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LUCAS BUCH NICOLÁS ÁLVAREZ DE LAS ASTURIAS FULGENCIO ESPA ¡ATRÉVETE A SOÑAR! Jesús sigue llamando Mundo y Cristianismo © Lucas Buch, Nicolás Álvarez de las Asturias y Fulgencio Espa, 2018 © Ediciones Palabra, S.A., 2018 Paseo de la Castellana, 210 – 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39 www.palabra.es palabra@palabra.es Diseño e ilustración de portada: Raúl Ostos Diseño ePub: Juan Luis Romero Martos ISBN: 978-84-9061-799-1 Todos los derechos reservados No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. 3 http://www.palabra.es mailto:palabra@palabra.es «Cumplir los sueños de la juventud, eso es lo mejor que le puede pasar a un hombre. Ningún éxito en este mundo puede compararse a eso». (Willa Cather) «Cada persona es llamada por Dios a un tipo de vida concreto, y es nuestra tarea descubrir esta llamada siendo sinceros con nosotros mismos, reflexionando sobre nuestros verdaderos anhelos y dedicándonos con sinceridad a la limitada cantidad de bien que podemos hacer». (Jonah Lynch) «Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos». (S. Josemaría Escrivá) 4 Índice PRÓLOGO OBERTURA Capítulo 1. VIVIR DESPIERTOS Dos corazones jóvenes, llenos de deseos Dos corazones muy distintos… y con defectos ¿Quedan personas así? ¡Se puede vivir de otro modo! Pero… ¿por qué yo? Y ¿por qué no yo? Capítulo 2. ¡SOÑAR! Transformar el mundo Amar a una persona incondicionalmente, por sí misma y para siempre Llenar el mundo del mismo Amor que Dios nos tiene Toda la vida, a una carta Capítulo 3. TANTAS VOCACIONES COMO PERSONAS Muchas vocaciones, un solo Amor Abrahán: Llamado a una vida plena Pablo de Tarso: Sin miedo a equivocarse John Henry Newman: Un camino incierto Edith Stein: Cuestión de sensibilidad Josemaría Escrivá: Al servicio de Dios Capítulo 4. CUANDO JESÚS LLAMA El misterio de la libertad El diálogo es cosa de dos Una amistad de las que te cambian la vida Comunión, es decir, una misión en común Superar las dificultades últimas ¿Y si digo que no? Capítulo 5. DONDE RESUENA LA VOZ DE DIOS El don de una familia cristiana Un amigo es un tesoro Nuestra madre la Iglesia El director (o acompañante) espiritual Epílogo. LA MEDIDA DEL ÉXITO 5 ALGUNOS LIBROS PARA SEGUIR LEYENDO 6 Prólogo «Los jóvenes están llamados continuamente a tomar decisiones que orientan su existencia; tienen el deseo de ser escuchados, reconocidos, acompañados». Estas palabras del Documento Final del Sínodo de los Obispos sobre los jóvenes (n. 7), sintetizan el propósito con el que se ha escrito este libro. Los autores hemos querido sencillamente acompañar con estas páginas a quienes se están planteando la propia vida como respuesta a una llamada de Dios. Hemos querido que se trate de una compañía discreta, que ofrezca unas claves que les permitan leer su propia vida y les abran la posibilidad de sintonizar con los sueños de Dios. En estas páginas hablamos un poco nosotros, pero nuestro deseo es dejar todo el espacio posible a Cristo. Quisiéramos que ellas sirvieran para comenzar un diálogo con Él, que es —junto a cada uno— el protagonista de la historia. «Solo Jesús dice ánimo, porque solo Él resucita el corazón. Solo Jesús dice en el Evangelio levántate, para sanar el espíritu y el cuerpo. Solo Jesús llama, cambiando la vida del que lo sigue, levantando al que está por el suelo, llevando la luz de Dios en la oscuridad de la vida» (Papa Francisco, Homilía en la Misa de clausura del Sínodo de Obispos, 28-X-2018). Esperamos que, al leerlo, muchos jóvenes encuentren una pequeña parte del delicado respeto y de la ternura exquisita con la que la Iglesia quiere acompañarles en la tarea más apasionante de su vida: escuchar a Dios y atreverse a soñar con los sueños que pueden llenar su corazón… y que pueden hacer, del suyo, un mundo mejor. Lucas Buch Nicolás Álvarez de las Asturias Fulgencio Espa South Bend - Madrid, 1 de noviembre de 2018 Solemnidad de Todos los Santos 7 Obertura Juan y Andrés caminan tras un hombre al que no conocen. Lo único que saben es que es «el Cordero de Dios». Eso les ha dicho el Bautista. Van detrás de él, pero no saben qué decirle… Por fin, el hombre los oye. Se para. Se da la vuelta: «—¿Qué buscáis?». Tras un momento de duda, responden: «—Maestro, ¿dónde vives?». Jesús les sonríe: «—Venid y veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima» (Jn 1, 39). Dónde fueron, no lo sabemos; qué vieron, tampoco. Ni siquiera sabemos con precisión el motivo por el que fueron (¿solo porque otro —Juan Bautista— se lo indicó?). Casi, casi, lo único que conocemos es el resultado: fueron con Él, vieron dónde vivía y aquella tarde cambió su historia. Completamente. Para siempre. La llamada de los Apóstoles está envuelta en un halo de misterio, y los misterios inquietan. Más, cuando no se presentan simplemente como algo del pasado, sino como una realidad presente. Y aquí reside el verdadero problema: para muchos cristianos, la llamada de los Apóstoles es una auténtica provocación, pues plantea una inquietante pregunta: «¿También yo seré llamado?». Una cuestión que, en realidad, abre muchas otras: ¿llamado a qué?, ¿llamado cómo… y cuándo?, ¿llamado por qué? Cada una de estas preguntas merecería un libro. Por eso, mejor es comenzar por lo único seguro, que es el resultado, que se resume en la palabra felicidad. En efecto, en la Escritura, la vocación aparece siempre como un acontecimiento en que se encuentra un Amor y una Misión, una Tarea. Y para los hombres, amor está relacionado con plenitud, gozo, satisfacción, alegría. Y misión es un término que va unido a sentido, utilidad, realización. Palabras todas que se encuadran en la esfera de los deseos que anidan en nuestro corazón. La suma de todas ellas da como resultado lo que solemos indicar con el término felicidad. Por eso, el punto de partida imprescindible para la lectura de este libro es el convencimiento de que habla de algo bueno, positivo. Es más, de que habla de una buena 8 noticia (euaggelion o evangelio, en griego): la seguridad de que la vida de cada ser humano —empezando por la nuestra— está orientada al amor y a la misión. Nadie está solo, nadie es inútil, pero cada uno tiene que descubrir su amor y su tarea. Lo que pretendemos con este libro es, pues, ayudarte a reconocer tu propio camino, esto es, tu propio amor y tu propia misión. Y lo hacemos desde la seguridad de que, en todo esto, Dios tiene mucho que ver. Partimos del convencimiento de que, si en esto le dejamos de lado, olvidamos al más importante. Otra de las características de este libro es que no queremos llevarte a ningún sitio. Nos gustaría sencillamente acompañarte para que llegues a donde tú quieras llegar, partiendo de la base de que quieres llegar donde Dios te quiera llevar: al amor y a la misión. Por eso, una condición imprescindible para seguir leyendo es que tengas el corazón abierto al Señor. Si te importa demasiado lo que piensen los demás, si no quieres que te compliquen la vida, si hay una serie de cosas a las que no estás dispuesto a renunciar bajo ningún concepto, es mejor que dejes este libro y cojas otro. Una novela de vikingos, por ejemplo. Otra posible pega: quizá términos como amor y misión te parezcan demasiado generales. Y en eso tienes razón: este libro se mueve en un campo amplio. Si buscas algo que te dé una respuesta precisa y segura sobre tu vocación, una especie de test infalible, aquí no lo vas a encontrar. Podemos ayudarte a ver tu vida en la presencia de Dios, a valorar cómo eres y a empezar a pensar quién quieres ser (y, sobre todo, quién estás llamado a ser). Pero el camino concreto que el Señor te propone solo puedes conocerlo tú, en un diálogo de amistad con Él. Será una propuesta quevaya tomando fuerza en tu corazón, y que se irá definiendo mejor, seguramente, a medida que vayas dando pasos en esa dirección. El primer capítulo lo vamos a dedicar a dos jóvenes apóstoles, Juan y Andrés. Con ellos comienza el cuarto Evangelio, y su situación es, probablemente, la más parecida a la tuya. ¿Quiénes eran?, ¿cómo entendían su propia vida?, ¿qué les movió a preguntar a Jesús? Porque también es claro que a muchos de sus contemporáneos ni se les pasó por la cabeza preguntarle nada a Jesús; ni siquiera le conocían… Tal vez a ti te pase un poco lo mismo. ¿Cuántos jóvenes de tu edad no se han planteado siquiera la posibilidad de vivir una vida de la mano de Dios? Sin embargo, tú lo has pensado… ¿Puede entonces hablarse de personas predispuestas a la vocación? En realidad, toda persona humana es una llamada de Dios. Él nos ha llamado a la existencia y, en el caso de los creyentes, a la Iglesia. Y no solo eso, sino que, en algún momento de nuestra vida, nos parece que el mundo, la Iglesia, las personas con las que vivimos dependen de nosotros, de lo que hagamos o dejemos de hacer. No somos meros espectadores de la historia, sino protagonistas. Darse cuenta de eso es ya una llamada. Como cuando un amigo te propone implicarte en algo grande: es una llamada. También 9 es verdad que muchos viven hoy en día sin descubrirlo, permaneciendo ignorantes sobre la razón última de su vida y orientándose en ella solo según sus gustos, opiniones… o lo que vaya surgiendo. En este sentido, ¡claro que hay personas predispuestas a la vocación! Sois las que leeréis este libro; o sea, las que no os conformáis con vivir, como las plantas o los animales, sino que queréis vivir conscientemente, a fondo, hasta las últimas consecuencias. Como Andrés y como Juan. Por eso comenzamos hablando de ellos. Si algo caracteriza a estos dos jóvenes —y, en general, a todo corazón joven—, es la capacidad de soñar. El mundo parece pequeño, la vida parece ilimitada, nos vemos capaces de todo. Al mismo tiempo, la juventud es la edad del me cuesta, porque se está muy bien en casa, en el mundo seguro y pequeñito que conocemos, entre la gente que nos cuida, con veranos de tres meses… Nos apasiona la idea de lanzarnos a una aventura, y al mismo tiempo nos gustaría vivirla sin salir de casa. Por eso son tan oportunas las palabras del Papa Francisco: «Queridos jóvenes, no vinimos a este mundo a vegetar, a pasarla cómodamente, a hacer de la vida un sofá que nos adormezca; al contrario, hemos venido a otra cosa, a dejar una huella» (Discurso, 30-VII-2016). Nos recuerda, en definitiva, que solo si nos decidimos a soñar y a vivir nuestros sueños, nuestra vida habrá valido la pena. En el segundo capítulo intentaremos ayudarte a soñar, a soñar más, a soñar con los sueños de Dios, que es el más grande soñador. Porque Dios ha soñado con cada uno de nosotros, y fue eso lo que le llevó a crear el universo. De hecho, los santos son aquellas personas que han sintonizado con los sueños de Dios, se han atrevido a soñar de su mano y, así, han hecho también ellos un mundo mejor. Aquí es donde a todos nos gustaría saber exactamente qué nos propone Dios a cada uno. Y aquí es donde no hay una respuesta clara y distinta y válida para todos. Si es verdad que cada persona es una llamada de Dios, y que los sueños de Dios tienen que ver con nuestra propia capacidad de soñar, entonces es cada uno quien debe ponerse en marcha. Para que lo veas más claro, repasaremos la vida de seis santos y santas. Así se comprende mejor que cada historia es distinta y, al mismo tiempo, se aprenden actitudes que pueden servir para discernir y vivir la propia vocación. Ya sabemos que eso te va a saber a poco. Por eso hemos dedicado un capítulo, el cuarto, al misterio de la llamada personal de Jesús —como la que te dirige a ti—. Te damos ahí algunas sugerencias que pueden ayudarte a pensar quién es Jesús para ti, cómo encaras tu relación con Él… y cómo puedes vivirla para que, de verdad, la palabra vocación sea en tu vida —como en la vida de Juan y Andrés, o en la vida de cualquiera de los santos— un sinónimo de felicidad. Todo parte de un descubrimiento que no podemos hacer por ti: que Jesús quiere ser amigo tuyo, amigo de verdad, y quiere entablar, como buen amigo, un diálogo sincero y abierto, sin tapujos. Ese será el primer paso para que te vayas animando a soñar con ese mundo mejor en cuya configuración tú 10 puedes colaborar. Los sueños de los amigos suelen ir de la mano. También Jesús puede proponerte que soñéis juntos ese nuevo mundo. Pero ese sueño va a ser tan original y único, que solo tú serás capaz de reconocerlo. El último capítulo de este libro tiene que ver con una dimensión fundamental de nuestra vida, que por desgracia no está muy de moda. La cultura en la que vivimos nos dice que estamos en este mundo para triunfar, y que debemos hacerlo por nosotros mismos, sin la ayuda de nadie. Si no lo consigues, si pides ayuda, eres un fracasado, un deshecho, una persona de segunda categoría, que no ha sido capaz de hacer lo mínimo que se le pide a un ser humano. Esta es la idea que hay detrás de muchos personajes de película (o de serie), detrás de mucha publicidad, de muchos modelos que se nos presentan como ideales. Es ciertamente una idea atractiva. La única pega que tiene es que es falsa, y que nos lleva a perdernos lo mejor de la vida. Porque no hay nada mejor que apoyar a otra persona y sentirse apoyado por ella. No hay nada mejor que la experiencia de sentirse comprendido por otro. No hay nada mejor que la experiencia de haber ayudado, o de acoger la ayuda de otro. No hay nada mejor que la experiencia del perdón: el que damos y el que recibimos. Quien ha vivido alguna de estas experiencias sabe que no exageramos. Y todo esto es así porque, en realidad, no somos sujetos aislados, creadores de nuestra propia vida, sino personas. Y persona significa —ni más ni menos— relación. Nuestra vida nace en relación con alguien que nos da la vida, y se desarrolla en relación con muchas otras personas: familia, amigos, colegas de trabajo, hijos, nietos. Nuestra vida con Dios sigue la misma lógica: su Amor, su cercanía, su misión se experimentan a menudo en relación con otras personas. A eso dedicaremos el último —last but not least— de los capítulos del libro. De hecho, escribir un libro para otros, leer un libro escrito por otros, es ya una realización concreta de nuestro ser personal. * * * Tienes en tus manos un pequeño libro, y estás a punto de empezar. Como verás, no hemos querido reducirlo a una serie de mensajes de 140 caracteres, ni a un cómic con dibujos y esquemas varios. Tampoco es un libro excesivamente largo. Lo hemos escrito de tal manera, que la idea central emerja poco a poco a medida que avanzas en él. Una parte te llevará a otra. Al mismo tiempo, no hemos querido decir todo lo que se podría, ni siquiera la última palabra sobre la cuestión. Por eso, indicamos al final algunas otras lecturas que te pueden servir para ahondar en distintos aspectos relacionados con la llamada de Dios a la felicidad. Ahora te toca a ti decidir si quieres pasar de página y comenzar este camino. 11 Capítulo 1 Vivir despiertos ¿Quiénes eran Juan y Andrés? Los Evangelios no nos dan mucha información. Los tres primeros, por ejemplo, nos dicen solamente que eran vecinos de Cafarnaún y que eran pescadores. Seguramente se conocían, aunque eran de familias distintas. Andrés tenía un hermano, probablemente mayor, que se llamaba Simón y que estaba (o estuvo) casado. Juan, otro también mayor, que se llamaba Santiago; su padre vivía todavía y trabajaba con ellos. Siempre según los tres primeros Evangelios, estos cuatro recibieron de Jesús una llamada imperativa a ser «pescadores de hombres», casi sin preparación previa (cfr. Mc 1, 16-20). Les bastaba haber sido testigos de su primera predicación y de la pesca milagrosa (cfr. Lc 5, 1-11). Parece que aquello fue suficiente para que dejaran las redes «al instante» y se fueran con Él. Si leemos solo los tres primeros Evangelios,la fascinación por los primeros Apóstoles no deja de crecer. ¿Cómo fueron capaces de decidirse tan rápido y de modo tan radical? Y, sobre todo, ¿cómo fueron capaces de permanecer fieles a dicha decisión? Porque animarse después de un subidón como el de ser testigos de un milagro es una cosa, pero seguir con una misión durante toda la vida, en lugar de desinflarse enseguida… es otra cosa. Dos corazones jóvenes, llenos de deseos El cuarto Evangelio viene en nuestra ayuda, ofreciéndonos más pistas para comprender qué pasaba por el corazón de aquellos jóvenes pescadores. En él leemos que aquellos hombres se habían trasladado desde el mar de Galilea hasta orillas del río Jordán para escuchar a un predicador. Es decir, que personas con una vida resuelta (con trabajo y casa), se habían desplazado más de cien kilómetros, abandonando un auténtico 12 vergel (Galilea es uno de los parajes más bellos de Tierra Santa), para ir a vivir a un desierto desolado, ya en las cercanías del mar Muerto. Y todo para escuchar a un personaje singular. Se llamaba Juan, pero todos le llamaban «el Bautista» por su peculiar método pastoral. Vestía pobremente y se alimentaba aún más pobremente. Predicaba con palabras de fuego, como hacía siglos que no se oía en Israel. Proclamaba la necesidad de cambiar a fondo, para preparar una nueva acción de Dios que renovaría el mundo. Fustigaba duramente los vicios y las incoherencias de los que se creían buenos —¡la hipocresía!—, y exhortaba a todos a una conversión profunda, un cambio de vida que se manifestara en obras de penitencia. Todos le consideraban un profeta. Hoy diríamos que se trataba de un predicador cañero, muy cañero. Con todo, lo más peculiar no era su mensaje de conversión, sino el hecho de que anunciaba la llegada del Mesías. El Mesías era una figura central en la historia de Israel. Era el Salvador que Dios iba a enviar para restaurar a su Pueblo, para devolverle su grandeza y hacer que brillara de nuevo entre todos los pueblos del mundo. Hay que tener en cuenta que los judíos llevaban ya muchos siglos viviendo bajo el poder de reinos extranjeros. Al ser un país pequeño, había sido conquistado sucesivamente por cada uno de los grandes imperios de la antigüedad: babilonios, persas, griegos, romanos… La figura del Mesías era una promesa de libertad. Algunos lo veían como un libertador político. Otros sabían que la libertad que iba a traer era más profunda, pues tenía que ver con la remisión de los pecados y la posibilidad de vivir todo el bien que el corazón humano desea. En definitiva, el Mesías haría posible que los hombres —para empezar, los judíos— vivieran como el auténtico Pueblo de Dios. Viajar al desierto para escuchar un mensaje de este tipo indica, sin lugar a dudas, un corazón inquieto y probablemente insatisfecho: un corazón en búsqueda. Juan y Andrés soñaban con un mundo mejor. Al mismo tiempo, es señal también de un corazón que sabe dónde debe buscar. Aquellos jóvenes tenían claro que, en último término, la respuesta a sus inquietudes estaba solo en Dios, en lo que Él puede hacer por los hombres. Son, como luego dirá Jesús a propósito de otro joven apóstol, «verdaderos israelitas», hijos de un Pueblo que sabe que Dios no se cansa de perdonar, sino que ofrece siempre de nuevo su perdón y su promesa de salvación. Por eso fueron al desierto; por eso acogieron con entusiasmo una predicación tan cañera como la de Juan el Bautista; y, sobre todo, por eso permanecieron junto a él, convirtiéndose en discípulos suyos. En su invitación a la conversión y en su convencimiento de la inminente llegada del Mesías, encontraron una primera respuesta a sus inquietudes. Querían ser transmisores de ese mismo mensaje de renovación y de esperanza. Un mundo nuevo era posible, y ellos querían ser «protagonistas del cambio». 13 Dos corazones muy distintos… y con defectos Aunque tenían muchas cosas en común, Juan y Andrés eran muy distintos entre sí. Andrés aparece en los Evangelios como una persona cordial y resolutiva. Es el que encuentra al muchacho de los panes y los peces que servirán para el milagro de Jesús (cfr. Jn 6, 8) y el que presenta a Jesús a un grupo de griegos que quieren verle (cfr. Jn 12, 22). Juan, en cambio, era todo un carácter: es él quien acude a su madre para pedirle al Maestro que les conceda, a él y a su hermano Santiago, el primer lugar en el Reino de los Cielos (cfr. Mt 20, 21-22), y es él también quien, cuando en un pueblo no quieren darles alojamiento, le propone a Jesús que envíe fuego del cielo para destruirlo (cfr. Lc 9, 54). ¡Con razón le apodó Jesús «hijo del trueno»! Lo que podemos concluir de todo esto es que la diversidad de caracteres, incluso la evidente imperfección de la propia personalidad, no impide seguir a Jesús. No impide tampoco llegar a ser sus mejores amigos. No impide, incluso, llegar a ser sus apóstoles, llamados a llevar su luz y su calor al mundo entero. Juan, el del carácter más intransigente e impetuoso, acabará siendo el «discípulo amado», que recordará hasta el final de sus días la importancia de amarnos unos a otros como Cristo nos amó. Lo importante no es cómo somos ahora, sino que nuestro corazón tenga sed de plenitud y comprenda que debe buscarla en Dios, porque solo Él puede saciarla. Eso basta para que todo comience. ¿Y para que continúe? Andrés y Juan nos enseñan también la importancia de perder el miedo a tomar decisiones. Los deseos, incluso los más auténticos y genuinos, se evaporan cuando no encuentran modo de ponerse en práctica. Ellos decidieron salir de Galilea e ir al Jordán; decidieron permanecer junto al Bautista en vez de contentarse (como la mayoría) con escucharle y recibir su bautismo; y, sobre todo, decidieron hacer caso a su sorprendente indicación «—Este es el Cordero de Dios» (Jn 1, 36), preguntar a Jesús «—Maestro, ¿dónde vives?» (Jn 1, 38) y aceptar su invitación de acompañarle a su casa «—Venid y veréis» (Jn 1, 39). En definitiva, atreverse a tomar decisiones, las necesarias para dar rienda suelta a las propias inquietudes, es la llave para que Dios pueda entrar en la propia vida y saciar, al fin, los deseos hasta entonces insatisfechos de nuestro corazón. ¿Quedan personas así? La pregunta es pertinente. Está muy bien leer el Evangelio, contemplar a los apóstoles… pero es muy distinto pensar que en pleno siglo XXI podamos aún ser como ellos. A fin de cuentas, entre la vida de Andrés y de Juan y la nuestra han pasado dos mil años. Es verdad que los cristianos escuchamos la proclamación del Evangelio cada vez 14 que vamos a Misa y, si procuramos dedicar un tiempo de nuestra vida a la oración, seguramente lo hemos meditado también por nuestra cuenta. Pero a lo mejor, mirando nuestras vidas, nos parece que ahora las cosas son mucho más difíciles. Y no es ninguna exageración. Así es; en las últimas décadas la vida —desde luego, la de los jóvenes— se ha complicado mucho. Andrés y Juan no vivieron sometidos a la tiranía de los exámenes, a la angustia de tener que elegir una carrera, de acertar con el máster posterior y de encontrar un trabajo que no sea una explotación encubierta a cambio de muy poco dinero… Por no hablar de la imperiosa necesidad de dominar varios idiomas, de destacar en algún deporte y de lograr un buen número de likes cada vez que colgamos algo en la red social de turno. Con tantas y tan importantes cosas por conseguir, ¿queda tiempo y espacio en el corazón para inquietudes que tengan que ver con Dios? Si preguntamos a las encuestas, la respuesta es netamente «NO». Tanto los sociólogos como los filósofos, que se dedican a la observación de la realidad desde distintos ángulos, han señalado que los jóvenes están en nuestro tiempo profundamente marcados por tres experiencias consecutivas (que acaban por darse todas a la vez). Veámoslas con algo de detalle. La primera es la experiencia del cansancio. Se trata de la consecuencia no deseada de una educación que busca, sobre todo, el rendimiento y la máxima capacitación a todos los niveles. Una educación cuyo objetivoes que lleguemos a ser, en el mayor número de campos posible, triunfadores. Para ello, desde la más tierna infancia es preciso completar la formación recibida en el colegio con un enorme abanico de actividades extraescolares, aprovechar las vacaciones para aprender idiomas, hacer prácticas o iniciarse en la experiencia laboral (cuando se está en la Universidad) y, siempre, tener la vista fija en la «nota de corte». El resultado que vemos ya es el de jóvenes cansados, agotados. Desde pequeños han vivido abocados a un esfuerzo continuo y cada vez más exigente para lograr situarse en un lugar de relieve dentro del enorme mecanismo de nuestra sociedad globalizada. A menudo terminan exhaustos antes de llegar a la meta. Con razón se ha podido afirmar que la «sociedad del rendimiento» conduce irremisiblemente a la «sociedad del cansancio». La experiencia del fracaso es consecuencia de la anterior. No todos podemos ser un superhéroe de Marvel, por mucho que nos empeñemos: ni un campeón en el deporte, ni un éxito en el mundo del espectáculo. Tampoco el expediente más brillante de la clase. Ni la reina (o el rey) de las fiestas. Con el tremendo agravante de que, a la hiperpreparación en lo profesional, corresponde habitualmente una nula educación en lo afectivo y en lo social. De este modo, los jóvenes quedan a menudo expuestos (¡condenados!) a experiencias muy dolorosas en aquello que valoran más: la amistad, el amor… ¡Cuánto sufrimiento desde la adolescencia en este terreno! ¡Cuánta dificultad 15 para encontrar una ayuda adecuada! «¿Por qué estoy sufriendo tanto, si hice lo que de verdad sentía?». «¿Por qué me encuentro tan sola, sin nadie a quien de verdad le importe?». El aislamiento que muchos jóvenes experimentan agrava aún más la situación. Problemas que podrían resolverse hablando con alguien que tenga un poco más de experiencia se convierten en auténticos dramas sin solución. Pero ya se sabe: hay que ser capaz de arreglar la propia vida sin ayuda: «¿Cómo voy a convertirme en una carga para otros?». Como mucho puedo buscar un tutorial, o un chat donde me resuelvan las dudas… Tal vez sin saber exactamente por qué, experimentamos una enorme dificultad de acudir a otras personas, de carne y hueso, con rostro y mirada. Y sin embargo es la única manera de superar el cansancio y el fracaso y las mil dificultades y retos que tendremos que afrontar en nuestra vida. Como veremos más adelante, en el capítulo quinto, es un punto esencial de nuestro mismo ser personal. El fracaso puede tener efectos secundarios: el más grave de todos, renunciar a los sueños, a los ideales. La fábula de la zorra y las uvas puede acabar haciéndose verdad, una vez más, en nuestra generación: «Como no consigo eso que me parece tan atractivo, tan hermoso, tan lleno de vida… entonces es que eso tampoco es tan importante». En un corazón herido por los fracasos en el amor y en la consecución de los sueños más grandes, se insinúa siempre la posibilidad de rendirse y de caer en el cinismo. Así, por ejemplo, como no podemos amar para siempre, nos contentamos con relaciones esporádicas («El romanticismo está muy bien para las pelis, pero, chica, la vida no es de color de rosa»); como no podemos confiar en los amigos, damos ese apelativo a cualquiera que nos entretenga durante un rato («He llegado ya a tener dos mil ochocientos amigos… ¡brutal!»); como no podemos encontrar un apoyo firme en esos amigos, decimos que en realidad somos todos egoístas («¿Amigos que den su vida por ti?, ¡eso no existe!»), etc. Se nos van colando esas ideas cargadas de un cruel sarcasmo, y cambiamos nuestros ideales por una risotada amarga. Amarga, porque, en el fondo, nuestro corazón sí cree en el amor, en la amistad, en la generosidad. Se llega así, finalmente, a la experiencia de la ligereza como la mejor (¿o la única?) alternativa para combatir el cansancio y el cinismo causados por el fracaso. Lo mejor es no dar demasiada importancia a nada. No soñar demasiado con una vida mejor. No aspirar a nada más que a sensaciones intensas, nuevas, que nos aparten de la insatisfacción de fondo. Se trabaja para descansar y se descansa para no pensar. En la satisfacción material (sensaciones, experiencias, vibes) se espera encontrar la tranquilidad para lo espiritual. Para quien vive en el mundo de la ligereza, las inquietudes de cualquier tipo son un peligro. «¿Es posible mejorar el mundo en que vivimos?». «¿Existe aún el amor verdadero?». «¿Puedo aspirar a ser feliz?». Preguntas como estas aparecen como 16 enemigos del precario equilibrio que ofrece la vida ligera. Ya se sabe: Carpe diem!, vive y deja vivir… Finalmente se habría encontrado un modo de resolver las dudas y las inquietudes: el de negarse sencillamente a prestarles atención, por considerarlas ilegítimas, enemigas del único estilo de vida posible y apetecible. ¿Y qué sucede cuando todas esas preguntas se cuelan —porque tarde o temprano se cuelan— en nuestra mente? Muy sencillo. Basta una frase. Tres palabras mágicas: «No te rayes». ¡Se puede vivir de otro modo! Hace no tantos años, san Juan Pablo II se preguntaba: «¿Qué es la juventud?», para responder enseguida: «No es solamente un período de la vida correspondiente a un determinado número de años, sino que es, a la vez, un tiempo dado por la Providencia a cada hombre, tiempo que se le ha dado como tarea, durante el cual busca, como el joven del Evangelio, la respuesta a los interrogantes fundamentales; no solo el sentido de la vida, sino también un plan concreto para comenzar a construir su vida. Esta es la característica esencial de la juventud» (Cruzando el umbral de la esperanza, p. 131). Qué distinto este cuadro que trazaba el Papa, de aquel que nos presentan hoy filósofos y sociólogos. Si estos tienen razón, habríamos pasado del joven que se pregunta, busca respuestas y se traza planes, al joven anestesiado y cínico, que considera la juventud como la mejor etapa de la vida por ser la de mayor libertad con menor responsabilidad. La época en la que uno puede dedicar el mayor número de horas a la pura diversión, sin que esto tenga consecuencias (inmediatamente) graves. Entonces, si este cambio se ha producido, ¿qué ha pasado con Dios en esta historia? ¿Tiene algo que ver con el cansancio, con el fracaso y la ligereza? ¿Es el culpable, o es un mero espectador? ¿Tiene algo que decir al respecto? Para muchos, estas preguntas carecen de sentido. Sin embargo, si estás leyendo este libro, es muy probable que para ti sí que lo tengan. Es más, seguramente te has preguntado alguna vez qué tiene que ver Dios con tus cansancios, tus fracasos o tu estilo de vida, quizá un poco superficial. Si Él existe realmente, si es omnipotente, ¿por qué permite que vivamos estas experiencias? En realidad, el curso de la historia no es simplemente el desarrollo de un plan perfectamente trazado por Dios, como si se tratara de una representación de marionetas. Precisamente por las características del mundo que Él creó, lo que sucede tiene mucho que ver con la libertad de las personas, con el misterio del mal y con la gracia de Dios. Al mismo tiempo, puesto que no le somos indiferentes, ha querido permanecer junto a nosotros y nos sigue ofreciendo su enorme poder transformador. Así, en las circunstancias actuales, frente a las experiencias del cansancio, el fracaso y la ligereza, Él nos abre a otras muy distintas. En primer lugar, la experiencia de la aceptación, que me permite amarme como soy, 17 sin que me agoten mis propios límites, mis fracasos, mis pecados. En un mundo en el que se me juzga por lo que logro, Dios me ama por quien soy: porque soy hijo suyo. Como señaló el Papa Francisco, la de no aceptarse es «una gran tentación, que no solo tiene que ver con la autoestima, sino que afecta también a la fe. Porque la fe nos dice que somos “hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3, 1)». Por eso, «no aceptarse, vivir descontentos y pensar en negativo significa no reconocer nuestra identidad más auténtica: es como darse la vuelta cuando Dios quiere fijar susojos en mí; significa querer impedir que se cumpla su sueño en mí. Dios nos ama tal como somos, y no hay pecado, defecto o error que lo haga cambiar de idea» (Homilía, 31-VII-2016). En segundo lugar, la experiencia del perdón, que transforma los propios fracasos en la alegría de saberse amado y restaurado en la propia debilidad. El Evangelio está lleno de enseñanzas de Jesús en este sentido: desde la parábola del hijo pródigo a su actitud compasiva ante la mujer adúltera. Los ancianos del pueblo acuden a Jesús con la intención de apedrearla delante de todos. Ha sido «sorprendida en flagrante adulterio» (Jn 8, 4). Quizá la presentan a Jesús tal como la han encontrado, apenas cubiertas por unas sábanas. Jesús no se escandaliza ni se lleva las manos a la cabeza. Se pone a escribir en la tierra y les hace pensar en sus propias vidas: «—El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero» (Jn 8, 7). Ninguno lo hace. Se van retirando uno a uno, «comenzando por los más viejos» (Jn 8, 9). Por fin, Jesús levanta la mirada hacia la mujer. Seguramente le dirigió una serena sonrisa, de auténtica compasión. Le hizo ver que, por encima de todas sus malas acciones, era una mujer con una dignidad y un valor inmensos. No solo le ofreció el perdón de Dios, sino que además abrió ante sus ojos un futuro lleno de esperanza: «—Vete y a partir de ahora no peques más» (Jn 8, 11). La experiencia de aquella mujer puede ser la nuestra. «Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. (…) El problema es que nosotros nos cansamos, no queremos, nos cansamos de pedir perdón» (Papa Francisco, Ángelus, 17-III-2013). Y nos cansamos, tal vez, porque no logramos descubrir la maravilla de ser perdonados por quien más nos quiere. Finalmente, la experiencia de la grandeza, primero en los sueños y luego en la realidad de nuestra propia vida. Esta experiencia es consecuencia de la confianza en un Dios, amigo del hombre, que nos capacita para misiones de entrega y de amor verdadero. De nuevo basta abrir el Evangelio para ver la transformación que se produce en la vida de los apóstoles. Aunque tantas veces desesperaran un poco a su Maestro y Señor con sus luchas por sobresalir, o incluso cobardemente le negaran, fueron capaces de dar la vida por Él. Hombres muy pequeños fueron capaces de cosas muy grandes. Y no porque lograran grandes resultados, sino porque su vida miraba a un horizonte inmenso. «El cristianismo», escribió san Ignacio de Antioquía, poco después de la muerte de los primeros apóstoles, «no es obra de persuasión, sino de grandeza» (Carta a los Romanos). Eso mismo estamos llamados a experimentar nosotros. 18 * * * Al vivir de nuevo estas experiencias, un joven del siglo XXI puede seguir siendo como Andrés y Juan. En los tres casos se trata de experiencias originarias, puesto que ponen de manifiesto nuestra verdad más profunda, nuestro origen: ¡que somos hijos de Dios! Y lo somos aunque fallemos, aunque pensemos que no estamos a la altura. Como escribió san Juan Pablo II, tal relación no puede «ser alienada, ni destruida por ningún comportamiento» (Dives in Misericordia, n. 5). La certeza del amor incondicional de nuestro Padre Dios es el mejor fundamento para nuestra existencia. «En los años que llevo como Obispo», decía el Papa Francisco, «he aprendido una cosa —he aprendido muchas, pero una quiero decirla ahora—: no hay nada más hermoso que contemplar las ganas, la entrega, la pasión y la energía con que muchos jóvenes viven la vida. Esto es hermoso, y, ¿de dónde viene esta belleza? Cuando Jesús toca el corazón de un joven, de una joven, este es capaz de actos verdaderamente grandiosos. Es estimulante escucharlos, compartir sus sueños, sus interrogantes y sus ganas de rebelarse contra todos aquellos que dicen que las cosas no pueden cambiar». (Discurso, 28-VII- 2016). Las experiencias del cansancio, del fracaso y de la ligereza no tienen la última palabra. No la tendrán, con tal de que encontremos a Jesús y aprendamos a confiar en la gracia y el poder de Dios, con tal de que aprendamos a vivir como hijos suyos. Pero… ¿por qué yo? Juan y Andrés eran solo dos entre los muchos jóvenes que habitaban Cafarnaún en los años en que Juan el Bautista comenzó a predicar a orillas del Jordán. Pero solo de ellos y de algunos más de su misma ciudad o de pueblos vecinos (Pedro, Felipe y Natanael) se nos dice que fueron al desierto de Judea. Solo a ellos y a unos pocos más (hasta doce) eligió luego Jesús para ser sus Apóstoles. Está claro que la pregunta a estas alturas del capítulo no puede ser otra: «Y ¿yo podría ser como Juan y Andrés? ¿Podría considerarme un candidato a escuchar la voz de Dios, a que me abra horizontes imprevistos de amor, a que me invite a colaborar con Él de un modo determinado en su sueño de llevar a los hombres el amor de su Padre Dios, la liberación de sus pecados y esclavitudes?». Hacerse estas preguntas, así, sin anestesia, puede dar un poco de miedo. Suena a complicación. A veces, en una situación como esta, preferimos mirar a alrededor y pensar: «¿Por qué precisamente yo?». Pero este planteamiento está viciado desde su raíz. Es la típica reacción de un corazón que está adormilado, o que sospecha. Sí, incluso el corazón de un joven puede estar adormilado. Cuando eso sucede, los interrogantes e ilusiones están como apagados, aplastados por una modorra paralizante. Hay corazones 19 jóvenes que son ya viejos. Sueñan solo con estar sentados en un paseo marítimo tomándose un algo. Sueñan con una jubilación anticipada. A veces es pura mundanidad; otras veces es miedo: miedo a todo lo que uno mismo no pueda controlar. Sin embargo, si una persona joven no hace violencia a su corazón, y consigue evitar que las satisfacciones puramente mundanas lo anestesien y empachen, entonces el corazón vuelve a latir. Se atreve a soñar de nuevo, a hacerse preguntas, a buscar. ¿Cómo podemos sacudirnos de encima la modorra? A menudo basta tomarse un poco más en serio durante un tiempo nuestra vida cristiana; o escuchar un testimonio auténtico e impactante de alguna persona; o quedar conmovido ante una situación determinada de dolor o de entrega; o atreverse a pensar sobre la propia vida o la de los demás… Entonces nuestro corazón nos demuestra que, aunque nos asuste un poco, no es tan distinto al que tenían Juan y Andrés. Más peligrosa que el adormecimiento es la sospecha. En realidad, es la tentación más antigua, la primera que aparece en la Biblia (cfr. Gn 3, 1-6). Cuando Adán y Eva se encuentran en el jardín del Edén, el diablo se les aparece en forma de serpiente para tentarles. No les ofrece dinero ni placeres: no los necesitan. Solamente les sugiere: «— ¿Es verdad que Dios os prohíbe muchas cosas?». Al principio Adán y Eva parecen muy seguros: «—No, casi no nos prohíbe nada. Solo nos ha pedido que no comamos de estos dos árboles». Pero al diablo le basta que empecemos a hablar con él para introducir el veneno de la sospecha en nuestros corazones: «—Ah, os ha prohibido comer de esos árboles… Claro, eso es porque no quiere que seáis más poderosos… Porque si coméis de esos árboles, seréis como dioses». Ya sabemos cómo termina la historia: la sospecha es capaz de arruinar el amor más original, el más puro. Aunque sea una cita un poco larga, vale la pena leer con atención cómo explicaba Benedicto XVI aquel pecado de nuestros primeros padres: «¿Cuál es el cuadro que se nos presenta en esta página? El hombre no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita nuestra libertad, y que solo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado; es decir, que solo de este modo podemos realizar plenamente nuestra libertad… Si reflexionamos sinceramente sobre nosotros mismos y sobre nuestra historia, debemos decir que con este relato no solo se describe la historia del inicio, sino también la historia de todos los tiempos, y que todos llevamos dentro de nosotros una gota del veneno de ese modode pensar reflejado en las imágenes del libro del Génesis. Esta gota de veneno la llamamos pecado original» (Homilía, 8-XII-2005). La primera tentación, el origen de todo pecado, consiste en sospechar de Dios, en pensar que Él quiere entrar en nuestra vida para arruinarla y convertirnos en esclavos. Y, como consecuencia, sospechar de los demás, sobre todo de los que intuimos que van a estar de parte de Dios. No debe extrañarnos encontrar esos sentimientos en nosotros mismos. Sencillamente debe servirnos para sacudírnoslos de encima. En resumen, la pregunta «¿Por qué precisamente yo?» es una consecuencia comprensible de la sospecha y del adormecimiento del corazón, a los que estamos 20 sometidos en este mundo. Por eso, a lo mejor, lo primero sea atreverse a cambiarla por esta otra: «Y ¿por qué no yo?». Y ¿por qué no yo? A diferencia de la anterior, esta pregunta nace del deseo y del aprecio de uno mismo. Primero nace del deseo, pues estimula nuestro deseo de felicidad, de amor y de colaborar en la tarea de mejorar el mundo en que vivimos. Plantearnos así la cuestión presupone que consideramos la amistad con Cristo y lo que Él puede ofrecernos como algo bueno, como algo deseable. Para Andrés y Juan, encontrarse con Jesús no fue un fastidio: fue el punto final de una búsqueda afanosa… y la primera página de una vida apasionante y fecunda. Nace también del aprecio a uno mismo, en cuanto de verdad creemos que nuestra vida puede servir para algo grande. Que Dios pueda contar conmigo para su plan de libertad y de amor es un proyecto que está muy por encima de mis posibilidades. Sin embargo, eso no me aplasta ni me atemoriza, sino que me estimula. No quiero perder mi vida, ni gastarla inútilmente, ni vivirla a medio gas, sino precisamente dedicarla por entero a algo que de verdad valga la pena. Cuando sea viejo, no quiero estar en un paseo marítimo tomándome un algo: me gustaría seguir ayudando a mucha gente, de la manera que me parece más atractiva (en cada persona esa manera es única, original). Y quisiera también mirar atrás y pensar: «Verdaderamente he vivido una vida maravillosa». Por eso precisamente no quiero autoexcluirme, sino incluirme en el mayor proyecto que ahora mismo se está realizando en nuestro planeta: el de la libertad más plena de los hombres. Como el que busca colarse en la fiesta del verano, porque ni de broma se la quiere perder. Lo mismo sucede con los planes de Dios: no me los quiero perder, ni de broma. «¿Por qué precisamente yo?»; «Y ¿por qué no yo?». Lo más probable es que te encuentres oscilando entre las dos preguntas. Al fin y al cabo, desprenderse de esa «gota de veneno» que es el pecado original no es tan fácil. Y por jóvenes que seamos, también somos un poco comodones y nos encanta la ley del mínimo esfuerzo. Quizá por eso nos sentimos tan bien comprendidos y retratados por el Papa Francisco cuando nos invita a no ser «cristianos de sofá» y cuando nos recuerda que «no vinimos a este mundo a vegetar»… (cfr. Discurso, 30-VII-2016). Al final, decantarte por una pregunta o por la otra depende de ti. Si quieres inclinarte cada vez más por la segunda, si te atrae la idea de ilusionarte de verdad con la (posible) grandeza de tu vida, hay una certeza que has de grabar a fuego en tu corazón y tres actitudes que puedes empezar a cultivar desde ahora. Vamos a repasarlas, aunque sea muy brevemente. Para disfrutar de una libertad que aspira a la grandeza, necesitas antes que nada 21 grabar a fuego en tu corazón una certeza: que no estamos solos. Es la verdad fundamental que Jesucristo vino a descubrirnos: que Dios nos ama, que sabe lo que hay en nuestro corazón (y cómo es ese corazón), que nos da su gracia y nos invita a su compañía, que de verdad le importamos, y que, en la aventura de hacer algo grande con nuestra vida, Dios no quiere ser un mero espectador, sino protagonista. Es una certeza fundamental, que nos permite sustituir poco a poco la sospecha por la confianza. Confianza en Dios y en tantas personas que, de un modo u otro, encontramos en el camino de la vida y pueden ser de gran ayuda para que seamos capaces de afrontar y culminar sueños y proyectos grandes. Es fácil comprender que esta certeza es un don de Dios. Por eso, lo primero que está en nuestra mano es pedirlo. Jesús mismo se lo dijo en una ocasión a una mujer samaritana: «—Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva» (Jn 4, 10). Solo si estamos cerca de Dios, le perdemos el miedo. En la oración, en la santa Misa y en la confesión, en el servicio a quienes más lo necesitan. Poco a poco, nos llenará de su don, y podremos verle con la misma admiración y el mismo deseo que llenaba los corazones de Juan y de Andrés. Como ellos, descubriremos el sentido último de nuestra vida y lo abrazaremos entusiasmados. Junto con la certeza en la cercanía de Dios, hay que cultivar tres actitudes. La primera es la capacidad de tomar decisiones. Suena a perogrullada, pero la vida es… ¡para vivirla! Y eso exige movimiento, decisiones y una constante fidelidad a tu propia libertad. Es verdad que para aprender a decidir hay que empezar por pensar. Cuando decimos que nos rayamos, estamos reconociendo que no sabemos pensar; que, ante un problema o una situación complicada, nuestro pensamiento se ve incapaz de encontrar una solución o, al menos, un adecuado «protocolo de actuación». Los griegos describían esa experiencia como estar en aporía, o sea, sin salida, como alguien que está en un camino y llega a un punto en que no puede avanzar. Quien se raya queda paralizado. A menudo, se lanza a hablar con multitud de personas, pero al final sigue sumido en la propia indecisión, o sencillamente deja que otro decida por él. Y, sin embargo, ¡es tan importante ser uno mismo quien decida! Solo quien tiene el valor de hacerlo puede equivocarse y, por tanto, puede aprender a gestionar sus errores sin que le hundan o le rayen todavía más. Pero, sobre todo, solo quien decide se hace dueño de su propia vida, se ilusiona con ella y busca invertirla en algo que merezca la pena. Entre otras cosas, porque empieza a saber lo que cuesta la vida de un ser libre… y las muchas potencialidades que encierra. La segunda actitud que puedes cultivar es la capacidad de darte a los demás. Pensar en los demás aumenta las pulsaciones del corazón: lo despierta. Y, una vez despierto, no le deja volverse a dormir. ¿No te convence? Busca la historia de Madre Teresa de 22 Calcuta, o de cualquier persona que te parezca que haya vivido verdaderamente para los otros. Mira a ver qué dice de su propia vida. Busca algo sobre la vida de María de Villota, una chica de Madrid que ha vivido el mismo mundo que nosotros. Llegó a ser piloto de Fórmula 1 —¡era su sueño!—, hasta que un dramático accidente la apartó de la competición. De un modo inesperado, descubrió que su nueva situación le permitía preocuparse de los demás, atender enfermos y a otras personas que sufrían, hasta que se abrió ante sus ojos un panorama inmenso: «Es muy bonito, porque tengo el pulso cogido a mucha gente que lo necesita. Y, aunque duele, es la forma más bonita de estar vivo» (entrevista en ¿Por qué sonríes siempre?, 37). Mirar más allá del propio ombligo, levantar la vista y ver que la propia vida puede aliviar en algo el sufrimiento de otros, pensar que cada uno de nosotros somos importantes para muchas personas. Todos estos son descubrimientos que nos permiten vivir más intensamente. Finalmente, y sobre todo, necesitas cultivar la capacidad de soñar. No en el sentido de tumbarte y empezar a imaginar batallas y victorias, bailes y recepciones de gala. Soñar en el sentido de proyectar tu vida hacia el futuro, de considerar todo el bien y la belleza que te gustaría alcanzar. Verte dentro de unos años (¡y ahora mismo!) como alguien que puede hacer felices a los demás y que puede ser feliz con ellos. Verte como alguien capaz de tolerar la frustración de que haya cosas que no salgan a la primera (o que quizáno salgan nunca), sin perder la sonrisa y las ganas de seguir adelante. En fin, como alguien que no teme tener sueños distintos a los de la gente, y que pone los medios necesarios para convertirlos en proyectos y hacerlos realidad. Cultivar esta capacidad te dará vida, entusiasmo y un sentido intenso de libertad, porque, como afirma un poeta italiano, «la libertad nos permite soñar y los sueños son la sangre de nuestra vida» (A. D’Avenia, Blanca como la nieve, roja como la sangre). * * * De entre estos últimos puntos que acabamos de repasar, la capacidad de soñar merece un desarrollo. Hablar de vocación o de llamada de Dios tiene mucho que ver con los sueños. Por una parte, con nuestros propios sueños, con nuestra insatisfacción, con nuestra aspiración a una realidad mejor. Por otra parte, con los sueños de Dios. Sí, también Él sueña. Soñó con nosotros, antes de crearnos. Soñó con nuestro amor. El de los cristianos es un Dios de sueños. Y por eso Él es el primer interesado en que nosotros desarrollemos también la capacidad de soñar. 23 Capítulo 2 ¡Soñar! ¿Qué distingue a un joven de un viejo? ¿La edad? ¿Las arrugas y las canas? No es eso: hay personas que con 80 años permanecen jóvenes, y otras que con 20 son ya ancianos decrépitos. Quizá tenga razón aquel poeta que se preguntaba: «¿Qué es verdaderamente ser viejo? ¿Y qué es ser joven? Joven, cuando predomina el futuro; viejo, cuando el pasado prevalece» (Novalis, Fragmentos). Para un viejo no hay futuro: el mundo está fatal y no tiene remedio, por eso él prefiere vivir encerrado en su mundo, habitualmente pasado. Para un corazón joven, en cambio, el mundo puede estar mal, pero tiene solución. El viejo vive de ensoñaciones y placeres pequeños; su máxima felicidad es estar tranquilo, a gustito. El joven vive de sueños que le dan fuerza para ponerse en camino y luchar por un mundo mejor. En este capítulo vamos a tratar de la capacidad que tenemos los seres humanos de no conformarnos con la realidad que vivimos. El Papa Francisco la presentaba en su visita a Cuba como algo fundamental: «En la objetividad de la vida tiene que entrar la capacidad de soñar. Y un joven que no es capaz de soñar está clausurado en sí mismo, está cerrado en sí mismo». Con un fuerte acento argentino, seguía: «Cada uno a veces sueña cosas que nunca van a suceder, pero soñalas, desealas, buscá horizontes, abrite, abrite a cosas grandes». Ese es el deseo que late en el fondo de un corazón joven. A veces los reveses, los fracasos, las dificultades nos llevan a cerrarnos en nosotros mismos, a no preocuparnos más que de estar bien. Sin embargo, eso no apaga nuestra sed. Por eso, concluía el Papa: «Abrite y soñá. Soñá que el mundo con vos puede ser distinto. Soñá que, si vos ponés lo mejor de vos, vas a ayudar a que ese mundo sea distinto. No se olviden, sueñen» (Discurso, 20-IX-2015). Al dirigir estas palabras a los jóvenes cubanos, Francisco sabía a quién estaba hablando. Sabía que su realidad no es sencilla; sabía que no es en absoluto fácil de 24 cambiar. Y sin embargo les animó a soñar. Tal vez porque, «solo cuando el hombre tiene fe en lograr algo que está por encima de sus posibilidades —eso es un sueño—, la humanidad da los pasos que la ayudan a creer en sí misma» (A. D’Avenia, Blanca como la nieve, roja como la sangre). ¿Y Dios? ¿Qué pinta Dios en todo esto? A veces nos parece que a Él no termina de gustarle eso de que soñemos. Según la idea que nos hemos hecho, nos parece que Dios prefiere que nos limitemos a obedecer a lo que ha dispuesto. Los sueños no harían más que distorsionar sus planes… Pero ¿es así? Si nos ha hecho libres, y los sueños son precisamente como la sangre de la libertad, ¿no es, más bien, que Dios ama nuestros sueños? Si somos capaces de soñar con algo que está por encima de nuestras posibilidades, ¿no es precisamente porque Dios mismo ha puesto esos sueños en nuestro corazón? Dios —el Dios de los cristianos— ama los sueños, y nos propone que soñemos a lo grande y no nos desanimemos jamás, pase lo que pase. Él mismo soñó con nosotros al crearnos, y nos puso en el mundo dejando en nuestras manos sus propios sueños, para que los hagamos crecer juntos. ¿Cuáles son esos sueños? La Biblia recoge al menos tres… Transformar el mundo Imagínate que cada persona se levantara por la mañana y se preguntara: «Hoy, ¿tengo algo grande que hacer?». A juzgar por la cara que pone la gente de camino al trabajo, parece que muy pocos tendrían una respuesta afirmativa. Van a clase deseando que terminen las clases; a trabajar, esperando el fin de semana; a cumplir con la actividad a la que dedican más horas a la semana, sin ningún tipo de entusiasmo. Un poco como aquella profesora universitaria que decía a sus alumnos: «Dios condenó al hombre a trabajar, no a trabajar sufriendo». Se ve que no había leído la Sagrada Escritura: ¡Dios no condenó al hombre a trabajar! ¿Entonces…? El Génesis es el primer libro de la Biblia. Sus primeros capítulos narran, con un lenguaje simbólico, el origen del mundo y de la vida humana. Son mucho más que un cuentecillo, pues revelan algunos elementos esenciales sobre Dios, el hombre y la realidad en que vivimos. En el primer capítulo, por ejemplo, se lee que Dios mismo dedicó seis días a completar el cielo y la tierra. Trabajó seis días y el séptimo día descansó. ¿Cómo podía maldecir el trabajo un Dios que trabaja? El segundo capítulo vuelve a contar la misma historia, pero desde otro punto de vista. Aquí vemos a Dios creando el jardín del Edén con sus cuatro ríos, sus árboles de todo tipo… hasta llegar al primer ser humano. El Señor le da vida, lo pone en ese jardín y le da un mandamiento. ¿Cuál? Antes de seguir leyendo, intenta contestar tú a la pregunta. ¿Cuál es el primer mandamiento que, según la Biblia, Dios da al hombre? Más de uno y 25 más de una contestan con el famoso: «Del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día que comas de él, morirás» (Gn 2, 17). A lo que habitualmente se añade: «Ya estamos, prohibiendo…». Pero es que no es ese el primer mandamiento. Dios no puso al hombre en el Jardín del Edén sin más, como si no le importara lo que hiciera, o como si fuera un animalito más, o un niño pequeño: «Quédate ahí… ¡y sobre todo no toques mi árbol!». Eso no es más que una versión simplista y muy pobre de la realidad. Lo que dice la Biblia es que «el Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén para que lo trabajara y lo guardara» (Gn 2, 15). El jardín que Él mismo había terminado, el que le gustaba mirar y contemplar con cariño porque era «muy bueno», lo deja en manos del hombre para que sea él quien lo guarde y lo trabaje y lo lleve a su plenitud. Dios soñó con que fueran sus criaturas las que terminaran la obra de la Creación. Y por eso la dejó en nuestras manos. Así pues, cada vez que nos ponemos a trabajar, estamos cuidando y mejorando el mundo que Dios creó bueno. Él quiere contar con cada uno de nosotros —contigo— para terminar su propia obra. ¿No te parece eso algo grande por lo que vale la pena levantarse cada mañana? Desde luego, nos permite mirar nuestro trabajo diario con otros ojos. Sobre el trabajo como un sueño de Dios se pueden considerar tres aspectos. Quizá el más evidente es que el trabajo mejora el mundo, convirtiéndolo en el lugar que los hombres habitan. Esa es la diferencia entre una selva y un jardín, o entre un barracón y un hogar: el trabajo que lo humaniza. En otras palabras, gracias al trabajo el mundo se convierte en lugar propio del hombre, en su hogar. No se trata solamente de una cuestión material —ordenar la habitación, limpiar la casa o la ciudad, etc.—, sino que afecta también a dimensiones más profundas. Todos los días nos enteramos de noticias que nos rebelan: formas de injusticia, de abuso; la demagogia de unos y las estratagemas de otros; imágenes de pobreza y mil formas de mal. Un corazón viejo se lamenta: «¡Qué mal está el mundo!»; un corazón joven se enciende: «¡Hay que cambiarlo!». ¿No te sucede a ti también? Qué bien lo vio BenedictoXVI, al poco de ser elegido Papa, tras contemplar a los millares de jóvenes que se acercaron a rezar ante san Juan Pablo II: «No es verdad que la juventud piense sobre todo en el consumo y en el placer. No es verdad que sea materialista y egoísta. Es verdad lo contrario: los jóvenes quieren cosas grandes. Quieren que se detenga la injusticia. Quieren que se superen las desigualdades y que todos participen en los bienes de la tierra. Quieren que los oprimidos obtengan la libertad. Quieren cosas grandes. Quieren cosas buenas» (Discurso, 25-IV-2005). Esas cosas grandes, esas cosas buenas, la justicia, la libertad, la igualdad, el trato más humano entre las personas es algo que depende, en primer lugar, de nuestro trabajo diario. Por supuesto, a veces no se ve qué tiene que ver nuestra tarea cotidiana con la mejora del mundo mundial… Sin embargo, ¡qué distinto un ambiente de trabajo donde se respira la alegría cristiana, el cariño, el interés por los demás, de un lugar de trabajo con un 26 ambiente tóxico, de competitividad inhumana! Y eso se aplica a una oficina, a una fábrica, a las aulas universitarias. En todas partes, con nuestro modo de trabajar, podemos hacer un mundo un poco mejor. En algunos trabajos, además, la dimensión de servicio o de transformación de la sociedad es completamente explícita. Así pues, ¿cómo podemos mejorar el mundo con nuestro trabajo? A veces nuestros sueños se desvanecen sencillamente porque no sabemos qué podemos hacer para convertirlos en proyectos y hacerlos realidad. Imaginamos grandes acciones, a la vista de todos, pero luego nunca llega la ocasión de ponerlas por obra. En cambio, despreciamos los pequeños gestos de cada día. Ante un nutrido grupo de jóvenes, san Juan Pablo II señalaba: «¡Cuánto pueden influir en la sociedad un hombre y una mujer de fe!»; y enseguida lo concretaba: «Forma parte del realismo cristiano comprender que los grandes cambios sociales son fruto de pequeñas y valientes opciones diarias. Vosotros os preguntáis a menudo: “¿Cuándo llegará nuestro mundo a configurarse plenamente al mensaje evangélico?”. La respuesta es sencilla: cuando tú seas el primero en obrar y pensar establemente según Cristo, al menos una parte de ese mundo le será entregada en ti» (Discurso, 9-IV-2001). Si lo piensas detenidamente, seguro que encuentras más de un detalle con el que podrías empezar ya a transformar un poco el mundo en el que vives. En segundo lugar, el sueño de Dios tiene que ver con que el trabajo nos mejora a nosotros mismos. El Señor no solo deja el mundo en tus manos, sino que te entrega tu propia vida, para que la lleves a plenitud. Al trabajar ponemos en juego nuestros talentos y desarrollamos (o adquirimos) muchas virtudes. A veces se precisa más fortaleza para seguir estudiando hasta terminar, que para ir al gimnasio a levantar pesas… No es casualidad que la misma raíz del verbo «cultivar» corresponda a la palabra «cultura», que no es solamente un producto del hombre, sino también un enriquecimiento del mismo hombre. Así, por ejemplo, al cultivar un campo, el campesino permite que se desarrollen todas las potencialidades de las semillas. El suyo es un trabajo atento, paciente, confiado, que le hace ser, al mismo tiempo, una persona más atenta, paciente y confiada. Es verdad que en las ciudades se han perdido, en buena medida, estas virtudes. Sin embargo, también nuestro trabajo puede ser así. ¿No podemos dar, en nuestro estudio o en nuestro trabajo, lo mejor de nosotros mismos? Hay algo grande en una persona que trabaja bien. Piénsalo: qué distinto es ver a alguien estudiando con seriedad, bien sentado, concentrado y tomando notas… y ver después a otra persona repantingada, bostezando, pasando las hojas como si no le importaran lo más mínimo. Trabajando el mundo —¡estudiando!— nos trabajamos a nosotros mismos; cultivando el mundo, nos cultivamos a nosotros mismo. Por eso podemos hacer nuestras las palabras de Hölderlin: «“¡Cada uno, su trabajo!”, me dirás, y yo también lo digo. Solo que debe dedicarse a ese trabajo con toda el alma y sin ahogar en sí cualquier otra fuerza, aunque no concuerde exactamente con su trabajo; no tendría que limitarse, con este miedo miserable e hipócrita, a lo que su trabajo dice literalmente; debería hacer su 27 trabajo lleno de amor y de seriedad, y entonces en su quehacer vivirá un espíritu» (Hiperión). Esta última referencia al espíritu nos permite abrir la tercera dimensión de este sueño de Dios, pues el trabajo es un modo de rezar. De nuevo, no es casualidad que la misma raíz de «cultivar» y de «cultura» haya dado la palabra «culto». En efecto, la acción por la que el hombre trabaja el mundo constituye también un auténtico culto a Dios. De este modo se presentan, por ejemplo, las obras de Caín y de Abel (Gn 4, 3-5). Hasta tal punto es así que, si no constituye un culto a Dios, el trabajo carece de sentido. Es lo que parece indicar la corrección de Jesús a Marta, que estaba agobiadísima por todo lo que tenía que hacer, hasta el punto de perder la paz, la alegría… y la conciencia de quién era su invitado (Lc 10, 38-42). Qué distinto, en cambio, el trabajo del mismo Jesús en el taller de Nazaret. ¿Lo has imaginado alguna vez? Al estar unido a su Padre, cada gesto tenía la plenitud de sentido de quien sabe que está en el mundo para devolver a Dios, mejorado, el mismo mundo que de Él ha recibido. Así podemos trabajar también nosotros. En las religiones antiguas, los dioses habitaban en los cielos y se hacían presentes en los santuarios. Ahí debían dirigirse los hombres para ofrecer las víctimas en sacrificio, ahí tenían lugar los grandes banquetes rituales, las purificaciones, etc. En la religión cristiana, en cambio, Dios sale a nuestro encuentro en todas partes. «En un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día» (S. Josemaría Escrivá, Conversaciones, n. 114). De este modo, nuestro trabajo adquiere un relieve y un valor insospechados, pues a través de los mil detalles que encierra cualquier actividad profesional podemos expresar a Dios nuestro amor. Como un niño pequeño que se pone a ordenar su habitación para dar una alegría a sus padres. Como un enamorado que prepara una cena hasta el último detalle, para halagar a la persona a quien más ama: es el amor lo que le mueve. Así podemos trabajar. Ese es el sueño de Dios, al que Él mismo nos invita a soñar: «Dios ha creado el mundo para iniciar con el hombre una historia de amor. Lo ha creado para que el amor exista» (J. Ratzinger, En el principio creó Dios, 46). * * * Llegados a este punto, podríamos preguntarnos: ¿qué ha pasado para que hayamos perdido todo esto de vista? ¿Qué ha pasado para que lleguemos a ver nuestro trabajo como una condena? Responder a esa pregunta nos llevaría seguramente muy lejos. Pero el solo hecho de planteárnosla puede ayudarnos a descubrir el tesoro que tenemos entre manos. Entonces nos levantaremos cada mañana pensando: «¡Hoy tengo algo grande que hacer!». 28 Amar a una persona incondicionalmente, por sí misma y para siempre Hemos terminado la sección anterior señalando que Dios ha creado el mundo para que el amor exista. Pues bien, también para eso cuenta con nosotros, pues Dios creó al hombre para amar. El libro del Génesis describe con cierto detalle la creación del primer ser humano, a partir de la tierra y del aliento de Dios. Sin embargo, enseguida el Señor se da cuenta de que le falta algo: «—No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 17). Por eso, decide: «—Voy a hacerle a alguien como él, que le ayude» (Gn 2, 17). El mundo en que vivimos nos dice que lo importante es ser capaz de triunfar en esta vida por nuestras propias fuerzas. La Biblia, en cambio, afirma que la soledad deja al hombre incompleto. Algunos pensadores contemporáneos señalan eso mismo: hay algunas experiencias en la vida que nos llevan a nuestra plenitud personal,y son precisamente experiencias que tienen que ver con nuestra relación con otras personas. Reconocer que alguien merece todo nuestro respeto, ¿nos hace más débiles o más humanos? El panorama inmenso que se abre en una amistad verdadera y profunda, ¿es una muestra de falta de personalidad o es justamente un camino por el que nuestra vida se hace más plena? Dios soñó con una criatura que no fuera autosuficiente ni viviera de modo aislado. Dios mismo es una comunidad de Personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo), y por eso, al crearnos a su imagen y semejanza, quiso que nuestra fortaleza —nuestra felicidad— fueran los otros. Si no eres capaz de compartir este sueño divino, quizá es mejor que no sigas leyendo… Dentro de todas las relaciones que nos hacen ser personas, hay una particularmente original, puesto que está en esa narración de los orígenes que ha recogido el Génesis. Constituye el segundo sueño de Dios. Con un lenguaje que también aquí es simbólico, el libro narra cómo, para ofrecer al hombre una ayuda adecuada, Dios modela a todos los animales. Sin embargo, eso no es suficiente: «Entonces el Señor Dios hizo caer un letargo sobre Adán, que se durmió; le sacó una costilla, y le cerró el sitio con carne. Y el Señor Dios formó, de la costilla que había sacado de Adán, una mujer, y se la presentó a Adán. Adán dijo: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será ‘mujer’, porque ha salido del varón”. Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gn 2, 21-24). Varón y mujer están llamados, desde su origen, a reconocerse mutuamente y a entregarse el uno al otro de un modo tan íntimo, que lleguen a ser «una sola carne». Es tanto como decir «una sola historia», «una sola persona». Si lo piensas, es un sueño maravilloso. Se trata de ser capaces de descubrir en otra persona su valor más profundo: un bien tan valioso, que merece que dediquemos la vida entera a recordárselo, a gozar de ese bien que hemos descubierto, y a cuidarlo con todas nuestras fuerzas. En pocas palabras, es el camino que se recorre desde el enamoramiento (el deslumbramiento ante la maravilla del otro) hasta el amor (la decisión de cuidar ese bien lo mejor que 29 podamos). Y eso, no solamente como un camino individual, ante un objeto magnífico, sino como una relación mutua. Parece mentira que sea posible poner de acuerdo, de una manera tan honda, dos libertades humanas. Y sin embargo es la realidad sobre la que se funda toda nuestra historia. En efecto, el matrimonio es el camino por el que entra el futuro en la historia, pues de la donación mutua del hombre y la mujer recibimos el don de una nueva vida, y otra, y otra… cada una de ellas, única, preciosa, irrepetible. Y por eso cada hija, cada hijo, es fruto de un acto de amor total y gratuito por la otra persona. Así, el bien que se ha encontrado en el otro, y al que se ha entregado la propia existencia, se difunde y crece y se hace duradero por medio de la familia. Los padres prolongan su amor en los hijos, y les transmiten los mismos dones que ellos han recibido. Ese es el sueño que Dios quiere compartir con nosotros. * * * De nuevo, ante un panorama espléndido como este podríamos preguntarnos: ¿qué ha pasado para que perdamos de vista toda esta grandeza? Porque no debemos engañarnos: ¿cuántas personas ven hoy el matrimonio en estos términos? ¿Y la familia? ¿Cuántos se plantean el noviazgo como un tiempo para descubrir la maravilla del otro, para conocerlo a fondo y decidir por él una entrega de la vida entera? ¿No es verdad que hemos reducido el amor, que puede ser eterno, a la sensación del momento? ¿No es verdad que miramos con cinismo a quien nos dice que en la relación entre un hombre y una mujer hay algo más que el placer de una noche? Quizá debemos descubrir la grandeza del matrimonio como sueño de Dios. Visto así, se convierte en una misión que puede dar sentido a una existencia, que la llena de color, que le da una forma plena. Basta pensar en Ulises volviendo a casa, hacia su esposa Penélope y su hijo Telémaco (en la Odisea); o en el cambio que exige de Mr. Darcy y de Lizzy Bennet el descubrimiento, inesperado y chocante, del otro (en Orgullo y Prejuicio); o en el poder redentor de una mirada que afirma y acoge el bien que hay en el otro, como hace Sonia con Raskólnikov (en Crimen y Castigo); o en lo hermosa que nos sigue pareciendo la historia de la pareja que abre la película Up! ¿Cómo es posible que haya aún personas que siguen presentando el matrimonio como una institución antigua y aburrida? ¿Cómo es posible que lo vean como una esclavitud, en lugar de una afirmación de la libertad humana, que es capaz de amar en futuro? Quizá porque les faltan —y nos faltan— ejemplos cercanos. O porque en el fondo hemos olvidado que la libertad es mucho más que poder elegir cada día algo distinto, y que el amor es mucho más que un sentimiento que viene y va. El amor nace de un sentimiento, pero se enraíza en el corazón y se convierte en una luz que nos permite descubrir en otra persona un tesoro de valor ilimitado: «—¡Hueso de mis huesos y carne de mi carne!» —otro yo, que merece 30 de mí todos los cuidados, y a través del cual mi vida se hace fecunda y duradera. Casarse y fundar una familia es, desde luego, algo esforzado. No todos los días son de color rosa. Sin embargo, es al mismo tiempo una aventura maravillosa. Tal vez tengamos cerca ejemplos que nos entusiasmen. Tal vez, no. En todo caso, hay un deseo en el fondo de nuestro corazón que nos recuerda que el amor pide eternidad, y que nos dice que no hay camino más claro para ser feliz que «tratar de cumplir lo que es la esencia del amor, es decir, no tomar la vida para mí, sino dar la vida; no “quedarme” con la vida, sino hacer de la vida un don; no buscarme a mí mismo, sino dar a los demás» (Benedicto XVI, Discurso, 25-III-2010). Y eso podemos vivirlo, en primer lugar, en el camino del matrimonio. Aunque no es el único camino. Llenar el mundo del mismo Amor que Dios nos tiene El gran sueño de Dios al crearnos es que participemos de su Amor. El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo querían compartir su comunión, y por eso soñaron con unas criaturas libres, capaces de amar. ¿No te parece grandioso? Incluso cuando el hombre lo desprecia y prefiere convertirse en un animal autosuficiente —eso es el famoso pecado original—, Dios sale a su encuentro y está dispuesto a todo por él. Hasta hacerse hombre y dar la vida por hacerle partícipe de su Vida. Es el sueño magnífico que Jesucristo nos dio a conocer, y por el que rogó a su Padre antes de morir en la Cruz: «—Como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros» (Jn 17, 21). De hecho, si tuviéramos que resumir la fe cristiana en unas pocas frases, empezaríamos por aquí. Sin embargo, ¡cuánta gente vive hoy en día como si nada de eso fuera real! Se cuenta una historia de Dostoievsky que le hizo replantearse muchas cosas. La relata Alessandro D’Avenia en una conferencia sobre el maestro ruso. Era una fría mañana de abril cuando salió en mangas de camisa, con otros cuatro hombres, para ser fusilado. Había sido condenado por participar en actividades revolucionarias. Demasiada preocupación por los pobres y la injusticia social. Al acercarse el momento de su ejecución, se giró hacia otro de los ajusticiados, el cabecilla del grupo. «—¿Estaremos con Cristo?», le preguntó. La repuesta, tal vez acompañada por una mueca sarcástica, fue lacónica y terrible: «—Un puñado de polvo». En el último momento, los presos fueron indultados y se les conmutó la pena por unos años de trabajos forzados en Siberia. Sin embargo, aquel comentario caló en el corazón de Dostoievsky: «—Un puñado de polvo». Para muchas personas no somos más que eso, un puñado de polvo. Sin nada que esperar más allá de este mundo. Sin nadie que crea en nosotros incondicionalmente. Solo juegos de poder, solo pequeños seres egoístas en busca de placer y de sus propios intereses, a menudo demasiado humanos. ¿Soñar con algogrande? Sonríen con cinismo: 31 ¿para qué? Ni siquiera creen que sea posible. Algún autor se ha referido a este perfil humano como una «nueva barbarie»: gente preocupada solo por su fortaleza física, su vestido, su comida, su placer. Estar bien, vestir bien, pasarlo bien. ¿Sueños? De éxito, de triunfos, de un físico perfecto, de una fortaleza envidiable, de haberse hecho a sí mismos. La palabra amor les parece un cuento para niños pequeños, o un eufemismo para hablar del placer. ¿Cuál es el resultado de todo esto? Un mundo que ha convertido el amor en contenido de la prensa rosa y en corazones de colores que indican Me gusta. Y nada más. Un mundo que busca desesperadamente sentirse valioso, querido, y que, al mismo tiempo, ha perdido la capacidad de querer, porque ha confundido el valor de un ser humano con su éxito y su repercusión. Por supuesto, hay personas que son una bofetada para esa mentalidad dominante. Personas que nos recuerdan que el amor verdadero es posible, y que hay un bien en cada ser humano que es preciso descubrir y cuidar, porque es fruto del Amor. Madre Teresa de Calcuta es una de ellas. A lo largo de toda su vida supo entrar en sintonía con el sueño de Amor que Dios nos propone. Eso le dio también una fina sensibilidad para todo lo humano. Hablando del mundo en que vivimos, no tenía ninguna duda al afirmar que, «en la actualidad, la mayor enfermedad no es la lepra ni la tuberculosis, sino más bien el no sentirse querido, ni cuidado y abandonado por todos. El peor mal es la falta de amor y caridad, la terrible indiferencia hacia nuestro vecino de al lado, afectado por la explotación, corrupción, pobreza y enfermedad». Sentirse querido es una necesidad para cada uno de nosotros. A la vez, querer a los demás es el mejor modo de vivir a fondo nuestra propia vida, puesto que, como afirmaba ella misma, «si no se vive para los demás, la vida carece de sentido». Dios cuenta contigo para llenar este mundo de Amor auténtico, y solo por ese camino tu vida puede llegar a plenitud. Por algún motivo, las palabras de Madre Teresa resuenan en los corazones jóvenes. Al mismo tiempo, la grandeza del amor por los demás es algo que no se comprende del todo hasta que se vive. En su primera JMJ como Papa, Benedicto XVI nos lo recordaba: «Viviendo y actuando así nos daremos cuenta bien pronto que es mucho más bello ser útiles y estar a disposición de los demás que preocuparse solo de las comodidades que se nos ofrecen. Yo sé que vosotros como jóvenes aspiráis a cosas grandes, que queréis comprometeros por un mundo mejor. Demostrádselo a los hombres, demostrádselo al mundo, que espera exactamente este testimonio de los discípulos de Jesucristo y que, sobre todo mediante vuestro amor, podrá descubrir la estrella que como creyentes seguimos» (Homilía, 21-VIII-2005). * * * De nuevo, la pregunta que se plantea es: ¿cómo es posible que hayamos olvidado algo tan esencial? Más aún, ¿cómo es posible que eso haya tenido lugar en un mundo 32 que, hasta hace muy poco, se llamaba cristiano? En realidad, no tiene nada de especial que los cristianos hayamos olvidado lo más importante. Ha sucedido siempre, desde la misma Encarnación: «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11). El mal existe. Quienes se sorprenden de ello y se escandalizan, a menudo no quieren más que una excusa para seguir a lo suyo. Son viejos de corazón, que piensan que el mundo está muy mal y no hay nada que hacer. No depende de ellos. Son, como decía el Papa Francisco en Cracovia, «jóvenes jubilados». Pero no lo son todos los jóvenes. En un panorama tan oscuro como la Alemania de Hitler, una chica de 20 años se preguntaba: «¿Cómo se puede esperar, entonces, que el destino conceda la victoria a una justa causa, cuando nadie está preparado para sacrificarse plenamente por ella?». Más aún, «¿existen todavía hombres que no se cansan nunca de dedicar el propio pensamiento y la propia voluntad a una única causa?» (Sophie Scholl, Diario, 22-V- 1940). No es un lamento estéril, sino una pregunta que encendía su corazón joven y que lo puso en marcha. Ella misma, con su hermano Hans y un grupo de amigos, inició un movimiento de revuelta. Distribuyeron panfletos por diversas ciudades de Alemania, hicieron pintadas por las paredes, ¡querían despertar al pueblo alemán ante la barbarie que estaban viviendo! ¿Triunfaron? —No. El gobierno nazi permaneció en el poder, la guerra siguió su curso, ellos mismos terminaron en la guillotina… —O sí. Hicieron brillar una luz en tiempos de tiniebla. Son, todavía hoy, un recordatorio de que la conciencia humana no se puede acallar con el poder, ni siquiera con el poder más brutal. Vivieron una vida tan breve como plena. Los cristianos hemos recibido una luz que ilumina y da calor. Sabemos que en el origen de nuestra vida hay un Amor que ha soñado con nosotros y nos ama como somos, simplemente por ser quienes somos, sin que tengamos que merecerlo. Un Amor que ha dejado el mundo en nuestras manos y que nos anima a soñar también a lo grande. Un Amor que puede dar sentido a nuestras vidas y que nos permite comenzar siempre de nuevo, cuando lo perdemos de vista. Un Amor que nos anima a encender el mundo con esa misma luz: «—¡Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura!» (Mc 16, 15). Cumplir ese sueño depende de cada uno de nosotros. Toda la vida, a una carta Llenar el mundo de la luz de Dios es una aventura a la que estamos llamados todos los cristianos, sin excepción: «En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar» (Evangelii gaudium, n. 119). Además, no es una misión imposible. Ni siquiera es particularmente difícil. ¿Cómo explicarlo? Sencillamente, «tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él; entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso 33 es lo que necesitas comunicar a los otros» (ídem, n. 121). Así es, a menudo no hace falta preparar largas parrafadas. Basta vivir la alegría de una vida enraizada en el Amor de Dios y llena de sueños. Serán los demás quienes nos pregunten: «Y tú, ¿por qué vas siempre tan alegre?». Otras veces, seremos nosotros quienes nos adelantemos para compartir esa alegría con los demás. Sin grandes explicaciones y discursos, compartiendo nuestra experiencia de Dios. También es verdad que hay personas a quienes el Señor les pide algo más. De mil modos distintos les muestra este sueño y esta tarea inmensa y les dice: «—¿Quieres dedicar a eso toda tu capacidad de amar?, ¿quieres poner a su servicio todo tu ser?». De mil modos distintos descubren que dedicar su tiempo a cualquier otra cosa les sabría a poco. Sueñan con el Amor del Señor de tal modo, que no les parece que otro amor pueda llenarles. Se trata de una invitación de Dios, que uno encuentra, como en las redes sociales, incluso sin esperarla. Aunque a veces no es una invitación particularmente detallada, sino solo la convicción de que Dios cuenta conmigo. Y eso, ¿cómo se sabe? Puede parecerte una respuesta insuficiente, pero lo cierto es que se trata de algo que sencillamente resuena en el corazón. Como aquel joven estudiante de La Sorbona, en París. Lleno de vida, guapo, un conquistador con las mujeres, listo y con dinero. Lo tenía todo. Entre las aulas conoció a un sacerdote vasco, cojo; todos le llamaban «el hombre del saco». Trabaron amistad. Un día se lo encontró cuando volvía a casa. Sin venir a cuento, le dijo: «—Javier, ¿de qué te sirve ganar el mundo si pierdes tu alma?». Fueron unas palabras tumbativas. Lo dejó todo por seguir a aquel sacerdote, que se llamaba Ignacio y era de Loyola. Si lo piensas, es una situación curiosa. Todos hemos oído esas palabras del Evangelio, pero para él fueron decisivas. Resonaron en su corazón, mientras le llenaba una seguridad: «Cristo me lo dice a mí». La historia se repite, una y mil veces. El joven Álvaro era un madrileño estudiante de ingeniería. Antes de irse de vacaciones, fue a saludar a un sacerdote poco mayor
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