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Aprender a leer con los niños

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Aprender a leer con los niños 
 
Luis Bernardo Peña Borrero 
 
 
Suelo comenzar mis seminarios de lectura pidiéndoles a los estudiantes que 
escriban una autobiografía suya como lectores. Todos sabemos que este ejercicio de 
volver sobre la propia historia y relatarla hace que emerjan a la superficie 
imágenes y episodios que alguna vez tuvieron una fuerte carga psíquica, pero 
luego se perdieron en los laberintos de la memoria. En su biografía lectora, una de 
mis estudiantes revivió una historia que parece sacada de las páginas de Cien Años 
de Soledad. 
 
Como todos los que fuimos niños por esa época, ella creía firmemente que al 
cumplir los siete años le llegaría el uso de razón. Por si alguno no lo sabe, éste era 
una especie de gracia celestial, en virtud de la cual los niños empezaban a 
comprender, desde ese preciso momento, verdades y secretos de la vida antes 
inalcanzables para ellos. Era algo así como una prematura mayoría de edad. Pero 
no todo era ventajas: a partir de esa edad, los niños tenían que empezar a 
comportarse como personas responsables y, lo más grave, lo que antes eran 
simples pilatunas de niños, podía adquirir la categoría de pecado. Pecado venial, 
pero pecado. 
 
Entre los milagros que mi alumna esperaba más ansiosamente cuando le llegara el 
uso de razón estaba el de la lectura: a partir de ese mismo día, se le revelaría por 
completo el sentido oculto de esos signos enigmáticos que hasta ahora, en vano, 
había tratado de comprender. 
 
El día tan esperado, se pone nuestra cumpleañera su mejor vestido y decide salir 
desde muy temprano al jardín porque piensa que el uso de razón, como el Espíritu 
Santo, descenderá más fácilmente sobre ella allí afuera, que bajo los techos 
mohosos de la vieja casa paterna. Espera el milagro con impaciencia. Mira al cielo 
varias veces y luego se mira a sí misma. Cambia de posición, quizás sólo es 
cuestión de estar en el lugar adecuado. Al final del día, el espejo le dice que no ha 
crecido más, ni se ha puesto más bonita, no le ha pasado nada ni por fuera ni por 
dentro, como todos le habían dicho. Pero su mayor desilusión es cuando abre las 
páginas de su libro predilecto y se da cuenta de que las letras siguen siendo 
igualmente impenetrables. 
 
Lo que nadie le había dicho por esos días es que su historia de lectora había 
comenzado desde mucho antes. En los cuentos que su madre le leía antes de 
dormirse, en las historias de espantos y apariciones que tanto le gustaba oírle 
contar a su abuelo, en los arrullos y trabalenguas con los que le jugaba su nana, 
pero también en la exploración de todo ese mundo de imágenes, olores, colores y 
sabores que sólo sus sentidos de niña eran capaces de percibir, en todos estos actos 
llenos de sentido estaba haciendo, sin darse cuenta, un ejercicio muy profundo de 
lectura. 
 
 
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Si bien es verdad que los niños son los que más han salido ganando con este tardío 
descubrimiento de la lectura temprana, leyendo con ellos los adultos aprendemos 
mucho de su forma de leer. Los niños nos enseñan a ser mejores lectores y que la 
lectura es un regalo que compartimos con los que más queremos, una forma más 
de conjugar el verbo dar, como en esa bella expresión de nuestra lengua que nos 
hace decir "dar de leer", lo mismo que decimos "dar de comer" o "dar de beber." No 
es cierto, como se piensa, que un lector sea un ser solitario o egoísta; por el 
contrario, los niños saben que la lectura es compañía y que compartir lo que nos 
descubren los libros es un acto amoroso en el que encontramos, ellos y nosotros, 
uno de los motivos más poderosos para leer. 
 
Para los niños, la lectura y la vida hacen parte de un continuo. No pueden entender 
la lectura sino como algo incrustado en la trama de los acontecimientos y de los 
afectos que empiezan a tejer su breve historia, una manera de encontrarle sentido a 
un mundo difícil de comprender, de hacerlo más vivible y de estar en él más 
felizmente. De los niños aprendemos que la lectura es una de las formas de 
felicidad que tenemos los seres humanos, como decía Borges, un escritor muy 
grande que tenía un inmenso corazón de niño. Al igual que los niños, los buenos 
lectores saben que la lectura no es un hecho separado del resto de la vida, sino una 
forma de vivirla más intensamente. 
 
Desde que están en la cuna, los niños saben ya lo que los teóricos de la semiótica y 
de la comunicación acaban de descubrir: que la lectura no se limita únicamente a 
las palabras escritas y que su significado se extiende también a otros objetos y a 
otros textos, escritos en diferentes lenguajes. Desde que llega al mundo, el niño es 
no sólo un ávido lector, sino un lector total. Para él no hay nada que no sea objeto 
de lectura: los gestos, los olores, los colores, los sabores, las texturas, los cambios 
ambientales; incluso son capaces de captar energías, movimientos y vibraciones 
muy sutiles, capaces de alterar su estado de ánimo. Los niños son lectores innatos, 
dotados de un poderoso radar para percibir el mundo. 
 
En este mundo de objetos que existen para ser leídos aparecen desde muy 
temprano en la vida del niño las palabras, palabras dichas, palabras susurradas por 
la voz entrañable de la madre, la primera voz que lo llama, palabras vueltas ritmo 
y canto, que transmiten afecto y seguridad. Hoy sabemos que en este encuentro 
vital con la materia sonora de las palabras reside la clave que lo llevará a 
encontrarle sentido a la palabra en su forma escrita. Por fortuna, después de 
muchos años de ver la lectura vocal y la lectura en voz alta con sospecha, hemos 
recuperado el valor heurístico y pedagógico que tienen, no sólo como una forma de 
iniciación para quienes todavía no están alfabetizados, sino también como una 
forma de penetrar en el sentido y de darles voz y vida a los textos escritos. 
 
Por eso es tan importante que allí mismo, en ese contexto significativo en el que se 
amalgaman voces, imágenes, afectos y sensaciones, los niños tengan sus primeros 
encuentros con los libros, como un objeto familiar que forma parte del repertorio 
de sus múltiples lecturas. Para estos niños los libros no serán nunca objetos 
extraños o distantes, sino amigos entrañables y cercanos, como todo lo que hizo 
parte de su historia en esos primeros años. 
 
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En los niños encontramos muchas de las características que distinguen a los buenos 
lectores. Los niños se acercan sorprendidos a los libros, los interrogan como si éstos 
contuvieran siempre una revelación. La lectura tiene para ellos ese sentido de fiesta 
y de juego que los adultos hemos perdido y nos cuesta tanto trabajo llegar a 
recuperar. Para ellos el mensaje y el lenguaje no son realidades separadas, ¿cómo 
concebir la una sin la otra? Los editores saben muy bien que son críticos 
implacables y no perdonan historias mal contadas, dibujos sin gracia, colores mal 
registrados, tipos de letra muy pequeños, ni encuadernaciones de mala calidad. 
Como buenos lectores, nunca se cansan de leer varias veces la misma historia y en 
cada lectura pueden descubrir algo nuevo. Los niños poseen naturalmente eso que 
soñaba algún escritor, que quería olvidarse de todos los libros, apenas acababa de 
leerlos, para poder experimentar en cada nueva lectura la sorpresa de la primera. 
Los niños pueden leer simultáneamente en varios idiomas: imágenes, palabras, 
caricias, sonidos y silencios. Leen no sólo con sus ojos, sino con todo su cuerpo, 
apropiándose de la historia con sus gestos y su respiración, abrazando el libro, 
arrugándolo, dejando en él la huella inconfundible de sus dedos y de su boca. 
 
No hay que esperar que los niños lleguen al uso de la razón para empezar a leer. Al 
contrario, invirtiendo los términos, tendríamos que decir más bien que, sin la 
lectura, ningún niño, pero tampoco ningún adulto, podrían alcanzar el uso de la 
razón. Más que enseñarles a leer a los niños, deberíamos dejarnos contagiar de la 
pasión, la creatividad y la alegría con la que sólo ellosson capaces de leer. 
 
Luis Bernardo Peña Borrero

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