segundo.
Volvía	a	ser	él	y	su	intensa	mirada.
—¡Joder,	 qué	 pasada	 de	 coche...!	 ¿Te	 has	 fijado?	—me	 preguntó	 Sammy,
entusiasmada.
—No	mucho,	la	verdad;	no	me	ha	dado	tiempo	—le	contesté.
En	 realidad	 sólo	 había	 tenido	 tiempo	 de	 fijarme	 en	 él	 y	 en	 cómo	 ambos
habíamos	sido	conscientes	únicamente	el	uno	del	otro,	sin	tener	en	cuenta	nada
más	a	nuestro	alrededor.
De	 camino	 al	 yate	 mi	 mente	 no	 paró	 de	 darle	 vueltas	 a	 todo	 hasta	 que
llegamos	a	nuestro	camarote.	Nos	pusimos	los	pijamas	y,	una	vez	metidas	en	la
cama,	Sammy	me	miró	con	cara	de	querer	saberlo	todo.
—¡Vaaale!	—le	dije	ante	su	escrutadora	mirada—.	El	hombre	de	la	discoteca
es	el	empleado	de	Saccheri	que	me	he	tropezado	esta	mañana.
—¿El	que	estaba	tan	bueno?	¡No	fastidies!	¿Y	qué	hacía	en	la	disco?
—No	lo	sé,	Sammy.	Se	me	acercó	por	detrás	y	luego	se	fue	enseguida.	No	me
dio	tiempo	a	hablar	con	él.
—Pues	te	diré	que,	antes	de	subirse	a	la	tarima,	te	estuvo	observando	durante
un	buen	 rato	y	desde	 luego,	 si	 te	 hubiera	 podido	 comer	 entera,	 créeme	que	 lo
habría	hecho.	Se	pasó	todo	el	rato	que	permaneciste	ahí	arriba	sin	quitarte	el	ojo
de	encima.	Yo	creo	que	le	atraes	mucho.
—Yo	no	 estoy	 tan	 segura	 de	 eso,	 Sammy.	Cuando	nos	miramos,	 cambió	 la
expresión	 de	 su	 cara.	 No	 sé,	 fue	 como	 si	 se	 hubiera	 dado	 cuenta	 de	 algo	 o
hubiera	visto	algo	en	mí	que	lo	aterrara	y	entonces	fue	cuando	salió	corriendo	sin
más.	No	me	dio	tiempo	a	decirle	nada.
—Bueno,	 no	 te	 preocupes,	 mañana	 lo	 buscaremos;	 nos	 haremos	 las
encontradizas	con	él	y,	cuando	te	vea	delante	de	él	y	pueda	admirar	lo	guapísima
que	eres,	no	tendrá	más	remedio	que	caer	rendido	a	tus	pies.
—¡Ya,	 claro!	 Ésos	 son	 los	 ojos	 con	 los	 que	 tú	me	miras,	 Sammy,	 pero	 de
todas	formas	muchas	gracias	por	 intentar	animarme.	Por	cierto...	—le	continué
explicando—...	el	hombre	que	conducía	el	coche	deportivo	que	vimos	al	salir	de
la	discoteca	era	él	también.
—¿Qué	dices?	¿Cómo	va	a	ser	él?	¿Tú	sabes	lo	que	vale	ese	coche?...	¡Es	un
Bentley!	 ¡Es	 imposible	 que	 con	 su	 sueldo	 se	 pueda	 permitir	 un	 deportivo	 así!
Claro	 que	 a	 lo	mejor	 el	 coche	 pertenece	 al	 señor	 Saccheri	 y	 él	 es	 su	 chófer...
Carlo	me	comentó	algo	de	que	su	jefe	iba	a	acercarse	a	la	isla	a	cenar	con	unos
amigos.
—Bueno,	da	igual,	Sammy,	vamos	a	olvidarnos	de	eso.	Cambiando	de	tema,
aún	no	 sabemos	 cuándo	vamos	 a	poder	ver	 al	 señor	Saccheri	 para	 agradecerle
todo	lo	que	está	haciendo	por	nosotras.	No	todos	los	días	se	pueden	pasar	unas
vacaciones	en	un	yate	de	lujo	con	todos	los	gastos	pagados.
—Eso	es	cierto.	—Sammy	afirmó	con	la	cabeza—.	Estas	vacaciones	van	a	ser
inolvidables,	 ya	 lo	 verás.	Mañana	 se	 lo	 recordaremos	 a	Carlo.	Ahora	vamos	 a
descansar	un	poco,	que	hoy	ha	sido	un	día	muy	largo.
El	día	había	sido	largo	y	muy	raro	para	mí...,	agotador	por	todas	las	compras,
entretenido	por	 la	 cena	y	 los	bailes	 en	 la	discoteca	y	desconcertante	por	 aquel
hombre	que	no	podía	sacar	de	mi	mente.	Pensar	en	él	me	hacía	sentir	emociones
encontradas.	Físicamente	me	atraía	muchísimo	y	hacía	que	mi	mundo	temblara
cada	vez	que	se	acercaba	a	mí...,	pero,	por	otra	parte,	también	había	algo	que	me
decía	que	me	alejara	de	él.	Había	algo	que	me	daba	miedo;	su	intensidad,	quizá.
Sin	embargo,	y	a	pesar	de	despertar	ese	recelo	en	mí,	era	la	persona	con	la	que
más	segura	me	había	sentido	en	mi	vida.
Lo	que	estaba	claro	era	que	no	me	dejaba	en	absoluto	indiferente.
Capítulo	6
El	 día	 amaneció	 precioso.	 El	 sol	 radiante	 entraba	 por	 la	 ventana	 de	 nuestro
camarote.	Me	encontraba	muy	descansada	y	con	mucha	energía,	así	que	decidí
ponerme	 ropa	 deportiva	 y	 hacer	 uso	 del	 gimnasio	 del	 barco.	 Gracias	 a	 Dios,
cuando	llegué	estaba	desierto.	No	me	apetecía	encontrarme	con	el	empleado	de
Saccheri	de	nuevo.	Me	sentía	muy	vulnerable	ante	su	presencia.
El	ejercicio	físico	me	vino	muy	bien	para	despejar	la	mente.	Tras	él,	me	sentía
más	animada.	De	vuelta	a	nuestra	habitación,	me	encontré	con	Carlo.
—Buenos	días,	signorina...	¿Ha	dormido	usted	bien?
—De	 maravilla,	 Carlo.	 Me	 siento	 renovada.	 Por	 cierto,	 no	 pretendo	 ser
pesada,	pero	quiero	recordarle	que	nos	gustaría	darle	las	gracias	personalmente
al	señor	Saccheri	por	todo	lo	que	está	haciendo	por	nosotras.
—No	hay	problema	con	eso,	signorina.	Hoy	probablemente	lo	verán	y	podrán
decírselo	directamente.	De	hecho,	me	ha	comentado	que	quiere	bajar	al	velero
hundido	 y	 ver	 si	 se	 puede	 recuperar	 alguna	 de	 sus	 pertenencias.	 ¿A	 lo	mejor
quieren	ustedes	acompañarlo?
—Bueno,	 eso	 sería	 fantástico.	Tanto	Sammy	como	yo	 sabemos	bucear	y,	 si
encontráramos	 toda	 nuestra	 documentación,	 sería	 maravilloso,	 porque	 nos
ahorraríamos	un	montón	de	trámites.
—Entonces	 hablaré	 con	 el	 señor	 Saccheri	 para	 ver	 cómo	 lo	 organizan	 para
que	 ustedes	 también	 puedan	 bajar.	 Eso	 los	 ayudará	 a	 ellos	 a	 encontrar	 sus
antiguos	 camarotes	 y	 podrán	 indicarles	 dónde	 estaban	 sus	 cosas	 con	 mayor
claridad.
—De	acuerdo.	Voy	a	buscar	a	Sammy	y	enseguida	subimos	a	desayunar.

Continuar navegando