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El Gran Tejedor de Vidas - Ravi Zacharias

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El
GRAN
TEJEDOR
de	vidas
	
Cómo	Dios	nos	va	formando	a	través
de	los	eventos	de	nuestra	vida
	
RAVI
ZACHARIAS
	
	
La	misión	de	Editorial	Vida	es	ser	 la	compañía	 líder	en	comunicación	crist	ana
que	 sat	 sfa-ga	 las	 necesidades	 de	 las	 personas,	 con	 recursos	 cuyo	 contenido
glorifique	a	Jesucristo	y	promueva	principios	bíblicos.
VIDA
EL	GRAN	TEJEDOR
Edición	en	español	publicada	por
Editorial	Vida–2008
Miami,	Florida
©2008	por	Ravi	Zacharias
All	rights	reserved	under	International	and	Pan-American	Copyright	Conventions.
By	 payment	 of	 the	 required	 fees,	 you	 have	 been	 granted	 the	 non-exclusive,	 non-
transferable	right	to	access	and	read	the	text	of	this	e-book	on-screen.	No	part	of	this
text	may	be	 reproduced,	 transmitted,	 down-loaded,	 decompiled,	 reverse	 engineered,
or	 stored	 in	or	 introduced	 into	 any	 information	 storage	 and	 retrieval	 system,	 in	 any
form	or	by	any	means,	whether	electronic	or	mechanical,	now	known	or	hereinafter
invented,	without	the	express	written	permission	of	Zondervan.
EPub	Edition	©	May	2009	ISBN:	978-0-8297-8061-1
Originally	published	in	the	USA	under	the	title:
								The	Grand	Weawer
								Copyright	©	2007	by	Ravi	Zacharias
Published	by	permission	of	Zondervan,	Grand	Rapids,	Michigan.
Traducción:	Marcela	Robaina
Edición:	Carlos	Peña
Diseño	interior	y	adaptación	de	cubierta:	Cathy	Spee
RESERVADOS	TODOS	LOS	DERECHOS.	A	MENOS	QUE	SE	INDIQUE	LO
CONTRARIO,	EL	TEXTO	BÉBLICO	SE	TOMÓ	DE	LA	SANTA	BIBLIA	NUEVA
VERSIÓN	 INTERNACIONAL.	 ©	 1999	 POR	 LA	 SOCIEDAD	 BÉBLICA
INTERNACIONAL.
ISBN:	978-0-8297-5170-3
CATEGORÉA:	Vida	crist	ana	/	Crecimiento	espiritual
Para	Sarah,	Naomi	y	Nathan,	nuestros	hijos	amados.
Tres	hermosos	tapices	tejidos	por	Dios.
Terminen	bien,	queridos.
	
Contenido
	
Cover
Copyright
Introducción
1	Tu	ADN	importa
2	Tus	desilusiones	importan
3	Tu	llamado	importa
4	Tu	moralidad	importa
5	Tu	espiritualidad	importa
6	Tu	voluntad	importa
7	Tu	adoración	importa
8	Tu	destino	importa
Epílogo
Notas
Apéndice:	veinticinco	preguntas	clave
About	the	Publisher
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Introducción
	
DE	LAS	MILES	DE	CARTAS	QUE	RECIBO	CADA	AÑO,	muchas	de	escépticos,	hay	una
reciente	que	se	destaca.	El	escritor	pregunta	simplemente:	«¿Por	qué	Dios	hizo
que	 fuera	 tan	 complicado	 creer	 en	 él?	 Si	 amara	 a	 alguien	 y	 mi	 poder	 fuera
infinito,	 lo	 usaría	 para	manifestarme	más	 obviamente.	 ¿Por	 qué	Dios	 hizo	 tan
difícil	de	ver	su	presencia	y	su	plan?»
Esta	 es	 una	 pregunta	 válida	 y	 recurrente.	 Para	 referirse	 a	 ella,	 los	 teólogos
hablan	 del	 «ocultamiento	 de	Dios».	 Por	 su	 parte,	 los	 escépticos	 usan	 términos
más	 duros	 y	 dicen	 que	 Dios	 desertó	 y	 nos	 dejó	 sin	 signos	 visibles	 de	 su
existencia.
Ahora	bien,	¿cómo	sacar	algo	en	limpio	de	esta	discusión?	¿Habrá	alguien	que
niegue	que	en	verdad	desearía	tener	algún	tipo	de	«visitación»	periódica	de	Dios,
alguna	 evidencia	 tangible	 de	 su	 existencia?	 ¿Y	 quién	 de	 nosotros	 no	 se
interesaría	en	conocer	su	plan?
Si	 bien	 la	 pregunta	parece	 justificada,	 sostengo	 que	 las	 respuestas	 que	 daré
servirán	para	que,	quien	la	formula,	se	plantee,	solo	como	hipótesis,	que	tal	vez
no	la	haya	pensado	bien.	Por	ejemplo:	¿con	qué	frecuencia	desearíamos	que	Dios
se	revelara?	¿Una	vez	al	día?	¿Siempre	que	haya	una	emergencia?	¿Desearíamos
escuchar	una	voz	de	vez	en	cuando	que	nos	diga:	«Confía	en	mí»?	Lo	interesante
de	esta	exigencia	es	que,	en	efecto	algunos	han	visto	la	presencia	de	Dios;	otros
han	 escuchado	 su	 voz…	 pero	 esto	 no	 parece	 haberles	 facilitado	 creer	 en	 él.
Resulta	 que,	 cuando	 se	 es	 todopoderoso,	 siempre	 habrá	 alguien	 que	 exija	 una
demostración.
Juan	 el	 Bautista,	 el	 profeta	 que	 presentó	 a	 Cristo	 al	 mundo,	 vio	 muchos
milagros.	 Sin	 embargo,	 cuando	 estuvo	 en	 la	 cárcel,	 se	 preguntó	 si	 Jesús	 era
realmente	quien	decía	ser.	Debió	pensar:	«Si	Jesús	es	de	verdad	el	Cristo,	¿por
qué	 dejó	 que	 me	 pudriera	 en	 esta	 prisión?»	 Pedro	 fue	 testigo	 ocular	 de	 la
revelación	 más	 dramática	 presenciada	 por	 hombre	 alguno	 cuando	 vio	 la
transfiguración	 de	 Jesús	 en	 la	montaña.	 Estaba	 tan	 sobrecogido	 que	 no	 quería
descender.	Sin	embargo,	no	mucho	tiempo	después,	cuando	arrestaron	a	Jesús	y
lo	condenaron	a	la	cruz,	negó	conocerlo.
¿Cinismo	o	clímax?
	
Siempre	 nos	 agrada	 saber	 cómo	 termina	 una	 historia,	 ¿no	 es	 cierto?	De	 lo
contrario,	nos	sentimos	defraudados.	En	ese	sentido,	¿puede	una	desilusión	o	un
imprevisto	 desagradable	 echar	 por	 tierra	 todo	 lo	 que	 creíamos?	 ¿La	 desilusión
será	 un	 signo	 en	 la	 ruta	 que	 nos	 señala	 una	 curva,	 o	 el	 fin	 del	 camino	 para
nosotros?	Si	ampliamos	la	pregunta,	¿será	el	fin	de	la	vida	el	hecho	más	glorioso
que	 nos	 podría	 suceder,	 o	 será	 apenas	 un	 largo	 viaje	 hacia	 la	 oscuridad?	 Si
juzgamos	 por	 lo	 mucho	 que	 vemos	 y	 escuchamos,	 tendríamos	 verdadera
dificultad	para	no	caer	en	el	cinismo	sobre	la	vida.	Cada	vez	más,	cuando	sucede
algo	 espantoso,	 afirmamos:	 «¡Así	 es	 la	 vida!»;	 como	 si	 la	 desilusión	 y	 el
desconsuelo	alcanzaran	para	explicar	toda	nuestra	existencia.
No	vemos	las	rosas,	solo	prestamos	atención	a	las	espinas.	Damos	como	cierto
la	tibieza	del	sol	y	nos	deprimimos	porque	llueve	o	nieva	demasiado	seguido.	No
escuchamos	 los	 sonidos	 de	 vida	 que	 salen	 de	 un	 jardín	 de	 infantes	 porque
estamos	preocupados	por	el	sonido	de	las	sirenas	de	los	socorristas	que	acuden	a
responder	una	emergencia.	Es	más,	un	matrimonio	que	ha	 soportado	 la	prueba
del	tiempo	ya	no	nos	maravilla	porque	estamos	desalentados	por	la	angustia	de
los	seres	queridos	cuyas	uniones	conyugales	se	terminaron.
Uno	 de	 los	 personajes	 de	 la	 obra	 teatral	 «Largo	 viaje	 hacia	 la	 noche»,	 de
Eugene	O’Neill,	al	final	de	su	vida	hace	una	poderosa	afirmación:	«Nadie	puede
evitar	las	cosas	que	nos	ha	hecho	la	vida.	Suceden	antes	de	que	nos	demos	cuenta
y	 cuando	 pasan,	 nos	 obligan	 a	 hacer	 otras	 más,	 hasta	 que	 al	 final	 todo	 se
interpone	 entre	 lo	 que	 somos	 y	 lo	 que	 desearíamos	 ser,	 y	 perdimos	 nuestro
verdadero	 ser	 para	 siempre».1	 ¿Quién	 no	 ha	 sentido	 la	 tentación	 de	 dejarse
seducir	por	la	angustia	reflejada	en	este	solemne	parlamento?	¿Fueron	las	cartas
que	 nos	 tocaron	 en	 suerte,	 pero	 como	 en	 el	mazo	 de	 un	 prestidigitador,	 todas
marcadas	para	una	mano	indefectible?	¿Será	solo	una	ilusión	que	podemos	jugar
según	nuestra	libre	voluntad?
Debemos	reconocer	que	la	intervención	divina	no	es	ni	remotamente	una	cosa
tan	simple	como	nos	agradaría	creer.	Para	que	nos	sostenga	y	nos	permita	resistir,
y	 además	 de	 eso	 nos	 ayude	 a	 mantenernos	 firmes	 y	 a	 ver	 la	 mano	 de	 Dios
obrando	en	todas	las	etapas	de	nuestra	vida,	deberá	ser	bastante	distinta	de	lo	que
desearíamos.	 No	 puede	 ser	 solo	 un	 viaje	 de	 inconfundible	 bendición	 ni	 un
camino	sin	obstáculos.	Para	permitir	que	Dios	sea	Dios,	debemos	seguirlo	por	lo
que	 es	 y	 conforme	 a	 sus	 intenciones,	 no	 de	 acuerdo	 a	 nuestros	 gustos	 o
preferencias.	 Este	 libro,	 por	 consiguiente,	 tratará	 justamente	 de	 eso:	 ver	 el
designio	de	la	mano	de	Dios	y	su	intervención	en	nuestra	vida	de	tal	manera	que
podamos	saber	que	tiene	un	propósito	específico	para	cada	uno	de	nosotros	y	que
nos	 acompañará	 hasta	 aquel	 día	 en	 que	 lo	 observemos	 cara	 a	 cara	 y	 podamos
conocernos	completamente.
Un	rostro	inesperado
	
Hace	 unos	 años	 di	 unas	 conferencias	 en	 Sudáfrica	 que	 coincidieron	 por
fortuna	 con	 un	 partido	 importante	 de	 críquet	 entre	 este	 país	 y	 las	 Antillas.	 El
director	del	equipo	africano	estuvo	en	una	de	mis	conferencias	y	me	consiguió
entradas	 que	 me	 permitirían	 estar	 cerca	 del	 palco	 oficial.	 ¡Lo	 pasé
estupendamente!	Mientras	conversábamos,	me	refirió	su	reciente	encuentro	con
la	fe	en	Jesucristo.
«Fue	muy	extraño»,	dijo.	Me	explicó	que	había	sido	un	escéptico	confirmado
la	 mayor	 parte	 de	 su	 vida	 y	 que	 sentía	 bastante	 hostilidadhacia	 cualquier
creencia	 en	 Dios.	 Luego,	 una	 mañana	 de	 domingo	 de	 Pascua,	 mientras
descansaba	 junto	 a	 su	 piscina,	 escuchó	 los	 acordes	 de	 unos	 himnos	 de
resurrección	provenientes	de	un	televisor	dentro	de	la	casa.	La	música	lo	irritó.
Llegó	un	momento	en	que,	mientras	sostenía	una	cerveza,	se	le	escapó	un	pedido
caprichoso:	 «Si	 realmente	 eres	 quien	 dices	 ser	 —exigió—,	 quiero	 que	 lo
demuestres».	Fue	todo	lo	que	dijo…	prácticamente	un	atrevimiento,	¿verdad?
No	 habían	 pasado	más	 de	 treinta	minutos	 cuando,	 al	 observar	 la	 piscina,	 le
pareció	 ver	 los	 rasgos	 del	 rostro	 de	 Jesús,	 tal	 como	 aparece	 en	 las	 famosas
pinturas;	 este	 bailoteó	 apareciendo	 y	 desapareciendo	 sobre	 la	 superficie.	 Al
principio	lo	sorprendió.	Luego	se	olvidó	del	asunto,	pues	pensó	que	tal	vez	había
bebido	demasiada	cerveza.
Cuando	 se	 despertó	 a	 la	 mañana	 siguiente,	 ya	 casi	 no	 se	 acordaba	 de	 la
experiencia.	 Sin	 embargo,	 mientras	 se	 dirigía	 al	 baño	—quién	 lo	 diría—,	 ahí
estaba	 otra	 vez	 esa	 imagen,	 de	 alguna	 manera	 bosquejada	 en	 las	 vetas	 de	 la
madera	de	la	puerta.	Entonces	sí	que	le	llamó	la	atención.	En	la	hora	siguiente,
mientras	 se	 preparaba	 para	 su	 día,	 vio	 los	 mismos	 rasgos	 en	 tres	 puertas	 de
diferentes	cuartos,	 los	cuales	de	pronto	se	combinaban	para	formar	el	rostro	de
Cristo	como	si	fueran	piezas	de	un	rompecabezas	que	se	unían	en	una	secuencia
temporal.	Después	de	lo	sucedido,	temió	mirar	más	puertas.	Y	resultó	ser	que	eso
era	todo	lo	que	necesitaba.	Como	consecuencia,	su	vida	se	transformó,	y	llegó	a
creer	que	Dios	sabía	qué	era	lo	que	él	necesitaba	para	volverse	a	Dios.
Hacia	 el	 fin	 de	 nuestra	 conversación,	mencionó	 casi	 a	 la	 ligera	 algo	 que	 en
realidad	despertó	mi	curiosidad:
—Esas	imágenes	son	tan	visibles	hoy	en	las	puertas	como	en	aquel	entonces.
—¿Puedes	verlas	hoy?	—pregunté.
—Sí.	¿Quieres	venir	a	mi	casa	algún	día	de	esta	semana	para	comprobarlo?
Acepté	encantado	la	invitación.	¿Hablar	de	críquet	y	ver	un	milagro	al	mismo
tiempo?	Creo	que	no	podría	pedir	una	prueba	más	apasionante	de	la	intervención
de	Dios.	Así	se	lo	dije	mientras	hacía	un	guiño	y,	por	supuesto,	con	un	dejo	de
ironía.	Fijamos	entonces	la	fecha	para	que	mi	esposa	y	yo	fuéramos	a	cenar	a	su
casa.	Esperaba	ansioso	ese	momento.
Cuando	al	fin	llegó	el	día,	después	de	los	saludos	de	rigor,	pregunté:	«¿Podría
mirar	 ahora	 mismo	 esas	 imágenes	 en	 las	 puertas?»	 Él	 estuvo	 encantado	 de
llevarme	 al	 dormitorio	 para	mostrarme	 el	 lugar	 donde	 había	 visto	 por	 primera
vez	esa	aparición.	Debo	admitir	que,	parado	en	ese	lugar,	me	bastó	observar	solo
una	vez	la	madera	para	percibir	exactamente	lo	que	me	señalaba.	«¡Increíble!	—
dije—.	 Lo	 puedo	 ver».	 Observé	 la	 puerta	 con	 detenimiento	 y	 pude	 entender
cómo	un	hombre	que	deseaba	recibir	una	señal	no	hubiera	podido	desestimarla.
Luego	fuimos	al	siguiente	cuarto.	Allí	tuve	que	ladear	la	cabeza	hacia	un	lado	y
el	otro	antes	de	reconocer	algo,	pues	era	un	poco	confusa	y	no	muy	convincente.
No	obstante,	la	tercera	era	un	poco	mejor	que	la	segunda,	pero	no	tan	clara	como
la	primera.	Me,	quedé	reflexionando	sobre	el	poder	empírico	de	ese	caso	y	luego
nos	retiramos.	La	verdad	no	quedé	completamente	convencido.
Pasamos	 una	 tarde	maravillosa,	 charlando	mientras	 él	 nos	 contaba	 sobre	 su
vida	 y	 sus	 amores.	 Cuando	 la	 visita	 terminó,	 nos	 marchamos,	 me	 cuestioné
varias	cosas:	¿se	trataba	solo	del	dibujo	de	las	vetas	de	la	madera?,	¿pudiera	ser
que	 si	 uno	 la	miraba	 fijamente	 durante	 un	 tiempo,	 se	 pareciera	 a	 un	 rostro?,
¿sería	algo	semejante	a	ver	un	código	numérico	en	cuanta	palabra	leemos?,	¿o
sería	 posible	 que	 Dios	 en	 su	 misericordia	 tiene	 una	 manera	 particular	 de
relacionarse	 personalmente	 con	 cada	 uno,	 de	 modo	 que	 los	 medios	 pueden
variar	pero	el	fin	es	siempre	el	mismo:	un	encuentro	directo	y	divino	que	trae	la
convicción	a	nuestro	ser	de	que	Dios	está	cerca?
Diferente	para	cada	uno
	
En	 el	 devenir	 de	 la	 historia,	 las	 personas	han	 llegado	 a	Dios	por	medio	de
diferentes	 experiencias,	 pero,	 en	última	 instancia,	 han	 visto	 el	 designio	 de	 una
mano	 que	 dio	 forma	 a	 su	 vida	 y	 circunstancias.	 Eso	 les	 bastó.	 Confiaron
implícitamente	en	Dios,	sin	necesidad	de	un	«milagro»	continuo	para	mantener
viva	su	fe.
Para	 mí,	 estos	 últimos	 años	 han	 sido	 más	 un	 viaje	 intelectual	 que	 una
manifestación	material.	 De	 esta	 última	 también	 ha	 habido,	 por	 supuesto,	 y	 he
visto	 las	 suficientes	 intervenciones	 de	 Dios	 como	 para	 poder	 contentarme
tranquilamente	 con	 su	 plan	 y	 propósito	 en	 mi	 vida.	 A	 veces	 pensé	 que	 él
guardaba	 silencio;	 ahora	 Sí	 que	 no	 fue	 así.	 En	 ocasiones	 pensé	 que	 se	 había
ausentado;	 hoy	 Sí	 que	 estuvo	 allí.	 Me	 ha	 demostrado	 delicada	 pero
inequívocamente	tanto	con	argumentos	como	por	experiencia	que	él	está	cerca	y
muy	activo.
Creo	que	Dios	interviene	en	la	vida	de	cada	uno	de	nosotros,	que	nos	habla	de
diferentes	maneras	y	en	distintas	oportunidades	para	que	podamos	saber	que	él	es
el	 autor	 de	 nuestra	mismísima	 personalidad.	Además,	 quiere	 que	 sepamos	 que
tiene	un	llamado	para	cada	uno,	diseñado	para	satisfacer	la	singularidad	de	cada
individuo.	 Por	 eso	 Juan	 y	 Pedro	 y	 una	 gran	 multitud	 estuvieron	 dispuestos	 a
pagar	el	precio	más	alto,	aun	cuando	procuraban	el	poder	y	la	presencia	de	Dios
en	 aquella	 «noche	 oscura	 del	 alma».2De	 hecho,	 creo	 que	 a	 Dios	 le	 importa
mucho	 más	 nuestra	 vida	 que	 lo	 que	 nosotros	 mismos	 creemos.	 Tal	 vez	 no
comprendamos	cabalmente	su	diseño	a	medida	que	adquiere	forma,	pero	no	por
ello	deberíamos	concluir	que	carece	de	un	plan	director.
Una	belleza	impresionante
	
En	mi	imaginación	veo	una	humilde	construcción	en	la	ciudad	de	Varanasi	en
el	 norte	 de	 la	 India.	 Quienes	 hayan	 leído	 mi	 autobiografía,	 De	 oriente	 a
occidente,	recordarán	esta	ilustración.	En	realidad,	recibí	tantas	cartas	al	respecto
que	decidí	usarla	como	punto	de	partida	para	este	libro.
Varanasi,	a	orillas	del	sagrado	río	Ganges,	es	posiblemente	más	famosa	como
centro	 del	 hinduismo,	 pero	 tiene	 también	 una	 fama	 merecida	 por	 fabricar	 los
saris,	unos	vestidos	espectaculares	e	impresionantes	que	toda	novia	del	norte	de
la	India	quiere	lucir	el	día	de	su	boda.	Asistí	a	numerosos	matrimonios	durante
mi	 niñez	 en	Delhi,	 por	 eso	 recuerdo	 bien	mi	 admiración	 por	 estas	magníficas
obras	de	arte.	Son	una	explosión	espectacular	de	colores:	rojos	que	parecen	ser	el
origen	de	todas	las	tonalidades	de	rojo;	azules	intensos	que	parecen	reflejar	todos
los	océanos	del	mundo;	verdes	brillantes	que	parecen	tomados	de	las	esmeraldas
más	finas	o	de	los	matices	del	césped	bien	cuidado;	hebras	doradas	y	plateadas
que	no	parecen	ser	de	oro	ni	plata	porque	son	de	oro	y	plata.	Todos	estos	colores
se	entretejen	para	formar	diseños	que	podría	pensarse	se	originaron	de	una	mente
y	un	par	 de	manos	perfectas.	Siempre	quise	 saber	 cómo	 se	hacían.	 ¿Quién	 los
creó?	¿Cómo	los	hicieron?
Pues	bien,	entré	en	una	casa	y	luego	en	una	habitación	contigua	para	saberlo.
Con	las	costumbres	típicas	de	la	India,	el	ambiente	deja	mucho	que	desear;	aun
así,	 el	producto	 final	no	cabría	describirlo	más	que	como	una	obra	de	arte.	En
esencia,	 cada	 sari	 es	 realizado	 por	 un	 equipo	 formado	 por	 padre	 e	 hijo.	 El
primero	 se	 sienta	 en	 una	 plataforma	 con	 enormes	 carretes	 de	 hilo	 de	 seda
multicolor	 a	 su	 alcance.	 Luego,	 el	 hijo	 se	 sienta	 en	 el	 piso	 con	 las	 piernas
cruzadas	 en	 la	 «posición	 de	 loto»	 (con	 envidiable	 distensión	 y	 comodidad,	 el
primer	 desafío	 sería	 lograr	 ponerse	 en	 esa	 posición	 y	 el	 segundo,	 pararse
después).	 Ambos	 están	 vestidos	 con	 ropa	 sencilla	 de	 trabajo.	 Sus	 dedos	 se
mueven	con	destreza,	 sin	necesidad	de	aplicarse	ninguna	crema	humectante	en
las	manos.	Inclinados	sobre	su	trabajo,	 tienen	los	ojos	fijos	en	el	diseño	que	se
crea	con	cada	pasadade	la	lanzadera.
Ante	 mis	 ojos,	 aunque	 al	 principio	 no	 lo	 reconocí,	 se	 revelaba	 un	 diseño
grandioso.	El	padre	toma	unos	hilos	en	la	mano,	luego	asiente	con	la	cabeza	con
el	fin	de	que	el	hijo	pase	la	lanzadera	de	un	lado	a	otro	del	telar.	Unos	hilos	más,
otra	señal	de	asentimiento,	y	de	nuevo	el	hijo	responde	pasando	la	lanzadera.	El
proceso	tiene	un	parecido	al	trabajo	de	Sísifo,	el	de	la	mitología	griega,	en	cuanto
a	lo	repetitivo.	El	silencio	que	allí	se	siente	solo	es	roto	de	vez	en	cuando	por	un
comentario	o	por	algún	visitante	que	interrumpe	para	hacer	una	pregunta	sobre	el
diseño	 final.	El	 padre	 sonríe	 e	 intenta	 explicar	 en	 un	 inglés	 imperfecto	 la	 idea
que	 tiene	 en	 su	 mente,	 aunque	 comparada	 con	 la	 magnificencia	 del	 producto
final,	no	es	más	que	un	burdo	intento.	Sí	que	si	regresara	en	unas	semanas	—y	en
algunas	 ocaciones	 unos	 meses—	más	 adelante,	 vería	 los	 carretes	 de	 hilo	 casi
vacíos	y	un	espectacular	sari	de	dos	metros	en	todo	su	esplendor.
En	todo	el	proceso,	al	hijo	le	corresponde	la	labor	más	fácil.	Es	probable	que	a
menudo	se	aburra	o	que	quizás	le	duela	la	espalda	o	se	le	adormezcan	las	piernas.
Es	más,	tal	vez	hubiera	preferido	hacer	otra	cosa	en	la	vida,	algo	más	estimulante
o	 que	 le	 diera	 más	 satisfacción.	 Sin	 embargo,	 tiene	 que	 hacer	 solo	 una	 cosa:
pasar	 la	 lanzadera	 conforme	 a	 la	 indicación	de	 su	 padre	 cuando	 asiente	 con	 la
cabeza,	 con	 la	 esperanza	 de	 aprender	 a	 pensar	 como	 él	 para	 que,	 llegado	 el
momento,	pueda	continuar	con	el	negocio	y	la	tradición.
Sin	 embargo,	 todo	 el	 tiempo,	 el	 padre	 tuvo	 el	 diseño	 en	 su	mente	mientras
sostenia	las	hebras.	Al	cabo	de	unos	días,	este	sari	llegará	a	una	tienda	de	Delhi,
Bombay	o	Calcuta.	Luego,	una	hermosa	joven	acompañada	de	su	madre	lo	verá
en	 la	vitrina	que	 lo	exhibe.	Le	 llamará	 la	atención	y	exclamará:	«Bohut	badiya
[¡qué	 hermosura!]	 Khupsurat	 [¡qué	 hermoso	 vestido!]»;	 y	 todo	 gracias	 al
laborioso	diseño	de	un	gran	tejedor.	Y	al	poco	tiempo,	el	sari	envolverá	el	cuerpo
de	la	joven	embelleciéndola	para	su	boda.
Ahora	bien,	si	un	tejedor	común	y	corriente	puede	tomar	los	carretes	de	hilos
multicolores	y	 crear	una	prenda	para	que	alguien	 luzca	más	hermosa,	 ¿no	 será
posible	que	el	gran	Tejedor	tenga	en	mente	un	diseño	para	ti,	uno	que	te	adorne
mientras	 él	 usa	 tu	 vida	 de	 acuerdo	 a	 su	 propósito	 usando	 todos	 los	 hilos	 a	 su
alcance?
Una	melodía	todavía	vigente
	
Hay	una	estrofa	de	un	himno	de	Isaac	Watts	que	ilustra	la	majestuosidad	de
Dios	expresada	en	la	manera	única	en	la	que	él	nos	creó	a	cada	uno:
«En	nuestra	vida	hay	miles	de	manantiales,	/
y	morimos	si	uno	se	seca;	/	¡qué	extraño	que
por	tanto	tiempo,	/	un	arpa	de	mil	cuerdas	no
se	haya	desafinado!»3
	
Cuando	comiences	a	ver	la	mano	de	Dios	en	tu	vida,	sabrás	que	la	obra	de	sus
manos	dentro	y	por	medio	de	ti	está	hecha	a	tu	medida.	Su	diseño	para	tu	vida
entreteje	todas	las	hebras	de	tu	existencia	para	crear	una	magnífica	obra	de	arte.
Todas	ellas	son	importantes;	y	cada	una	cumple	un	propósito	específico.
Por	 eso,	 oro	 para	 que,	 mientras	 lees	 estas	 páginas,	 puedas	 ver	 cómo	 esas
hebras	se	entretejen	y	puedas	comprender	que	Dios	es	en	verdad	el	gran	Tejedor
de	tu	vida.	W
RAVI	K.	ZACHARIAS
CAPÉTULO	UNO
Tu	ADN	importa
	
MI	SUEGRO	FALLECIÓ	APENAS	TRES	MESES	ANTES	de	que	escribiera	estas	palabras.	Su
deterioro	 físico	 comenzó	 unas	 semanas	 antes,	 cuando	 lo	 que	 inició	 como	 un	 día
ordinario	acabó	con	el	inminente	ocaso	de	una	vida.
Él	sentía	una	ligera	molestia	en	la	espalda,	a	la	altura	de	la	cintura,	y	pensó	que	era
un	 dolor	 muscular.	 Sin	 embargo,	 a	 medida	 que	 el	 dolor	 se	 intensificó,	 decidió
consultar	a	su	médico	solo	para	asegurarse	de	que	no	se	tratara	de	algún	problema	con
sus	huesos.	Mientras	el	doctor	hacía	el	examen	de	rutina,	palpando	la	inflamación,	no
le	agradó	lo	que	descubrió.	Por	eso	le	mandó	hacerse	unos	análisis	en	el	hospital	que
quedaba	enfrente.
Unos	días	después	supimos	cuál	era	el	motivo	del	dolor:	un	tumor	de	crecimiento
rápido	que	apretaba	el	riñón.	El	diagnóstico	fue	desalentador.
Nunca	había	experimentado	algo	 tan	pavoroso	como	esto.	Menos	de	cinco	meses
después	le	dimos	sepultura;	los	cielos	se	abrieron	y	lloraron	con	nosotros.
El	 diagnóstico	 sumió	 a	 toda	 la	 familia	 en	 una	 gran	 prueba.	 Las	 emociones
fluctuaban	 desde	 remotos	 rayos	 de	 esperanza,	 cuando	 parecía	 que	 tal	 vez	 se
sobrepondría,	 al	 presentimiento	 lúgubre	de	que	el	 fin	 estaba	cerca.	Todos	habíamos
aprovechado	la	oportunidad	de	pasar	un	tiempo	a	solas	con	él.	Mis	hijos	le	escribieron
largas	 cartas	personales	para	 expresarle	 el	 profundo	amor	y	 la	gran	 admiración	que
sentían	por	él.
A	medida	que	el	fin	se	acercaba,	el	desconsuelo	se	intensificó.	Tres	de	sus	cuatro
hijas	 y	 su	 esposa	 lo	 atendieron	 todo	 el	 tiempo	 durante	 su	 última	 semana	 de	 vida.
Cuando	 sus	 hijas	 intentaban	 consolarlo	 asegurándole	 que	 estarían	 a	 su	 lado	 para
cuidarlo,	 con	 labios	 temblorosos	 dijo:	 «No	 saben	 lo	 que	 dicen.	Cuidar	 una	 persona
moribunda	puede	ser	muy	desagradable».
Él	había	visto	a	su	madre	cuidar	a	su	abuela	antes	de	morir	y	sabía	 lo	que	decía.
Para	complicar	las	cosas,	es	posible	que	él	fuera	el	más	caballero	de	los	caballeros	que
he	conocido.	Tenía	un	fuerte	sentido	del	decoro:	siempre	vestía	de	manera	correcta	e
invariablemente	pronunciaba	la	palabra	justa.	Un	año	antes	había	ayudado	a	enterrar	a
su	único	hermano.	Después	del	servicio,	al	pie	de	la	tumba,	había	conversado	en	voz
baja	con	algunas	personas.	De	pronto	se	dio	cuenta	de	que	el	personal	del	cementerio
hacía	descender	el	ataúd	con	los	restos	de	su	hermano	para	luego	cubrirlo	con	tierra.
Con	mucha	delicadeza	 terminó	 la	 conversación	 y	 se	mantuvo	 en	 silencio	 hasta	 que
todo	terminó.	Ahora	este	hombre	de	inmensa	dignidad	agonizaba	atormentado	por	el
temor	adicional	de	los	bochornos	por	los	que	tendria	que	pasar.
Su	 cuerpo	 estaba	 demacrado,	 su	mente	 ya	 no	 podía	 pensar	 racionalmente.	No	 se
podía	comunicar.	A	veces	sus	ojos	azules	se	cerraban	o	se	perdían	en	algún	punto.	Ni
siquiera	 podía	 soportar	 la	 ropa.	Mi	 esposa	me	 dijo	 que	 una	 de	 las	 peores	 cosas	 de
verlo	agonizar	fue	darse	cuenta	de	cómo	un	hombre	de	tanta	dignidad	se	reducía	a…
esto.	Al	final,	lo	vieron	exhalar	su	último	y	atormentado	aliento.	Se	fue.
Aun	así,	en	los	últimos	momentos	de	su	vida	sucedió	algo	increíble	que	hasta	el	día
de	 hoy	me	ha	 hecho	pensar,	 como	 también	 a	 todos	 los	 que	 estuvieron	 con	 él.	 Esto
sirvió	para	poner	todo	en	perspectiva;	pero	lo	referiré	más	adelante.
En	cambio,	si	lo	único	que	hubiera	tenido	lugar	fuera	lo	que	describí	hasta	ahora,
¿cómo	 habríamos	 hecho	 para	 eludir	 las	 preguntas	 difíciles?	 ¿Estaremos	 todos
acercándonos	hacia	un	final	tan	poco	glorioso?	¿Cuál	es	el	sentido	de	la	vida	si	hemos
de	acabar	en	ese	estado	de	tanta	impotencia	y	falta	de	dignidad?
Una	mezcla	extraña	de	orden	y	sorpresa
	
Comencé	 con	 esta	 historia	 sobre	 el	 fallecimiento	 de	 mi	 suegro	 porque,	 en	 sus
últimos	días,	salieron	a	relucir	todos	los	aspectos	de	su	personalidad.	Era	un	hombre
que	se	enfrentaba	a	sus	más	grandes	temores.	Como	dijo	su	doctor:	«Era	un	hombre
de	fe,	pero	que	le	costaba	tenerla».
Mientras	enfrentaba	sus	peores	temores,	también	se	hacían	realidad	algunas	de	sus
más	 grandes	 esperanzas.	Había	 planeado,	 organizado	 y	 catalogado	 casi	 todo	 lo	 que
tenía	en	la	vida.	Bastaba	una	mirada	a	su	ropa,	sus	archivos	y	su	vida	cotidiana,	para
envidiar	 a	 un	 hombre	 tan	meticuloso	 en	 los	mínimos	 detalles.	 Sin	 embargo,	 en	 sus
últimos	días,	los	planes	no	dependieron	de	él.
Anhelamos	 encontrar	 algún	 sentido	 en	 esta	mezcla	 extraña	 de	 orden	 y	 sorpresa,
fascinación	 y	 dolor.	 ¿Podremos	 ver	 alguna	 trama	 intencional	 en	 el	 diseño	 de	 este
tejido?	¿Será	la	historia	humana	«el	relato	de	un	idiota,	 lleno	de	sonido	y	furia,	que
nada	significa»	como	la	describió	Shakespeare?1¿O	hay	acaso	un	diseño	maestro,	no
solo	para	la	vida	en	general	sino	para	la	vida	de	cada	individuo…	incluidos	tú	y	yo?
¿Habrá	 palabras	 más	 apropiadas	 que	 las	 de	 John	 Gillespie	 Magee,	 un	 piloto
canadiense	de	la	Segunda	Guerra	Mundial?
Me	he	desprendido	de	los	toscos	lazos	de	la
tierra,	he	revoloteado	por	el	cielo	sobre	alas
con	brillo	de	júbilo	…	He	extendido	mi	mano	y
tocado	el	rostro	de	Dios.2
	
La	Biblia	nos	ofrece	un	hermoso	pasaje	que	brotó	del	corazón	de	un	hombre	que
sabía,	había	sufrido,	soportado,	y	escrito	mucho:
«Ningún	ojo	ha	visto,	ningún	oído	ha	escuchado,
ninguna	mente	humana	ha	concebido
lo	que	Dios	ha	preparado	para	quienes	lo
aman»	(1	Corintios	2:9).
	
Si	esto	es	verdad,	tal	consuelo	impresionante	trasciende	el	futuro	y	tiene	profundas
implicancias	 para	 el	 presente.	 Si	 Dios	 tiene	 preparado	 para	mí	 algo	 que	me	 dejará
literalmente	 sin	 aliento,	 aunque	 esté	 en	 sus	 planes	 darme	 un	 cuerpo	 y	 una	 mente
nueva,	debe	tener	también	un	propósito	específico	para	el	cuerpo	y	la	mente	mientras
estoy	aquí.
Las	preguntas	son:	¿Cómo	podemos	ver	la	mano	divina	en	todo	lo	que	da	forma	y
marca	nuestra	existencia,	ya	sea	que	se	trate	trate	de	tragedias	desgarradoras	que	nos
hieren	o	el	éxtasis	de	un	gran	deleite	que	alegra	nuestro	ser?	¿Cómo	podemos	ver	la
intervención	 de	 Dios	 tanto	 en	 nuestras	 alegrias	 como	 en	 nuestras	 desiluciones?
¿Cómo	reconocer	que	él	tiene	un	propósito	aun	cuando	parezca	que	nada	tiene	sentido
o	se	haya	perdido	 toda	esperanza?	¿Habrá	un	último	aliento	que	nos	susurre	en	una
palabra	 una	 conclusión	 que	 redefina	 todo?	 Si	 así	 fuera,	 ¿sería	 posible	 tomar	 esa
palabra	 para	 enriquecer	 el	 ahora?	 ¿Será	 posible	 vislumbrar,	 aunque	 sea	 apenas	 un
poco,	cómo	todas	las	cosas	convergen	y	se	concilian	en	un	grandioso	diseño?
¿Ver	o	no	ver?
	
Así	 llegamos	a	nuestro	primer	cabo	suelto.	Muchos	no	hubiéramos	elegido	para
nosotros	mismos	el	 cuerpo,	 el	 rostro	o	 los	 rasgos	que	 tenemos.	En	 realidad,	 tal	vez
desearíamos	 librarnos	 de	 la	 carga	 física	 de	 nuestro	 cuerpo.	Con	 la	 importancia	 que
hoy	se	le	asigna	a	un	cuerpo	hermoso	o	«perfecto»,	algunos	tal	vez	se	pregunten	qué
habrán	 hecho	 para	 tener	 el	 que	 les	 tocó.	 ¿Por	 qué	 este	 cuerpo	 y	 no	 otro?	 Si	 solo
pudiera	sacármelo	de	encima,	pensamos.	Es	más,	¿para	qué	quiero	un	cuerpo	si	a	fin
de	cuentas	se	me	hace	tan	insoportable?
Aun	 de	 niños,	 cuando	 leíamos	 el	 cuento	 de	 hadas	 de	 «Jack	 y	 los	 gigantes»,
sabíamos	desde	un	principio	que	Jack	podía	hacer	todo	lo	que	emprendía	porque	tenía
un	 saco	 mágico.	 Cada	 vez	 que	 se	 lo	 ponía,	 se	 volvía	 invisible,	 lo	 que	 le	 permitía
derrotar	al	gigante	y	demostrar	el	refrán	de	que	no	se	puede	golpear	lo	que	no	se	ve.
Sin	embargo,	¿cómo	pudo	escabullirse	de	un	calabozo	lleno	de	huesos?	¿Cómo	pudo
secuestrar	a	la	hermosa	princesa?	¿Cómo	pudo	frustrar	todas	las	intenciones	asesinas
de	 tantos	monstruos	 feroces?	Sencillo,	 ¡por	el	hechizo	del	 saco!	Lo	único	que	 tenía
que	hacer	era	ponérselo	sobre	los	hombros	para	volverse	invisible,	lo	que	trascendía	y
neutralizaba	al	cuerpo	a	la	vez.3
Ahora	bien,	¿quién	de	nosotros	no	ha	querido	tener	alguna	vez	un	saco	como	este?
Los	autores	de	los	cuentos	de	hadas	no	son	los	únicos	que	se	imaginan	una	prenda	con
poderes	mágicos.	¿Acaso	Platón	en	La	República	no	nos	presenta	a	Giges,	que	había
descubierto	 un	 anillo	 maravilloso?	 Cada	 vez	 que	 se	 lo	 ponía	 y	 señalaba	 en	 una
dirección,	su	cuerpo	dejaba	de	molestarlo.	Incluso	Platón,	con	su	famosa	metáfora	de
las	 sombras,	encontró	el	 tiempo	para	 imaginar	 la	vida	sin	el	cuerpo.4	 ¡Ah!	 ¡Qué	no
haríamos	 si	 pudiéramos	 tener	 un	 anillo	 con	 estas	 propiedades!	Es	 la	 idea	 en	 la	 que
están	basadas	un	sinnúmero	de	películas.
En	tiempos	más	recientes,	H.	G.	Wells	escribió	sobre	un	«hombre	invisible».	Aquí
no	se	 trataba	de	un	saco	o	un	anillo	sino	de	un	brebaje	químico	que	se	podía	beber
para	que	nadie	lo	viera.	Esta	es	su	descripción:
Nunca	olvidaré	aquel	amanecer	y	el	extraño	horror	al	ver	que	mis	manos	se
habían	convertido	en	vidrios	opacos.	Y	luego	ver	cómo,	con	el	transcurrir	de	los
días,	 cada	 vez	 se	 volvían	más	 claras	 y	 traslúcidas,	 hasta	 que	 al	 fin	 pude	 ver	 a
través	de	ellas	el	desorden	enfermizo	de	mi	habitación,	a	pesar	de	tener	cerrados
los	párpados	 transparentes.	Mis	piernas	se	volvieron	vidriosas,	 los	huesos	y	 las
arterias	se	disiparon,	desaparecieron,	y	los	pequeños	nervios	blancos	fueron	los
últimos	 en	 desvanecerse.	 Apreté	 los	 dientes	 y	 me	 quedé	 hasta	 el	 final.	 Por
último,	solo	quedaron	los	bordes	muertos	de	las	uñas,	pálidos	y	blancos,	y	unas
manchas	pardas	de	algún	ácido	sobre	mis	dedos.5
	
De	la	ciencia	ficción	a	la	filosofía,	pasando	por	los	cuentos	de	hadas,	soñamos	con
poder	volvernos	 invisibles	a	voluntad,	a	veces	con	 la	mejor	de	 las	 intenciones,	pero
también	por	motivos	incorrectos.	Esto	es	una	pista	importante.
El	 saco	 mágico,	 el	 anillo	 de	 Giges	 y	 el	 brebaje	 químico	 presentan	 algunas
posibilidades	 tenebrosas,	¿no	es	así?	¿Qué	pasaría	si	un	delincuente	 tuviera	un	saco
así?	¿Qué	ocurriría	si	un	asesino	en	serie	bebiera	esa	pócima?	El	poder	descomunal	de
la	 invisibilidad	podría	significar	en	última	instancia	 la	destrucción	de	 la	humanidad,
ya	que	 los	delincuentes	 sin	duda	se	aprovecharían	y	abusarían	de	esta	 facultad	para
provocar	estragos	catastróficos.
No	obstante,	nos	identificamos	y	reconocemos	como	individuos	gracias	al	cuerpo.
A	pesar	de	todos	nuestros	reparos,	el	cuerpo	es	individual	e	identificable,	pero	no	es
solo	eso.
Un	nombre	o	un	número
	
Hagamos	 una	 pausa	 y	 consideremos	 esto:	 el	 cuerpo	—el	 rostro,	 los	 rasgos,	 el
color	 de	 la	 piel—	 contiene	 marcas	 que	 nos	 identifican	 como	 individuos.	 Estas	 se
originan	en	nuestro	ADN	y	nos	hacen	reconocibles	a	simple	vista.	Pero	además	de	ser
un	factor	de	distinción	particular	para	otros,	son	la	impronta	de	Dios	en	cada	uno	de
nosotros.	 Estos	 pocos	 rasgos	 tienen	 posibilidades	 al	 parecer	 infinitas	 cuando	 se
combinan	en	diferentes	formas	y	tamaños.	Y	con	cuánta	frecuencia	nos	desahogamos
y	quejamos	a	Dios,	tácita	o	explícitamente,	al	desear	un	diseño	personal	mejor:	«¡Si
tuviera	 una	 espalda	 más	 fuerte	 para	 hacer	 lo	 que	 necesito	 hacer!»	 «¡Cómo	 me
agradaría	tener	una	voz	más	potente	que	transmitiera	autoridad!»
Ni	 siquiera	 aquellos	 que	 consideramos	 los	 héroes	 de	 la	 fe	 se	 libraron	 de	 dichos
pensamientos.	En	el	Antiguo	Testamento,	Dios	llamó	a	Moisés	para	que	condujera	al
pueblo	israelita	y	lo	sacara	de	Egipto,	pero	este	no	hizo	más	que	plantear	todo	tipo	de
excusas	 para	 mostrar	 que	 no	 era	 la	 persona	 indicada.	 Cuando	 dijo:	 «nunca	 me	 he
distinguido	por	mi	facilidad	de	palabra»	(Éxodo	4:10),	Dios	respondió:	«¿Y	quién	le
puso	la	boca	al	hombre?»	(v.	11),	que	no	es	otra	cosa	que	preguntar:	«¿Quién	creó	tu
boca,	Moisés?»	Es	cierto,	Dios	hizo	 la	pregunta	para	recordarle	a	Moisés	que,	dado
que	él	 le	había	creado	su	boca,	 también	la	usaría	como	fuera	necesario;	pero	el	otro
punto	 también	 es	 válido.	 Somos	 criaturas	 increíbles	 y	 maravillosas.	 Cada	 vez	 que
desarrollamos	algo	artificial	para	duplicar	 lo	que	 tenemos	o	 tuvimos	por	naturaleza,
nos	 vemos	obligados	 a	 reconocer	 los	 detalles	 elaborados	 del	 diseño,	 a	 pesar	 de	 sus
flaquezas.
Mi	hija	Naomi	trabaja	con	los	rechazados	del	mundo	y	otras	personas	atrapadas	y
vendidas	 en	 la	 red	 de	 la	 industria	 del	 tráfico	 sexual.	 Ella	 usa	 un	 collar	 con	 un
colgante:	 una	 perla	 negra	 que	 le	 regaló	 una	 amiga.	 Ese	 obsequio	 tiene	 su	 historia.
Cuando	la	amiga	la	vio	en	una	tienda,	comentó	que	las	perlas	parecían	tener	marcas
extrañas.	«Así	es	—dijo	el	vendedor—,	algunos	las	consideran	defectos;	otros,	marcas
especiales».	Eso	fue	lo	que	la	amiga	de	Naomi	necesitaba	escuchar.	Por	esa	razón	se
la	compró	a	Naomi	para	que	recordara	que	los	sufridos	individuos	a	los	que	sirve	no
son	defectuosos	sino	únicos	y	especiales.
La	películaLa	marcha	de	los	pingüinos,	que	se	estrenó	hace	poco,	tiene	una	escena
estremecedora	en	la	que	los	machos	regresan	con	alimento	después	de	semanas	fuera
de	su	nido.	Mientras	los	vientos	del	crudo	invierno	comienzan	a	cobrarse	numerosas
vidas	 y	 el	 tiempo	 apremia,	 los	machos,	 de	 a	miles,	 emprenden	 el	 regreso	 como	 si
fueran	un	regimiento	al	mando	de	un	general.	Caminan	hasta	su	«hogar»	entre	miles
de	hembras,	cada	una	llamando	a	su	pareja,	y	en	medio	de	esa	disonancia,	cada	macho
comienza	a	buscar	a	su	propia	pareja	y	prole…	sus	seres	queridos.
Ahora	 bien,	 esto	 no	 es	 solo	 naturaleza;	 es	 el	 gran	 Tejedor	 que	 diseñó	 los
pensamientos	 e	 instintos	para	 crear	 orden	 a	partir	 del	 caos	que	nosotros	nos	hemos
creado	 en	 nuestro	 intento	 de	 librarnos	 del	 cuerpo	 por	 medio	 de	 sacos,	 anillos	 o
brebajes	mágicos.	Cuando	las	aves	de	la	película	se	reúnen,	comparten	un	momento
muy	tierno	que	nos	revela	que	toda	esa	cuestión	de	la	individualidad	e	identificación
tiene	un	propósito	para	cada	uno.	Los	pingüinos	tal	vez	no	sean	capaces	de	articular
todo	 lo	 que	 significa	 para	 ellos,	 pero	 en	 situaciones	 análogas,	 como	 también	 en
disímiles,	los	humanos	sí	podemos	y,	de	hecho,	lo	hacemos.
En	 Chiang	 Mai,	 Tailandia,	 hay	 una	 casa	 llamada	 «Ban	 Sanook»,	 que	 significa
literalmente	 «Casa	 de	 la	 alegría».	 Al	 entrar,	 veremos	 un	 grupo	 de	 personas	 de
diferentes	edades	ensimismadas	en	sus	 tejidos.	Allí	está,	por	ejemplo,	Bodintr	Bain,
de	veinticinco	años.	Su	porte,	soltura	al	caminar	y	su	sonrisa	contagiosa	nos	invitan	a
sentarnos	 y	 observar	 cómo	 trabaja.	 Sus	 amigos	 lo	 llaman	 Tu.	 Tu	 levanta	 la	 vista,
sonríe	y	dice:	«Estoy	tejiendo	una	ola	gigante.	Quiero	hacer	olas	coloridas	en	una	tela
tan	grande	como	el	ancho	océano	con	el	fin	de	tener	así	suficiente	espacio	para	jugar	y
nadar	en	mis	sueños».	Su	voz	transmite	regocijo.	Usa	el	«saori»,	la	técnica	japonesa
de	hacer	tapices.	Está	rodeado	de	doce	amigos	que	también	están	tejiendo,	pero	cada
uno	 tiene	 un	 diseño	 diferente	 en	mente.	 En	 esta	 casa	 llena	 de	 alegría	 inventan	 sus
diseños	y	hacen	realidad	sus	sueños.
Pero,	¿por	qué	es	 tan	especial	 lo	que	hacen?	De	 las	 trece	personas	presentes,	 tres
tienen	discapacidades	físicas,	seis	 tienen	el	síndrome	de	Down	(Tu	es	uno	de	ellos),
uno	 es	 autista	 y	 los	 otros	 tres	 tienen	 dificultades	 de	 aprendizaje	 o	 trastornos	 del
desarrollo.	Sin	embargo,	mientras	hablamos	con	Tu,	nos	fijamos	en	una	mujer	de	ojos
luminosos	 que	 está	 parada	 cerca	 de	 nosotros.	 Ella	 observa	 sus	 movimientos	 y	 lo
escucha	describir	 su	 trabajo.	Entonces,	 con	delicadeza,	 agrega	 sus	propias	palabras:
«Este	es	mi	hijo.	Tiene	vendidas	sesenta	creaciones.	Cuando	le	pagan,	me	entrega	el
dinero	y	me	dice:	“Es	tuyo,	porque	sin	ti	nunca	hubiera	podido	hacer	esto”».
Aun	 en	 su	 debilidad	 sabe	 que	 ni	 su	 obra	 artística	 ni	 su	 propia	 vida	 hubiera	 sido
posible	sin	esa	madre	que	lo	concibió,	lo	llevó	en	su	vientre	y	lo	ama,	con	síndrome
de	Down	incluido.	Mientras	él	«crea»,	descubre	y	reconoce	que,	en	última	instancia,
ella	es	la	que	ha	hecho	posible	sus	creaciones.	Por	eso	le	entrega	sus	ganancias	y	las
pone	 a	 sus	 pies.	 Creo	 que	 esta	 es	 una	 buena	 ilustración	 a	 propósito	 del	 momento
especial	 de	 nuestra	 vida	 terrenal	 cuando	 nos	 postramos	 ante	 Dios.	 Siento	 que	 le
diremos	lo	mismo	que	Tu	le	dice	a	su	madre.
Por	 ese	motivo	 es	 que	 reitero	 la	 pregunta:	 si	 un	 hombre	 que	 experimenta	 tantas
limitaciones	mentales	puede	hacer	una	obra	tan	increíble,	¿cuánto	más	grandiosa	será
la	obra	de	nuestro	Padre	celestial	a	medida	que	entreteje	todos	los	diversos	hilos	de	la
vida	para	revelar	su	gran	diseño?	A	veces	usará	colores	suaves	y	delicados;	en	otras
ocasiones	optará	por	colores	dramáticos	y	vibrantes.
Gary	LaFerla,	en	el	 libro	Finding	Your	Way,	 relata	una	historia	asombrosa	sacada
de	los	anales	del	Instituto	Naval	de	los	Estados	Unidos,	después	de	la	Segunda	Guerra
Mundial.	El	buque	USS	Astoria	se	había	enfrentado	a	los	japoneses	durante	la	batalla
por	la	isla	Savo	antes	de	que	llegaran	otros	buques	de	la	flota	estadounidense.	Durante
aquella	noche	crucial	de	 la	batalla,	el	8	de	agosto,	el	Astoria	dio	varias	veces	en	el
blanco	japonés,	pero	a	su	vez	recibió	varios	impactos	que	lo	hicieron	hundirse	al	día
siguiente.	Así	relata	LaFerla	el	resto	de	la	historia:
A	las	dos	de	la	madrugada,	un	joven	del	medio	oeste	de	los	Estados	Unidos,	el
alférez	Elgin	Staples,	 fue	 arrastrado	 fuera	de	borda	por	 la	 explosión	 cuando	 la
principal	 torreta	 de	 cañones	 de	 ocho	 pulgadas	 del	 Astoria	 estalló.	 Herido	 en
ambas	 piernas	 por	 la	 me-tralla	 y	 casi	 en	 estado	 de	 shock,	 se	mantuvo	 a	 flote
gracias	 a	 un	 ajustado	 salvavidas	 que	 había	 logrado	 inflar	 con	 un	 simple
mecanismo	automático.
Alrededor	 de	 las	 seis,	 Staples	 fue	 rescatado	 por	 un	 destructor	 que	 pasaba	 y
volvió	al	Astoria,	donde	el	capitán	intentaba	encallar	el	navío	para	evitar	que	se
hundiera.	 El	 esfuerzo	 fue	 infructuoso.	 Staples,	 con	 el	 mismo	 salvavidas,	 se
encontró	 nuevamente	 en	 el	 agua.	 Ya	 era	 mediodía	 cuando	 fue	 rescatado	 de
nuevo,	 esta	 vez	 por	 el	 buque	 President	 Jackson	 (AP-37),	 y	 fue	 uno	 de	 los
quinientos	sobrevivientes	de	la	batalla	que	luego	serían	evacuados	a	Noumea.	A
bordo	de	esta	embarcación,	Staples	abrazaba	el	salvavidas	con	gratitud	mientras
observa	el	pequeño	artefacto	por	primera	vez.	Estudió	todas	las	puntadas	de	ese
salvavidas	 que	 tan	 bien	 le	 había	 venido.	Había	 sido	 fabricado	por	 la	Firestone
Tire	and	Rubber	Company	de	Akron	en	Ohio,	y	tenía	un	número	de	registro.
Cuando	tuvo	licencia	para	regresar	a	su	hogar,	Staples	refirió	su	historia	a	su
madre,	que	trabajaba	para	la	Firestone,	y	le	preguntó	por	el	propósito	del	número
en	 el	 salvavidas.	 La	 madre	 le	 explicó	 que	 la	 compañía	 insistía	 en	 la
responsabilidad	personal	que	todos	debían	asumir	para	ganar	la	guerra,	y	que	el
número	era	único	y	correspondía	solo	a	un	inspector.	Staples	recordaba	todos	los
detalles	del	salvavidas	y	le	dijo	cuál	era	el	número.	Hubo	un	silencio	total	en	la
habitación	y	luego	su	madre,	asombrada,	dijo:	«Ese	era	mi	código	personal	que
estampaba	en	cada	artículo	que	era	mi	responsabilidad	aprobar».6
	
Solo	me	 resta	 imaginar	 las	 emociones	 dentro	 del	 co-razón	 de	 la	madre	 y	 el	 hijo
mientras	reflexionaban	sobre	la	convergencia	de	la	responsabilidad	y	el	impacto	en	la
vida.	Los	hilos	se	habían	entretejido	de	una	manera	ineludible.	La	mujer	que	lo	había
parido	 y	 cuyo	 ADN	 él	 llevaba,	 lo	 había	 rescatado	 de	 las	 aguas	 turbulentas	 que
amenazaban	con	quitarle	la	vida.	Si	una	madre	terrenal,	en	cuanto	procreadora,	puede
proveer	el	medio	de	salvación	sin	saber	cuándo	ni	para	quién	será	útil	el	salvavidas,
¿no	hará	mucho	más	el	Dios	de	toda	la	creación?	Mediante	su	voluntad	soberana	nos
dio	la	existencia	con	un	propósito	expreso	y	detallado.
Uno	de	los	más	grandes	logros	de	la	vida	es	ser	capaces	de	aceptar	el	milagro	y	la
maravilla	 de	 nuestra	 propia	 personalidad,	 a	 pesar	 de	 todos	 sus	 defectos	 o
«accidentes»,	 para	 confiársela	 a	 aquel	 que	 nos	 creó.	 Su	 «número	 de	 registro»	 está
estampado	 en	 ti.	 Por	 eso,	 tu	ADN	 es	 importante,	 porque	 la	 esencia	 de	 lo	 que	 eres
importa	 como	 también	 a	 quién	 perteneces	 por	 designio.	 Todas	 las	 facetas	 y
«accidentes»	de	tu	personalidad	son	importantes.	Considéralo	la	impronta	soberana	de
Dios	sobre	ti.
Ese	 comentario	 tan	 popular	 de	 que	 «tiene	 una	 cara	 que	 solo	 una	 madre	 podría
amar»	es	más	una	verdad	que	un	comentario	cínico.	Dios	 te	ama	como	un	padre	 lo
hace	hacia	sus	propios	hijos.	Tu	cara	es	única	porque	tu	ADN	es	único.	Cuando	llegue
el	 día	 y	 te	 encuentres	 con	 aquel	 que	 te	 creó,	 y	 examines	 los	 salvavidas	 que	 tantas
veces	 te	 lanzó	 en	 tu	 existencia,	 al	 fin	 comprenderás	 cómo	 todos	 los	 detalles	 tienen
sentido	en	la	realidad	turbulenta	de	las	bendiciones	y	peligrosde	la	vida.	Todos	estos
nos	hablarán	del	amor	trascendental	que	Dios	tiene	por	nosotros.
El	libro	de	la	vida	en	imágenes
	
Hace	unos	años	tuve	el	privilegio	de	dar	una	conferencia	en	la	Universidad	John
Hopkins	 sobre	el	 tema:	«¿Qué	significa	 ser	humano?»	Antes	de	mi	ponencia,	había
hablado	Francis	Collins,	el	director	del	proyecto	del	genoma	humano	y	codescubridor
del	mapa	 del	ADN	 humano.	Habló	 de	 la	 inteligibilidad	 y	maravilla	 del	 libro	 de	 la
vida,	 que	 tiene	 más	 de	 tres	 mil	 millones	 de	 bits	 de	 información.	 De	 una	 manera
extraña,	él	se	convirtió	en	el	sujeto	y	objeto	de	su	estudio,	en	el	diseñador	y	el	diseño
de	 su	 investigación.	 Por	 todo	 lo	 que	 afirmaba,	 me	 sumergí	 en	 una	 nube	 de
pensamientos	 extraordinarios.	 Aunque	 presté	 atención	 a	 sus	 palabras,	 después	 me
distraje	para	reflexionar	sobre	el	milagro	que	era	todo	eso.
En	su	última	diapositiva	mostró	dos	fotografías	contiguas.	A	la	izquierda	había	una
magnífica	imagen	de	un	rosetón	en	vitral	de	la	Catedral	de	Yorkminster	en	Yorkshire,
Inglaterra,	 con	 una	 simetría	 que	 irradiaba	 desde	 el	 centro	 unos	 colores	 y	 diseños
geométricos	 espectaculares;	 sin	 duda,	 una	 obra	 de	 arte	 pensada	 y	 diseñada	 por	 un
artista	 talentoso.	 Era	 de	 una	 belleza	 conmovedora.	 A	 la	 derecha	 de	 la	 pantalla	 se
mostraba	 la	 figura	 en	 corte	 transversal	 de	 una	 secuencia	 del	 ADN	 humano.	 La
fotografía	hacía	mucho	más	que	dejarnos	 sin	habla;	era	 tremenda	en	el	 sentido	más
profundo	del	término:	no	era	solo	algo	bello,	era	esplendoroso.	Era	casi	un	reflejo	del
diseño	de	 la	ventana	circular	en	Yorkminster.	Lo	 intricado	del	diseño	del	ADN,	que
señala	 al	 ser	 Trascendente,	 maravilla	 a	 quienes	 somos	 efectivamente	 el	 diseño	 y
hemos	 sido	creados	para	 ser	 semitrascendentes.	Nos	vemos	 solo	de	manera	parcial;
sin	embargo,	a	través	de	los	ojos	de	nuestro	Creador,	vemos	nuestra	trascendencia.	Al
observar	nuestro	propio	ADN,	el	sujeto	y	el	objeto	son	una	sola	cosa.
El	público	quedó	boquiabierto	al	ver	esto	porque	se	veía	a	sí	mismo.	El	diseño,	el
color,	 el	 esplendor	 del	 diseño	 nos	 dejó	 a	 todos	 sin	 habla,	 aun	 cuando	 ese	 mismo
diseño	es	el	que	nos	posibilita	el	habla.	Gracias	a	ese	diseño	podemos	reflexionar	de
manera	 profunda,	 pero	 esa	 idea	 nos	 paralizó	 y	 no	 pudimos	 avanzar;	 quedamos
suspendidos	 en	 el	 tiempo,	 pero	 fuimos	 elevados	 por	 un	 instante	 a	 la	 eternidad;	 y
fuimos	capaces	de	amar,	y	de	pronto	pudimos	ver	la	hermosura	de	lo	que	somos.
En	 ese	 sentido,	 podemos	 trazar	 el	 mapa	 del	 genoma	 humano	 y	 ver	 en	 este	 la
evidencia	 de	 un	 gran	Cartógrafo;	 podemos	 planear	 y	 ver	 ahora	 al	 gran	Arquitecto;
podemos	 cantar	 y	 ver	 ahora	 la	 poesía	 en	 la	 materia;	 podemos	 especular	 y	 ver	 lo
intrincado	 del	 propósito	 divino.	 Estamos	 vivos;	 vemos	 el	 proyecto	 de	 la	 vida.	 Y
aunque	luego	moriremos,	podremos	vislumbrar	algo	en	la	vida.
Aquel	día	en	la	universidad	vimos	la	obra	de	las	manos	del	Creador	que	nos	hizo
para	 él.	Cuando	 aprehendemos	 su	 esplendor,	 descubrimos	 que	 el	mayor	 gozo	 de	 la
vida	es	la	verdad	de	que	todos	los	hilos	importan	y	contribuyen	a	ataviar	a	la	novia	de
aquel	que	se	hizo	carne	por	nosotros	y	habitó	entre	nosotros:	Jesucristo.
El	 día	 en	 que	 todas	 las	 personas	 se	 acepten	 por	 lo	 que	 son	 y	 reconozcan	 la
singularidad	del	proceso	constitutivo	de	Dios,	marcará	el	comienzo	de	un	viaje	para
ver	 la	 obra	 de	 la	 mano	 de	 Dios	 en	 cada	 vida.	 Intentar	 alcanzar	 los	 logros	 de	 otra
persona	 es	 una	 cosa;	 tratar	 de	 ser	 otra	 persona	 por	 su	 capacidad	 distintiva	 no	 es
saludable	 y	 despertará	 apetitos	 insaciables.	 No	 todos	 nacimos	 para	 ser	 Bach	 o
Einstein.	Sin	embargo,	hay	esplendor	en	las	cosas	más	ordinarias:	la	madre	que	hizo
el	salvavidas	es	digna	de	tanto	reconocimiento	como	Bach.	Su	trabajo	de	amor	fue	tan
singular	como	el	descubrimiento	de	que	E=mc2,	 la	 famosa	fórmula	de	Einstein.	Por
eso,	vernos	a	través	del	grandioso	diseño	de	Dios	es	esencial	para	completar	el	cuadro
de	toda	la	creación.	Debemos	tener	un	respeto	saludable	hacia	nuestra	individualidad,
pero	también	mantener	una	distancia	prudente.	Lo	tenemos	ahora,	pero	no	es	lo	que
seremos	algún	día.	C.	S.	Lewis,	con	su	toque	brillante,	nos	recuerda	esto:
Gran	parte	de	la	configuración	sicológica	del	hombre	se	debe	probablemente	a
su	 cuerpo:	 cuando	 el	 cuerpo	muera,	 quedaremos	 despojados	 de	 todo	 eso,	 y	 el
verdadero	centro	del	hombre,	que	elegía	y	hacía	lo	mejor	o	lo	peor	que	podía	con
ese	 material,	 quedará	 desnudo.	 Quedaremos	 despojados	 de	 todas	 esas	 cosas
hermosas	que	creíamos	nuestras,	pero	que	en	realidad	solo	se	debían	a	una	buena
digestión;	 así	 como	 otros	 quedarán	 despojados	 de	 todas	 las	 cosas	 feas	 que	 se
debían	a	las	dificultades	o	la	mala	salud.	Entonces,	por	primera	vez,	nos	veremos
todos	como	realmente	somos.	De	seguro	que	habrá	sorpresas.7
	
Al	principio	de	este	capítulo	mencioné	que	mi	suegro	en	los	últimos	días	de	su	vida
había	hecho	algo	 inolvidable.	Pues	bien,	 a	medida	que	 se	quedaba	 sin	 fuerzas	y	no
podía	comunicarse	más	con	sus	seres	queridos,	de	pronto	abrió	los	ojos	y	repitió	una
frase	 dos	 veces	 en	 un	 susurro	 muy	 claro:	 «¡Increíble!	 ¡Es	 simplemente	 increíble!»
Unas	pocas	horas	más	tarde	se	volvió	a	mover,	extendió	los	delgados	brazos	a	la	que
fue	su	esposa	durante	sesenta	y	dos	años,	y	le	dijo:	«¡Te	quiero!»	Luego	dejó	caer	su
cabeza	sobre	la	almohada.	Esas	fueron	sus	últimas	palabras.	A	las	veinticuatro	horas
había	fallecido.	Ese	fue	el	final.
Sin	 embargo,	 ¿no	 habrá	 sido	 el	 comienzo?	 Cuando	 conocemos	 al	 gran	 Tejedor,
sabemos	 que	 no	 es	 ni	 una	 cosa	 ni	 la	 otra.	 Son	 solo	 unos	 puntos	 suspensivos	 en	 el
diseño	que	mi	suegro	pronto	vería	y	disfrutaría	para	siempre.
En	síntesis,	 aceptar	y	celebrar	el	hilo	de	nuestra	propia	personalidad	es	el	primer
paso	para	comprender	el	diseño	del	gran	Tejedor	en	nuestra	vida.	No	eres	un	número.
Él	te	conoce	por	tu	nombre.	Cada	etapa	del	proceso	tal	vez	no	parezca	muy	atractiva,
pero	cada	detalle	saldrá	a	relucir	y	será	hermoso	a	su	manera.
CAPÉTULO	DOS	
Tus	desilusiones	importan
	
LA	VIDA	A	VECES	NOS	SACUDE	como	si	un	motor	se	detuviera	en	pleno	vuelo.	Hace
unos	años,	mi	asistente	me	llamó	apenas	había	terminado	un	trabajo	en	el	estudio	de
grabación	y	me	dijo:	«Margie	desea	verlo	enseguida».	Por	el	tono	en	que	lo	dijo,	supe
que	se	debía	tratar	de	algo	grave.
Entonces	apuré	el	paso	mientras	me	dirigía	hacia	la	oficina	de	mi	esposa	al	final	del
pasillo.	De	 inmediato	noté	que	 la	puerta	estaba	cerrada,	otro	 indicio	de	que	algo	no
estaba	 bien	 ya	 que	 siempre	 permanece	 abierta.	 Cuando	 la	 abrí,	 vi	 que	 las	 lágrimas
corrían	por	sus	mejillas.	Así	que	fui	donde	ella,	la	rodeé	con	el	brazo	y	le	pregunté:
«¿Qué	pasa?»
«Robert	Fraley	acaba	de	morir	en	un	accidente	de	aviación»,	me	respondió.
No	 tuvo	 que	 decirme	 nada	 más.	 Se	 me	 destrozó	 el	 alma	 cuando	 escuché	 sus
palabras,	 pues	 Robert	 Fraley	 era	 un	 amigo	 muy	 querido.	 Muchos	 de	 los	 que	 no
reconocen	 su	 nombre	 tal	 vez	 recuerden	 su	 historia,	 ya	 que	 estuvo	 en	 las	 noticias
internacionales.
El	 25	 de	 octubre	 de	 1999,	 poco	 después	 de	 las	 nueve	 de	 la	mañana,	 un	 jet	Lear
despegó	 de	 Orlando,	 Florida,	 en	 un	 vuelo	 comercial	 con	 dos	 pilotos	 y	 cuatro
pasajeros.	 Uno	 de	 ellos	 era	 el	 famoso	 jugador	 de	 golf	 Payne	 Stewart,	 ganador	 del
torneo	Abierto	de	Estados	Unidos	de	ese	año.	Robert	Fraley	era	el	agente	de	Stewart,
como	 también	 de	 muchas	 otras	 figuras	 renombradas	 del	 deporte.	 Poco	 después	 de
despegar,	el	avión	se	desvió	de	rumbo	y	los	controladores	aéreos	perdieron	contacto
con	el	piloto.	Sin	demora,	la	fuerza	aérea	militar	despegó	y	se	aproximó	al	jet.	Según
su	 informe,	 los	 vidrios	 de	 las	 ventanas	 estaban	 cubiertos	 de	 hielo.	 Los	 repetidos
intentos	 por	 restablecer	 el	 contacto	 fallaron,	 y	 los	 expertos	 en	 tierra	 dedujeronque
debió	haber	sido	una	falla	en	el	mecanismo	de	presurización	de	la	cabina.	Los	aviones
de	la	fuerza	aérea	siguieron	al	avión	siniestrado	durante	cuatro	horas,	incluso	cuando
se	elevó	a	una	altura	de	quince	mil	pies.	En	el	centro	de	los	Estados	Unidos	el	avión
se	 quedó	 sin	 combustible	 y	 el	 aparato,	 con	 las	 seis	 personas	 a	 bordo	 ya	 fallecidas,
cayó	en	picada	en	un	campo	de	Minot	en	Dakota	del	Sur.	Los	seres	queridos	miraron
atormentados	cómo	este	suceso	surrealista	se	desenvolvía	ante	ellos.
Muchas	 personas	 reconocían	 en	 Robert	 Fraley	 un	 amigo	 cordial	 y	 generoso,	 un
hombre	 de	 una	 caballerosidad	 poco	 frecuente.	 Todos	 los	 que	 lo	 conocieron	 lo
estimaban.	Su	funeral	fue	testimonio	de	una	vida	magníficamente	vivida.	Quienes	lo
conocían	bien	se	sintieron	destrozados	por	esta	dramática	pérdida.	Su	esposa,	Dixie,
al	igual	que	las	otras	viudas,	soportaron	el	trauma	de	su	muerte	con	angustia	pero	con
gran	entereza.
La	 pregunta	 que	 viene	 a	 la	mente	 es	 ineludible,	 a	 pesar	 de	 lo	 cruel	 que	 parezca:
¿por	qué	tantas	personas	malvadas	viven	hasta	una	edad	madura,	mientras	tantas	otras
que	se	dedicaron	al	servicio	a	los	demás	y	a	Dios	parecen	extinguirse	tan	temprano?
¿No	es	una	pregunta	planteada	en	algún	momento	u	otro	por	cualquiera	que	reflexione
filosóficamente	sobre	la	vida?	No	se	trata	solo	de	preguntarse	el	porqué	de	la	tragedia
sino	el	porqué	de	 la	 injusticia.	Podríamos	estar	dispuestos	a	aceptar	una	explicación
punitiva	 si	 el	 aparente	 castigo	 hubiera	 recaído	 sobre	 la	 vida	 de	 alguien	 que	 lo
mereciera.	¿Pero	qué	de	 todos	aquellos	que	 transitan	por	 la	 senda	 recta	y	angosta	y
cuyas	 vidas	 son	 siempre	 de	 bendición	 para	 otros?	 ¿Por	 qué	 la	 inclemencia	 de	 la
tragedia	los	golpea	a	ellos?
Estas	 preguntas	 revelan	 la	 naturaleza	 simplista	 de	 nuestros	 análisis	 y
conclusiones…	 como	 si	 supiéramos	 todo	 lo	 que	 se	 necesita	 saber.	 De	 inmediato
comenzamos	 a	 hacernos	 preguntas	 sobre	 el	 juicio	 y	 el	 castigo,	 como	 si	 eso	 bastara
para	explicarlo	todo.	Alguien	tuvo	que	haber	pecado,	pensamos,	para	que	el	hombre
haya	 nacido	 ciego	 (cf.	 Juan	 9:2).	Algo	 malo	 tendría	 que	 haber	 en	 la	 vida	 de	 esa
persona	 para	 que	 su	 matrimonio	 se	 acabara.	 ¿Qué	 otro	 motivo	 puede	 haber	 para
explicar	las	cosas	malas	que	pasan?	Y	así	es	que	razonamos.	El	problema	del	dolor
sigue	siendo	uno	de	los	asuntos	más	fundamentales	no	solo	para	el	escéptico,	que	lo
usa	como	excusa	para	dudar	de	 la	existencia	de	Dios,	sino	 también	para	el	creyente
que	cuestiona	el	propósito	del	Creador.
El	dolor,	la	angustia	y	las	ventanas	de	oro
	
Hace	un	tiempo,	durante	una	visita	a	un	familiar	en	la	India,	comenzamos	a	hablar
sobre	una	tragedia	extraordinaria	que	había	ocurrido	en	nuestra	familia.	Mi	primo	de
cuarenta	años	había	fallecido	en	la	habitación	de	su	hotel	por	causa	de	una	reacción	a
un	medicamento.	Mi	tía	explicó	cómo	había	sucedido	mientras	yo	la	escuchaba.	Una
amiga	 que	 había	 asistido	 al	 entierro	 de	 mi	 primo	 guardaba	 silencio,	 aunque
evidentemente	 se	mostraba	 emocionada.	Al	 final,	mi	 tía	dijo:	 «Esta	 señora	 tiene	un
recuerdo	de	ese	funeral	que	ninguno	de	nosotros	podrá	olvidar».	En	medio	del	mismo,
esta	amiga	se	había	preguntado	por	el	dolor	de	la	madre	que	acababa	de	perder	a	su
hijo.	«Qué	terrible	debe	ser	pasar	por	ese	sufrimiento,	había	pensado.	Ella	no	lo
sabía,	 pero	 en	 esa	misma	hora	 su	propio	hijo	había	 sufrido	un	 accidente	 fatal	 en	 el
auto.	Recibió	la	noticia	de	su	muerte	en	el	correr	de	esa	tarde.	Por	tal	motivo,	sufrió
una	 doble	 desolación:	 primero,	 tener	 que	 vivir	 y	 compartir	 el	 terrible	 dolor	 de	 su
amiga;	y	luego,	experimentar	en	carne	propia	un	horror	similar.
Si	se	habla	del	dolor,	nunca	se	carecerá	de	oyentes.	Ruth	Graham,	la	hija	de	Billy	y
Ruth	Bell	Graham,	escribió	un	libro	bien	llamado	En	cada	banca	se	sienta	un	corazón
partido.	Llevaba	 leídas	 tres	cuartas	partes	del	mismo	cuando	me	desplomé	y	pensé:
¿cómo	puede	una	persona	vivir	con	tanto	dolor?	Todos	los	meses	su	sitio	de	Internet
recibe	cientos	de	pedidos	de	ayuda	de	personas	que	sufren.
Con	los	años,	he	descubierto	que	el	dolor,	como	la	angustia,	no	vienen	en	un	mismo
envase	o	de	una	sola	forma	sino	que	hay	de	todos	los	tamaños.	Aunque	el	dolor	es	el
nivelador	 universal,	 se	 manifiesta	 de	 forma	 diferente	 en	 cada	 vida.	 Nos	 forma	 de
manera	singular,	y	nadie	se	libra	del	proceso.	Nos	retorcemos	de	dolor	y	suponemos
que	es	imposible	que	a	alguien	le	haya	pasado	lo	que	nosotros	estamos	soportando.
Ahora	bien,	¿recuerdan	la	vieja	historia	de	la	casa	con	ventanas	de	oro?	En	ella	se
cuenta	de	un	niño	que	todas	las	mañanas	miraba	la	pradera	que	se	extendía	fuera	de	su
casa	y	veía	a	lo	lejos	una	casa	con	ventanas	de	oro.	Observaba	y	se	deleitaba	con	los
rayos	 brillantes	 que	 se	 formaban	 en	 la	 distancia.	 Un	 día	 le	 preguntó	 a	 su	 padre	 si
podían	 visitar	 la	 casa	 con	 las	 ventanas	 de	 oro.	 Su	 padre	 accedió	 y	 comenzaron	 a
caminar.	Al	hacerlo,	llegaron	a	la	casa.	El	muchacho	no	entendía	nada.	Las	ventanas
de	la	casa	no	eran	de	oro.	Una	niña	que	estaba	dentro	los	vio	que	detallaban	su	casa	y
salió	para	preguntarles	qué	deseaban.	«Quería	ver	la	casa	con	las	ventanas	de	oro	que
observo	todas	las	mañanas»,	dijo	el	niño.
«Aquí	 no	 es	 —dijo	 la	 niña—,	 pero	 si	 esperan	 un	 poco	 hasta	 el	 atardecer,	 les
mostraré	la	casa	con	las	ventanas	de	oro	que	veo	todas	las	tardes».	Entonces	les	señaló
una	casa	en	la	distancia:	la	casa	del	niño	pequeño.1
Qué	 verdad	 encierra	 esta	 historia.	 Vamos	 por	 la	 vida	 mirando	 a	 través	 de	 las
ventanas	 de	 nuestra	 propia	 experiencia.	 Soñamos	 con	 las	 ventanas	 de	 oro	 que
divisamos	en	la	distancia.	Sin	embargo,	cuando	miramos	a	través	de	las	ventanas	del
alma,	nos	damos	cuenta	de	que	esas	ventanas	de	oro	que	veíamos	a	 la	distancia	no
existen.	Nos	parecen	de	 oro	 solo	 por	 la	manera	 en	que	nuestras	moradas	 terrenales
reflejan	la	luz	en	diferentes	momentos	de	nuestra	experiencia	y	en	distintas	etapas	de
la	vida.
De	niño,	en	la	India,	recuerdo	que	miraba	las	revistas	de	Estados	Unidos,	Canadá	o
Inglaterra	y	pensaba	que	la	vida	debería	ser	hermosa	en	esos	lugares:	las	fotografías
retocadas	 de	 losíconos	 occidentales,	 los	 últimos	 modelos	 de	 automóviles,	 el	 poder
adquisitivo	para	tener	una	cómoda	calidad	de	vida,	los	últimos	adelantos	tecnológicos.
Pues	 bien,	 luego	 me	 mudé	 a	 occidente.	 Nos	 radicamos	 en	 Canadá	 y	 después	 en
Estados	Unidos.	Allí	disfruté	los	adelantos	tecnológicos,	conduje	esos	automóviles	y
comí	en	hoteles	de	clase.	No	obstante,	algo	había	cambiado	dentro	de	mí.	Sí,	en	parte
me	parecía	que	podía	atrapar	la	luz	reflejada	de	las	comodidades	que	disfrutaba,	pero
las	 ventanas	 de	 oro	 todavía	 quedaban	 tras	 la	 colina.	Observé	 a	 hombres	 y	mujeres
deleitándose	en	un	lujo	que	hacía	que	mi	estilo	de	vida	pareciera	restringido.
Después	 de	 un	 tiempo	 comencé	 a	 recibir	 invitaciones	 para	 hablarles	 a	 estas
personas.	 Me	 enviaban	 aviones	 para	 recogerme;	 ¡y	 tenían	 sus	 propias	 pistas	 de
aterrizaje!	Entonces	comenzaban	las	reuniones	y	surgían	las	preguntas.	Luego	alguien
me	solicitaba	para	conversar	en	privado…	y	se	quitaba	la	máscara.	El	estilo	de	vida	de
los	 ricos	 y	 famosos	 era	 una	 verdad	 a	medias.	 Es	 cierto,	 vivían	 en	mansiones,	 pero
dentro	 de	 sí	 mismos	 respiraban	 sufrimientos	 idénticos	 a	 los	 nuestros	 y	 tenían	 los
mismos	anhelos.
En	una	ocasión	hablé	a	un	grupo	de	atletas	profesionales,	dignos	especímenes	de	la
raza	humana.	Al	entrar	en	la	habitación,	tuve	la	incómoda	sensación	que	era	el	único
que	no	había	pasado	la	prueba	física.	Hablé	durante	treinta	minutos,	justo	antes	de	un
partido	 importante.	Cuando	 terminé,	 uno	 a	 uno	 se	 acercaron	 para	 agradecerme.	 Sin
embargo,	un	hombre,	que	hacía	más	dinero	en	un	partido	que	yo	en	un	año,	me	abrazó
llorando	y	lamentándose	por	todo	lo	que	había	perdido	por	procurar	la	excelencia	y	la
fama.
Desde	 aquellosprimeros	 días	 he	 tenido	 la	 oportunidad	 de	 sentarme	 en	 muchas
casas	 con	ventanas	de	oro.	 ¿Saben	 lo	que	descubrí?	A	pesar	del	 oro,	 sus	ocupantes
sufren	el	mismo	deterioro	del	cuerpo,	 los	mismos	anhelos	del	corazón	y	 las	mismas
angustias	del	alma	que	el	resto	de	los	mortales.
A	 veces	 nuestras	 angustias	 o	 desilusiones	 solo	 nos	 afectan	 un	 poco;	 otras,	 nos
infligen	 heridas	 profundas	 y	 devastadoras.	 Si	 la	 desilusión	 fuera	 un	 ladrón,	 no
respetaría	a	las	personas.	En	realidad,	cuanto	más	tuviera	la	persona,	más	tendría	para
robar.	Entonces,	¿cómo	es	posible	que	haya	un	gran	Tejedor	detrás	de	todo	esto	cuya
obra	 es	 un	 diseño	 como	 este?	 ¿Será	 posible	 ver	 cómo	 se	 forma	 un	 diseño	 y	 luego
responder	 como	 lo	 hace	 el	 hijo	 según	 las	 indicaciones	 del	 padre?	Al	 principio,	 por
supuesto,	 cuestionamos	 al	 Soberano	 en	 cuyas	manos	 está	 nuestro	 destino:	 «¿Quién
pecó:	 él	 o	 sus	 padres?»	 Es	 más,	 los	 propios	 discípulos	 de	 Jesús	 formularon	 esta
pregunta	 con	 respecto	 al	 hombre	 que	 era	 ciego	 de	 nacimiento.	 El	Maestro,	 de	 una
manera	 asombrosa,	 les	 devolvió	 la	 pregunta.	 Los	 que	 tenían	 vista	 física	 pero	 eran
ciegos	espirituales	eran	quienes	estaban	en	 realidad	ciegos,	explicó	Jesús,	porque	al
menos	 la	 persona	 con	 ceguera	 física	 sabe	 que	 no	 ve,	 en	 cambio,	 las	 personas	 con
ceguera	espiritual	no	son	conscientes	de	que	no	pueden	hacerlo.	Luego	agregó	que	la
ceguera	de	ese	hombre	no	estaba	para	nada	relacionada	con	su	propio	pecado	ni	con	el
pecado	de	sus	padres,	sino	que	había	sucedido	para	que	se	hiciera	evidente	la	obra	de
Dios	(cf.	Juan	9).
Ahora	 bien,	 ¿qué	 es	 la	 «obra	 de	Dios»?	Al	 hacer	 dicha	 pregunta	 es	 fácil	 quedar
enfrascados	en	discusiones	filosó-ficas	que,	en	última	instancia,	nos	dejarán	solo	con
ideas	 abstractas.	 Por	 eso	mi	 intención	 con	 este	 libro	 no	 es	 recorrer	 ese	 camino;	 he
considerado	el	lado	teórico	de	la	pregunta	con	anterioridad	en	otros	libros	y	artículos.
Simplemente	quiero	escribir	sobre	los	encuentros	que	Dios	tiene	previstos	para	cada
uno	 individualmente	 en	medio	de	 las	 frustraciones	de	 la	 vida…	 tanto	 las	 hebras	de
hilo	 que	 hilvanará	 como	 las	 que	 dejará	 de	 lado,	 los	 «jirones»	 y	 las	 «fallas»	 que
siempre	 salen	 a	 relucir	 en	 los	 «momentos	 menos	 oportunos».	 Ahí	 es	 donde
encontraremos	la	forma	distintiva	y	el	sello	del	Maestro	Tejedor.
Los	primeros	pasos
	
Todo	viaje	 requiere	que	demos	pasos	deliberados.	Por	eso	creo	que	necesitamos
dar	 tres	 pasos	 bien	 definidos	 en	 este	 viaje	 antes	 de	 que	 el	 diseño	 se	 haga	 visible	 y
comencemos	a	ver	la	obra	de	Dios.	El	primer	paso	implica	el	corazón.
Dios	no	es	solo	el	formador	de	tu	corazón	como	órgano	físico,	sino	del	«corazón»
con	que	sientes	en	tu	ser.	¿Sabes	lo	que	es	sentir	físicamente	algo	que	escuchas	o	ves
muy	 cerca	 de	 ti?	 No	me	 refiero	 simplemente	 a	 algo	 sicosomático	 o	 cuyos	 efectos
secundarios	 puedan	 provocar	 una	 enfermedad;	 estoy	 hablando	 de	 una	 transferencia
instantánea	de	la	mente	al	cuerpo.
Un	 amigo,	 hombre	 de	 negocios	 muy	 capaz,	 después	 de	 invertir	 en	 todo	 tipo	 de
empresas	en	determinado	momento	vio	cómo	su	fortuna	comenzaba	a	disminuir.	Su
socio	 en	 un	 emprendimiento	 importante,	 al	 verlo	 afligido	 y	 necesitado	 de	 liquidez,
ofreció	pagarle	las	deudas	y	aportar	capital.	Mi	amigo	estaba	agradecido,	y	en	el	curso
de	varios	meses	ambos	convinieron	los	detalles	de	los	términos	del	contrato.	Por	fin,
después	de	completar	toda	la	negociación	y	compromisos	de	una	parte	y	de	otra	que
tienen	 lugar	en	cualquier	venta	 importante,	 llegó	el	día	de	cerrar	el	 trato.	Mi	amigo
llegó	 a	 la	 oficina	 de	 su	 socio,	 ambos	 se	 sentaron	 y	 tomaron	 un	 café.	 No	 obstante,
cuando	mi	amigo	presentó	 todos	 los	documentos	 firmados,	 su	socio	dijo:	«Lamento
tener	que	decirte	esto,	pero	hace	unos	días	decidí	que	no	podía	seguir	adelante	con	lo
prometido.	No	hay	trato».
A	mi	amigo	le	bastó	mirarlo	a	los	ojos	para	entender	que	hablaba	en	serio.	También
supo	que	había	llegado	al	límite	de	sus	fuerzas.	En	ese	instante	y	con	igual	fatalidad,
se	 desplomó	 en	 su	 asiento	 víctima	 de	 una	 apoplejía.	 Su	 socio	 observó	 horrorizado
mientras	llegaba	una	ambulancia	que	lo	trasladaría	en	una	camilla.	Gracias	a	Dios	se
salvó,	y	con	el	tiempo	tuvo	una	recuperación	parcial.
Años	 más	 tarde,	 mi	 amigo	 todavía	 tenía	 dificultad	 para	 referirme	 la	 historia.
Balbuceaba	y	tartamudeaba,	y	hasta	 lo	afectaba	reírse;	el	dolor	 lo	había	marcado	de
por	vida.	Sin	embargo,	en	medio	de	todo	esto	sucedió	algo	asombroso.	Tanto	su	socio,
que	con	el	tiempo	se	había	endurecido	debido	a	sus	propios	«tejes	y	manejes»,	como
mi	amigo,	que	había	sido	un	individuo	duro	e	insensible,	se	encontraron	cara	a	cara
con	los	sentimientos	y	la	realidad.
Dios	 no	 muestra	 su	 obra	 en	 términos	 abstractos,	 prefiere	 lo	 concreto,	 y	 esto
significa	que,	al	final	de	tu	vida,	a	tu	corazón	le	sucederá	una	de	tres	cosas:	se	volverá
duro,	roto,	o	tierno.	Nadie	se	libra	de	esto.	Tu	corazón	se	volverá	duro	e	insensible,	se
quebrará	 bajo	 el	 peso	 de	 la	 desilusión	 o	 se	 ablandará	 por	 las	 mismas	 cosas	 que
enternecen	 también	 el	 corazón	de	Dios.	A	propósito,	 su	 corazón	 es	 compasivo.	Por
eso	 el	 autor	 de	 la	 carta	 a	 los	 Hebreos	 nos	 recuerda	 que	 se	 compadece	 de	 nuestras
debilidades	(cf.	Hebreos	2:14-18;	4:14—5:3).
Esto	 explica,	 a	 mi	 entender,	 por	 qué	 la	 Biblia	 describe	 al	 rey	 David	 como	 un
hombre	conforme	al	corazón	de	Dios	(cf.	1	Samuel	13:14;	Hechos	13:22).	Ahora	bien,
no	era	porque	él	hubiera	tenido	una	vida	perfecta	(es	muy	evidente	en	las	Escrituras
que	 no	 la	 tuvo),	 sino	 porque	 Dios	 podía	 llegar	 a	 él	 en	 medio	 de	 sus	 fracasos	 y
tragedias.	El	 «dulce	 cantor	 de	 Israel»	 tenía	 un	 corazón	 tierno.	Cuando	 el	 profeta	 lo
confrontó	 con	 su	pecado,	 reconoció	que	había	 cometido	 adulterio	y	 asesinato	 (cf.	 2
Samuel	12:13).
Dios,	el	gran	Tejedor,	busca	a	las	personas	de	corazón	tierno	para	dejar	su	sello	en
ellas.	Tus	penas	y	desilusiones	son	parte	de	ese	diseño,	pues	darán	forma	a	tu	corazón
y	a	la	manera	en	que	sientes	la	realidad.	Tus	penas	siempre	te	formarán;	no	hay	otra
manera.
Hay	 un	 versículo	 fascinante	 que	 nos	 dice	 que	 el	 autor	 de	 nuestra	 salvación	 se
perfeccionó	«mediante	el	sufrimiento»	(Hebreos	2:10).	He	reflexionado	muchas	veces
sobre	 este	 texto.	 ¿Cómo	 puede	 perfeccionarse	 aquel	 que	 ya	 es	 perfecto?	 ¿Por	 qué
Dios,	 la	provisión	para	nuestra	maldad,	 tenía	que	rebajarse	para	completar	su	 tarea?
He	 llegado	 a	 la	 conclusión	de	que	 aunque	 algunas	perfecciones	nunca	 cambian	por
toda	 la	 eternidad,	 otras	 están	 sujetas	 al	 tiempo,	 y	 no	 solo	 para	 el	 que	 la	 demuestra
sino,	lo	que	es	más	importante,	para	consumar	al	que	es	testigo	de	tal.
Por	ejemplo,	 la	Biblia	dice	que	Job	 fue	perfecto,	«un	hombre	 recto	e	 intachable»
(Job	1:1).	Pero,	¿cómo	podía	merecer	esta	descripción	si	todavía	no	había	pasado	por
las	pruebas	necesarias	para	la	perfección?	Sin	embargo,	en	su	sabiduría,	Dios	permitió
que	las	pruebas	lo	formaran	y	que	estas	nos	sirvieran	a	nosotros	como	ejemplo	de	la
manera	en	que	una	persona	recta	se	sobrepone	al	dolor	y	el	sufrimiento.	Aunque	Job
ya	era	recto,	por	medio	de	sus	luchas	podemos	observar	cómo	se	conduce	una	persona
de	ese	carácter	en	medio	de	la	tragedia.	Así	se	manifiesta	la	obra	de	Dios.
La	 perfección	 entonces	 no	 implica	 un	 cambio	 en	 la	 esencia	 del	 carácter	 sino	 la
culminación	de	un	camino.	Esto	fue	precisamente	lo	que	Jesús	dijo	cuando	exhortó	a
sus	discípulos	y	a	nosotros	a	ser	«perfectos,	así	como	su	Padre	celestial	es	perfecto»
(Mateo	5:48).	Nunca	podremos	ser	como	Dios,	pero	sí	podemos	concluir	la	tarea	que
nos	ha	asignado.	Por	eso,	Jesús	demostró	que	la	mejor	manera	de	cumplir	el	propósito
de	Dios	es	obedecer	siempre	la	voluntad	del	Padre,	aun	cuando	él	parezca	distante.
¿Recuerdas	 cómo	 Habacuc	 le	 suplicó	 a	 Diosque	 le	 explicara	 por	 qué	 usaba	 un
pueblo	 cruel	 e	 impío	 como	 los	 babilonios	 para	 imponer	 el	 castigo	 de	 la	 justicia	 de
Dios	 a	 su	 propio	 pueblo?	 Habacuc	 clamó	 literalmente:	 «¡Violencia!	 ¡Injusticia!
¡Maldad!	 ¿Cómo	 puedes	 hacer	 esto?»	 (Ver	 Habacuc	 1:2-4).	 Pese	 a	 esto,	 esperó
pacientemente	que	el	SEÑOR	le	respondiera	y	corrigiera	su	punto	de	vista.
Ahora	bien,	solo	si	estás	dispuesto	a	elevar	una	oración	sincera	para	que	se	haga	la
voluntad	 de	 Dios	 y	 a	 vivir	 la	 vida	 que	 él	 tiene	 para	 ti,	 podrás	 ver	 el	 panorama
grandioso	que	quiere	que	tú	tengas,	y	todo	a	través	de	las	ventanas	que	ha	puesto	en	tu
vida.	No	 siempre	 podrás	 vivir	 en	 la	 cima	 de	 la	montaña,	 pero	 cuando	 atravieses	 el
valle,	el	recuerdo	de	la	montaña	te	sostendrá	y	te	dará	las	fuerzas	para	seguir	adelante.
Calvin	Miller	 describe	 la	 manera	 en	 que	 Dios	 responde	 dichos	 clamores	 que	 se
elevan	en	tiempos	de	dificultad:
El	sermón	y	el	Espíritu	siempre	obran	en	conjunto	para	producir	la	liberación.
A	 veces,	 el	 Espíritu	 y	 el	 sermón	 aportan	 respuestas	 directas	 a	 las	 necesidades
humanas,	 aunque	 casi	 siempre	 responden	 indirectamente.	 La	 mayoría	 de	 los
problemas	 no	 se	 resuelven	 escuchando	 sermones.	 El	 sermón,	 por	más	 sincero
que	sea,	no	puede	solucionar	estos	problemas	complejos.	Entonces,	si	el	sermón
no	resuelve	los	problemas,	¿adónde	iremos	en	busca	de	soluciones?	Junto	con	el
Espíritu,	 el	 sermón	 existe	 para	 señalarnos	 que	 tener	 respuestas	 no	 es	 esencial
para	 vivir.	 Lo	 importante	 es	 el	 sentido	 de	 la	 presencia	 de	 Dios	 durante	 los
momentos	 oscuros	 de	 las	 dudas	 …	 Nuestra	 necesidad	 de	 tener	 respuestas
específicas	 se	diluye	en	 la	 cuestión	mayor	del	 señorío	de	Cristo	para	 todas	 las
interrogantes:	las	que	tienen	respuestas	y	las	que	no.2
	
Si	 tienes	 un	 corazón	 en	 comunióníntima	 con	Dios,	 te	 ayudará	 a	 sobreponerte	 al
dolor,	incluso	más	que	el	poder	de	las	meras	palabras.
Comienza	a	caminar
	
El	segundo	paso	implica	la	mente.	Después	de	dar	el	primero,	debes	entrar	en	la
carrera,	y	será	necesario	que	observes	con	cuidado	las	señales	en	el	camino.
La	neurociencia,	 disciplina	y	 tendencia	de	moda,	nos	 empuja	 a	pensar	 solo	 en	 el
cerebro	y	a	prestar	poca	atención	a	la	mente.	Autores	en	diversos	campos	de	la	ciencia
insisten	en	que	esta	es	la	montaña	que	debemos	escalar	y	el	mapa	que	se	debe	trazar.
Si	 pudiéramos	 explicar	 que	 todo	 lo	 que	 pensamos	 se	 realiza	 por	medio	 de	 señales
electroquímicas	que	disparan	pensamientos	y	conclusiones,	tendríamos	entendimiento
claro	 de	 todas	 las	 conductas.	 En	 este	 sentido,	 la	 secuencia	 general	 parecería	 ser:
sembrar	una	idea,	estimular	la	imaginación,	generar	un	impulso,	cultivar	un	hábito	y
dar	forma	a	la	memoria.	Y	así	somos	testigos	del	estudio	de	este	telar	mágico	llamado
cerebro	como	si	fuera	el	origen	y	el	depósito	de	todas	las	conductas.
Si	bien	el	tema	me	cautiva,	resistiré	hacer	una	digresión.	Simplemente	quiero	hacer
una	referencia	por	analogía.	Lo	que	el	cerebro	es	al	cuerpo,	la	mente	es	al	alma.	La
mente	 no	 se	 limita	 a	 fragmentos	 de	 información	 sino	 que	 combina	 los	 contenidos
dentro	de	un	contexto	previo	de	razones	fácticas	y	morales.	La	mente	no	es	un	vacío,
esta	procesa	toda	nueva	información	y	la	organiza	según	ciertos	patrones.	Cuando	uno
de	estos	patrones	se	fragmenta,	decimos	que	la	persona	está	«perdiendo	la	cabeza».
La	fe	pertenece	al	ámbito	de	la	mente.	Si	no	crees	que	Dios	tiene	el	dominio	y	que
te	formó	para	un	propósito,	naufragarás	en	el	turbulento	mar	de	la	falta	de	propósito,
te	 ahogarás	 en	 las	 corrientes	 y	 flotarás	 a	 la	 deriva	 en	 medio	 de	 la	 nada.	 Un	 día,
mientras	 leía	 la	historia	de	Noé	 (cf.	Génesis	6:9-22),	 tuve	 la	 siguiente	 reflexión.	La
Palabra	nos	da	todos	los	detalles	del	arca:	la	altura,	la	anchura,	el	tipo	de	madera:	un
proyecto	completo.	Sin	embargo,	hay	dos	cosas	que	brillan	por	su	ausencia:	la	vela	y
el	 timón.	¡Imagínense	prepararse	para	navegar	tantos	días	sin	nada	que	sirviera	para
controlar	el	rumbo	de	la	embarcación!
Hace	un	tiempo	leí	una	historia	muy	graciosa	sobre	una	anciana	que	se	disponía	a
volar	 por	 primera	 vez.	 Cuando	 el	 avión	 comenzó	 a	 sacudirse	 al	 atravesar	 una
turbulencia	moderada,	la	mujer	creyó	que	se	moriría.	Cuando	finalmente	el	vuelo	se
hizo	 más	 tranquilo,	 el	 piloto	 salió	 de	 la	 cabina,	 se	 arrodilló	 junto	 a	 la	 mujer	 y	 le
preguntó:
—Señora,	¿ve	esa	luz	en	el	extremo	del	ala	derecha?
—Sí	—dijo	la	mujer.
—Ahora,	mire	el	extremo	del	ala	izquierda	por	la	otra	ventana.	¿Ve	la	luz	en	el	ala?
—Sí	—volvió	a	responder	nerviosamente.
—Mire,	 señora	—continuó	el	piloto—,	mientras	estemos	entre	esas	dos	 luces,	no
tiene	motivo	de	que	preocuparse.
Supuestamente,	dichas	guías	autoreferenciales	deberían	hacernos	sentir	mejor.	No
obstante,	 pensamos	 que	 si	 solo	 tuviéramos	 el	 control,	 todo	 estaría	 bien.	 Tengo	 un
amigo	que	 le	aterra	volar	porque,	 según	él,	no	soporta	 las	situaciones	que	no	puede
controlar.	 No	 quise	 ofenderlo	 diciéndole:	 «Bienvenido	 a	 la	 vida».	 Para	 Dios	 es
imperativo	que	en	el	diseño	de	la	vida	estemos	dispuestos	a	confiar	en	algo	más	que
en	 nosotros	 mismos.	 Por	 eso,	 caminar	 por	 la	 fe	 significa	 seguir	 a	 aquel	 que	 sabe
mucho	más	que	nosotros,	y	que,	además,	es	bueno.
F.	 W.	 Boreham,	 el	 ensayista,	 nos	 recuerda	 que,	 lejos	 de	 ser	 algo	 infantil	 y
desinformado,	 la	 fe	 es	 en	 realidad	 el	 agente	 que	 dio	 origen	 al	 universo,	 el	 refugio
seguro	de	la	civilización.	Está	en	el	corazón	de	todas	las	negociaciones	y	relaciones
mundiales.	El	mundo	financiero	está	construido	sobre	tal.	Cuando	la	gente	se	aferra	a
su	dinero	y	cree	que	es	una	realidad	concreta,	en	realidad	se	aferran	a	la	fe.	El	dinero,
en	ese	sentido,	carece	de	valor	si	no	hay	confianza.	Sin	la	promesa	y	el	compromiso
de	pago	de	otras	 personas	y	 sistemas	no	 son	más	que	 trozos	de	papel	 sin	 valor.	Es
más,	toda	la	estructura	financiera	depende	del	crédito,	la	confianza,	la	convicción	y	la
fe.	Si	los	Estados	Unidos	se	jactan	de	ser	uno	de	los	países	más	ricos	del	mundo,	lo
que	hace	es	presumir	de	su	fe.	El	estadounidense	intelectual	cae	en	una	contradicción
flagrante	cuando	niega	que	se	pueda	vivir	por	la	fe…	la	fe	y	la	confianza	son	factores
fundacionales	del	sistema.	Es	el	ámbito	donde	impera	la	mente	y	se	contextualiza	la
confianza.	Ahora,	cuando	la	mente	se	niega	a	confiar,	a	pesar	de	un	contexto	dado,	la
vida	se	torna	miserable.
En	una	poesía	del	siglo	diecinueve	escrita	por	Frances	Brown	se	hace	referencia	a
un	grupo	de	peregrinos	sentados	a	 la	orilla	del	océano	que	están	contándose	unos	a
otros	la	historia	de	su	vida	y	sus	pérdidas.	Uno	de	ellos	menciona	a	un	hijo	que	perdió
siendo	muy	joven.	Otro	cuenta	de	una	fortuna	que	perdió.	Otro	se	lamenta	por	haber
tenido	que	enterrar	a	su	esposa:
Pero	cuando	acabaron	sus	relatos,
uno	de	ellos	habló,
un	extraño	que	parecía	no	tener	tristezas:
«Pérdidas	graves	han	sido	las	vuestras,	pero
ninguna	tan	grande	como	la	mía,
la	pérdida	de	un	corazón	que	creía».
«¡Así	es!»,	dijeron	estos	peregrinos,
«Ni	la	vida	ni	la	muerte,
ni	la	cruel	fortuna,	ni	el	amor	no	correspondido,
ni	los	naufragios	en	el	mar	o	el	destierro
se	pueden	comparar	con	lo	que	os	sucedió
a	vos,	extraño,	¡la	peor	pérdida	y	la	más
terrible!
Haber	perdido	un	corazón	que	confiaba».3
	
Perder	la	fe	es	espantoso	porque	nos	despoja	de	la	esperanza	e	incluso	amenaza	el
amor.	Como	comenté	 líneas	 arriba,	 cuando	Noé	 se	 enfrentó	 a	 la	 posibilidad	de	una
inundación	catastrófica,	nunca	 imaginó	una	embarcación	sin	 timón.	Una	persona	en
cierta	ocasión,	muy	 seria	mente,	 le	planteó	 al	 escritor	 inglés	de	principios	del	 siglo
veinte	G.	K.	Chesterton	lo	siguiente:	«Si	estuviera	varado	en	una	isla	y	pudiera	tener
solo	 un	 libro,	 ¿cuál	 sería?»	 En	 vez	 de	 una	 respuesta	 muy	 espiritual	 o	 literaria,
Chesterton	 respondió:	 «Guía	 práctica	 para	 la	 construcción	 de	 embarcaciones,¡sin
duda!»4
La	Biblia	es	un	libro	sobre	la	edificación	de	vidas,	escrito	para	nuestra	estadía	sobre
este	planeta.	De	 forma	 interesante,	 también	nos	enseña	que	el	 timón	y	 la	vela	están
bajo	 el	 control	 de	 Dios	 y	 que	 navegaremos	 en	 alta	 mar	 entendiendo	 que	 debemos
confiar	en	él.	Ahora,	si	no	tienes	la	mente	de	la	fe,	correrás	repetidos	riesgos…	y	le
echarás	la	culpa	a	Dios.	Porque	una	vida	de	confianza	simple	es	una	vida	de	bendición
que	ve	más	allá	de	cualquier	impedimento	a	través	de	la	mente	entregada	al	camino	de
Dios.
Descubre	el	camino
	
En	 todas	 las	 ocasiones	 en	 que	 el	 apóstol	 Pablo	 escribe	 sobre	 tener	 la	mente	 de
Cristo,	casi	siempre	hay	una	referencia	al	sacrificio	de	nuestro	SEÑOR.	En	Filipenses
dice	que	Jesús	renunció	a	todas	las	prerrogativas	de	su	poder	divino	para	hacerse	igual
a	nosotros	(cf.	Filipenses	2:5-8).	En	Romanos	nos	desafía	a	presentar	nuestro	cuerpo
como	 sacrificio	 vivo,	 que	 es	 parte	 integral	 de	 la	 renovación	 de	 nuestra	 mente	 (cf.
Romanos	12:1-2).	Con	base	en	esto,	les	invito	a	dar	el	tercer	paso,	el	de	la	cruz,	para
comprender	todo	lo	que	esto	significa.
En	las	ciudades	y	pueblos	de	Suramérica	a	menudo	se	pueden	ver	enormes	estatuas
de	 Jesucristo	 sobre	 las	 colinas	 más	 altas	 (por	 ejemplo,	 la	 estatua	 del	 «Cristo
Redentor»	en	Río	de	Janeiro,	Brasil).	Estos	monumentos	se	erigen	por	dos	 razones:
para	«protección»	desde	un	lugar	elevado,	y	porque	Cristo	puede	ver	más	allá	de	las
alturas	como	nadie	más.
El	monte	Calvario	está	en	el	centro	del	evangelio.	Todo	el	sufrimiento	del	mundo
convergió	allí,	en	aquel	acto	único	de	sacrificio,	cuando	el	que	era	sin	pecado	 llevó
sobre	sí	el	castigo	de	nuestro	pecado	y	realizó	el	máximo	sacrificio	mientras	sufría	la
separación	de	su	Padre	para	llevarnos	hacia	él.	Esto	fue	la	humillación	más	profunda
del	Cristo	encarnado:	estar	apartado	del	Padre	mientras	era	el	centro	de	 la	voluntad
del	Padre.	Aunque	los	hilos	se	entrecruzaban	en	un	diseño	aparentemente	dispar	desde
el	punto	de	vista	del	mundo,	constituían	las	hebras	carmesí	de	nuestra	reconciliación
con	Dios.
Recuerdo	 la	 pregunta	 de	 un	 estudiante	 en	 un	 campus	 universitario	 que	 deseaba
saber	 por	 qué	 tenía	 que	 haber	 «tanta	 sangre	 y	 todas	 esas	 cosas»	 en	 el	 sacrificio	 de
Jesús.	¿Acaso	Dios	no	podía	hacer	una	declaración	simple	de	perdón	para	 todos	 los
que	 se	 arrepintieran,	 un	 tipo	 de	 amnistía	 general?	 Bueno,	 esta	 es	 precisamente	 la
manera	en	que	consideramos	el	sufrimiento.	¿Por	qué	tiene	que	ser	tan	real?	¿No	sería
mejor	 si	 fuera	 una	 idea?	 Dicho	 deseo,	 sin	 embargo,	 pierde	 de	 vista	 la	 naturaleza
misma	de	la	realidad	al	no	ver	 la	faceta	física	de	la	realidad	espiritual	que	Dios	nos
señala.
Hace	unos	años	tuve	una	serie	de	reuniones	en	Escocia,	acompañado	de	mi	esposa,
mi	hijo,	mi	colega	Stuart	y	su	esposa.	Stuart	es	de	ese	país,	y	solemos	bromear	juntos
sobre	la	necesidad	de	tener	un	intérprete	cuando	habla	inglés.	Una	vez	viajamos	por
diferentes	 lugares	 del	 país	 y	 le	 pregunté	 si	 podríamos	 visitar	 Glencoe.	 Quienes	 no
conozcan	 la	historia	de	ese	 lugar,	 se	preguntarán	qué	atractivo	 turístico	podrá	 tener.
Pues	bien,	hasta	el	día	de	hoy,	la	región	carga	con	el	espantoso	recuerdo	del	asesinato
del	clan	de	los	MacDonald,	el	13	de	febrero	de	1692,	a	manos	de	los	Campbells.
Estos	 últimos	 se	 presentaron	 en	 Glencoe	 y	 fingieron	 ser	 amistosos.	 El	 clan
MacDonald	 los	 recibió	 con	 gran	 hospitalidad	 sin	 saber	 que	 llegarían	 a	 cumplir	 la
misión	 encomendada	 por	 el	 rey	 de	 Inglaterra	 de	 exterminarlos.	 Durante	 la	 noche,
mientras	 sus	 anfitriones	 dormían,	 estos	 pusieron	 en	 marcha	 su	 macabro	 plan.	 La
historia	quedó	inmortalizada	en	una	balada:	«La	masacre	de	Glencoe»:
Estribillo:	Cruel	es	la	nieve	que	cubre	Glencoe
y	cubre	las	tumbas	de	los	Donald.
Cruel	fue	el	enemigo	que	violó	a	Glencoe
y	asesinó	a	la	familia	de	los	MacDonald.
Llegaron	durante	una	tormenta,	y	le	ofrecimos
abrigo,
un	techo	donde	guarecerse,	calzados	secos
para	sus	pies.
Les	servimos	vino,	los	invitamos	a	cenar,
comieron	nuestra	carne
y	durmieron	en	el	hogar	de	los	MacDonald.
Estribillo:
Llegaron	del	fuerte	William	con	el	asesinato
en	mente.
Los	Campbells	tenían	órdenes	firmadas	por
el	rey	William.
«Mátenlos	a	todos	a	espada»,	decían	las
palabras,
y	no	dejen	con	vida	a	nadie	llamado	MacDonald.
Estribillo:
Llegaron	en	la	noche	mientras	los	hombres
dormían.
Esta	banda	de	Argyles,	en	sigilo	sobre	la
nieve	suave	y	profunda,
como	zorros	agazapados	entre	el	rebaño
indefenso,
mataron	a	la	familia	de	los	MacDonald.	Estribillo:
Algunos	murieron	en	sus	camas	a	manos	del	enemigo.
Otros	huyeron	en	la	noche	y	se	perdieron	en	la	nieve.
Otros	vivieron	para	acusar	al	que	asestó	el
primer	golpe,
pero	ese	fue	el	fin	de	la	familia	de	los	MacDonald.
Estribillo.5
	
Trescientos	años	después	de	este	suceso,	este	infame	incidente	todavía	se	recuerda
como	 si	 hubiera	 sido	 ayer.	 Al	 entrar	 en	 Glencoe,	 un	 gaitero	 solitario	 va	 y	 viene
mientras	 toca	 esta	 melodía	 melancólica.	 La	 historia	 trágica	 y	 la	 lúgubre	 balada
siempre	me	entristecen.	Aun	así,	me	di	cuenta	de	algo:	cuando	Stuart	hablaba	sobre	la
masacre	 de	 Glencoe,	 con	 el	 sonido	 de	 la	 gaita	 de	 fondo,	 su	 acento	 escocés	 y	 los
lamentos	de	ese	instrumento	nativo	tan	característico	en	medio	de	las	ruinas	del	lugar
donde	sucedieron	los	hechos,	casi	me	hizo	sentir	que	lo	había	vivido.
Desarrollemos	un	poco	más	esta	idea.	¿Qué	sucedería	si	una	de	las	víctimas	de	la
masacre	 de	 Glencoe	 hubiera	 dejado	 una	 grabación	 para	 que	 nosotros	 pudiéramos
escuchar	la	historia	como	realmente	sucedió,	y	no	solo	referirnos	a	la	memoria	de	los
hechos?	Pues	bien,	justo	así	es	como	debemos	ver	la	realidad.	Si	no	la	podemos	vivir,
debemos	verla	a	través	de	los	ojos	de	uno	que	lleve	el	sonido	y	los	acordes	de	lo	que
sucedió.
Si	 un	 acento	 grave,	 la	 localidad	 histórica	 exacta	 y	 una	 melodía	 lúgubre	 pueden
hacer	casi	tangible	la	realidad,	aunque	nos	separen	tres	siglos,	¿cuánto	más	podremos
comprender	el	sufrimiento	cuando	lo	consideramos	a	través	de	los	ojos	de	aquel	que
define	el	bien	y	el	mal,	el	consuelo	y	el	sufrimiento,	y	que	fue	a	la	cruz	para	acabar
con	 el	 dolor?	 ¿No	 es	 acaso	 la	 única	manera	 de	 entender	 y	 soportar	 nuestro	 propio
sufrimiento?	Por	 eso,	 debemos	observar	 el	 dolor	del	mundo	a	 través	de	 los	ojos	de
Jesús,	el	que	mejor	comprende	que	no	es	solo	un	mundo	de	dolor	sino	de	quebranto	y
separación.	En	la	soledad	de	la	reflexión,	el	corazón	y	la	mente	se	unen	para	pensar	en
la	 cruz.	 Es	 aquí	 donde	 creo	 que	 el	 autor	 del	 himno	 tiene	 algo	 muy	 práctico	 para
decirnos:
Cuando	pienso	en	la	cruz,
cierro	mis	ojos	e	intento	ver
los	crueles	clavos	y	la	corona	de	espinas,
y	a	Jesús	crucificado	por	mí.
Pero	aun	cuando	pudiera	contemplarlo	morir,
solo	vería	una	pequeña	parte
de	ese	gran	amor,	el	cual,	como	un	fuego,
siempre	arde	en	su	corazón.6
	
Malcolm	Muggeridge	lo	expresa	poderosamente	a	su	manera:
De	 vez	 en	 cuando,	 vislumbraba	 una	 cruz,	 no	 necesariamente	 un	 crucifijo.
Podían	ser	dos	piezas	de	maderas	clavadas	de	forma	accidental	sobre	el	poste	del
telégrafo,	 por	 ejemplo,	 y	 de	 pronto	 mi	 corazón	 se	 detenía.	 De	 una	 manera
inconsciente,	por	instinto,	comprendía	que	algo	más	importante,	más	tumultuoso,
más	 apasionado	que	 nuestras	 causas	 estaba	 en	 juego,	 a	 pesar	 de	 lo	 admirables
que	estas	pudieran	ser.
Era	 un	 interés	 obsesivo	 …	 este	 símbolo	 que	 en	 mi	 casa	 se	 consideraba
irrisorio,	era	también	un	centro	de	esperanzas	y	anhelos	impensables.
Al	recordar	esto,	siento	todo	el	peso	de	mi	propia	torpeza.	Tendría	que	haberla
llevado	sobre	mi	corazón	como	si	fuera	un	precioso	estandarte	que	nadie	me	la
pudiera	quitar	de	las	manos;	aunque	cayera,	que	siguiera	en	alto.	Debería	haber
sido	mi	 culto,	mi	 uniforme,	mi	 lenguaje,	mi	 vida.	No	 tengo	 excusa;	 no	 puedo
decir	que	no	sabía.	Lo	supe	desde	el	principio,	y	le	di	la	espalda.7
	
El

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