Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
Índice Portada Sinopsis Portadilla Cita Parte I Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Parte II Capítulo 30 Capítulo 31 Capítulo 32 Capítulo 33 Capítulo 34 Capítulo 35 Capítulo 36 Capítulo 37 Capítulo 38 Capítulo 39 Capítulo 40 Capítulo 41 Capítulo 42 Capítulo final Epílogo Agradecimientos Biografía Referencias a las canciones Referencias a las novelas Créditos Gracias por adquirir este eBook Visita Planetadelibros.com y descubre una nueva forma de disfrutar de la lectura ¡Regístrate y accede a contenidos exclusivos! Primeros capítulos Fragmentos de próximas publicaciones Clubs de lectura con los autores Concursos, sorteos y promociones Participa en presentaciones de libros Comparte tu opinión en la ficha del libro y en nuestras redes sociales: Explora Descubre Comparte http://goo.gl/1OP6I6 http://goo.gl/v0wG2A http://goo.gl/JYqUxR http://goo.gl/IoPlU0 http://goo.gl/s0nYNA http://goo.gl/HjpKFD http://goo.gl/FKoB61 http://goo.gl/2VT2zx https://www.instagram.com/planetadelibros/ Sinopsis Álex es una mujer orgullosa de su presente, con un futuro prometedor, pero con un pasado aún por descubrir. Hugo es un hombre hecho a sí mismo, con un pasado difícil de superar y con un futuro aún por resolver. Un terrible suceso unirá sus vidas, pero ¿qué férrea determinación las separará? ¿Y si te vuelvo a encontrar? es una intensa historia en la que se enlazan pasado y presente para ofrecer un futuro a quienes, por encima de todo, apuestan por el amor más allá de toda racionalidad. Advertencia legal: la lectura de esta novela puede perjudicar seriamente su salud emocional. Absténgase, por tanto, de sumergirse en esta apasionante historia toda persona a la que no le guste reír, llorar, vivir intensamente o amar. ¿Y SI TE VUELVO A ENCONTRAR? Carol B. A. Dicen que, si se conoce a la persona correcta en el momento equivocado, la vida volverá a juntarlos tarde o temprano. Parte I ¿Y si te vuelvo a encontrar? Capítulo 1 Hugo —Buenos días, señora Mann. ¿Está Hugo? —Sí... un segundo. —Su madre se acercó a la escalera que daba acceso al segundo piso de la vivienda y lo llamó—. Hugo... Tus amigos están aquí. —Enseguida bajo —gritó él mientras saltaba de la cama para ponerse el bañador y coger su toalla. El chico estaba encantado de veranear en ese lugar. Todos los años, su padre alquilaba la misma casa en el lago Cayuga, en el estado de Nueva York. Habían llegado a un acuerdo con el propietario para que, en las vacaciones estivales, siempre se la arrendara a ellos. Quizá precisamente eso la hacía aún más atractiva a sus ojos. Para él ese sitio significaba salir de Roma, su residencia habitual, y romper con la monotonía de su día a día. Ir a ese lago no sólo suponía volver allí donde su padre tenía sus raíces, sino también disfrutar verdaderamente de la naturaleza, del tiempo de ocio, de los amigos, cosa que en la capital italiana le era muy difícil de conseguir, debido a sus obligaciones. Aquel entorno le aportaba todo lo que no tenía su ciudad de origen. Le proporcionaba muchos senderos por los que perderse y en los que encontrarse a sí mismo... y, sobre todo, le proporcionaba muchas tardes calurosas, refrescadas por los baños que se daba en el lago junto a todos los amigos que, año tras año, se reencontraban en ese fabuloso escenario. Dejando atrás esos pensamientos, Hugo se puso el bañador, cogió la toalla y bajó los escalones de dos en dos. —¡Me voy! No volveré tarde —anunció dando luego un portazo. En el porche de la vivienda estaban esperándolo dos de sus mejores amigos. A ambos los había conocido años atrás y disfrutaban siempre juntos de sus vacaciones. —Hola, Hugo. Esta mañana nos hemos encontrado con unas chicas nuevas en el pueblo y hemos quedado con ellas para bañarnos en el lago —le comentó, emocionado, uno de los chavales. Ése, precisamente, era el problema que había surgido entre ellos ese año. Sus amigos, en plena adolescencia, habían cambiado sus prioridades y en ese momento preferían la compañía de las chicas antes que los deportes o las otras actividades que habían venido realizando verano tras verano. —Ya, pues qué bien... —ironizó Hugo, intentando no parecer demasiado contrariado. Mientras sus amigos sólo pensaban en hacer el tonto delante de todas las muchachas que iban conociendo, él simplemente quería disfrutar del aire libre y la naturaleza y no le interesaban para nada las relaciones estúpidas que éstos solían establecer con las que él denominaba «las petardas de turno». No tardaron mucho en llegar a la orilla del lago. Aun así, cuando lo hicieron ya estaban allí esperándolos, desde hacía un buen rato, las chicas con las que habían quedado. —¡Llegáis tarde! —soltó una de ellas cruzando los brazos sobre su pecho y con cara de pocos amigos. —Bueno, es que... Hugo ha tardado bastante en salir y por eso nos hemos retrasado. Éste lo miró estupefacto. —¡Pero si yo no he tardado nada! —protestó, cabreado por la situación. Estaba claro que no le apetecía estar allí. Los intereses de sus amigos ya no eran los mismos que los suyos y en ese momento, además, lo estaban vendiendo con tal de salvar su culo ante ellas. —Bueno, ¿vamos a bañarnos o qué?... Me muero de calor —dijo en un tono todavía más impertinente la otra joven. —Sí, vamos —contestaron los amigos de Hugo al tiempo que se quitaban sus camisetas. Todos, excepto él, echaron a andar. —Hugo, ¿no vienes? —le preguntaron. —Id vosotros, enseguida os alcanzo... Es que me duele un poco la cabeza. Se trataba de una excusa. A Hugo no le apetecía bañarse con esas dos niñatas, así que se quedó allí sentado, pensando en lo tontos que podían volverse los chicos cuando estaban al lado de alguna muchacha. Todo eso no iba con él. De pronto una voz femenina le preguntó algo. —¿No te bañas? «¡Vaya por Dios, otra petarda más! —pensó Hugo—. ¿A ver qué quiere ésta ahora?» Estaba a punto de decirle que, por favor, lo dejara tranquilo, pero, cuando se volvió hacia ella, su boca, como por arte de magia, se quedó muda. Era una adolescente, aunque quizá tuviera algún año menos que él; sin embargo, no le pareció una niñata como las otras. Le dio la impresión de que era diferente a las demás. No supo qué contestarle. De repente ya no quería pedirle que lo dejara en paz y tampoco quería parecerle grosero diciéndole que no le apetecía nada pasar su tiempo con «aquellas petardas». —Y tú, ¿tampoco vas al agua? —le dio por respuesta Hugo. —No me apetece bañarme con tus amigos, no me caen bien. Hugo sonrió. Ella había dicho lo que él no se había atrevido a soltar respecto a las otras chicas. Eso le hizo gracia. Al menos era sincera. —¿Quieres que te lea la mano? —le preguntó ella. «¿Leerme la mano?» Eso lo dejó totalmente descolocado. No creía en esas cosas; es más, le parecían cuentos chinos. A pesar de ello, la mirada de la muchacha hizo que accediera a sus deseos. —Vale —contestó escéptico. Hugo pensaba por aquel entonces que cada uno decidía su propio destino y que, por lo tanto, no había nada escrito de antemano, por lo que no creía que nadie pudiera ver el futuro de otra persona. No obstante, la joven había captado su atención. Le había transmitido buenas vibraciones y tenía curiosidad por ver qué le podía decir. —Bien, dame tu mano —pidió alargando las suyas. Hugo le tendió la mano derecha y ella se la cogió. Una chispa saltó en el instante en que se tocaron. Hugocomenzó a respirar aceleradamente. «Pero ¿qué me pasa?», pensó inquieto. Sintió cómo sus mejillas habían enrojecido y cómo un abrasador calor le recorría todo el cuerpo. Le hubiera encantado poder tirarse al agua de cabeza en esos momentos. Levantó la vista y descubrió que ella lo estaba mirando. Entonces fue cuando notó la conexión. Esa chica le había llegado dentro. No la conocía de nada y, sin embargo, enseguida se sintió muy cómodo con ella y tuvo la sensación de que serían buenos amigos. —Cuando seas mayor vas a vivir en una casa muy grande, serás muy rico y te casarás... —De pronto hizo una pausa mientras ponía cara de desconcierto—... conmigo —terminó de decir, totalmente sorprendida y nada convencida al mismo tiempo. Eso hizo reír a Hugo. ¿Cómo podía adivinar ella, con sólo mirarle las manos, semejantes cosas? Eso era una soberana tontería. No obstante, tampoco era muy difícil predecir aquel futuro para él. Su familia tenía mucho dinero y disponía de numerosas viviendas, todas ellas enormes. Y por supuesto que le gustaría casarse algún día, aunque evidentemente no tenía nada claro que fuese a ser con ella. Pero a Hugo le había picado la curiosidad y le siguió el juego. —¿Y tú cómo sabes todo eso? —planteó, expectante ante la explicación que le pudiera dar. —Lo pone aquí, en la palma de tu mano —contestó la muchacha, aún aturdida por verse ella misma en el futuro de aquel chico al que acababa de conocer. Ambos se miraron a los ojos mientras sus manos seguían sintiendo el suave contacto del otro. Hugo sonrió. «Está loca —se dijo—, pero hay algo en ella que la hace diferente, y eso me gusta.» Permanecieron así unos segundos más. La conexión entre ambos lo tenía cautivado. No podía dejar de mirarla y mucho menos quería que le soltase la mano. Su rostro se acercó al de ella como si de un imán se tratase y, embelesado por las sensaciones que recorrían su cuerpo, se dejó llevar y besó a la joven. Ella lo recibió tan sorprendida como lo estaba él, pero al mismo tiempo le respondió con dulzura y con calidez. Las sensaciones emborracharon sus sentidos y ambos se abandonaron a esa plácida rendición que supone el primer beso. Un beso que dura un sólo instante en el tiempo, pero que perdura eternamente en nuestra memoria. Entonces fue cuando llegaron los demás y la magia se rompió. Ella se separó de él y le soltó la mano precipitadamente. —Me tengo que ir —dijo bastante confundida. Y, sin más, se despidió de todos y se fue. Esa noche Hugo no pudo dormir. Hacía mucho calor, sí, pero no era eso lo que le quitaba el sueño. No podía apartar la imagen de esa chica de su cabeza y, sobre todo, no podía olvidar la sensación que le había transmitido y lo fascinante que le había parecido. Nunca había experimentado nada igual. Ese cosquilleo que le había hecho sentir mientras se miraban el uno al otro hacía que tuviera claro que ella le gustaba. Esa chica había conseguido interesarle. Mucho. Al día siguiente se volvieron a reunir todos en el lago. Esta vez Hugo iba mucho más animado y estaba deseando llegar al punto de encuentro para poder verla de nuevo..., pero, para su desgracia, la joven que tanto le había impactado el día anterior no apareció. Hugo preguntó a sus amigas por qué no había ido ella, y entonces le explicaron que, cuando fueron a buscarla a su casa, acababan de llamar a su padre para que se incorporara inmediatamente al trabajo por algo importante que había sucedido. Sus vacaciones, por tanto, se habían terminado. Hugo se quedó helado. ¿Eso qué significaba? ¿Que no la volvería a ver? Eso no podía ser... A Hugo le daba mil vueltas la cabeza, no sabía ni siquiera su nombre. ¡Eso!... Tenía que preguntarlo. —¿Me podéis decir cómo se llama vuestra amiga, por favor? —¡Pues no! —contestó una de ellas, con mucha arrogancia—. Si ella no te lo ha dicho, por algo será, así que... A la otra chica le dio pena la cara que puso Hugo ante esa respuesta y, cuando todos se fueron a bañar, le susurró el nombre de su amiga al oído. Aquel verano fue para Hugo el peor de su vida, porque no sólo la perdió a ella. Cuando regresó a casa consciente de que probablemente nunca más la volvería a ver, se encontró con que había un coche de policía en la puerta. Un detective y un agente hablaban con el mayordomo, que en ese momento tenía las manos sobre la cara. Éste estaba abatido y negaba con la cabeza. Para Hugo ese hombre era como un abuelo, alguien a quien tenía mucho cariño, a pesar de no ser de su familia. De pronto los tres se giraron hacia el chico, que los observaba de cerca, paralizado, intuyendo lo peor. El sirviente tenía los ojos llenos de lágrimas. Se derrumbó literalmente en el mismo instante en el que vio a Hugo. Cayó al suelo de rodillas y Hugo fue hacia él. Corrió a abrazarlo, sin saber aún qué había pasado. La noticia fue asoladora. A Hugo se le rompió el corazón en mil pedazos. Había perdido a sus padres en un accidente de tráfico. Los había perdido para siempre y ni siquiera se había podido despedir de ellos. Su vida, a partir de entonces, cambió radicalmente. A tan corta edad, se encontraba solo en la vida, con el mayordomo, que además era el hombre de confianza y mano derecha de la familia, como la única figura de apego que le quedaba. Hugo se hizo mayor de repente. Maduró muy rápido y su alegría de niño se tornó en responsabilidad de adulto, aunque él no lo fuera. Su edad era todavía la de un adolescente, pero su destino lo había convertido en un hombre antes de tiempo. Tuvo que aprender cómo gestionar la herencia familiar y tuvo que reprimir sus sentimientos y endurecerse para poder seguir adelante con su vida. No le resultó fácil. Sus padres le habían sido arrebatados demasiado pronto y las causas del accidente no estaban nada claras. Otra vez se repetía la tragedia familiar, al igual que había ocurrido con su abuelo, al que quería con absoluta locura y a quien había perdido un año antes que a sus progenitores, al caerse su coche por un precipicio en circunstancias que todavía no se habían esclarecido. Únicamente había una cosa en la vida que lo reconfortaba en los momentos de desolación. El recuerdo de ese primer beso. El recuerdo de esa muchacha. «Me encantaría volverla a ver», pensaba muchas veces cuando el vacío que le había causado la pérdida de sus padres lo dejaba sin esperanza alguna en la vida. Todo había sido tan inesperado, tan duro, tan cruel, que Hugo se aferraba a lo único que en su maldita existencia le había despertado algún interés. Esa joven. Tenía muy claro que nunca la volvería a ver. No sabía nada de ella... y, además, no iba a ser capaz de volver allí a pasar las vacaciones. No soportaría regresar a ese lugar, no después de la muerte de sus padres. Lo que él desconocía por aquel entonces es que, a veces, ni el destino ni las decisiones que uno toma en la vida pueden evitar lo inevitable. Capítulo 2 —¡Madre mía!... pero ¿qué son esos ruidos? —dije con voz somnolienta. Me incorporé en la cama, asustada, y miré a mi alrededor. Sammy farfulló algo desde su posición, aunque seguía totalmente dormida. Yo tenía una resaca tremenda. Esa noche habíamos estado de marcha en Ibiza y habíamos bebido como si no hubiera un mañana, y en ese momento tenía un dolor de cabeza de esos que hacen que te acuerdes de la familia de todo el mundo, ya que el más mínimo sonido te taladra el cerebro sin piedad. —¡Sammy, despierta! —pedí en un susurro apenas audible. —¿Qué pasa? —me preguntó ella mientras se incorporaba—. ¡Joder!, me va a estallar la puta cabeza. Mi amiga me miraba con cara de intentar comprender qué demonios quería, qué era tan importante como para despertarla a esas horas. Todavía era muy temprano, pues aún no había salido el sol, y hacíapoco que nos habíamos acostado. —Escucha... pasa algo raro —le comenté intentando atender a lo que sucedía fuera de nuestro camarote. Sammy puso los ojos en blanco y luego me miró con cara de querer tirarme algo a la cabeza. No le había sentado muy bien que la despertara. —Álex, aquí lo único raro que pasa es que no estamos acostumbradas a tanta fiesta. ¡Joder, qué resaca tengo! —terminó de decir mientras se volvía a acurrucar en su cama. —No me refiero a eso. Hace un momento he oído mucho ruido. De hecho, eso ha sido lo que me ha despertado. Sin embargo, ahora hay completo silencio. —¡Ay, por Dios, Álex! Son las seis de la mañana y estamos en un barco fondeado a medio kilómetro de la costa... ¿qué esperabas? Lo normal es que esté todo en silencio —me contestó Sammy—. ¡Duérmete ya, coño, y déjame dormir a mí también! Le hice caso y volví a acurrucarme en mi cama. Estaba muy cansada. Me quedé pensando en que precisamente habíamos escogido ese tipo de vacaciones por la tranquilidad que nos podía aportar, ya que dormíamos en un velero que recorría las islas Baleares, pero sólo nos acercábamos a ellas cuando queríamos algo más de actividad. Después de que mi padre falleciera y, poco después, mi madre se trasladara a vivir a España, mi amiga Sammy y yo decidimos venir todos los veranos a pasar nuestras vacaciones aquí. Mi padre conoció a mi madre en Madrid, de donde es ella y donde él estaba destinado por trabajo. Se enamoraron perdidamente, se casaron y me tuvieron a mí. Para cuando yo contaba con diez años, a mi padre le ofrecieron la posibilidad de trabajar en Nueva York, que era su ciudad natal, y no lo pensó dos veces viendo las posibilidades que esa gran metrópoli le podría ofrecer en cuanto a mejoras laborales y económicas. Cuando comencé mis estudios de secundaria en la Gran Manzana, conocí a Sammy, la que hoy por hoy es mi mejor amiga. Con ella lo he vivido todo y a ella le debo que yo saliera del gran vacío que me produjo la muerte de mi padre al poco de haberme licenciado como psicóloga. Sin embargo, mi madre no pudo superar tanto dolor y quiso volver a Madrid, porque no soportaba seguir viviendo en la ciudad que le había arrebatado a su marido, e intentó que yo regresara con ella. No obstante, yo me sentía más de allí que de aquí y quise probar suerte profesionalmente. Al poco tiempo me contrataron en un centro de niños autistas y, definitivamente, y a pesar de lo mal que lo pasó mi madre por ello, me establecí por mi cuenta en Nueva York. Ése es el motivo de que venga todos los veranos a España. Echo muchísimo de menos a mi madre y siempre que puedo me escapo unos días para estar con ella. Volví a quedarme medio dormida, con la sensación de tristeza que me invadía cada vez que recordaba a mi padre y el tremendo dolor que nos produjo su muerte. —¿Queda alguien más en el barco? Me incorporé de nuevo, abriendo los ojos como platos. ¿Acababa de oír la voz de un hombre hablando a través de un megáfono y preguntando si quedaba alguien en el barco? ¿Qué significaba eso? Algo no andaba bien... —¡Sammy! —grité. Ella se había incorporado también y me miraba con cara de circunstancias. Entonces nos entró el pánico. ¡Que si quedaba alguien más, habían preguntado! Oh, Dios mío, ¿qué estaba pasando? Sammy y yo salimos disparadas del camarote y subimos la escalera que daba a cubierta. Unos focos muy potentes nos alumbraron desde otro navío. De repente perdí el equilibrio. El barco se estaba escorando. Me cogí rápidamente a una barandilla y vi que mi amiga hacía lo mismo. —No se preocupen, las rescataremos enseguida —dijeron desde el megáfono con voz tranquilizadora—. Les vamos a lanzar unos salvavidas. Deben tirarse al agua y agarrarse a ellos. Oh, madre mía, el velero se estaba yendo a pique. Fui consciente en ese preciso instante del problema en el que estábamos metidas. Pero ¿cómo era posible? Casi no podía respirar, la angustia me atenazaba el cuerpo y era incapaz de moverme. Desde el otro navío nos seguían dando instrucciones, pero yo no estaba para escuchar nada. El barco se estaba hundiendo y por lo visto nosotras éramos las dos únicas pasajeras que quedaban en él. La cantidad de alcohol que habíamos ingerido la noche anterior nos había dejado totalmente fuera de combate y habíamos estado a punto de morir ahogadas. —Signorina, tiene que saltar al agua y agarrarse al salvavidas. Nosotros la recogeremos, no se preocupe... ¿me oye? ¡Joder! Sí lo oía, pero mi cuerpo no me respondía. Intenté moverme, pero no hubo manera. Entonces oí la voz de Sammy a través del altavoz. ¿Cómo era posible que me hablara ella a través del megáfono? —¡Álex, tírate al agua, por Dios! El barco se va a hundir y te va a engullir con él. Levanté la cabeza y la vi. Sammy estaba ya en la otra embarcación. La acababan de recoger y estaba completamente empapada. Le estaban echando una manta por encima y me miraba con expresión aterrorizada, al mismo tiempo que le temblaba todo el cuerpo. Ella se había tirado al agua antes que yo y ya la habían rescatado. No lo dudé un momento más. No podía permitírmelo. Saqué la fuerza necesaria, respiré hondo y, aunque me movía lentamente, fui capaz de ponerme en el borde y, casi sin pensar, di un paso hacia ese abismo negro y denso que me estaba esperando. De repente todo fue pánico. Sólo encontré humedad y oscuridad. Sentía que estaba hundiéndome. Cada vez había más oscuridad. Me giré y comprobé que todo era amenazante, pues no distinguía nada y estaba totalmente desorientada. Supongo que mi instinto fue lo que hizo que mirara hacia arriba. Una potente luz, probablemente de uno de los focos del barco de salvamento, me sirvió de guía. Intenté moverme, intenté agitar las piernas y los brazos para poder ascender a la superficie, pero estaban entumecidos debido al frío y tardaron en responderme. Entonces fui consciente de que necesitaba aire, necesitaba respirar. No sabía cuánto tiempo llevaba debajo del agua, segundos o minutos. Estaba totalmente desorientada y el aire me empezaba a faltar, tenía que subir como fuera. Tenía que llegar arriba cuanto antes. Por suerte algo hizo que me moviera. Fue como si de pronto mis músculos hubieran recordado cómo se nadaba y una fuerza invisible me empujara hacia el exterior. Supongo que es a eso a lo que llaman «instinto de supervivencia». Poco a poco fui avanzando. Debía de quedar ya poco para llegar arriba. Necesitaba coger aire cuanto antes, pero estaba empezando a desesperarme. La luz era cada vez más grande y la superficie debía de estar cada vez más cerca, pero seguía avanzando y el final no llegaba nunca. «Tengo que respirar, necesito el aire ya.» La luz se tornó enorme y me deslumbraba. Sin embargo, seguía debajo del agua. No había manera de llegar, no estaba avanzando lo suficiente. Me invadió la desesperación. No me creía capaz de lograrlo y mis fuerzas me fallaron en ese preciso instante. Me encontraba absolutamente exhausta. Tenía todo el cuerpo entumecido por el frío y ya no me respondía. Me había quedado suspendida en el agua a escasos centímetros de la superficie, con la mirada perdida. Todo había acabado para mí. Dejé de sentir frío. Dejé de sentir mi cuerpo. Me sobrevino una paz interior desconocida para mí. Todo quedó en calma. Pero de repente me moví. Un hombre frente a mí me había agarrado y, dándose impulso, consiguió que saliéramos los dos. Cuando llegué arriba, abrí la boca y cogí todo el aire que mis pulmones fueron capaces de almacenar. Todo volvió a mí, mis sentidos, mi aliento, mi vida. —¡Joder, Álex! Qué susto me has dado. —Sammy tenía los ojos inundados de lágrimas y me miraba fijamente—. ¿Estás bien? Estás muy pálida... ¡PorDios, di algo! Nunca antes en mi vida había sentido tanto miedo. Nunca antes en mi vida había sentido que lo perdía todo y que aún no estaba preparada para eso. Nunca antes había sentido que todavía me quedaba algo por vivir y que no me podía ir sin saber qué era. Desde luego, las vacaciones no podían haber empezado peor. Capítulo 3 Me desperté algo desorientada e intenté saber dónde me encontraba, ya que nada de lo que había a mi alrededor me resultaba familiar. Entonces empecé a recordarlo todo. No había sido una pesadilla. Todo, por desgracia, había sido real. Según nos contaron cuando nos recogieron, nuestro velero comenzó a hundirse sin saberse aún por qué, puesto que era bastante nuevo y había pasado todos los controles rutinarios a los que los someten para inspeccionar que todo esté correcto y que no surjan luego imprevistos de ningún tipo. El capitán, al ver que la situación se le descontrolaba y que irremediablemente la nave comenzaba a zozobrar, hizo varias llamadas de socorro para que acudieran las autoridades pertinentes. El mensaje fue escuchado por todas las embarcaciones que se encontraban en la zona y varias de ellas decidieron acercarse para echar una mano en caso de ser necesario. Todos los pasajeros empezaron a ser recogidos. Nosotras fuimos las últimas en abandonar nuestro barco, ya que estábamos dormidas y no nos enteramos de nada hasta el último momento, por culpa de la resaca. Por suerte y gracias a que las leyes así lo exigen, el capitán tenía un listado con todos los pasajeros que realizaban aquel viaje y le constaba que nosotras habíamos regresado de Ibiza un par de horas antes del naufragio y que, por tanto, aún debíamos estar dentro de la embarcación. Uno de los navíos que andaba por la zona insistió en ayudar a dar con nosotras y ponernos a salvo, mientras el resto de los pasajeros y la tripulación eran trasladados a tierra, y consiguieron, entre todos, que fuésemos rescatadas. Desde luego no era el mejor despertar para un día de vacaciones. Miré a mi alrededor antes de incorporarme en la cama. Era de día ya y la luz del sol inundaba todo el camarote en el que nos encontrábamos. El lugar era muy acogedor, a pesar de ser una estancia de un tamaño bastante considerable para lo que suelen ser los camarotes de los barcos. Los muebles estaban hechos con maderas claras y la decoración era muy refinada. Resultaba claro que no estábamos en un barco cualquiera, la calidad de los materiales así lo indicaba. Un reloj de diseño, empotrado en una de las paredes, marcaba las once cuarenta y cinco de la mañana. —Buon giorno, signorinas! —Una voz de hombre nos habló desde el otro lado de la puerta. —¡Sammy, despierta! —le susurré a mi amiga. —Déjame un poquito más... —suplicó. —¿Se encuentran ustedes bien? —preguntó el hombre con evidente preocupación, esta vez en inglés. —Oh, sí, sí, gracias —le contesté aún algo aturdida. —El señor Saccheri las invita a desayunar junto a él en la cubierta de popa, si les apetece. —Oh, por supuesto que sí —le dije educadamente—. Subiremos enseguida. Sammy se había dado media vuelta y seguía durmiendo. —Sammy, espabila, tenemos que subir a desayunar. Nos están esperando. —¿Quién nos espera? —preguntó con voz somnolienta. —¿No lo has oído...? Nos espera el señor Saccheri en la cubierta de popa —le repetí. —Y, ése, ¿quién coño es? —preguntó bostezando al mismo tiempo que hablaba. —Pues... no lo sé, la verdad. Supongo que el dueño de este barco. Parece un apellido italiano y nos acaban de dar los buenos días también en italiano. Alguien con una embarcación así debe de tener muchísimo dinero, así que deduzco que el dueño debe de ser un viejo y gordo ricachón italiano. —Sonreí por mi elaborada deducción, sacada toda ella de inventadas conjeturas. Sammy me miraba, primero alucinada por la conclusión que me acababa de sacar de la manga y después asintiendo convencida porque, al parecer, mi explicación le había parecido de lo más plausible. —Anda, sí, vamos a comer algo... ¡que si es triste amar sin ser amado, más triste es empezar el día sin haber desayunado! —soltó mi ocurrente amiga, dando un salto de la cama—. Por cierto, Álex, te recuerdo que hemos perdido todas nuestras cosas. No sé qué vamos a hacer... No tenemos ropa, ni dinero, ni lo que es peor: nuestra documentación. —¡Coño, Sammy! Qué positiva te levantas, ¿no? —repliqué con sarcasmo—. Mira, ya lo pensaremos después. Estamos de vacaciones, así que vamos a mantener ese espíritu en algo y ya lo intentaremos solucionar más tarde, ¿de acuerdo? —Ok —me respondió levantando las palmas de las manos—. ¡Ni mil palabras más! Salimos del camarote y enseguida nos dimos cuenta de lo grande y moderno que era el yate donde nos hallábamos. Todo era espacioso, luminoso y con mucho estilo. El salón por el que pasamos primero era enorme. De hecho, era el doble del que yo tenía en mi apartamento de Nueva York. Dimos varias vueltas hasta que encontramos la cubierta donde nos esperaban con el desayuno o, más bien, el almuerzo, por la hora que era ya. Al salir a ella me di cuenta de la cantidad de luz que había a esas horas del día y de que no llevábamos gafas de sol, ya que las habíamos perdido en el naufragio, junto con todo lo demás. Se lo comenté a Sammy y decidí volver a nuestra habitación a por unas gorras que había visto, antes de salir, encima de una mesita. Al menos eso nos protegería un poco de tanta luz. Al llegar al final de la escalera que bajaba hasta nuestro camarote, me encontré con un hombre que caminaba por delante de mí. Estaba claro que venía de practicar deporte, a juzgar por su ropa y la toalla que le rodeaba el cuello. Tenía un cuerpo trabajado, aunque en su justa medida. Sin duda tenía el porte que cualquier escultor griego que se preciara buscaría en un modelo. Equilibrio perfecto, armonía y sensualidad. Ésa era la mejor definición para lo que tenía delante de mis ojos. De repente se paró en seco y yo, que iba totalmente distraída ante la vista que me ofrecía su espectacular anatomía, me eché encima de él sin querer. Chocamos, pero él no se movió ni un ápice de su sitio. Sin embargo, yo me tambaleé un poco, retrocediendo unos pasos, y perdí el equilibrio. Gracias a Dios, él reaccionó rápidamente, girándose y cogiéndome antes de que pudiera darme de bruces contra el suelo. —Mi dispiace...! —dijo en un perfecto italiano—. ¿Está usted bien? De haber sabido que iba detrás de mí... —continuó diciendo, ya en mi idioma. Su voz era cálida, aunque parecía un poco contrariado. Con todo, eso no fue lo que más me llamó la atención de él. Lo que más me sorprendió fue lo atractivo que era. Tenía el pelo castaño, los ojos verdes y la piel bronceada. ¡Madre mía!, pero ¿de dónde sacaban al personal para la tripulación...?, ¿del casting de «Mujeres y hombres y viceversa?», pensé. —¿Me ha oído... o, aparte de ser muy silenciosa cuando va detrás de alguien, también lo es cuando se le pregunta algo? —añadió con marcado acento italiano. —Oh, sí, no, no. Me miraba expectante. —Sí, ¿no? ¿Está bien o no? Me sorprendí a mí misma mirándolo embobada y sin saber qué contestar, mientras él me seguía sosteniendo en el aire, observándome atentamente. «¡Reacciona, por Dios, que pareces una chiquilla babeando frente a una fábrica de caramelos!», me reprendí. —Sí, sí, estoy bien, gracias. Lo siento, es que no sé en qué estaba pensando... «¿En el pedazo de culo apretadito que tiene, quizá?, ¿o en la ancha y musculada espalda que luce?», me preguntó, travieso, mi subconsciente. —De acuerdo —me dijo mirándome fijamente y devolviéndome a mi posición vertical—. La próxima vez que nosencontremos, hágame el favor de tener más cuidado. Dicho esto, se dio media vuelta y se fue, dejándome allí de pie, plantada y con la boca abierta sin poder articular palabra. «Desde luego, sí que me gustaría encontrármelo otra vez, aunque sólo fuera por alegrarme la vista. Tipos así de bien hechos no se ven todos los días. Aunque tengo que decir que muy agradable de trato no me ha parecido. Ha estado un pelín borde conmigo, la verdad.» Cuando llegué de nuevo a la cubierta del barco, Sammy estaba hablando con un hombre de unos setenta años, de aspecto muy cuidado y con un atuendo impecable. Supuse que sería el dueño de la embarcación. —Buon giorno, signorina! —me dijo muy sonriente. —Álex, te presento a Carlo Biondini. Por lo que me ha explicado, él es la mano derecha del señor Saccheri, el dueño de esta pasada de yate que estás viendo —me aclaró Sammy, señalándome con ambas manos todo lo que teníamos alrededor. Desde luego el barco no podía ser más impresionante. —Encantada, señor Biondini. Es usted italiano, ¿verdad? —le pregunté. —Así es, signorina, al igual que el señor Saccheri y el resto de la tripulación. Pero, por suerte para ustedes, tanto el señor como yo hablamos perfectamente su idioma. —Ah, por cierto, ¿él no iba a desayunar con nosotras? —preguntó mi amiga. —¡Sammy! No seas impertinente —la reñí. —Me temo que al señor Saccheri le ha surgido un contratiempo y ha tenido que marcharse repentinamente. Pero antes de irse me ha pedido que las invite a que pasen unos días junto a nosotros, hasta que puedan arreglar su situación en cuanto al tema de los pasaportes y cualquier otro papeleo que necesiten solucionar antes de que tengan que volver a su país. Podrán hacer uso de todas las instalaciones de la embarcación siempre que lo deseen. Esperamos que se sientan como en su casa. —Oh, bueno... No queremos molestar y, además, el papeleo y ponerlo todo en orden para poder volver a Estados Unidos nos llevará varios días, supongo —le contesté. —No son ninguna molestia, signorina. Nosotros permaneceremos aquí todo el tiempo que ustedes necesiten para arreglar su situación. —Bueno, Álex, no tenemos otro sitio a dónde ir, ni dinero, ni ropa. Te lo recuerdo por sí se te había olvidado —intervino Sammy, casi reprendiéndome—. Lo hemos perdido absolutamente todo en el naufragio, así que me parece que no nos queda otra que aceptar su invitación hasta solucionar este asunto, ¿no te parece? —Sí, imagino que sí —le contesté pensando que eso era verdad. Realmente no teníamos muchas más opciones y no quería llamar a mi madre para que acudiera en nuestra ayuda y preocuparla por lo sucedido. No creía que pudiera soportar un susto de este tipo después de lo ocurrido a mi padre—. Eso sí, Carlo, el señor Saccheri está siendo muy considerado con nosotras y nos gustaría darle las gracias personalmente. —No se preocupen por eso, signorinas. Considero que es lo menos que podemos hacer por ustedes, después de lo que les ha pasado. De hecho, el señor también me ha pedido que las acompañe a Ibiza mientras él no está, para que compren todo lo que les haga falta hasta que puedan recuperar lo que quede de sus pertenencias en el barco hundido. El señor correrá con todos los gastos que ustedes tengan que hacer. —Bueno, Carlo, dígale al señor Saccheri que agradecemos mucho su gesto, pero que, en cuanto podamos, le devolveremos todo el dinero que gastemos estos días. Con dejarnos pasar aquí el tiempo necesario hasta que solucionemos el problema, ya es más que suficiente. —No creo que eso agrade demasiado al señor, signorina. Él sólo quiere ser amable con ustedes y que se encuentren a gusto y... bueno... sin duda puede permitirse hacerles ese regalo. Tómenselo como tal. —De acuerdo —contesté, pero no tenía claro si estábamos haciendo bien. No sabíamos nada de ese hombre, pero, por otra parte, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Estábamos allí solas, sin documentación, sin dinero y sin nada más excepto la caridad de aquellas personas. —Nos iremos de compras en cuanto terminemos este magnífico desayuno, ¿es posible, Carlo? —preguntó, descarada, Sammy—. ¡No tenemos de nada, Álex! —me recordó a modo de excusa ante la mirada de reprobación que le dirigí. Al cabo de un rato estábamos subidas en una lancha rápida que nos acercaba a la isla de Ibiza. Carlo nos acompañó para hacerse cargo de pagar nuestras compras. La vista era espectacular. Hacía un día espléndido y el paisaje era una maravilla. Sin duda, era un sitio idílico donde pasar unas increíbles vacaciones. Esa isla la conocíamos ya. Habíamos estado un par de veces, aunque siempre de noche para salir de fiesta, por lo que iba a resultar una experiencia diferente visitarla de día. Conforme nos alejábamos del yate, pude observar las dimensiones de éste. Era realmente grande y reflejaba de manera espectacular la luz del sol. Atraía las miradas de todos los que pasaban por la zona. Sin embargo, lo que más llamó mi atención no fue eso, sino el nombre que tenía puesto con unas letras enormes de color grafito en la parte de proa. —¡Sammy, mira, mi nombre! —dije señalando hacia la parte delantera del navío. Mi amiga me miraba con cara de no entender nada. —El barco... se llama como yo... ¡Qué casualidad! —insistí. —¿Desde cuándo te llamas tú Alexandra? —replicó mi amiga. —Joder, Sammy... ¿tantos años juntas y no sabes que me llamo así? —Pues no. Yo pensaba que tus padres te habían puesto Álex sin más. Creía que era un nombre español así, tal cual, y por eso nunca te pregunté de dónde venía. —Mis padres me pusieron Alexandra, pero toda la vida me han llamado Álex porque es más corto. Sammy hizo un gesto de excusa por su desconocimiento y yo me volví de nuevo a mirar el barco. Quizá el destino, que siempre es caprichoso, había hecho que fuera un barco con mi propio nombre el que nos salvara la vida. Capítulo 4 Siempre quise ir a las islas Baleares, pues me parecía que podían tener un encanto muy especial... y no me había equivocado. Desde que mis padres me contaron que pasaron su luna de miel en dichas islas y que fueron los días más felices de su vida, quise visitarlas y recorrer los lugares que con tanta pasión ellos me habían descrito. No obstante, de momento sólo habíamos pisado Ibiza. Habíamos querido comenzar nuestro viaje por la isla más marchosa, para dejar las más tranquilas para el final de las vacaciones. Llevábamos allí ya cuatro días fondeados cerca de la costa ibicenca cuando nuestro velero se hundió. Lo habíamos elegido frente a los grandes cruceros por evitarnos las aglomeraciones de gente y para poder tener una estancia más tranquila y menos ajetreada que la que un crucero nos iba a proporcionar, con tantas excursiones y tantas visitas a diferentes ciudades en tan pocos días. Como era de esperar, las calles de Ibiza eran un hervidero de gente. A diario llegaban muchísimos turistas que habían decidido pasar allí parte del verano. Había muchos visitantes comprando souvenirs en las tiendecitas y haciéndose fotos en cualquier rincón donde miraras. Pero, a pesar de ello, tenía un encanto increíble. Las calles eran preciosas, estrechas, adoquinadas, con sus casas blancas todas perfectamente pintadas y engalanadas, cuyo color, que dominaba la estética de toda la isla, era roto exclusivamente por el de las flores. Además, se percibía ese ambiente tan cálido y acogedor de los pueblos del mar Mediterráneo que los hace únicos en el mundo. Sammy estaba encantada con el hecho de tener que ir de compras e hizo que entráramos en todas las tiendas. —¡Qué disparate! —oí que soltaba mi amiga cuando estábamos haciendo cola para el probador de una de ellas—. Pues no dice aquella mujer del últimovestidor que no le entran los vaqueros... ¡Ni los indios le van a entrar, con lo fea que es la tía! —¡Sammy! —¿Qué?, ¿es que acaso he dicho alguna mentira? Lo cierto era que no la había dicho. Me tuve que ir de allí por la risa que me entró. No podía imaginar mi existencia sin Sammy. En los peores momentos de mi vida siempre había permanecido a mi lado para arrancarme una sonrisa, y me hacía la vida mucho más fácil con su apoyo y comprensión. Conocerla había sido una de las mejores cosas que me habían pasado en la vida, a pesar de lo diferentes que éramos. Seguimos entrando en más tiendas, a cuál más agobiante por la cantidad de gente que había en ellas. Pero no nos quedaba otra si queríamos tener algo más con lo que poder vestirnos. —¡Me voy a cagar en todo! —¿Qué te pasa ahora? —le pregunté con desgana, ya que llevaba toda la jornada refunfuñando cada vez que se probaba algo. —¡Pues que el mundo sería más bonito si los mosquitos chuparan grasa y no sangre! En los últimos dos años, mi amiga había cogido algo de peso. No es que fuera mucho, pues ella siempre había sido muy delgada, y aún seguía siendo igual de presumida que siempre. Me acerqué a su vestidor y entré en él. Se había puesto un vestido que no la dejaba respirar. —Está claro que comer chocolate encoge la ropa —soltó muy irritada. —Pero ¿cómo leches has conseguido meterte ahí? —le pregunté observando cómo las costuras estaban a punto de estallarle. —¡La cuestión no es cómo me he metido el vestido, la cuestión es cómo coño me lo saco ahora!... Llevo ya diez minutos intentando quitármelo y no sale. La cara de Sammy era todo un poema. Estaba totalmente roja, sudorosa y despeinada. Me dio por reír. La estampa era digna del mejor cómic. —¡Joder, no te rías y ayúdame a quitármelo! —me gritó—. Me estoy empezando a poner azul. Y era verdad. Eso me hizo reír aún más. ¿Cómo había dado lugar a esa situación? Esas cosas sólo le pasaban a ella... Intenté ayudarla, primero tirando del vestido hacia arriba y después tirando de la prenda hacia abajo, pero no había manera. Lo tenía tan pegado al cuerpo, y ella estaba tan crispada, que no hacía más que sudar, lo que dificultaba más todavía la tarea de ayudarla. —Vamos a tener que llamar a una dependienta —le dije intentando contener la risa. —¡Y una mierda! Si es necesario lo pago y me voy con él puesto antes que pasar la vergüenza de que tenga que venir alguien a sacármelo. —¡Pero si no puedes ni respirar, ¿cómo te vas a ir a la calle con él?! Ya no podía aguantarme más y estallé en carcajadas. —¡Álex, coño! Cada vez estaba más azul, más sudorosa y más desesperada. Cogí el teléfono y simulé llamar a un número en concreto. —¿Qué haces ahora? —me preguntó ella con la cara desencajada. —Pues llamar a los profesionales que mejor te pueden ayudar con una cosa así. —¿A quién? —demandó ya muy alterada. —Evidentemente, a los bomberos. —La madre que te parió. Serás hija de... —me espetó, abalanzándose sobre mí para quitarme el teléfono. La visión de todo el cuerpo de bomberos observándola y proponiendo diferentes opciones para sacarle el vestido debió de aterrarla. —¿A que ahora ya no te parece tan mala idea que llame a la dependienta para que nos ayude? —Eres lo peor, de lo peor, de lo peor. Al final tuvieron que venir tres dependientas más y ni con ésas logramos nuestro objetivo. Definitivamente hubo que cortarlo con unas tijeras para que se lo pudiera quitar y, por supuesto, tuvimos que pagarlo. Sammy le lanzó una mirada asesina a la dependienta cuando ésta le preguntó si quería que le pusiera el vestido en una bolsa para llevárselo. —¡Hazte tú un fular con él, a ver si con un poco de suerte te ahorcas, bonita! —soltó rezongando para sí mientras nos íbamos. Prácticamente teníamos comprado ya todo lo que necesitábamos, cuando Sammy insistió en entrar en la última tienda a echar un vistazo. En ella había muchas prendas muy exclusivas, todas preciosas, y a mí me gustó una en particular. Era un vestido color champán, que llevaba una falda corta, ceñida y cubierta de plumas, cuya parte de arriba era un blusón amplio de gasa semitransparente, que dejaba la espalda totalmente al descubierto. El diseño era espectacular. —Hay que tener un cuerpo perfecto para poder lucir bien una prenda así — comenté con fastidio. —Pero, Álex, tú sí que lo tienes... ¡no como yo, que no pienso ponerme un vestido más en toda mi vida! —anunció, cabreada después de su odisea—. ¿Por qué no te lo pruebas? —No me lo pruebo porque también hay que tener una cartera espectacular para poder pagarlo —le contesté. —¡Qué más da! Por probártelo no te van a cobrar —Sammy se dirigió con su mayor sonrisa hacia las dependientas—, ¿verdad? Éstas ni se enteraron. Estaban tan absortas leyendo una noticia en el periódico que ni oyeron la pregunta. —Espera, que entro contigo en el probador. ¿Sabes que esas dos están leyendo la crónica de nuestro naufragio? —me comentó Sammy conforme cerraba la puerta de éste. —¿Sí? ¿Y qué dice la noticia? ¿Pone algo sobre las causas por las que pudo ocurrir? Sammy abrió de nuevo la puerta del vestidor para que pudiéramos oír lo que decían las vendedoras. —... y los últimos pasajeros del barco, dos mujeres norteamericanas, fueron recogidas por el famoso magnate italiano Saccheri, en el impresionante yate con el que se encuentra pasando unos días de visita en nuestras islas, disfrutando de un merecido descanso —terminó de leer una de las chicas. —¡Madre día, qué suerte han tenido esas dos! No sólo son salvadas de un naufragio, sino que encima son rescatadas por Saccheri. Deben de estar encantadas —comentó la otra dependienta. —Joder, Cristina, ¡que casi mueren ahogadas! Y, además, ese tipo será muy guapo y tendrá mucho dinero y todo lo que tú quieras, pero yo no sé para qué se le acerca ninguna mujer —replicó la primera vendedora. —Pues, hija, se le acercan porque está buenísimo y es rico, no, lo siguiente. —Ya, pero esa fortuna es inaccesible para ninguna mujer. ¿Cómo puede un abuelo hacerle una putada tan gorda a su nieto? Es algo que nunca entenderé. En ese momento salí del vestidor enfundada en aquel precioso vestido, que por cierto parecía estar hecho a mi medida, y me dirigí sin pensarlo a las dependientas. —Perdonad, pero es que he oído sin querer vuestra conversación y me gustaría saber a qué os referís con lo del abuelo —les pregunté curiosa. —¿No lo sabes? —me plantearon ambas al mismo tiempo, con cara de incredulidad absoluta, como si fuera un crimen no estar al tanto de la vida de los demás—. Nos referimos a la aceptación de la herencia con «cláusula adicional» que tuvo que firmar para poder quedarse con la fortuna de su abuelo ¡Todo el mundo conoce ese hecho! —me espetó una de ellas, como si eso fuera del dominio público, una especie de conocimiento universal—. Desde que la firmó, se convirtió en un solterón de por vida, sin remedio, ya que no puede tener una relación estable con una mujer o lo perderá todo. Por tanto, se dedica a usar a las chicas para sus intereses particulares... ¡tú ya me entiendes!, y luego no las vuelve a ver más. En realidad no parece estar muy afectado por eso: obtiene lo que quiere y, después, si te he visto no me acuerdo. Sin complicaciones para él. ¡Todo lo que un hombre podría soñar, vaya! Carlo carraspeó, cortando la conversación. —Signorina Álex, ¿se va a llevar usted el vestido que lleva puesto? Le sienta fenomenal —me preguntó, desviando así nuestra atención y evitando que siguiera indagando sobre el tema. —Oh, no... Gracias, Carlo, pero no me lo puedo permitir. Volví a mirarme en el espejo, esta vez con resignación. —Pero signorina, ya sabe usted que el señor estará encantado de que usted se lo quede... —Ya, Carlo, pero no puedoaceptarlo. El precio es desorbitado y ya ha hecho bastante por nosotras —contesté, encerrándome después en el probador para quitármelo antes de que me pudiera la tentación. —¡Tú eres tonta! —me espetó Sammy—. Si fuera yo, me llevaba la tienda entera. —¡Ya, pero yo no soy tú! No soy capaz de echarle tanto morro —repliqué colgando con mucha pena el vestido en el mismo lugar de donde lo había cogido. Por fin habíamos terminado con las compras. Habíamos adquirido ropa para el día, para la noche, zapatos, algún complemento de bisutería, ropa interior, bikinis, artículos de higiene y de cosmética, gafas de sol, un teléfono móvil para cada una y algún que otro accesorio que, según Sammy, era absolutamente imprescindible también. Prácticamente habíamos sustituido todo lo que habíamos traído en nuestras maletas. Como ya teníamos todo lo que necesitábamos, nos subimos de nuevo a la lancha para que nos acercara hasta el yate del señor Saccheri. Ambas íbamos calladas. En realidad estábamos exhaustas, después de todas las compras que habíamos realizado. Entonces me acordé del encontronazo que había tenido por la mañana con ese marinero. —Sammy, con tanto ajetreo no te he contado lo que me ha pasado esta mañana. —No, sorpréndeme... ¡¿Te has levantado, te has mirado al espejo y has visto que te habían crecido las tetas?! —¡Pero qué gilipollas eres! —le dije con desaprobación. —Sí, sí, muy gilipollas, pero ya te hubiera gustado. —Ay, de verdad, no puedo contigo —contesté con desidia—. ¿Sabes?, te recuerdo que no soy yo la que tiene que usar rellenos —repliqué con mala leche. —Vale, lo he pillado. —Bueno, a lo que iba... cuando he bajado esta mañana a por las gorras a nuestro camarote, me he chocado con un tipo guapísimo, de esos que te gustan tanto a ti y que sólo salen en las películas. Seguramente debe de pertenecer a la tripulación que trabaja para el señor Saccheri. —Joder, Álex, me pierdo las mejores. Pero, bueno, ¿habéis quedado o algo así? —¡No! —respondí poniendo los ojos en blanco—. ¿Cómo vamos a quedar, si no lo conozco de nada? —¡Álex, hija, no me extraña que nunca te comas un rosco! Una oportunidad así no debes dejarla pasar. Haberle pedido el teléfono por lo menos. —¡Ay!, yo no valgo para esas cosas. Me he puesto muy nerviosa. ¡Si no atinaba ni a contestarle cuando me ha preguntado si me encontraba bien! —¡Madre mía lo que te queda por aprender, criatura! Bueno, si dices que forma parte de la tripulación, nos lo volveremos a cruzar, así que ya me andaré yo ligera para conseguirte una cita con él. —¡No, ni se te ocurra, qué vergüenza! —Vale, vale, lo que tú digas —me respondió sin ningún atisbo de querer hacerme caso—. Eres preciosa y tienes un cuerpo de escándalo, así que únicamente necesitas un poco más de seguridad en ti misma, Álex. ¡Si no, no te voy a casar nunca! —Bueno, déjalo ya. No sé para qué te cuento nada. Por cierto, ahora, nada más llegar, voy a ir nuestro camarote a ponerme el bikini; me apetece tomar un rato el sol. —Sí. Yo ya me he dejado uno puesto en la tienda, así que te esperaré en cubierta. A ver si con un poco de suerte pasa tu guapo de esta mañana y me lo ligo antes de que llegues tú. Te aseguro que yo no lo voy a dejar escapar. —Eres imposible... —declaré poniendo de nuevo los ojos en blanco. En cuanto llegamos al barco, un marinero se acercó a Carlo y lo informó de que el señor Saccheri ya había vuelto de su reunión y que estaba esperándolo para hablar con él. Yo me dirigí a nuestro camarote. De camino a él decidí pasarme por la parte de la cubierta del barco que aún me faltaba por ver. Hacía un sol espléndido y la brisa del mar era muy cálida. De repente algo me hizo tropezar. Había en el suelo una cuerda, o un cabo, o como quiera que se llame en términos náuticos. El problema es que no lo vi, así que perdí el equilibrio y mi cuerpo se inclinó totalmente hacia delante. Iba a caerme de bruces sin más remedio, pero por suerte para mí no llegué a tocar el suelo. Alguien acababa de evitar que me estampara y me estaba sujetando con fuerza por la cintura. Cuando me giré, lo vi de nuevo. Era él otra vez. No podía ser... ¡Qué vergüenza, madre mía! En ese instante me hubiera gustado que me tragara la tierra. ¿Se podía ser más torpe? —¡Vaya, esto empieza a ser una costumbre! —me dijo él con una sonrisa muy socarrona. —¡Ainss... qué patosa que soy! —atiné a responder. —Empiezo a creer que sí, la verdad. Me estaba mirando con una sonrisa dulce, aunque al mismo tiempo muy picarona. ¡Ay, Dios! Debía de tener la cara roja como un tomate maduro y las piernas me temblaban. Ese hombre iba a pensar que era idiota perdida. Si Sammy me hubiera visto en ese momento, hubiese pensado que no se me podía sacar de casa. ¡Qué bochorno, por favor! —¿Estás bien? —me preguntó mirándome intensamente a los ojos y sin borrar esa pícara sonrisa de la cara. —Sí, bueno..., un poco avergonzada y con la autoestima por los suelos. —«Casi como termino yo cada vez que me cruzo contigo», pensé—. No he visto la cuerda esa —acabé por decirle. —El cabo —me corrigió. Estaba tan confusa que no sabía de qué me estaba hablando y debió de notármelo en la expresión de mi rostro. —A esas cuerdas se les llaman «cabos». —Ah, vale, vale. Tú debes de entender de eso más que yo. —Sonreí tontamente. Seguía sujetándome por la cintura con fuerza. Gracias a Dios, porque mis piernas parecían un flan. Y, para más inri, seguía mirándome con sus ojos clavados en los míos. ¡Madre mía, qué guapo era! A la luz del sol sus iris eran aún más claros, pero a la vez más intensos. ¿O era la forma en que me miraba lo que yo percibía con intensidad? —Si te suelto, ¿me prometes que no volverás a ponerte en peligro? No siempre voy a estar cerca para cogerte en el último segundo —me señaló socarronamente. —Bueno... —contesté yo muy digna—... he pasado veintiocho años sin conocerte y aquí estoy, vivita y coleando, así que supongo que podré sobrevivir sin ti unos cuantos años más. Pero ¿qué se había creído el engreído ese?, ¿es que nunca lo había puesto nadie en su sitio? —Está bien. ¡Vaya carácter! —me contestó mientras me liberaba. Sus manos se separaron de mi cuerpo y de repente noté que algo me faltaba. Me sorprendió darme cuenta de que me sentía muy a gusto cuando él me tocaba. Me hacía sentirme protegida y segura..., pero, además, también me percaté del instinto que ese hombre había despertado en mí. Me atraía poderosamente y mi cuerpo reaccionaba ante él cada vez que lo tenía cerca. Una voz me sacó de mis pensamientos. Me giré instintivamente porque alguien me llamaba. Estaban descargando nuestras cosas de la lancha y querían saber dónde las tenían que llevar. Cuando me giré de nuevo para despedirme del hombre que acababa de evitar que me cayera por segunda vez ese día, ya no se encontraba allí. Se había largado sin más. «¡Joder, como le cuente a Sammy que lo he visto de nuevo y que sigo sin quedar con él, me mata!», pensé. Volví donde se hallaba la lancha y les di las instrucciones necesarias respecto a dónde tenían que colocar nuestras cosas. Bajé a ponerme el dichoso bikini para reunirme con Sammy por fin y, cuando llegué donde se encontraba ella, comprobé que estaba feliz, con una sonrisa de oreja a oreja, tomándose un mojito. —¡Esto es vida! Podría tirarme así toda mi existencia. Esto es una pasada. — No dejaba de hablar como un loro—. Voy a pedirle otro mojito al camarero para ti. Por cierto, está buenísimo —comentó sonriendo de oreja a oreja—. ¡Y el mojito también! —exclamó guiñándome un ojo. Esta Sammyno cambiaría nunca. La verdad es que daba gusto ver cómo disfrutaba de la vida, cómo aprovechaba cada momento y cómo siempre tenía una sonrisa para todo el mundo. No tardó en llegar con mi cóctel. Mientras tanto, yo me había estado acomodando en una confortable tumbona. —¿Será demasiado tarde para envolverme en una sábana como un bebé y abandonarme en la puerta de la casa de algún millonario? —me preguntó haciéndose la inocente. Definitivamente, Sammy no tenía remedio, se mirara por donde se mirase. —¡O mejor aún... podría dedicarme a ser la Barbie divorciada! —soltó inmediatamente después. —¿Y por qué leches quieres ser tú la versión divorciada de esa muñeca? — planteé, curiosa por la respuesta que me pudiera dar. —Pues porque viene con la casa de Ken, el coche de Ken... Ni le contesté, aunque he de admitir que me hizo sonreír. Por suerte para mí, no tardó en ponerse sus cascos, así que iba a poder descansar un poco de su verborrea. El sol nos daba de lleno en los cuerpos y el calor que sentía era bastante sofocante, por lo que enseguida me terminé el mojito. Decidí entonces levantarme e ir a por otro. Cuando estaba buscando con la mirada al camarero, alguien se apoyó en la barra con ambos brazos, rodeándome a la altura de la cintura, dejando caer su peso sobre mi cuerpo y dejándome, por tanto, atrapada. Eran los brazos de un hombre joven, moreno de piel, que se pegó a mí de una manera furtiva. Intenté zafarme de él, procuré al menos girarme para ver de quién se trataba, pero la fuerza de su cuerpo me lo impidió. —Estate quieta —me susurró lascivamente al oído. Conocía esa voz. Fui consciente entonces de quién era ese hombre que con tanto ímpetu se había acercado a mí. Miré a mi alrededor, pues no daba crédito a lo que estaba pasando, pero allí no había nadie más. Pegó su pecho a mi desnuda espalda y percibí cómo su respiración se iba volviendo cada vez más intensa y acelerada. Él únicamente vestía un bañador negro, por lo que tampoco llevaba ropa en la parte superior, y nuestros cuerpos comenzaron a disfrutar del contacto piel con piel. Acto seguido hundió su nariz en mi pelo, aspirando mi aroma. Yo estaba comenzando a excitarme a pesar de no controlar para nada la situación y de que ese desconocido me estuviera acorralando como si de su presa se tratase. Sentí entonces cómo me apartaba el pelo del cuello y dirigía su atención hacia él. No tardó en acariciármelo con la mano, para después comenzar a besármelo, rozando con deseo, una y otra vez, sus húmedos y gruesos labios contra él. No podía creer lo que me estaba pasando. Un absoluto desconocido me había empotrado contra aquella barra y yo, rendida ante él, me estaba dejando hacer mientras gemía de placer a cada paso que él daba. Sus manos, entonces, viajaron primero a mis labios, los cuales recorrió con absoluta dulzura, como si el tiempo no apremiase, para después comenzar un viaje a través de todo mi cuerpo sin que yo le pusiera objeción alguna. Saboreó mi cuello mientras sus manos se paseaban golosas sobre mis ya abultados pezones y los acariciaban con decisión. Mi apremiante necesidad se hizo obvia para él y abandonó esos lares para acudir a mis otros labios. Comenzó a acariciármelos por encima del bikini, pero no tardó en hundir su mano por debajo de él, hallando un caliente y húmedo cobijo que muy deseosamente lo arropó y que pronto le exigió su ansiado botín. Su cuerpo me aprisionaba sin piedad contra esa barra desierta. Me encontraba absolutamente a su merced. Sentía su erecto miembro reposar impaciente contra mi trasero, mientras que su boca susurraba en mi oído la necesidad que tenía de mí. Todo en mí palpitaba, todo en mí lo deseaba... —Álex, ¿estás bien? —¿¡Qué!?... ¡Oh, joder!... Me he quedado dormida y estaba soñando — contesté rápidamente a mi amiga, siendo consciente de lo que me acababa de ocurrir. —Pues tenía que ser un sueño muy interesante, porque no parabas de jadear. ¡Córtate un poco, tía! —¡La madre que me parió, qué vergüenza! —susurré para mí, mientras miraba alrededor por si había alguien más por allí que me hubiera podido ver. No daba crédito a lo que acababa de pasarme. Jamás había experimentado nada igual. Aquel sueño había sido tan real que incluso sentía húmedo mi sexo. —Vaya festín te has tenido que dar. ¡Seguro que te has puesto fina filipina! —¡Sammy, eres de lo que no hay! —¡Ya, ya!, pero tienes una cara de felicidad que no puedes con ella. Me tienes que decir quién era el afortunado. —¡Cállate ya, por Dios, que te va a oír alguien! Voy a darme una ducha, que ya no aguanto más este calor. —Sí, sí, date una ducha, ¡pero que sea muy fría! Era la primera vez en mi vida que me pasaba eso. Jamás había soñado con ningún hombre y mucho menos teniendo una fantasía así. Estaba claro que el «dichoso marinerito» no me dejaba indiferente. *** Carlo sabía que su jefe quería hablar con él, así que, en cuanto acomodó las cosas de las invitadas, se acercó a su camarote y llamó a la puerta. —Adelante, puedes pasar, Carlo —contestó el señor Saccheri. —¿Cómo sabía que era yo, señor? —preguntó con curiosidad al entrar. —Sólo tú llamas a mi puerta. El resto de la tripulación no se atreve y te mandan siempre a ti para decirme lo que sea. —Eso es cierto, señor. —Sonrió asintiendo—. Es usted muy observador. —No me llames señor, Carlo. Te lo he dicho mil veces. Estos formalismos no van conmigo. Tú eres algo más que mi mano derecha para mí. Ahora mismo eres todo lo que tengo y te considero mi familia. —Lo sé, señor, pero, como llevo toda mi vida dirigiéndome así, a su abuelo primero y a su padre después, me cuesta mucho aceptar tanta familiaridad. Sabe que le tengo mucho aprecio y que lo quiero como al hijo que nunca tuve, pero me siento más cómodo sirviéndolo y llamándolo señor..., más que de otra forma. —De acuerdo, no te insistiré más en eso, si tú lo prefieres así. Cambiando de tema, ¿cómo han ido las compras esta mañana? He visto descargar un montón de paquetes. —Bueno, creo que no ha habido ninguna tienda en toda Ibiza que no hayamos visitado. No entiendo muy bien a las mujeres y esa necesidad de comprar tantas cosas. Pero, en fin, supongo que todo será indispensable para ellas. —De eso te quería hablar, Carlo. Me acabas de comentar la necesidad de comprar cosas de las mujeres... Cuando recogimos a los supervivientes del naufragio..., ¿no me dijiste que eran dos hombres? —¿Dos hombres?... No, señor. Le dije que habíamos recogido a dos supervivientes y que se llamaban Sammy y Álex. —¿Sam y Álex? Ésos son nombres masculinos, Carlo. —No, señor —negó éste sonriendo—. Ya veo de dónde proceder el error. Sammy y Álex —dijo Carlo pronunciando sílaba por sílaba—. Son dos chicas norteamericanas. —Joder, ya lo entiendo. Mi confusión ha venido por esa moda de que las chicas usen nombres masculinos. —Bueno, sus nombres completos son Samantha y Alexandra, pero siempre usan los diminutivos para dirigirse entre ellas. —¿Has dicho Alexandra? —La expresión del señor Saccheri había cambiado totalmente. Su rostro mostraba impaciencia y demandaba una respuesta mientras su cuerpo entero se tensaba. —Sí, señor. La signorina con el pelo moreno es Alexandra, Álex, como a ella le gusta que la llamen, y la que tiene el pelo rubio es Sammy, Samantha. Ambas son encantadoras, a decir verdad. Desprenden vitalidad por los cuatro costados. —Carlo, déjame solo, por favor. Necesito arreglar unos asuntos. —Sí, señor, pero antes de irme quisiera comentarle una última cosa. Las signorinas quieren agradecerle todo lo que está haciendo por ellas y me han pedido que les organice un encuentro con usted para decírselo personalmente. —Está bien, Carlo,pero tengo cuestiones urgentes que resolver primero. Mañana hablaremos de eso. Por cierto, esta noche voy a salir a dar una vuelta. He quedado a cenar en la isla, así que prepárame la lancha para las ocho, por favor. —De acuerdo, señor. Así lo haré. Carlo salió de la estancia y Saccheri se derrumbó en su sillón. Todo había sido muy repentino. Sentía preocupación, pero a la vez también curiosidad. Siempre lo había tenido todo controlado y eso se le escapaba de las manos. Necesitaba relajarse y olvidarse de ello. —Alexandra... —repitió para sí, pensativo. No debía de ser más que una mera casualidad. ¿Qué otra cosa podía ser, si no? Capítulo 5 —Álex, no sé qué ponerme para esta noche —dijo mi amiga dejándose caer sobre su cama. —¡Lógico! Eso es lo que pasa cuando una se compra tantísima ropa. —Mira, bonita, todo el mundo sabe que el armario de una mujer siempre está lleno de «no tengo nada que ponerme», tengas la ropa que tengas. —Sí, ya..., pero vamos a lo que vamos, que ese cuento ya me lo conozco y yo tampoco sé con qué arreglarme. —¡Pues tú lo tienes fácil! Ponte lo más sexy que te hayas comprado. ¡Esta noche tenemos que arrasar! —me contestó con una sonrisa de oreja a oreja—. Primero vamos a cenar a un sitio tranquilo, pero después vamos a ir a una discoteca de la que me han hablado muy bien, a ver qué fauna se mueve por allí y, desde luego, si hay alguna pieza interesante, no la vamos a dejar escapar, ¿verdad? —me soltó esto último guiñándome un ojo. —¡Por Dios, Sammy! Hablas de los hombres como si fueran ganado. —Mira, chica, han sido ellos los que nos han estado buscando a nosotras durante muchos años con un único objetivo, así que a partir de ahora vamos a ser nosotras las que saquemos el máximo partido a eso. Los tiempos han cambiado. Ahora las mujeres también queremos sexo sin compromiso y yo no voy a desaprovechar la oportunidad que me ofrece esta isla, así que, al primer españolito guapo que me encuentre, le voy a dejar bien claro quién soy yo. ¡Esta noche tenemos que triunfar, sí o sí! —Bueno, lo único que espero es no quedarme sola mucho tiempo. —No te preocupes por eso. Ya te buscaré yo compañía. —Sammy me miraba con una sonrisa muy picarona. —Pues no sé qué es peor... ¡Miedo me das! —le dije temiendo de verdad que me buscara a alguien con quien dejarme tirada. —Álex, abre tu mente... ¿No hemos venido de vacaciones a empaparnos de otras culturas? Pues piensa que el beso es conocimiento. —Expectante me hallaba ante lo que pudiera decirme a continuación—. Besando se conocen... otras lenguas. Definitivamente no tenía remedio. —¡Sammy! —la reprendí—. Deja las tonterías ya, que vamos muy retrasadas. Habíamos quedado en que la lancha nos acercaría al puerto sobre las nueve de la noche, pero eran las ocho pasadas y aún no habíamos comenzado a arreglarnos. —Álex, corazón, a ver si te aprendes la primera máxima de toda mujer que se precie. —A ver... ilústrame —le pedí intrigada. —Pues obvio: ¡es mejor llegar tarde que llegar fea! Lo peor de todo era que lo decía absolutamente convencida. No era la primera vez que se retrasaba por pasar demasiado tiempo arreglándose para estar «perfecta». Estaba claro que Sammy quería pasárselo bien, así que decidí adoptar la misma actitud que ella y esperar que la noche fuera inolvidable. Me enfundé en el vestido con el que más atractiva me sentía y no me equivoqué... Esa noche fue, cuanto menos, desconcertante. La cena resultó muy tranquila. El sitio era maravilloso y la comida, increíble. Estuvimos en un pequeño restaurante, con toda la decoración en blanco y dorado, lleno de pequeñas mesitas con sus velas encendidas y con una vista panorámica de todo el puerto de Ibiza que resultaba espectacular. La discoteca a la que fuimos después estaba situada a orillas del mar y era enorme. Había muchísima gente y la música estaba muy alta. Lo primero que hicimos fue dirigirnos a la barra para pedirnos unos mojitos. Los hacían muy buenos, así que nos bebimos tres o cuatro antes de que conociéramos a unos chicos de la zona. Parecían muy simpáticos, pero estaban claras sus intenciones. Eso a Sammy no le importó en absoluto; de hecho, era lo que buscaba, así que se sentía feliz. —¿A qué os dedicáis? —nos preguntó uno de ellos. —Básicamente a respirar —le contestó Sammy—. No ganamos mucho, pero nos da para vivir —terminó diciéndole mientras se partía de la risa. ¡La madre que la parió! Ya sé que ni el sitio ni la compañía daban para una conversación mucho más formal, pero es que Sammy siempre daba la sensación de que no se tomaba la vida en serio y eso tampoco era así. Era verdad que le daba mucho valor a cosas muy banales en muchos momentos, pero también centraba su interés en las cosas importantes de la vida. Sin embargo, ésa no era la apariencia que transmitía. No tardó en decirme que se iba con uno de ellos «a conocerlo a un sitio más tranquilo», así que allí me quedé con el otro muchacho, que a simple vista no parecía muy espabilado. —¿Cómo te llamas? —le pregunté por educación y por hablar con él de algo, ya que la situación, si no, iba a ser muy incómoda. —Adivínalo —me sugirió sonriendo, orgulloso, como si me hubiera propuesto el desafío más interesante de mi vida—. Empieza por «E». —Eduardo, Esteban... —No. Suspiré por la tontería del jueguecito, pero no quise ser grosera con él. —Ernesto, Emilio... —seguí diciendo con absoluta desidia. —No. —Él, sin embargo, sonreía satisfecho. —Eustaquio, Eusebio... —No. —¿Entonces? No se me ocurren más nombres. —¿Te das por vencida? —Sonreía como si fuera el ganador del reto más importante de su vida. Levanté ambas manos en señal de rendición, pero él se mantuvo expectante. —Me rindo —le dije por fin, ya que no parecía haber entendido mi gesto—. ¿Cómo te llamas? — Yo soy... El Lucas. ¡Vale, ya había oído suficiente! ¿De verdad ése era el espermatozoide que había ganado? No sé qué edad tendría el chaval, pero me daba igual. Parecía un adolescente con una conversación de besugo que no nos llevaba a nada. Tenía que librarme de él como fuera o iba a empezar a ser maleducada de un momento a otro. No soportaba tanta sandez. —Tengo que ir al baño —le dije a modo de excusa. —Vale, te acompaño. —Tuvo los redaños de responderme. —No, no, gracias. —«Sólo me faltaba eso», pensé—. No es preciso. Además, creo que me voy a ir. Estoy cansada, así que ya nos veremos en otro momento. Le sonreí con apatía y con las mismas me levanté y me fui. Me dio lástima el chico, pero no tenía ganas de seguir escuchando estupideces cuando tenía claro que no iba a pasar nada con él. Salí de la discoteca en busca de Sammy, pero no la vi por ningún lado, así que decidí regresar a ver si aún se encontraba dentro. Era imposible hallarla entre tanta gente y no me cogía el móvil. Decidí subirme a una tarima que se había quedado libre para poder buscarla mejor. Quizá desde lo alto la viese. Cuando ya llevaba allí en lo alto un buen rato, alguien se me acercó por detrás y, cogiéndome por la cintura, me dijo: —¡Debería agarrarte fuerte! La caída desde aquí podría ser muy dolorosa y tú tienes tendencia a querer besar el suelo. Estaba muy pegado a mi espalda y me sujetaba fuertemente con sus manos apoyadas en mis caderas mientras mecía ambos cuerpos al ritmo de la música. Su boca me había susurrado esas palabras al oído. La voz me resultaba familiar. ¡Oh, Dios mío, no podía ser! Era él otra vez, era su voz. Intenté girarme, pero seguía pegado a mi espalda y seguía sujetándome muy fuerte, así que no pude hacerlo y él continuó susurrándome al oído. —Eres demasiado preciosa para estar subida a esta tarima con todos esos idiotas ahí abajo babeando por ti. ¿No querrás que tenga que salvarteotra vez del peligro? ¡Pero quién se había creído que era! ¿Cómo se podía ser tan arrogante? No daba crédito a lo que oía. Sin duda era el empleado de Saccheri. Intenté zafarme de nuevo y esa vez sí que dejó que me liberara. Me giré hacia él y me miró con sus intensos ojos. En ellos había deseo. Todo en mí vibraba y no era precisamente por los altavoces que tenía al lado. Podía sentir la potencia de su mirada y podía sentir la poderosa atracción que había surgido entre nosotros. Pero de pronto la expresión de su rostro cambió. Sus ojos comenzaron a brillar intensamente. Tensó su mandíbula y pasó de mostrar pasión y deseo a reflejar en su cara un gesto de desconcierto. Yo no entendía nada. Algo hizo que se alejara de repente. Se dio media vuelta y, de un salto, bajó de la tarima donde nos encontrábamos. Iba vestido con unos vaqueros que le sentaban de fábula y una camisa de lino blanca con las mangas recogidas que hacía que contrastaran aún más sus verdes ojos y su piel morena. Desfiló delante de mi mirada mientras se alejaba, destacando por encima de los demás con un paso muy seguro y confiado. Estaba claro que se sentía a gusto consigo mismo y era consciente de las miradas que atraía. Era muy sexy y sin duda lo sabía. Lo seguí con la vista hasta que lo perdí. Me había quedado allí como una idiota, atónita ante lo que acababa de ocurrirme. Mis piernas empezaron a temblar de nuevo y tuve que bajarme rápidamente de la tarima o corría el peligro de caerme de verdad. En ese momento llegó Sammy, que había visto toda la escena desde abajo. —¿Estás bien? Pareces nerviosa. ¿Quién era ese tío? Era muy atractivo. No te ha hecho nada raro, ¿verdad? Mi mente iba a mil por hora y no paraba de dar vueltas. ¿Qué acababa de pasar? ¿Habría sentido él lo mismo que yo? ¿Por qué se había largado así? No lograba entender nada y no sabía qué explicarle a Sammy. —¡Quieres decirme algo! ¡Desde luego, no te puedo dejar sola! —me soltó con tono de reproche. —Estoy bien, Sammy. Sólo quiero salir de aquí y volver al barco. —¡Puf... al barco! No había pensado en eso. Podría volver a encontrarme con él allí también —. ¿Y tu amigo, no te despides de él, Sammy? —No te preocupes por eso ahora. Mañana ya lo buscaré y me excusaré con él por haberme ido así —me contestó. Una vez fuera de la discoteca, algo nos llamó la atención. Se había formado un pequeño revuelo alrededor de un coche deportivo de color negro y con tapicería de cuero beige. El conductor había arrancado el motor y todo el mundo se había girado para verlo. De repente se oyó un rugido y el vehículo salió prácticamente derrapando. Al llegar a nuestra altura ya iba a mucha velocidad; sin embargo, me dio tiempo a ver al conductor. Él también me estaba observando a mí, así que nuestras miradas se cruzaron unas milésimas de segundo. Volvía a ser él y su intensa mirada. —¡Joder, qué pasada de coche...! ¿Te has fijado? —me preguntó Sammy, entusiasmada. —No mucho, la verdad; no me ha dado tiempo —le contesté. En realidad sólo había tenido tiempo de fijarme en él y en cómo ambos habíamos sido conscientes únicamente el uno del otro, sin tener en cuenta nada más a nuestro alrededor. De camino al yate mi mente no paró de darle vueltas a todo hasta que llegamos a nuestro camarote. Nos pusimos los pijamas y, una vez metidas en la cama, Sammy me miró con cara de querer saberlo todo. —¡Vaaale! —le dije ante su escrutadora mirada—. El hombre de la discoteca es el empleado de Saccheri que me he tropezado esta mañana. —¿El que estaba tan bueno? ¡No fastidies! ¿Y qué hacía en la disco? —No lo sé, Sammy. Se me acercó por detrás y luego se fue enseguida. No me dio tiempo a hablar con él. —Pues te diré que, antes de subirse a la tarima, te estuvo observando durante un buen rato y desde luego, si te hubiera podido comer entera, créeme que lo habría hecho. Se pasó todo el rato que permaneciste ahí arriba sin quitarte el ojo de encima. Yo creo que le atraes mucho. —Yo no estoy tan segura de eso, Sammy. Cuando nos miramos, cambió la expresión de su cara. No sé, fue como si se hubiera dado cuenta de algo o hubiera visto algo en mí que lo aterrara y entonces fue cuando salió corriendo sin más. No me dio tiempo a decirle nada. —Bueno, no te preocupes, mañana lo buscaremos; nos haremos las encontradizas con él y, cuando te vea delante de él y pueda admirar lo guapísima que eres, no tendrá más remedio que caer rendido a tus pies. —¡Ya, claro! Ésos son los ojos con los que tú me miras, Sammy, pero de todas formas muchas gracias por intentar animarme. Por cierto... —le continué explicando—... el hombre que conducía el coche deportivo que vimos al salir de la discoteca era él también. —¿Qué dices? ¿Cómo va a ser él? ¿Tú sabes lo que vale ese coche?... ¡Es un Bentley! ¡Es imposible que con su sueldo se pueda permitir un deportivo así! Claro que a lo mejor el coche pertenece al señor Saccheri y él es su chófer... Carlo me comentó algo de que su jefe iba a acercarse a la isla a cenar con unos amigos. —Bueno, da igual, Sammy, vamos a olvidarnos de eso. Cambiando de tema, aún no sabemos cuándo vamos a poder ver al señor Saccheri para agradecerle todo lo que está haciendo por nosotras. No todos los días se pueden pasar unas vacaciones en un yate de lujo con todos los gastos pagados. —Eso es cierto. —Sammy afirmó con la cabeza—. Estas vacaciones van a ser inolvidables, ya lo verás. Mañana se lo recordaremos a Carlo. Ahora vamos a descansar un poco, que hoy ha sido un día muy largo. El día había sido largo y muy raro para mí..., agotador por todas las compras, entretenido por la cena y los bailes en la discoteca y desconcertante por aquel hombre que no podía sacar de mi mente. Pensar en él me hacía sentir emociones encontradas. Físicamente me atraía muchísimo y hacía que mi mundo temblara cada vez que se acercaba a mí..., pero, por otra parte, también había algo que me decía que me alejara de él. Había algo que me daba miedo; su intensidad, quizá. Sin embargo, y a pesar de despertar ese recelo en mí, era la persona con la que más segura me había sentido en mi vida. Lo que estaba claro era que no me dejaba en absoluto indiferente. Capítulo 6 El día amaneció precioso. El sol radiante entraba por la ventana de nuestro camarote. Me encontraba muy descansada y con mucha energía, así que decidí ponerme ropa deportiva y hacer uso del gimnasio del barco. Gracias a Dios, cuando llegué estaba desierto. No me apetecía encontrarme con el empleado de Saccheri de nuevo. Me sentía muy vulnerable ante su presencia. El ejercicio físico me vino muy bien para despejar la mente. Tras él, me sentía más animada. De vuelta a nuestra habitación, me encontré con Carlo. —Buenos días, signorina... ¿Ha dormido usted bien? —De maravilla, Carlo. Me siento renovada. Por cierto, no pretendo ser pesada, pero quiero recordarle que nos gustaría darle las gracias personalmente al señor Saccheri por todo lo que está haciendo por nosotras. —No hay problema con eso, signorina. Hoy probablemente lo verán y podrán decírselo directamente. De hecho, me ha comentado que quiere bajar al velero hundido y ver si se puede recuperar alguna de sus pertenencias. ¿A lo mejor quieren ustedes acompañarlo? —Bueno, eso sería fantástico. Tanto Sammy como yo sabemos bucear y, si encontráramos toda nuestra documentación, sería maravilloso, porque nos ahorraríamos un montón de trámites. —Entonces hablaré con el señor Saccheri para ver cómo lo organizan para que ustedes también puedan bajar. Eso los ayudará a ellos a encontrar sus antiguos camarotes y podrán indicarles dónde estaban sus cosas con mayor claridad. —De acuerdo. Voy a buscar a Sammy y enseguida subimos a desayunar.
Compartir