Logo Studenta

Atrévete a soñar! - Lucas Buch

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

LUCAS BUCH
NICOLÁS ÁLVAREZ DE LAS ASTURIAS
FULGENCIO ESPA
¡ATRÉVETE A SOÑAR!
Jesús sigue llamando
Mundo y Cristianismo
© Lucas Buch, Nicolás Álvarez de las Asturias y Fulgencio Espa, 2018
© Ediciones Palabra, S.A., 2018
 Paseo de la Castellana, 210 – 28046 MADRID (España)
 Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39
 www.palabra.es
 palabra@palabra.es
Diseño e ilustración de portada: Raúl Ostos
Diseño ePub: Juan Luis Romero Martos
ISBN: 978-84-9061-799-1
Todos los derechos reservados
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de
ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor.
3
http://www.palabra.es
mailto:palabra@palabra.es
«Cumplir los sueños de la juventud,
eso es lo mejor que le puede pasar a un hombre.
Ningún éxito en este mundo puede compararse a eso».
(Willa Cather)
«Cada persona es llamada por Dios a un tipo de vida
concreto, y es nuestra tarea descubrir esta llamada
siendo sinceros con nosotros mismos, reflexionando sobre
nuestros verdaderos anhelos y dedicándonos con sinceridad a la
limitada cantidad de bien que podemos hacer».
(Jonah Lynch)
«Un secreto. —Un secreto, a voces:
estas crisis mundiales son crisis de santos».
(S. Josemaría Escrivá)
4
Índice
PRÓLOGO
OBERTURA
Capítulo 1. VIVIR DESPIERTOS
Dos corazones jóvenes, llenos de deseos
Dos corazones muy distintos… y con defectos
¿Quedan personas así?
¡Se puede vivir de otro modo!
Pero… ¿por qué yo?
Y ¿por qué no yo?
Capítulo 2. ¡SOÑAR!
Transformar el mundo
Amar a una persona incondicionalmente, por sí misma y para siempre
Llenar el mundo del mismo Amor que Dios nos tiene
Toda la vida, a una carta
Capítulo 3. TANTAS VOCACIONES COMO PERSONAS
Muchas vocaciones, un solo Amor
Abrahán: Llamado a una vida plena
Pablo de Tarso: Sin miedo a equivocarse
John Henry Newman: Un camino incierto
Edith Stein: Cuestión de sensibilidad
Josemaría Escrivá: Al servicio de Dios
Capítulo 4. CUANDO JESÚS LLAMA
El misterio de la libertad
El diálogo es cosa de dos
Una amistad de las que te cambian la vida
Comunión, es decir, una misión en común
Superar las dificultades últimas
¿Y si digo que no?
Capítulo 5. DONDE RESUENA LA VOZ DE DIOS
El don de una familia cristiana
Un amigo es un tesoro
Nuestra madre la Iglesia
El director (o acompañante) espiritual
Epílogo. LA MEDIDA DEL ÉXITO
5
ALGUNOS LIBROS PARA SEGUIR LEYENDO
6
Prólogo
«Los jóvenes están llamados continuamente a tomar decisiones que orientan su
existencia; tienen el deseo de ser escuchados, reconocidos, acompañados». Estas
palabras del Documento Final del Sínodo de los Obispos sobre los jóvenes (n. 7),
sintetizan el propósito con el que se ha escrito este libro.
Los autores hemos querido sencillamente acompañar con estas páginas a quienes se
están planteando la propia vida como respuesta a una llamada de Dios. Hemos querido
que se trate de una compañía discreta, que ofrezca unas claves que les permitan leer su
propia vida y les abran la posibilidad de sintonizar con los sueños de Dios.
En estas páginas hablamos un poco nosotros, pero nuestro deseo es dejar todo el
espacio posible a Cristo. Quisiéramos que ellas sirvieran para comenzar un diálogo con
Él, que es —junto a cada uno— el protagonista de la historia. «Solo Jesús dice ánimo,
porque solo Él resucita el corazón. Solo Jesús dice en el Evangelio levántate, para sanar
el espíritu y el cuerpo. Solo Jesús llama, cambiando la vida del que lo sigue, levantando
al que está por el suelo, llevando la luz de Dios en la oscuridad de la vida» (Papa
Francisco, Homilía en la Misa de clausura del Sínodo de Obispos, 28-X-2018).
Esperamos que, al leerlo, muchos jóvenes encuentren una pequeña parte del delicado
respeto y de la ternura exquisita con la que la Iglesia quiere acompañarles en la tarea más
apasionante de su vida: escuchar a Dios y atreverse a soñar con los sueños que pueden
llenar su corazón… y que pueden hacer, del suyo, un mundo mejor.
Lucas Buch
Nicolás Álvarez de las Asturias
Fulgencio Espa
South Bend - Madrid, 1 de noviembre de 2018
Solemnidad de Todos los Santos
7
Obertura
Juan y Andrés caminan tras un hombre al que no conocen. Lo único que saben es que
es «el Cordero de Dios». Eso les ha dicho el Bautista. Van detrás de él, pero no saben
qué decirle… Por fin, el hombre los oye. Se para. Se da la vuelta: «—¿Qué buscáis?».
Tras un momento de duda, responden: «—Maestro, ¿dónde vives?». Jesús les sonríe:
«—Venid y veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día;
era como la hora décima» (Jn 1, 39).
Dónde fueron, no lo sabemos; qué vieron, tampoco. Ni siquiera sabemos con
precisión el motivo por el que fueron (¿solo porque otro —Juan Bautista— se lo
indicó?). Casi, casi, lo único que conocemos es el resultado: fueron con Él, vieron dónde
vivía y aquella tarde cambió su historia. Completamente. Para siempre.
La llamada de los Apóstoles está envuelta en un halo de misterio, y los misterios
inquietan. Más, cuando no se presentan simplemente como algo del pasado, sino como
una realidad presente. Y aquí reside el verdadero problema: para muchos cristianos, la
llamada de los Apóstoles es una auténtica provocación, pues plantea una inquietante
pregunta: «¿También yo seré llamado?». Una cuestión que, en realidad, abre muchas
otras: ¿llamado a qué?, ¿llamado cómo… y cuándo?, ¿llamado por qué? Cada una de
estas preguntas merecería un libro. Por eso, mejor es comenzar por lo único seguro, que
es el resultado, que se resume en la palabra felicidad. En efecto, en la Escritura, la
vocación aparece siempre como un acontecimiento en que se encuentra un Amor y una
Misión, una Tarea. Y para los hombres, amor está relacionado con plenitud, gozo,
satisfacción, alegría. Y misión es un término que va unido a sentido, utilidad,
realización. Palabras todas que se encuadran en la esfera de los deseos que anidan en
nuestro corazón. La suma de todas ellas da como resultado lo que solemos indicar con el
término felicidad.
Por eso, el punto de partida imprescindible para la lectura de este libro es el
convencimiento de que habla de algo bueno, positivo. Es más, de que habla de una buena
8
noticia (euaggelion o evangelio, en griego): la seguridad de que la vida de cada ser
humano —empezando por la nuestra— está orientada al amor y a la misión. Nadie está
solo, nadie es inútil, pero cada uno tiene que descubrir su amor y su tarea.
Lo que pretendemos con este libro es, pues, ayudarte a reconocer tu propio camino,
esto es, tu propio amor y tu propia misión. Y lo hacemos desde la seguridad de que, en
todo esto, Dios tiene mucho que ver. Partimos del convencimiento de que, si en esto le
dejamos de lado, olvidamos al más importante.
Otra de las características de este libro es que no queremos llevarte a ningún sitio.
Nos gustaría sencillamente acompañarte para que llegues a donde tú quieras llegar,
partiendo de la base de que quieres llegar donde Dios te quiera llevar: al amor y a la
misión. Por eso, una condición imprescindible para seguir leyendo es que tengas el
corazón abierto al Señor. Si te importa demasiado lo que piensen los demás, si no
quieres que te compliquen la vida, si hay una serie de cosas a las que no estás dispuesto a
renunciar bajo ningún concepto, es mejor que dejes este libro y cojas otro. Una novela de
vikingos, por ejemplo.
Otra posible pega: quizá términos como amor y misión te parezcan demasiado
generales. Y en eso tienes razón: este libro se mueve en un campo amplio. Si buscas algo
que te dé una respuesta precisa y segura sobre tu vocación, una especie de test infalible,
aquí no lo vas a encontrar. Podemos ayudarte a ver tu vida en la presencia de Dios, a
valorar cómo eres y a empezar a pensar quién quieres ser (y, sobre todo, quién estás
llamado a ser). Pero el camino concreto que el Señor te propone solo puedes conocerlo
tú, en un diálogo de amistad con Él. Será una propuesta quevaya tomando fuerza en tu
corazón, y que se irá definiendo mejor, seguramente, a medida que vayas dando pasos en
esa dirección.
El primer capítulo lo vamos a dedicar a dos jóvenes apóstoles, Juan y Andrés. Con
ellos comienza el cuarto Evangelio, y su situación es, probablemente, la más parecida a
la tuya. ¿Quiénes eran?, ¿cómo entendían su propia vida?, ¿qué les movió a preguntar a
Jesús? Porque también es claro que a muchos de sus contemporáneos ni se les pasó por
la cabeza preguntarle nada a Jesús; ni siquiera le conocían… Tal vez a ti te pase un poco
lo mismo. ¿Cuántos jóvenes de tu edad no se han planteado siquiera la posibilidad de
vivir una vida de la mano de Dios? Sin embargo, tú lo has pensado… ¿Puede entonces
hablarse de personas predispuestas a la vocación?
En realidad, toda persona humana es una llamada de Dios. Él nos ha llamado a la
existencia y, en el caso de los creyentes, a la Iglesia. Y no solo eso, sino que, en algún
momento de nuestra vida, nos parece que el mundo, la Iglesia, las personas con las que
vivimos dependen de nosotros, de lo que hagamos o dejemos de hacer. No somos meros
espectadores de la historia, sino protagonistas. Darse cuenta de eso es ya una llamada.
Como cuando un amigo te propone implicarte en algo grande: es una llamada. También
9
es verdad que muchos viven hoy en día sin descubrirlo, permaneciendo ignorantes sobre
la razón última de su vida y orientándose en ella solo según sus gustos, opiniones… o lo
que vaya surgiendo. En este sentido, ¡claro que hay personas predispuestas a la
vocación! Sois las que leeréis este libro; o sea, las que no os conformáis con vivir, como
las plantas o los animales, sino que queréis vivir conscientemente, a fondo, hasta las
últimas consecuencias. Como Andrés y como Juan. Por eso comenzamos hablando de
ellos.
Si algo caracteriza a estos dos jóvenes —y, en general, a todo corazón joven—, es la
capacidad de soñar. El mundo parece pequeño, la vida parece ilimitada, nos vemos
capaces de todo. Al mismo tiempo, la juventud es la edad del me cuesta, porque se está
muy bien en casa, en el mundo seguro y pequeñito que conocemos, entre la gente que
nos cuida, con veranos de tres meses… Nos apasiona la idea de lanzarnos a una
aventura, y al mismo tiempo nos gustaría vivirla sin salir de casa. Por eso son tan
oportunas las palabras del Papa Francisco: «Queridos jóvenes, no vinimos a este mundo
a vegetar, a pasarla cómodamente, a hacer de la vida un sofá que nos adormezca; al
contrario, hemos venido a otra cosa, a dejar una huella» (Discurso, 30-VII-2016). Nos
recuerda, en definitiva, que solo si nos decidimos a soñar y a vivir nuestros sueños,
nuestra vida habrá valido la pena. En el segundo capítulo intentaremos ayudarte a soñar,
a soñar más, a soñar con los sueños de Dios, que es el más grande soñador. Porque Dios
ha soñado con cada uno de nosotros, y fue eso lo que le llevó a crear el universo. De
hecho, los santos son aquellas personas que han sintonizado con los sueños de Dios, se
han atrevido a soñar de su mano y, así, han hecho también ellos un mundo mejor.
Aquí es donde a todos nos gustaría saber exactamente qué nos propone Dios a cada
uno. Y aquí es donde no hay una respuesta clara y distinta y válida para todos. Si es
verdad que cada persona es una llamada de Dios, y que los sueños de Dios tienen que ver
con nuestra propia capacidad de soñar, entonces es cada uno quien debe ponerse en
marcha. Para que lo veas más claro, repasaremos la vida de seis santos y santas. Así se
comprende mejor que cada historia es distinta y, al mismo tiempo, se aprenden actitudes
que pueden servir para discernir y vivir la propia vocación.
Ya sabemos que eso te va a saber a poco. Por eso hemos dedicado un capítulo, el
cuarto, al misterio de la llamada personal de Jesús —como la que te dirige a ti—. Te
damos ahí algunas sugerencias que pueden ayudarte a pensar quién es Jesús para ti,
cómo encaras tu relación con Él… y cómo puedes vivirla para que, de verdad, la palabra
vocación sea en tu vida —como en la vida de Juan y Andrés, o en la vida de cualquiera
de los santos— un sinónimo de felicidad. Todo parte de un descubrimiento que no
podemos hacer por ti: que Jesús quiere ser amigo tuyo, amigo de verdad, y quiere
entablar, como buen amigo, un diálogo sincero y abierto, sin tapujos. Ese será el primer
paso para que te vayas animando a soñar con ese mundo mejor en cuya configuración tú
10
puedes colaborar. Los sueños de los amigos suelen ir de la mano. También Jesús puede
proponerte que soñéis juntos ese nuevo mundo. Pero ese sueño va a ser tan original y
único, que solo tú serás capaz de reconocerlo.
El último capítulo de este libro tiene que ver con una dimensión fundamental de
nuestra vida, que por desgracia no está muy de moda. La cultura en la que vivimos nos
dice que estamos en este mundo para triunfar, y que debemos hacerlo por nosotros
mismos, sin la ayuda de nadie. Si no lo consigues, si pides ayuda, eres un fracasado, un
deshecho, una persona de segunda categoría, que no ha sido capaz de hacer lo mínimo
que se le pide a un ser humano. Esta es la idea que hay detrás de muchos personajes de
película (o de serie), detrás de mucha publicidad, de muchos modelos que se nos
presentan como ideales. Es ciertamente una idea atractiva. La única pega que tiene es
que es falsa, y que nos lleva a perdernos lo mejor de la vida. Porque no hay nada mejor
que apoyar a otra persona y sentirse apoyado por ella. No hay nada mejor que la
experiencia de sentirse comprendido por otro. No hay nada mejor que la experiencia de
haber ayudado, o de acoger la ayuda de otro. No hay nada mejor que la experiencia del
perdón: el que damos y el que recibimos. Quien ha vivido alguna de estas experiencias
sabe que no exageramos. Y todo esto es así porque, en realidad, no somos sujetos
aislados, creadores de nuestra propia vida, sino personas. Y persona significa —ni más
ni menos— relación. Nuestra vida nace en relación con alguien que nos da la vida, y se
desarrolla en relación con muchas otras personas: familia, amigos, colegas de trabajo,
hijos, nietos. Nuestra vida con Dios sigue la misma lógica: su Amor, su cercanía, su
misión se experimentan a menudo en relación con otras personas. A eso dedicaremos el
último —last but not least— de los capítulos del libro. De hecho, escribir un libro para
otros, leer un libro escrito por otros, es ya una realización concreta de nuestro ser
personal.
* * *
Tienes en tus manos un pequeño libro, y estás a punto de empezar. Como verás, no
hemos querido reducirlo a una serie de mensajes de 140 caracteres, ni a un cómic con
dibujos y esquemas varios. Tampoco es un libro excesivamente largo. Lo hemos escrito
de tal manera, que la idea central emerja poco a poco a medida que avanzas en él. Una
parte te llevará a otra. Al mismo tiempo, no hemos querido decir todo lo que se podría,
ni siquiera la última palabra sobre la cuestión. Por eso, indicamos al final algunas otras
lecturas que te pueden servir para ahondar en distintos aspectos relacionados con la
llamada de Dios a la felicidad. Ahora te toca a ti decidir si quieres pasar de página y
comenzar este camino.
11
Capítulo 1
Vivir despiertos
¿Quiénes eran Juan y Andrés? Los Evangelios no nos dan mucha información. Los
tres primeros, por ejemplo, nos dicen solamente que eran vecinos de Cafarnaún y que
eran pescadores. Seguramente se conocían, aunque eran de familias distintas. Andrés
tenía un hermano, probablemente mayor, que se llamaba Simón y que estaba (o estuvo)
casado. Juan, otro también mayor, que se llamaba Santiago; su padre vivía todavía y
trabajaba con ellos. Siempre según los tres primeros Evangelios, estos cuatro recibieron
de Jesús una llamada imperativa a ser «pescadores de hombres», casi sin preparación
previa (cfr. Mc 1, 16-20). Les bastaba haber sido testigos de su primera predicación y de
la pesca milagrosa (cfr. Lc 5, 1-11). Parece que aquello fue suficiente para que dejaran
las redes «al instante» y se fueran con Él.
Si leemos solo los tres primeros Evangelios,la fascinación por los primeros
Apóstoles no deja de crecer. ¿Cómo fueron capaces de decidirse tan rápido y de modo
tan radical? Y, sobre todo, ¿cómo fueron capaces de permanecer fieles a dicha decisión?
Porque animarse después de un subidón como el de ser testigos de un milagro es una
cosa, pero seguir con una misión durante toda la vida, en lugar de desinflarse
enseguida… es otra cosa.
Dos corazones jóvenes, llenos de deseos
El cuarto Evangelio viene en nuestra ayuda, ofreciéndonos más pistas para
comprender qué pasaba por el corazón de aquellos jóvenes pescadores. En él leemos que
aquellos hombres se habían trasladado desde el mar de Galilea hasta orillas del río
Jordán para escuchar a un predicador. Es decir, que personas con una vida resuelta (con
trabajo y casa), se habían desplazado más de cien kilómetros, abandonando un auténtico
12
vergel (Galilea es uno de los parajes más bellos de Tierra Santa), para ir a vivir a un
desierto desolado, ya en las cercanías del mar Muerto. Y todo para escuchar a un
personaje singular.
Se llamaba Juan, pero todos le llamaban «el Bautista» por su peculiar método
pastoral. Vestía pobremente y se alimentaba aún más pobremente. Predicaba con
palabras de fuego, como hacía siglos que no se oía en Israel. Proclamaba la necesidad de
cambiar a fondo, para preparar una nueva acción de Dios que renovaría el mundo.
Fustigaba duramente los vicios y las incoherencias de los que se creían buenos —¡la
hipocresía!—, y exhortaba a todos a una conversión profunda, un cambio de vida que se
manifestara en obras de penitencia. Todos le consideraban un profeta. Hoy diríamos que
se trataba de un predicador cañero, muy cañero.
Con todo, lo más peculiar no era su mensaje de conversión, sino el hecho de que
anunciaba la llegada del Mesías. El Mesías era una figura central en la historia de Israel.
Era el Salvador que Dios iba a enviar para restaurar a su Pueblo, para devolverle su
grandeza y hacer que brillara de nuevo entre todos los pueblos del mundo. Hay que tener
en cuenta que los judíos llevaban ya muchos siglos viviendo bajo el poder de reinos
extranjeros. Al ser un país pequeño, había sido conquistado sucesivamente por cada uno
de los grandes imperios de la antigüedad: babilonios, persas, griegos, romanos… La
figura del Mesías era una promesa de libertad. Algunos lo veían como un libertador
político. Otros sabían que la libertad que iba a traer era más profunda, pues tenía que ver
con la remisión de los pecados y la posibilidad de vivir todo el bien que el corazón
humano desea. En definitiva, el Mesías haría posible que los hombres —para empezar,
los judíos— vivieran como el auténtico Pueblo de Dios.
Viajar al desierto para escuchar un mensaje de este tipo indica, sin lugar a dudas, un
corazón inquieto y probablemente insatisfecho: un corazón en búsqueda. Juan y Andrés
soñaban con un mundo mejor. Al mismo tiempo, es señal también de un corazón que
sabe dónde debe buscar. Aquellos jóvenes tenían claro que, en último término, la
respuesta a sus inquietudes estaba solo en Dios, en lo que Él puede hacer por los
hombres. Son, como luego dirá Jesús a propósito de otro joven apóstol, «verdaderos
israelitas», hijos de un Pueblo que sabe que Dios no se cansa de perdonar, sino que
ofrece siempre de nuevo su perdón y su promesa de salvación. Por eso fueron al desierto;
por eso acogieron con entusiasmo una predicación tan cañera como la de Juan el
Bautista; y, sobre todo, por eso permanecieron junto a él, convirtiéndose en discípulos
suyos. En su invitación a la conversión y en su convencimiento de la inminente llegada
del Mesías, encontraron una primera respuesta a sus inquietudes. Querían ser
transmisores de ese mismo mensaje de renovación y de esperanza. Un mundo nuevo era
posible, y ellos querían ser «protagonistas del cambio».
13
Dos corazones muy distintos… y con defectos
Aunque tenían muchas cosas en común, Juan y Andrés eran muy distintos entre sí.
Andrés aparece en los Evangelios como una persona cordial y resolutiva. Es el que
encuentra al muchacho de los panes y los peces que servirán para el milagro de Jesús
(cfr. Jn 6, 8) y el que presenta a Jesús a un grupo de griegos que quieren verle (cfr. Jn
12, 22). Juan, en cambio, era todo un carácter: es él quien acude a su madre para pedirle
al Maestro que les conceda, a él y a su hermano Santiago, el primer lugar en el Reino de
los Cielos (cfr. Mt 20, 21-22), y es él también quien, cuando en un pueblo no quieren
darles alojamiento, le propone a Jesús que envíe fuego del cielo para destruirlo (cfr. Lc 9,
54). ¡Con razón le apodó Jesús «hijo del trueno»!
Lo que podemos concluir de todo esto es que la diversidad de caracteres, incluso la
evidente imperfección de la propia personalidad, no impide seguir a Jesús. No impide
tampoco llegar a ser sus mejores amigos. No impide, incluso, llegar a ser sus apóstoles,
llamados a llevar su luz y su calor al mundo entero. Juan, el del carácter más
intransigente e impetuoso, acabará siendo el «discípulo amado», que recordará hasta el
final de sus días la importancia de amarnos unos a otros como Cristo nos amó. Lo
importante no es cómo somos ahora, sino que nuestro corazón tenga sed de plenitud y
comprenda que debe buscarla en Dios, porque solo Él puede saciarla. Eso basta para que
todo comience.
¿Y para que continúe? Andrés y Juan nos enseñan también la importancia de perder
el miedo a tomar decisiones. Los deseos, incluso los más auténticos y genuinos, se
evaporan cuando no encuentran modo de ponerse en práctica. Ellos decidieron salir de
Galilea e ir al Jordán; decidieron permanecer junto al Bautista en vez de contentarse
(como la mayoría) con escucharle y recibir su bautismo; y, sobre todo, decidieron hacer
caso a su sorprendente indicación «—Este es el Cordero de Dios» (Jn 1, 36), preguntar a
Jesús «—Maestro, ¿dónde vives?» (Jn 1, 38) y aceptar su invitación de acompañarle a su
casa «—Venid y veréis» (Jn 1, 39).
En definitiva, atreverse a tomar decisiones, las necesarias para dar rienda suelta a las
propias inquietudes, es la llave para que Dios pueda entrar en la propia vida y saciar, al
fin, los deseos hasta entonces insatisfechos de nuestro corazón.
¿Quedan personas así?
La pregunta es pertinente. Está muy bien leer el Evangelio, contemplar a los
apóstoles… pero es muy distinto pensar que en pleno siglo XXI podamos aún ser como
ellos. A fin de cuentas, entre la vida de Andrés y de Juan y la nuestra han pasado dos mil
años. Es verdad que los cristianos escuchamos la proclamación del Evangelio cada vez
14
que vamos a Misa y, si procuramos dedicar un tiempo de nuestra vida a la oración,
seguramente lo hemos meditado también por nuestra cuenta. Pero a lo mejor, mirando
nuestras vidas, nos parece que ahora las cosas son mucho más difíciles. Y no es ninguna
exageración.
Así es; en las últimas décadas la vida —desde luego, la de los jóvenes— se ha
complicado mucho. Andrés y Juan no vivieron sometidos a la tiranía de los exámenes, a
la angustia de tener que elegir una carrera, de acertar con el máster posterior y de
encontrar un trabajo que no sea una explotación encubierta a cambio de muy poco
dinero… Por no hablar de la imperiosa necesidad de dominar varios idiomas, de destacar
en algún deporte y de lograr un buen número de likes cada vez que colgamos algo en la
red social de turno. Con tantas y tan importantes cosas por conseguir, ¿queda tiempo y
espacio en el corazón para inquietudes que tengan que ver con Dios? Si preguntamos a
las encuestas, la respuesta es netamente «NO».
Tanto los sociólogos como los filósofos, que se dedican a la observación de la
realidad desde distintos ángulos, han señalado que los jóvenes están en nuestro tiempo
profundamente marcados por tres experiencias consecutivas (que acaban por darse todas
a la vez). Veámoslas con algo de detalle.
La primera es la experiencia del cansancio. Se trata de la consecuencia no deseada
de una educación que busca, sobre todo, el rendimiento y la máxima capacitación a todos
los niveles. Una educación cuyo objetivoes que lleguemos a ser, en el mayor número de
campos posible, triunfadores. Para ello, desde la más tierna infancia es preciso
completar la formación recibida en el colegio con un enorme abanico de actividades
extraescolares, aprovechar las vacaciones para aprender idiomas, hacer prácticas o
iniciarse en la experiencia laboral (cuando se está en la Universidad) y, siempre, tener la
vista fija en la «nota de corte». El resultado que vemos ya es el de jóvenes cansados,
agotados. Desde pequeños han vivido abocados a un esfuerzo continuo y cada vez más
exigente para lograr situarse en un lugar de relieve dentro del enorme mecanismo de
nuestra sociedad globalizada. A menudo terminan exhaustos antes de llegar a la meta.
Con razón se ha podido afirmar que la «sociedad del rendimiento» conduce
irremisiblemente a la «sociedad del cansancio».
La experiencia del fracaso es consecuencia de la anterior. No todos podemos ser un
superhéroe de Marvel, por mucho que nos empeñemos: ni un campeón en el deporte, ni
un éxito en el mundo del espectáculo. Tampoco el expediente más brillante de la clase.
Ni la reina (o el rey) de las fiestas. Con el tremendo agravante de que, a la
hiperpreparación en lo profesional, corresponde habitualmente una nula educación en lo
afectivo y en lo social. De este modo, los jóvenes quedan a menudo expuestos
(¡condenados!) a experiencias muy dolorosas en aquello que valoran más: la amistad, el
amor… ¡Cuánto sufrimiento desde la adolescencia en este terreno! ¡Cuánta dificultad
15
para encontrar una ayuda adecuada! «¿Por qué estoy sufriendo tanto, si hice lo que de
verdad sentía?». «¿Por qué me encuentro tan sola, sin nadie a quien de verdad le
importe?».
El aislamiento que muchos jóvenes experimentan agrava aún más la situación.
Problemas que podrían resolverse hablando con alguien que tenga un poco más de
experiencia se convierten en auténticos dramas sin solución. Pero ya se sabe: hay que ser
capaz de arreglar la propia vida sin ayuda: «¿Cómo voy a convertirme en una carga para
otros?». Como mucho puedo buscar un tutorial, o un chat donde me resuelvan las
dudas… Tal vez sin saber exactamente por qué, experimentamos una enorme dificultad
de acudir a otras personas, de carne y hueso, con rostro y mirada. Y sin embargo es la
única manera de superar el cansancio y el fracaso y las mil dificultades y retos que
tendremos que afrontar en nuestra vida. Como veremos más adelante, en el capítulo
quinto, es un punto esencial de nuestro mismo ser personal.
El fracaso puede tener efectos secundarios: el más grave de todos, renunciar a los
sueños, a los ideales. La fábula de la zorra y las uvas puede acabar haciéndose verdad,
una vez más, en nuestra generación: «Como no consigo eso que me parece tan atractivo,
tan hermoso, tan lleno de vida… entonces es que eso tampoco es tan importante». En un
corazón herido por los fracasos en el amor y en la consecución de los sueños más
grandes, se insinúa siempre la posibilidad de rendirse y de caer en el cinismo. Así, por
ejemplo, como no podemos amar para siempre, nos contentamos con relaciones
esporádicas («El romanticismo está muy bien para las pelis, pero, chica, la vida no es de
color de rosa»); como no podemos confiar en los amigos, damos ese apelativo a
cualquiera que nos entretenga durante un rato («He llegado ya a tener dos mil
ochocientos amigos… ¡brutal!»); como no podemos encontrar un apoyo firme en esos
amigos, decimos que en realidad somos todos egoístas («¿Amigos que den su vida por
ti?, ¡eso no existe!»), etc. Se nos van colando esas ideas cargadas de un cruel sarcasmo, y
cambiamos nuestros ideales por una risotada amarga. Amarga, porque, en el fondo,
nuestro corazón sí cree en el amor, en la amistad, en la generosidad.
Se llega así, finalmente, a la experiencia de la ligereza como la mejor (¿o la única?)
alternativa para combatir el cansancio y el cinismo causados por el fracaso. Lo mejor es
no dar demasiada importancia a nada. No soñar demasiado con una vida mejor. No
aspirar a nada más que a sensaciones intensas, nuevas, que nos aparten de la
insatisfacción de fondo. Se trabaja para descansar y se descansa para no pensar. En la
satisfacción material (sensaciones, experiencias, vibes) se espera encontrar la
tranquilidad para lo espiritual.
Para quien vive en el mundo de la ligereza, las inquietudes de cualquier tipo son un
peligro. «¿Es posible mejorar el mundo en que vivimos?». «¿Existe aún el amor
verdadero?». «¿Puedo aspirar a ser feliz?». Preguntas como estas aparecen como
16
enemigos del precario equilibrio que ofrece la vida ligera. Ya se sabe: Carpe diem!, vive
y deja vivir… Finalmente se habría encontrado un modo de resolver las dudas y las
inquietudes: el de negarse sencillamente a prestarles atención, por considerarlas
ilegítimas, enemigas del único estilo de vida posible y apetecible. ¿Y qué sucede cuando
todas esas preguntas se cuelan —porque tarde o temprano se cuelan— en nuestra mente?
Muy sencillo. Basta una frase. Tres palabras mágicas: «No te rayes».
¡Se puede vivir de otro modo!
Hace no tantos años, san Juan Pablo II se preguntaba: «¿Qué es la juventud?», para
responder enseguida: «No es solamente un período de la vida correspondiente a un
determinado número de años, sino que es, a la vez, un tiempo dado por la Providencia a
cada hombre, tiempo que se le ha dado como tarea, durante el cual busca, como el joven
del Evangelio, la respuesta a los interrogantes fundamentales; no solo el sentido de la
vida, sino también un plan concreto para comenzar a construir su vida. Esta es la
característica esencial de la juventud» (Cruzando el umbral de la esperanza, p. 131).
Qué distinto este cuadro que trazaba el Papa, de aquel que nos presentan hoy filósofos y
sociólogos. Si estos tienen razón, habríamos pasado del joven que se pregunta, busca
respuestas y se traza planes, al joven anestesiado y cínico, que considera la juventud
como la mejor etapa de la vida por ser la de mayor libertad con menor responsabilidad.
La época en la que uno puede dedicar el mayor número de horas a la pura diversión, sin
que esto tenga consecuencias (inmediatamente) graves.
Entonces, si este cambio se ha producido, ¿qué ha pasado con Dios en esta historia?
¿Tiene algo que ver con el cansancio, con el fracaso y la ligereza? ¿Es el culpable, o es
un mero espectador? ¿Tiene algo que decir al respecto? Para muchos, estas preguntas
carecen de sentido. Sin embargo, si estás leyendo este libro, es muy probable que para ti
sí que lo tengan. Es más, seguramente te has preguntado alguna vez qué tiene que ver
Dios con tus cansancios, tus fracasos o tu estilo de vida, quizá un poco superficial. Si Él
existe realmente, si es omnipotente, ¿por qué permite que vivamos estas experiencias?
En realidad, el curso de la historia no es simplemente el desarrollo de un plan
perfectamente trazado por Dios, como si se tratara de una representación de marionetas.
Precisamente por las características del mundo que Él creó, lo que sucede tiene mucho
que ver con la libertad de las personas, con el misterio del mal y con la gracia de Dios.
Al mismo tiempo, puesto que no le somos indiferentes, ha querido permanecer junto a
nosotros y nos sigue ofreciendo su enorme poder transformador. Así, en las
circunstancias actuales, frente a las experiencias del cansancio, el fracaso y la ligereza,
Él nos abre a otras muy distintas.
En primer lugar, la experiencia de la aceptación, que me permite amarme como soy,
17
sin que me agoten mis propios límites, mis fracasos, mis pecados. En un mundo en el
que se me juzga por lo que logro, Dios me ama por quien soy: porque soy hijo suyo.
Como señaló el Papa Francisco, la de no aceptarse es «una gran tentación, que no solo
tiene que ver con la autoestima, sino que afecta también a la fe. Porque la fe nos dice que
somos “hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3, 1)». Por eso, «no aceptarse, vivir
descontentos y pensar en negativo significa no reconocer nuestra identidad más
auténtica: es como darse la vuelta cuando Dios quiere fijar susojos en mí; significa
querer impedir que se cumpla su sueño en mí. Dios nos ama tal como somos, y no hay
pecado, defecto o error que lo haga cambiar de idea» (Homilía, 31-VII-2016).
En segundo lugar, la experiencia del perdón, que transforma los propios fracasos en
la alegría de saberse amado y restaurado en la propia debilidad. El Evangelio está lleno
de enseñanzas de Jesús en este sentido: desde la parábola del hijo pródigo a su actitud
compasiva ante la mujer adúltera. Los ancianos del pueblo acuden a Jesús con la
intención de apedrearla delante de todos. Ha sido «sorprendida en flagrante adulterio»
(Jn 8, 4). Quizá la presentan a Jesús tal como la han encontrado, apenas cubiertas por
unas sábanas. Jesús no se escandaliza ni se lleva las manos a la cabeza. Se pone a
escribir en la tierra y les hace pensar en sus propias vidas: «—El que de vosotros esté sin
pecado que tire la piedra el primero» (Jn 8, 7). Ninguno lo hace. Se van retirando uno a
uno, «comenzando por los más viejos» (Jn 8, 9). Por fin, Jesús levanta la mirada hacia la
mujer. Seguramente le dirigió una serena sonrisa, de auténtica compasión. Le hizo ver
que, por encima de todas sus malas acciones, era una mujer con una dignidad y un valor
inmensos. No solo le ofreció el perdón de Dios, sino que además abrió ante sus ojos un
futuro lleno de esperanza: «—Vete y a partir de ahora no peques más» (Jn 8, 11). La
experiencia de aquella mujer puede ser la nuestra. «Dios nunca se cansa de perdonar.
Nunca. (…) El problema es que nosotros nos cansamos, no queremos, nos cansamos de
pedir perdón» (Papa Francisco, Ángelus, 17-III-2013). Y nos cansamos, tal vez, porque
no logramos descubrir la maravilla de ser perdonados por quien más nos quiere.
Finalmente, la experiencia de la grandeza, primero en los sueños y luego en la
realidad de nuestra propia vida. Esta experiencia es consecuencia de la confianza en un
Dios, amigo del hombre, que nos capacita para misiones de entrega y de amor verdadero.
De nuevo basta abrir el Evangelio para ver la transformación que se produce en la vida
de los apóstoles. Aunque tantas veces desesperaran un poco a su Maestro y Señor con
sus luchas por sobresalir, o incluso cobardemente le negaran, fueron capaces de dar la
vida por Él. Hombres muy pequeños fueron capaces de cosas muy grandes. Y no porque
lograran grandes resultados, sino porque su vida miraba a un horizonte inmenso. «El
cristianismo», escribió san Ignacio de Antioquía, poco después de la muerte de los
primeros apóstoles, «no es obra de persuasión, sino de grandeza» (Carta a los Romanos).
Eso mismo estamos llamados a experimentar nosotros.
18
* * *
Al vivir de nuevo estas experiencias, un joven del siglo XXI puede seguir siendo
como Andrés y Juan. En los tres casos se trata de experiencias originarias, puesto que
ponen de manifiesto nuestra verdad más profunda, nuestro origen: ¡que somos hijos de
Dios! Y lo somos aunque fallemos, aunque pensemos que no estamos a la altura. Como
escribió san Juan Pablo II, tal relación no puede «ser alienada, ni destruida por ningún
comportamiento» (Dives in Misericordia, n. 5). La certeza del amor incondicional de
nuestro Padre Dios es el mejor fundamento para nuestra existencia.
«En los años que llevo como Obispo», decía el Papa Francisco, «he aprendido una
cosa —he aprendido muchas, pero una quiero decirla ahora—: no hay nada más hermoso
que contemplar las ganas, la entrega, la pasión y la energía con que muchos jóvenes
viven la vida. Esto es hermoso, y, ¿de dónde viene esta belleza? Cuando Jesús toca el
corazón de un joven, de una joven, este es capaz de actos verdaderamente grandiosos. Es
estimulante escucharlos, compartir sus sueños, sus interrogantes y sus ganas de rebelarse
contra todos aquellos que dicen que las cosas no pueden cambiar». (Discurso, 28-VII-
2016). Las experiencias del cansancio, del fracaso y de la ligereza no tienen la última
palabra. No la tendrán, con tal de que encontremos a Jesús y aprendamos a confiar en la
gracia y el poder de Dios, con tal de que aprendamos a vivir como hijos suyos.
Pero… ¿por qué yo?
Juan y Andrés eran solo dos entre los muchos jóvenes que habitaban Cafarnaún en
los años en que Juan el Bautista comenzó a predicar a orillas del Jordán. Pero solo de
ellos y de algunos más de su misma ciudad o de pueblos vecinos (Pedro, Felipe y
Natanael) se nos dice que fueron al desierto de Judea. Solo a ellos y a unos pocos más
(hasta doce) eligió luego Jesús para ser sus Apóstoles. Está claro que la pregunta a estas
alturas del capítulo no puede ser otra: «Y ¿yo podría ser como Juan y Andrés? ¿Podría
considerarme un candidato a escuchar la voz de Dios, a que me abra horizontes
imprevistos de amor, a que me invite a colaborar con Él de un modo determinado en su
sueño de llevar a los hombres el amor de su Padre Dios, la liberación de sus pecados y
esclavitudes?».
Hacerse estas preguntas, así, sin anestesia, puede dar un poco de miedo. Suena a
complicación. A veces, en una situación como esta, preferimos mirar a alrededor y
pensar: «¿Por qué precisamente yo?». Pero este planteamiento está viciado desde su raíz.
Es la típica reacción de un corazón que está adormilado, o que sospecha. Sí, incluso el
corazón de un joven puede estar adormilado. Cuando eso sucede, los interrogantes e
ilusiones están como apagados, aplastados por una modorra paralizante. Hay corazones
19
jóvenes que son ya viejos. Sueñan solo con estar sentados en un paseo marítimo
tomándose un algo. Sueñan con una jubilación anticipada. A veces es pura mundanidad;
otras veces es miedo: miedo a todo lo que uno mismo no pueda controlar.
Sin embargo, si una persona joven no hace violencia a su corazón, y consigue evitar
que las satisfacciones puramente mundanas lo anestesien y empachen, entonces el
corazón vuelve a latir. Se atreve a soñar de nuevo, a hacerse preguntas, a buscar. ¿Cómo
podemos sacudirnos de encima la modorra? A menudo basta tomarse un poco más en
serio durante un tiempo nuestra vida cristiana; o escuchar un testimonio auténtico e
impactante de alguna persona; o quedar conmovido ante una situación determinada de
dolor o de entrega; o atreverse a pensar sobre la propia vida o la de los demás…
Entonces nuestro corazón nos demuestra que, aunque nos asuste un poco, no es tan
distinto al que tenían Juan y Andrés.
Más peligrosa que el adormecimiento es la sospecha. En realidad, es la tentación
más antigua, la primera que aparece en la Biblia (cfr. Gn 3, 1-6). Cuando Adán y Eva se
encuentran en el jardín del Edén, el diablo se les aparece en forma de serpiente para
tentarles. No les ofrece dinero ni placeres: no los necesitan. Solamente les sugiere: «—
¿Es verdad que Dios os prohíbe muchas cosas?». Al principio Adán y Eva parecen muy
seguros: «—No, casi no nos prohíbe nada. Solo nos ha pedido que no comamos de estos
dos árboles». Pero al diablo le basta que empecemos a hablar con él para introducir el
veneno de la sospecha en nuestros corazones: «—Ah, os ha prohibido comer de esos
árboles… Claro, eso es porque no quiere que seáis más poderosos… Porque si coméis de
esos árboles, seréis como dioses». Ya sabemos cómo termina la historia: la sospecha es
capaz de arruinar el amor más original, el más puro.
Aunque sea una cita un poco larga, vale la pena leer con atención cómo explicaba
Benedicto XVI aquel pecado de nuestros primeros padres:
«¿Cuál es el cuadro que se nos presenta en esta página? El hombre no se fía de Dios. Tentado por las
palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un
competidor que limita nuestra libertad, y que solo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de
lado; es decir, que solo de este modo podemos realizar plenamente nuestra libertad… Si reflexionamos
sinceramente sobre nosotros mismos y sobre nuestra historia, debemos decir que con este relato no solo se
describe la historia del inicio, sino también la historia de todos los tiempos, y que todos llevamos dentro de
nosotros una gota del veneno de ese modode pensar reflejado en las imágenes del libro del Génesis. Esta
gota de veneno la llamamos pecado original» (Homilía, 8-XII-2005).
La primera tentación, el origen de todo pecado, consiste en sospechar de Dios, en
pensar que Él quiere entrar en nuestra vida para arruinarla y convertirnos en esclavos. Y,
como consecuencia, sospechar de los demás, sobre todo de los que intuimos que van a
estar de parte de Dios. No debe extrañarnos encontrar esos sentimientos en nosotros
mismos. Sencillamente debe servirnos para sacudírnoslos de encima.
En resumen, la pregunta «¿Por qué precisamente yo?» es una consecuencia
comprensible de la sospecha y del adormecimiento del corazón, a los que estamos
20
sometidos en este mundo. Por eso, a lo mejor, lo primero sea atreverse a cambiarla por
esta otra: «Y ¿por qué no yo?».
Y ¿por qué no yo?
A diferencia de la anterior, esta pregunta nace del deseo y del aprecio de uno mismo.
Primero nace del deseo, pues estimula nuestro deseo de felicidad, de amor y de colaborar
en la tarea de mejorar el mundo en que vivimos. Plantearnos así la cuestión presupone
que consideramos la amistad con Cristo y lo que Él puede ofrecernos como algo bueno,
como algo deseable. Para Andrés y Juan, encontrarse con Jesús no fue un fastidio: fue el
punto final de una búsqueda afanosa… y la primera página de una vida apasionante y
fecunda.
Nace también del aprecio a uno mismo, en cuanto de verdad creemos que nuestra
vida puede servir para algo grande. Que Dios pueda contar conmigo para su plan de
libertad y de amor es un proyecto que está muy por encima de mis posibilidades. Sin
embargo, eso no me aplasta ni me atemoriza, sino que me estimula. No quiero perder mi
vida, ni gastarla inútilmente, ni vivirla a medio gas, sino precisamente dedicarla por
entero a algo que de verdad valga la pena. Cuando sea viejo, no quiero estar en un paseo
marítimo tomándome un algo: me gustaría seguir ayudando a mucha gente, de la manera
que me parece más atractiva (en cada persona esa manera es única, original). Y quisiera
también mirar atrás y pensar: «Verdaderamente he vivido una vida maravillosa». Por eso
precisamente no quiero autoexcluirme, sino incluirme en el mayor proyecto que ahora
mismo se está realizando en nuestro planeta: el de la libertad más plena de los hombres.
Como el que busca colarse en la fiesta del verano, porque ni de broma se la quiere
perder. Lo mismo sucede con los planes de Dios: no me los quiero perder, ni de broma.
«¿Por qué precisamente yo?»; «Y ¿por qué no yo?». Lo más probable es que te
encuentres oscilando entre las dos preguntas. Al fin y al cabo, desprenderse de esa «gota
de veneno» que es el pecado original no es tan fácil. Y por jóvenes que seamos, también
somos un poco comodones y nos encanta la ley del mínimo esfuerzo. Quizá por eso nos
sentimos tan bien comprendidos y retratados por el Papa Francisco cuando nos invita a
no ser «cristianos de sofá» y cuando nos recuerda que «no vinimos a este mundo a
vegetar»… (cfr. Discurso, 30-VII-2016).
Al final, decantarte por una pregunta o por la otra depende de ti. Si quieres inclinarte
cada vez más por la segunda, si te atrae la idea de ilusionarte de verdad con la (posible)
grandeza de tu vida, hay una certeza que has de grabar a fuego en tu corazón y tres
actitudes que puedes empezar a cultivar desde ahora. Vamos a repasarlas, aunque sea
muy brevemente.
Para disfrutar de una libertad que aspira a la grandeza, necesitas antes que nada
21
grabar a fuego en tu corazón una certeza: que no estamos solos. Es la verdad
fundamental que Jesucristo vino a descubrirnos: que Dios nos ama, que sabe lo que hay
en nuestro corazón (y cómo es ese corazón), que nos da su gracia y nos invita a su
compañía, que de verdad le importamos, y que, en la aventura de hacer algo grande con
nuestra vida, Dios no quiere ser un mero espectador, sino protagonista. Es una certeza
fundamental, que nos permite sustituir poco a poco la sospecha por la confianza.
Confianza en Dios y en tantas personas que, de un modo u otro, encontramos en el
camino de la vida y pueden ser de gran ayuda para que seamos capaces de afrontar y
culminar sueños y proyectos grandes.
Es fácil comprender que esta certeza es un don de Dios. Por eso, lo primero que está
en nuestra mano es pedirlo. Jesús mismo se lo dijo en una ocasión a una mujer
samaritana: «—Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”,
tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva» (Jn 4, 10). Solo si estamos cerca
de Dios, le perdemos el miedo. En la oración, en la santa Misa y en la confesión, en el
servicio a quienes más lo necesitan. Poco a poco, nos llenará de su don, y podremos
verle con la misma admiración y el mismo deseo que llenaba los corazones de Juan y de
Andrés. Como ellos, descubriremos el sentido último de nuestra vida y lo abrazaremos
entusiasmados.
Junto con la certeza en la cercanía de Dios, hay que cultivar tres actitudes. La
primera es la capacidad de tomar decisiones. Suena a perogrullada, pero la vida es…
¡para vivirla! Y eso exige movimiento, decisiones y una constante fidelidad a tu propia
libertad. Es verdad que para aprender a decidir hay que empezar por pensar. Cuando
decimos que nos rayamos, estamos reconociendo que no sabemos pensar; que, ante un
problema o una situación complicada, nuestro pensamiento se ve incapaz de encontrar
una solución o, al menos, un adecuado «protocolo de actuación». Los griegos describían
esa experiencia como estar en aporía, o sea, sin salida, como alguien que está en un
camino y llega a un punto en que no puede avanzar. Quien se raya queda paralizado. A
menudo, se lanza a hablar con multitud de personas, pero al final sigue sumido en la
propia indecisión, o sencillamente deja que otro decida por él. Y, sin embargo, ¡es tan
importante ser uno mismo quien decida! Solo quien tiene el valor de hacerlo puede
equivocarse y, por tanto, puede aprender a gestionar sus errores sin que le hundan o le
rayen todavía más. Pero, sobre todo, solo quien decide se hace dueño de su propia vida,
se ilusiona con ella y busca invertirla en algo que merezca la pena. Entre otras cosas,
porque empieza a saber lo que cuesta la vida de un ser libre… y las muchas
potencialidades que encierra.
La segunda actitud que puedes cultivar es la capacidad de darte a los demás. Pensar
en los demás aumenta las pulsaciones del corazón: lo despierta. Y, una vez despierto, no
le deja volverse a dormir. ¿No te convence? Busca la historia de Madre Teresa de
22
Calcuta, o de cualquier persona que te parezca que haya vivido verdaderamente para los
otros. Mira a ver qué dice de su propia vida. Busca algo sobre la vida de María de
Villota, una chica de Madrid que ha vivido el mismo mundo que nosotros. Llegó a ser
piloto de Fórmula 1 —¡era su sueño!—, hasta que un dramático accidente la apartó de la
competición. De un modo inesperado, descubrió que su nueva situación le permitía
preocuparse de los demás, atender enfermos y a otras personas que sufrían, hasta que se
abrió ante sus ojos un panorama inmenso: «Es muy bonito, porque tengo el pulso cogido
a mucha gente que lo necesita. Y, aunque duele, es la forma más bonita de estar vivo»
(entrevista en ¿Por qué sonríes siempre?, 37). Mirar más allá del propio ombligo,
levantar la vista y ver que la propia vida puede aliviar en algo el sufrimiento de otros,
pensar que cada uno de nosotros somos importantes para muchas personas. Todos estos
son descubrimientos que nos permiten vivir más intensamente.
Finalmente, y sobre todo, necesitas cultivar la capacidad de soñar. No en el sentido
de tumbarte y empezar a imaginar batallas y victorias, bailes y recepciones de gala.
Soñar en el sentido de proyectar tu vida hacia el futuro, de considerar todo el bien y la
belleza que te gustaría alcanzar. Verte dentro de unos años (¡y ahora mismo!) como
alguien que puede hacer felices a los demás y que puede ser feliz con ellos. Verte como
alguien capaz de tolerar la frustración de que haya cosas que no salgan a la primera (o
que quizáno salgan nunca), sin perder la sonrisa y las ganas de seguir adelante. En fin,
como alguien que no teme tener sueños distintos a los de la gente, y que pone los medios
necesarios para convertirlos en proyectos y hacerlos realidad. Cultivar esta capacidad te
dará vida, entusiasmo y un sentido intenso de libertad, porque, como afirma un poeta
italiano, «la libertad nos permite soñar y los sueños son la sangre de nuestra vida» (A.
D’Avenia, Blanca como la nieve, roja como la sangre).
* * *
De entre estos últimos puntos que acabamos de repasar, la capacidad de soñar
merece un desarrollo. Hablar de vocación o de llamada de Dios tiene mucho que ver con
los sueños. Por una parte, con nuestros propios sueños, con nuestra insatisfacción, con
nuestra aspiración a una realidad mejor. Por otra parte, con los sueños de Dios. Sí,
también Él sueña. Soñó con nosotros, antes de crearnos. Soñó con nuestro amor. El de
los cristianos es un Dios de sueños. Y por eso Él es el primer interesado en que nosotros
desarrollemos también la capacidad de soñar.
23
Capítulo 2
¡Soñar!
¿Qué distingue a un joven de un viejo? ¿La edad? ¿Las arrugas y las canas? No es
eso: hay personas que con 80 años permanecen jóvenes, y otras que con 20 son ya
ancianos decrépitos. Quizá tenga razón aquel poeta que se preguntaba: «¿Qué es
verdaderamente ser viejo? ¿Y qué es ser joven? Joven, cuando predomina el futuro;
viejo, cuando el pasado prevalece» (Novalis, Fragmentos). Para un viejo no hay futuro:
el mundo está fatal y no tiene remedio, por eso él prefiere vivir encerrado en su mundo,
habitualmente pasado. Para un corazón joven, en cambio, el mundo puede estar mal,
pero tiene solución. El viejo vive de ensoñaciones y placeres pequeños; su máxima
felicidad es estar tranquilo, a gustito. El joven vive de sueños que le dan fuerza para
ponerse en camino y luchar por un mundo mejor.
En este capítulo vamos a tratar de la capacidad que tenemos los seres humanos de no
conformarnos con la realidad que vivimos. El Papa Francisco la presentaba en su visita a
Cuba como algo fundamental: «En la objetividad de la vida tiene que entrar la capacidad
de soñar. Y un joven que no es capaz de soñar está clausurado en sí mismo, está cerrado
en sí mismo». Con un fuerte acento argentino, seguía: «Cada uno a veces sueña cosas
que nunca van a suceder, pero soñalas, desealas, buscá horizontes, abrite, abrite a cosas
grandes». Ese es el deseo que late en el fondo de un corazón joven. A veces los reveses,
los fracasos, las dificultades nos llevan a cerrarnos en nosotros mismos, a no
preocuparnos más que de estar bien. Sin embargo, eso no apaga nuestra sed. Por eso,
concluía el Papa: «Abrite y soñá. Soñá que el mundo con vos puede ser distinto. Soñá
que, si vos ponés lo mejor de vos, vas a ayudar a que ese mundo sea distinto. No se
olviden, sueñen» (Discurso, 20-IX-2015).
Al dirigir estas palabras a los jóvenes cubanos, Francisco sabía a quién estaba
hablando. Sabía que su realidad no es sencilla; sabía que no es en absoluto fácil de
24
cambiar. Y sin embargo les animó a soñar. Tal vez porque, «solo cuando el hombre tiene
fe en lograr algo que está por encima de sus posibilidades —eso es un sueño—, la
humanidad da los pasos que la ayudan a creer en sí misma» (A. D’Avenia, Blanca como
la nieve, roja como la sangre).
¿Y Dios? ¿Qué pinta Dios en todo esto? A veces nos parece que a Él no termina de
gustarle eso de que soñemos. Según la idea que nos hemos hecho, nos parece que Dios
prefiere que nos limitemos a obedecer a lo que ha dispuesto. Los sueños no harían más
que distorsionar sus planes… Pero ¿es así? Si nos ha hecho libres, y los sueños son
precisamente como la sangre de la libertad, ¿no es, más bien, que Dios ama nuestros
sueños? Si somos capaces de soñar con algo que está por encima de nuestras
posibilidades, ¿no es precisamente porque Dios mismo ha puesto esos sueños en nuestro
corazón? Dios —el Dios de los cristianos— ama los sueños, y nos propone que soñemos
a lo grande y no nos desanimemos jamás, pase lo que pase. Él mismo soñó con nosotros
al crearnos, y nos puso en el mundo dejando en nuestras manos sus propios sueños, para
que los hagamos crecer juntos. ¿Cuáles son esos sueños? La Biblia recoge al menos
tres…
Transformar el mundo
Imagínate que cada persona se levantara por la mañana y se preguntara: «Hoy,
¿tengo algo grande que hacer?». A juzgar por la cara que pone la gente de camino al
trabajo, parece que muy pocos tendrían una respuesta afirmativa. Van a clase deseando
que terminen las clases; a trabajar, esperando el fin de semana; a cumplir con la
actividad a la que dedican más horas a la semana, sin ningún tipo de entusiasmo. Un
poco como aquella profesora universitaria que decía a sus alumnos: «Dios condenó al
hombre a trabajar, no a trabajar sufriendo». Se ve que no había leído la Sagrada
Escritura: ¡Dios no condenó al hombre a trabajar! ¿Entonces…?
El Génesis es el primer libro de la Biblia. Sus primeros capítulos narran, con un
lenguaje simbólico, el origen del mundo y de la vida humana. Son mucho más que un
cuentecillo, pues revelan algunos elementos esenciales sobre Dios, el hombre y la
realidad en que vivimos. En el primer capítulo, por ejemplo, se lee que Dios mismo
dedicó seis días a completar el cielo y la tierra. Trabajó seis días y el séptimo día
descansó. ¿Cómo podía maldecir el trabajo un Dios que trabaja?
El segundo capítulo vuelve a contar la misma historia, pero desde otro punto de vista.
Aquí vemos a Dios creando el jardín del Edén con sus cuatro ríos, sus árboles de todo
tipo… hasta llegar al primer ser humano. El Señor le da vida, lo pone en ese jardín y le
da un mandamiento. ¿Cuál? Antes de seguir leyendo, intenta contestar tú a la pregunta.
¿Cuál es el primer mandamiento que, según la Biblia, Dios da al hombre? Más de uno y
25
más de una contestan con el famoso: «Del árbol del conocimiento del bien y el mal no
comerás, porque el día que comas de él, morirás» (Gn 2, 17). A lo que habitualmente se
añade: «Ya estamos, prohibiendo…». Pero es que no es ese el primer mandamiento.
Dios no puso al hombre en el Jardín del Edén sin más, como si no le importara lo que
hiciera, o como si fuera un animalito más, o un niño pequeño: «Quédate ahí… ¡y sobre
todo no toques mi árbol!». Eso no es más que una versión simplista y muy pobre de la
realidad. Lo que dice la Biblia es que «el Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el
jardín del Edén para que lo trabajara y lo guardara» (Gn 2, 15). El jardín que Él mismo
había terminado, el que le gustaba mirar y contemplar con cariño porque era «muy
bueno», lo deja en manos del hombre para que sea él quien lo guarde y lo trabaje y lo
lleve a su plenitud. Dios soñó con que fueran sus criaturas las que terminaran la obra de
la Creación. Y por eso la dejó en nuestras manos. Así pues, cada vez que nos ponemos a
trabajar, estamos cuidando y mejorando el mundo que Dios creó bueno. Él quiere contar
con cada uno de nosotros —contigo— para terminar su propia obra. ¿No te parece eso
algo grande por lo que vale la pena levantarse cada mañana? Desde luego, nos permite
mirar nuestro trabajo diario con otros ojos.
Sobre el trabajo como un sueño de Dios se pueden considerar tres aspectos. Quizá el
más evidente es que el trabajo mejora el mundo, convirtiéndolo en el lugar que los
hombres habitan. Esa es la diferencia entre una selva y un jardín, o entre un barracón y
un hogar: el trabajo que lo humaniza. En otras palabras, gracias al trabajo el mundo se
convierte en lugar propio del hombre, en su hogar. No se trata solamente de una cuestión
material —ordenar la habitación, limpiar la casa o la ciudad, etc.—, sino que afecta
también a dimensiones más profundas. Todos los días nos enteramos de noticias que nos
rebelan: formas de injusticia, de abuso; la demagogia de unos y las estratagemas de
otros; imágenes de pobreza y mil formas de mal. Un corazón viejo se lamenta: «¡Qué
mal está el mundo!»; un corazón joven se enciende: «¡Hay que cambiarlo!». ¿No te
sucede a ti también? Qué bien lo vio BenedictoXVI, al poco de ser elegido Papa, tras
contemplar a los millares de jóvenes que se acercaron a rezar ante san Juan Pablo II: «No
es verdad que la juventud piense sobre todo en el consumo y en el placer. No es verdad
que sea materialista y egoísta. Es verdad lo contrario: los jóvenes quieren cosas grandes.
Quieren que se detenga la injusticia. Quieren que se superen las desigualdades y que
todos participen en los bienes de la tierra. Quieren que los oprimidos obtengan la
libertad. Quieren cosas grandes. Quieren cosas buenas» (Discurso, 25-IV-2005). Esas
cosas grandes, esas cosas buenas, la justicia, la libertad, la igualdad, el trato más humano
entre las personas es algo que depende, en primer lugar, de nuestro trabajo diario. Por
supuesto, a veces no se ve qué tiene que ver nuestra tarea cotidiana con la mejora del
mundo mundial… Sin embargo, ¡qué distinto un ambiente de trabajo donde se respira la
alegría cristiana, el cariño, el interés por los demás, de un lugar de trabajo con un
26
ambiente tóxico, de competitividad inhumana! Y eso se aplica a una oficina, a una
fábrica, a las aulas universitarias. En todas partes, con nuestro modo de trabajar,
podemos hacer un mundo un poco mejor. En algunos trabajos, además, la dimensión de
servicio o de transformación de la sociedad es completamente explícita.
Así pues, ¿cómo podemos mejorar el mundo con nuestro trabajo? A veces nuestros
sueños se desvanecen sencillamente porque no sabemos qué podemos hacer para
convertirlos en proyectos y hacerlos realidad. Imaginamos grandes acciones, a la vista de
todos, pero luego nunca llega la ocasión de ponerlas por obra. En cambio, despreciamos
los pequeños gestos de cada día. Ante un nutrido grupo de jóvenes, san Juan Pablo II
señalaba: «¡Cuánto pueden influir en la sociedad un hombre y una mujer de fe!»; y
enseguida lo concretaba: «Forma parte del realismo cristiano comprender que los
grandes cambios sociales son fruto de pequeñas y valientes opciones diarias. Vosotros os
preguntáis a menudo: “¿Cuándo llegará nuestro mundo a configurarse plenamente al
mensaje evangélico?”. La respuesta es sencilla: cuando tú seas el primero en obrar y
pensar establemente según Cristo, al menos una parte de ese mundo le será entregada en
ti» (Discurso, 9-IV-2001). Si lo piensas detenidamente, seguro que encuentras más de un
detalle con el que podrías empezar ya a transformar un poco el mundo en el que vives.
En segundo lugar, el sueño de Dios tiene que ver con que el trabajo nos mejora a
nosotros mismos. El Señor no solo deja el mundo en tus manos, sino que te entrega tu
propia vida, para que la lleves a plenitud. Al trabajar ponemos en juego nuestros talentos
y desarrollamos (o adquirimos) muchas virtudes. A veces se precisa más fortaleza para
seguir estudiando hasta terminar, que para ir al gimnasio a levantar pesas… No es
casualidad que la misma raíz del verbo «cultivar» corresponda a la palabra «cultura»,
que no es solamente un producto del hombre, sino también un enriquecimiento del
mismo hombre. Así, por ejemplo, al cultivar un campo, el campesino permite que se
desarrollen todas las potencialidades de las semillas. El suyo es un trabajo atento,
paciente, confiado, que le hace ser, al mismo tiempo, una persona más atenta, paciente y
confiada. Es verdad que en las ciudades se han perdido, en buena medida, estas virtudes.
Sin embargo, también nuestro trabajo puede ser así. ¿No podemos dar, en nuestro
estudio o en nuestro trabajo, lo mejor de nosotros mismos?
Hay algo grande en una persona que trabaja bien. Piénsalo: qué distinto es ver a
alguien estudiando con seriedad, bien sentado, concentrado y tomando notas… y ver
después a otra persona repantingada, bostezando, pasando las hojas como si no le
importaran lo más mínimo. Trabajando el mundo —¡estudiando!— nos trabajamos a
nosotros mismos; cultivando el mundo, nos cultivamos a nosotros mismo. Por eso
podemos hacer nuestras las palabras de Hölderlin:
«“¡Cada uno, su trabajo!”, me dirás, y yo también lo digo. Solo que debe dedicarse a ese trabajo con toda
el alma y sin ahogar en sí cualquier otra fuerza, aunque no concuerde exactamente con su trabajo; no tendría
que limitarse, con este miedo miserable e hipócrita, a lo que su trabajo dice literalmente; debería hacer su
27
trabajo lleno de amor y de seriedad, y entonces en su quehacer vivirá un espíritu» (Hiperión).
Esta última referencia al espíritu nos permite abrir la tercera dimensión de este sueño
de Dios, pues el trabajo es un modo de rezar. De nuevo, no es casualidad que la misma
raíz de «cultivar» y de «cultura» haya dado la palabra «culto». En efecto, la acción por la
que el hombre trabaja el mundo constituye también un auténtico culto a Dios. De este
modo se presentan, por ejemplo, las obras de Caín y de Abel (Gn 4, 3-5). Hasta tal punto
es así que, si no constituye un culto a Dios, el trabajo carece de sentido. Es lo que parece
indicar la corrección de Jesús a Marta, que estaba agobiadísima por todo lo que tenía que
hacer, hasta el punto de perder la paz, la alegría… y la conciencia de quién era su
invitado (Lc 10, 38-42). Qué distinto, en cambio, el trabajo del mismo Jesús en el taller
de Nazaret. ¿Lo has imaginado alguna vez? Al estar unido a su Padre, cada gesto tenía la
plenitud de sentido de quien sabe que está en el mundo para devolver a Dios, mejorado,
el mismo mundo que de Él ha recibido. Así podemos trabajar también nosotros.
En las religiones antiguas, los dioses habitaban en los cielos y se hacían presentes en
los santuarios. Ahí debían dirigirse los hombres para ofrecer las víctimas en sacrificio,
ahí tenían lugar los grandes banquetes rituales, las purificaciones, etc. En la religión
cristiana, en cambio, Dios sale a nuestro encuentro en todas partes. «En un laboratorio,
en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en
el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo,
Dios nos espera cada día» (S. Josemaría Escrivá, Conversaciones, n. 114). De este
modo, nuestro trabajo adquiere un relieve y un valor insospechados, pues a través de los
mil detalles que encierra cualquier actividad profesional podemos expresar a Dios
nuestro amor. Como un niño pequeño que se pone a ordenar su habitación para dar una
alegría a sus padres. Como un enamorado que prepara una cena hasta el último detalle,
para halagar a la persona a quien más ama: es el amor lo que le mueve. Así podemos
trabajar. Ese es el sueño de Dios, al que Él mismo nos invita a soñar: «Dios ha creado el
mundo para iniciar con el hombre una historia de amor. Lo ha creado para que el amor
exista» (J. Ratzinger, En el principio creó Dios, 46).
* * *
Llegados a este punto, podríamos preguntarnos: ¿qué ha pasado para que hayamos
perdido todo esto de vista? ¿Qué ha pasado para que lleguemos a ver nuestro trabajo
como una condena? Responder a esa pregunta nos llevaría seguramente muy lejos. Pero
el solo hecho de planteárnosla puede ayudarnos a descubrir el tesoro que tenemos entre
manos. Entonces nos levantaremos cada mañana pensando: «¡Hoy tengo algo grande que
hacer!».
28
Amar a una persona incondicionalmente, por sí misma y para siempre
Hemos terminado la sección anterior señalando que Dios ha creado el mundo para
que el amor exista. Pues bien, también para eso cuenta con nosotros, pues Dios creó al
hombre para amar. El libro del Génesis describe con cierto detalle la creación del primer
ser humano, a partir de la tierra y del aliento de Dios. Sin embargo, enseguida el Señor
se da cuenta de que le falta algo: «—No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 17).
Por eso, decide: «—Voy a hacerle a alguien como él, que le ayude» (Gn 2, 17).
El mundo en que vivimos nos dice que lo importante es ser capaz de triunfar en esta
vida por nuestras propias fuerzas. La Biblia, en cambio, afirma que la soledad deja al
hombre incompleto. Algunos pensadores contemporáneos señalan eso mismo: hay
algunas experiencias en la vida que nos llevan a nuestra plenitud personal,y son
precisamente experiencias que tienen que ver con nuestra relación con otras personas.
Reconocer que alguien merece todo nuestro respeto, ¿nos hace más débiles o más
humanos? El panorama inmenso que se abre en una amistad verdadera y profunda, ¿es
una muestra de falta de personalidad o es justamente un camino por el que nuestra vida
se hace más plena? Dios soñó con una criatura que no fuera autosuficiente ni viviera de
modo aislado. Dios mismo es una comunidad de Personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo),
y por eso, al crearnos a su imagen y semejanza, quiso que nuestra fortaleza —nuestra
felicidad— fueran los otros. Si no eres capaz de compartir este sueño divino, quizá es
mejor que no sigas leyendo…
Dentro de todas las relaciones que nos hacen ser personas, hay una particularmente
original, puesto que está en esa narración de los orígenes que ha recogido el Génesis.
Constituye el segundo sueño de Dios. Con un lenguaje que también aquí es simbólico, el
libro narra cómo, para ofrecer al hombre una ayuda adecuada, Dios modela a todos los
animales. Sin embargo, eso no es suficiente:
«Entonces el Señor Dios hizo caer un letargo sobre Adán, que se durmió; le sacó una costilla, y le cerró el
sitio con carne. Y el Señor Dios formó, de la costilla que había sacado de Adán, una mujer, y se la presentó a
Adán. Adán dijo: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será ‘mujer’, porque
ha salido del varón”. Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos
una sola carne» (Gn 2, 21-24).
Varón y mujer están llamados, desde su origen, a reconocerse mutuamente y a
entregarse el uno al otro de un modo tan íntimo, que lleguen a ser «una sola carne». Es
tanto como decir «una sola historia», «una sola persona». Si lo piensas, es un sueño
maravilloso. Se trata de ser capaces de descubrir en otra persona su valor más profundo:
un bien tan valioso, que merece que dediquemos la vida entera a recordárselo, a gozar de
ese bien que hemos descubierto, y a cuidarlo con todas nuestras fuerzas. En pocas
palabras, es el camino que se recorre desde el enamoramiento (el deslumbramiento ante
la maravilla del otro) hasta el amor (la decisión de cuidar ese bien lo mejor que
29
podamos). Y eso, no solamente como un camino individual, ante un objeto magnífico,
sino como una relación mutua. Parece mentira que sea posible poner de acuerdo, de una
manera tan honda, dos libertades humanas. Y sin embargo es la realidad sobre la que se
funda toda nuestra historia.
En efecto, el matrimonio es el camino por el que entra el futuro en la historia, pues
de la donación mutua del hombre y la mujer recibimos el don de una nueva vida, y otra,
y otra… cada una de ellas, única, preciosa, irrepetible. Y por eso cada hija, cada hijo, es
fruto de un acto de amor total y gratuito por la otra persona. Así, el bien que se ha
encontrado en el otro, y al que se ha entregado la propia existencia, se difunde y crece y
se hace duradero por medio de la familia. Los padres prolongan su amor en los hijos, y
les transmiten los mismos dones que ellos han recibido. Ese es el sueño que Dios quiere
compartir con nosotros.
* * *
De nuevo, ante un panorama espléndido como este podríamos preguntarnos: ¿qué ha
pasado para que perdamos de vista toda esta grandeza? Porque no debemos engañarnos:
¿cuántas personas ven hoy el matrimonio en estos términos? ¿Y la familia? ¿Cuántos se
plantean el noviazgo como un tiempo para descubrir la maravilla del otro, para conocerlo
a fondo y decidir por él una entrega de la vida entera? ¿No es verdad que hemos
reducido el amor, que puede ser eterno, a la sensación del momento? ¿No es verdad que
miramos con cinismo a quien nos dice que en la relación entre un hombre y una mujer
hay algo más que el placer de una noche?
Quizá debemos descubrir la grandeza del matrimonio como sueño de Dios. Visto así,
se convierte en una misión que puede dar sentido a una existencia, que la llena de color,
que le da una forma plena. Basta pensar en Ulises volviendo a casa, hacia su esposa
Penélope y su hijo Telémaco (en la Odisea); o en el cambio que exige de Mr. Darcy y de
Lizzy Bennet el descubrimiento, inesperado y chocante, del otro (en Orgullo y
Prejuicio); o en el poder redentor de una mirada que afirma y acoge el bien que hay en el
otro, como hace Sonia con Raskólnikov (en Crimen y Castigo); o en lo hermosa que nos
sigue pareciendo la historia de la pareja que abre la película Up! ¿Cómo es posible que
haya aún personas que siguen presentando el matrimonio como una institución antigua y
aburrida? ¿Cómo es posible que lo vean como una esclavitud, en lugar de una afirmación
de la libertad humana, que es capaz de amar en futuro? Quizá porque les faltan —y nos
faltan— ejemplos cercanos. O porque en el fondo hemos olvidado que la libertad es
mucho más que poder elegir cada día algo distinto, y que el amor es mucho más que un
sentimiento que viene y va. El amor nace de un sentimiento, pero se enraíza en el
corazón y se convierte en una luz que nos permite descubrir en otra persona un tesoro de
valor ilimitado: «—¡Hueso de mis huesos y carne de mi carne!» —otro yo, que merece
30
de mí todos los cuidados, y a través del cual mi vida se hace fecunda y duradera.
Casarse y fundar una familia es, desde luego, algo esforzado. No todos los días son
de color rosa. Sin embargo, es al mismo tiempo una aventura maravillosa. Tal vez
tengamos cerca ejemplos que nos entusiasmen. Tal vez, no. En todo caso, hay un deseo
en el fondo de nuestro corazón que nos recuerda que el amor pide eternidad, y que nos
dice que no hay camino más claro para ser feliz que «tratar de cumplir lo que es la
esencia del amor, es decir, no tomar la vida para mí, sino dar la vida; no “quedarme” con
la vida, sino hacer de la vida un don; no buscarme a mí mismo, sino dar a los demás»
(Benedicto XVI, Discurso, 25-III-2010). Y eso podemos vivirlo, en primer lugar, en el
camino del matrimonio. Aunque no es el único camino.
Llenar el mundo del mismo Amor que Dios nos tiene
El gran sueño de Dios al crearnos es que participemos de su Amor. El Padre, el Hijo,
el Espíritu Santo querían compartir su comunión, y por eso soñaron con unas criaturas
libres, capaces de amar. ¿No te parece grandioso? Incluso cuando el hombre lo desprecia
y prefiere convertirse en un animal autosuficiente —eso es el famoso pecado original—,
Dios sale a su encuentro y está dispuesto a todo por él. Hasta hacerse hombre y dar la
vida por hacerle partícipe de su Vida. Es el sueño magnífico que Jesucristo nos dio a
conocer, y por el que rogó a su Padre antes de morir en la Cruz: «—Como Tú, Padre, en
mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros» (Jn 17, 21). De hecho, si tuviéramos que
resumir la fe cristiana en unas pocas frases, empezaríamos por aquí. Sin embargo,
¡cuánta gente vive hoy en día como si nada de eso fuera real!
Se cuenta una historia de Dostoievsky que le hizo replantearse muchas cosas. La
relata Alessandro D’Avenia en una conferencia sobre el maestro ruso. Era una fría
mañana de abril cuando salió en mangas de camisa, con otros cuatro hombres, para ser
fusilado. Había sido condenado por participar en actividades revolucionarias. Demasiada
preocupación por los pobres y la injusticia social. Al acercarse el momento de su
ejecución, se giró hacia otro de los ajusticiados, el cabecilla del grupo. «—¿Estaremos
con Cristo?», le preguntó. La repuesta, tal vez acompañada por una mueca sarcástica, fue
lacónica y terrible: «—Un puñado de polvo». En el último momento, los presos fueron
indultados y se les conmutó la pena por unos años de trabajos forzados en Siberia. Sin
embargo, aquel comentario caló en el corazón de Dostoievsky: «—Un puñado de
polvo».
Para muchas personas no somos más que eso, un puñado de polvo. Sin nada que
esperar más allá de este mundo. Sin nadie que crea en nosotros incondicionalmente. Solo
juegos de poder, solo pequeños seres egoístas en busca de placer y de sus propios
intereses, a menudo demasiado humanos. ¿Soñar con algogrande? Sonríen con cinismo:
31
¿para qué? Ni siquiera creen que sea posible. Algún autor se ha referido a este perfil
humano como una «nueva barbarie»: gente preocupada solo por su fortaleza física, su
vestido, su comida, su placer. Estar bien, vestir bien, pasarlo bien. ¿Sueños? De éxito, de
triunfos, de un físico perfecto, de una fortaleza envidiable, de haberse hecho a sí mismos.
La palabra amor les parece un cuento para niños pequeños, o un eufemismo para hablar
del placer.
¿Cuál es el resultado de todo esto? Un mundo que ha convertido el amor en
contenido de la prensa rosa y en corazones de colores que indican Me gusta. Y nada más.
Un mundo que busca desesperadamente sentirse valioso, querido, y que, al mismo
tiempo, ha perdido la capacidad de querer, porque ha confundido el valor de un ser
humano con su éxito y su repercusión. Por supuesto, hay personas que son una bofetada
para esa mentalidad dominante. Personas que nos recuerdan que el amor verdadero es
posible, y que hay un bien en cada ser humano que es preciso descubrir y cuidar, porque
es fruto del Amor. Madre Teresa de Calcuta es una de ellas. A lo largo de toda su vida
supo entrar en sintonía con el sueño de Amor que Dios nos propone. Eso le dio también
una fina sensibilidad para todo lo humano. Hablando del mundo en que vivimos, no tenía
ninguna duda al afirmar que, «en la actualidad, la mayor enfermedad no es la lepra ni la
tuberculosis, sino más bien el no sentirse querido, ni cuidado y abandonado por todos. El
peor mal es la falta de amor y caridad, la terrible indiferencia hacia nuestro vecino de al
lado, afectado por la explotación, corrupción, pobreza y enfermedad». Sentirse querido
es una necesidad para cada uno de nosotros. A la vez, querer a los demás es el mejor
modo de vivir a fondo nuestra propia vida, puesto que, como afirmaba ella misma, «si no
se vive para los demás, la vida carece de sentido». Dios cuenta contigo para llenar este
mundo de Amor auténtico, y solo por ese camino tu vida puede llegar a plenitud.
Por algún motivo, las palabras de Madre Teresa resuenan en los corazones jóvenes.
Al mismo tiempo, la grandeza del amor por los demás es algo que no se comprende del
todo hasta que se vive. En su primera JMJ como Papa, Benedicto XVI nos lo recordaba:
«Viviendo y actuando así nos daremos cuenta bien pronto que es mucho más bello ser
útiles y estar a disposición de los demás que preocuparse solo de las comodidades que se
nos ofrecen. Yo sé que vosotros como jóvenes aspiráis a cosas grandes, que queréis
comprometeros por un mundo mejor. Demostrádselo a los hombres, demostrádselo al
mundo, que espera exactamente este testimonio de los discípulos de Jesucristo y que,
sobre todo mediante vuestro amor, podrá descubrir la estrella que como creyentes
seguimos» (Homilía, 21-VIII-2005).
* * *
De nuevo, la pregunta que se plantea es: ¿cómo es posible que hayamos olvidado
algo tan esencial? Más aún, ¿cómo es posible que eso haya tenido lugar en un mundo
32
que, hasta hace muy poco, se llamaba cristiano? En realidad, no tiene nada de especial
que los cristianos hayamos olvidado lo más importante. Ha sucedido siempre, desde la
misma Encarnación: «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11). El mal
existe. Quienes se sorprenden de ello y se escandalizan, a menudo no quieren más que
una excusa para seguir a lo suyo. Son viejos de corazón, que piensan que el mundo está
muy mal y no hay nada que hacer. No depende de ellos. Son, como decía el Papa
Francisco en Cracovia, «jóvenes jubilados». Pero no lo son todos los jóvenes.
En un panorama tan oscuro como la Alemania de Hitler, una chica de 20 años se
preguntaba: «¿Cómo se puede esperar, entonces, que el destino conceda la victoria a una
justa causa, cuando nadie está preparado para sacrificarse plenamente por ella?». Más
aún, «¿existen todavía hombres que no se cansan nunca de dedicar el propio
pensamiento y la propia voluntad a una única causa?» (Sophie Scholl, Diario, 22-V-
1940). No es un lamento estéril, sino una pregunta que encendía su corazón joven y que
lo puso en marcha. Ella misma, con su hermano Hans y un grupo de amigos, inició un
movimiento de revuelta. Distribuyeron panfletos por diversas ciudades de Alemania,
hicieron pintadas por las paredes, ¡querían despertar al pueblo alemán ante la barbarie
que estaban viviendo! ¿Triunfaron? —No. El gobierno nazi permaneció en el poder, la
guerra siguió su curso, ellos mismos terminaron en la guillotina… —O sí. Hicieron
brillar una luz en tiempos de tiniebla. Son, todavía hoy, un recordatorio de que la
conciencia humana no se puede acallar con el poder, ni siquiera con el poder más brutal.
Vivieron una vida tan breve como plena.
Los cristianos hemos recibido una luz que ilumina y da calor. Sabemos que en el
origen de nuestra vida hay un Amor que ha soñado con nosotros y nos ama como somos,
simplemente por ser quienes somos, sin que tengamos que merecerlo. Un Amor que ha
dejado el mundo en nuestras manos y que nos anima a soñar también a lo grande. Un
Amor que puede dar sentido a nuestras vidas y que nos permite comenzar siempre de
nuevo, cuando lo perdemos de vista. Un Amor que nos anima a encender el mundo con
esa misma luz: «—¡Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura!» (Mc 16,
15). Cumplir ese sueño depende de cada uno de nosotros.
Toda la vida, a una carta
Llenar el mundo de la luz de Dios es una aventura a la que estamos llamados todos
los cristianos, sin excepción: «En todos los bautizados, desde el primero hasta el último,
actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar» (Evangelii gaudium,
n. 119). Además, no es una misión imposible. Ni siquiera es particularmente difícil.
¿Cómo explicarlo? Sencillamente, «tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él;
entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso
33
es lo que necesitas comunicar a los otros» (ídem, n. 121). Así es, a menudo no hace falta
preparar largas parrafadas. Basta vivir la alegría de una vida enraizada en el Amor de
Dios y llena de sueños. Serán los demás quienes nos pregunten: «Y tú, ¿por qué vas
siempre tan alegre?». Otras veces, seremos nosotros quienes nos adelantemos para
compartir esa alegría con los demás. Sin grandes explicaciones y discursos,
compartiendo nuestra experiencia de Dios.
También es verdad que hay personas a quienes el Señor les pide algo más. De mil
modos distintos les muestra este sueño y esta tarea inmensa y les dice: «—¿Quieres
dedicar a eso toda tu capacidad de amar?, ¿quieres poner a su servicio todo tu ser?». De
mil modos distintos descubren que dedicar su tiempo a cualquier otra cosa les sabría a
poco. Sueñan con el Amor del Señor de tal modo, que no les parece que otro amor pueda
llenarles. Se trata de una invitación de Dios, que uno encuentra, como en las redes
sociales, incluso sin esperarla. Aunque a veces no es una invitación particularmente
detallada, sino solo la convicción de que Dios cuenta conmigo.
Y eso, ¿cómo se sabe? Puede parecerte una respuesta insuficiente, pero lo cierto es
que se trata de algo que sencillamente resuena en el corazón. Como aquel joven
estudiante de La Sorbona, en París. Lleno de vida, guapo, un conquistador con las
mujeres, listo y con dinero. Lo tenía todo. Entre las aulas conoció a un sacerdote vasco,
cojo; todos le llamaban «el hombre del saco». Trabaron amistad. Un día se lo encontró
cuando volvía a casa. Sin venir a cuento, le dijo: «—Javier, ¿de qué te sirve ganar el
mundo si pierdes tu alma?». Fueron unas palabras tumbativas. Lo dejó todo por seguir a
aquel sacerdote, que se llamaba Ignacio y era de Loyola. Si lo piensas, es una situación
curiosa. Todos hemos oído esas palabras del Evangelio, pero para él fueron decisivas.
Resonaron en su corazón, mientras le llenaba una seguridad: «Cristo me lo dice a mí».
La historia se repite, una y mil veces. El joven Álvaro era un madrileño estudiante de
ingeniería. Antes de irse de vacaciones, fue a saludar a un sacerdote poco mayor

Continuar navegando

Materiales relacionados