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Aarón Chevalier Confesiones de un preso Confesiones de un preso © Primera edición virtual, e-libro.net, febrero de 2001 ISBN 84-8254-042-4 ÍNDICE Prólogo del autor .................................................... 5 Capítulo I. Los dioses de la tierra .......................... 9 Capítulo II. La resignación de la impotencia......... 16 Capítulo III. Camino del infierno........................... 30 Capítulo IV. El mundo se me hunde ...................... 37 Capítulo V. Nueva vida o nueva muerte................ 48 Capítulo VI. Mi estado animal ............................... 59 Capítulo VII. Mi alta como preso oficial ................ 72 Capítulo VIII. En el distribuidor de la eternidad .. 102 Capítulo IX. He adquirido mi sepultura ................ 119 PRÓLOGO DEL AUTOR Sin duda alguna a estas alturas ya se ha escrito bas- tante acerca de nuestras cárceles y de nuestros presos. El sistema penitenciario es, hoy en día, uno de los sistemas más cuestionados prácticamente a nivel mun- dial. Para quienes sólo lo conocemos desde fuera y a tra- vés de las esporádicas noticias que nos vienen depa- rando los medios de comunicación, se nos presenta o, para ser más exactos, lo tenemos considerado a modo de un reducto viejo y arcaico. Separado de nuestra vida y de nuestro quehacer co- tidiano, olvidamos con ello la mayoría de las veces el hecho de que este sistema está integrado por personas idénticas a usted y mí. Personas con sus sentimientos, sus inquietudes, sus circunstancias, sus familias, y sus problemas, los cuales, dicho sea de paso, se les vienen a incrementar con la entrada en estos centros, cuya filo- sofía sigue siendo la de siglos pasados, al menos en lo que respecta a la falta de cambios susceptibles de apre- ciar por quienes, reitero, estamos y vivimos ajenos a su digamos "peculiar" existencia. 6 En la línea de dar a conocer mínimamente las vi- cisitudes por las cuales atraviesan aquellas personas, circunstancialmente abocadas a ingresar en prisión, este sencillo trabajo no hace sino recoger la preocupación, el temor, la angustia y la ansiedad que sufre aquél que pasa por esta amarga experiencia y quien, sin ser habi- tual de dichos centros ni de la delincuencia, se ha visto implicado en algún acto delictivo. Este trabajo trata de un caso real y de un preso real, quien, deseando mantener su identidad en el anonimato por razón de su situación penitenciaria actual, y al pro- pio tiempo pretendiendo imprimirle a la narración ese tinte de verosimilitud mediante el cual únicamente se puede llegar al diálogo directo con el lector, nos han aconsejado llevar a cabo el ensayo redactándolo en pri- mera persona, a modo si de un relato autobiográfico se tratara. Queda claro que ello no es así y sólo se ha utili- zado en forma de mero recurso de redacción y tan sólo intentando, según decimos, proporcionarle el mayor rea- lismo posible. Obviamente se han modificado algunos detalles se- cundarios y se han cambiado los nombres de aquellas personas a las cuales se les mencionan de una forma directa, con el único fin de preservar la identidad y el aludido anonimato de la persona que ha servido de base a este trabajo. Vaya para ésta nuestro más profundo agradeci- miento y nuestro máximo reconocimiento por la valentía demostrada al dar a conocer, aún sea de forma indire- cta, esta experiencia, tremenda experiencia, que ha de- bido vivir. Con ello, nuestro amigo sólo pretende tome- mos una idea, siquiera aproximada, de cómo viven y qué sienten estas personas en sus primeras horas de priva- 7 ción de la libertad, cuando por cualesquiera razones se enfrentan a su entrada en la cárcel. Si el dar a conocer su experiencia puede servir para que una sola persona no pase por la angustia y la deses- peración que debió pasar el amigo que ha impulsado nuestra obra, habrá merecido la pena las horas y el es- fuerzo dedicados al mismo. Evidentemente no ha sido la intención de su pro- motor herir en forma alguna; nada más lejos de la reali- dad pretender aludir a nadie, salvo al propio sistema vi- gente. No obstante, pide sus disculpas anticipadas si con ello y aun de modo involuntario ha podido suscitar el resentimiento de cualquier persona o institución. Esta es una etapa proclive para presenciar, con no poco estupor y gran sorpresa, el asiduo ingreso en pri- sión de insignes hombres de nuestra sociedad, no sólo en el ámbito nacional sino incluso en el internacional. Im- portantes hombres de la política, durante largo tiempo rectores e inspiradores de las propias instituciones de las cuales ahora son sus víctimas; importantes hombres de la esfera empresarial, cuyo poder fáctico no hubiéra- mos cuestionado hace sólo una década; importantes hombres del mundo de las finanzas, con las más eleva- das responsabilidades monetarias, etc., etc. En definitiva, relevantes cargos públicos y privados a quienes jamás imaginaríamos llegaran a constituir y formar parte de la "clientela" de estos centros. Acos- tumbrados a las más altas dignidades y máximos hono- res de nuestro mundo, se han visto forzados a cambiar sus dorados oropeles por el catre, la chapa y sus re- cuentos diarios. Los esquemas están cambiando y el deporte nacional actualmente parece ser lo constituye el ver y oír las "no- 8 ticias" para enterarnos a cual de ellos le toca hoy ingre- sar en prisión. Nuestra pequeña obra, reiteramos y concluimos, no es sino una reflexión acerca de la vivencia y de la ex- periencia que pueden estar sufriendo o que acaban de sufrir todas estas personas y, sobre todo, una reflexión acerca de la angustia existencial que aquélla ha podido depararles. El autor CAPÍTULO I LOS DIOSES DE LA TIERRA —"¡Usted va a ingresar en prisión!". Oigo estas palabras y no doy crédito a mis oídos. Es- toy muy cansado. La tensión que sufro desde hace tres días es enorme, y mi estado de ansiedad me lleva al bor- de de la locura. Sin duda éste era el momento en el cual esperaba que todo se aclarara para, al fin, librarme de la tremenda pesadilla. Y me parece haber oído... ¡que voy a ingresar en prisión! No es posible, me digo, debo estar soñando. La declaración ha terminado. Sin darme cuenta es- toy firmando los folios que me ha puesto el Secretario del Juzgado. Doy por supuesto que en ellos se contienen las reiteradas preguntas formuladas durante cerca de tres horas como también mis siempre monótonas res- puestas insistiendo en que no sé nada de la compra, ni de la venta, ni de ningún tipo de organización; ni tam- poco tengo relación alguna con la droga que aseguran nos han cogido en el coche. 10 Mientras voy firmando la declaración, mi cerebro, confuso y exhausto, trata de discernir lo que debo hacer tan pronto haya completado las firmas. ¿Pido me acla- ren algo? Mejor, ¿espero a ver qué pasa, aparentando no haber oído nada?.., o por el contrario, ¿protesto enérgi- camente por enviarme a la cárcel?.. Quizás deba supli- car al Juez me deje en libertad; que no me envíe a pri- sión. Podría argumentarle tengo una familia, unos hijos, padres, amigos,... ¡qué sé yo!; una cierta posición so- cial...; y además, no tengo ninguna relación con el tráfico de drogas del cual se me acusa. ¡Probablemente lo en- tienda y se apiade de mí! Mas... si todo esto ya lo sabe él; si han sido dos lar- gas horas diciéndole lo mismo. Pero... ¿cómo puede no creerme?; si es la pura verdad. Además, este hombre no tiene cara de mala persona. Sólo con verlo me ha inspi- rado un punto de confianza y de tranquilidad, aunque... ¿no será que por dentro tiene la leche agria y sabe jugar su papel para evitar le digan cuatro cosas a la de- sesperada? ¡Vamos a ver! Mi Abogado permanece impasible, im- pertérrito; no abre el pico; debe ser que yo no he oído bien; que estoy sugestionado y que ya veo y oigofan- tasmas donde no los hay. Me imagino que cuando a al- guien se le envía a la cárcel, sin un motivo serio, y éste es mi caso, se armará un cisco, habrá discusiones, pro- testas, recursos... ¡qué sé yo! Más follón. Y aquí todos están serios, mudos, fríos, inexpresivos; realizando un trámite burocrático de mera rutina; por lo tanto, no puede ser que a una persona normal se la meta en pri- sión sin que nadie pestañee. Está claro; forzosamente el equivocado he de ser yo. Que he debido oír mal. ¡Los nervios me han traicionado! Yo no he hecho nada y a estas alturas eso ya deben sa- 11 berlo; y si a mí por cualquier circunstancia no acaban de creerme, con la declaración prestada por los otros dos todo estará claro y en su debido sitio. Bueno, ya estoy terminando y ahora sí debo decidir qué hago cuando estampe mi última firma. Han sido muy pocos segundos pero no hay más tiempo y, por otra parte, recuerdo haber leído u oído en alguna ocasión como ante situaciones límite el cerebro analiza todas las posibilidades y actúa y decide a una velocidad increíble. Que en décimas de segundos, es capaz de tomar la so- lución más adecuada al caso, así que... ¡ya está! ¿Qué es lo último que me dicta mi mente?.. Esperar. Esperar hasta ver el desarrollo de los acontecimientos. Y, sobre la marcha, ir reaccionando a cada uno de ellos. —¡Venga usted conmigo! —me ordena autoritaria- mente el Secretario judicial tan pronto ha recogido los folios con mi declaración y después de introducirlos en un legajo de papeles que supongo será el expediente de este absurdo asunto. Me levanto del asiento en donde he permanecido du- rante todo este rato y le sigo. Se dirige con paso firme y seguro hacia una puerta interior que comunica el des- pacho del Juez con las oficinas del Juzgado, flanqueada por dos policías nacionales, los mismos quienes tres ho- ras antes me subieron esposado hasta este despacho. Al llegar a su altura, el Secretario les dirige un gesto con la cabeza a modo de que también le sigan según puedo interpretar mas sin pararme demasiado a pensar en ello tratando únicamente de seguir a raja tabla la determinación adoptada por mi cerebro en el sentido de esperar el transcurso de los acontecimientos. De esta guisa atravesamos la puerta; primero, el Se- cretario; después, este pobre idiota, y completando el improvisado desfile la pareja de la policía, uno de los 12 cuales, al atravesarla, la cierra tras de sí, con cuyo gesto se viene a clausurar la más mínima posibilidad de escu- char cualquier conversación y comentarios que traten de sostener el Juez, el Fiscal y mi Abogado acerca de mi caso. Unos pocos pasos más y el Secretario se sitúa en la que debe ser su mesa, repleta de todos los papeles de este mundo. Se me antoja no puede existir allí ningún orden ni concierto; debe resultar tan sumamente fácil se entremezclen los documentos o incluso se pierdan... ¿Cómo diablos podrá adivinar este hombre qué es lo que tiene y a dónde lo tiene? De un estante situado en la pared de su izquierda extrae un documento impreso; ha soltado el expediente encima de toda aquella algarabía de papeles y sobre el legajo posa el impreso. Se sienta en el filo de su sillón dispuesto para levantarse con la mayor rapidez, y a ma- no, va rellenando toda la serie de datos que debe exigirle el formulario. De vez en cuando ojea el expediente y procede a transcribir en el papel... ¡Dios sabe qué! Yo le estoy ob- servando con unas ganas irreprimibles de preguntarle de qué se trata, mas no me parece sea hombre muy ha- blador ni tampoco las circunstancias me parecen las más propicias, dos razones que me aconsejan optar nue- vamente por esperar al resultado de este trasiego docu- mental. Los policías, situados a ambos lados y ligeramente retrasados respecto a mí, tampoco median palabra. Todo me parece un ritual exotérico, ocultista, secreto y pro- fundamente enigmático. El Secretario se levanta; nos bordea por la espalda; penetra en el despacho del Juez. Por brevísimos instan- tes puedo percibir el murmullo de una conversación que 13 se apaga cuando la puerta se vuelve a cerrar inmedia- tamente. Comienzo a pensar de nuevo qué está pasando. A qué viene tanto misterio; tanta precaución; tanto sigilo; tanta falta de comunicación, de información. ¿En dónde se hallan todos esos derechos que se ven en las películas y se proclaman en la televisión? Nadie te dice nada y ... ¡atrévete a preguntar! Antes de disponer de más tiempo para zambullirme en nuevos interrogantes utópicos reaparece el Secreta- rio, con su papel en la mano; se dirige directamente a mí, diciendo: —Este es el Auto mediante el cual se decreta su in- greso en prisión, incondicional e incomunicado. Haga el favor de firmar aquí. ¡¡Ahora sí he oído bien!! ¡Dios mío! ¡Esto no puede ser!, es mi primer pen- samiento. Tengo que reaccionar; he de decir algo,... ¿pero qué? Al fin balbuceo: —Y, ¿No hay otra solución? —Mire usted —me corta tajantemente el Secreta- rio—, el Sr. Juez ha decretado su prisión y de momento no se puede hacer nada. Ya se ocupará de todo su Abo- gado. —Entonces quisiera hablar con mi Abogado —le re- plico pensando haber encontrado la piedra filosofal, la varita mágica para atajar semejante tropelía y desatino. —Como le acabo de decir —me vuelve a cortar se- veramente—, su prisión es incondicional e incomunicada y eso significa que usted no puede comunicarse con na- die. —¡Ya pueden llevárselo! —añade el Secretario diri- giéndose a los policías. 14 Ante esta situación estuve a punto de gritar pre- guntando si acaso era una bestia; me redujo a la reali- dad la mano firme del policía quien, con una pasmosa habilidad me coloca de nuevo las esposas sin apenas darme cuenta. Esposarme y asirme fuertemente por cada brazo es- ta pareja de policías, fue todo uno. Una acción per- fectamente sincronizada que denota claramente la expe- riencia y la eficacia de los fornidos guardias que me custodian. De nuevo quiero gritar; revolverme; patalear; salir corriendo; quizás, llorar. Algo me oprime el pecho; me falta el aliento. Tengo completamente reseca la gargan- ta. No puedo articular palabra. Las venas de mis sienes están a punto de estallar y el zumbido que impulsa mi sangre me agarrota toda la cabeza. Siento que las piernas me flaquean; de un instante a otro me van a fallar. Mis guardias han debido percibirlo y me sostienen enérgicamente de los brazos. Salto desesperadamente de un pensamiento a otro, sin ningún orden, sin ninguna lógica. ¡Estoy preso! ¡Esto ya si es serio! ¡Dios mío! ¡¡Voy a la cárcel!! ... aunque prácticamente no sé por qué. ¿Qué clase de gente es ésta que administra la Justi- cia? No me han dado opción a dialogar; a discutir; a de- fenderme; a poder explicarles con todo detalle que no sé nada de este asunto. Sin embargo... todo esto debería ser de otra forma. Si. Es cierto que durante más de dos horas me han estado preguntando. Que, qué hacía yo allí; que, por qué estaba; que, a qué había ido; que, de qué conozco a los otros dos; etc., etc., etc. Y a todo les he respondido la 15 verdad, nada más que la verdad. Y aun así... ¿cómo pue- den no creerme? Y la bolsa... ¡Esa maldita bolsa! ¿De dónde coño habrá salido? Si yo no he visto ninguna bolsa. ¡Diez kilos de cocaína, Santo Dios! Esto es de película. A ver si alguno de estos dos hijos de puta la llevaba y mientras yo andaba en el limbo? No me he dado ni cuen- ta. ¿Acaso podía pensar yo en este fregado? No puede ser. La bolsa es grande, su tamaño llama la atención, su color, su diseño..., mas... ¿qué leche ha pasado? Dios, ¡qué putada! De esta no salgo, me repito insistentemente. Aquí se acaba tu historia, tío. ¡Caput! CAPÍTULO II LA RESIGNACIÓN DE LA IMPOTENCIA Esto debe ser una broma de mal gusto. Debe haber algún fallo; algún error por algún sitio. No tengo por qué preocuparme porque estoy seguro que inmediatamente seaclarará, y me dejarán libre. Y luego... ¡Se van a ente- rar de quién soy yo! Les exigiré toda la responsabilidad que se pueda exigir por este trago que me están hacien- do pasar. ¡Buena les va a caer encima! Pero... ¿y si no existe tal error? No quiero ni pensar en ello. La cárcel no voy a poder soportarla. Antes que estar y permanecer en ella prefiero suicidarme. Un sudor frío me brota por todo el cuerpo. Siento que el estómago se me revuelve; me vienen unas in- contenibles náuseas. De un momento a otro voy a ex- plotar en vómitos y me temo algo más. Voy a montar el espectáculo padre y, quién sabe, a lo mejor se les ocurre llevarme a un hospital. Ya veo los médicos, las enferme- ras, personas, camas, luces, vida,... vida normal. Podré explicar a alguien... Pedir ayuda... Aclarar la situación... 17 —¡Ojo! —me alerta una voz interior—, recuerda que estás incomunicado. Que lo más seguro es que no te hagan ni caso o, en el mejor de los casos, venga —no que tú vayas— un médi- co, y, sin detenerse a mirarte te dé vete a saber qué cla- se de píldora o un mejunje que solo Dios sabrá para lo que sirve. Además, esta indisposición es meramente psi- cológica sin duda producida por los tres días que llevas sin probar bocado. En efecto; mi voz interior tiene razón; no debo tentar a la suerte y por todos los medios voy a procurar aguan- tar estas náuseas, hasta que reviente si es necesario. No puedo darle a esta gente el gustazo de ver cómo me fla- quean las fuerzas (¿dónde las tendré?); no les daré la ocasión de mofarse de mí, ni tampoco de producirles pe- na ni lástima. He de mostrarme tan entero como pueda, pase lo que pase. Debo apechugar con lo que me venga y, eso sí, delei- tarme y maquinar con toda la mala leche del mundo, con la mayor serenidad y frialdad, mi venganza. El puro que les voy a meter por esta degradación a la cual me están sometiendo, ¡va a ser cualquier cosa! Cuando esté libre, mi primera ocupación será ir a ver a mi Abogado; y... ¿a qué Abogado? Bueno, al mejor abogado. Ya lo buscaré. Le contaré todo cuanto me está sucediendo, con pelos y señales, punto por punto. Me comprometeré a pagarle todo lo que me pida. Si hace falta, trabajaré sólo para él, mas a esta gente hemos de buscarles las cosquillas bien buscadas. Que, por lo me- nos, pasen por todo lo que yo estoy pasando. ¡Se van a enterar! ¿A qué gente? ¿A la policía...? ¡Sí, desde luego! 18 No hay derecho a tratar de esta forma a una per- sona. Y menos, si ésta no ha hecho nada. Y ellos lo sa- ben perfectamente, ¿o acaso son idiotas? Incluso y por más que ellos piensen soy un delin- cuente muy peligroso, deberían haber tenido más consi- deración, qué sé yo...; no haberme dado tantas voces; no haberme despojado de mis efectos personales: el reloj, los cordones de los zapatos, el cinturón... Que sí. Que son las normas que tienen lo comprendo, no obstante esas normas serán para otros casos no para mí; yo no he hecho nada. Y, por supuesto, no deberían haberme metido en esas celdas donde he estado, en donde apenas se puede respirar. Digo yo que dispondrán de otras más decentes; más limpias; un pelín más confortables... para gente de mi estilo. Esas serán para los delincuentes de la peor calaña, no obstante seguro tienen otras mejores. ¡No! No es que debería haber estado en un hotel. Hombre, no es eso; ahora bien, sí hablo de recintos más acogedores y menos repelentes. ¿Qué ganan ellos con meterme en esas mazmorras? O... ¿es que no disponen de otras con una mínima decencia? También deberían estar más pendiente de uno, en lugar de "tirarte" en la celda sin más; como si fueras un perro vagabundo. Que pasaran a ver si necesitas algo; a ver si estás bien; si te pasa algo; algún detalle de ese tipo. Esto no quiere decir que deban comportarse como camareras de un establecimiento hotelero a tu servicio, pero sí que estén más pendientes de ti. ¿Qué pasa entonces? Que hay muchos presos y detenidos... pues que pongan más policías. ¿Que no hay más?.. si es así que los pinten. Y de paso, que pinten otras celdas; y que pinten otros policías que sepan cuan- 19 do uno ha hecho algo o no ha hecho nada. ¡Que pinten lo que tengan que pintar! Desde luego a lo que no hay de- recho es a que estés de esta manera, y encima no se ten- ga ni idea de quién es el responsable. Y si la policía tiene unas reglas por las cuales ha de regirse; unas celdas y no otras en donde encerrarnos, y un número de funcionarios para atender a todos los de- tenidos, en ese caso es el Estado el que debe resolver todo ello y poner los medios adecuados para cambiar la situación. ¿He dicho el Estado? ¡Sí! Pediré responsabilidad al Estado. Evidentemente. Si la policía no tiene o no puede hacer otra cosa sino cumplir con sus órdenes y utilizar los medios a su alcance, le diré a mi Abogado exija toda la responsabilidad al Estado. Ese Estado... que no debe permitir seas detenido sin haber hecho nada. Y vale que haya sufrido ese error, sin embargo, mientras se aclara o no se aclara, al menos ha de procurar se te trate co- rrectamente y se te introduzca, se te “aloje” en unos si- tios adecuados y decentes. Que... ¿tiene reglamentado quitarle el cinturón a los detenidos?.. Eso lo entiendo, porque alguno puede utili- zarlo para ahorcarse. De hecho ya hubo quien lo hizo en alguna ocasión, y otros ni siguieran precisaron de su cin- turón para quitarse la vida, mas... yo no soy de esos; yo no iba a hacer tamaña tontería. Eso no lo sabe el Estado. Bueno, vale; conforme. Son normas medianamente razo- nables con el fin de evitar y prevenir males mayores. Otra cuestión, ¿y esas celdas?, que más merecerían el calificativo de cloacas. ¿Por qué no tienen más luz?, ¿alguna ventana? Y desde luego más limpieza. Más co- modidad. 20 Por supuesto, en ellas entran, por ellas pasan y de ellas salen todo tipo de personas. Más bárbaras y menos bárbaras. Unos a quienes les dará por romper todo, y otros algo más civilizados. ¡Pues es sencillo! Que tengan dos tipos de encierro. Uno para, llamémosle, los norma- les y el otro para los vándalos. Y de ese modo personas de mi clase no tendríamos que sufrir las consecuencias de aquellas otras fieras. ¡De acuerdo! ¿Y cuántas celdas debería haber de ca- da clase?.. elemental, tantas como fueran necesarias, obviamente. Y, suponiendo se hallen ocupadas las de una determinada clase, ¿qué se hace? Entonces, y sólo entonces, se utilizan las que se hallen libres, excepcio- nalmente y así de sencillo. Claro que, en el caso de que uno de esos fieras deba ocupar una celda de las mejores lo más seguro es que la destroce; y, viceversa, si una persona "normal" ha de ocupar una de las peores no habríamos hecho nada res- pecto a esa persona y ante tal posibilidad, ¿para qué servirían las distinciones? Bueno, vamos a dejar lo de las celdas y a ver quién me explica por qué se ha de permanecer tanto tiempo en ellas antes de pasar a ver al Juez. ¿Acaso no es suficien- te con un par de horas para completar los co- rrespondientes trámites burocráticos y que inmediata- mente te presentaran ante el Juez? Sí, desde luego. Puedo entender habrá asuntos más complejos que otros. Algunos precisarán de bastantes más comprobaciones, de más declaraciones, diversas pruebas, y todo eso se llevará varias horas. Ese no es mi caso. Poco ha debido hacerse conmigo, por cuanto yo no he traficado con drogas. Ni siquiera he pensado nunca en traficar con droga. Aunque puedo comprender que la mayor demora haya sido a causa de 21 los otros dos quienes, vete a saber qué tendrían guarda- do en su armario y de dónde haya podido salir la maldi- ta bolsa que tiene formado este cacao. ¡Alguien me lo deberá explicar! Quizás y una vez razonado fríamente puede que el Estado no sea tan culpable de este desaguisado; pero lo cierto es que yo sigo estando aquí, bien jodido, y con to- das las puertas cerradas. Y ya para colmo de los colmos: incomunicado.¡Tócate los cojones, Remigio! ¡Ya está! ¡El Juez! Le diré a mi Abogado que el único culpable de todo este desatino es el Juez. ¡Y mira que me inspiró confianza al verlo! Parecía hasta humano. ¡Bellaco, bellaco, y mil veces más, bellaco! Ala; ¡A prisión!, ¡Incondicional!, e... ¡Incomunicado! Y, ¿qué se ha creído ese juecezuelo?, ¿que se puede jugar así con la vida, con la libertad, con los sen- timientos o con la angustia de una persona? Este será el que se la cargue. De modo que le digo toda la verdad; que yo no sé na- da de drogas; que yo no tengo ni idea de la maldita bol- sa; que yo estaba allí por otros asuntos... y, ya está, ¡a la cárcel! Y hasta puede se vaya a dormir tan tranquilo esta noche; sin detenerse a pensar por un instante en como acaba de destruir a una familia; una vida para siempre; porque desde antiguo eso es lo que se ha oído decir de todo aquél individuo a quien meten en la cárcel. Seguro no habría actuado así si yo hubiera sido su hijo, o alguno de su familia, o incluso uno de sus amigos. ¿Cómo ha podido hacerme esta faena a mí? ¡Se va a enterar por mucho Juez que sea! Pagará el pato, ya lo creo que pagará por todo esto. He de verlo pidiéndome disculpas y diciéndome que todo ha sido un lamentable 22 error; que hubo una tremenda confusión; y que com- prenda todos somos humanos y nos equivocamos en al- gunas ocasiones. ¡A la mierda! Vamos a razonar un poco: ¿Qué motivos tiene este hombre para tomar esta determinación?, ¿para hacerme esta putada? Ni me conoce ni lo conozco de nada; en principio por tanto no puede tener nada en contra de mí. ¿No será que los otros dos... ? Y ellos... ¿qué han podido decir? Si son mínimamente honestos sólo habrán declarado la verdad: que yo no sé nada de todo este embrollo. ¡Ah! ¡Hijos de la gran puta! ¡Grandísimos cabrones! ¡Pero qué idiota soy! Ya lo veo. En el mejor de los ca- sos éstos se han hecho el longui y el Juez ha cortado por lo sano; o todos fuera o todos dentro mientras se aclare el tema, y esa actitud no deja de ser hasta cierto punto lógica. A este hombre, serio y maduro, se le presentan tres angelitos como caídos del Cielo; y cada uno de los tres le contamos que somos una especie de sumos sacerdotes del templo y casualmente pasábamos por allí y por lo tanto no sabemos nada de nada y... ¡la bolsa de diez ki- los en medio!, y, ya la hemos jodido, se ha debido creer le andamos tomando el pelo y ha cortado por lo sano. ¡Vaya panorama! Sí. Que eso está perfecto. Aunque da la puñetera ca- sualidad que yo soy inocente, y este Juez, con su larga experiencia a juzgar por su edad, debería haberse dado cuenta de ello. A mí debería haberme dejado en libertad. ¿Tal vez por intuición, o por inspiración divina? Por inspiración o por lo que sea. Intento comprender al Juez; a él se le presentan unas pruebas, o al menos eso que denominan unos indi- 23 cios, y de acuerdo con ellos, toma las determinaciones legales que deba tomar. ¡A la porra con las pruebas y con los tales indicios! Si no... ¿Qué prueba tiene contra mí? Nada, ab- solutamente nada. A lo mejor,... quizás..., si al hombre le presentan una bolsa (dichosa bolsa), y a tres sujetos que ninguno dice saber nada de ella, pues... claro... ¿qué hace? ¿Deja libre a los tres y se traga la bolsa?, o, ¿pone a la sombra a los tres hasta que se decidan a aclarar o se esclarezca la historia de la puñetera bolsa? Bueno, puede ser que el Juez no deba hacer otra cosa diferente a lo que ha hecho. Efectivamente, ahora viene todo el trámite (creo se llama procedimiento, diligencias o sumario), y después el juicio. Oportunidades surgirán para esclarecer la verdad y mi total inocencia. Estoy preso; desde luego... no va a ser por mucho tiempo. ¿Qué digo? ¡¡Estoy preso!! Por un instante se me había desvanecido la angustia de esta bárbara situación soñando con ser libre y poder vengarme de tanta tropelía e infamia. Ahora bien... ¿cuándo? —¿Cómo te encuentras, chaval? —me pregunta con aparente amabilidad uno de mis custodios quien, proba- blemente, ha percibido mi ausencia mental de la esce- na—. Puede, incluso, se haya extrañado de mi falta de reacción ante el hecho consumado de mi inmediato in- greso en prisión. —No estoy mal —es mi respuesta elegida cuidado- samente. En efecto. Si le dijera estoy bien, es evidente que le miento descaradamente, y por lo demás muy difícil de creer se lo pongo. Si le digo estoy mal, con ello sólo pue- 24 do suscitar su piedad y su compasión, y a estas alturas nada puede hacer por mí. Por otro lado, para nada nece- sito ni me va a servir que me compadezca. Si le hubiera dicho que estoy regular eso no deja de ser una forma un poco menos fuerte de decirle que estoy mal, seguramen- te así lo habría interpretado y la reacción hubiera sido la misma. Por lo tanto: no estoy mal. ¿...? Todavía aguanto. Tengo que aguantar. Por supuesto no es una situación ideal... sin embargo, ¡aguanto! —No te preocupes demasiado. Esto es un muerto que te ha caído y tienes que apechugar con él —me dice mi dialogante policía. Una pequeña luz acaba de encenderse en mi cerebro; con ella se me viene a iluminar las zonas oscuras y los recovecos inaccesibles, probablemente en recompensa a mis esfuerzos para descifrar todo este fregado. De mo- do... ¡que no me preocupe!.. que... ¿me ha tocado el muerto? Entonces, ¿qué leche pasa aquí? Luego, éstos saben que yo no tengo nada que ver en esta historia y aún así ¿han dado lugar a que me pase lo que me está pasan- do?.. ¡Ay la madre que me parió! Pero... ¿qué saben y por qué lo saben? Las tripas se me revuelven. Una rabia incontenible me ha invadido todo el cuerpo. Aprieto lo puños y aprie- to los dientes hasta el límite de mis posibilidades. Aprie- to, aprieto... ¿Estoy ante personas o ante monstruos? De modo que saben me ha tocado el muerto y... todos tan tranquilos. ¡Ya está! Como a quien le toca la lotería aunque al revés. Sigo apretando cuanto puedo los puños. Las esposas me están aprisionando, no obstante no me duelen; no dejo que me duelan; no me pueden doler. ¡Saben que soy inocente! ¡Lo saben! 25 Claro, si eso ha de notarse; mucho más por estos ti- pos bastante acostumbrados a tratar con toda clase de delincuentes. Suelto los puños y aflojo los dientes. Con ellos se me ha esfumado una buena parte del ataque de rabia en el que me había sumido. El gesto aun siendo inconsciente parece ha sido efectivo. Estoy más relajado. ¿Saben que soy inocente o sólo se lo imaginan? ¿Habrá sido un piadoso comentario para tratar de subirme la moral? No creo. No tienen cara de padres misioneros, ni de hermanitas de la caridad. Y a ellos, ¿qué más les da? Repasemos nuevamente; una maldita bolsa con dro- ga; y, tres tipos diciendo que ninguno sabe nada de ella; que le pregunten al de al lado. Está claro, alguno miente; ¿quién?, ¡el dueño de la bolsa! Muy probablemente también miente otro; quien fue a comprar la bolsa. Y el tercero soy yo. Que ni iba a comprar ni iba a vender. No tenía idea ni de compras ni de ventas. Yo sé perfectamente como ese tercero soy yo, mas... ¿sabe eso el Juez? Porque me imagino la película; ante él los otros dos han debido decir algo parecido a que cada uno de ellos es ese tercero ajeno al cotarro; y así, el Juez se encuentra con tres terceros y una bolsa. ¡Casi nada la broma! No obstante, este mismo razonamiento también lo ha debido de hacer el Juez y, por consiguiente, le consta que aquí está pagando algún justo por otro u otros pe- cadores; porque... ¿no pensará todos somos pecadores? ¿O sí? Doy y le sigo dando vueltas y más vueltas a la cabe- za. Quiero tratar de entender esta rocambolesca situa- 26 ción. Hago tremendos esfuerzos para intentar me parez- ca lógica la conducta y el comportamiento de toda la gente —escasa gente— que me rodea y a toda cuanta he visto en estos tres últimos días: unos pocos policías; el Juez; el Fiscal; miAbogado, con quien aún no he me- diado una sola palabra —¡vaya ironía!—; y el Secretario del Juzgado. Una parca lista para tres interminables días privado de libertad. Prácticamente sin ver la luz del día. Sin saber absolutamente nada de las personas que me im- portan; ni ellas de mí, supongo. Sin comer. Sin dormir. Sin lavarme. Sin duda alguna usted ha presenciado muchas veces, cómodamente sentado en su butaca preferida de su có- modo salón, rodeado de sus hijos y de su esposa, innu- merables películas de la televisión en las cuales apa- recen presos y detenidos encerrados en sus celdas. Probablemente usted también ha presenciado desga- rradoras escenas de soledad, de aislamiento; po- siblemente de tortura... pero cómodamente sentado en su butaca preferida de su impoluto salón y al abrigo de su familia. Es posible que usted incluso haya leído o escuchado algún que otro informe, documento o espacio do- cumental, referente a la situación de los detenidos, de los presos, de marginados, o póngale usted la etiqueta que prefiera, mientras saborea la copa que sostiene en su mano. Pues, permítame asegurarle categóricamente que usted no tiene ni la más remota, ni la más puñetera idea de qué se siente cuando uno se encuentra en esta situa- ción, al menos, claro está, usted ya la haya padecido en sus propias carnes, en cuyo caso estará totalmente de acuerdo conmigo en que no existen palabras suficientes 27 para describir la experiencia. Nuestro idioma, nacido y acuñado en relumbrantes poltronas académicas, no ha inventado todavía los términos apropiados, las palabras justas capaces de expresar el grado de desesperación, impotencia, degradación, asco y... añádale usted los si- nónimos que considere oportunos, al cual llega el ser humano si otro ser humano, grupo, institución, sistema o sociedad se lo propone. Seguramente usted ha visto la película protagoni- zada por Robert Redford bajo el título de Brubaker; ese joven director de una prisión que acomete la experiencia de ingresar en calidad de preso en su propia penitencia- ría, con el único propósito de enterarse realmente de cómo funcionaba el cotarro antes de tomar las riendas del presidio. Me atrevería a asegurar sin miedo a equivocarme como al finalizar la película usted le ha comentado a su mujer aquello de... ¡así debería de ser! Déjeme entonces le diga una cosa: mientras no sea de esa forma, esta sociedad y la otra, y la de más allá, tendrán asignaturas pendientes. Demasiadas asig- naturas pendientes. Llevo tres días detenido. Voy a ingresar en la pri- sión, "incondicional e incomunicado"; no sé por cuánto tiempo ni hasta cuándo permaneceré en ella; mas sí sé, se lo juro, que en estos tres días he aprendido infinita- mente más sobre eso que rimbombantemente se llaman los derechos humanos, que en miles de años que hubiera pasado estudiando, leyendo y escudriñando los más eru- ditos tratados sobre tan pomposo tema. Usted y yo, y todos nosotros juntos, deberemos de ir cuestionándonos muy seriamente a qué ídolos de barro o a qué becerros de oro estamos adorando. A quiénes hemos puesto de representantes de Dios en la tierra. 28 Yo ya voy a ingresar en prisión, "incondicional e in- comunicado", puede que mañana, sí mañana, mi puesto lo ocupe usted u otro semejante a usted. Ya sé; me va a decir usted, es una persona seria, for- mal, honrada, cumplidora de sus obligaciones y que vive para su familia y para su trabajo; procura no meterse en asuntos turbios ni tampoco se mete con nadie. Todo eso ya lo sé. Y así, tal cual, me consideraba yo hasta hace tres dí- as; luego la vida me dio la gran sorpresa de verme mez- clado de buenas a primeras con dos hombres —a uno de ellos ni siquiera lo conozco todavía—, y con una bolsa, una dichosa bolsa que me aseguran contiene diez kilos de cocaína. A lo largo de este libro le narraré y le contaré a cuántas personas serias, honestas y decentes, la vida les ha jugado una mala pasada, y líbreme Dios de pretender con ello meterle la peste en un canuto. No, no es esa mi intención, ni mucho menos. Para eso ya hace tiempo se inventó el Fisco. Lo que sí quisiera es contribuir a dar un aldabonazo en la conciencia de tantas personas "normales", "de ley", "honradas y decentes", intentando lleguen a comprender y sobre todo a actuar frente al brutal desamparo, la tremenda angustia y la infinita soledad capaz de llegar a embargar el espíritu y la mente de nuestros presos. Que sí; ya sé. Que para eso existen organismos, ins- tituciones, asociaciones, y mil historias más; pero créa- me si le digo que todo eso es insuficiente en tanto usted, yo y los demás, no tomemos una verdadera y exacta con- ciencia de la magnitud del problema; y desde luego nos pongamos a mover el culo primero para intentar y se- gundo para conseguir solucionarlo. 29 Habrá oído decir alguna vez aquello de "la justicia emana del pueblo"; ¡vale!, el pueblo es usted, y su vecino del quinto, y el del tercero, y todos los demás; a todos ellos, a todos nosotros, nos incumbe la justicia y nos in- cumbe su administración. Claro. Precisamente con ese fin hemos nombrado unos representantes que cobran por ello. Para que se ocupen de todos esos problemas y nos dejen tranquilos a los demás. Es verdad, tenemos unos representantes; es muy cierto; por ello cobran, elemental, lógico y en abundan- cia; ahora bien, asimismo es muy cierto como al parecer han de ocuparse de demasiados asuntos y supongo que alguno que otro se les debe escapar de las manos, y éste es uno que a todas luces se les ha escapado. ¿Qué pasa? ¿Que no es importante? Que... quién cae en estos problemas es siempre la es- coria de la sociedad? ¿Los indeseables? Pues mire usted ¡No siempre es así! Hay casos y ca- sos. Y si sigue usted leyendo va a tener ocasión de com- probarlo. Y si no le apetece seguir leyendo, o no quiere, o simplemente no le interesa el tema, déjelo, mas no se olvide de mi bolsa; esa fantasmal bolsa que ha caído del Cielo para llevarme al Infierno; en un momento en cual pura y simplemente había acudido a una cita con el úni- co fin de ir a cenar con un amiguete, y donde, al menos yo sepa, sólo íbamos a charlar de nimiedades y de cómo marchaba la vida. CAPÍTULO III CAMINO DEL INFIERNO —¡Al furgón! —se le oye gritar a un policía. El grito me ha devuelto a la realidad. Me encuentro en la misma celda en la cual me hallaba antes de pres- tar la declaración ante el Juez, o por lo menos, a mí me parece idéntica. Tampoco es demasiado importante si es aquélla o no. A fin de cuentas sigue siendo tan mu- grienta, tan oscura y tan inhóspita como lo era la ante- rior. Se acaba de formar un tropel al otro lado de mis ba- rrotes. Ruidos de cerraduras; cerrojos descorriéndose; pasos agitados; algunos susurros, y algún que otro "va- mos, muévase" que deduzco debe decir el guardia de turno al perezoso y calmado "chorizo" con el fin de poder aligerar la singular maniobra. Yo estoy en pie; frente a la reja. Esperando llegue mi turno y presto a salir con la menor indicación sin dar ningún motivo para que me llamen la atención. Ya gira la llave y se libera el cerrojo. La reja se abre y allí tengo a mi policía quien con cierto tinte de compa- 31 ñerismo me indica que nos vamos. Ritualmente me coge del brazo sin ejercer esta vez ninguna fuerza. Me parece que soy el último de esta procesión delictiva. En el an- gosto pasillo y delante de nosotros ya se encuentran ali- neados una docena de presos, cada uno con su policía particular, mano al brazo. Es un tiempo de silencio. —¡Venga, adentro! —oigo decir al fondo—, y la pro- cesión comienza a caminar pasillo adelante. Cuando llego al furgón todos son policías. Instinti- vamente les dirijo una ojeada, casi a modo de despedida. Quiero leer en sus rostros; quiero percibir la sensación que les puede producir este "transporte"; este último viaje de la libertad al cual estoy a punto de enfrentarme.La escena me defrauda por completo. Son rostros in- expresivos, ausentes, totalmente ajenos al drama que contiene este "embarque". Quizás tanta rutina, tanto re- petir su trabajo todos los días les ha llegado a insensibi- lizar. ¿No se darán cuenta que somos seres humanos, tan humanos como lo son ellos? Recuerdo haber visto cargar animales en camiones para transportarlos a otros lugares. Se notaba que los dueños o los encargados estaban muy pendientes de la operación. Procuraban imponer un determinado orden. Que cada oveja, cabra, mulo o cerdo entrara en su orden correspondiente y lo hiciera en su sitio. Muy atentos para que cada uno no estorbara a los demás, ni los de- más pudieran hacerle ningún daño. Poca importancia se le daba al hecho de llevarlos al matadero para ser sacri- ficados. Importaba que fueran ordenados; en perfectas condiciones; sin daños, sin taras que pudieran hacer mermar su valor. Se preocupaban de su trabajo, de su mercancía. Habían de mantener y preservar su valor. ¡Qué ejemplo más estúpido! ¡Comparar a los ani- males con las personas! Por Dios... 32 Sí, tiene usted razón. El ejemplo no deja de ser de una estupidez pasmosa. Yo no soy un animal. Sin embargo en este momento siento una terrible envidia de esas ovejas, de esos mulos, de esas cabras, esos cerdos "acomodados" con esmero en sus camiones. Entro en el furgón. Las banquetas, alineadas bor- deando los laterales, ya están repletas de "compañeros de viaje"; incluso un par de ellos se han sentado en el piso de la mejor manera que han podido. Así pues... a buscar mi correspondiente hueco y a hacer otro tanto parecido. A propósito, pruebe usted a sentarse en el suelo con unas esposas puestas, o tratando de no separar las ma- nos simulando las tuviera puestas. ¡Haga la prueba! Junte las manos delante, y, sin moverlas ni abrirlas, trate de sentarse en el suelo. Y ya, para completar la jugada, intente levantarse después. ¡Pruébelo! Una chispa de alegría ha iluminado mis cansados ojos. No obstante disponer de una luz tenue y lánguida en el interior del furgón, descubro sentado en una de las banquetas a mi amiguete Amador, en compañía del cual me detuvieron hace tres días. El también me ha visto. Me quedo mirándole fijamente; a mi mente acuden todas las preguntas de este mundo. ¡Todas a la vez! Ob- servo a Amador, incapaz de aguantar mi mirada; en- corvándose hacia adelante, desplomando la cabeza sobre su pecho. Hace un gesto con el que pareciera pretender eludir todos mis interrogantes: abre y cierra las palmas de sus manos mientras efectúa una nueva inclinación. 33 Entendido —pienso—; mas aún sigo mirándole in- quisitivamente; le exijo no una sino muchas, todas las explicaciones... y me las ha de dar. La puerta del furgón se ha cerrado a mi izquierda con un golpe seco. En su interior la penumbra se ha he- cho aun mayor y ello me proporciona cierta relajación. Ya no estamos bajo las miradas de nuestros guardianes. El relajamiento ha cundido entre mis compañeros y las respiraciones se han tornado más pausadas. Algunos in- tentan estirar las piernas; otro pregunta si alguien tiene un cigarrillo... Y allí está mi amiguete Amador, con el que había quedado para cenar y a quien estaba deseando echár- melo a la cara para que me explicara a qué viene todo esto. ¡Allí lo tengo! Durante estos tres días he pensado tanto en las preguntas que debía hacerle que ahora no sé por cuál de ellas empezar; de modo que reflexiono por un instante. El furgón se ha puesto en marcha y varios de mis compañeros de viaje han entablado conversación. No estoy ni quiero estar pendiente de sus diálogos; a mí sólo me interesa una conversación y ésa es la que he de sos- tener con mi amiguete Amador. Así que la inicio... —Bueno Amador... ¡explícame qué rollo es éste! —¡Un mal rollo, tío! —me replica sin dirigirme la mi- rada—. Que un hijo de puta se la ha jugado a éste y ha pegado el soplo. Cuando dice "a éste", ha levantado tímidamente la cabeza y ha mirado enfrente. Yo le he seguido el gesto y he reconocido a quién se refería. Se trata de un hombre joven; no debe de haber cumplido todavía los treinta años. Aunque se halla sentado en la banqueta no me cabe la menor duda es de considerable altura; con una tez amorenada de origen; esos a quienes conocemos con 34 el nombre de mestizos; las facciones de su rostro delatan su procedencia de alguna parte de Sudamérica. Así que... éste debe ser el tan traído y llevado Alberto, por el cual tantas preguntas me han hecho en mis decla- raciones. De cualquier forma voy a confirmarlo. —¿Este es Alberto? —pregunto a mi amiguete. —Sí. Éste es —me asiente Amador sin llegar a le- vantar la cabeza. —¡Hola! ¿Qué tal? Encantado de conocerte —se me arranca a decir el tal Alberto extendiéndome sus manos esposadas para estrechar las mías. ¡Vaya! ¡Educadete el muchacho! Graciosillo también. De modo que... ¿qué tal?.. ¿Acaso no se ve la cara de muertos vivientes que tenemos todos, empezando por él mismo? Con que... ¡encantado de conocerme!.. Será hijo de puta. Me parece ya voy entendiendo, sin embargo vamos a seguir confirmando. —Bueno... ¿Y qué pinto yo en toda esta historia? —le inquiero a mi amiguete Amador pensando ésta es la pregunta clave y su respuesta podrá salvarme de la si- tuación. No me responde. Sigue con su cabeza baja y yo espe- ro confiando esté meditando su contestación. No aparto mi vista de él; como si se me fuera a escapar. Pasa el tiempo y sigue sin responderme, así que le repito con la voz un tanto subida: —¡Dime... ¿qué cojones pinto yo en esta historia?! —No te preocupes. Tranquilo. Que ya lo soluciona- remos. En esta ocasión su respuesta sí ha sido inmediata y a todas luces temerosa de que allí mismo le monte el cirio. 35 Ha captado con toda exactitud que se me están re- volviendo las tripas y lo voy a poner a parir. Puede que hasta me levante y le suelte una hostia a doble puño. Con el hierro de las esposas incluido. O mejor, un maza- cotazo en la tapa se los sesos, y, con un poco de suerte se los desparramo, lo dejo en el sitio. ¡Al cerdo éste me lo cargo! Dice que ya lo arreglaremos. ¡Hijo de la gran puta! ¡Asqueroso gusano! Me voy a levantar... lo intento... mas... ¿cómo? ¡Mier- da!.. no encuentro la forma. No puedo incorporarme si alguien no me ayuda; necesito un punto de apoyo. ¡Caramba!.. y parece una tontería esto de las esposas. Pues sí que son efectivas. ¿Recuerda? ¿Ha hecho usted la prueba que le propo- nía un par de páginas atrás? Si la ha hecho, y a no ser que sea todavía un vigoroso muchacho en plena forma física, se habrá dado cuenta de este pequeño detalle al no podérselas ingeniar para levantarse sino mediante rebuscados números circenses que exijan de una concentración y un raciocinio para el cual yo no estoy preparado en estos momentos. Gracias a Dios o al Diablo, no lo sé, yo no pude le- vantarme en ese instante en el que a buen seguro le hubiera propinado un morrocotudo susto a mi amiguete Amador. Aún así la cara se me ha debido enrojecer de furia. El corazón me late aceleradamente; de nuevo aprieto los puños, cada uno de ellos y ambos frente a frente. Ahora no me fijo, ahora clavo literalmente la mirada en esa inmundicia que se llama Amador. Ese reptil que no se atreve a mirarme cara a cara, frente a frente. ¡Atención! ¡El furgón se ha parado! ¡La puerta se abre! 36 —¡Ya estamos en la prisión! —dice el guardia, y aña- de— ¡Vayan saliendo! —¡Vamos, que estáis en vuestra casa! —se le oye de- cir a alguien. CAPÍTULO IV EL MUNDO SE ME HUNDE Está amaneciendo. Es un amanecer gris. Cae una persistente llovizna sobre el patio ocre en donde nos ha introducido el furgón policial. El día es frío, muy frío. Tras una breve bocanada de aire puro inmediata- mente nuestros cuerpos (los de mis compañeros de viaje y yo), acusan el mal tiempo. Instintivamente se nos en- cogen los hombros.Nuestros rostros comienzan a hu- medecerse; los ojos tienden a quedarse entreabiertos. Una fugaz ojeada a este patio es suficiente para per- cibir el preludio de aquello que, a partir de ahora, va a constituir nuestro nuevo hogar. De dimensiones claustrofóbicas. Unas puertas grises de chapas metálicas a ambos lados; y al frente, desta- cando, una enorme reja de gruesos barrotes e infinidad de travesaños apletinados, custodia lo que debe ser la entrada o la puerta principal de tan inusitado hogar. Mientras observo la singular estancia percibo un frenético ir y venir de guardias de aquí para allá; pape- 38 les en la mano que se intercambian; puertas que se abren y se vuelven a cerrar; uniformes que se entremez- clan, y demasiadas miradas descaradamente curiosas, intentando radiografiar quiénes somos y la clase de in- dividuos que acabamos de aterrizar en esta endiablada mañana. No es que yo esperase recibir afectuosos saludos al modo más convencional de la gente libre. Ya sabe usted: ¡Hola! ¿Qué tal? Encantado de conocerle. Bienvenido... etc., etc. No era esa mi esperanza. Pero sí tenía cierta confianza en que alguien se percatara de mi presencia en aquel sombrío lugar. Tal vez un "¿Cómo se llama us- ted?"; "¿Por qué está aquí?"... qué sé yo. Por lo visto estos datos, y hasta es posible que algo más lo dijeran los papeles que veo circular de mano en mano, y claro, en todos ellos figura mi foto desde varios ángulos, entonces para qué andar con más conven- cionalismos inútiles. Por un instante pienso: ¡Tanto ahí afuera y aquí dentro tan poco! ¿Quizás en alguno de esos papeles pondrá que soy sarnoso...? ¿Incluso que padezco el cólera...? ¿El sida...? Es curioso. Hasta hoy no había valorado esos con- vencionalismos a los cuales acabo de referirme. Yo, y del mismo modo muy posiblemente usted, los hemos practi- cado asiduamente; y las pocas ocasiones en las cuales me había parado a pensar acerca de ellos, había con- cluido se trataba de auténticas jilipolleces, vacías de sentimiento y en la mayoría de los casos con un altísimo grado de hipocresía. Propios de gente cursi y apijotada... ¡Encantado de conocerle! Mas, ¿acaso puedo estar yo encantado de conocerle si todavía no sé quién es usted?.. ¿Y si por casualidad es el 39 memo más grande de este mundo... qué leche de encanto me va a producir el hecho de conocerle? ¿Qué tal está usted? Como si a mí me importara mu- cho su estado actual. Yo ya tengo suficiente con mis pro- blemas; sería de tontos arriesgarme mínimamente a que usted se arranque a contarme los suyos y encima deba aguantarlo por haberle preguntado. Ahora, precisamente ahora, estoy convencido de que estos convencionalismos, estas frases de cortesía, debió inventarlas un preso. Alguien que en un momento de su vida le faltó el calor y la compañía de sus semejantes, sean más o menos inteligentes, memos, cultos o imbéci- les. Puede que simplemente sea el gregarismo instintivo llevado a su plano racional y humano. Ese punto de sa- berse vivo; de saberse integrado y perteneciente a un grupo; de percibir la existencia de unos seres similares a él, quienes lo aceptan y lo reconocen. De hoy en adelante, si por azar los caprichosos veri- cuetos del destino me depararan la suerte de conocerle, no olvide que cuando estreche su mano y le diga "¡En- cantado!" será con todo el corazón. Será sintiendo una a una cada sílaba de esa palabra; cada letra de cada síla- ba. Se lo diré con el profundo sentimiento con el cual a mí mismo me lo diría, porque al fin y al cabo usted tam- bién es idéntico a mí, nada más y nada menos, un ser humano. Desde luego con una pequeña aunque sustan- cial diferencia... ¡yo estoy en la cárcel, preso! Y anticipadamente le pido perdón si me atrevo a compararme con usted. En absoluto pretendo ofenderle. Usted es una persona digna, honesta, decente, seria y legal. Yo, en cambio, he cometido la torpeza de haberme citado con un amiguete para ir a cenar (Amador), y a la postre, la vida me tenía guardada esta lección y parece 40 ser que no sabía la manera de dármela. A otros, por una cena, se acaban intoxicando o les da un infarto; los acribillan o, en el peor de los casos, se creen los amos del mundo, omnipotentes y todopoderosos. A mí, a modo de aperitivo de la cena se me apareció una bolsa, y con la bolsa un destino: la prisión; y con la prisión... una lección que jamás voy a olvidar, al igual que no la olvidarán ninguno de los seres que han pasado o están pasando por esta misma experiencia. —¡Vamos! ¡Adentro! —acabo de oír. La verja se abre embutiéndose en el muro. Un fun- cionario la ase y la empuja con su mano y escucho el chirrido de las pequeñas ruedas metálicas deslizándose sobre sus guías. Como pretendiendo guardar rigurosamente el orden, otra vez soy el último de todos mis compañeros. Nadie habla. Veo a uno hacer un gesto para sacudirse el agua de la lluvia caída en los escasos minutos que llevamos en el patio. Camino lentamente hacia la reja, y mientras me aproximo a ella, trato de concentrarme en una improvi- sada oración: "¡Dios mío, cada paso que doy y que me separa del mundo, de mi familia, de mis amigos, de mi trabajo, haz que lo deshaga rápidamente; que la reja que voy a traspasar se me vuelva a abrir muy pronto de nuevo hacia la libertad; hacia las personas que en estos momentos me apartan de ellas por indeseable, por delin- cuente!". Al fin y al cabo todavía recuerdo mi educación religiosa, abandonada hace ya largos años. Posiblemente parezca una postura débil. Una ac- titud de falta de entereza. Pero es cuanto por ahora se me viene a la cabeza. Después de todo lo pasado y frente a este futuro inmediato que me espera, la prisión incon- dicional e incomunicado; ¿a quién puedo recurrir?.. ¿a 41 mi Abogado? Parece que no: ¡Incomunicado!.. ¿A quién entonces?.. Sólo a Dios, si por ventura existe. ¿Y si no existe...? Nada pierdo con intentarlo. De todas las for- mas es el único recurso que me queda. Acabo de traspasar la reja y oigo ese desagradable chirrido metálico a mis espaldas. No logro evitar volver la cabeza y la vuelvo. La pesada reja se cierra implacable a pocos pasos tras de mí. Observo uno por uno interponerse entre el patio y yo cada barrote que la forma, cada ángulo que la configura. Parece que me gritara fuertemente: "¡Ya estás aquí! ¡De aquí no se sale!.. ¡Yo no te dejaré!.. ¡Contra mí no puedes nada!.. ¡He truncado tu vida! ¡Tus ilusiones! ¡Tu futuro!.. ¡Eres un miserable, y debes estar con los mise- rables!.. ¡Basura!". Rápidamente aparto mi mirada. Sigo caminando. Deben ser alucinaciones, ¡Las rejas no hablan! Entonces, ¿cómo me ha torturado tanto el verla ce- rrarse si a estas alturas ya debiera tenerlo muy asu- mido? No. No es la reja quien habla, es mi subconsciente. Es todo cuanto simboliza esta reja: la separación entre el mundo libre y los hombres más detestables, despre- ciados por la sociedad. Aquéllos de los cuales ha de pro- tegerse, recluyéndolos en lugares y sitios en donde no puedan molestar. En donde ni siquiera se acuerden de ellos; en donde no puedan oír sus gritos de rabia, sus voces de reproche, ni sus súplicas de piedad. Intento apartar mi atención de esa reja mas su ima- gen me martillea en la memoria. Su chillido retumba en mis sienes con un eco martirizador, repetitivo, ago- biante. Quiero apartar su recuerdo y éste no me deja. 42 Huyo en vano de ese mudo y férreo guardián y me es- condo en la sombra de mi debilidad racional. Todavía no he acabado de repeler el impacto de tan opresiva impresión cuando de nuevo me hallo frente a otra cancela. Hemos avanzado apenas una veintena de pasos, por un corredor gélido; de un color viscoso brillante; huérfa- no de todo objeto y de cualquier mobiliario; deses- peradamente uniforme y monótono. Y allí está, ¡otra reja! Más barrotes, enjutos y firmes, con sus cuatro tra- vesaños apletinados, doblemente amenazantes.La miro fijamente para constatar que no me puede hablar; que no puede decirme nada. Desafío su existen- cia con mis ojos, su causa de existir, su razón de ser, la función que pretende justificarla . Ahora soy yo quien le reprocho su rotunda des- confianza en la compañera que la antecede. ¿Acaso con la otra no es suficiente...? Entonces, ¿qué pinta aquí ta- maña mole de hierros, insultantemente alineados? Su respuesta no tarda en llegarme: "Eres tan ruin, tan despreciable y tan indeseable que tus semejantes nos han colocado aquí para asegurarse de que no vuel- vas con ellos. Que no los molestes. Todas nosotras no somos sino los símbolos del desprecio que a ti te tiene la humanidad". Mientras me martiriza con sus insultos esta maldita reja, me asaltan vagos recuerdos de aquéllos parques zoológicos que he podido a visitar a lo largo de mi vida. Imaginativamente me sumerjo en ellos y trato de lo- calizar en cuál haya podido contemplar, en alguna oca- sión, una fiera semejante a un hambriento león o quizás a un agresivo tigre o a una venenosa serpiente, encerra- dos en doble jaula. Busco, rebusco y me afano, pero todo 43 es inútil. Nunca he visto a ninguno de esos peligrosos animales apresados con el rigor existente en este lugar. ¿Tal vez soy yo peor a todas esas fieras? ¿Se me pue- de temer más que al león, al tigre, a la serpiente, al cha- cal...? Pues bien... si he contado con muchos amigos con quienes he compartido todo cuanto he podido y estoy seguro de que me apreciaban y de que deseaban mi com- pañía, y eso por no hablar ya de mi familia a la que adoro y ella me adora... o ¿será mas apropiado decir adoraba? ¿Cómo con todas mis relaciones, mi simpatía, mi trabajo y mis recursos puedo sentirme tan sumamente abandonado en este momento? Esta reja —estas rejas— no pueden haberlas colo- cado las personas quienes más o menos me conocen si- quiera sea superficialmente. De sobra saben que yo no las necesito... como tampoco precisaría el estar aquí de- ntro. Y quienes no me conocen... ¿Cómo pueden saber si las necesito? Por consiguiente, si los que me conocen no me hubie- ran encerrado y los que no me conocen no saben ni pue- den saber si necesito de este encierro... ¿por qué estoy aquí?, no paro de preguntarme insistentemente durante las últimas horas. De este modo resulta, nada más y nada menos, que comienzo a cumplir una condena de la cual para empe- zar, no me siento en absoluto culpable y supuesto, solo supuesto, que lo fuera, aun no he sido declarado en fun- ción de y una vez desarrollado mi correspondiente juicio. Y demasiadas veces he oído decir en la televisión, en la calle, por activa y por pasiva, aquello de todo el mundo es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad y 44 sea condenado como tal en un juicio con las debidas ga- rantías. ¿Qué clase de televisión y de calle hay ahí fuera? Por un tiempo debo dejar a un lado tantos interro- gantes. La reja ha iniciado su fatal movimiento de aper- tura y estoy dispuesto a no perder un solo detalle de cada paso que dé o, para ser más preciso, de cada paso que me obliguen a dar. Sin embargo ésta no chirría. La noto acompañada del sórdido ruido de un motor eléctrico. ¡Qué comodidad! Va deslizándose uniformemente hasta oírse el abrupto "clac" que hace el motor al detenerse. De nuevo traspaso la metálica guía limitadora de su miserable ruta y tomo la firme decisión de no volver la cara para evitar sus groseras impertinencias. Sí oigo, en cambio, el mismo zumbido del motor que la pone en mo- vimiento para cerrarme las escasas esperanzas con las cuales todavía pudiera contar. No obstante no querer escucharla, su silencio es elocuente y habla por sí solo. "¡Se acabó! ¡Ya no hablamos!", parece haberme trans- mitido. No podría asegurar si me ha dolido más este silencio o las impertinencias lanzadas por su compañera, mas sí sé que la suma del uno y de las otras no viene a signifi- car sino una sola cosa: ¡¡Ahí te pudras miserable!! A la tercera reja me enfrento totalmente exhausto. ...¿Cuántas quedan? Parece de película. De una película del atolondrado Agente 086. Una, otra, otra,... ¡para al fin guardar una cabina telefónica! Me considero parecido a esa cabina telefónica. No, nadie dice que una cabina es mala; puede ser malo (o inmensamente bueno) el uso que se haga de esa cabina y del teléfono interior. 45 Por pensar algo, pienso que somos, mis compañeros y yo, similares a esa cabina; y posiblemente alguien ha debido hacer un mal uso de nosotros. ¡Qué estupidez! Eso no tiene la más mínima lógica. Y... ¿Qué tiene lógica en este tinglado?.. ¿Mi amigue- te...?, ¿La bolsa...?, ¿El Juez...?, ¿Tanta reja...? Creo muy seriamente me está empezando a fallar la lógica, por lo menos, la lógica que tenía antes, quizás esa lógica que todavía tiene usted. Sí; porque yo también pensaba que cuando se dete- nía a un delincuente lo mejor era meterlo en la cárcel; apartarlo de la sociedad y que, entre rejas, no tuviera otras oportunidades de cometer más fechorías. Lo veía algo elemental el principio del derecho de toda sociedad a protegerse de aquellos elementos que le perjudican y le hacen daño. Obviamente éste es un principio de auto- defensa que nadie ha cuestionado y no seré yo quien lo haga. ¿Que no obstante usted cree que yo lo cuestiono o voy a atreverme a ello? ¡No, hombre, no! Tal vez y a lo sumo, trate de expli- carle algunos pequeños matices, tan sólo eso. ¿Que... quién soy yo? Nadie. Categóricamente nadie. No tengo demasiados estudios. No tengo un nombre de familia. No tengo ninguna fortuna. No tengo... nada más la experiencia de estar sufriendo en mis propias carnes las consecuencias de ese principio de auto- defensa; de ese indiscutible derecho. Y supongo yo que esa autodefensa deberá ser racio- nal. Hablando para que nos entendamos: si a usted al- guien trata de quitarle la vida, parece ser que usted puede adelantarse en legítima defensa al espabilado que quería jugársela. Lo que no puede hacer lógica ni legal- mente es matar a uno porque le propine un simple in- 46 sulto; incluso si se trata de un insulto compuesto, de lo más gordo y dañino que se le pueda ocurrir. Creo que en esto estaremos básicamente de acuerdo. Es decir, usted —y todos— tienen un derecho de autode- fensa en proporción y con relación al ataque del que es objeto; este derecho le autoriza a emplear los medios adecuados hacia el fin a conseguir. Es algo parecido a eso de no tratar de cazar moscas con cañones de grueso calibre, ni a los elefantes con tirachinas. ¡Obvio!, puede que me diga. Pero la clave consiste en... ¿qué ocurre cuando este principio de autodefensa lo lleva a cabo la propia socie- dad? ¿Cuando la sociedad se defiende de los elementos que intentan o a lo peor consiguen perturbarla...? Ocurre, claro está, que se protege con los métodos y sistemas legales que tiene establecidos y en base a ellos, por ejemplo, a un asesino se le recluye en prisión duran- te, pongamos por caso, treinta años; a un violador se le recluye en prisión por otros "x" años; a un atracador igualmente se le recluye en prisión durante otros años; a un estafador ídem de ídem, y así sucesivamente. En de- finitiva que a todos estos se les recluye en prisión du- rante un cierto período, mayor o menor en función de la fechoría que hayan podido cometer. Según lo veo yo, el castigo es cualitativamente el mismo, es decir, la prisión. Tanto da que haya matado, violado, robado, estafado, (dentro de unos límites por supuesto) e igual cualquier otro delito que esté castigado con la pena de prisión. Y en lo que se diferencian entre sí es en la cantidad de tiempo por el cual deberán per- manecer en la prisión, más o menos proporcional a la gravedad del asunto. Aunque el método y la pena siguen siendo idénticas. 47 Con este sistema la sociedad no deja de comparar así al más hostil de los asesinos (pongamos a los terroristas),con el pobre diablo quien posiblemente no ha hecho sino robar una gallina, un canario o un ciclomotor. Claro —me dice usted—, por eso al terrorista se le encierra por una etapa más larga que al ladrón de galli- nas. Y eso es tremendamente correcto. Tan cierto como el hecho de que a los dos se les mete en el mismo lugar. Que sí. Que nadie se lo discute, los dos han atacado intolerablemente las normas de la convivencia. No obs- tante no han atacado las mismas, ni de la misma forma, ni por descontado, son lo mismo de peligrosos; sin em- bargo la pena es la misma y varía —¡hasta ahí podíamos llegar!— en el tiempo de cumplimiento y siempre que no intervengan otros motivos o circunstancias vaya usted a saber de qué clase; léase indultos, redenciones, razones de seguridad, y me temo que un largo etc. —"¡Aquí están los frescos del día!". CAPÍTULO V NUEVA VIDA O NUEVA MUERTE "¿¡Los frescos del día!?". De inmediato desisto de mis pensamientos filosóficos y me pongo atentamente en guardia. A nuestro alrededor comienzan a pulular media do- cena de guardianes uniformados; otra media docena de hombres con quienes puede formarse un multicolor aba- nico según sus apariencias, edades, vestimentas, y tam- bién nuestros fieles policías que comienzan a quitarnos las esposas. He de confesar estaba empezando a dudar si lle- garían a quitármelas alguna vez y parece ser ha llegado ese ansiado momento. Mientras aguardo mi turno echo una última mirada al amplio corredor por donde hemos accedido. Cuento: una, dos, tres, y... ¡cuatro! rejas consecutivas, militar- mente alineadas, esquizofrénicamente agresivas, que me apartan y me separan del mundo. Un escalofrío me recorre por toda la espina dorsal y agita cada una de mis vísceras. Un intenso hormigueo 49 sacude lo más profundo de mi vientre e, incontenible, me sube hacia el pecho oprimiéndome. Trato de ensan- charlo para poder absorber estas vibraciones eléctricas en un vano esfuerzo por liberarme de la vertiginosa sen- sación, mas no hallo el más mínimo cauce o hueco por el que expulsar esta inquietante energía. La garganta se me obstruye con el rudo y tosco nudo del curtido pescador, trabado fuertemente en el rancio cordel de sus faenas marineras. La opresión se me hace insostenible. Tengo la boca totalmente reseca. El cuello ha resaltado las venas rami- ficadas a modo de pétreos laberintos por los cuales no puede huir la sangre. Los oídos se me han cerrado y solo acierto a percibir el ronco latir del corazón que acelera su ritmo. La tensión crece. Creo que voy a estallar... cuando al límite de tanta angustia contenida, unas lá- grimas han humedecido mis ojos y con éstas, como el descorchar de una agitada cerveza, mi cuerpo comienza a retomar su normalidad. Aunque la vista se me empaña procuro no parpadear y sostengo la mirada en ese corredor con sus tenebrosas rejas. Poco a poco voy perdiendo su enfoque y en mi mente empiezan a quebrarse los rígidos barrotes, con- fundiéndose en un amargo calidoscopio de siniestras formas. ¡Ya no puedo más! Por las mejillas se me han dibu- jado dos pequeños surcos salados que me vienen a ad- vertir de la debilidad de mi ánimo. ¡Tengo que reaccionar! Parpadeo una y otra vez mientras vuelvo el rostro hacia mi nuevo destino; hacia mi nueva vida... ¡hacia mi muerte en vida! ¡El mundo se me acaba de hundir! Pero... tengo que seguir adelante. 50 "Los frescos del día", me repito. ¿De qué me resulta familiar esta expresión? ¿En dónde he oído yo antes esta frase? Ah, ya. En la televisión. Ese anuncio de un pan re- partiéndolo al amanecer. Claro está, somos los primeros con quienes comienza la tarea diaria en este lugar. ¿He dicho lugar? Sí, he dicho lugar. Luego comienza a situarte en él —me amonesto yo solo—; esto no es ya un lugar así a se- cas. Esto no es ya algo lejano, que sabías que estaba ahí si bien y en tanto no te concernía, nunca te detuviste a pensar sobre él. Esto ya es... ¡tu casa!; y no sabemos por cuánto tiem- po; así que empieza a identificarlo; a familiarizarte con él. Hombre... no se trata de llamarlo así, "tu casa". Aho- ra bien, sí debes ir integrándote mínimamente en ella, reconocerla y calificarla; nombrarla de alguna forma que, para empezar, no te repela. ¡Vamos a ver! ... ¿Acaso tienes otro remedio?, ¿Otra alternativa...? No, ¿verdad? Pues cuanto más tardes en asumir tu situación más te costará; más problemas ten- drás y peor lo vas a pasar. De modo que tú decides: o procuras adaptarte lo más rápido que puedas o... te hundes. Y si te quieres hundir y morir, allá tú; muy li- bre eres de hacerlo... sin embargo decide y decide ya, por tu propia conveniencia. Y para empezar, puedes ir buscando un nombre para ésta que va ser y constituir tu residencia; no vas a refe- rirte a ella denominándola la "cárcel"; parece que eso no queda demasiado elegante y psicológicamente no te va a reportar nada positivo. Bueno, si te parece la llamaremos... ¿cómo? Casa, re- sidencia, hogar, hotel, pensión... ¿Qué tal el de "residen- 51 cia"? Al fin y al cabo este es el sitio en donde vas a resi- dir de ahora en adelante. No, residencia no. Suena a una especie de casa de acogimiento de viejos, o a un internado de ésos de los estudiantes. No me gusta. De acuerdo. ¿Qué tal si te familiarizas con la de- nominación de "pensión"? No, tampoco. Pensión evoca la imagen de un hospedaje de ínfima categoría; un hos- pedaje de aquéllos que precisan un lugar donde dormir y no poseen dinero suficiente para hacerlo en sitios y en establecimientos de categoría. ¡Hombre! Esto sí que es bueno. ¡Como si aquí tuvie- ras tú mucha categoría! Hace tan solo un instante te debatías en el dilema de reaccionar y luchar o darte por vencido; y ahora le haces ascos a un nombre porque no te parece contar con la suficiente categoría, vamos, que no da la talla. Quizás entonces prefieras la denomi- nación de "hotel". ¡Qué va!; "hotel" es pasarse un pelín. De momento será mejor dejarlo. Tampoco tiene la mayor importancia cual pueda ser la palabra a emplear y esta discusión no puede ser más estúpida de lo que es. Estoy metido en el abismo de una cloaca y solo pienso en un nombre para llamar a esta puta mierda; pues eso: una grandísima mierda, asquerosa y repugnante, vomi- tiva y repelente. Así que me centraré en el tema de mi supervivencia y de ir aguantando aquello que me vaya encontrando, y dejaré las florituras de las denominaciones para cuando las necesite, que no es el caso en este preciso instante. —¡Venga, a ver si se preparan pronto para pasar a período! De nuevo una voz firme, militar y autoritaria se ha dejado oír. 52 ¿"Período"? ¿Qué será eso? Vaya un extraño nombre . ¡Período! Sólo se me ocurre pensar en el período de las mujeres; la etapa donde les viene la regla. ¡Vaya unas palabrejas que se escuchan por aquí! Todo esto me recuerda cada vez más al servicio mili- tar, a la "mili"; allí, durante los primeros días se oían también las frases y los nombres más curiosos. Debía pasarme casi todo el tiempo procurando descifrar aque- llo que pretendían comunicarte. —Justo eso. Me advierte una voz interior. ¿Te acuerdas de la época de la "mili"? ¿A que todo parecía de lo más extraño? Te llevaban y te traían; te mandaban y te tenías que callar. Al principio todo aque- llo se te representaba insuperable, inaguantable. Y, ¿re- cuerdas cuál era tu actitud?.. pues la de estar a verlas venir y no meterte en complicaciones. No te cuestionabas ni cuestionabas las cosas que de- bías hacer, simplemente las hacías y ya está. Tampoco te planteabas el por qué os metían a modo de borregos en unas grandes naves para dormir, sobre unos catres de lo más cochambroso. Y si a las tres de la madrugada tenías que saltar de la cama para hacer tu turno de imaginaria, no se te ocurría divagar si eso era lógico o por el contrario deberían haber instalado unos sistemas electrónicos de alarma porcircuitos integrados (o desin- tegrados) para que tú tuvieras unos felices sueños y de ese modo la vigilancia quedara garantizada. ¿A que no pensabas en nada de esto? Pues adopta aquí igual actitud. ¿...Que hay una diferencia entre una cosa y la otra? Desde luego. También había una diferencia entre la "mi- li" en Ingenieros, en Artillería, en la Marina o en las Coes. ¡Claro que sí! 53 Pero... ¿a que también hay unos paralelismos y unas similitudes? A ver: piensa un poco. A los dos sitios se va a la fuerza. Ni fuiste voluntario al servicio militar ni tampoco a este lugar. A los dos te han obligado a ir y de ninguno tienes medio de evadirte (medio razonable, se entiende). En los dos te imponen lo que tienes que hacer y cuando tienes que hacerlo; cuándo te tienes que levan- tar; cuándo te tienes que acostar; cuándo comer y en dónde hacer lo uno y lo otro y cómo tienes que hacerlo, si no quieres tener más complicaciones de las propias de cada situación. Es más: en los dos te alejan del mundo exterior; de tu familia; de tus amigos; de tu casa; de tu trabajo. En ambos se quiebra el esquema de vida que tenías trazado hasta entonces. Constituyen un paréntesis, más o menos prolongado, en la trayectoria y el rumbo ante- rior; ni más ni menos eso, un paréntesis; que no po- demos decir carezca de la más mínima importancia; por supuesto la tiene, no obstante no conviene dramatizar más de lo necesario. —Lo siento —me replico yo solo—, una cosa es la mi- li y otra muy distinta es la prisión, con todas sus cabro- nadas; y tratar de compararlas y buscarle las semejan- zas a ambas es pretender encontrarle los tres pies al gato. Y no se trata de que yo quiera dramatizar más de la cuenta, sino que es la situación la que desde todos los ángulos es dramática por sí misma; y tétrica,... y cual- quier otro razonamiento no deja de ser y llevar una bue- na dosis de aliento y un alto grado de compasión preci- samente por estar aquí adentro, por ser un preso, un despreciable y pestilente criminal. 54 —¡No seas idiota, hombre! —continuo con mi auto- diálogo—. Ninguno tenemos toda la razón sin embargo admitamos que ambos tenemos parte de razón. Eviden- temente lo que debe contar no es el razonamiento sino la actitud; la postura que debes tomar si frente al dilema de adaptarte o morir eliges (como debes elegir) la de adaptarte. No trates de ser demasiado bruto y defiende con todas tus fuerzas, día y noche, mañana y tarde, y en cada instante de cada día que cuanto ahora te está pa- sando no es muy diferente de aquello otro a lo que te enfrentaste al hacer el servicio militar. No te empeñes en buscar diferencias. Procura encontrar parecidos y asúmelos en lo más profundo de tu ser. Persíguelos y lucha por ellos... ¡imbécil! No tengo ninguna otra opción salvo la de mentali- zarme que ésta será mi casa y mi empresa, las dos en una, y por algún tiempo. A ver: ¿He dicho "mi empresa"? En efecto. Mira por donde ésa puede ser una buena denominación a modo de referencia. Vamos a ser opti- mistas por un momento: de ella tengo que vivir; para ella habré de trabajar (¿en qué...?, ¿cómo...?, ¿cuán- do...?), y sólo que las horas que me van a ocupar van a ser un poco más amplias de lo normal; será un trabajo de los llamados a "tiempo total". Mas, vayamos sin precipitaciones. Seguramente usted pertenece a una empresa que, en el mejor de los casos, es pública (o sea el Estado o cual- quiera de sus satélites), y en el peor, es una empresa privada. Seguramente usted será un trabajador o un fun- cionario capacitado, competente y puede que hasta efi- caz; quien goza de una alta estima entre sus compañeros y con una "posición social" envidiable para muchos de 55 sus conciudadanos, al menos para todos esos muchos que se encuentran en paro oficial o extraoficial. Y seguramente usted está hasta los cojones de aguantar tantas estupideces que probablemente se den en su empresa, comenzando por las cabronadas de todos y cada uno de sus superiores, jefecillos, jerifaltes y jeri- faltazos, que no se sabe cómo están ocupando un cargue- te para el cual desde luego usted se considera mucho más capacitado, y por supuesto lo desempeñaría infini- tamente mejor que toda esa manada de subnormales a quienes se les ha aparecido la Virgen y los ha colocado en su respectivo carguete. Estos mismos, gracias a un segundo milagro como es el de contar con gente muy similar a usted, que continuamente les están sacando las castañas del fuego, consiguen mantener su poltrona y tal vez su sustancioso sobre de final de mes el cual, no siendo nada despreciable, está muy por debajo (las más de las veces), del cochazo, las juergas, el chalet y el ve- raneo que se raspan, amén de las idas y venidas de sus respetables señoras a las peluquerías, las boutiques y los pedazos de motos de sus hijos. Pero naturalmente usted debe de pasar por todo esto porque siempre se suele decir, es "el sistema", y usted se ha adaptado al sistema para poder mantener a su fami- lia, aunque pase el resto de sus días mordiéndose las uñas (si todavía las conserva) por culpa del sistema, esperando llegue su oportunidad, es decir, un auténtico milagro o para ser más exactos, los dos milagros que le permitan adquirir la propiedad de una de esas codiciadas poltronas y sus no menos codiciados sobres de final de mes para poder respirar tranquilo el resto de sus días. En definitiva, usted se ha acomodado a un sistema que seguramente no le gusta, es más, probablemente lo detesta, sin embargo éste es el que existe y no hay otro. 56 No sabe en absoluto qué diablos es el sistema; quién o quiénes lo han establecido ni por qué arte de magia se mantiene. Usted vive de su empresa y para su empre- sa... y punto. Le aseguro que hace solo cuatro días yo pensaba exactamente igual. Este y no otro era yo de ciudadano honorable; antes de estar preso "incondicional e incomu- nicado". Pues bien, en tan corto período de tiempo puedo ase- gurarle y le aseguro, que estoy en perfectas condiciones de explicarle con pelos y señales qué es el sistema, quién lo establece y lo mantiene y, lo que es más importante, qué puede usted hacer para cambiar la parte del mismo que no le satisfaga. No. No es que haya tenido una iluminación divina; ni siquiera un soplo de ciencia infusa del cual antes ca- recía; no es eso. Es simplemente que estoy preso (incondicional e in- comunicado) y parece ser que eso aviva la mente y agu- diza el ingenio hasta unos límites que usted no puede imaginarse. La cuestión es ésta, yo ahora me encuentro obligado a aceptar y a adaptarme a un sistema que no es sobre el que estamos divagando sino otro muy distinto: se trata del sistema penitenciario... ¿le suena? Claro que le sonará. Lo oye al menos una docena de veces cada semana cuando el Ministro, Director General o el Subsecretario de turno, y más si están flamantes, aparecen inmaculadamente arregladitos y todo aseados en la televisión o en la foto del periódico, diciendo que si nuestro sistema penitenciario es así o es asao; que se va a reformar o que se va a estudiar su reforma; que se van a construir tantos o cuantos centros, de acuerdo con las más "progresistas tendencias encaminadas a la reinser- 57 ción del delincuente..." y, bla... bla... bla. (¡Todo fantásti- co y ellos quedan de perlas!). No obstante lo que yo ya sé (y todavía sé bien poco), es que el delincuente, que soy yo, no necesita de tanta palabrería ni de ningún presupuesto extraordinario ni de unos gastos ingentes para propiciar su reinserción. Todo eso, que no está nada de mal si verdadera- mente se llega a realizar, no es lo fundamental para el delincuente —yo—; es más, yo diría es meramente acce- sorio y secundario. Lo principal, lo fundamental y el gran vacío que sentimos los delincuentes es no poder percibir que se nos tiene un poco de consideración, un poco de respeto, un poco de calor, un poco de comunica- ción,
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