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Horror 5 - AA VV

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The Magazine of Fantasy & Science Fiction ha gozado, desde sus comienzos,
de la reputación de ser una de las publicaciones más respetadas en el género
de la ciencia ficción, la fantasía y el terror. En esta antología se presentan las
obras de ficción terrorífica más excepcionales publicadas durante los cuarenta
años de historia de la revista.
AA. VV.
Horror 5
Lo mejor del terror contemporáneo
Horror - 5
ePub r1.0
Trujano 05.07.14
Título original: The Best Horror Stories from The Magazine of Fantasy & Science Fiction
AA. VV., 1988
Traducción: Jordi Fibla & Albert Solé
Compiladores: Anne Deveraux Jordan & Edward L. Ferman
Ilustración de portada: Les Edwards
Editor digital: Trujano
Colaboradora: peny
ePub base r1.1
Introducción
Un amigo mío, que escribe relatos de terror, se queda paralizado de miedo ante la
idea de entrar en uno de esos ascensores de cristal que se deslizan por las paredes de
los edificios. No ha podido asistir a muchas citas o acontecimientos porque es
literalmente incapaz de meterse en un ascensor semejante. A mí no me entusiasman las
serpientes y los insectos, y cuanto más grandes son más rápido me muevo… en
dirección opuesta. ¿Creo realmente que esa araña suspendida ante el cristal de mi
ventana, que posiblemente mide un milímetro, va a volverse repentinamente feroz,
que se lanzará sobre mí y me barrerá de la superficie de la Tierra? Intelectualmente,
no. Bueno…, quizá.
El motor del miedo es implacable, subjetivo, y utiliza como sustancia combustible
la imaginación. Todos podemos imaginar situaciones del tipo «y si», pero hace falta
auténtico talento literario para convertir dicho «y si» en un relato que tenga calidad y
valor. Mientras yo retrocedo ante un insecto, una escritora como Lisa Tuttle está
convirtiendo mediante su arte a dicho insecto en toda una historia muy terrorífica
como «La casa de los insectos». Cuando se habla de relatos de terror, la pesadilla de
una persona es la inspiración de otra, y en estos días el tema de un relato de terror
tiene como únicos límites la imaginación de un escritor.
El relato de terror ha llegado a su mayoría de edad en el siglo XX. Ya no consiste
simplemente en el recitado de un acontecimiento que se sale de lo normal o la relación
de los hechos de un fantasma, sino que más bien es una historia de gente…, gente que
reacciona ante la oscuridad y el lado oscuro del alma, donde el control ha sido
eliminado y el caos es una amenaza. En 1765, Horace Walpole creó el género «gótico»
con su historia de fantasmas El castillo de Otranto, y nos dio la pauta y el estado
anímico del moderno relato de terror. Cada escritor de terror que le ha seguido añadió
un poco más al género, de tal forma que hoy podemos ser asustados en cualquier
sitio, en cualquier lugar y por cualquier persona… o cosa. El horror ha salido
sigilosamente del castillo y se ha metido en cualquier rincón oscuro.
Pero «eso» —sea cual fuere el «eso» que nos da miedo en un relato— debe ser
creíble. Para ello hace falta habilidad. Cualquiera puede hacer que una persona se
estremezca (imagine que está resbalando por una barandilla que se transforma en una
navaja… ¿Ha sentido un leve escalofrío interior?), pero crear un relato alrededor de
ese estremecimiento y hacer que la historia y los personajes cobren vida requiere un
talento que se sale de lo normal. En Magazine of Fantasy & Science Fiction sentimos
un gran placer cuando nos encontramos con un talento semejante. Cuando leemos un
manuscrito, lo primero que buscamos, por encima de todo, es la calidad de la escritura
y el arte del escritor, la sangre no es importante. Ocurre demasiado a menudo que el
escritor principiante, quizá influido en exceso por las películas actuales de «terror»
donde reinan las puñaladas y los degollamientos, cree que son los ríos de sangre lo
que hace funcionar el terror. Las mejores historias de terror son las que crean una
obra con nuestras mentes y temores como intérpretes, no con nuestros impresionables
estómagos.
Desde su fundación, el Magazine of Fantasy & Science Fiction ha publicado
relatos de terror que se han colocado entre los mejores de su género, y los relatos
elegidos para esta antología se encuentran entre lo mejor de esos relatos. Al crear esta
antología hemos intentado incluir relatos para todos los gustos. Por ejemplo, «El
infierno de Balgrummo», de Russell Kirk, tiene un decidido sabor antiguo. Utiliza
muchas convenciones de la historia tradicional de terror gótico, aunque está
ambientada en el mundo actual. Es una de las historias más aterradoras que jamás se
hayan escrito. Por otra parte, «El Gregory de Gladys», de John Anthony West,
conseguirá que usted ría…, aunque puede tratarse de una risa algo nerviosa.
Mientras que John Anthony West le hará lanzar una risita nerviosa, en esta
antología hay más relatos de la variedad mire-por-encima-de-su-hombro-y-cierre-la-
puerta. «Aguas que suben», de Patricia Ferrara, es un relato escrito con elegancia e
increíblemente fantasmagórico, mientras que «La vieja oscuridad», de Pamela Sargent,
puede hacer que su factura de la electricidad suba hasta el cielo. Para quienes
prefieran un poco más de ciencia y ciencia ficción mezclada con terror, «La autopsia»,
de Michael Shea, se encargará de proporcionárselo…, y mucho más que eso. Con
todo, el elemento básico que tienen en común los relatos que componen esta
variadísima colección es que todos son de una calidad excepcional, que han sido
escritos por personas de considerable talento, y que su propósito declarado es
provocar tanto miedo que a uno se le caigan los calcetines.
Los relatos de terror, y en particular los de esta antología, son piezas de artesanía
delicadamente labradas que nos recuerdan siempre: «¡Tened cuidado!». Incluso el
objeto más minúsculo de nuestro mundo puede volverse contra nosotros, extinguir la
luz, apagar el fuego y dejarnos a solas en la oscuridad, esperando…
Así pues…, cierre las puertas, encienda todas las luces (pero, por si acaso, tenga a
mano una linterna), instálese cómodamente, pase la página, lea y disfrute con la
escurridiza sombra del miedo.
¡Y tenga cuidado!
ANNE DEVEREAUX JORDAN
Ventana
BOB LEMAN
Bob Leman es uno de los más interesantes y valiosos colaboradores de F&SF;
con frecuencia suele utilizar una forma narrativa realista y contemporánea en la que
introduce una escalofriante desviación, convirtiendo lo corriente en insólito y, a
veces, en mortífero. «Ventana» se publicó por primera vez en F&SF en mayo de
1980, y es un excelente ejemplo de la técnica de Bob. Este sobrecogedor relato nos
habla de un proyecto militar que está investigando la telequinesia y experimenta un
increíble accidente: la desaparición de todo un edificio, junto con un investigador, y
la aparición, en su lugar, de algo terroríficamente distinto de lo que parece ser.
—No sabemos qué diablos está pasando allí —le dijeron a Gilson en Washington
—. Puede que sea un asunto bastante gordo. El chalado que está al mando ha
intentado mantenerlo en secreto, pero el ejército se encargaba de la seguridad
rutinaria, y el oficial jefe nos dio el soplo. Un proyecto de lunáticos. Al parecer, ha
estado recibiendo fondos durante años sin que nadie le prestara mucha atención.
Percepción extrasensorial, en nombre de Dios… Y puede que hayan encontrado algo.
Al menos, eso piensa el coronel encargado de la seguridad. Averígüelo.
El chalado-que-estaba-al-mando era un profesor de psicología que vestía ropas
arrugadas y se llamaba Krantz. El profesor y el coronel recibieron a Gilson en el
aeropuerto, y los tres se dirigieron directamente a la sede del proyecto en un sedán del
ejército. El coronel empezó a hablar sin perder ni un instante.
—Gilson, tiene usted aquí algo francamente raro —dijo—. Nunca he visto nada
parecido, y no hay nadie que tenga ni idea de lo que es. Krantz está tan desorientado
como todos los demás. Y el proyecto es su hijito. Nosotros sólo nos encargamos de la
seguridad, aunque hasta el momento no nos había hecho falta, desde luego. Ni
siquiera hacía falta mantenerel secreto, salvo para evitar que el público se riera hasta
reventar. Lo que han montado aquí es…
—Doctor Krantz —interrumpió Gilson—, sería mejor que me trazara usted un
panorama completo de cuál es la situación. Por el momento no tengo la más mínima
información.
Krantz estaba muy ocupado encendiendo un cigarro. Exhaló una nube de humo
apestoso y, a través de ella, dijo:
—Nos falta un edificio prefabricado, un ordenador, cierto equipo médico y…
esto…, un investigador llamado Culvergast.
—Explique eso de «nos falta» —dijo Gilson.
—Se han ido. Han desaparecido. Un edificio y cuanto había dentro de él. Ya no
está aquí. Pero tenemos algo a cambio.
—¿Y de qué se trata?
—Creo que será mejor esperar y que lo vea por sí mismo —contestó Krantz—.
Estaremos allí en pocos minutos.
Cruzaban los límites del área metropolitana, consistentes en una mísera serie de
suburbios que antes habían sido pueblecitos. La autopista serpenteaba por el valle que
había junto al río, y los pueblecitos se esparcían a lo largo de la orilla, ninguno de
ellos con más de uno o dos bloques de edificios, con sus callejuelas laterales subiendo
empinadas cuestas hacia el primer risco. En una de esas moribundas comunidades
dejaron la autopista; ascendieron dando brincos por un retorcido camino que trepaba
por la colina, cuya superficie cambió de adoquines a grava después de que hubieran
dejado atrás las casas. Más allá de la cresta del risco, el camino empezó a bajar tan
abruptamente como había subido antes; después de aproximadamente medio
kilómetro dieron la vuelta para meterse por un sendero cuya entrada le habría pasado
por alto a quien no estuviera prevenido. Ahora se hallaban en un bosque. Los árboles
no eran los originales, pues habían sido replantados, pero la primera tala tuvo lugar
hacía tanto tiempo que el lugar bien podría haber sido una tierra virgen, altiva,
silenciosa y un tanto lúgubre en ese día gris.
—Muy bonito —dijo Gilson—. Y, de todas formas, ¿cómo ha venido a parar hasta
aquí semejante proyecto?
—El lugar estaba disponible —dijo el coronel—. Ha estado disponible desde la
Segunda Guerra Mundial. Lo prepararon para hacer ciertos trabajos sobre detonadores
de contacto. Lo cerraron en el año cuarenta y ocho. Estuvo sin ocupar hasta que el
profesor decidió quedárselo.
—Culvergast es un tanto excéntrico —dijo Krantz—. No quería trabajar en la
universidad…, demasiada gente, decía. Cuando oí decir que el sitio se encontraba
disponible, hice una petición y lo conseguí…, junto con el coronel, aquí presente.
Culvergast parecía encontrarse a gusto con el arreglo, pero supongo que tiene un tanto
preocupado al coronel.
—Es un chiflado —dijo el coronel—, y sus pequeños colaboradores son todavía
peores que él.
—Bien, ¿qué diablos estaba haciendo? —preguntó Gilson.
Antes de que Krantz pudiera contestar, el chófer frenó ante una puerta de alambre
que bloqueaba el camino. Estaba asegurada con una gruesa cadena y vigilada por
soldados con armas. Uno de ellos, metralleta en mano, se asomó por la ventanilla.
—¿Todo bien, señor? —preguntó.
—Todo bien y además llevamos bollos, sargento —contestó el coronel.
Evidentemente, era una contraseña. Uno de los soldados abrió el enorme candado que
mantenía asegurada la cadena—. Bastante primitivo —dijo el coronel mientras
avanzaban dando tumbos por el camino de acceso—, pero servirá hasta que
consigamos el equipo adecuado. Tenemos hombres con perros patrullando la valla. —
Miró a Gilson—. Ya hemos llegado. Adelante, sírvase una buena ración.
Era una casa. Estaba en el centro de un terreno despejado, en una isla de claridad
solar, blanca, reluciente, y completamente fuera de lugar. A su alrededor se encontraba
el negro enredo del bosque bajo un cielo sin sol, pero, sin que fuera posible saber
cómo, el sol brillaba sobre la casa, centelleando en sus pulidas ventanas y haciendo
brillar los colores de los cuidados arriates de flores que la adornaban, reflejando la
límpida blancura de sus líneas sobre la grisácea superficie del claro, empequeñecido
por las feas hileras de edificios prefabricados que parecían medio abandonados.
—No podía haber escogido un momento mejor —dijo el coronel—. Allí hace sol
y aquí está nublado.
Gilson no le estaba escuchando. Había salido del coche y estaba contemplando el
espectáculo, fascinado.
—Jesús —murmuró—. Igual que una maldita postal victoriana.
La casa estaba hecha de madera recubierta por complejas tallas, dibujos que
parecían enloquecer en los aleros del tejado, trazado en pendiente, trepando de forma
cada vez más elaborada a lo largo de torres y gabletes, embelleciendo las líneas de la
fachada y delineando un largo y airoso porche. El espacio entre los grandes ventanales
indicaba que había numerosas habitaciones y que eran muy amplias. Daba la
impresión de que la casa era nueva, o quizá sólo fuera que estaba recién pintada, y
que se la cuidaba con esmero. Un sendero de fina gravilla blanca conducía hasta una
gran puerta para carruajes.
—¿Qué opina? —preguntó el coronel—. ¿Se parece a la casita de su abuelo?
A decir verdad, se parecía; era como la casa de su abuelo, más grande y perfecta, y
vista a través de la lente de la nostalgia romántica, la casa de su abuelo, cuidada y
mimada como nunca lo había sido la vieja granja.
—¿Y esto es lo que han obtenido a cambio de un edificio prefabricado? —
preguntó a su vez.
—Uno igual que ése —contestó el coronel, señalando hacia una de las miserables
construcciones—. Por supuesto que el edificio prefabricado podíamos utilizarlo.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Mire —dijo el coronel.
Cogió una pequeña piedra y la arrojó hacia la casa. La roca subió por el aire, llegó
al punto más alto de su arco y empezó a caer. De repente, ya no estuvo allí.
—Vaya —dijo Gilson—. Déjeme probarlo.
Arrojó la piedra como si fuera una pelota de béisbol y estuviera haciendo su mejor
lanzamiento. La roca desapareció a unos quince metros de la casa. Contemplando el
punto donde se había esfumado, Gilson se dio cuenta de que el suave césped de la
pradera terminaba justamente bajo él. Allí donde terminaba el césped empezaban los
hierbajos y piedras que formaban el terreno del claro. La línea de separación era
absolutamente recta, y cruzaba el césped formando un ángulo. Cuando se acercaba al
sendero, daba un giro de noventa grados y segaba la hierba, el sendero y las flores con
idéntica y rectilínea precisión.
—Perfectamente cuadrada —dijo Krantz—. Unos treinta metros de lado. A decir
verdad, es probable que se trate de un cubo. Sabemos que la cima se encuentra a unos
veintisiete metros en el aire. Supongo que habrá unos tres metros de eso por debajo
del suelo.
—¿«Eso»? —preguntó Gilson—. ¿«Eso»? ¿Qué es «eso»?
—Dele nombre y se lo puede quedar —contestó Krantz—. Un receptor de
televisión tridimensional que tiene treinta metros de lado, quizá. Una bola de cristal
cúbica. ¿Quién sabe?
—Las rocas que arrojamos… No dieron en la casa. ¿Adónde han ido las rocas?
—Ah. Ciertamente, ¿adónde? Conteste a eso y puede que tenga la respuesta a
todo.
Gilson tragó aire.
—De acuerdo. Ya lo he visto. Ahora, hábleme de ello. Desde el principio.
Krantz se quedó callado durante un segundo; luego, con la seca voz de un
conferenciante, dijo:
—Hace cinco días, el trece de junio, a las once y media de la mañana, tres minutos
más o menos, el soldado Ellis Mulhivill, que estaba de guardia en la puerta, oyó lo que
luego describió como «algo parecido a una explosión que no hiciera ruido». Entró en
el recinto, cerró la puerta a su espalda y vino corriendo al claro. Se quedó asombrado
(«atontado», fue su expresión) al ver esa casa de allí en el sitio que debía ocupar el
edificio prefabricado de Culvergast. Supongo que se debió quedar parado durante un
tiempo, parpadeando y tragando saliva, intentando llegar a una especie de acuerdo
racional con lo que le decían sus ojos. Luego fue corriendo al puesto de guardia y
llamó al coronel, que me llamó a mí. Vinimos aquí, y nos encontramos con que
habían desaparecido unos novecientos metros cuadradosde tierra, un edificio y el
hombre que había en su interior, y habían sido reemplazados por esto con la misma
limpieza que si hubieran clavado una chincheta en un tablero de corcho.
—Usted piensa que el edificio prefabricado ha ido al mismo sitio que las piedras
—dijo Gilson.
Era una afirmación.
—Bueno, ni siquiera podemos estar absolutamente seguros de que haya
desaparecido. Es imposible, eso de allí no puede estar donde lo vemos. Cuando aquí
luce el sol, llueve sobre esa casa, y ahora mismo puede ver usted cómo brilla el sol
sobre ella, en un día como éste. Es una ventana.
—¿Una ventana a qué?
—Bueno…, eso parece una casa recién construida, ¿no? ¿Cuándo construyeron
casas como ésa?
—En mil ochocientos setenta u ochenta, o algo así…
—Sí —dijo Krantz—. Creo que estamos viendo el pasado.
—Oh, por el amor de Dios —musitó Gilson.
—Ya sé lo que siente. Y puede que me equivoque. Pero debo decir que eso es lo
que parece. Quiero que oiga a Reeves. Ha estado aquí desde el principio. Es un
licenciado que nos ayuda en el proyecto. ¡Reeves!
Un hombre bastante joven, muy alto y muy delgado, se irguió como si se
desdoblara desde su posición anterior, agazapado sobre una máquina de aspecto
extraño que se encontraba cerca de la línea que separaba la hierba de los guijarros, y
fue hacia los tres hombres. Reeves estaba entusiasmado.
—Oh, desde luego que es el pasado —dijo—. Hacia el mil ochocientos ochenta.
Mi chica cogió algunos libros sobre trajes de la biblioteca y las ropas encajan con esa
década. Y los adornos que hay en los arneses de los caballos también son una buena
pista. Eso lo saqué de…
—Espere un momento —interrumpió Gilson—. ¿Ropas? ¿Quiere usted decir que
allí dentro hay gente?
—Oh, claro —dijo Reeves—. Una familia muy agradable. Mamá, papá, una niña,
un niño, una viejecita que debe de ser la abuela o la tía. Un perro. Buena gente.
—¿Cómo puede usted saberlo?
—Oiga, les he estado observando durante cinco días. Están teniendo…, bueno,
estamos teniendo un tiempo estupendo allí… o entonces, o como quiera usted decirlo.
Se portan muy bien unos con otros; se aprecian. Buena gente. Ya lo verá.
—¿Cuándo?
—Bueno, ahora estarán cenando. Normalmente salen después de cenar. Dentro de
una hora, quizá.
—Esperaré —dijo Gilson—. Y mientras esperamos, por favor, cuénteme algo más
del asunto.
Krantz adoptó nuevamente su voz de conferenciante.
—En cuanto a su naturaleza, no hay nada que contar. Tenemos una ventana y
creemos que da al pasado. Podemos ver por ella y, por lo tanto, sabemos que la luz la
atraviesa; pero lo hace sólo en una dirección, como lo demuestra el hecho de que la
gente del otro lado no se da cuenta para nada de nosotros. No puede pasar nada más.
Ya ha visto lo que sucedió con las piedras. Hemos metido palos por la zona de
contacto (no hay ni la más mínima resistencia), pero lo que cruza esa superficie
desaparece, y sólo Dios sabe dónde va. Lo que meta por allí, allí se queda. El palo
queda limpiamente cortado. Fascinante. Pero, sea lo que sea, no está en el mismo
lugar que la casa. Esa zona de contacto no esta situada entre nosotros y el pasado; está
entre nosotros y… algún otro sitio. Creo que nuestra ventana de aquí no es más que
un efecto colateral producido por casualidad, un… un retorcimiento del tiempo que es
el resultado de las tensiones existentes a lo largo de esa zona de contacto, sean las que
sean.
Gilson lanzó un suspiro.
—Krantz —dijo—, ¿qué voy a contarle al secretario? Ha dado por casualidad con
lo que quizá sea el acontecimiento más importante de toda la historia, y se lo ha tenido
callado durante cinco días. No sabríamos nada de todo esto a no ser por el informe del
coronel. Cinco días perdidos. ¿Quién sabe cuánto durará este fenómeno? Los
científicos más destacados del país tendrían que estar aquí…, tendrían que haber
estado aquí desde el primer día. Para estudiar el fenómeno tenemos que usar todos
nuestros recursos. Este lugar tendría que ser un avispero en estos momentos. Y, en
cambio, ¿qué me encuentro? Usted y un licenciado lanzando piedras y hurgando con
palos. Y una novia que se encarga de buscar fechas de trajes. Maldita sea, es
prácticamente una negligencia criminal…
Krantz no pareció intimidado por sus palabras.
—Pensé que diría eso —le contestó—. Pero mírelo de otra forma. Le guste o no,
este fenómeno no ha sido producido por la tecnología o la ciencia. Fue puramente
parapsicológico. Si podemos reconstruir el trabajo de Culvergast, quizá podamos
descubrir lo que ocurrió; podemos ser capaces de repetir el fenómeno. Pero no me
gusta nada lo que ocurrirá después de que haya llamado a sus científicos, Gilson.
Empezarán a tomar medidas, a hacer pruebas, harán conjeturas y montarán teorías, y
ni por un solo instante aceptarán la base real de lo que ha sucedido. Cuando ellos
lleguen, yo quedaré fuera del asunto. Y, maldita sea, Gilson, este fenómeno es mío.
—Ya no —contestó Gilson—. Es demasiado grande.
—Oiga, nosotros también hemos estado haciendo algunos experimentos por
cuenta propia —dijo Krantz—. Reeves, háblele de su máquina bateadora.
—Sí, señor —dijo Reeves—. Verá, señor Gilson, lo que ha dicho el profesor no es
totalmente cierto, ¿sabe? A veces algo puede cruzar la ventana. Lo vimos el primer
día. Se había producido una inversión térmica por encima del valle, y el mal olor de la
planta química se había acumulado durante una semana. La inversión se rompió ese
día y el viento, al soplar, nos mandó la pestilencia hasta aquí. Un olor realmente
horrible… Estábamos observando a la familia de allí dentro y, de repente, empezaron
a husmear el aire, arrugaron la nariz y pusieron cara de disgusto. Supusimos que debía
de ser el olor de las sustancias químicas. En ese mismo instante metimos un palo por
la ventana, pero el extremo desapareció, como de costumbre. El profesor sugirió que
quizá se hubiera producido una oscilación o algo parecido en la zona de contacto, algo
que sólo existe en forma intermitente. Inventamos un artefacto para poner a prueba
esa idea. Venga, échele una mirada.
Se trataba de una rueda horizontal con una paleta unida al borde, que sobresalía.
Al girar la rueda, la paleta se desplazaba sobre una mesa. Encima de la mesa se
encontraba una tolva suspendida y, a intervalos regulares, algo caía de la tolva a la
mesa, siendo golpeado inmediatamente por la paleta, que lo mandaba volando por los
aires. Gilson le echó un vistazo al interior de la tolva, y arqueó una ceja en señal de
interrogación.
—Cubitos de hielo —contestó Reeves—. Teñidos de color naranja para que sean
más visibles. Ese trasto manda un cubito de hielo a la zona de contacto cada segundo.
Siempre hay alguien de guardia con un cronómetro. Hemos llegado a establecer que
cada quince horas y veinte minutos la ventana se abre durante cinco segundos. Cinco
cubitos de hielo lograron cruzar y cayeron al césped del otro lado. El resto del tiempo
lo único que hacen es desvanecerse en la zona de contacto.
—Cubitos de hielo. ¿Por qué cubitos de hielo?
—Se funden y desaparecen. No podemos ir llenando el pasado con objetos de
nuestro tiempo. Sólo Dios sabe qué efecto podría tener eso. Además, son baratos y
estamos mandando montones de ellos.
—La ciencia… —dijo Gilson con voz algo abatida—. No sé si podré esperar para
oír lo que dirán en Washington.
—Búrlese cuanto quiera —dijo Krantz—. La casa está allí, y la zona de contacto
también está allí. Por Dios, hemos dado con una especie de viaje por el tiempo. Y fue
Culvergast el chalado quien lo hizo, no un físico o un ingeniero.
—Ya que saca a relucir el tema —dijo Gilson—, ¿qué estaba haciendo exactamente
su Culvergast?
—Buena pregunta. Lo que estaba haciendo era… bueno, para decirlo más o
menos claramente, estaba intentando encontrar hechizos.
—¿Hechizos?
—Sí, los hechizos que se pueden arrojar sobre algo o alguien. Palabras mágicas.
No ponga cara de asco, espere un poco. En cierta forma tiene sentido. Nos dieron
fondos para investigar la telequinesia…, la manipulación de la materia a través de la
mente. Resulta obvioque si se pudiera aplicar con precisión la telequinesia sería un
arma maravillosa. La hipótesis de Culvergast era que, de hecho, existen personas
capaces de utilizar la telequinesia, y aunque esas personas nunca parecen estar en
condiciones de saber o explicar cómo lo hacen, sin embargo realizan una acción
mental específica que les permite utilizar cierta fuente de energía que, aparentemente,
existe alrededor de todos nosotros; en cierta medida, enfocan y dirigen esa energía.
Culvergast se proponía descubrir el factor común de todos sus procesos mentales.
»Hizo pasar por aquí un montón de personas a las cuales se suponía dotadas de
poderes telequinésicos y, según informó, encontró en ellos algo común, una especie
de truco mnemónico que funcionaba justo en el fondo del nivel verbal o, incluso, por
debajo de éste. En uno de los sujetos descubrió que era un conjunto de notas
musicales, en varios se trataba de una serie de palabras sin sentido, y en uno, según
dijo, consistía en matemáticas de un nivel aritmético muy primario. Empezó a pasar
todo eso por el ordenador, intentando eliminar lo que era simplemente ruido y la
idiosincrasia personal de los sujetos, e intentó poner al desnudo la auténtica esencia
efectiva del asunto. Luego propuso organizar esta esencia en palabras; palabras que
moldearan las corrientes mentales de quien las pronunciara en nuestro idioma, de tal
forma que canalizaran y manipularan el poder telequinésico a capricho de quien
hablara. Palabras mágicas, podría decir usted. Hechizos.
»Evidentemente, había ido más lejos de lo que yo sospechaba. Creo que debió
conseguir ciertas palabras, que las puso a prueba y que hizo una intentona
telequinésica…, algo pequeño, como hacer que un cenicero se levantara de la mesa y
flotara en el aire, quizá. Y funcionó, pero lo que obtuvo no fue una agradable y
pequeña fuerza para levantar ceniceros; abrió completamente la puerta, y alguna
especie de poder terrible pasó por ella. Naturalmente, es una pura conjetura, pero tuvo
que ser algo parecido para causar un efecto como éste.
Gilson le había escuchado en silencio.
—No voy a decir que está usted loco porque puedo ver esa casa, y también estoy
viendo lo que les ocurre a esos cubitos de hielo —contestó por fin—. Y, de todas
formas, el cómo sucedió no es mi problema. Mi problema es cuál será mi
recomendación al secretario en cuanto a lo que haremos con este fenómeno, ya que lo
tenemos. Una cosa es segura, Krantz: esto no va a seguir siendo su juguete privado
durante mucho tiempo.
Reeves lanzó una exclamación de puro dolor.
—No pueden hacer eso —dijo—. Este fenómeno es nuestro, es del profesor. Mire
eso, mire la casa. ¿Quiere que un maldito montón de ingenieros empiecen a meter sus
narices en eso?
Gilson entendía perfectamente a Reeves. Ahora la casa estaba bañada por la luz
rojiza del crepúsculo; parecía arder desde dentro con una claridad rosada. Pero,
reflexionó Gilson, el crepúsculo era innecesario; los sentimientos y ese inconfesado y
universal anhelo por una época más sencilla y limpia bastaban por sí solos para teñir
de rosa el edificio. Se daba perfecta cuenta de que el deseo y la nostalgia que sentía
alzarse en su interior eran por algo que en realidad nunca había experimentado, que el
modo de vida del que la casa era un epítome para él no podía ser, de hecho, sino su
propia creación, construida mediante fragmentos de novelas y películas. Y, sin
embargo, sentía en su interior una gran necesidad de esa vida y esa época. Pensó que
era una época amable y segura, una época en la que no hacía falta correr y el aire
estaba limpio; una época en la que había gracia y estilo, donde jóvenes con chaquetas
a rayas y sombreros de paja podían cortejar decorosamente a jóvenes damas con
largos vestidos blancos, dejando transcurrir las largas y soñolientas tardes del verano
en apacibles conversaciones bajo la sombra de los porches. También habría alegres
paseos en bicicleta por caminos en los que se agitarían las hojas de los árboles,
caminos que serpentearían por entre las colinas hasta llegar a frescos claros por los
que correrían veloces arroyuelos; y habría largos y deliciosos viajes en calesas tiradas
por caballos pacientes y medio adormilados bajo una gran luna blanca, con un
enamorado hablando en susurros apremiantes a su amada mientras los pájaros
cantaban en la noche. Habría excursiones a lo largo del río, espacioso y limpio, botes
que irían flotando por la corriente, acercándose a una banda de música cuyos acordes
les llegarían desde la pradera.
Sí, pensó Gilson, y probablemente también habría un vejestorio con todo un
repertorio de adjetivos, rondando por allí, hablando sin cesar sobre cómo las cosas
habían sido mucho mejores cien años antes. Si no se vigilaba un poco, pronto estaría
ayudando a Krantz y Reeves, intentando mantener oculto el asunto. El joven Reeves
—y resultaba extraño para alguien de su edad— daba la impresión de estar
irremediablemente atrapado por toda esa falsa nostalgia. Su descripción de la familia
de la casa había sido francamente digna de un entusiasta adorador. Oh, sí,
decididamente ya era tiempo de llamar a los chicos del cerebro y los ojos despejados.
Sí, no se podía perder ni un segundo.
—Tendrían que salir dentro de muy poco —estaba diciendo Reeves—. Espere
hasta que vea a Martha.
—Martha —repitió Gilson.
—La pequeña. Es una muñequita.
Gilson le miró. Reeves se ruborizó y dijo:
—Bueno…, les he dado nombres. A los niños. Martha y Pete. Y el perro es Alfie.
Verá, dan la impresión de que ésos son sus nombres —Gilson no dijo nada, y Reeves
se puso todavía más colorado—. Bueno, usted mismo lo podrá ver. Aquí llegan.
Una familia muy agradable, tal y como había dicho Reeves. Tras observarles
durante media hora. Gilson estuvo dispuesto a confesar que realmente eran muy
atractivos y, a su modo, tan perfectos como su casa. Eran, sencillamente, lo que hacía
falta para completar la imagen, para crear un auténtico cuadro de estilo victoriano.
Mamá y papá eran guapos y seguían enamorados, los niños eran sanos, alegres y
estaban contentos con su mundo. O eso le pareció mientras les observaba en el
atardecer que se iba convirtiendo en noche, imaginando la tranquila y afectuosa
conversación de los padres sentados en el gran columpio del porche, casi oyendo los
chillidos de los niños y el ladrido del perro mientras corrían por el prado. Ya casi
había oscurecido: la suave claridad de las lámparas de aceite brillaba en las ventanas, y
las luciérnagas parpadeaban en la pradera. El padre lanzó la colilla de su cigarro por
encima de la barandilla, creando un arco de fuego, y se puso en pie. Después de eso
vino una encantadora y breve pantomima al llamar a los niños, que protestaron como
era su deber y a los que, como era deber de los padres, se les permitió jugar durante
unos minutos más, al final de los cuales se les ordenó firmemente que entraran. Los
niños se dirigieron con reluctancia hacia el porche y entraron en la casa mientras que
el perro, que se había quedado atrás para mojar por última vez la hierba, se acercaba
corriendo para reunirse con ellos. El padre y la madre entraron en la casa siguiendo a
los niños y al perro. La puerta se cerró, dejando tan sólo la suave luz de las ventanas.
Reeves dejó escapar un largo y lento suspiro.
—¿No es maravilloso? —preguntó—. Así se debería vivir, ¿sabe? Si una persona
pudiera decir, sencillamente, al diablo con todas las cosas desagradables que debemos
soportar en nuestra vida actual, si pudiera regresar hasta ese lugar y vivir de esa
forma… Y Martha, ya ha visto a Martha. Un ángel, ¿verdad? Amigo, lo que daría yo
por…
Gilson le interrumpió.
—La siguiente tanda de cubitos, ¿cuándo le toca pasar?
—… Poder… Ah, sí. Veamos… La última penetración tuvo lugar a las quince
horas, quince minutos, justo antes de que llegara usted. La siguiente será a las seis,
treinta y cinco de la mañana, si no se rompe la pauta. Y, de momento, no se ha roto.
—Quiero ver eso. Pero ahora tengo que hacer unas llamadas por teléfono.
¡Coronel!Gilson no durmió esa noche y, aparentemente, tampoco lo hicieron Krantz y
Reeves. Cuando llegó al claro a las cinco de la madrugada seguían allí, sin afeitar y
con los ojos enrojecidos, bebiendo café de sus termos. Volvía a estar nublado y el
claro se encontraba sumido en una oscuridad total, salvo por la pálida claridad que
llegaba del otro lado de la zona de contacto, donde empezaba el amanecer de un día
soleado.
—¿Algo nuevo? —preguntó Gilson.
—Creo que eso debería preguntarlo yo —dijo Krantz—. ¿Qué va a pasar?
—Lo que usted esperaba, me temo. Creo que esta noche el lugar se habrá
convertido en un auténtico avispero. Y mañana por la noche me parece que tendrá
suerte si encuentra usted un sitio donde meterse. Supongo que Bannon habrá estado
pegado al teléfono desde que le llamé a medianoche, convocando a los científicos. Y
ellos se encargarán de reunir a los técnicos, que traerán sus máquinas. Y el ejército
reforzará la seguridad. ¿Puedo tomar un poco de ese café?
—Sírvase usted mismo. Trae malas noticias, Gilson.
—Lo siento —dijo Gilson—, pero así están las cosas.
—¡Maldición! —dijo Reeves en voz alta—. ¡Oh, maldición! —Daba la impresión
de que se echaría a llorar de un momento a otro—. ¿Sabe que eso será el fin para mí?
Ni siquiera me dejarán entrar aquí. ¿Un maldito licenciado? ¿En psicología? No podré
ni acercarme a este lugar. ¡Oh, maldita sea!
Clavó los ojos en Gilson, lleno de rabia y desesperación.
Ya había salido el sol, trayendo una luz grisácea al claro y haciendo brillar la casa
al otro lado de la zona de contacto. No había sonido alguno, salvo el chasquido
regular de la máquina enviando sus cubitos de hielo. Los tres hombres contemplaron
la casa en silencio, sin moverse. Gilson tomó un sorbo de su café.
—Allí está Martha —dijo Reeves—. Allá arriba. —Un rostro diminuto había
aparecido entre las cortinas de una ventana en el segundo piso, y unos brillantes ojos
azules examinaban la mañana—. Hace eso cada día —dijo Reeves—. Se sienta allí y
mira los pájaros y las ardillas, supongo que hasta el momento en que la llaman para
desayunar. —Siguieron inmóviles, contemplando a la niña, que estaba mirando algo
que se encontraba más allá de la ventana que conectaba su mundo al de ella, algo que
si los dos mundos hubieran sido el mismo estaría situado a espaldas de los tres
hombres. Gilson estuvo a punto de volverse para descubrir lo que la niña estaba
mirando. Al parecer, Reeves había tenido el mismo impulso—. ¿Qué cree usted que
estará viendo? —preguntó—. No puede ser el bosque, como ahora. Creo que es
posterior a su época. ¿Quizá una pradera? ¿Con ganado o caballos? Oh, lo que daría
por estar allí y ver qué es.
Krantz miró su reloj y dijo:
—Será mejor que nos acerquemos. Ahora sólo faltan unos minutos.
Fueron hacia la máquina, que seguía enviando monótonamente cubitos de hielo a
la zona de contacto. Un soldado con un cronómetro estaba sentado junto a ella, detrás
de una mesa con un reloj de aspecto formidable y un montón de hojas.
—Dos minutos, doctor Krantz —dijo.
—No aparte los ojos de los cubitos de hielo —dijo Krantz a Gilson—. No se
pierda el momento en que ocurre.
Gilson observó la máquina, levemente divertido por el prosaico ritmo de sus
sonidos; plinc, cae un cubito; buf, la paleta gira; bang, la paleta golpea el cubito. Y
luego la trayectoria en línea recta hacia la zona de contacto, donde se desvanece
bruscamente el pequeño proyectil color naranja. Un segundo después, otro. Y luego
otro.
—Cinco segundos —dijo el soldado—. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Ahora.
Se había adelantado un segundo en la cuenta; el cubito de hielo desapareció igual
que sus predecesores. Pero el cubito siguiente continuó su vuelo y cayó sobre la
hierba. Allí se quedó, reluciendo levemente. Entonces, era cierto, pensó Gilson. El
viaje temporal para los cubitos de hielo.
De repente, a su espalda se oyó un grito incomprensible emitido por Krantz y otro
de Reeves, y luego, muy claramente y con voz angustiada, a Krantz diciendo:
«¡Reeves, no!». Gilson oyó el ruido de unos pies lanzados a la carrera y, en el borde
de su campo visual, distinguió algo que se movía rápidamente. Se volvió a tiempo
para ver la desgarbada silueta de Reeves que pasaba corriendo junto a él y se lanzaba
hacia la zona de contacto; la cruzó y se quedó tendido sobre la hierba.
—¡Estúpido! —gritó Krantz con voz enfurecida.
Un cubito de hielo cruzó el aire y aterrizó junto a Reeves. La máquina hizo
nuevamente bang: un cubito de hielo salió volando y se desvaneció. Los cinco
segundos para acceder al otro lado habían terminado.
Reeves alzó la cabeza y, por un instante, contempló la hierba sobre la que yacía.
Luego, miró hacia la casa. Se puso lentamente en pie, con una expresión aturdida en el
rostro. Después, una sonrisa se abrió paso muy lentamente por entre sus labios, y los
hombres que le contemplaban desde el otro lado casi pudieron leer sus pensamientos:
«Bueno, que me cuelguen. Lo hice. Estoy realmente aquí».
Krantz estaba hablando a toda velocidad, como si no pudiera controlarse.
—Seguimos estando aquí, Gilson, seguimos estando aquí, todavía existimos, todo
parece estar igual. Quizá no han cambiado demasiado las cosas, quizá el futuro es algo
fijo y no ha cambiado nada en absoluto con su acto. Tenía miedo de que ocurriera
algo parecido a esto. Desde que llegó usted, Reeves ha estado…
Gilson no le escuchaba. Estaba mirando a la niña de la ventana, aturdido, lleno de
incredulidad, intentando comprender lo que veía pero no lograba creer. La conducta
de la niña no era normal, no, no era nada normal. Un hombre se había materializado
repentinamente sobre la hierba, surgiendo del aire, en una mañana de sol, y ella no
había dado ninguna muestra de sorpresa, asombro o miedo. En vez de ello, había
sonreído al instante, espontáneamente, una sonrisa que se fue haciendo más y más
ancha hasta dar la impresión de que la mitad inferior de su rostro iba a partirse en dos,
una sonrisa que dejaba al descubierto demasiados dientes, una sonrisa rígida,
incongruente y terrible bajo sus brillantes ojos azules. Gilson sintió que se le formaba
un nudo en el estómago, y se dio cuenta de que estaba mortalmente asustado.
El rostro se esfumó bruscamente de la ventana; unos segundos después la puerta
de entrada se abrió de par en par, y la niña cruzó corriendo el umbral, yendo hacia
Reeves con furiosa velocidad, moviéndose de forma curiosamente encogida, como si
estuviera medio agazapada. Cuando se encontraba a unos metros de él, dio un salto
que tenía la agilidad y la sorprendente rapidez de una pulga. Los ojos de Reeves
apenas si habían empezado a mostrar asombro cuando los poderosos dientecillos le
desgarraron el cuello.
La niña se apartó de él y dio un salto hacia atrás. Un brillante géiser de sangre
brotó del agujero abierto en el cuello de Reeves. Él lo contempló estupefacto durante
un momento que pareció eterno, y luego alzó las manos para tapar la herida; la sangre
borboteó entre sus dedos y corrió por sus antebrazos. Sus rodillas se doblaron
lentamente hasta llegar al suelo, despacio y sin ninguna violencia, mientras que sus
ojos, desorbitados por el asombro, no se apartaban de la niña. Su cuerpo osciló de un
lado a otro, se estremeció y acabó cayendo de bruces.
La niña le observó con ojos tan fríos como los de un reptil, la terrible sonrisa aún
en el rostro. Estaba desnuda, y a Gilson le pareció que en su torso había algo que
estaba fuera de lo normal, como su boca. Dio la vuelta, y pareció lanzar un grito hacia
la casa.
Y un instante después llegaron todos, corriendo, la madre, el padre, el niño y la
abuela, todos desnudos, todos experimentando esa horrible transformación en la boca.
Sin pararse y sin disminuir la velocidad rodearon el cuerpo, se agazaparon sobre él y,
frenéticamente, le arrancaron las ropas. Luego, sentándose sobre la hierba iluminada
por el sol de la mañana, la pequeña y encantadora familia empezó su horrenda
comida.
El continuo balbuceo de Krantz se componía ahora de palabras muy distintas:
—Santa María, Madrede Dios, ruega por nosotros…
El soldado del cronómetro estaba vomitando ruidosamente. Alguien vació todo el
cargador de una metralleta en la zona de contacto, y el coronel lanzó un chorro de
maldiciones. Cuando Gilson no pudo soportar más el repugnante banquete, apartó la
mirada y se fijó en el perro, que estaba sentado en el porche, meneando alegremente el
rabo con un rítmico golpeteo.
—¡Por Dios, es imposible! —exclamó Krantz sin poder contenerse—. Si hubiera
existido gente así en ese sitio estaría en los libros de historia, en los periódicos…
¡Dios mío, algo así no habría podido ser olvidado!
—¡Oh, no diga más tonterías! —le respondió secamente Gilson—. Eso no es el
pasado. No sé lo que es, pero no se trata del pasado. No puede serlo. Es…, no lo sé,
algún otro sitio. Alguna otra… ¿dimensión? ¿Universo? Una de esas teorías. Los
mundos alternativos, los mundos del Si, los mundos probables, como quiera usted
llamarles. Sí, esas criaturas asquerosas del otro lado están en el presente. El maldito
hechizo de Culvergast abrió un agujero a uno de esos mundos paralelos. Tiene que ser
algo así. Y, Dios mío, ¿qué infierno de historia han tenido para producir esas cosas?
No son seres humanos, Krantz, no tienen nada de humano, sea cual sea su aspecto.
«Alegres paseos en bicicleta…». ¿Cómo hemos podido equivocarnos así?
Por fin, el banquete terminó. La familia se tendió sobre la hierba con los vientres
hinchados, cubiertos de sangre y grasa, los párpados casi cerrados a causa del festín.
Los dos pequeños de la familia se quedaron dormidos. El macho parecía muy absorto
en sus pensamientos. Después de unos minutos se puso en pie, cogió las ropas de
Reeves y las examinó cuidadosamente. Luego despertó a la más pequeña de las
hembras y, al parecer, la estuvo interrogando durante un rato. Ella hizo gestos hacia el
aire, señaló con el dedo, e imitó la llegada de Reeves y su caída sobre la hierba. Él
contempló pensativo el sitio donde se había materializado Reeves y, por un instante, a
Gilson le pareció que esos ojos implacables estaban clavados en los suyos, mirándole.
Acabó dándose la vuelta y tras haber cruzado lentamente la hierba, todavía pensativo,
entró en la casa.
En el claro reinaba el silencio, roto sólo por el ruido de la máquina. Krantz
empezó a llorar y el coronel a lanzar maldiciones otra vez, en tono bajo y monocorde.
Los soldados parecían aturdidos. «Y todos tenemos miedo —pensó Gilson—. Un
miedo horrible».
La familia de la pradera estaba realizando una horrible parodia de ordenar las
cosas después de una comida campestre. Los dos pequeños habían traído una cesta y,
bajo la meticulosa supervisión de las hembras adultas, recogían ahora los despojos y
restos de alimento. Uno de ellos le arrojó un hueso al perro, y el soldado que
controlaba el tiempo vomitó de nuevo. Cuando la pradera hubo quedado una vez más
inmaculada, las dos criaturas más pequeñas se llevaron la cesta a la parte trasera de la
casa, y las criaturas adultas entraron en ella. Un instante después el macho salió de la
casa, vestido ahora con un traje de lino blanco. Llevaba un libro.
—Una Biblia —dijo Krantz, atónito—. Es una Biblia.
—No es una Biblia —contestó Gilson—. Es imposible, esos…, esos seres no
pueden tener Biblias. Es otra cosa. Tiene que ser otra cosa.
Parecía una Biblia; estaba encuadernada en cuero negro, y cuando el macho
empezó a hojearla, evidentemente en busca de algún pasaje determinado, pudieron ver
que era el mismo papel delgado y resistente en el que se imprimen las Biblias. El
macho encontró su página y, según le pareció a Gilson, empezó a leer en voz alta,
como si estuviera declamando, sus labios articulando cuidadosamente las palabras.
—¿Qué diablos supone que está haciendo, Krantz? —preguntó Gilson.
No había terminado de hablar cuando la ventana desapareció.
La casa y la hierba se desvanecieron junto con la silueta del traje blanco. Gilson
distinguió fugazmente unos árboles al otro lado de un ancho abismo que se abría entre
él y el bosque. Un instante después una ráfaga de viento le derribó, y el aire se llenó
de polvo, objetos que volaban y el aullido del viento. El viento se detuvo tan
bruscamente como había venido, y alrededor de ellos oyeron el repiqueteo de los
objetos que caían nuevamente al suelo. El sitio donde se encontraba la casa ahora
estaba cubierto por una nube de polvo que giraba sin cesar.
Lentamente, el polvo se fue aquietando. Allí donde había estado la ventana ahora
se encontraba un gran agujero en el suelo, un agujero perfectamente cuadrado que
tendría unos treinta metros de lado y quizá unos tres de hondo, con la superficie tan
lisa como la de una mesa. El fugaz atisbo que Gilson tuvo de él, antes de que el viento
se hubiera precipitado a llenar el vacío, le había mostrado que los lados eran tan
pulidos y rectos como si un cuchillo afilado hubiera cortado un queso; pero ahora se
estaban produciendo pequeños derrumbamientos a lo largo de todo el perímetro, a
medida que los guijarros y la tierra iban cediendo para resbalar hasta el fondo, y los
bordes se iban haciendo más irregulares a cada momento.
Gilson y Krantz se pusieron lentamente en pie.
—Y eso parece ser todo —dijo Gilson—. Estaba aquí, y ahora ya no está. Pero
¿dónde se encuentra el edificio prefabricado? ¿Dónde está Culvergast?
—Sólo Dios lo sabe —contestó Krantz. Y no lo decía con intención de ser
irreverente—. Pero creo que se ha ido para siempre. Y, al menos, no al sitio donde
estaban esas criaturas.
—¿Qué cree usted que eran?
—Tal y como dijo antes, desde luego no eran seres humanos. Tenían menos de
humano que una araña o una ostra. Pero, Gilson, el modo en que se vestían, su
aspecto, esa casa…
—Si existe un número infinito de mundos posibles, entonces cada tipo de mundo
posible existirá.
Krantz no parecía convencido.
—Sí, bueno…, quizá. No sabemos nada de eso, ¿verdad? —Se quedó callado
durante un instante—. Gilson, esas criaturas eran aterradoras. Ni siquiera le hizo falta
una fracción de segundo para reaccionar ante la aparición de Reeves. Supo al instante
que era algo desconocido y actuó de inmediato para destruirle. Y no era adulta. Creo
que quizá nos sintamos más seguros no teniendo la ventana.
—Amén. ¿Qué cree que le ocurrió?
—Es obvio, ¿no? Ellos saben cómo usar las energías con las que Culvergast
andaba tanteando. El libro…, tiene que ser un libro de hechizos. Deben de tener toda
una ciencia al respecto…, cosas que han probado una y otra vez, cosas que han
logrado averiguar, parte de la sabiduría que han ido recibiendo de sus antepasados.
Esa criatura utilizó el libro como si fuera una herramienta rutinaria, algo de cada día.
Después de que se le pasara la alegría del banquete, no necesitó más de veinte minutos
para imaginar cómo había llegado Reeves hasta allí, y para saber cómo actuar. Se
limitó a coger su libro de hechizos, seleccionó el que necesitaba (me gustaría ver el
índice de ese libro) y dijo las palabras. ¡Puf! La ventana ha desaparecido, y Culvergast
se ha quedado atrapado sólo Dios sabe dónde.
—Supongo que es posible. ¡Infiernos!, incluso resulta probable. Tiene razón,
realmente no sabemos nada de este asunto.
De repente, Krantz pareció asustado.
—Gilson, ¿y si…? Mire, si le resultó tan sencillo eliminar la ventana, si tiene esa
clase de control sobre el poder telequinésico, ¿qué le impide conseguir una ventana
que dé a nosotros? Quizá ahora nos estén observando tal y como nosotros les
observábamos a ellos. Ahora saben que estamos aquí. ¿Qué clase de ideas se les
puede ocurrir? Quizá necesitan carne. Quizá… Dios mío.
—No —dijo Gilson—. Imposible. Fue una pura casualidad que la ventana se
abriera sobre ese mundo. Culvergast no tenía más idea de lo que estaba haciendo que
la que tiene un chimpancé sobre el funcionamiento de una consola de ordenador. Si la
«teoría de los mundos posibles» es la explicación de todo esto, entonces el mundo con
el que dio es sólo uno entre un número infinito. Incluso si las criaturas de allí saben
como crear estas ventanas, tienen en contra unnúmero infinito de posibilidades a la
hora de encontrarnos. Por no decir que les será imposible hacerlo…
—Sí, sí, por supuesto —dijo Krantz con voz llena de agradecimiento—. Por
supuesto. Podrían intentarlo eternamente y nunca nos encontrarían. Incluso si
quisieran hacerlo. —Se quedó callado durante un segundo, pensando—. Y creo que
desearían hacerlo. El que destruyeran a Reeves fue un puro acto reflejo, algo que me
pareció involuntario como el mover la pierna cuando te golpean la rodilla. Sabiendo
que estamos aquí, ahora deben intentar alcanzarnos: si les he interpretado
correctamente, les resultará imposible hacer otra cosa.
Gilson recordó sus ojos.
—No me sorprendería nada —dijo—. Pero ahora lo mejor será que nosotros
dos…
—¡Doctor Krantz! —gritó alguien—. ¡Doctor Krantz!
En esa voz había el más absoluto terror.
Los dos hombres se volvieron en redondo. El soldado del cronómetro estaba
señalando algo con una mano temblorosa. Mientras miraban, algo blanco se
materializó en el aire sobre el borde del pozo, y luego cayó para aterrizar junto a un
objeto similar que ya había llegado al suelo. Apareció otro objeto; luego otro y otro.
Cinco en total, dispersándose sobre un área que no llegaría al metro cuadrado.
—¡Son huesos! —exclamó Krantz—. ¡Oh, Dios mío, Gilson, eso son huesos!
Su voz se estremecía a punto de caer en la histeria.
—Basta, cállese —gritó Gilson—. ¡Basta ya!
Corrieron hacia el lugar. El soldado ya estaba allí, en cuclillas, su rostro
extrañamente retorcido por el terror y las náuseas.
—Ése —dijo, señalando con el dedo—. Ése de allí. Ése es el que le arrojaron al
perro. Se pueden ver las marcas de los dientes. Oh. Jesús. Ése es el que le arrojaron al
perro.
«Entonces —pensó Gilson—, es que ya han hecho una ventana. Deben de saber
mucho sobre estas cosas para haberla conseguido tan rápidamente. Y ahora nos están
observando. Pero ¿por qué los huesos? ¿Para avisarnos de que no interfiramos con
ellos? ¿O es sólo una prueba? Pero, si es una prueba, entonces, ¿por qué los huesos,
de todas formas? ¿Por qué no un guijarro…, o un cubito de hielo? Para ver cuáles son
nuestras reacciones, quizá. Para ver qué haremos.
»¿Y qué haremos? ¿Cómo podemos protegernos contra esto? Si entre los rasgos
naturales de esas criaturas se encuentra el de cooperar entre ellas, entonces esa
encantadora familia no perderá ni un segundo para difundir la noticia por todo su
mundo, de forma que uno de estos días nos encontraremos con que un millón de esas
cosas habrán cruzado simultáneamente de un salto ventanas parecidas por toda la
Tierra, materializándose de repente, igual que una nube de enormes langostas
carnívoras, un enjambre que se alimentará con esa insensata voracidad hasta que
hayan convertido el planeta en un desierto de huesos. ¿Hay alguna protección contra
eso?».
Krantz había seguido un camino similar al de sus pensamientos.
—Estamos en un apuro, Gilson, pero tenemos un pequeño factor de nuestro lado
—dijo con voz temblorosa—. Sabemos cuándo se abre esa maldita cosa, lo hemos
cronometrado exactamente. Washington tendrá que contarlo todo, tendrá que advertir
al mundo entero, que lo haga a través de las Naciones Unidas o algo parecido…
Sabemos en qué segundo exacto puede penetrarse por la ventana. Tendremos que
preparar un sistema de alarma, que cada comunidad humana del planeta haga sonar
una sirena o una campana cuando sea el momento. Suena la campana, todo el mundo
coge un arma y se pone alerta. Si las criaturas no han aparecido en cinco segundos, la
campana vuelve a sonar y todo el mundo vuelve a lo que estaba haciendo, hasta que
llegue el momento de la siguiente apertura. Podría funcionar, Gilson, pero tenemos
que trabajar rápido. Dentro de quince horas y…, sí, un par de minutos, se abrirá de
nuevo.
Quince horas y un par de minutos, pensó Gilson, luego cinco segundos de la más
horrible vulnerabilidad, y luego quince horas y veinte minutos de seguridad antes de
que llegue nuevamente el terror. Y así por… ¿cuánto tiempo? Era de suponer que
hasta la llegada de las criaturas, que quizá nunca tuviera lugar (¿quién sabía cómo
funcionaban sus mentes?), o hasta que el accidente de Culvergast pudiera ser repetido,
otra cosa que quizá no ocurriera nunca. Se preguntó si los seres humanos podrían
vivir bajo tales condiciones sin volverse locos; resultaba dudoso que la mente pudiera
mantener su coherencia cuando el único futuro previsible era una interminable
montaña rusa, que la haría bajar a largos valles de terror e incertidumbre para luego
hacerla subir violentamente a breves puntos más elevados de tranquilidad. ¿Seguirá
funcionando la mente cuando sus únicas alternativas son una muerte horrible, o una
insoportable tensión que se prolonga para siempre? «¿Hay algún modo —se preguntó
Gilson—, de que la raza pueda vivir sabiendo que no tiene asegurado ningún futuro
más allá de las quince horas y veinte minutos siguientes?».
Y entonces, perdiendo toda esperanza, vio que no les quedaban quince horas y
veinte minutos, que ni siquiera se trataba de una hora, que ya no había tiempo para
nada. Al parecer, la ventana no era intermitente. Materializándose en el aire, de repente
se vio un desordenado montón de huesos y ropas hechas pedazos, igual que un
montón de basura arrojado despectivamente, que cayó al suelo y allí se quedó, como
un horrendo presagio.
Insectos en ámbar
TOM REAMY
Tom Reamy (1935-1977) publicó por primera vez en 1974 al aparecer su relato
«Twilla» en el F&SF. En el momento de su muerte, que tuvo lugar en 1977, sus
obras le habían permitido ocupar una posición más que destacada en el campo de
la ciencia ficción y la fantasía, convirtiéndole en un escritor de inmenso talento. Su
relato «San Diego Lightfoot Sue» le hizo ganar el Premio Nebula en 1976, el mismo
año en que recibió el Premio John W. Campbell al mejor escritor novel de ciencia
ficción. Después de su muerte, sus relatos cortos fueron reunidos y publicados junto
con su única novela, Blind Voices (1978). «Insectos en ámbar» es un soberbio
ejemplo del estilo imaginativo de Tom Reamy, un relato electrizante que se inicia en
el escenario de una casa encantada, y se convierte luego en algo totalmente
distinto…
La tormenta se formó en el sudoeste, convirtiendo el aire en una masa que tenía el
mismo color azul que las profundidades marinas, haciendo que la llanura pareciese el
lecho del mar. Los relámpagos se encendían y se apagaban en la oscuridad, cada vez
más cercana, causando fugaces reflejos entre el hervor de las nubes. El trueno, que
antes sólo había sido un gruñido lejano, no tardó en estallar incontrolable sobre la
pradera de Kansas.
Tannie y yo observábamos la espectacular exhibición por la ventanilla trasera de
nuestra nueva camioneta Buick. La lluvia nos seguía igual que una ola, un telón que
tuviera kilómetros y kilómetros de largo. Nos atrapó unos minutos después,
convirtiendo en noche el final de la tarde.
Mi padre lanzó un gruñido, encendió las luces y puso en marcha el
limpiaparabrisas. Detuvo la camioneta con mucho cuidado y, apoyándose en el
volante, contempló el aguacero. Los truenos estallaban a nuestro alrededor con un
seco crujido. Los relámpagos eran tan brillantes que dejaban un trazo blanco flotando
ante nuestros ojos. Las varillas del limpiaparabrisas iban de un lado a otro con inútil
alegría.
Tannie estaba sentada junto a mí, los ojos encendidos por la emoción. Tenía siete
años, y una de esas mentes curiosas y llenas de preguntas que ponen a ciertos adultos
entre la espada y la pared.
Habíamos empezado una de esas vacaciones de las que tanto les gusta hacer
publicidad a los fabricantes de coches, los propietarios de moteles, los dueños de
complejos turísticos, las compañías de neumáticos, la cadena Howard Johnson y los
vendedores de curiosidades de la carretera 66. Habíamos cargado la camioneta hasta
los topes, y nos disponíamos a pasar tres semanas de viaje que nos dejarían el trasero
entumecido. Esa mañana habíamos salido de Lubbock (mi padre era profesor de
literatura inglesa en la UniversidadTécnica de Texas), y teníamos planeado cruzar
Kansas, Nebraska y Dakota del Sur, subiendo luego hasta Wyoming y Yellowstone,
para volver a casa cruzando Colorado. No era el tipo de vacaciones que yo habría
planeado, aunque tampoco me disgustaban.
Tenía quince años, no me faltaba mucho para cumplir los dieciséis y, si me
hubieran dejado elegir sin peligro de sentirme culpable, probablemente me habría
quedado en Lubbock para no hacer nada y divertirme con mis amigos. Pero dado que
tenía una relación especial con mi familia, el viaje no era ningún sacrificio.
Habíamos planeado llegar a Dodge City al anochecer, pero la lluvia daba la
impresión de no estar de acuerdo en ello. Papá nos hacía avanzar a unos treinta
kilómetros por hora, pues apenas si podía ver la carretera. Las cosas fueron así
durante un rato, hasta que nos encontramos detrás de otro par de vehículos que
todavía iban más despacio. Teníamos delante un Firebird rojo con matrícula de
Arizona, y él tenía delante un viejo camión. Papá no intentó adelantar, y el Firebird
también parecía conforme en quedarse donde estaba.
Mamá entrecerró los ojos, examinando el mapa de carreteras de la Exxon.
—El pueblo siguiente es Hawley, pero parece bastante pequeño —dijo—. Tiene
como señal un círculo abierto, lo cual quiere decir… —desdobló el mapa—, ah…,
menos de mil habitantes.
—Esperemos que no sea demasiado pequeño para tener un motel —dijo papá,
abandonando la idea de llegar a Dodge City esta noche.
—Me da igual que tenga motel —trinó Tannie—. Sólo espero que tenga algún sitio
donde comer.
Estaba sentada con la nariz pegada a la ventanilla, nublando el cristal con su
aliento y haciendo dibujos en él.
—¿Comer? —Me reí—. Hoy has comido lo suficiente para matar a un caballo.
Sabía que realmente tenía hambre, pero a ella le gustaba que yo bromeara y le
tomara el pelo.
Tannie se apartó de la ventanilla y me examinó con frialdad, pero con un destello
burlón en sus ojos. Yo sabía perfectamente que iba a soltarme una réplica devastadora.
Se reclinó en el asiento y cruzó los brazos.
—En este asiento hay cierto exceso de rivalidad entre hermanos —dijo, con aires
de gran dama.
Lancé un gemido. Siempre estaba diciendo ese tipo de cosas. Mamá y papá se
rieron. Me di cuenta de que los labios de Tannie empezaban a temblar levemente. No
sería capaz de mantener esa expresión altiva durante mucho tiempo.
—Es culpa tuya, Ben —dijo papá con una risita—. Jamás tendrías que haberle
dicho que era muy precoz.
—Ajá. —Tannie sonrió—. Lo miré en el diccionario.
—Uh, oh —murmuró papá.
Dejó de reírse y redujo todavía más la velocidad de la camioneta. Yo me apoyé en
el respaldo de su asiento, y miré por encima del hombro de mamá. Delante de
nosotros el camino estaba bloqueado por una barrera de madera con luces
intermitentes de color ámbar. Dos coches se habían parado ya ante ella: un
Volkswagen amarillo y un elegante sedán oscuro que podía ser un Chevrolet. El
camión se detuvo detrás del sedán, el Firebird se detuvo detrás del camión, y nosotros
nos detuvimos detrás del Firebird. Todo el mundo se quedó quieto y tuvo derecho a
una pequeña sesión de estirar el cuello, hasta que un hombre con impermeable salió
del VW por el lado opuesto al conductor.
Fue rápidamente hacia el sedán, al parecer con la intención de meterse en él sin
ningún comentario, pero el tipo del camión asomó la cabeza por la ventanilla y dijo
algo. El hombre del impermeable vaciló, me pareció que de bastante mala gana, y
luego fue hacia el camión y empezó a hablar.
—Supongo que lo mejor será que salga a echar un vistazo para saber qué pasa —
dijo papá con un suspiro de resignación.
—Charles, te quedarás empapado.
Papá se dio la vuelta en el asiento.
—Ben, ¿puedes llegar hasta el paraguas de allí atrás?
Me puse de rodillas en el asiento y rebusqué por entre la confusión de maletas,
mantas y cajas de cartón llenas de nadie sabía qué, así como todo tipo de trastos que
habíamos traído para las vacaciones. Finalmente, logré encontrarlo y se lo di. Cuando
papá salía de la camioneta para exponerse a la lluvia, una chica salió del VW también
con un paraguas. Se encontraron en el camión. Entonces, un tipo bajó del Firebird y
se les unió. La cosa se estaba convirtiendo en una convención.
Los cuatro se quedaron inmóviles bajo el diluvio, hablando, agitando los brazos y
señalando hacia un lado y hacia otro. Quienes más se agitaban eran el tipo del sedán y
el del camión. Ése era el más listo; estaba a cubierto de la lluvia. Un rato después el
grupo se dispersó.
—Tenemos que tomar por un desvío —dijo papá cuando hubo entrado de nuevo
en la camioneta.
—¿Qué pasa? —preguntó mamá.
—La autopista se ha inundado allí delante.
—¿Pudiste verlo?
Tannie siempre se animaba ante las primeras señales de un desastre.
—No. La chica del Volkswagen dijo que un patrullero con un impermeable
amarillo le había explicado que el camino estaba inundado. La hizo parar, y luego
apareció el viejo caballero del sedán. Parece que se conocen.
—¿Dijo si el desvío era seguro? —preguntó mamá, contemplando la lluvia con un
pequeño fruncimiento del entrecejo.
—No lo sé. Parece que el patrullero se ha esfumado. El tipo del camión vive por
aquí. Dijo que el desvío no era peligroso.
Tannie empezó a dar botes en su asiento.
—¿Verdad que es emocionante? —preguntó con voz chillona.
—No te lo parecerá tanto si tenemos que pasar la noche en la camioneta, atascados
en cualquier sitio por culpa del fango —contesté yo.
Papá torció el gesto.
—Ni pensar en eso, Animoso Charlie —dijo, y arrancó.
El sedán rebasó al VW y giró hacia la izquierda por un camino de grava que se
unía a la carretera en el punto donde estaban las barreras. El VW le siguió, después
pasó el camión, luego el Firebird y detrás nosotros. Era igual que una caravana de
camellos. El camino no era malo, sólo un poco irregular y tenía montones de charcos.
Me di la vuelta en el asiento y miré hacia la carretera, pero ya no pude ver las luces
intermitentes. Teníamos que haber subido de nivel, aunque no me había dado cuenta
de que fuera así. También me pareció ver los faros de un coche yendo por la carretera,
pero con la lluvia no podía estar seguro. Habría sido un relámpago.
Mamá y papá no hablaban entre ellos. Cuanto más nos alejábamos de la autopista,
más oscuro parecía volverse todo. Mamá vigilaba el camino nerviosamente, y papá
estaba muy concentrado en la tarea de conducir. Incluso Tannie estaba callada, para
variar. Tenía nuevamente la nariz pegada a la ventanilla, intentando ver algo con el
frecuente resplandor de los relámpagos. No sé qué distancia llegamos a recorrer.
Probablemente, me pareció más larga de lo que era en realidad porque nos movíamos
muy despacio.
Un rato después pegué también la nariz a la ventanilla y miré hacia fuera. No sé si
era una coincidencia o no, pero la cosa no habría salido mejor ni aunque la hubiera
preparado Alfred Hitchcock para una de sus películas. Se oyó un trueno increíble, y el
relámpago duró un espacio de tiempo que parecía inexplicablemente prolongado. Vi
una casa situada a unos cuarenta y cinco metros del camino, en lo alto de una pequeña
loma. Parecía ser muy antigua, y tenía la forma de una caja con montones de
chimeneas bastante altas, gabletes y una torre en una esquina. El relámpago se
desvaneció lentamente, y yo volví la cabeza para no perder la casa de vista, pero el
relámpago no se repitió.
Papá detuvo la camioneta y yo me di la vuelta. Los demás vehículos de la
caravana también se habían parado, con sus pilotos de freno encendiéndose y
apagándose.
—¿Crees que alguien se ha quedado atascado en el barro? —me preguntó Tannie
con un leve temblor de oculto deseo bajo su pregunta.
Creo que le gustaría ser atacada por tigres sólo para ver cómo era la cosa.
—Esperemos que no —gruñó papá.
Alguien hizo sonar su bocina delante de nosotros.
—Creo que están convocando otra reunión —dije yo.
—Parece que tienes razón.
Papá cogió el paraguas.
Apoyé los brazos en el respaldo del asiento y les vi rodear de nuevo el camión.
Entoncesla lluvia aflojó un poco, y gracias a los faros del sedán pude ver una lámina
de agua fangosa cubriendo el camino. En sus remolinos giraban escombros y basura,
hierbajos y ramas de árbol.
Después de un rato se dispersaron, y papá volvió a la camioneta, luchando con el
paraguas.
—Este camino también se ha inundado —anunció con voz abatida—. Tendremos
que dar la vuelta y regresar.
—No me parece que haya sitio para dar la vuelta. Te podrías quedar atascado en la
cuneta —dijo mamá, como si no pasara nada.
Estaba preocupada pero no lo demostraba; no quería que Tannie y yo nos
asustáramos.
—Según el tipo del camión, acabamos de pasar, cita, la vieja mansión de los
Weatherly, fin de la cita. Se supone que debemos dar marcha atrás y girar cuando el
camino se haga un poco más ancho.
—Sí —dije yo—, la he visto. Parecía algo salido de una película de terror.
—Soberbio —gimió papá.
—¡Quiero verla! —chilló Tannie y trepó sobre mí, pegando su cara al frío y
húmedo cristal de la ventanilla.
—¡Ten cuidado! —gruñí yo—. Tienes las rodillas muy huesudas.
—Bueno, mantened la calma ahí atrás —dijo papá, pero estaba sonriendo.
Hizo retroceder la camioneta lentamente, mirando por encima del hombro.
—¿Puedes ver el camino? —le preguntó mamá.
—A decir verdad, no.
Torció el gesto.
A papá le había tocado la peor parte. Los demás podían ver algo gracias a las luces
del vehículo que tenían detrás. Tannie y yo habíamos pegado nuevamente la nariz a la
ventanilla, esperando que apareciera la casa. El relámpago llegó justo a tiempo. Tannie
lanzó un leve suspiro de aprobación.
Papá frenó con una leve sacudida. Las luces de los pilotos de freno se fueron
encendiendo en una secuencia a lo largo de la hilera. Papá se irguió en el asiento, y
examinó atentamente el camino con el entrecejo levemente fruncido. Una pequeña
alcantarilla de cemento cruzaba la cuneta llena de agua, aunque daba la impresión de
que la mayor parte del agua parecía discurrir por encima de ella y no por debajo. Miró
a mamá. Ella miraba el agua. Papá se encogió de hombros, tamborileó rápidamente
con las uñas sobre el volante y avanzó con cuidado.
El morro de nuestra camioneta se habría desplazado apenas un metro cuando, de
repente, cayó de lado y nos encontramos casi metidos en la cuneta.
—¿Nos hemos quedado atascados en el barro? —preguntó Tannie con una
inocencia algo empalagosa.
—No me sorprendería lo más mínimo.
Papá puso la marcha atrás e intentó salir de la cuneta. Los neumáticos gimieron, y
la parte trasera avanzó un poco hacia el camino. Papá apagó el motor, y se reclinó en
el asiento dando un bufido.
—Parece que ha llegado el momento de otra conferencia —dije, viendo que los
demás convergían hacia nosotros.
—No te hagas el listo —gruñó él. Cogió el paraguas y salió de la camioneta. Yo
me desplacé hacia el otro lado y bajé la ventanilla para poder oír—. Lo siento, amigos
—dijo papá.
—Mala suerte, señor Henderson.
Ése era el tipo del Firebird. Aparentemente, en la conferencia anterior hubo unas
cuantas presentaciones.
La chica del Volkswagen amarillo era Ann Callahan. Tenía unos veinte años, y era
absolutamente preciosa. Ésa era la primera ocasión que tenía para verla bien. Una vez
lo hice, no conseguí apartar los ojos de ella.
El hombre mayor del sedán era el profesor Philip Weatherly. Sí, eso es: Weatherly,
igual que en «la vieja mansión Weatherly». Tenía unos sesenta años y una expresión
amable aunque ligeramente despistada. Sin darme mucha cuenta de ello también
percibí cierta tensión nerviosa, pero no me sorprendió dadas las circunstancias.
Carl Willingham era el conductor del camión. Tendría unos cincuenta años, el
vientre levemente hinchado de un bebedor de cerveza, y un cigarro al que no paraba
de darle vueltas entre los labios. Llevaba botas y un sombrero Stetson oscurecido por
el sudor. Pensé que le habrían mandado los de la agencia, como intérprete secundario.
El tipo del Firebird era Poe McNeal. Tendría unos veinticinco años, el rostro
animado y la sonrisa fácil. Su cuerpo era fuerte y musculoso, y los rasgos eran más
agradables que hermosos. Me gustó inmediatamente.
Ann Callahan y Carl Willingham fueron hasta la parte delantera de la camioneta,
acercándose tanto como les era posible sin meterse en el agua, y examinaron las
ruedas cubiertas de barro.
—No fue culpa suya, señor Henderson —dijo ella con una voz que produjo unos
extraños efectos en mi interior—. La cañería está atascada, y apenas si hay sitio para la
suspensión.
Los demás se acercaron para comprobarlo.
—Quizá pudiéramos meter algo bajo las ruedas para darles un poco más de
tracción —sugirió Poe McNeal.
—No servirá de nada —gruñó Carl Willingham—. Este vehículo es demasiado
pesado y se ha hundido mucho. Hará falta una grúa.
El agua marrón giraba en pequeños remolinos alrededor del parachoques.
—Estupendo —dijo papá—. ¿Y cómo se consigue una grúa?
—Supongo que podríamos esperar hasta que venga otro coche y hacer que fuera a
buscarla —contestó Poe sin mucha convicción.
—¿Cómo darán la vuelta? —Siempre se podía confiar en papá para que pusiera el
dedo sobre la llaga—. Antes de que termine la noche podemos tener trescientos
coches atascados aquí.
Poe sonrió.
—Los conductores de las grúas estarán encantados.
—¿Qué hay de esa casa? —preguntó papá, entrecerrando los ojos para ver mejor
entre la lluvia.
Un relámpago y el redoble de un trueno puntuaron su pregunta. Demasiado fácil;
más típico de William Castle que de Alfred Hitchcock.[1]
—Vi unas cuantas chimeneas. Puede que allí dentro tengan un fuego ante el que
podamos secarnos y entrar en calor.
Ésa era Ann.
Carl contempló la colina con expresión de disgusto.
—Nadie ha vivido en esa casa en cincuenta años. Lo más probable es que esté a
punto de caerse.
El profesor Weatherly habló por primera vez.
—Supongo que soy el propietario. Tienen mi permiso.
En su voz había una tensión parecida a la de quien esconde una carta en su manga.
El entrecejo de Carl se hizo más acusado.
—Creo que no me gustaría mucho pasar la noche en esa casa.
—¡No me digas que está encantada! —exclamó Poe, intentando que no se le
notara el entusiasmo.
—No lo sé, la verdad —respondió Carl sin el menor rastro de humor en su voz—,
aunque he oído decir ciertas cosas.
El profesor miró a Carl con un leve fruncimiento del entrecejo, como si se hubiera
equivocado al mirar una de sus cartas.
—Traeré una linterna —dijo papá y abrió la puerta de la camioneta. Metió el
cuerpo dentro, intentando cubrirse al mismo tiempo con el paraguas—. Ben, dame la
linterna. —Miró a mamá—. Vamos a comprobar si esa casa está en condiciones para
pasar la noche allí.
Mamá asintió y examinó la oscuridad, intentando ver algo en ella.
Logré sacar la linterna, perdida detrás del asiento.
—¿Puedo ir contigo?
—No, no puedes. Si no está en condiciones, no hay razón para que te mojes.
—¡Oh, cuernos! —dije yo.
—Nada de cuernos. —Luego sonrió—. Anda, ven.
Cogí otro paraguas de la cornucopia que había tras el asiento trasero y salí de la
camioneta. Poe estaba apoyado en la ventanilla del Firebird explicando lo que pasaba
a los demás. Unos instantes después empezamos a subir por la colina hacia la casa.
Con la oscuridad, la lluvia y lo difícil que era ver donde poníamos los pies,
ninguno de nosotros le hizo mucho caso al edificio hasta que hubimos llegado al viejo
porche que circundaba tres de sus lados. Cuando nos encontramos fuera de la lluvia,
miramos a nuestro alrededor sin decir nada. La casa había sufrido un poco a causa de
las inclemencias del tiempo, y le hacía falta urgentemente una mano de pintura, pero
desde luego no era lo que uno llamaría una ruina. En lo alto del porche faltaban unas
cuantas tejas, y cuando lo pisabas oías ciertos crujidos en los tablones del suelo, pero
he visto a gente viviendo en sitios mucho peores.
Papá miró a los demás y abrió la gran puerta principal que tenía un farol encima.
Movió su linterna en un arco, y todos nos apiñamos formando un grupo a su espalda.
Mi brazo golpeó el cuerpo de Ann, y ella me sonrió. No era másque una de esas
sonrisas amistosas y sin significado que diriges a los desconocidos, pero sentí que me
ardía el rostro.
Nos encontrábamos en un gran vestíbulo, como percibí unos instantes después.
Una espaciosa escalera de caracol llevaba hasta la parte trasera del segundo piso. Todo
estaba limpio y no había polvo. La alfombra que se extendía por el centro del
vestíbulo y subía luego por la escalera tenía los colores un tanto apagados, pero se
encontraba en buen estado. Las cortinas de encajes que adornaban las ventanas
situadas a cada lado de la puerta se habían vuelto algo amarillentas a causa del tiempo,
pero se veían limpias. De repente, un gran reloj de péndulo situado en lo alto de la
escalera emitió un chirrido y dio seis campanadas. Todos nos quedamos mirándolo,
casi sin respirar, hasta que hubo terminado.
—¿Cuándo llega Vincent Price? —murmuró Poe.
—¿Qué? —preguntó Ann, volviendo bruscamente la cabeza hacia él.
—Nada.
Sonrió.
Papá miró a Carl.
—¿Está seguro de que esto lleva años vacío?
Él se encogió de hombros estoicamente.
—Siempre pensé que estaba vacío. Debo haberme equivocado.
Entramos en la sala de estar (aunque imagino que en esos tiempos la llamaban
salón), situada a la izquierda del vestíbulo.
—Si todo esto le pertenece, profesor —dijo Ann en voz baja—, debería saber si
alguien ha estado viviendo aquí.
Él parecía sinceramente confuso.
—El señor Willingham tiene razón. Nadie ha vivido aquí en cincuenta años.
Cuando estuve en la casa por última vez, hace treinta y cinco años, contraté a un
hombre para que cuidara del lugar. Parece que ha estado cumpliendo muy bien con su
trabajo.
La sala de estar/salón estaba perfectamente amueblada con ese estilo pesado y
carente de gracia de los años veinte. Todo estaba limpio pero, aun así, no daba la
impresión de que nadie viviera allí; parecía más bien una exposición de mobiliario; un
decorado teatral que se había mantenido impecablemente conservado para una
compañía que nunca llegó.
—Hay madera para la chimenea —dijo papá, y se le iluminó el rostro—. Temía
que fuera necesario quemar los muebles.
Poe arrugó la nariz.
—No se perdería gran cosa.
El profesor pareció salir de su aturdimiento.
—¿Por qué no hacen venir a los otros y cogen de los vehículos lo que pueda hacer
falta? Mientras, el señor Willingham y yo encenderemos el fuego.
Volvimos a meternos bajo el diluvio, y avanzamos chapoteando de regreso a los
coches. Ann me sonrió cuando bajábamos los peldaños del porche. Me salté uno de
los peldaños y tuve que agarrarme a la barandilla. ¡Maldición!
Cuando volvimos con las maletas y todo lo que podíamos llevar, Weatherly y Carl
ya tenían en marcha una crujiente hoguera. Eso y la media docena de lámparas de
queroseno esparcidas por la habitación casi lograban hacerla parecer alegre. Entramos
en ella con bastantes tropezones y confusión, quitándonos impermeables y dejando
paraguas en el suelo, mirando a nuestro alrededor sin saber muy bien lo que debíamos
hacer. Todo el mundo estaba alegre, nervioso y parecía ver el asunto igual que una
aventura.
—Esto es soberbio —dijo Linda McNeal, encantada—. Me esperaba arañas y ratas.
La mujer de Poe tenía veintidós años, era rubia, de tez rosada y guapa…, y estaba
embarazada. Poe la ayudó a quitarse el impermeable. Linda me gustaba tanto como
Poe.
—O eso o que algún granjero lo estaría usando para guardar el heno.
Ése había sido Judson Bradley Ledbetter, conocido profesionalmente como Jud
Bradley; Ledbetter parecía un poco demasiado provinciano. Resultaba bastante fácil
ver que era hermano de Linda. También era rubio, de tez rosada y guapo, pero había
en él una cierta oscuridad oculta que no tenía Linda. Me pareció que vestía con
demasiado atildamiento y, obviamente, le había robado los zapatos a Carmen Miranda.
—¿Dónde están los fantasmas? —preguntó Tannie, dispuesta a ir directamente al
grano.
—No salen hasta la medianoche —dije yo, muy serio.
—Basta ya, Ben —dijo mamá—. Sabes perfectamente que se cree cuanto dices.
—¿Estás bien, cariño? —preguntó Poe a su esposa—. Debes cuidarte, nada de
coger frío.
—Pues tú parece que hayas estado nadando con la ropa puesta.
Sonrió.
—Estaba esperando a que Fred McMurray apareciera remando en una canoa.
—¡Vinieron las lluvias! —exclamó alegremente Linda.
—¡Correcto!
Mamá no era de las que se cruzan de manos ante esos pequeños problemas.
—Tengo unas cuantas toallas en las maletas —dijo, y cogió varias.
Entregó una a Linda.
—Gracias —le sonrió Linda—. Sólo se me ha mojado el pelo y los pies.
—¿El primero? —preguntó mamá.
—Sí. Resulta maravilloso, ¿verdad?
—Sí, lo es. —Mamá se rió—. Yo me sentí igual cuando tuve a los míos. Venga,
siéntese junto al fuego y quítese los zapatos.
Ella y Poe arrimaron una de las sillas al fuego y empezaron a ocuparse de Linda.
Luego mamá me entregó una toalla a mí y otra a Tannie, dándonos instrucciones para
que secáramos cuanto se hubiera mojado.
Teniendo ahora algo que hacer, mamá funcionaba a toda velocidad. Supongo que
ésa es una de las razones por las que es tan buena como esposa de un profesor
universitario. Hay montones de mujeres que no pueden soportarlo. He visto a mujeres
perfectamente estables con ojos vidriosos ante la sola idea de asistir a otro té
universitario, y a esposas de profesores agregados considerando seriamente la
posibilidad de meter sus cabezas en el horno después de que se las haya cortado la
mujer de un catedrático, delicadamente y sin ninguna herida visible, por supuesto.
Mamá dice que una esposa de profesor universitario debe tener un cuarto de
azafata, otro cuarto de pinche de cocina, otro cuarto de diplomática, otro de agente
secreto y un ciento por ciento de santa.
—Si todo el mundo está bien instalado —dijo el profesor, en su papel algo
reluctante de jefe de náufragos—, iré por mis maletas. También tengo algo de comida.
—Iré con usted —se ofreció papá—. Tenemos café en la camioneta.
—Gracias —dijo Weatherly—. Hay un hornillo en la cocina, pero me temo que no
tenemos agua caliente.
—Clare, ¿quieres calentar un poco de agua? —preguntó papá—. Volveremos de
inmediato.
—Por supuesto.
Se fueron; los demás nos dedicamos a ponernos lo más cómodos posible. Cogí
calcetines secos de la maleta para Tannie y para mí. Mamá y Poe seguían revoloteando
alrededor de Linda. Carl Willingham y Judson Bradley Ledbetter hacían turnos delante
del fuego para secarse. Jud no tardó en cansarse, y fue a otra habitación para ponerse
ropas secas, tras hurgar largo tiempo en su abundante equipaje.
—¿Cuándo le toca? —preguntó mamá, que todavía no había agotado por
completo el tema de las criaturas.
—Dentro de cinco semanas —dijo Linda.
—Íbamos a visitar a los padres de Linda, en Wichita, antes de que estuviera
demasiado adelantada para viajar. —Poe sonrió con la orgullosa y algo sorprendida
sonrisa del futuro padre—. Vivimos en Flagstaff.
—Oh, Poe —gimió Linda—. Se preocuparán tanto cuando no aparezcamos… Se
supone que llegaremos a las ocho.
—Lo sé, cariño, pero no podemos hacer nada al respecto.
—¿Quiere una manta?
Mamá le entregó una antes de que ella pudiera responder.
—Gracias, señora… —Se rió—. No sé cuál es su nombre.
—Clare Henderson. Supongo que deberíamos empezar por eso. El que ha salido
ahora mismo en busca de café era mi esposo, Charles. Mi hijo, Ben, y mi hija, Tannie.
Cuando te presentan a desconocidos todo el mundo siente un leve escalofrío de
nervios, y así les ocurrió. Salvo a mí. Yo estaba mirando a Ann Callahan, que había
entrado en la habitación tras hacer una pequeña ronda exploratoria.
—Mi nombre es Tania Henderson —proclamó Tannie con orgullo—. Por mi
abuela.
—Es un nombre precioso —dijo Ann, acercándose a nosotros.
—Muchísimas gracias —contestó Tannie, sonriéndole.
—No hay de qué —dijo Ann, devolviéndole una sonrisa tan radiante como la suya
—. Me llamo Ann Callahan. De Albuquerque.
—Poe McNeal. No pienso decir de qué es abreviatura Poe. Mi esposa, Linda.
—El de allí dentro es mi hermano —dijo Linda, ladeando la cabeza hacia la puerta
cerrada—, Jud Ledbetter. Vive en Hollywood.

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