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Confesiones_de_un_preso_Aaron_Chevalier_

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Aarón Chevalier
Confesiones
de un preso
Confesiones
de un preso
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
© Primera edición virtual, e-libro.net, febrero de 2001 
 
ISBN 84-8254-042-4 
 
 
ÍNDICE 
 
 
 
 
 
 
Prólogo del autor .................................................... 5 
Capítulo I. Los dioses de la tierra .......................... 9 
Capítulo II. La resignación de la impotencia......... 16 
Capítulo III. Camino del infierno........................... 30 
Capítulo IV. El mundo se me hunde ...................... 37 
Capítulo V. Nueva vida o nueva muerte................ 48 
Capítulo VI. Mi estado animal ............................... 59 
Capítulo VII. Mi alta como preso oficial ................ 72 
Capítulo VIII. En el distribuidor de la eternidad .. 102 
Capítulo IX. He adquirido mi sepultura ................ 119 
 
 
 
PRÓLOGO DEL AUTOR 
Sin duda alguna a estas alturas ya se ha escrito bas-
tante acerca de nuestras cárceles y de nuestros presos. 
El sistema penitenciario es, hoy en día, uno de los 
sistemas más cuestionados prácticamente a nivel mun-
dial. Para quienes sólo lo conocemos desde fuera y a tra-
vés de las esporádicas noticias que nos vienen depa-
rando los medios de comunicación, se nos presenta o, 
para ser más exactos, lo tenemos considerado a modo de 
un reducto viejo y arcaico. 
Separado de nuestra vida y de nuestro quehacer co-
tidiano, olvidamos con ello la mayoría de las veces el 
hecho de que este sistema está integrado por personas 
idénticas a usted y mí. Personas con sus sentimientos, 
sus inquietudes, sus circunstancias, sus familias, y sus 
problemas, los cuales, dicho sea de paso, se les vienen a 
incrementar con la entrada en estos centros, cuya filo-
sofía sigue siendo la de siglos pasados, al menos en lo 
que respecta a la falta de cambios susceptibles de apre-
ciar por quienes, reitero, estamos y vivimos ajenos a su 
digamos "peculiar" existencia. 
 
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En la línea de dar a conocer mínimamente las vi-
cisitudes por las cuales atraviesan aquellas personas, 
circunstancialmente abocadas a ingresar en prisión, este 
sencillo trabajo no hace sino recoger la preocupación, el 
temor, la angustia y la ansiedad que sufre aquél que 
pasa por esta amarga experiencia y quien, sin ser habi-
tual de dichos centros ni de la delincuencia, se ha visto 
implicado en algún acto delictivo. 
Este trabajo trata de un caso real y de un preso real, 
quien, deseando mantener su identidad en el anonimato 
por razón de su situación penitenciaria actual, y al pro-
pio tiempo pretendiendo imprimirle a la narración ese 
tinte de verosimilitud mediante el cual únicamente se 
puede llegar al diálogo directo con el lector, nos han 
aconsejado llevar a cabo el ensayo redactándolo en pri-
mera persona, a modo si de un relato autobiográfico se 
tratara. Queda claro que ello no es así y sólo se ha utili-
zado en forma de mero recurso de redacción y tan sólo 
intentando, según decimos, proporcionarle el mayor rea-
lismo posible. 
Obviamente se han modificado algunos detalles se-
cundarios y se han cambiado los nombres de aquellas 
personas a las cuales se les mencionan de una forma 
directa, con el único fin de preservar la identidad y el 
aludido anonimato de la persona que ha servido de base 
a este trabajo. 
Vaya para ésta nuestro más profundo agradeci-
miento y nuestro máximo reconocimiento por la valentía 
demostrada al dar a conocer, aún sea de forma indire-
cta, esta experiencia, tremenda experiencia, que ha de-
bido vivir. Con ello, nuestro amigo sólo pretende tome-
mos una idea, siquiera aproximada, de cómo viven y qué 
sienten estas personas en sus primeras horas de priva-
 
 7
ción de la libertad, cuando por cualesquiera razones se 
enfrentan a su entrada en la cárcel. 
Si el dar a conocer su experiencia puede servir para 
que una sola persona no pase por la angustia y la deses-
peración que debió pasar el amigo que ha impulsado 
nuestra obra, habrá merecido la pena las horas y el es-
fuerzo dedicados al mismo. 
Evidentemente no ha sido la intención de su pro-
motor herir en forma alguna; nada más lejos de la reali-
dad pretender aludir a nadie, salvo al propio sistema vi-
gente. No obstante, pide sus disculpas anticipadas si con 
ello y aun de modo involuntario ha podido suscitar el 
resentimiento de cualquier persona o institución. 
Esta es una etapa proclive para presenciar, con no 
poco estupor y gran sorpresa, el asiduo ingreso en pri-
sión de insignes hombres de nuestra sociedad, no sólo en 
el ámbito nacional sino incluso en el internacional. Im-
portantes hombres de la política, durante largo tiempo 
rectores e inspiradores de las propias instituciones de 
las cuales ahora son sus víctimas; importantes hombres 
de la esfera empresarial, cuyo poder fáctico no hubiéra-
mos cuestionado hace sólo una década; importantes 
hombres del mundo de las finanzas, con las más eleva-
das responsabilidades monetarias, etc., etc. 
En definitiva, relevantes cargos públicos y privados 
a quienes jamás imaginaríamos llegaran a constituir y 
formar parte de la "clientela" de estos centros. Acos-
tumbrados a las más altas dignidades y máximos hono-
res de nuestro mundo, se han visto forzados a cambiar 
sus dorados oropeles por el catre, la chapa y sus re-
cuentos diarios. 
Los esquemas están cambiando y el deporte nacional 
actualmente parece ser lo constituye el ver y oír las "no-
 
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ticias" para enterarnos a cual de ellos le toca hoy ingre-
sar en prisión. 
Nuestra pequeña obra, reiteramos y concluimos, no 
es sino una reflexión acerca de la vivencia y de la ex-
periencia que pueden estar sufriendo o que acaban de 
sufrir todas estas personas y, sobre todo, una reflexión 
acerca de la angustia existencial que aquélla ha podido 
depararles. 
 
El autor 
 
 
 
CAPÍTULO I 
LOS DIOSES DE LA TIERRA 
—"¡Usted va a ingresar en prisión!". 
Oigo estas palabras y no doy crédito a mis oídos. Es-
toy muy cansado. La tensión que sufro desde hace tres 
días es enorme, y mi estado de ansiedad me lleva al bor-
de de la locura. 
Sin duda éste era el momento en el cual esperaba que 
todo se aclarara para, al fin, librarme de la tremenda 
pesadilla. Y me parece haber oído... ¡que voy a ingresar 
en prisión! No es posible, me digo, debo estar soñando. 
La declaración ha terminado. Sin darme cuenta es-
toy firmando los folios que me ha puesto el Secretario 
del Juzgado. Doy por supuesto que en ellos se contienen 
las reiteradas preguntas formuladas durante cerca de 
tres horas como también mis siempre monótonas res-
puestas insistiendo en que no sé nada de la compra, ni 
de la venta, ni de ningún tipo de organización; ni tam-
poco tengo relación alguna con la droga que aseguran 
nos han cogido en el coche. 
 
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Mientras voy firmando la declaración, mi cerebro, 
confuso y exhausto, trata de discernir lo que debo hacer 
tan pronto haya completado las firmas. ¿Pido me acla-
ren algo? Mejor, ¿espero a ver qué pasa, aparentando no 
haber oído nada?.., o por el contrario, ¿protesto enérgi-
camente por enviarme a la cárcel?.. Quizás deba supli-
car al Juez me deje en libertad; que no me envíe a pri-
sión. Podría argumentarle tengo una familia, unos hijos, 
padres, amigos,... ¡qué sé yo!; una cierta posición so-
cial...; y además, no tengo ninguna relación con el tráfico 
de drogas del cual se me acusa. ¡Probablemente lo en-
tienda y se apiade de mí! 
Mas... si todo esto ya lo sabe él; si han sido dos lar-
gas horas diciéndole lo mismo. Pero... ¿cómo puede no 
creerme?; si es la pura verdad. Además, este hombre no 
tiene cara de mala persona. Sólo con verlo me ha inspi-
rado un punto de confianza y de tranquilidad, aunque... 
¿no será que por dentro tiene la leche agria y sabe jugar 
su papel para evitar le digan cuatro cosas a la de-
sesperada? 
¡Vamos a ver! Mi Abogado permanece impasible, im-
pertérrito; no abre el pico; debe ser que yo no he oído 
bien; que estoy sugestionado y que ya veo y oigofan-
tasmas donde no los hay. Me imagino que cuando a al-
guien se le envía a la cárcel, sin un motivo serio, y éste 
es mi caso, se armará un cisco, habrá discusiones, pro-
testas, recursos... ¡qué sé yo! Más follón. Y aquí todos 
están serios, mudos, fríos, inexpresivos; realizando un 
trámite burocrático de mera rutina; por lo tanto, no 
puede ser que a una persona normal se la meta en pri-
sión sin que nadie pestañee. 
Está claro; forzosamente el equivocado he de ser yo. 
Que he debido oír mal. ¡Los nervios me han traicionado! 
Yo no he hecho nada y a estas alturas eso ya deben sa-
 
 11
berlo; y si a mí por cualquier circunstancia no acaban de 
creerme, con la declaración prestada por los otros dos 
todo estará claro y en su debido sitio. 
Bueno, ya estoy terminando y ahora sí debo decidir 
qué hago cuando estampe mi última firma. Han sido 
muy pocos segundos pero no hay más tiempo y, por otra 
parte, recuerdo haber leído u oído en alguna ocasión 
como ante situaciones límite el cerebro analiza todas las 
posibilidades y actúa y decide a una velocidad increíble. 
Que en décimas de segundos, es capaz de tomar la so-
lución más adecuada al caso, así que... ¡ya está! 
¿Qué es lo último que me dicta mi mente?.. Esperar. 
Esperar hasta ver el desarrollo de los acontecimientos. 
Y, sobre la marcha, ir reaccionando a cada uno de ellos. 
—¡Venga usted conmigo! —me ordena autoritaria-
mente el Secretario judicial tan pronto ha recogido los 
folios con mi declaración y después de introducirlos en 
un legajo de papeles que supongo será el expediente de 
este absurdo asunto. 
Me levanto del asiento en donde he permanecido du-
rante todo este rato y le sigo. Se dirige con paso firme y 
seguro hacia una puerta interior que comunica el des-
pacho del Juez con las oficinas del Juzgado, flanqueada 
por dos policías nacionales, los mismos quienes tres ho-
ras antes me subieron esposado hasta este despacho. 
Al llegar a su altura, el Secretario les dirige un gesto 
con la cabeza a modo de que también le sigan según 
puedo interpretar mas sin pararme demasiado a pensar 
en ello tratando únicamente de seguir a raja tabla la 
determinación adoptada por mi cerebro en el sentido de 
esperar el transcurso de los acontecimientos. 
De esta guisa atravesamos la puerta; primero, el Se-
cretario; después, este pobre idiota, y completando el 
improvisado desfile la pareja de la policía, uno de los 
 
 12
cuales, al atravesarla, la cierra tras de sí, con cuyo gesto 
se viene a clausurar la más mínima posibilidad de escu-
char cualquier conversación y comentarios que traten de 
sostener el Juez, el Fiscal y mi Abogado acerca de mi 
caso. 
Unos pocos pasos más y el Secretario se sitúa en la 
que debe ser su mesa, repleta de todos los papeles de 
este mundo. Se me antoja no puede existir allí ningún 
orden ni concierto; debe resultar tan sumamente fácil se 
entremezclen los documentos o incluso se pierdan... 
¿Cómo diablos podrá adivinar este hombre qué es lo que 
tiene y a dónde lo tiene? 
De un estante situado en la pared de su izquierda 
extrae un documento impreso; ha soltado el expediente 
encima de toda aquella algarabía de papeles y sobre el 
legajo posa el impreso. Se sienta en el filo de su sillón 
dispuesto para levantarse con la mayor rapidez, y a ma-
no, va rellenando toda la serie de datos que debe exigirle 
el formulario. 
De vez en cuando ojea el expediente y procede a 
transcribir en el papel... ¡Dios sabe qué! Yo le estoy ob-
servando con unas ganas irreprimibles de preguntarle 
de qué se trata, mas no me parece sea hombre muy ha-
blador ni tampoco las circunstancias me parecen las 
más propicias, dos razones que me aconsejan optar nue-
vamente por esperar al resultado de este trasiego docu-
mental. 
Los policías, situados a ambos lados y ligeramente 
retrasados respecto a mí, tampoco median palabra. Todo 
me parece un ritual exotérico, ocultista, secreto y pro-
fundamente enigmático. 
El Secretario se levanta; nos bordea por la espalda; 
penetra en el despacho del Juez. Por brevísimos instan-
tes puedo percibir el murmullo de una conversación que 
 
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se apaga cuando la puerta se vuelve a cerrar inmedia-
tamente. 
Comienzo a pensar de nuevo qué está pasando. A 
qué viene tanto misterio; tanta precaución; tanto sigilo; 
tanta falta de comunicación, de información. ¿En dónde 
se hallan todos esos derechos que se ven en las películas 
y se proclaman en la televisión? Nadie te dice nada y ... 
¡atrévete a preguntar! 
Antes de disponer de más tiempo para zambullirme 
en nuevos interrogantes utópicos reaparece el Secreta-
rio, con su papel en la mano; se dirige directamente a 
mí, diciendo: 
—Este es el Auto mediante el cual se decreta su in-
greso en prisión, incondicional e incomunicado. Haga el 
favor de firmar aquí. 
¡¡Ahora sí he oído bien!! 
¡Dios mío! ¡Esto no puede ser!, es mi primer pen-
samiento. 
Tengo que reaccionar; he de decir algo,... ¿pero qué? 
Al fin balbuceo: 
—Y, ¿No hay otra solución? 
—Mire usted —me corta tajantemente el Secreta-
rio—, el Sr. Juez ha decretado su prisión y de momento 
no se puede hacer nada. Ya se ocupará de todo su Abo-
gado. 
—Entonces quisiera hablar con mi Abogado —le re-
plico pensando haber encontrado la piedra filosofal, la 
varita mágica para atajar semejante tropelía y desatino. 
—Como le acabo de decir —me vuelve a cortar se-
veramente—, su prisión es incondicional e incomunicada 
y eso significa que usted no puede comunicarse con na-
die. 
—¡Ya pueden llevárselo! —añade el Secretario diri-
giéndose a los policías. 
 
 14
Ante esta situación estuve a punto de gritar pre-
guntando si acaso era una bestia; me redujo a la reali-
dad la mano firme del policía quien, con una pasmosa 
habilidad me coloca de nuevo las esposas sin apenas 
darme cuenta. 
Esposarme y asirme fuertemente por cada brazo es-
ta pareja de policías, fue todo uno. Una acción per-
fectamente sincronizada que denota claramente la expe-
riencia y la eficacia de los fornidos guardias que me 
custodian. 
De nuevo quiero gritar; revolverme; patalear; salir 
corriendo; quizás, llorar. Algo me oprime el pecho; me 
falta el aliento. Tengo completamente reseca la gargan-
ta. No puedo articular palabra. Las venas de mis sienes 
están a punto de estallar y el zumbido que impulsa mi 
sangre me agarrota toda la cabeza. 
Siento que las piernas me flaquean; de un instante a 
otro me van a fallar. Mis guardias han debido percibirlo 
y me sostienen enérgicamente de los brazos. 
Salto desesperadamente de un pensamiento a otro, 
sin ningún orden, sin ninguna lógica. ¡Estoy preso! ¡Esto 
ya si es serio! ¡Dios mío! ¡¡Voy a la cárcel!! ... aunque 
prácticamente no sé por qué. 
¿Qué clase de gente es ésta que administra la Justi-
cia? 
No me han dado opción a dialogar; a discutir; a de-
fenderme; a poder explicarles con todo detalle que no sé 
nada de este asunto. 
Sin embargo... todo esto debería ser de otra forma. 
Si. Es cierto que durante más de dos horas me han 
estado preguntando. Que, qué hacía yo allí; que, por qué 
estaba; que, a qué había ido; que, de qué conozco a los 
otros dos; etc., etc., etc. Y a todo les he respondido la 
 
 15
verdad, nada más que la verdad. Y aun así... ¿cómo pue-
den no creerme? 
Y la bolsa... ¡Esa maldita bolsa! ¿De dónde coño 
habrá salido? Si yo no he visto ninguna bolsa. ¡Diez kilos 
de cocaína, Santo Dios! Esto es de película. 
A ver si alguno de estos dos hijos de puta la llevaba y 
mientras yo andaba en el limbo? No me he dado ni cuen-
ta. ¿Acaso podía pensar yo en este fregado? No puede 
ser. La bolsa es grande, su tamaño llama la atención, su 
color, su diseño..., mas... ¿qué leche ha pasado? Dios, 
¡qué putada! 
De esta no salgo, me repito insistentemente. 
Aquí se acaba tu historia, tío. ¡Caput! 
 
 
 
CAPÍTULO II 
LA RESIGNACIÓN DE LA IMPOTENCIA 
Esto debe ser una broma de mal gusto. Debe haber 
algún fallo; algún error por algún sitio. No tengo por qué 
preocuparme porque estoy seguro que inmediatamente 
seaclarará, y me dejarán libre. Y luego... ¡Se van a ente-
rar de quién soy yo! Les exigiré toda la responsabilidad 
que se pueda exigir por este trago que me están hacien-
do pasar. ¡Buena les va a caer encima! 
Pero... ¿y si no existe tal error? No quiero ni pensar 
en ello. La cárcel no voy a poder soportarla. Antes que 
estar y permanecer en ella prefiero suicidarme. 
Un sudor frío me brota por todo el cuerpo. Siento que 
el estómago se me revuelve; me vienen unas in-
contenibles náuseas. De un momento a otro voy a ex-
plotar en vómitos y me temo algo más. Voy a montar el 
espectáculo padre y, quién sabe, a lo mejor se les ocurre 
llevarme a un hospital. Ya veo los médicos, las enferme-
ras, personas, camas, luces, vida,... vida normal. Podré 
explicar a alguien... Pedir ayuda... Aclarar la situación... 
 
 17
—¡Ojo! —me alerta una voz interior—, recuerda que 
estás incomunicado. 
Que lo más seguro es que no te hagan ni caso o, en el 
mejor de los casos, venga —no que tú vayas— un médi-
co, y, sin detenerse a mirarte te dé vete a saber qué cla-
se de píldora o un mejunje que solo Dios sabrá para lo 
que sirve. Además, esta indisposición es meramente psi-
cológica sin duda producida por los tres días que llevas 
sin probar bocado. 
En efecto; mi voz interior tiene razón; no debo tentar 
a la suerte y por todos los medios voy a procurar aguan-
tar estas náuseas, hasta que reviente si es necesario. No 
puedo darle a esta gente el gustazo de ver cómo me fla-
quean las fuerzas (¿dónde las tendré?); no les daré la 
ocasión de mofarse de mí, ni tampoco de producirles pe-
na ni lástima. He de mostrarme tan entero como pueda, 
pase lo que pase. 
Debo apechugar con lo que me venga y, eso sí, delei-
tarme y maquinar con toda la mala leche del mundo, con 
la mayor serenidad y frialdad, mi venganza. El puro que 
les voy a meter por esta degradación a la cual me están 
sometiendo, ¡va a ser cualquier cosa! 
Cuando esté libre, mi primera ocupación será ir a 
ver a mi Abogado; y... ¿a qué Abogado? Bueno, al mejor 
abogado. Ya lo buscaré. Le contaré todo cuanto me está 
sucediendo, con pelos y señales, punto por punto. Me 
comprometeré a pagarle todo lo que me pida. Si hace 
falta, trabajaré sólo para él, mas a esta gente hemos de 
buscarles las cosquillas bien buscadas. Que, por lo me-
nos, pasen por todo lo que yo estoy pasando. ¡Se van a 
enterar! 
¿A qué gente? 
¿A la policía...? ¡Sí, desde luego! 
 
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No hay derecho a tratar de esta forma a una per-
sona. Y menos, si ésta no ha hecho nada. Y ellos lo sa-
ben perfectamente, ¿o acaso son idiotas? 
Incluso y por más que ellos piensen soy un delin-
cuente muy peligroso, deberían haber tenido más consi-
deración, qué sé yo...; no haberme dado tantas voces; no 
haberme despojado de mis efectos personales: el reloj, 
los cordones de los zapatos, el cinturón... Que sí. Que 
son las normas que tienen lo comprendo, no obstante 
esas normas serán para otros casos no para mí; yo no he 
hecho nada. 
Y, por supuesto, no deberían haberme metido en 
esas celdas donde he estado, en donde apenas se puede 
respirar. Digo yo que dispondrán de otras más decentes; 
más limpias; un pelín más confortables... para gente de 
mi estilo. Esas serán para los delincuentes de la peor 
calaña, no obstante seguro tienen otras mejores. ¡No! No 
es que debería haber estado en un hotel. Hombre, no es 
eso; ahora bien, sí hablo de recintos más acogedores y 
menos repelentes. ¿Qué ganan ellos con meterme en 
esas mazmorras? O... ¿es que no disponen de otras con 
una mínima decencia? 
También deberían estar más pendiente de uno, en 
lugar de "tirarte" en la celda sin más; como si fueras un 
perro vagabundo. Que pasaran a ver si necesitas algo; a 
ver si estás bien; si te pasa algo; algún detalle de ese 
tipo. 
Esto no quiere decir que deban comportarse como 
camareras de un establecimiento hotelero a tu servicio, 
pero sí que estén más pendientes de ti. 
¿Qué pasa entonces? Que hay muchos presos y 
detenidos... pues que pongan más policías. ¿Que no hay 
más?.. si es así que los pinten. Y de paso, que pinten 
otras celdas; y que pinten otros policías que sepan cuan-
 
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do uno ha hecho algo o no ha hecho nada. ¡Que pinten lo 
que tengan que pintar! Desde luego a lo que no hay de-
recho es a que estés de esta manera, y encima no se ten-
ga ni idea de quién es el responsable. 
Y si la policía tiene unas reglas por las cuales ha de 
regirse; unas celdas y no otras en donde encerrarnos, y 
un número de funcionarios para atender a todos los de-
tenidos, en ese caso es el Estado el que debe resolver 
todo ello y poner los medios adecuados para cambiar la 
situación. 
¿He dicho el Estado? 
¡Sí! Pediré responsabilidad al Estado. 
Evidentemente. Si la policía no tiene o no puede 
hacer otra cosa sino cumplir con sus órdenes y utilizar 
los medios a su alcance, le diré a mi Abogado exija toda 
la responsabilidad al Estado. Ese Estado... que no debe 
permitir seas detenido sin haber hecho nada. Y vale que 
haya sufrido ese error, sin embargo, mientras se aclara 
o no se aclara, al menos ha de procurar se te trate co-
rrectamente y se te introduzca, se te “aloje” en unos si-
tios adecuados y decentes. 
Que... ¿tiene reglamentado quitarle el cinturón a los 
detenidos?.. Eso lo entiendo, porque alguno puede utili-
zarlo para ahorcarse. De hecho ya hubo quien lo hizo en 
alguna ocasión, y otros ni siguieran precisaron de su cin-
turón para quitarse la vida, mas... yo no soy de esos; yo 
no iba a hacer tamaña tontería. Eso no lo sabe el Estado. 
Bueno, vale; conforme. Son normas medianamente razo-
nables con el fin de evitar y prevenir males mayores. 
Otra cuestión, ¿y esas celdas?, que más merecerían 
el calificativo de cloacas. ¿Por qué no tienen más luz?, 
¿alguna ventana? Y desde luego más limpieza. Más co-
modidad. 
 
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Por supuesto, en ellas entran, por ellas pasan y de 
ellas salen todo tipo de personas. Más bárbaras y menos 
bárbaras. Unos a quienes les dará por romper todo, y 
otros algo más civilizados. ¡Pues es sencillo! Que tengan 
dos tipos de encierro. Uno para, llamémosle, los norma-
les y el otro para los vándalos. Y de ese modo personas 
de mi clase no tendríamos que sufrir las consecuencias 
de aquellas otras fieras. 
¡De acuerdo! ¿Y cuántas celdas debería haber de ca-
da clase?.. elemental, tantas como fueran necesarias, 
obviamente. Y, suponiendo se hallen ocupadas las de 
una determinada clase, ¿qué se hace? Entonces, y sólo 
entonces, se utilizan las que se hallen libres, excepcio-
nalmente y así de sencillo. 
Claro que, en el caso de que uno de esos fieras deba 
ocupar una celda de las mejores lo más seguro es que la 
destroce; y, viceversa, si una persona "normal" ha de 
ocupar una de las peores no habríamos hecho nada res-
pecto a esa persona y ante tal posibilidad, ¿para qué 
servirían las distinciones? 
Bueno, vamos a dejar lo de las celdas y a ver quién 
me explica por qué se ha de permanecer tanto tiempo en 
ellas antes de pasar a ver al Juez. ¿Acaso no es suficien-
te con un par de horas para completar los co-
rrespondientes trámites burocráticos y que inmediata-
mente te presentaran ante el Juez? Sí, desde luego. 
Puedo entender habrá asuntos más complejos que otros. 
Algunos precisarán de bastantes más comprobaciones, 
de más declaraciones, diversas pruebas, y todo eso se 
llevará varias horas. 
Ese no es mi caso. Poco ha debido hacerse conmigo, 
por cuanto yo no he traficado con drogas. Ni siquiera he 
pensado nunca en traficar con droga. Aunque puedo 
comprender que la mayor demora haya sido a causa de 
 
 21
los otros dos quienes, vete a saber qué tendrían guarda-
do en su armario y de dónde haya podido salir la maldi-
ta bolsa que tiene formado este cacao. ¡Alguien me lo 
deberá explicar! 
Quizás y una vez razonado fríamente puede que el 
Estado no sea tan culpable de este desaguisado; pero lo 
cierto es que yo sigo estando aquí, bien jodido, y con to-
das las puertas cerradas. Y ya para colmo de los colmos: 
incomunicado.¡Tócate los cojones, Remigio! 
¡Ya está! ¡El Juez! 
Le diré a mi Abogado que el único culpable de todo 
este desatino es el Juez. 
¡Y mira que me inspiró confianza al verlo! Parecía 
hasta humano. 
¡Bellaco, bellaco, y mil veces más, bellaco! 
Ala; ¡A prisión!, ¡Incondicional!, e... ¡Incomunicado! 
Y, ¿qué se ha creído ese juecezuelo?, ¿que se puede 
jugar así con la vida, con la libertad, con los sen-
timientos o con la angustia de una persona? Este será el 
que se la cargue. 
De modo que le digo toda la verdad; que yo no sé na-
da de drogas; que yo no tengo ni idea de la maldita bol-
sa; que yo estaba allí por otros asuntos... y, ya está, ¡a la 
cárcel! Y hasta puede se vaya a dormir tan tranquilo 
esta noche; sin detenerse a pensar por un instante en 
como acaba de destruir a una familia; una vida para 
siempre; porque desde antiguo eso es lo que se ha oído 
decir de todo aquél individuo a quien meten en la cárcel. 
Seguro no habría actuado así si yo hubiera sido su 
hijo, o alguno de su familia, o incluso uno de sus amigos. 
¿Cómo ha podido hacerme esta faena a mí? ¡Se va a 
enterar por mucho Juez que sea! Pagará el pato, ya lo 
creo que pagará por todo esto. He de verlo pidiéndome 
disculpas y diciéndome que todo ha sido un lamentable 
 
 22
error; que hubo una tremenda confusión; y que com-
prenda todos somos humanos y nos equivocamos en al-
gunas ocasiones. ¡A la mierda! 
Vamos a razonar un poco: ¿Qué motivos tiene este 
hombre para tomar esta determinación?, ¿para hacerme 
esta putada? Ni me conoce ni lo conozco de nada; en 
principio por tanto no puede tener nada en contra de mí. 
¿No será que los otros dos... ? 
Y ellos... ¿qué han podido decir? 
Si son mínimamente honestos sólo habrán declarado 
la verdad: que yo no sé nada de todo este embrollo. 
¡Ah! ¡Hijos de la gran puta! ¡Grandísimos cabrones! 
¡Pero qué idiota soy! Ya lo veo. En el mejor de los ca-
sos éstos se han hecho el longui y el Juez ha cortado por 
lo sano; o todos fuera o todos dentro mientras se aclare 
el tema, y esa actitud no deja de ser hasta cierto punto 
lógica. 
A este hombre, serio y maduro, se le presentan tres 
angelitos como caídos del Cielo; y cada uno de los tres le 
contamos que somos una especie de sumos sacerdotes 
del templo y casualmente pasábamos por allí y por lo 
tanto no sabemos nada de nada y... ¡la bolsa de diez ki-
los en medio!, y, ya la hemos jodido, se ha debido creer le 
andamos tomando el pelo y ha cortado por lo sano. ¡Vaya 
panorama! 
Sí. Que eso está perfecto. Aunque da la puñetera ca-
sualidad que yo soy inocente, y este Juez, con su larga 
experiencia a juzgar por su edad, debería haberse dado 
cuenta de ello. A mí debería haberme dejado en libertad. 
¿Tal vez por intuición, o por inspiración divina? 
Por inspiración o por lo que sea. 
Intento comprender al Juez; a él se le presentan 
unas pruebas, o al menos eso que denominan unos indi-
 
 23
cios, y de acuerdo con ellos, toma las determinaciones 
legales que deba tomar. 
¡A la porra con las pruebas y con los tales indicios! 
Si no... ¿Qué prueba tiene contra mí? Nada, ab-
solutamente nada. 
A lo mejor,... quizás..., si al hombre le presentan una 
bolsa (dichosa bolsa), y a tres sujetos que ninguno dice 
saber nada de ella, pues... claro... ¿qué hace? ¿Deja libre 
a los tres y se traga la bolsa?, o, ¿pone a la sombra a los 
tres hasta que se decidan a aclarar o se esclarezca la 
historia de la puñetera bolsa? 
Bueno, puede ser que el Juez no deba hacer otra cosa 
diferente a lo que ha hecho. Efectivamente, ahora viene 
todo el trámite (creo se llama procedimiento, diligencias 
o sumario), y después el juicio. Oportunidades surgirán 
para esclarecer la verdad y mi total inocencia. 
Estoy preso; desde luego... no va a ser por mucho 
tiempo. 
¿Qué digo? ¡¡Estoy preso!! 
Por un instante se me había desvanecido la angustia 
de esta bárbara situación soñando con ser libre y poder 
vengarme de tanta tropelía e infamia. Ahora bien... 
¿cuándo? 
—¿Cómo te encuentras, chaval? —me pregunta con 
aparente amabilidad uno de mis custodios quien, proba-
blemente, ha percibido mi ausencia mental de la esce-
na—. Puede, incluso, se haya extrañado de mi falta de 
reacción ante el hecho consumado de mi inmediato in-
greso en prisión. 
—No estoy mal —es mi respuesta elegida cuidado-
samente. 
En efecto. Si le dijera estoy bien, es evidente que le 
miento descaradamente, y por lo demás muy difícil de 
creer se lo pongo. Si le digo estoy mal, con ello sólo pue-
 
 24
do suscitar su piedad y su compasión, y a estas alturas 
nada puede hacer por mí. Por otro lado, para nada nece-
sito ni me va a servir que me compadezca. Si le hubiera 
dicho que estoy regular eso no deja de ser una forma un 
poco menos fuerte de decirle que estoy mal, seguramen-
te así lo habría interpretado y la reacción hubiera sido 
la misma. Por lo tanto: no estoy mal. ¿...? Todavía 
aguanto. Tengo que aguantar. Por supuesto no es una 
situación ideal... sin embargo, ¡aguanto! 
—No te preocupes demasiado. Esto es un muerto que 
te ha caído y tienes que apechugar con él —me dice mi 
dialogante policía. 
Una pequeña luz acaba de encenderse en mi cerebro; 
con ella se me viene a iluminar las zonas oscuras y los 
recovecos inaccesibles, probablemente en recompensa a 
mis esfuerzos para descifrar todo este fregado. De mo-
do... ¡que no me preocupe!.. que... ¿me ha tocado el 
muerto? 
Entonces, ¿qué leche pasa aquí? Luego, éstos saben 
que yo no tengo nada que ver en esta historia y aún así 
¿han dado lugar a que me pase lo que me está pasan-
do?.. ¡Ay la madre que me parió! Pero... ¿qué saben y por 
qué lo saben? 
Las tripas se me revuelven. Una rabia incontenible 
me ha invadido todo el cuerpo. Aprieto lo puños y aprie-
to los dientes hasta el límite de mis posibilidades. Aprie-
to, aprieto... ¿Estoy ante personas o ante monstruos? 
De modo que saben me ha tocado el muerto y... todos 
tan tranquilos. ¡Ya está! Como a quien le toca la lotería 
aunque al revés. Sigo apretando cuanto puedo los puños. 
Las esposas me están aprisionando, no obstante no 
me duelen; no dejo que me duelan; no me pueden doler. 
¡Saben que soy inocente! ¡Lo saben! 
 
 25
Claro, si eso ha de notarse; mucho más por estos ti-
pos bastante acostumbrados a tratar con toda clase de 
delincuentes. 
Suelto los puños y aflojo los dientes. Con ellos se me 
ha esfumado una buena parte del ataque de rabia en el 
que me había sumido. El gesto aun siendo inconsciente 
parece ha sido efectivo. Estoy más relajado. 
¿Saben que soy inocente o sólo se lo imaginan? 
¿Habrá sido un piadoso comentario para tratar de 
subirme la moral? No creo. No tienen cara de padres 
misioneros, ni de hermanitas de la caridad. Y a ellos, 
¿qué más les da? 
Repasemos nuevamente; una maldita bolsa con dro-
ga; y, tres tipos diciendo que ninguno sabe nada de ella; 
que le pregunten al de al lado. 
Está claro, alguno miente; ¿quién?, ¡el dueño de la 
bolsa! 
Muy probablemente también miente otro; quien fue 
a comprar la bolsa. 
Y el tercero soy yo. Que ni iba a comprar ni iba a 
vender. No tenía idea ni de compras ni de ventas. Yo sé 
perfectamente como ese tercero soy yo, mas... ¿sabe eso 
el Juez? 
Porque me imagino la película; ante él los otros dos 
han debido decir algo parecido a que cada uno de ellos es 
ese tercero ajeno al cotarro; y así, el Juez se encuentra 
con tres terceros y una bolsa. ¡Casi nada la broma! 
No obstante, este mismo razonamiento también lo 
ha debido de hacer el Juez y, por consiguiente, le consta 
que aquí está pagando algún justo por otro u otros pe-
cadores; porque... ¿no pensará todos somos pecadores? 
¿O sí? 
Doy y le sigo dando vueltas y más vueltas a la cabe-
za. Quiero tratar de entender esta rocambolesca situa-
 
 26
ción. Hago tremendos esfuerzos para intentar me parez-
ca lógica la conducta y el comportamiento de toda la 
gente —escasa gente— que me rodea y a toda cuanta he 
visto en estos tres últimos días: unos pocos policías; el 
Juez; el Fiscal; miAbogado, con quien aún no he me-
diado una sola palabra —¡vaya ironía!—; y el Secretario 
del Juzgado. 
Una parca lista para tres interminables días privado 
de libertad. Prácticamente sin ver la luz del día. Sin 
saber absolutamente nada de las personas que me im-
portan; ni ellas de mí, supongo. Sin comer. Sin dormir. 
Sin lavarme. 
Sin duda alguna usted ha presenciado muchas veces, 
cómodamente sentado en su butaca preferida de su có-
modo salón, rodeado de sus hijos y de su esposa, innu-
merables películas de la televisión en las cuales apa-
recen presos y detenidos encerrados en sus celdas. 
Probablemente usted también ha presenciado desga-
rradoras escenas de soledad, de aislamiento; po-
siblemente de tortura... pero cómodamente sentado en 
su butaca preferida de su impoluto salón y al abrigo de 
su familia. 
Es posible que usted incluso haya leído o escuchado 
algún que otro informe, documento o espacio do-
cumental, referente a la situación de los detenidos, de 
los presos, de marginados, o póngale usted la etiqueta 
que prefiera, mientras saborea la copa que sostiene en 
su mano. 
Pues, permítame asegurarle categóricamente que 
usted no tiene ni la más remota, ni la más puñetera idea 
de qué se siente cuando uno se encuentra en esta situa-
ción, al menos, claro está, usted ya la haya padecido en 
sus propias carnes, en cuyo caso estará totalmente de 
acuerdo conmigo en que no existen palabras suficientes 
 
 27
para describir la experiencia. Nuestro idioma, nacido y 
acuñado en relumbrantes poltronas académicas, no ha 
inventado todavía los términos apropiados, las palabras 
justas capaces de expresar el grado de desesperación, 
impotencia, degradación, asco y... añádale usted los si-
nónimos que considere oportunos, al cual llega el ser 
humano si otro ser humano, grupo, institución, sistema 
o sociedad se lo propone. 
Seguramente usted ha visto la película protagoni-
zada por Robert Redford bajo el título de Brubaker; ese 
joven director de una prisión que acomete la experiencia 
de ingresar en calidad de preso en su propia penitencia-
ría, con el único propósito de enterarse realmente de 
cómo funcionaba el cotarro antes de tomar las riendas 
del presidio. 
Me atrevería a asegurar sin miedo a equivocarme 
como al finalizar la película usted le ha comentado a su 
mujer aquello de... ¡así debería de ser! 
Déjeme entonces le diga una cosa: mientras no sea 
de esa forma, esta sociedad y la otra, y la de más allá, 
tendrán asignaturas pendientes. Demasiadas asig-
naturas pendientes. 
Llevo tres días detenido. Voy a ingresar en la pri-
sión, "incondicional e incomunicado"; no sé por cuánto 
tiempo ni hasta cuándo permaneceré en ella; mas sí sé, 
se lo juro, que en estos tres días he aprendido infinita-
mente más sobre eso que rimbombantemente se llaman 
los derechos humanos, que en miles de años que hubiera 
pasado estudiando, leyendo y escudriñando los más eru-
ditos tratados sobre tan pomposo tema. 
Usted y yo, y todos nosotros juntos, deberemos de ir 
cuestionándonos muy seriamente a qué ídolos de barro o 
a qué becerros de oro estamos adorando. A quiénes 
hemos puesto de representantes de Dios en la tierra. 
 
 28
Yo ya voy a ingresar en prisión, "incondicional e in-
comunicado", puede que mañana, sí mañana, mi puesto 
lo ocupe usted u otro semejante a usted. 
Ya sé; me va a decir usted, es una persona seria, for-
mal, honrada, cumplidora de sus obligaciones y que vive 
para su familia y para su trabajo; procura no meterse en 
asuntos turbios ni tampoco se mete con nadie. Todo eso 
ya lo sé. 
Y así, tal cual, me consideraba yo hasta hace tres dí-
as; luego la vida me dio la gran sorpresa de verme mez-
clado de buenas a primeras con dos hombres —a uno de 
ellos ni siquiera lo conozco todavía—, y con una bolsa, 
una dichosa bolsa que me aseguran contiene diez kilos 
de cocaína. 
A lo largo de este libro le narraré y le contaré a 
cuántas personas serias, honestas y decentes, la vida les 
ha jugado una mala pasada, y líbreme Dios de pretender 
con ello meterle la peste en un canuto. No, no es esa mi 
intención, ni mucho menos. Para eso ya hace tiempo se 
inventó el Fisco. 
Lo que sí quisiera es contribuir a dar un aldabonazo 
en la conciencia de tantas personas "normales", "de ley", 
"honradas y decentes", intentando lleguen a comprender 
y sobre todo a actuar frente al brutal desamparo, la 
tremenda angustia y la infinita soledad capaz de llegar 
a embargar el espíritu y la mente de nuestros presos. 
Que sí; ya sé. Que para eso existen organismos, ins-
tituciones, asociaciones, y mil historias más; pero créa-
me si le digo que todo eso es insuficiente en tanto usted, 
yo y los demás, no tomemos una verdadera y exacta con-
ciencia de la magnitud del problema; y desde luego nos 
pongamos a mover el culo primero para intentar y se-
gundo para conseguir solucionarlo. 
 
 29
Habrá oído decir alguna vez aquello de "la justicia 
emana del pueblo"; ¡vale!, el pueblo es usted, y su vecino 
del quinto, y el del tercero, y todos los demás; a todos 
ellos, a todos nosotros, nos incumbe la justicia y nos in-
cumbe su administración. 
Claro. Precisamente con ese fin hemos nombrado 
unos representantes que cobran por ello. Para que se 
ocupen de todos esos problemas y nos dejen tranquilos a 
los demás. 
Es verdad, tenemos unos representantes; es muy 
cierto; por ello cobran, elemental, lógico y en abundan-
cia; ahora bien, asimismo es muy cierto como al parecer 
han de ocuparse de demasiados asuntos y supongo que 
alguno que otro se les debe escapar de las manos, y éste 
es uno que a todas luces se les ha escapado. 
¿Qué pasa? ¿Que no es importante? 
Que... quién cae en estos problemas es siempre la es-
coria de la sociedad? ¿Los indeseables? 
Pues mire usted ¡No siempre es así! Hay casos y ca-
sos. Y si sigue usted leyendo va a tener ocasión de com-
probarlo. Y si no le apetece seguir leyendo, o no quiere, o 
simplemente no le interesa el tema, déjelo, mas no se 
olvide de mi bolsa; esa fantasmal bolsa que ha caído del 
Cielo para llevarme al Infierno; en un momento en cual 
pura y simplemente había acudido a una cita con el úni-
co fin de ir a cenar con un amiguete, y donde, al menos 
yo sepa, sólo íbamos a charlar de nimiedades y de cómo 
marchaba la vida. 
 
 
CAPÍTULO III 
CAMINO DEL INFIERNO 
—¡Al furgón! —se le oye gritar a un policía. 
El grito me ha devuelto a la realidad. Me encuentro 
en la misma celda en la cual me hallaba antes de pres-
tar la declaración ante el Juez, o por lo menos, a mí me 
parece idéntica. Tampoco es demasiado importante si es 
aquélla o no. A fin de cuentas sigue siendo tan mu-
grienta, tan oscura y tan inhóspita como lo era la ante-
rior. 
Se acaba de formar un tropel al otro lado de mis ba-
rrotes. Ruidos de cerraduras; cerrojos descorriéndose; 
pasos agitados; algunos susurros, y algún que otro "va-
mos, muévase" que deduzco debe decir el guardia de 
turno al perezoso y calmado "chorizo" con el fin de poder 
aligerar la singular maniobra. 
Yo estoy en pie; frente a la reja. Esperando llegue mi 
turno y presto a salir con la menor indicación sin dar 
ningún motivo para que me llamen la atención. 
Ya gira la llave y se libera el cerrojo. La reja se abre 
y allí tengo a mi policía quien con cierto tinte de compa-
 
 31
ñerismo me indica que nos vamos. Ritualmente me coge 
del brazo sin ejercer esta vez ninguna fuerza. Me parece 
que soy el último de esta procesión delictiva. En el an-
gosto pasillo y delante de nosotros ya se encuentran ali-
neados una docena de presos, cada uno con su policía 
particular, mano al brazo. Es un tiempo de silencio. 
—¡Venga, adentro! —oigo decir al fondo—, y la pro-
cesión comienza a caminar pasillo adelante. 
Cuando llego al furgón todos son policías. Instinti-
vamente les dirijo una ojeada, casi a modo de despedida. 
Quiero leer en sus rostros; quiero percibir la sensación 
que les puede producir este "transporte"; este último 
viaje de la libertad al cual estoy a punto de enfrentarme.La escena me defrauda por completo. Son rostros in-
expresivos, ausentes, totalmente ajenos al drama que 
contiene este "embarque". Quizás tanta rutina, tanto re-
petir su trabajo todos los días les ha llegado a insensibi-
lizar. ¿No se darán cuenta que somos seres humanos, 
tan humanos como lo son ellos? 
Recuerdo haber visto cargar animales en camiones 
para transportarlos a otros lugares. Se notaba que los 
dueños o los encargados estaban muy pendientes de la 
operación. Procuraban imponer un determinado orden. 
Que cada oveja, cabra, mulo o cerdo entrara en su orden 
correspondiente y lo hiciera en su sitio. Muy atentos 
para que cada uno no estorbara a los demás, ni los de-
más pudieran hacerle ningún daño. Poca importancia se 
le daba al hecho de llevarlos al matadero para ser sacri-
ficados. Importaba que fueran ordenados; en perfectas 
condiciones; sin daños, sin taras que pudieran hacer 
mermar su valor. Se preocupaban de su trabajo, de su 
mercancía. Habían de mantener y preservar su valor. 
¡Qué ejemplo más estúpido! ¡Comparar a los ani-
males con las personas! Por Dios... 
 
 32
Sí, tiene usted razón. El ejemplo no deja de ser de 
una estupidez pasmosa. 
Yo no soy un animal. Sin embargo en este momento 
siento una terrible envidia de esas ovejas, de esos mulos, 
de esas cabras, esos cerdos "acomodados" con esmero en 
sus camiones. 
Entro en el furgón. Las banquetas, alineadas bor-
deando los laterales, ya están repletas de "compañeros 
de viaje"; incluso un par de ellos se han sentado en el 
piso de la mejor manera que han podido. Así pues... a 
buscar mi correspondiente hueco y a hacer otro tanto 
parecido. 
A propósito, pruebe usted a sentarse en el suelo con 
unas esposas puestas, o tratando de no separar las ma-
nos simulando las tuviera puestas. ¡Haga la prueba! 
Junte las manos delante, y, sin moverlas ni abrirlas, 
trate de sentarse en el suelo. 
Y ya, para completar la jugada, intente levantarse 
después. ¡Pruébelo! 
Una chispa de alegría ha iluminado mis cansados 
ojos. 
No obstante disponer de una luz tenue y lánguida en 
el interior del furgón, descubro sentado en una de las 
banquetas a mi amiguete Amador, en compañía del cual 
me detuvieron hace tres días. El también me ha visto. 
Me quedo mirándole fijamente; a mi mente acuden 
todas las preguntas de este mundo. ¡Todas a la vez! Ob-
servo a Amador, incapaz de aguantar mi mirada; en-
corvándose hacia adelante, desplomando la cabeza sobre 
su pecho. 
Hace un gesto con el que pareciera pretender eludir 
todos mis interrogantes: abre y cierra las palmas de sus 
manos mientras efectúa una nueva inclinación. 
 
 33
Entendido —pienso—; mas aún sigo mirándole in-
quisitivamente; le exijo no una sino muchas, todas las 
explicaciones... y me las ha de dar. 
La puerta del furgón se ha cerrado a mi izquierda 
con un golpe seco. En su interior la penumbra se ha he-
cho aun mayor y ello me proporciona cierta relajación. 
Ya no estamos bajo las miradas de nuestros guardianes. 
El relajamiento ha cundido entre mis compañeros y las 
respiraciones se han tornado más pausadas. Algunos in-
tentan estirar las piernas; otro pregunta si alguien tiene 
un cigarrillo... 
Y allí está mi amiguete Amador, con el que había 
quedado para cenar y a quien estaba deseando echár-
melo a la cara para que me explicara a qué viene todo 
esto. ¡Allí lo tengo! Durante estos tres días he pensado 
tanto en las preguntas que debía hacerle que ahora no 
sé por cuál de ellas empezar; de modo que reflexiono por 
un instante. 
El furgón se ha puesto en marcha y varios de mis 
compañeros de viaje han entablado conversación. No 
estoy ni quiero estar pendiente de sus diálogos; a mí sólo 
me interesa una conversación y ésa es la que he de sos-
tener con mi amiguete Amador. Así que la inicio... 
—Bueno Amador... ¡explícame qué rollo es éste! 
—¡Un mal rollo, tío! —me replica sin dirigirme la mi-
rada—. Que un hijo de puta se la ha jugado a éste y ha 
pegado el soplo. 
Cuando dice "a éste", ha levantado tímidamente la 
cabeza y ha mirado enfrente. Yo le he seguido el gesto y 
he reconocido a quién se refería. Se trata de un hombre 
joven; no debe de haber cumplido todavía los treinta 
años. Aunque se halla sentado en la banqueta no me 
cabe la menor duda es de considerable altura; con una 
tez amorenada de origen; esos a quienes conocemos con 
 
 34
el nombre de mestizos; las facciones de su rostro delatan 
su procedencia de alguna parte de Sudamérica. Así 
que... éste debe ser el tan traído y llevado Alberto, por el 
cual tantas preguntas me han hecho en mis decla-
raciones. De cualquier forma voy a confirmarlo. 
—¿Este es Alberto? —pregunto a mi amiguete. 
—Sí. Éste es —me asiente Amador sin llegar a le-
vantar la cabeza. 
—¡Hola! ¿Qué tal? Encantado de conocerte —se me 
arranca a decir el tal Alberto extendiéndome sus manos 
esposadas para estrechar las mías. 
¡Vaya! ¡Educadete el muchacho! Graciosillo también. 
De modo que... ¿qué tal?.. ¿Acaso no se ve la cara de 
muertos vivientes que tenemos todos, empezando por él 
mismo? Con que... ¡encantado de conocerme!.. Será hijo 
de puta. 
Me parece ya voy entendiendo, sin embargo vamos a 
seguir confirmando. 
—Bueno... ¿Y qué pinto yo en toda esta historia? —le 
inquiero a mi amiguete Amador pensando ésta es la 
pregunta clave y su respuesta podrá salvarme de la si-
tuación. 
No me responde. Sigue con su cabeza baja y yo espe-
ro confiando esté meditando su contestación. No aparto 
mi vista de él; como si se me fuera a escapar. Pasa el 
tiempo y sigue sin responderme, así que le repito con la 
voz un tanto subida: 
—¡Dime... ¿qué cojones pinto yo en esta historia?! 
—No te preocupes. Tranquilo. Que ya lo soluciona-
remos. 
En esta ocasión su respuesta sí ha sido inmediata y 
a todas luces temerosa de que allí mismo le monte el 
cirio. 
 
 35
Ha captado con toda exactitud que se me están re-
volviendo las tripas y lo voy a poner a parir. Puede que 
hasta me levante y le suelte una hostia a doble puño. 
Con el hierro de las esposas incluido. O mejor, un maza-
cotazo en la tapa se los sesos, y, con un poco de suerte se 
los desparramo, lo dejo en el sitio. ¡Al cerdo éste me lo 
cargo! 
Dice que ya lo arreglaremos. ¡Hijo de la gran puta! 
¡Asqueroso gusano! 
Me voy a levantar... lo intento... mas... ¿cómo? ¡Mier-
da!.. no encuentro la forma. No puedo incorporarme si 
alguien no me ayuda; necesito un punto de apoyo. 
¡Caramba!.. y parece una tontería esto de las esposas. 
Pues sí que son efectivas. 
¿Recuerda? ¿Ha hecho usted la prueba que le propo-
nía un par de páginas atrás? 
Si la ha hecho, y a no ser que sea todavía un vigoroso 
muchacho en plena forma física, se habrá dado cuenta 
de este pequeño detalle al no podérselas ingeniar para 
levantarse sino mediante rebuscados números circenses 
que exijan de una concentración y un raciocinio para el 
cual yo no estoy preparado en estos momentos. 
Gracias a Dios o al Diablo, no lo sé, yo no pude le-
vantarme en ese instante en el que a buen seguro le 
hubiera propinado un morrocotudo susto a mi amiguete 
Amador. 
Aún así la cara se me ha debido enrojecer de furia. 
El corazón me late aceleradamente; de nuevo aprieto los 
puños, cada uno de ellos y ambos frente a frente. Ahora 
no me fijo, ahora clavo literalmente la mirada en esa 
inmundicia que se llama Amador. Ese reptil que no se 
atreve a mirarme cara a cara, frente a frente. 
¡Atención! ¡El furgón se ha parado! 
¡La puerta se abre! 
 
 36
—¡Ya estamos en la prisión! —dice el guardia, y aña-
de— ¡Vayan saliendo! 
—¡Vamos, que estáis en vuestra casa! —se le oye de-
cir a alguien. 
 
 
 
CAPÍTULO IV 
EL MUNDO SE ME HUNDE 
Está amaneciendo. 
Es un amanecer gris. Cae una persistente llovizna 
sobre el patio ocre en donde nos ha introducido el furgón 
policial. El día es frío, muy frío. 
Tras una breve bocanada de aire puro inmediata-
mente nuestros cuerpos (los de mis compañeros de viaje 
y yo), acusan el mal tiempo. Instintivamente se nos en-
cogen los hombros.Nuestros rostros comienzan a hu-
medecerse; los ojos tienden a quedarse entreabiertos. 
Una fugaz ojeada a este patio es suficiente para per-
cibir el preludio de aquello que, a partir de ahora, va a 
constituir nuestro nuevo hogar. 
De dimensiones claustrofóbicas. Unas puertas grises 
de chapas metálicas a ambos lados; y al frente, desta-
cando, una enorme reja de gruesos barrotes e infinidad 
de travesaños apletinados, custodia lo que debe ser la 
entrada o la puerta principal de tan inusitado hogar. 
Mientras observo la singular estancia percibo un 
frenético ir y venir de guardias de aquí para allá; pape-
 
 38
les en la mano que se intercambian; puertas que se 
abren y se vuelven a cerrar; uniformes que se entremez-
clan, y demasiadas miradas descaradamente curiosas, 
intentando radiografiar quiénes somos y la clase de in-
dividuos que acabamos de aterrizar en esta endiablada 
mañana. 
No es que yo esperase recibir afectuosos saludos al 
modo más convencional de la gente libre. Ya sabe usted: 
¡Hola! ¿Qué tal? Encantado de conocerle. Bienvenido... 
etc., etc. No era esa mi esperanza. Pero sí tenía cierta 
confianza en que alguien se percatara de mi presencia 
en aquel sombrío lugar. Tal vez un "¿Cómo se llama us-
ted?"; "¿Por qué está aquí?"... qué sé yo. 
Por lo visto estos datos, y hasta es posible que algo 
más lo dijeran los papeles que veo circular de mano en 
mano, y claro, en todos ellos figura mi foto desde varios 
ángulos, entonces para qué andar con más conven-
cionalismos inútiles. Por un instante pienso: ¡Tanto ahí 
afuera y aquí dentro tan poco! ¿Quizás en alguno de esos 
papeles pondrá que soy sarnoso...? ¿Incluso que padezco 
el cólera...? ¿El sida...? 
Es curioso. Hasta hoy no había valorado esos con-
vencionalismos a los cuales acabo de referirme. Yo, y del 
mismo modo muy posiblemente usted, los hemos practi-
cado asiduamente; y las pocas ocasiones en las cuales 
me había parado a pensar acerca de ellos, había con-
cluido se trataba de auténticas jilipolleces, vacías de 
sentimiento y en la mayoría de los casos con un altísimo 
grado de hipocresía. 
Propios de gente cursi y apijotada... ¡Encantado de 
conocerle! 
Mas, ¿acaso puedo estar yo encantado de conocerle si 
todavía no sé quién es usted?.. ¿Y si por casualidad es el 
 
 39
memo más grande de este mundo... qué leche de encanto 
me va a producir el hecho de conocerle? 
¿Qué tal está usted? Como si a mí me importara mu-
cho su estado actual. Yo ya tengo suficiente con mis pro-
blemas; sería de tontos arriesgarme mínimamente a que 
usted se arranque a contarme los suyos y encima deba 
aguantarlo por haberle preguntado. 
Ahora, precisamente ahora, estoy convencido de que 
estos convencionalismos, estas frases de cortesía, debió 
inventarlas un preso. Alguien que en un momento de su 
vida le faltó el calor y la compañía de sus semejantes, 
sean más o menos inteligentes, memos, cultos o imbéci-
les. Puede que simplemente sea el gregarismo instintivo 
llevado a su plano racional y humano. Ese punto de sa-
berse vivo; de saberse integrado y perteneciente a un 
grupo; de percibir la existencia de unos seres similares a 
él, quienes lo aceptan y lo reconocen. 
De hoy en adelante, si por azar los caprichosos veri-
cuetos del destino me depararan la suerte de conocerle, 
no olvide que cuando estreche su mano y le diga "¡En-
cantado!" será con todo el corazón. Será sintiendo una a 
una cada sílaba de esa palabra; cada letra de cada síla-
ba. Se lo diré con el profundo sentimiento con el cual a 
mí mismo me lo diría, porque al fin y al cabo usted tam-
bién es idéntico a mí, nada más y nada menos, un ser 
humano. Desde luego con una pequeña aunque sustan-
cial diferencia... ¡yo estoy en la cárcel, preso! 
Y anticipadamente le pido perdón si me atrevo a 
compararme con usted. En absoluto pretendo ofenderle. 
Usted es una persona digna, honesta, decente, seria y 
legal. 
Yo, en cambio, he cometido la torpeza de haberme 
citado con un amiguete para ir a cenar (Amador), y a la 
postre, la vida me tenía guardada esta lección y parece 
 
 40
ser que no sabía la manera de dármela. A otros, por una 
cena, se acaban intoxicando o les da un infarto; los 
acribillan o, en el peor de los casos, se creen los amos del 
mundo, omnipotentes y todopoderosos. 
A mí, a modo de aperitivo de la cena se me apareció 
una bolsa, y con la bolsa un destino: la prisión; y con la 
prisión... una lección que jamás voy a olvidar, al igual 
que no la olvidarán ninguno de los seres que han pasado 
o están pasando por esta misma experiencia. 
—¡Vamos! ¡Adentro! —acabo de oír. 
La verja se abre embutiéndose en el muro. Un fun-
cionario la ase y la empuja con su mano y escucho el 
chirrido de las pequeñas ruedas metálicas deslizándose 
sobre sus guías. 
Como pretendiendo guardar rigurosamente el orden, 
otra vez soy el último de todos mis compañeros. Nadie 
habla. Veo a uno hacer un gesto para sacudirse el agua 
de la lluvia caída en los escasos minutos que llevamos 
en el patio. 
Camino lentamente hacia la reja, y mientras me 
aproximo a ella, trato de concentrarme en una improvi-
sada oración: "¡Dios mío, cada paso que doy y que me 
separa del mundo, de mi familia, de mis amigos, de mi 
trabajo, haz que lo deshaga rápidamente; que la reja 
que voy a traspasar se me vuelva a abrir muy pronto de 
nuevo hacia la libertad; hacia las personas que en estos 
momentos me apartan de ellas por indeseable, por delin-
cuente!". Al fin y al cabo todavía recuerdo mi educación 
religiosa, abandonada hace ya largos años. 
Posiblemente parezca una postura débil. Una ac-
titud de falta de entereza. Pero es cuanto por ahora se 
me viene a la cabeza. Después de todo lo pasado y frente 
a este futuro inmediato que me espera, la prisión incon-
dicional e incomunicado; ¿a quién puedo recurrir?.. ¿a 
 
 41
mi Abogado? Parece que no: ¡Incomunicado!.. ¿A quién 
entonces?.. Sólo a Dios, si por ventura existe. ¿Y si no 
existe...? Nada pierdo con intentarlo. De todas las for-
mas es el único recurso que me queda. 
Acabo de traspasar la reja y oigo ese desagradable 
chirrido metálico a mis espaldas. 
No logro evitar volver la cabeza y la vuelvo. 
La pesada reja se cierra implacable a pocos pasos 
tras de mí. Observo uno por uno interponerse entre el 
patio y yo cada barrote que la forma, cada ángulo que la 
configura. 
Parece que me gritara fuertemente: "¡Ya estás aquí! 
¡De aquí no se sale!.. ¡Yo no te dejaré!.. ¡Contra mí no 
puedes nada!.. ¡He truncado tu vida! ¡Tus ilusiones! ¡Tu 
futuro!.. ¡Eres un miserable, y debes estar con los mise-
rables!.. ¡Basura!". 
Rápidamente aparto mi mirada. Sigo caminando. 
Deben ser alucinaciones, ¡Las rejas no hablan! 
Entonces, ¿cómo me ha torturado tanto el verla ce-
rrarse si a estas alturas ya debiera tenerlo muy asu-
mido? 
No. No es la reja quien habla, es mi subconsciente. 
Es todo cuanto simboliza esta reja: la separación entre 
el mundo libre y los hombres más detestables, despre-
ciados por la sociedad. Aquéllos de los cuales ha de pro-
tegerse, recluyéndolos en lugares y sitios en donde no 
puedan molestar. En donde ni siquiera se acuerden de 
ellos; en donde no puedan oír sus gritos de rabia, sus 
voces de reproche, ni sus súplicas de piedad. 
Intento apartar mi atención de esa reja mas su ima-
gen me martillea en la memoria. Su chillido retumba en 
mis sienes con un eco martirizador, repetitivo, ago-
biante. Quiero apartar su recuerdo y éste no me deja. 
 
 42
Huyo en vano de ese mudo y férreo guardián y me es-
condo en la sombra de mi debilidad racional. 
Todavía no he acabado de repeler el impacto de tan 
opresiva impresión cuando de nuevo me hallo frente a 
otra cancela. 
Hemos avanzado apenas una veintena de pasos, por 
un corredor gélido; de un color viscoso brillante; huérfa-
no de todo objeto y de cualquier mobiliario; deses-
peradamente uniforme y monótono. Y allí está, ¡otra 
reja! Más barrotes, enjutos y firmes, con sus cuatro tra-
vesaños apletinados, doblemente amenazantes.La miro fijamente para constatar que no me puede 
hablar; que no puede decirme nada. Desafío su existen-
cia con mis ojos, su causa de existir, su razón de ser, la 
función que pretende justificarla . 
Ahora soy yo quien le reprocho su rotunda des-
confianza en la compañera que la antecede. ¿Acaso con 
la otra no es suficiente...? Entonces, ¿qué pinta aquí ta-
maña mole de hierros, insultantemente alineados? 
Su respuesta no tarda en llegarme: "Eres tan ruin, 
tan despreciable y tan indeseable que tus semejantes 
nos han colocado aquí para asegurarse de que no vuel-
vas con ellos. Que no los molestes. Todas nosotras no 
somos sino los símbolos del desprecio que a ti te tiene la 
humanidad". 
Mientras me martiriza con sus insultos esta maldita 
reja, me asaltan vagos recuerdos de aquéllos parques 
zoológicos que he podido a visitar a lo largo de mi vida. 
Imaginativamente me sumerjo en ellos y trato de lo-
calizar en cuál haya podido contemplar, en alguna oca-
sión, una fiera semejante a un hambriento león o quizás 
a un agresivo tigre o a una venenosa serpiente, encerra-
dos en doble jaula. Busco, rebusco y me afano, pero todo 
 
 43
es inútil. Nunca he visto a ninguno de esos peligrosos 
animales apresados con el rigor existente en este lugar. 
¿Tal vez soy yo peor a todas esas fieras? ¿Se me pue-
de temer más que al león, al tigre, a la serpiente, al cha-
cal...? 
Pues bien... si he contado con muchos amigos con 
quienes he compartido todo cuanto he podido y estoy 
seguro de que me apreciaban y de que deseaban mi com-
pañía, y eso por no hablar ya de mi familia a la que 
adoro y ella me adora... o ¿será mas apropiado decir 
adoraba? 
¿Cómo con todas mis relaciones, mi simpatía, mi 
trabajo y mis recursos puedo sentirme tan sumamente 
abandonado en este momento? 
Esta reja —estas rejas— no pueden haberlas colo-
cado las personas quienes más o menos me conocen si-
quiera sea superficialmente. De sobra saben que yo no 
las necesito... como tampoco precisaría el estar aquí de-
ntro. 
Y quienes no me conocen... ¿Cómo pueden saber si 
las necesito? 
Por consiguiente, si los que me conocen no me hubie-
ran encerrado y los que no me conocen no saben ni pue-
den saber si necesito de este encierro... ¿por qué estoy 
aquí?, no paro de preguntarme insistentemente durante 
las últimas horas. 
De este modo resulta, nada más y nada menos, que 
comienzo a cumplir una condena de la cual para empe-
zar, no me siento en absoluto culpable y supuesto, solo 
supuesto, que lo fuera, aun no he sido declarado en fun-
ción de y una vez desarrollado mi correspondiente juicio. 
Y demasiadas veces he oído decir en la televisión, en la 
calle, por activa y por pasiva, aquello de todo el mundo 
es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad y 
 
 44
sea condenado como tal en un juicio con las debidas ga-
rantías. 
¿Qué clase de televisión y de calle hay ahí fuera? 
Por un tiempo debo dejar a un lado tantos interro-
gantes. La reja ha iniciado su fatal movimiento de aper-
tura y estoy dispuesto a no perder un solo detalle de 
cada paso que dé o, para ser más preciso, de cada paso 
que me obliguen a dar. 
Sin embargo ésta no chirría. La noto acompañada 
del sórdido ruido de un motor eléctrico. ¡Qué comodidad! 
Va deslizándose uniformemente hasta oírse el abrupto 
"clac" que hace el motor al detenerse. 
De nuevo traspaso la metálica guía limitadora de su 
miserable ruta y tomo la firme decisión de no volver la 
cara para evitar sus groseras impertinencias. Sí oigo, en 
cambio, el mismo zumbido del motor que la pone en mo-
vimiento para cerrarme las escasas esperanzas con las 
cuales todavía pudiera contar. No obstante no querer 
escucharla, su silencio es elocuente y habla por sí solo. 
"¡Se acabó! ¡Ya no hablamos!", parece haberme trans-
mitido. 
No podría asegurar si me ha dolido más este silencio 
o las impertinencias lanzadas por su compañera, mas sí 
sé que la suma del uno y de las otras no viene a signifi-
car sino una sola cosa: ¡¡Ahí te pudras miserable!! 
A la tercera reja me enfrento totalmente exhausto. 
...¿Cuántas quedan? 
Parece de película. De una película del atolondrado 
Agente 086. Una, otra, otra,... ¡para al fin guardar una 
cabina telefónica! 
Me considero parecido a esa cabina telefónica. No, 
nadie dice que una cabina es mala; puede ser malo (o 
inmensamente bueno) el uso que se haga de esa cabina y 
del teléfono interior. 
 
 45
Por pensar algo, pienso que somos, mis compañeros 
y yo, similares a esa cabina; y posiblemente alguien ha 
debido hacer un mal uso de nosotros. ¡Qué estupidez! 
Eso no tiene la más mínima lógica. 
Y... ¿Qué tiene lógica en este tinglado?.. ¿Mi amigue-
te...?, ¿La bolsa...?, ¿El Juez...?, ¿Tanta reja...? 
Creo muy seriamente me está empezando a fallar la 
lógica, por lo menos, la lógica que tenía antes, quizás esa 
lógica que todavía tiene usted. 
Sí; porque yo también pensaba que cuando se dete-
nía a un delincuente lo mejor era meterlo en la cárcel; 
apartarlo de la sociedad y que, entre rejas, no tuviera 
otras oportunidades de cometer más fechorías. Lo veía 
algo elemental el principio del derecho de toda sociedad 
a protegerse de aquellos elementos que le perjudican y 
le hacen daño. Obviamente éste es un principio de auto-
defensa que nadie ha cuestionado y no seré yo quien lo 
haga. 
¿Que no obstante usted cree que yo lo cuestiono o 
voy a atreverme a ello? 
¡No, hombre, no! Tal vez y a lo sumo, trate de expli-
carle algunos pequeños matices, tan sólo eso. 
¿Que... quién soy yo? Nadie. Categóricamente nadie. 
No tengo demasiados estudios. No tengo un nombre 
de familia. No tengo ninguna fortuna. No tengo... nada 
más la experiencia de estar sufriendo en mis propias 
carnes las consecuencias de ese principio de auto-
defensa; de ese indiscutible derecho. 
Y supongo yo que esa autodefensa deberá ser racio-
nal. Hablando para que nos entendamos: si a usted al-
guien trata de quitarle la vida, parece ser que usted 
puede adelantarse en legítima defensa al espabilado que 
quería jugársela. Lo que no puede hacer lógica ni legal-
mente es matar a uno porque le propine un simple in-
 
 46
sulto; incluso si se trata de un insulto compuesto, de lo 
más gordo y dañino que se le pueda ocurrir. 
Creo que en esto estaremos básicamente de acuerdo. 
Es decir, usted —y todos— tienen un derecho de autode-
fensa en proporción y con relación al ataque del que es 
objeto; este derecho le autoriza a emplear los medios 
adecuados hacia el fin a conseguir. Es algo parecido a 
eso de no tratar de cazar moscas con cañones de grueso 
calibre, ni a los elefantes con tirachinas. 
¡Obvio!, puede que me diga. 
Pero la clave consiste en... ¿qué ocurre cuando este 
principio de autodefensa lo lleva a cabo la propia socie-
dad? ¿Cuando la sociedad se defiende de los elementos 
que intentan o a lo peor consiguen perturbarla...? 
Ocurre, claro está, que se protege con los métodos y 
sistemas legales que tiene establecidos y en base a ellos, 
por ejemplo, a un asesino se le recluye en prisión duran-
te, pongamos por caso, treinta años; a un violador se le 
recluye en prisión por otros "x" años; a un atracador 
igualmente se le recluye en prisión durante otros años; a 
un estafador ídem de ídem, y así sucesivamente. En de-
finitiva que a todos estos se les recluye en prisión du-
rante un cierto período, mayor o menor en función de la 
fechoría que hayan podido cometer. 
Según lo veo yo, el castigo es cualitativamente el 
mismo, es decir, la prisión. Tanto da que haya matado, 
violado, robado, estafado, (dentro de unos límites por 
supuesto) e igual cualquier otro delito que esté castigado 
con la pena de prisión. Y en lo que se diferencian entre 
sí es en la cantidad de tiempo por el cual deberán per-
manecer en la prisión, más o menos proporcional a la 
gravedad del asunto. Aunque el método y la pena siguen 
siendo idénticas. 
 
 47
Con este sistema la sociedad no deja de comparar así 
al más hostil de los asesinos (pongamos a los terroristas),con el pobre diablo quien posiblemente no ha hecho sino 
robar una gallina, un canario o un ciclomotor. 
Claro —me dice usted—, por eso al terrorista se le 
encierra por una etapa más larga que al ladrón de galli-
nas. Y eso es tremendamente correcto. Tan cierto como 
el hecho de que a los dos se les mete en el mismo lugar. 
Que sí. Que nadie se lo discute, los dos han atacado 
intolerablemente las normas de la convivencia. No obs-
tante no han atacado las mismas, ni de la misma forma, 
ni por descontado, son lo mismo de peligrosos; sin em-
bargo la pena es la misma y varía —¡hasta ahí podíamos 
llegar!— en el tiempo de cumplimiento y siempre que no 
intervengan otros motivos o circunstancias vaya usted a 
saber de qué clase; léase indultos, redenciones, razones 
de seguridad, y me temo que un largo etc. 
—"¡Aquí están los frescos del día!". 
 
 
 
CAPÍTULO V 
NUEVA VIDA O NUEVA MUERTE 
"¿¡Los frescos del día!?". 
De inmediato desisto de mis pensamientos filosóficos 
y me pongo atentamente en guardia. 
A nuestro alrededor comienzan a pulular media do-
cena de guardianes uniformados; otra media docena de 
hombres con quienes puede formarse un multicolor aba-
nico según sus apariencias, edades, vestimentas, y tam-
bién nuestros fieles policías que comienzan a quitarnos 
las esposas. 
He de confesar estaba empezando a dudar si lle-
garían a quitármelas alguna vez y parece ser ha llegado 
ese ansiado momento. 
Mientras aguardo mi turno echo una última mirada 
al amplio corredor por donde hemos accedido. Cuento: 
una, dos, tres, y... ¡cuatro! rejas consecutivas, militar-
mente alineadas, esquizofrénicamente agresivas, que 
me apartan y me separan del mundo. 
Un escalofrío me recorre por toda la espina dorsal y 
agita cada una de mis vísceras. Un intenso hormigueo 
 
 49
sacude lo más profundo de mi vientre e, incontenible, 
me sube hacia el pecho oprimiéndome. Trato de ensan-
charlo para poder absorber estas vibraciones eléctricas 
en un vano esfuerzo por liberarme de la vertiginosa sen-
sación, mas no hallo el más mínimo cauce o hueco por el 
que expulsar esta inquietante energía. 
La garganta se me obstruye con el rudo y tosco nudo 
del curtido pescador, trabado fuertemente en el rancio 
cordel de sus faenas marineras. 
La opresión se me hace insostenible. Tengo la boca 
totalmente reseca. El cuello ha resaltado las venas rami-
ficadas a modo de pétreos laberintos por los cuales no 
puede huir la sangre. Los oídos se me han cerrado y solo 
acierto a percibir el ronco latir del corazón que acelera 
su ritmo. La tensión crece. Creo que voy a estallar... 
cuando al límite de tanta angustia contenida, unas lá-
grimas han humedecido mis ojos y con éstas, como el 
descorchar de una agitada cerveza, mi cuerpo comienza 
a retomar su normalidad. 
Aunque la vista se me empaña procuro no parpadear 
y sostengo la mirada en ese corredor con sus tenebrosas 
rejas. 
Poco a poco voy perdiendo su enfoque y en mi mente 
empiezan a quebrarse los rígidos barrotes, con-
fundiéndose en un amargo calidoscopio de siniestras 
formas. 
¡Ya no puedo más! Por las mejillas se me han dibu-
jado dos pequeños surcos salados que me vienen a ad-
vertir de la debilidad de mi ánimo. 
¡Tengo que reaccionar! Parpadeo una y otra vez 
mientras vuelvo el rostro hacia mi nuevo destino; hacia 
mi nueva vida... ¡hacia mi muerte en vida! 
¡El mundo se me acaba de hundir! Pero... tengo que 
seguir adelante. 
 
 50
"Los frescos del día", me repito. ¿De qué me resulta 
familiar esta expresión? ¿En dónde he oído yo antes esta 
frase? 
Ah, ya. En la televisión. Ese anuncio de un pan re-
partiéndolo al amanecer. Claro está, somos los primeros 
con quienes comienza la tarea diaria en este lugar. 
¿He dicho lugar? 
Sí, he dicho lugar. Luego comienza a situarte en él 
—me amonesto yo solo—; esto no es ya un lugar así a se-
cas. Esto no es ya algo lejano, que sabías que estaba ahí 
si bien y en tanto no te concernía, nunca te detuviste a 
pensar sobre él. 
Esto ya es... ¡tu casa!; y no sabemos por cuánto tiem-
po; así que empieza a identificarlo; a familiarizarte con él. 
Hombre... no se trata de llamarlo así, "tu casa". Aho-
ra bien, sí debes ir integrándote mínimamente en ella, 
reconocerla y calificarla; nombrarla de alguna forma 
que, para empezar, no te repela. 
¡Vamos a ver! ... ¿Acaso tienes otro remedio?, ¿Otra 
alternativa...? No, ¿verdad? Pues cuanto más tardes en 
asumir tu situación más te costará; más problemas ten-
drás y peor lo vas a pasar. De modo que tú decides: o 
procuras adaptarte lo más rápido que puedas o... te 
hundes. Y si te quieres hundir y morir, allá tú; muy li-
bre eres de hacerlo... sin embargo decide y decide ya, por 
tu propia conveniencia. 
Y para empezar, puedes ir buscando un nombre para 
ésta que va ser y constituir tu residencia; no vas a refe-
rirte a ella denominándola la "cárcel"; parece que eso no 
queda demasiado elegante y psicológicamente no te va a 
reportar nada positivo. 
Bueno, si te parece la llamaremos... ¿cómo? Casa, re-
sidencia, hogar, hotel, pensión... ¿Qué tal el de "residen-
 
 51
cia"? Al fin y al cabo este es el sitio en donde vas a resi-
dir de ahora en adelante. 
No, residencia no. Suena a una especie de casa de 
acogimiento de viejos, o a un internado de ésos de los 
estudiantes. No me gusta. 
De acuerdo. ¿Qué tal si te familiarizas con la de-
nominación de "pensión"? No, tampoco. Pensión evoca la 
imagen de un hospedaje de ínfima categoría; un hos-
pedaje de aquéllos que precisan un lugar donde dormir y 
no poseen dinero suficiente para hacerlo en sitios y en 
establecimientos de categoría. 
¡Hombre! Esto sí que es bueno. ¡Como si aquí tuvie-
ras tú mucha categoría! Hace tan solo un instante te 
debatías en el dilema de reaccionar y luchar o darte por 
vencido; y ahora le haces ascos a un nombre porque no 
te parece contar con la suficiente categoría, vamos, que 
no da la talla. Quizás entonces prefieras la denomi-
nación de "hotel". 
¡Qué va!; "hotel" es pasarse un pelín. 
De momento será mejor dejarlo. Tampoco tiene la 
mayor importancia cual pueda ser la palabra a emplear 
y esta discusión no puede ser más estúpida de lo que es. 
Estoy metido en el abismo de una cloaca y solo pienso en 
un nombre para llamar a esta puta mierda; pues eso: 
una grandísima mierda, asquerosa y repugnante, vomi-
tiva y repelente. 
Así que me centraré en el tema de mi supervivencia 
y de ir aguantando aquello que me vaya encontrando, y 
dejaré las florituras de las denominaciones para cuando 
las necesite, que no es el caso en este preciso instante. 
—¡Venga, a ver si se preparan pronto para pasar a 
período! 
De nuevo una voz firme, militar y autoritaria se ha 
dejado oír. 
 
 52
¿"Período"? ¿Qué será eso? Vaya un extraño nombre . 
¡Período! Sólo se me ocurre pensar en el período de 
las mujeres; la etapa donde les viene la regla. ¡Vaya 
unas palabrejas que se escuchan por aquí! 
Todo esto me recuerda cada vez más al servicio mili-
tar, a la "mili"; allí, durante los primeros días se oían 
también las frases y los nombres más curiosos. Debía 
pasarme casi todo el tiempo procurando descifrar aque-
llo que pretendían comunicarte. 
—Justo eso. Me advierte una voz interior. 
¿Te acuerdas de la época de la "mili"? ¿A que todo 
parecía de lo más extraño? Te llevaban y te traían; te 
mandaban y te tenías que callar. Al principio todo aque-
llo se te representaba insuperable, inaguantable. Y, ¿re-
cuerdas cuál era tu actitud?.. pues la de estar a verlas 
venir y no meterte en complicaciones. 
No te cuestionabas ni cuestionabas las cosas que de-
bías hacer, simplemente las hacías y ya está. Tampoco 
te planteabas el por qué os metían a modo de borregos 
en unas grandes naves para dormir, sobre unos catres 
de lo más cochambroso. Y si a las tres de la madrugada 
tenías que saltar de la cama para hacer tu turno de 
imaginaria, no se te ocurría divagar si eso era lógico o 
por el contrario deberían haber instalado unos sistemas 
electrónicos de alarma porcircuitos integrados (o desin-
tegrados) para que tú tuvieras unos felices sueños y de 
ese modo la vigilancia quedara garantizada. ¿A que no 
pensabas en nada de esto? 
Pues adopta aquí igual actitud. 
¿...Que hay una diferencia entre una cosa y la otra? 
Desde luego. También había una diferencia entre la "mi-
li" en Ingenieros, en Artillería, en la Marina o en las 
Coes. ¡Claro que sí! 
 
 53
Pero... ¿a que también hay unos paralelismos y unas 
similitudes? 
A ver: piensa un poco. 
A los dos sitios se va a la fuerza. Ni fuiste voluntario 
al servicio militar ni tampoco a este lugar. A los dos te 
han obligado a ir y de ninguno tienes medio de evadirte 
(medio razonable, se entiende). 
En los dos te imponen lo que tienes que hacer y 
cuando tienes que hacerlo; cuándo te tienes que levan-
tar; cuándo te tienes que acostar; cuándo comer y en 
dónde hacer lo uno y lo otro y cómo tienes que hacerlo, si 
no quieres tener más complicaciones de las propias de 
cada situación. 
Es más: en los dos te alejan del mundo exterior; de 
tu familia; de tus amigos; de tu casa; de tu trabajo. 
En ambos se quiebra el esquema de vida que tenías 
trazado hasta entonces. Constituyen un paréntesis, más 
o menos prolongado, en la trayectoria y el rumbo ante-
rior; ni más ni menos eso, un paréntesis; que no po-
demos decir carezca de la más mínima importancia; por 
supuesto la tiene, no obstante no conviene dramatizar 
más de lo necesario. 
—Lo siento —me replico yo solo—, una cosa es la mi-
li y otra muy distinta es la prisión, con todas sus cabro-
nadas; y tratar de compararlas y buscarle las semejan-
zas a ambas es pretender encontrarle los tres pies al 
gato. Y no se trata de que yo quiera dramatizar más de 
la cuenta, sino que es la situación la que desde todos los 
ángulos es dramática por sí misma; y tétrica,... y cual-
quier otro razonamiento no deja de ser y llevar una bue-
na dosis de aliento y un alto grado de compasión preci-
samente por estar aquí adentro, por ser un preso, un 
despreciable y pestilente criminal. 
 
 54
—¡No seas idiota, hombre! —continuo con mi auto-
diálogo—. Ninguno tenemos toda la razón sin embargo 
admitamos que ambos tenemos parte de razón. Eviden-
temente lo que debe contar no es el razonamiento sino la 
actitud; la postura que debes tomar si frente al dilema 
de adaptarte o morir eliges (como debes elegir) la de 
adaptarte. No trates de ser demasiado bruto y defiende 
con todas tus fuerzas, día y noche, mañana y tarde, y en 
cada instante de cada día que cuanto ahora te está pa-
sando no es muy diferente de aquello otro a lo que te 
enfrentaste al hacer el servicio militar. No te empeñes 
en buscar diferencias. Procura encontrar parecidos y 
asúmelos en lo más profundo de tu ser. Persíguelos y 
lucha por ellos... ¡imbécil! 
No tengo ninguna otra opción salvo la de mentali-
zarme que ésta será mi casa y mi empresa, las dos en 
una, y por algún tiempo. 
A ver: ¿He dicho "mi empresa"? 
En efecto. Mira por donde ésa puede ser una buena 
denominación a modo de referencia. Vamos a ser opti-
mistas por un momento: de ella tengo que vivir; para 
ella habré de trabajar (¿en qué...?, ¿cómo...?, ¿cuán-
do...?), y sólo que las horas que me van a ocupar van a 
ser un poco más amplias de lo normal; será un trabajo 
de los llamados a "tiempo total". 
Mas, vayamos sin precipitaciones. 
Seguramente usted pertenece a una empresa que, en 
el mejor de los casos, es pública (o sea el Estado o cual-
quiera de sus satélites), y en el peor, es una empresa 
privada. 
Seguramente usted será un trabajador o un fun-
cionario capacitado, competente y puede que hasta efi-
caz; quien goza de una alta estima entre sus compañeros 
y con una "posición social" envidiable para muchos de 
 
 55
sus conciudadanos, al menos para todos esos muchos 
que se encuentran en paro oficial o extraoficial. 
Y seguramente usted está hasta los cojones de 
aguantar tantas estupideces que probablemente se den 
en su empresa, comenzando por las cabronadas de todos 
y cada uno de sus superiores, jefecillos, jerifaltes y jeri-
faltazos, que no se sabe cómo están ocupando un cargue-
te para el cual desde luego usted se considera mucho 
más capacitado, y por supuesto lo desempeñaría infini-
tamente mejor que toda esa manada de subnormales a 
quienes se les ha aparecido la Virgen y los ha colocado 
en su respectivo carguete. Estos mismos, gracias a un 
segundo milagro como es el de contar con gente muy 
similar a usted, que continuamente les están sacando 
las castañas del fuego, consiguen mantener su poltrona 
y tal vez su sustancioso sobre de final de mes el cual, no 
siendo nada despreciable, está muy por debajo (las más 
de las veces), del cochazo, las juergas, el chalet y el ve-
raneo que se raspan, amén de las idas y venidas de sus 
respetables señoras a las peluquerías, las boutiques y 
los pedazos de motos de sus hijos. 
Pero naturalmente usted debe de pasar por todo esto 
porque siempre se suele decir, es "el sistema", y usted se 
ha adaptado al sistema para poder mantener a su fami-
lia, aunque pase el resto de sus días mordiéndose las 
uñas (si todavía las conserva) por culpa del sistema, 
esperando llegue su oportunidad, es decir, un auténtico 
milagro o para ser más exactos, los dos milagros que le 
permitan adquirir la propiedad de una de esas codiciadas 
poltronas y sus no menos codiciados sobres de final de 
mes para poder respirar tranquilo el resto de sus días. 
En definitiva, usted se ha acomodado a un sistema 
que seguramente no le gusta, es más, probablemente lo 
detesta, sin embargo éste es el que existe y no hay otro. 
 
 56
No sabe en absoluto qué diablos es el sistema; quién 
o quiénes lo han establecido ni por qué arte de magia se 
mantiene. Usted vive de su empresa y para su empre-
sa... y punto. 
Le aseguro que hace solo cuatro días yo pensaba 
exactamente igual. Este y no otro era yo de ciudadano 
honorable; antes de estar preso "incondicional e incomu-
nicado". 
Pues bien, en tan corto período de tiempo puedo ase-
gurarle y le aseguro, que estoy en perfectas condiciones 
de explicarle con pelos y señales qué es el sistema, quién 
lo establece y lo mantiene y, lo que es más importante, 
qué puede usted hacer para cambiar la parte del mismo 
que no le satisfaga. 
No. No es que haya tenido una iluminación divina; 
ni siquiera un soplo de ciencia infusa del cual antes ca-
recía; no es eso. 
Es simplemente que estoy preso (incondicional e in-
comunicado) y parece ser que eso aviva la mente y agu-
diza el ingenio hasta unos límites que usted no puede 
imaginarse. 
La cuestión es ésta, yo ahora me encuentro obligado 
a aceptar y a adaptarme a un sistema que no es sobre el 
que estamos divagando sino otro muy distinto: se trata 
del sistema penitenciario... ¿le suena? 
Claro que le sonará. Lo oye al menos una docena de 
veces cada semana cuando el Ministro, Director General 
o el Subsecretario de turno, y más si están flamantes, 
aparecen inmaculadamente arregladitos y todo aseados 
en la televisión o en la foto del periódico, diciendo que si 
nuestro sistema penitenciario es así o es asao; que se va 
a reformar o que se va a estudiar su reforma; que se van 
a construir tantos o cuantos centros, de acuerdo con las 
más "progresistas tendencias encaminadas a la reinser-
 
 57
ción del delincuente..." y, bla... bla... bla. (¡Todo fantásti-
co y ellos quedan de perlas!). 
No obstante lo que yo ya sé (y todavía sé bien poco), 
es que el delincuente, que soy yo, no necesita de tanta 
palabrería ni de ningún presupuesto extraordinario ni 
de unos gastos ingentes para propiciar su reinserción. 
Todo eso, que no está nada de mal si verdadera-
mente se llega a realizar, no es lo fundamental para el 
delincuente —yo—; es más, yo diría es meramente acce-
sorio y secundario. Lo principal, lo fundamental y el 
gran vacío que sentimos los delincuentes es no poder 
percibir que se nos tiene un poco de consideración, un 
poco de respeto, un poco de calor, un poco de comunica-
ción,

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