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El GRAN TEJEDOR de vidas Cómo Dios nos va formando a través de los eventos de nuestra vida RAVI ZACHARIAS La misión de Editorial Vida es ser la compañía líder en comunicación crist ana que sat sfa-ga las necesidades de las personas, con recursos cuyo contenido glorifique a Jesucristo y promueva principios bíblicos. VIDA EL GRAN TEJEDOR Edición en español publicada por Editorial Vida–2008 Miami, Florida ©2008 por Ravi Zacharias All rights reserved under International and Pan-American Copyright Conventions. By payment of the required fees, you have been granted the non-exclusive, non- transferable right to access and read the text of this e-book on-screen. No part of this text may be reproduced, transmitted, down-loaded, decompiled, reverse engineered, or stored in or introduced into any information storage and retrieval system, in any form or by any means, whether electronic or mechanical, now known or hereinafter invented, without the express written permission of Zondervan. EPub Edition © May 2009 ISBN: 978-0-8297-8061-1 Originally published in the USA under the title: The Grand Weawer Copyright © 2007 by Ravi Zacharias Published by permission of Zondervan, Grand Rapids, Michigan. Traducción: Marcela Robaina Edición: Carlos Peña Diseño interior y adaptación de cubierta: Cathy Spee RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS. A MENOS QUE SE INDIQUE LO CONTRARIO, EL TEXTO BÉBLICO SE TOMÓ DE LA SANTA BIBLIA NUEVA VERSIÓN INTERNACIONAL. © 1999 POR LA SOCIEDAD BÉBLICA INTERNACIONAL. ISBN: 978-0-8297-5170-3 CATEGORÉA: Vida crist ana / Crecimiento espiritual Para Sarah, Naomi y Nathan, nuestros hijos amados. Tres hermosos tapices tejidos por Dios. Terminen bien, queridos. Contenido Cover Copyright Introducción 1 Tu ADN importa 2 Tus desilusiones importan 3 Tu llamado importa 4 Tu moralidad importa 5 Tu espiritualidad importa 6 Tu voluntad importa 7 Tu adoración importa 8 Tu destino importa Epílogo Notas Apéndice: veinticinco preguntas clave About the Publisher Share Your Thoughts Introducción DE LAS MILES DE CARTAS QUE RECIBO CADA AÑO, muchas de escépticos, hay una reciente que se destaca. El escritor pregunta simplemente: «¿Por qué Dios hizo que fuera tan complicado creer en él? Si amara a alguien y mi poder fuera infinito, lo usaría para manifestarme más obviamente. ¿Por qué Dios hizo tan difícil de ver su presencia y su plan?» Esta es una pregunta válida y recurrente. Para referirse a ella, los teólogos hablan del «ocultamiento de Dios». Por su parte, los escépticos usan términos más duros y dicen que Dios desertó y nos dejó sin signos visibles de su existencia. Ahora bien, ¿cómo sacar algo en limpio de esta discusión? ¿Habrá alguien que niegue que en verdad desearía tener algún tipo de «visitación» periódica de Dios, alguna evidencia tangible de su existencia? ¿Y quién de nosotros no se interesaría en conocer su plan? Si bien la pregunta parece justificada, sostengo que las respuestas que daré servirán para que, quien la formula, se plantee, solo como hipótesis, que tal vez no la haya pensado bien. Por ejemplo: ¿con qué frecuencia desearíamos que Dios se revelara? ¿Una vez al día? ¿Siempre que haya una emergencia? ¿Desearíamos escuchar una voz de vez en cuando que nos diga: «Confía en mí»? Lo interesante de esta exigencia es que, en efecto algunos han visto la presencia de Dios; otros han escuchado su voz… pero esto no parece haberles facilitado creer en él. Resulta que, cuando se es todopoderoso, siempre habrá alguien que exija una demostración. Juan el Bautista, el profeta que presentó a Cristo al mundo, vio muchos milagros. Sin embargo, cuando estuvo en la cárcel, se preguntó si Jesús era realmente quien decía ser. Debió pensar: «Si Jesús es de verdad el Cristo, ¿por qué dejó que me pudriera en esta prisión?» Pedro fue testigo ocular de la revelación más dramática presenciada por hombre alguno cuando vio la transfiguración de Jesús en la montaña. Estaba tan sobrecogido que no quería descender. Sin embargo, no mucho tiempo después, cuando arrestaron a Jesús y lo condenaron a la cruz, negó conocerlo. ¿Cinismo o clímax? Siempre nos agrada saber cómo termina una historia, ¿no es cierto? De lo contrario, nos sentimos defraudados. En ese sentido, ¿puede una desilusión o un imprevisto desagradable echar por tierra todo lo que creíamos? ¿La desilusión será un signo en la ruta que nos señala una curva, o el fin del camino para nosotros? Si ampliamos la pregunta, ¿será el fin de la vida el hecho más glorioso que nos podría suceder, o será apenas un largo viaje hacia la oscuridad? Si juzgamos por lo mucho que vemos y escuchamos, tendríamos verdadera dificultad para no caer en el cinismo sobre la vida. Cada vez más, cuando sucede algo espantoso, afirmamos: «¡Así es la vida!»; como si la desilusión y el desconsuelo alcanzaran para explicar toda nuestra existencia. No vemos las rosas, solo prestamos atención a las espinas. Damos como cierto la tibieza del sol y nos deprimimos porque llueve o nieva demasiado seguido. No escuchamos los sonidos de vida que salen de un jardín de infantes porque estamos preocupados por el sonido de las sirenas de los socorristas que acuden a responder una emergencia. Es más, un matrimonio que ha soportado la prueba del tiempo ya no nos maravilla porque estamos desalentados por la angustia de los seres queridos cuyas uniones conyugales se terminaron. Uno de los personajes de la obra teatral «Largo viaje hacia la noche», de Eugene O’Neill, al final de su vida hace una poderosa afirmación: «Nadie puede evitar las cosas que nos ha hecho la vida. Suceden antes de que nos demos cuenta y cuando pasan, nos obligan a hacer otras más, hasta que al final todo se interpone entre lo que somos y lo que desearíamos ser, y perdimos nuestro verdadero ser para siempre».1 ¿Quién no ha sentido la tentación de dejarse seducir por la angustia reflejada en este solemne parlamento? ¿Fueron las cartas que nos tocaron en suerte, pero como en el mazo de un prestidigitador, todas marcadas para una mano indefectible? ¿Será solo una ilusión que podemos jugar según nuestra libre voluntad? Debemos reconocer que la intervención divina no es ni remotamente una cosa tan simple como nos agradaría creer. Para que nos sostenga y nos permita resistir, y además de eso nos ayude a mantenernos firmes y a ver la mano de Dios obrando en todas las etapas de nuestra vida, deberá ser bastante distinta de lo que desearíamos. No puede ser solo un viaje de inconfundible bendición ni un camino sin obstáculos. Para permitir que Dios sea Dios, debemos seguirlo por lo que es y conforme a sus intenciones, no de acuerdo a nuestros gustos o preferencias. Este libro, por consiguiente, tratará justamente de eso: ver el designio de la mano de Dios y su intervención en nuestra vida de tal manera que podamos saber que tiene un propósito específico para cada uno de nosotros y que nos acompañará hasta aquel día en que lo observemos cara a cara y podamos conocernos completamente. Un rostro inesperado Hace unos años di unas conferencias en Sudáfrica que coincidieron por fortuna con un partido importante de críquet entre este país y las Antillas. El director del equipo africano estuvo en una de mis conferencias y me consiguió entradas que me permitirían estar cerca del palco oficial. ¡Lo pasé estupendamente! Mientras conversábamos, me refirió su reciente encuentro con la fe en Jesucristo. «Fue muy extraño», dijo. Me explicó que había sido un escéptico confirmado la mayor parte de su vida y que sentía bastante hostilidadhacia cualquier creencia en Dios. Luego, una mañana de domingo de Pascua, mientras descansaba junto a su piscina, escuchó los acordes de unos himnos de resurrección provenientes de un televisor dentro de la casa. La música lo irritó. Llegó un momento en que, mientras sostenía una cerveza, se le escapó un pedido caprichoso: «Si realmente eres quien dices ser —exigió—, quiero que lo demuestres». Fue todo lo que dijo… prácticamente un atrevimiento, ¿verdad? No habían pasado más de treinta minutos cuando, al observar la piscina, le pareció ver los rasgos del rostro de Jesús, tal como aparece en las famosas pinturas; este bailoteó apareciendo y desapareciendo sobre la superficie. Al principio lo sorprendió. Luego se olvidó del asunto, pues pensó que tal vez había bebido demasiada cerveza. Cuando se despertó a la mañana siguiente, ya casi no se acordaba de la experiencia. Sin embargo, mientras se dirigía al baño —quién lo diría—, ahí estaba otra vez esa imagen, de alguna manera bosquejada en las vetas de la madera de la puerta. Entonces sí que le llamó la atención. En la hora siguiente, mientras se preparaba para su día, vio los mismos rasgos en tres puertas de diferentes cuartos, los cuales de pronto se combinaban para formar el rostro de Cristo como si fueran piezas de un rompecabezas que se unían en una secuencia temporal. Después de lo sucedido, temió mirar más puertas. Y resultó ser que eso era todo lo que necesitaba. Como consecuencia, su vida se transformó, y llegó a creer que Dios sabía qué era lo que él necesitaba para volverse a Dios. Hacia el fin de nuestra conversación, mencionó casi a la ligera algo que en realidad despertó mi curiosidad: —Esas imágenes son tan visibles hoy en las puertas como en aquel entonces. —¿Puedes verlas hoy? —pregunté. —Sí. ¿Quieres venir a mi casa algún día de esta semana para comprobarlo? Acepté encantado la invitación. ¿Hablar de críquet y ver un milagro al mismo tiempo? Creo que no podría pedir una prueba más apasionante de la intervención de Dios. Así se lo dije mientras hacía un guiño y, por supuesto, con un dejo de ironía. Fijamos entonces la fecha para que mi esposa y yo fuéramos a cenar a su casa. Esperaba ansioso ese momento. Cuando al fin llegó el día, después de los saludos de rigor, pregunté: «¿Podría mirar ahora mismo esas imágenes en las puertas?» Él estuvo encantado de llevarme al dormitorio para mostrarme el lugar donde había visto por primera vez esa aparición. Debo admitir que, parado en ese lugar, me bastó observar solo una vez la madera para percibir exactamente lo que me señalaba. «¡Increíble! — dije—. Lo puedo ver». Observé la puerta con detenimiento y pude entender cómo un hombre que deseaba recibir una señal no hubiera podido desestimarla. Luego fuimos al siguiente cuarto. Allí tuve que ladear la cabeza hacia un lado y el otro antes de reconocer algo, pues era un poco confusa y no muy convincente. No obstante, la tercera era un poco mejor que la segunda, pero no tan clara como la primera. Me, quedé reflexionando sobre el poder empírico de ese caso y luego nos retiramos. La verdad no quedé completamente convencido. Pasamos una tarde maravillosa, charlando mientras él nos contaba sobre su vida y sus amores. Cuando la visita terminó, nos marchamos, me cuestioné varias cosas: ¿se trataba solo del dibujo de las vetas de la madera?, ¿pudiera ser que si uno la miraba fijamente durante un tiempo, se pareciera a un rostro?, ¿sería algo semejante a ver un código numérico en cuanta palabra leemos?, ¿o sería posible que Dios en su misericordia tiene una manera particular de relacionarse personalmente con cada uno, de modo que los medios pueden variar pero el fin es siempre el mismo: un encuentro directo y divino que trae la convicción a nuestro ser de que Dios está cerca? Diferente para cada uno En el devenir de la historia, las personas han llegado a Dios por medio de diferentes experiencias, pero, en última instancia, han visto el designio de una mano que dio forma a su vida y circunstancias. Eso les bastó. Confiaron implícitamente en Dios, sin necesidad de un «milagro» continuo para mantener viva su fe. Para mí, estos últimos años han sido más un viaje intelectual que una manifestación material. De esta última también ha habido, por supuesto, y he visto las suficientes intervenciones de Dios como para poder contentarme tranquilamente con su plan y propósito en mi vida. A veces pensé que él guardaba silencio; ahora Sí que no fue así. En ocasiones pensé que se había ausentado; hoy Sí que estuvo allí. Me ha demostrado delicada pero inequívocamente tanto con argumentos como por experiencia que él está cerca y muy activo. Creo que Dios interviene en la vida de cada uno de nosotros, que nos habla de diferentes maneras y en distintas oportunidades para que podamos saber que él es el autor de nuestra mismísima personalidad. Además, quiere que sepamos que tiene un llamado para cada uno, diseñado para satisfacer la singularidad de cada individuo. Por eso Juan y Pedro y una gran multitud estuvieron dispuestos a pagar el precio más alto, aun cuando procuraban el poder y la presencia de Dios en aquella «noche oscura del alma».2De hecho, creo que a Dios le importa mucho más nuestra vida que lo que nosotros mismos creemos. Tal vez no comprendamos cabalmente su diseño a medida que adquiere forma, pero no por ello deberíamos concluir que carece de un plan director. Una belleza impresionante En mi imaginación veo una humilde construcción en la ciudad de Varanasi en el norte de la India. Quienes hayan leído mi autobiografía, De oriente a occidente, recordarán esta ilustración. En realidad, recibí tantas cartas al respecto que decidí usarla como punto de partida para este libro. Varanasi, a orillas del sagrado río Ganges, es posiblemente más famosa como centro del hinduismo, pero tiene también una fama merecida por fabricar los saris, unos vestidos espectaculares e impresionantes que toda novia del norte de la India quiere lucir el día de su boda. Asistí a numerosos matrimonios durante mi niñez en Delhi, por eso recuerdo bien mi admiración por estas magníficas obras de arte. Son una explosión espectacular de colores: rojos que parecen ser el origen de todas las tonalidades de rojo; azules intensos que parecen reflejar todos los océanos del mundo; verdes brillantes que parecen tomados de las esmeraldas más finas o de los matices del césped bien cuidado; hebras doradas y plateadas que no parecen ser de oro ni plata porque son de oro y plata. Todos estos colores se entretejen para formar diseños que podría pensarse se originaron de una mente y un par de manos perfectas. Siempre quise saber cómo se hacían. ¿Quién los creó? ¿Cómo los hicieron? Pues bien, entré en una casa y luego en una habitación contigua para saberlo. Con las costumbres típicas de la India, el ambiente deja mucho que desear; aun así, el producto final no cabría describirlo más que como una obra de arte. En esencia, cada sari es realizado por un equipo formado por padre e hijo. El primero se sienta en una plataforma con enormes carretes de hilo de seda multicolor a su alcance. Luego, el hijo se sienta en el piso con las piernas cruzadas en la «posición de loto» (con envidiable distensión y comodidad, el primer desafío sería lograr ponerse en esa posición y el segundo, pararse después). Ambos están vestidos con ropa sencilla de trabajo. Sus dedos se mueven con destreza, sin necesidad de aplicarse ninguna crema humectante en las manos. Inclinados sobre su trabajo, tienen los ojos fijos en el diseño que se crea con cada pasadade la lanzadera. Ante mis ojos, aunque al principio no lo reconocí, se revelaba un diseño grandioso. El padre toma unos hilos en la mano, luego asiente con la cabeza con el fin de que el hijo pase la lanzadera de un lado a otro del telar. Unos hilos más, otra señal de asentimiento, y de nuevo el hijo responde pasando la lanzadera. El proceso tiene un parecido al trabajo de Sísifo, el de la mitología griega, en cuanto a lo repetitivo. El silencio que allí se siente solo es roto de vez en cuando por un comentario o por algún visitante que interrumpe para hacer una pregunta sobre el diseño final. El padre sonríe e intenta explicar en un inglés imperfecto la idea que tiene en su mente, aunque comparada con la magnificencia del producto final, no es más que un burdo intento. Sí que si regresara en unas semanas —y en algunas ocaciones unos meses— más adelante, vería los carretes de hilo casi vacíos y un espectacular sari de dos metros en todo su esplendor. En todo el proceso, al hijo le corresponde la labor más fácil. Es probable que a menudo se aburra o que quizás le duela la espalda o se le adormezcan las piernas. Es más, tal vez hubiera preferido hacer otra cosa en la vida, algo más estimulante o que le diera más satisfacción. Sin embargo, tiene que hacer solo una cosa: pasar la lanzadera conforme a la indicación de su padre cuando asiente con la cabeza, con la esperanza de aprender a pensar como él para que, llegado el momento, pueda continuar con el negocio y la tradición. Sin embargo, todo el tiempo, el padre tuvo el diseño en su mente mientras sostenia las hebras. Al cabo de unos días, este sari llegará a una tienda de Delhi, Bombay o Calcuta. Luego, una hermosa joven acompañada de su madre lo verá en la vitrina que lo exhibe. Le llamará la atención y exclamará: «Bohut badiya [¡qué hermosura!] Khupsurat [¡qué hermoso vestido!]»; y todo gracias al laborioso diseño de un gran tejedor. Y al poco tiempo, el sari envolverá el cuerpo de la joven embelleciéndola para su boda. Ahora bien, si un tejedor común y corriente puede tomar los carretes de hilos multicolores y crear una prenda para que alguien luzca más hermosa, ¿no será posible que el gran Tejedor tenga en mente un diseño para ti, uno que te adorne mientras él usa tu vida de acuerdo a su propósito usando todos los hilos a su alcance? Una melodía todavía vigente Hay una estrofa de un himno de Isaac Watts que ilustra la majestuosidad de Dios expresada en la manera única en la que él nos creó a cada uno: «En nuestra vida hay miles de manantiales, / y morimos si uno se seca; / ¡qué extraño que por tanto tiempo, / un arpa de mil cuerdas no se haya desafinado!»3 Cuando comiences a ver la mano de Dios en tu vida, sabrás que la obra de sus manos dentro y por medio de ti está hecha a tu medida. Su diseño para tu vida entreteje todas las hebras de tu existencia para crear una magnífica obra de arte. Todas ellas son importantes; y cada una cumple un propósito específico. Por eso, oro para que, mientras lees estas páginas, puedas ver cómo esas hebras se entretejen y puedas comprender que Dios es en verdad el gran Tejedor de tu vida. W RAVI K. ZACHARIAS CAPÉTULO UNO Tu ADN importa MI SUEGRO FALLECIÓ APENAS TRES MESES ANTES de que escribiera estas palabras. Su deterioro físico comenzó unas semanas antes, cuando lo que inició como un día ordinario acabó con el inminente ocaso de una vida. Él sentía una ligera molestia en la espalda, a la altura de la cintura, y pensó que era un dolor muscular. Sin embargo, a medida que el dolor se intensificó, decidió consultar a su médico solo para asegurarse de que no se tratara de algún problema con sus huesos. Mientras el doctor hacía el examen de rutina, palpando la inflamación, no le agradó lo que descubrió. Por eso le mandó hacerse unos análisis en el hospital que quedaba enfrente. Unos días después supimos cuál era el motivo del dolor: un tumor de crecimiento rápido que apretaba el riñón. El diagnóstico fue desalentador. Nunca había experimentado algo tan pavoroso como esto. Menos de cinco meses después le dimos sepultura; los cielos se abrieron y lloraron con nosotros. El diagnóstico sumió a toda la familia en una gran prueba. Las emociones fluctuaban desde remotos rayos de esperanza, cuando parecía que tal vez se sobrepondría, al presentimiento lúgubre de que el fin estaba cerca. Todos habíamos aprovechado la oportunidad de pasar un tiempo a solas con él. Mis hijos le escribieron largas cartas personales para expresarle el profundo amor y la gran admiración que sentían por él. A medida que el fin se acercaba, el desconsuelo se intensificó. Tres de sus cuatro hijas y su esposa lo atendieron todo el tiempo durante su última semana de vida. Cuando sus hijas intentaban consolarlo asegurándole que estarían a su lado para cuidarlo, con labios temblorosos dijo: «No saben lo que dicen. Cuidar una persona moribunda puede ser muy desagradable». Él había visto a su madre cuidar a su abuela antes de morir y sabía lo que decía. Para complicar las cosas, es posible que él fuera el más caballero de los caballeros que he conocido. Tenía un fuerte sentido del decoro: siempre vestía de manera correcta e invariablemente pronunciaba la palabra justa. Un año antes había ayudado a enterrar a su único hermano. Después del servicio, al pie de la tumba, había conversado en voz baja con algunas personas. De pronto se dio cuenta de que el personal del cementerio hacía descender el ataúd con los restos de su hermano para luego cubrirlo con tierra. Con mucha delicadeza terminó la conversación y se mantuvo en silencio hasta que todo terminó. Ahora este hombre de inmensa dignidad agonizaba atormentado por el temor adicional de los bochornos por los que tendria que pasar. Su cuerpo estaba demacrado, su mente ya no podía pensar racionalmente. No se podía comunicar. A veces sus ojos azules se cerraban o se perdían en algún punto. Ni siquiera podía soportar la ropa. Mi esposa me dijo que una de las peores cosas de verlo agonizar fue darse cuenta de cómo un hombre de tanta dignidad se reducía a… esto. Al final, lo vieron exhalar su último y atormentado aliento. Se fue. Aun así, en los últimos momentos de su vida sucedió algo increíble que hasta el día de hoy me ha hecho pensar, como también a todos los que estuvieron con él. Esto sirvió para poner todo en perspectiva; pero lo referiré más adelante. En cambio, si lo único que hubiera tenido lugar fuera lo que describí hasta ahora, ¿cómo habríamos hecho para eludir las preguntas difíciles? ¿Estaremos todos acercándonos hacia un final tan poco glorioso? ¿Cuál es el sentido de la vida si hemos de acabar en ese estado de tanta impotencia y falta de dignidad? Una mezcla extraña de orden y sorpresa Comencé con esta historia sobre el fallecimiento de mi suegro porque, en sus últimos días, salieron a relucir todos los aspectos de su personalidad. Era un hombre que se enfrentaba a sus más grandes temores. Como dijo su doctor: «Era un hombre de fe, pero que le costaba tenerla». Mientras enfrentaba sus peores temores, también se hacían realidad algunas de sus más grandes esperanzas. Había planeado, organizado y catalogado casi todo lo que tenía en la vida. Bastaba una mirada a su ropa, sus archivos y su vida cotidiana, para envidiar a un hombre tan meticuloso en los mínimos detalles. Sin embargo, en sus últimos días, los planes no dependieron de él. Anhelamos encontrar algún sentido en esta mezcla extraña de orden y sorpresa, fascinación y dolor. ¿Podremos ver alguna trama intencional en el diseño de este tejido? ¿Será la historia humana «el relato de un idiota, lleno de sonido y furia, que nada significa» como la describió Shakespeare?1¿O hay acaso un diseño maestro, no solo para la vida en general sino para la vida de cada individuo… incluidos tú y yo? ¿Habrá palabras más apropiadas que las de John Gillespie Magee, un piloto canadiense de la Segunda Guerra Mundial? Me he desprendido de los toscos lazos de la tierra, he revoloteado por el cielo sobre alas con brillo de júbilo … He extendido mi mano y tocado el rostro de Dios.2 La Biblia nos ofrece un hermoso pasaje que brotó del corazón de un hombre que sabía, había sufrido, soportado, y escrito mucho: «Ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado, ninguna mente humana ha concebido lo que Dios ha preparado para quienes lo aman» (1 Corintios 2:9). Si esto es verdad, tal consuelo impresionante trasciende el futuro y tiene profundas implicancias para el presente. Si Dios tiene preparado para mí algo que me dejará literalmente sin aliento, aunque esté en sus planes darme un cuerpo y una mente nueva, debe tener también un propósito específico para el cuerpo y la mente mientras estoy aquí. Las preguntas son: ¿Cómo podemos ver la mano divina en todo lo que da forma y marca nuestra existencia, ya sea que se trate trate de tragedias desgarradoras que nos hieren o el éxtasis de un gran deleite que alegra nuestro ser? ¿Cómo podemos ver la intervención de Dios tanto en nuestras alegrias como en nuestras desiluciones? ¿Cómo reconocer que él tiene un propósito aun cuando parezca que nada tiene sentido o se haya perdido toda esperanza? ¿Habrá un último aliento que nos susurre en una palabra una conclusión que redefina todo? Si así fuera, ¿sería posible tomar esa palabra para enriquecer el ahora? ¿Será posible vislumbrar, aunque sea apenas un poco, cómo todas las cosas convergen y se concilian en un grandioso diseño? ¿Ver o no ver? Así llegamos a nuestro primer cabo suelto. Muchos no hubiéramos elegido para nosotros mismos el cuerpo, el rostro o los rasgos que tenemos. En realidad, tal vez desearíamos librarnos de la carga física de nuestro cuerpo. Con la importancia que hoy se le asigna a un cuerpo hermoso o «perfecto», algunos tal vez se pregunten qué habrán hecho para tener el que les tocó. ¿Por qué este cuerpo y no otro? Si solo pudiera sacármelo de encima, pensamos. Es más, ¿para qué quiero un cuerpo si a fin de cuentas se me hace tan insoportable? Aun de niños, cuando leíamos el cuento de hadas de «Jack y los gigantes», sabíamos desde un principio que Jack podía hacer todo lo que emprendía porque tenía un saco mágico. Cada vez que se lo ponía, se volvía invisible, lo que le permitía derrotar al gigante y demostrar el refrán de que no se puede golpear lo que no se ve. Sin embargo, ¿cómo pudo escabullirse de un calabozo lleno de huesos? ¿Cómo pudo secuestrar a la hermosa princesa? ¿Cómo pudo frustrar todas las intenciones asesinas de tantos monstruos feroces? Sencillo, ¡por el hechizo del saco! Lo único que tenía que hacer era ponérselo sobre los hombros para volverse invisible, lo que trascendía y neutralizaba al cuerpo a la vez.3 Ahora bien, ¿quién de nosotros no ha querido tener alguna vez un saco como este? Los autores de los cuentos de hadas no son los únicos que se imaginan una prenda con poderes mágicos. ¿Acaso Platón en La República no nos presenta a Giges, que había descubierto un anillo maravilloso? Cada vez que se lo ponía y señalaba en una dirección, su cuerpo dejaba de molestarlo. Incluso Platón, con su famosa metáfora de las sombras, encontró el tiempo para imaginar la vida sin el cuerpo.4 ¡Ah! ¡Qué no haríamos si pudiéramos tener un anillo con estas propiedades! Es la idea en la que están basadas un sinnúmero de películas. En tiempos más recientes, H. G. Wells escribió sobre un «hombre invisible». Aquí no se trataba de un saco o un anillo sino de un brebaje químico que se podía beber para que nadie lo viera. Esta es su descripción: Nunca olvidaré aquel amanecer y el extraño horror al ver que mis manos se habían convertido en vidrios opacos. Y luego ver cómo, con el transcurrir de los días, cada vez se volvían más claras y traslúcidas, hasta que al fin pude ver a través de ellas el desorden enfermizo de mi habitación, a pesar de tener cerrados los párpados transparentes. Mis piernas se volvieron vidriosas, los huesos y las arterias se disiparon, desaparecieron, y los pequeños nervios blancos fueron los últimos en desvanecerse. Apreté los dientes y me quedé hasta el final. Por último, solo quedaron los bordes muertos de las uñas, pálidos y blancos, y unas manchas pardas de algún ácido sobre mis dedos.5 De la ciencia ficción a la filosofía, pasando por los cuentos de hadas, soñamos con poder volvernos invisibles a voluntad, a veces con la mejor de las intenciones, pero también por motivos incorrectos. Esto es una pista importante. El saco mágico, el anillo de Giges y el brebaje químico presentan algunas posibilidades tenebrosas, ¿no es así? ¿Qué pasaría si un delincuente tuviera un saco así? ¿Qué ocurriría si un asesino en serie bebiera esa pócima? El poder descomunal de la invisibilidad podría significar en última instancia la destrucción de la humanidad, ya que los delincuentes sin duda se aprovecharían y abusarían de esta facultad para provocar estragos catastróficos. No obstante, nos identificamos y reconocemos como individuos gracias al cuerpo. A pesar de todos nuestros reparos, el cuerpo es individual e identificable, pero no es solo eso. Un nombre o un número Hagamos una pausa y consideremos esto: el cuerpo —el rostro, los rasgos, el color de la piel— contiene marcas que nos identifican como individuos. Estas se originan en nuestro ADN y nos hacen reconocibles a simple vista. Pero además de ser un factor de distinción particular para otros, son la impronta de Dios en cada uno de nosotros. Estos pocos rasgos tienen posibilidades al parecer infinitas cuando se combinan en diferentes formas y tamaños. Y con cuánta frecuencia nos desahogamos y quejamos a Dios, tácita o explícitamente, al desear un diseño personal mejor: «¡Si tuviera una espalda más fuerte para hacer lo que necesito hacer!» «¡Cómo me agradaría tener una voz más potente que transmitiera autoridad!» Ni siquiera aquellos que consideramos los héroes de la fe se libraron de dichos pensamientos. En el Antiguo Testamento, Dios llamó a Moisés para que condujera al pueblo israelita y lo sacara de Egipto, pero este no hizo más que plantear todo tipo de excusas para mostrar que no era la persona indicada. Cuando dijo: «nunca me he distinguido por mi facilidad de palabra» (Éxodo 4:10), Dios respondió: «¿Y quién le puso la boca al hombre?» (v. 11), que no es otra cosa que preguntar: «¿Quién creó tu boca, Moisés?» Es cierto, Dios hizo la pregunta para recordarle a Moisés que, dado que él le había creado su boca, también la usaría como fuera necesario; pero el otro punto también es válido. Somos criaturas increíbles y maravillosas. Cada vez que desarrollamos algo artificial para duplicar lo que tenemos o tuvimos por naturaleza, nos vemos obligados a reconocer los detalles elaborados del diseño, a pesar de sus flaquezas. Mi hija Naomi trabaja con los rechazados del mundo y otras personas atrapadas y vendidas en la red de la industria del tráfico sexual. Ella usa un collar con un colgante: una perla negra que le regaló una amiga. Ese obsequio tiene su historia. Cuando la amiga la vio en una tienda, comentó que las perlas parecían tener marcas extrañas. «Así es —dijo el vendedor—, algunos las consideran defectos; otros, marcas especiales». Eso fue lo que la amiga de Naomi necesitaba escuchar. Por esa razón se la compró a Naomi para que recordara que los sufridos individuos a los que sirve no son defectuosos sino únicos y especiales. La películaLa marcha de los pingüinos, que se estrenó hace poco, tiene una escena estremecedora en la que los machos regresan con alimento después de semanas fuera de su nido. Mientras los vientos del crudo invierno comienzan a cobrarse numerosas vidas y el tiempo apremia, los machos, de a miles, emprenden el regreso como si fueran un regimiento al mando de un general. Caminan hasta su «hogar» entre miles de hembras, cada una llamando a su pareja, y en medio de esa disonancia, cada macho comienza a buscar a su propia pareja y prole… sus seres queridos. Ahora bien, esto no es solo naturaleza; es el gran Tejedor que diseñó los pensamientos e instintos para crear orden a partir del caos que nosotros nos hemos creado en nuestro intento de librarnos del cuerpo por medio de sacos, anillos o brebajes mágicos. Cuando las aves de la película se reúnen, comparten un momento muy tierno que nos revela que toda esa cuestión de la individualidad e identificación tiene un propósito para cada uno. Los pingüinos tal vez no sean capaces de articular todo lo que significa para ellos, pero en situaciones análogas, como también en disímiles, los humanos sí podemos y, de hecho, lo hacemos. En Chiang Mai, Tailandia, hay una casa llamada «Ban Sanook», que significa literalmente «Casa de la alegría». Al entrar, veremos un grupo de personas de diferentes edades ensimismadas en sus tejidos. Allí está, por ejemplo, Bodintr Bain, de veinticinco años. Su porte, soltura al caminar y su sonrisa contagiosa nos invitan a sentarnos y observar cómo trabaja. Sus amigos lo llaman Tu. Tu levanta la vista, sonríe y dice: «Estoy tejiendo una ola gigante. Quiero hacer olas coloridas en una tela tan grande como el ancho océano con el fin de tener así suficiente espacio para jugar y nadar en mis sueños». Su voz transmite regocijo. Usa el «saori», la técnica japonesa de hacer tapices. Está rodeado de doce amigos que también están tejiendo, pero cada uno tiene un diseño diferente en mente. En esta casa llena de alegría inventan sus diseños y hacen realidad sus sueños. Pero, ¿por qué es tan especial lo que hacen? De las trece personas presentes, tres tienen discapacidades físicas, seis tienen el síndrome de Down (Tu es uno de ellos), uno es autista y los otros tres tienen dificultades de aprendizaje o trastornos del desarrollo. Sin embargo, mientras hablamos con Tu, nos fijamos en una mujer de ojos luminosos que está parada cerca de nosotros. Ella observa sus movimientos y lo escucha describir su trabajo. Entonces, con delicadeza, agrega sus propias palabras: «Este es mi hijo. Tiene vendidas sesenta creaciones. Cuando le pagan, me entrega el dinero y me dice: “Es tuyo, porque sin ti nunca hubiera podido hacer esto”». Aun en su debilidad sabe que ni su obra artística ni su propia vida hubiera sido posible sin esa madre que lo concibió, lo llevó en su vientre y lo ama, con síndrome de Down incluido. Mientras él «crea», descubre y reconoce que, en última instancia, ella es la que ha hecho posible sus creaciones. Por eso le entrega sus ganancias y las pone a sus pies. Creo que esta es una buena ilustración a propósito del momento especial de nuestra vida terrenal cuando nos postramos ante Dios. Siento que le diremos lo mismo que Tu le dice a su madre. Por ese motivo es que reitero la pregunta: si un hombre que experimenta tantas limitaciones mentales puede hacer una obra tan increíble, ¿cuánto más grandiosa será la obra de nuestro Padre celestial a medida que entreteje todos los diversos hilos de la vida para revelar su gran diseño? A veces usará colores suaves y delicados; en otras ocasiones optará por colores dramáticos y vibrantes. Gary LaFerla, en el libro Finding Your Way, relata una historia asombrosa sacada de los anales del Instituto Naval de los Estados Unidos, después de la Segunda Guerra Mundial. El buque USS Astoria se había enfrentado a los japoneses durante la batalla por la isla Savo antes de que llegaran otros buques de la flota estadounidense. Durante aquella noche crucial de la batalla, el 8 de agosto, el Astoria dio varias veces en el blanco japonés, pero a su vez recibió varios impactos que lo hicieron hundirse al día siguiente. Así relata LaFerla el resto de la historia: A las dos de la madrugada, un joven del medio oeste de los Estados Unidos, el alférez Elgin Staples, fue arrastrado fuera de borda por la explosión cuando la principal torreta de cañones de ocho pulgadas del Astoria estalló. Herido en ambas piernas por la me-tralla y casi en estado de shock, se mantuvo a flote gracias a un ajustado salvavidas que había logrado inflar con un simple mecanismo automático. Alrededor de las seis, Staples fue rescatado por un destructor que pasaba y volvió al Astoria, donde el capitán intentaba encallar el navío para evitar que se hundiera. El esfuerzo fue infructuoso. Staples, con el mismo salvavidas, se encontró nuevamente en el agua. Ya era mediodía cuando fue rescatado de nuevo, esta vez por el buque President Jackson (AP-37), y fue uno de los quinientos sobrevivientes de la batalla que luego serían evacuados a Noumea. A bordo de esta embarcación, Staples abrazaba el salvavidas con gratitud mientras observa el pequeño artefacto por primera vez. Estudió todas las puntadas de ese salvavidas que tan bien le había venido. Había sido fabricado por la Firestone Tire and Rubber Company de Akron en Ohio, y tenía un número de registro. Cuando tuvo licencia para regresar a su hogar, Staples refirió su historia a su madre, que trabajaba para la Firestone, y le preguntó por el propósito del número en el salvavidas. La madre le explicó que la compañía insistía en la responsabilidad personal que todos debían asumir para ganar la guerra, y que el número era único y correspondía solo a un inspector. Staples recordaba todos los detalles del salvavidas y le dijo cuál era el número. Hubo un silencio total en la habitación y luego su madre, asombrada, dijo: «Ese era mi código personal que estampaba en cada artículo que era mi responsabilidad aprobar».6 Solo me resta imaginar las emociones dentro del co-razón de la madre y el hijo mientras reflexionaban sobre la convergencia de la responsabilidad y el impacto en la vida. Los hilos se habían entretejido de una manera ineludible. La mujer que lo había parido y cuyo ADN él llevaba, lo había rescatado de las aguas turbulentas que amenazaban con quitarle la vida. Si una madre terrenal, en cuanto procreadora, puede proveer el medio de salvación sin saber cuándo ni para quién será útil el salvavidas, ¿no hará mucho más el Dios de toda la creación? Mediante su voluntad soberana nos dio la existencia con un propósito expreso y detallado. Uno de los más grandes logros de la vida es ser capaces de aceptar el milagro y la maravilla de nuestra propia personalidad, a pesar de todos sus defectos o «accidentes», para confiársela a aquel que nos creó. Su «número de registro» está estampado en ti. Por eso, tu ADN es importante, porque la esencia de lo que eres importa como también a quién perteneces por designio. Todas las facetas y «accidentes» de tu personalidad son importantes. Considéralo la impronta soberana de Dios sobre ti. Ese comentario tan popular de que «tiene una cara que solo una madre podría amar» es más una verdad que un comentario cínico. Dios te ama como un padre lo hace hacia sus propios hijos. Tu cara es única porque tu ADN es único. Cuando llegue el día y te encuentres con aquel que te creó, y examines los salvavidas que tantas veces te lanzó en tu existencia, al fin comprenderás cómo todos los detalles tienen sentido en la realidad turbulenta de las bendiciones y peligrosde la vida. Todos estos nos hablarán del amor trascendental que Dios tiene por nosotros. El libro de la vida en imágenes Hace unos años tuve el privilegio de dar una conferencia en la Universidad John Hopkins sobre el tema: «¿Qué significa ser humano?» Antes de mi ponencia, había hablado Francis Collins, el director del proyecto del genoma humano y codescubridor del mapa del ADN humano. Habló de la inteligibilidad y maravilla del libro de la vida, que tiene más de tres mil millones de bits de información. De una manera extraña, él se convirtió en el sujeto y objeto de su estudio, en el diseñador y el diseño de su investigación. Por todo lo que afirmaba, me sumergí en una nube de pensamientos extraordinarios. Aunque presté atención a sus palabras, después me distraje para reflexionar sobre el milagro que era todo eso. En su última diapositiva mostró dos fotografías contiguas. A la izquierda había una magnífica imagen de un rosetón en vitral de la Catedral de Yorkminster en Yorkshire, Inglaterra, con una simetría que irradiaba desde el centro unos colores y diseños geométricos espectaculares; sin duda, una obra de arte pensada y diseñada por un artista talentoso. Era de una belleza conmovedora. A la derecha de la pantalla se mostraba la figura en corte transversal de una secuencia del ADN humano. La fotografía hacía mucho más que dejarnos sin habla; era tremenda en el sentido más profundo del término: no era solo algo bello, era esplendoroso. Era casi un reflejo del diseño de la ventana circular en Yorkminster. Lo intricado del diseño del ADN, que señala al ser Trascendente, maravilla a quienes somos efectivamente el diseño y hemos sido creados para ser semitrascendentes. Nos vemos solo de manera parcial; sin embargo, a través de los ojos de nuestro Creador, vemos nuestra trascendencia. Al observar nuestro propio ADN, el sujeto y el objeto son una sola cosa. El público quedó boquiabierto al ver esto porque se veía a sí mismo. El diseño, el color, el esplendor del diseño nos dejó a todos sin habla, aun cuando ese mismo diseño es el que nos posibilita el habla. Gracias a ese diseño podemos reflexionar de manera profunda, pero esa idea nos paralizó y no pudimos avanzar; quedamos suspendidos en el tiempo, pero fuimos elevados por un instante a la eternidad; y fuimos capaces de amar, y de pronto pudimos ver la hermosura de lo que somos. En ese sentido, podemos trazar el mapa del genoma humano y ver en este la evidencia de un gran Cartógrafo; podemos planear y ver ahora al gran Arquitecto; podemos cantar y ver ahora la poesía en la materia; podemos especular y ver lo intrincado del propósito divino. Estamos vivos; vemos el proyecto de la vida. Y aunque luego moriremos, podremos vislumbrar algo en la vida. Aquel día en la universidad vimos la obra de las manos del Creador que nos hizo para él. Cuando aprehendemos su esplendor, descubrimos que el mayor gozo de la vida es la verdad de que todos los hilos importan y contribuyen a ataviar a la novia de aquel que se hizo carne por nosotros y habitó entre nosotros: Jesucristo. El día en que todas las personas se acepten por lo que son y reconozcan la singularidad del proceso constitutivo de Dios, marcará el comienzo de un viaje para ver la obra de la mano de Dios en cada vida. Intentar alcanzar los logros de otra persona es una cosa; tratar de ser otra persona por su capacidad distintiva no es saludable y despertará apetitos insaciables. No todos nacimos para ser Bach o Einstein. Sin embargo, hay esplendor en las cosas más ordinarias: la madre que hizo el salvavidas es digna de tanto reconocimiento como Bach. Su trabajo de amor fue tan singular como el descubrimiento de que E=mc2, la famosa fórmula de Einstein. Por eso, vernos a través del grandioso diseño de Dios es esencial para completar el cuadro de toda la creación. Debemos tener un respeto saludable hacia nuestra individualidad, pero también mantener una distancia prudente. Lo tenemos ahora, pero no es lo que seremos algún día. C. S. Lewis, con su toque brillante, nos recuerda esto: Gran parte de la configuración sicológica del hombre se debe probablemente a su cuerpo: cuando el cuerpo muera, quedaremos despojados de todo eso, y el verdadero centro del hombre, que elegía y hacía lo mejor o lo peor que podía con ese material, quedará desnudo. Quedaremos despojados de todas esas cosas hermosas que creíamos nuestras, pero que en realidad solo se debían a una buena digestión; así como otros quedarán despojados de todas las cosas feas que se debían a las dificultades o la mala salud. Entonces, por primera vez, nos veremos todos como realmente somos. De seguro que habrá sorpresas.7 Al principio de este capítulo mencioné que mi suegro en los últimos días de su vida había hecho algo inolvidable. Pues bien, a medida que se quedaba sin fuerzas y no podía comunicarse más con sus seres queridos, de pronto abrió los ojos y repitió una frase dos veces en un susurro muy claro: «¡Increíble! ¡Es simplemente increíble!» Unas pocas horas más tarde se volvió a mover, extendió los delgados brazos a la que fue su esposa durante sesenta y dos años, y le dijo: «¡Te quiero!» Luego dejó caer su cabeza sobre la almohada. Esas fueron sus últimas palabras. A las veinticuatro horas había fallecido. Ese fue el final. Sin embargo, ¿no habrá sido el comienzo? Cuando conocemos al gran Tejedor, sabemos que no es ni una cosa ni la otra. Son solo unos puntos suspensivos en el diseño que mi suegro pronto vería y disfrutaría para siempre. En síntesis, aceptar y celebrar el hilo de nuestra propia personalidad es el primer paso para comprender el diseño del gran Tejedor en nuestra vida. No eres un número. Él te conoce por tu nombre. Cada etapa del proceso tal vez no parezca muy atractiva, pero cada detalle saldrá a relucir y será hermoso a su manera. CAPÉTULO DOS Tus desilusiones importan LA VIDA A VECES NOS SACUDE como si un motor se detuviera en pleno vuelo. Hace unos años, mi asistente me llamó apenas había terminado un trabajo en el estudio de grabación y me dijo: «Margie desea verlo enseguida». Por el tono en que lo dijo, supe que se debía tratar de algo grave. Entonces apuré el paso mientras me dirigía hacia la oficina de mi esposa al final del pasillo. De inmediato noté que la puerta estaba cerrada, otro indicio de que algo no estaba bien ya que siempre permanece abierta. Cuando la abrí, vi que las lágrimas corrían por sus mejillas. Así que fui donde ella, la rodeé con el brazo y le pregunté: «¿Qué pasa?» «Robert Fraley acaba de morir en un accidente de aviación», me respondió. No tuvo que decirme nada más. Se me destrozó el alma cuando escuché sus palabras, pues Robert Fraley era un amigo muy querido. Muchos de los que no reconocen su nombre tal vez recuerden su historia, ya que estuvo en las noticias internacionales. El 25 de octubre de 1999, poco después de las nueve de la mañana, un jet Lear despegó de Orlando, Florida, en un vuelo comercial con dos pilotos y cuatro pasajeros. Uno de ellos era el famoso jugador de golf Payne Stewart, ganador del torneo Abierto de Estados Unidos de ese año. Robert Fraley era el agente de Stewart, como también de muchas otras figuras renombradas del deporte. Poco después de despegar, el avión se desvió de rumbo y los controladores aéreos perdieron contacto con el piloto. Sin demora, la fuerza aérea militar despegó y se aproximó al jet. Según su informe, los vidrios de las ventanas estaban cubiertos de hielo. Los repetidos intentos por restablecer el contacto fallaron, y los expertos en tierra dedujeronque debió haber sido una falla en el mecanismo de presurización de la cabina. Los aviones de la fuerza aérea siguieron al avión siniestrado durante cuatro horas, incluso cuando se elevó a una altura de quince mil pies. En el centro de los Estados Unidos el avión se quedó sin combustible y el aparato, con las seis personas a bordo ya fallecidas, cayó en picada en un campo de Minot en Dakota del Sur. Los seres queridos miraron atormentados cómo este suceso surrealista se desenvolvía ante ellos. Muchas personas reconocían en Robert Fraley un amigo cordial y generoso, un hombre de una caballerosidad poco frecuente. Todos los que lo conocieron lo estimaban. Su funeral fue testimonio de una vida magníficamente vivida. Quienes lo conocían bien se sintieron destrozados por esta dramática pérdida. Su esposa, Dixie, al igual que las otras viudas, soportaron el trauma de su muerte con angustia pero con gran entereza. La pregunta que viene a la mente es ineludible, a pesar de lo cruel que parezca: ¿por qué tantas personas malvadas viven hasta una edad madura, mientras tantas otras que se dedicaron al servicio a los demás y a Dios parecen extinguirse tan temprano? ¿No es una pregunta planteada en algún momento u otro por cualquiera que reflexione filosóficamente sobre la vida? No se trata solo de preguntarse el porqué de la tragedia sino el porqué de la injusticia. Podríamos estar dispuestos a aceptar una explicación punitiva si el aparente castigo hubiera recaído sobre la vida de alguien que lo mereciera. ¿Pero qué de todos aquellos que transitan por la senda recta y angosta y cuyas vidas son siempre de bendición para otros? ¿Por qué la inclemencia de la tragedia los golpea a ellos? Estas preguntas revelan la naturaleza simplista de nuestros análisis y conclusiones… como si supiéramos todo lo que se necesita saber. De inmediato comenzamos a hacernos preguntas sobre el juicio y el castigo, como si eso bastara para explicarlo todo. Alguien tuvo que haber pecado, pensamos, para que el hombre haya nacido ciego (cf. Juan 9:2). Algo malo tendría que haber en la vida de esa persona para que su matrimonio se acabara. ¿Qué otro motivo puede haber para explicar las cosas malas que pasan? Y así es que razonamos. El problema del dolor sigue siendo uno de los asuntos más fundamentales no solo para el escéptico, que lo usa como excusa para dudar de la existencia de Dios, sino también para el creyente que cuestiona el propósito del Creador. El dolor, la angustia y las ventanas de oro Hace un tiempo, durante una visita a un familiar en la India, comenzamos a hablar sobre una tragedia extraordinaria que había ocurrido en nuestra familia. Mi primo de cuarenta años había fallecido en la habitación de su hotel por causa de una reacción a un medicamento. Mi tía explicó cómo había sucedido mientras yo la escuchaba. Una amiga que había asistido al entierro de mi primo guardaba silencio, aunque evidentemente se mostraba emocionada. Al final, mi tía dijo: «Esta señora tiene un recuerdo de ese funeral que ninguno de nosotros podrá olvidar». En medio del mismo, esta amiga se había preguntado por el dolor de la madre que acababa de perder a su hijo. «Qué terrible debe ser pasar por ese sufrimiento, había pensado. Ella no lo sabía, pero en esa misma hora su propio hijo había sufrido un accidente fatal en el auto. Recibió la noticia de su muerte en el correr de esa tarde. Por tal motivo, sufrió una doble desolación: primero, tener que vivir y compartir el terrible dolor de su amiga; y luego, experimentar en carne propia un horror similar. Si se habla del dolor, nunca se carecerá de oyentes. Ruth Graham, la hija de Billy y Ruth Bell Graham, escribió un libro bien llamado En cada banca se sienta un corazón partido. Llevaba leídas tres cuartas partes del mismo cuando me desplomé y pensé: ¿cómo puede una persona vivir con tanto dolor? Todos los meses su sitio de Internet recibe cientos de pedidos de ayuda de personas que sufren. Con los años, he descubierto que el dolor, como la angustia, no vienen en un mismo envase o de una sola forma sino que hay de todos los tamaños. Aunque el dolor es el nivelador universal, se manifiesta de forma diferente en cada vida. Nos forma de manera singular, y nadie se libra del proceso. Nos retorcemos de dolor y suponemos que es imposible que a alguien le haya pasado lo que nosotros estamos soportando. Ahora bien, ¿recuerdan la vieja historia de la casa con ventanas de oro? En ella se cuenta de un niño que todas las mañanas miraba la pradera que se extendía fuera de su casa y veía a lo lejos una casa con ventanas de oro. Observaba y se deleitaba con los rayos brillantes que se formaban en la distancia. Un día le preguntó a su padre si podían visitar la casa con las ventanas de oro. Su padre accedió y comenzaron a caminar. Al hacerlo, llegaron a la casa. El muchacho no entendía nada. Las ventanas de la casa no eran de oro. Una niña que estaba dentro los vio que detallaban su casa y salió para preguntarles qué deseaban. «Quería ver la casa con las ventanas de oro que observo todas las mañanas», dijo el niño. «Aquí no es —dijo la niña—, pero si esperan un poco hasta el atardecer, les mostraré la casa con las ventanas de oro que veo todas las tardes». Entonces les señaló una casa en la distancia: la casa del niño pequeño.1 Qué verdad encierra esta historia. Vamos por la vida mirando a través de las ventanas de nuestra propia experiencia. Soñamos con las ventanas de oro que divisamos en la distancia. Sin embargo, cuando miramos a través de las ventanas del alma, nos damos cuenta de que esas ventanas de oro que veíamos a la distancia no existen. Nos parecen de oro solo por la manera en que nuestras moradas terrenales reflejan la luz en diferentes momentos de nuestra experiencia y en distintas etapas de la vida. De niño, en la India, recuerdo que miraba las revistas de Estados Unidos, Canadá o Inglaterra y pensaba que la vida debería ser hermosa en esos lugares: las fotografías retocadas de losíconos occidentales, los últimos modelos de automóviles, el poder adquisitivo para tener una cómoda calidad de vida, los últimos adelantos tecnológicos. Pues bien, luego me mudé a occidente. Nos radicamos en Canadá y después en Estados Unidos. Allí disfruté los adelantos tecnológicos, conduje esos automóviles y comí en hoteles de clase. No obstante, algo había cambiado dentro de mí. Sí, en parte me parecía que podía atrapar la luz reflejada de las comodidades que disfrutaba, pero las ventanas de oro todavía quedaban tras la colina. Observé a hombres y mujeres deleitándose en un lujo que hacía que mi estilo de vida pareciera restringido. Después de un tiempo comencé a recibir invitaciones para hablarles a estas personas. Me enviaban aviones para recogerme; ¡y tenían sus propias pistas de aterrizaje! Entonces comenzaban las reuniones y surgían las preguntas. Luego alguien me solicitaba para conversar en privado… y se quitaba la máscara. El estilo de vida de los ricos y famosos era una verdad a medias. Es cierto, vivían en mansiones, pero dentro de sí mismos respiraban sufrimientos idénticos a los nuestros y tenían los mismos anhelos. En una ocasión hablé a un grupo de atletas profesionales, dignos especímenes de la raza humana. Al entrar en la habitación, tuve la incómoda sensación que era el único que no había pasado la prueba física. Hablé durante treinta minutos, justo antes de un partido importante. Cuando terminé, uno a uno se acercaron para agradecerme. Sin embargo, un hombre, que hacía más dinero en un partido que yo en un año, me abrazó llorando y lamentándose por todo lo que había perdido por procurar la excelencia y la fama. Desde aquellosprimeros días he tenido la oportunidad de sentarme en muchas casas con ventanas de oro. ¿Saben lo que descubrí? A pesar del oro, sus ocupantes sufren el mismo deterioro del cuerpo, los mismos anhelos del corazón y las mismas angustias del alma que el resto de los mortales. A veces nuestras angustias o desilusiones solo nos afectan un poco; otras, nos infligen heridas profundas y devastadoras. Si la desilusión fuera un ladrón, no respetaría a las personas. En realidad, cuanto más tuviera la persona, más tendría para robar. Entonces, ¿cómo es posible que haya un gran Tejedor detrás de todo esto cuya obra es un diseño como este? ¿Será posible ver cómo se forma un diseño y luego responder como lo hace el hijo según las indicaciones del padre? Al principio, por supuesto, cuestionamos al Soberano en cuyas manos está nuestro destino: «¿Quién pecó: él o sus padres?» Es más, los propios discípulos de Jesús formularon esta pregunta con respecto al hombre que era ciego de nacimiento. El Maestro, de una manera asombrosa, les devolvió la pregunta. Los que tenían vista física pero eran ciegos espirituales eran quienes estaban en realidad ciegos, explicó Jesús, porque al menos la persona con ceguera física sabe que no ve, en cambio, las personas con ceguera espiritual no son conscientes de que no pueden hacerlo. Luego agregó que la ceguera de ese hombre no estaba para nada relacionada con su propio pecado ni con el pecado de sus padres, sino que había sucedido para que se hiciera evidente la obra de Dios (cf. Juan 9). Ahora bien, ¿qué es la «obra de Dios»? Al hacer dicha pregunta es fácil quedar enfrascados en discusiones filosó-ficas que, en última instancia, nos dejarán solo con ideas abstractas. Por eso mi intención con este libro no es recorrer ese camino; he considerado el lado teórico de la pregunta con anterioridad en otros libros y artículos. Simplemente quiero escribir sobre los encuentros que Dios tiene previstos para cada uno individualmente en medio de las frustraciones de la vida… tanto las hebras de hilo que hilvanará como las que dejará de lado, los «jirones» y las «fallas» que siempre salen a relucir en los «momentos menos oportunos». Ahí es donde encontraremos la forma distintiva y el sello del Maestro Tejedor. Los primeros pasos Todo viaje requiere que demos pasos deliberados. Por eso creo que necesitamos dar tres pasos bien definidos en este viaje antes de que el diseño se haga visible y comencemos a ver la obra de Dios. El primer paso implica el corazón. Dios no es solo el formador de tu corazón como órgano físico, sino del «corazón» con que sientes en tu ser. ¿Sabes lo que es sentir físicamente algo que escuchas o ves muy cerca de ti? No me refiero simplemente a algo sicosomático o cuyos efectos secundarios puedan provocar una enfermedad; estoy hablando de una transferencia instantánea de la mente al cuerpo. Un amigo, hombre de negocios muy capaz, después de invertir en todo tipo de empresas en determinado momento vio cómo su fortuna comenzaba a disminuir. Su socio en un emprendimiento importante, al verlo afligido y necesitado de liquidez, ofreció pagarle las deudas y aportar capital. Mi amigo estaba agradecido, y en el curso de varios meses ambos convinieron los detalles de los términos del contrato. Por fin, después de completar toda la negociación y compromisos de una parte y de otra que tienen lugar en cualquier venta importante, llegó el día de cerrar el trato. Mi amigo llegó a la oficina de su socio, ambos se sentaron y tomaron un café. No obstante, cuando mi amigo presentó todos los documentos firmados, su socio dijo: «Lamento tener que decirte esto, pero hace unos días decidí que no podía seguir adelante con lo prometido. No hay trato». A mi amigo le bastó mirarlo a los ojos para entender que hablaba en serio. También supo que había llegado al límite de sus fuerzas. En ese instante y con igual fatalidad, se desplomó en su asiento víctima de una apoplejía. Su socio observó horrorizado mientras llegaba una ambulancia que lo trasladaría en una camilla. Gracias a Dios se salvó, y con el tiempo tuvo una recuperación parcial. Años más tarde, mi amigo todavía tenía dificultad para referirme la historia. Balbuceaba y tartamudeaba, y hasta lo afectaba reírse; el dolor lo había marcado de por vida. Sin embargo, en medio de todo esto sucedió algo asombroso. Tanto su socio, que con el tiempo se había endurecido debido a sus propios «tejes y manejes», como mi amigo, que había sido un individuo duro e insensible, se encontraron cara a cara con los sentimientos y la realidad. Dios no muestra su obra en términos abstractos, prefiere lo concreto, y esto significa que, al final de tu vida, a tu corazón le sucederá una de tres cosas: se volverá duro, roto, o tierno. Nadie se libra de esto. Tu corazón se volverá duro e insensible, se quebrará bajo el peso de la desilusión o se ablandará por las mismas cosas que enternecen también el corazón de Dios. A propósito, su corazón es compasivo. Por eso el autor de la carta a los Hebreos nos recuerda que se compadece de nuestras debilidades (cf. Hebreos 2:14-18; 4:14—5:3). Esto explica, a mi entender, por qué la Biblia describe al rey David como un hombre conforme al corazón de Dios (cf. 1 Samuel 13:14; Hechos 13:22). Ahora bien, no era porque él hubiera tenido una vida perfecta (es muy evidente en las Escrituras que no la tuvo), sino porque Dios podía llegar a él en medio de sus fracasos y tragedias. El «dulce cantor de Israel» tenía un corazón tierno. Cuando el profeta lo confrontó con su pecado, reconoció que había cometido adulterio y asesinato (cf. 2 Samuel 12:13). Dios, el gran Tejedor, busca a las personas de corazón tierno para dejar su sello en ellas. Tus penas y desilusiones son parte de ese diseño, pues darán forma a tu corazón y a la manera en que sientes la realidad. Tus penas siempre te formarán; no hay otra manera. Hay un versículo fascinante que nos dice que el autor de nuestra salvación se perfeccionó «mediante el sufrimiento» (Hebreos 2:10). He reflexionado muchas veces sobre este texto. ¿Cómo puede perfeccionarse aquel que ya es perfecto? ¿Por qué Dios, la provisión para nuestra maldad, tenía que rebajarse para completar su tarea? He llegado a la conclusión de que aunque algunas perfecciones nunca cambian por toda la eternidad, otras están sujetas al tiempo, y no solo para el que la demuestra sino, lo que es más importante, para consumar al que es testigo de tal. Por ejemplo, la Biblia dice que Job fue perfecto, «un hombre recto e intachable» (Job 1:1). Pero, ¿cómo podía merecer esta descripción si todavía no había pasado por las pruebas necesarias para la perfección? Sin embargo, en su sabiduría, Dios permitió que las pruebas lo formaran y que estas nos sirvieran a nosotros como ejemplo de la manera en que una persona recta se sobrepone al dolor y el sufrimiento. Aunque Job ya era recto, por medio de sus luchas podemos observar cómo se conduce una persona de ese carácter en medio de la tragedia. Así se manifiesta la obra de Dios. La perfección entonces no implica un cambio en la esencia del carácter sino la culminación de un camino. Esto fue precisamente lo que Jesús dijo cuando exhortó a sus discípulos y a nosotros a ser «perfectos, así como su Padre celestial es perfecto» (Mateo 5:48). Nunca podremos ser como Dios, pero sí podemos concluir la tarea que nos ha asignado. Por eso, Jesús demostró que la mejor manera de cumplir el propósito de Dios es obedecer siempre la voluntad del Padre, aun cuando él parezca distante. ¿Recuerdas cómo Habacuc le suplicó a Diosque le explicara por qué usaba un pueblo cruel e impío como los babilonios para imponer el castigo de la justicia de Dios a su propio pueblo? Habacuc clamó literalmente: «¡Violencia! ¡Injusticia! ¡Maldad! ¿Cómo puedes hacer esto?» (Ver Habacuc 1:2-4). Pese a esto, esperó pacientemente que el SEÑOR le respondiera y corrigiera su punto de vista. Ahora bien, solo si estás dispuesto a elevar una oración sincera para que se haga la voluntad de Dios y a vivir la vida que él tiene para ti, podrás ver el panorama grandioso que quiere que tú tengas, y todo a través de las ventanas que ha puesto en tu vida. No siempre podrás vivir en la cima de la montaña, pero cuando atravieses el valle, el recuerdo de la montaña te sostendrá y te dará las fuerzas para seguir adelante. Calvin Miller describe la manera en que Dios responde dichos clamores que se elevan en tiempos de dificultad: El sermón y el Espíritu siempre obran en conjunto para producir la liberación. A veces, el Espíritu y el sermón aportan respuestas directas a las necesidades humanas, aunque casi siempre responden indirectamente. La mayoría de los problemas no se resuelven escuchando sermones. El sermón, por más sincero que sea, no puede solucionar estos problemas complejos. Entonces, si el sermón no resuelve los problemas, ¿adónde iremos en busca de soluciones? Junto con el Espíritu, el sermón existe para señalarnos que tener respuestas no es esencial para vivir. Lo importante es el sentido de la presencia de Dios durante los momentos oscuros de las dudas … Nuestra necesidad de tener respuestas específicas se diluye en la cuestión mayor del señorío de Cristo para todas las interrogantes: las que tienen respuestas y las que no.2 Si tienes un corazón en comunióníntima con Dios, te ayudará a sobreponerte al dolor, incluso más que el poder de las meras palabras. Comienza a caminar El segundo paso implica la mente. Después de dar el primero, debes entrar en la carrera, y será necesario que observes con cuidado las señales en el camino. La neurociencia, disciplina y tendencia de moda, nos empuja a pensar solo en el cerebro y a prestar poca atención a la mente. Autores en diversos campos de la ciencia insisten en que esta es la montaña que debemos escalar y el mapa que se debe trazar. Si pudiéramos explicar que todo lo que pensamos se realiza por medio de señales electroquímicas que disparan pensamientos y conclusiones, tendríamos entendimiento claro de todas las conductas. En este sentido, la secuencia general parecería ser: sembrar una idea, estimular la imaginación, generar un impulso, cultivar un hábito y dar forma a la memoria. Y así somos testigos del estudio de este telar mágico llamado cerebro como si fuera el origen y el depósito de todas las conductas. Si bien el tema me cautiva, resistiré hacer una digresión. Simplemente quiero hacer una referencia por analogía. Lo que el cerebro es al cuerpo, la mente es al alma. La mente no se limita a fragmentos de información sino que combina los contenidos dentro de un contexto previo de razones fácticas y morales. La mente no es un vacío, esta procesa toda nueva información y la organiza según ciertos patrones. Cuando uno de estos patrones se fragmenta, decimos que la persona está «perdiendo la cabeza». La fe pertenece al ámbito de la mente. Si no crees que Dios tiene el dominio y que te formó para un propósito, naufragarás en el turbulento mar de la falta de propósito, te ahogarás en las corrientes y flotarás a la deriva en medio de la nada. Un día, mientras leía la historia de Noé (cf. Génesis 6:9-22), tuve la siguiente reflexión. La Palabra nos da todos los detalles del arca: la altura, la anchura, el tipo de madera: un proyecto completo. Sin embargo, hay dos cosas que brillan por su ausencia: la vela y el timón. ¡Imagínense prepararse para navegar tantos días sin nada que sirviera para controlar el rumbo de la embarcación! Hace un tiempo leí una historia muy graciosa sobre una anciana que se disponía a volar por primera vez. Cuando el avión comenzó a sacudirse al atravesar una turbulencia moderada, la mujer creyó que se moriría. Cuando finalmente el vuelo se hizo más tranquilo, el piloto salió de la cabina, se arrodilló junto a la mujer y le preguntó: —Señora, ¿ve esa luz en el extremo del ala derecha? —Sí —dijo la mujer. —Ahora, mire el extremo del ala izquierda por la otra ventana. ¿Ve la luz en el ala? —Sí —volvió a responder nerviosamente. —Mire, señora —continuó el piloto—, mientras estemos entre esas dos luces, no tiene motivo de que preocuparse. Supuestamente, dichas guías autoreferenciales deberían hacernos sentir mejor. No obstante, pensamos que si solo tuviéramos el control, todo estaría bien. Tengo un amigo que le aterra volar porque, según él, no soporta las situaciones que no puede controlar. No quise ofenderlo diciéndole: «Bienvenido a la vida». Para Dios es imperativo que en el diseño de la vida estemos dispuestos a confiar en algo más que en nosotros mismos. Por eso, caminar por la fe significa seguir a aquel que sabe mucho más que nosotros, y que, además, es bueno. F. W. Boreham, el ensayista, nos recuerda que, lejos de ser algo infantil y desinformado, la fe es en realidad el agente que dio origen al universo, el refugio seguro de la civilización. Está en el corazón de todas las negociaciones y relaciones mundiales. El mundo financiero está construido sobre tal. Cuando la gente se aferra a su dinero y cree que es una realidad concreta, en realidad se aferran a la fe. El dinero, en ese sentido, carece de valor si no hay confianza. Sin la promesa y el compromiso de pago de otras personas y sistemas no son más que trozos de papel sin valor. Es más, toda la estructura financiera depende del crédito, la confianza, la convicción y la fe. Si los Estados Unidos se jactan de ser uno de los países más ricos del mundo, lo que hace es presumir de su fe. El estadounidense intelectual cae en una contradicción flagrante cuando niega que se pueda vivir por la fe… la fe y la confianza son factores fundacionales del sistema. Es el ámbito donde impera la mente y se contextualiza la confianza. Ahora, cuando la mente se niega a confiar, a pesar de un contexto dado, la vida se torna miserable. En una poesía del siglo diecinueve escrita por Frances Brown se hace referencia a un grupo de peregrinos sentados a la orilla del océano que están contándose unos a otros la historia de su vida y sus pérdidas. Uno de ellos menciona a un hijo que perdió siendo muy joven. Otro cuenta de una fortuna que perdió. Otro se lamenta por haber tenido que enterrar a su esposa: Pero cuando acabaron sus relatos, uno de ellos habló, un extraño que parecía no tener tristezas: «Pérdidas graves han sido las vuestras, pero ninguna tan grande como la mía, la pérdida de un corazón que creía». «¡Así es!», dijeron estos peregrinos, «Ni la vida ni la muerte, ni la cruel fortuna, ni el amor no correspondido, ni los naufragios en el mar o el destierro se pueden comparar con lo que os sucedió a vos, extraño, ¡la peor pérdida y la más terrible! Haber perdido un corazón que confiaba».3 Perder la fe es espantoso porque nos despoja de la esperanza e incluso amenaza el amor. Como comenté líneas arriba, cuando Noé se enfrentó a la posibilidad de una inundación catastrófica, nunca imaginó una embarcación sin timón. Una persona en cierta ocasión, muy seria mente, le planteó al escritor inglés de principios del siglo veinte G. K. Chesterton lo siguiente: «Si estuviera varado en una isla y pudiera tener solo un libro, ¿cuál sería?» En vez de una respuesta muy espiritual o literaria, Chesterton respondió: «Guía práctica para la construcción de embarcaciones,¡sin duda!»4 La Biblia es un libro sobre la edificación de vidas, escrito para nuestra estadía sobre este planeta. De forma interesante, también nos enseña que el timón y la vela están bajo el control de Dios y que navegaremos en alta mar entendiendo que debemos confiar en él. Ahora, si no tienes la mente de la fe, correrás repetidos riesgos… y le echarás la culpa a Dios. Porque una vida de confianza simple es una vida de bendición que ve más allá de cualquier impedimento a través de la mente entregada al camino de Dios. Descubre el camino En todas las ocasiones en que el apóstol Pablo escribe sobre tener la mente de Cristo, casi siempre hay una referencia al sacrificio de nuestro SEÑOR. En Filipenses dice que Jesús renunció a todas las prerrogativas de su poder divino para hacerse igual a nosotros (cf. Filipenses 2:5-8). En Romanos nos desafía a presentar nuestro cuerpo como sacrificio vivo, que es parte integral de la renovación de nuestra mente (cf. Romanos 12:1-2). Con base en esto, les invito a dar el tercer paso, el de la cruz, para comprender todo lo que esto significa. En las ciudades y pueblos de Suramérica a menudo se pueden ver enormes estatuas de Jesucristo sobre las colinas más altas (por ejemplo, la estatua del «Cristo Redentor» en Río de Janeiro, Brasil). Estos monumentos se erigen por dos razones: para «protección» desde un lugar elevado, y porque Cristo puede ver más allá de las alturas como nadie más. El monte Calvario está en el centro del evangelio. Todo el sufrimiento del mundo convergió allí, en aquel acto único de sacrificio, cuando el que era sin pecado llevó sobre sí el castigo de nuestro pecado y realizó el máximo sacrificio mientras sufría la separación de su Padre para llevarnos hacia él. Esto fue la humillación más profunda del Cristo encarnado: estar apartado del Padre mientras era el centro de la voluntad del Padre. Aunque los hilos se entrecruzaban en un diseño aparentemente dispar desde el punto de vista del mundo, constituían las hebras carmesí de nuestra reconciliación con Dios. Recuerdo la pregunta de un estudiante en un campus universitario que deseaba saber por qué tenía que haber «tanta sangre y todas esas cosas» en el sacrificio de Jesús. ¿Acaso Dios no podía hacer una declaración simple de perdón para todos los que se arrepintieran, un tipo de amnistía general? Bueno, esta es precisamente la manera en que consideramos el sufrimiento. ¿Por qué tiene que ser tan real? ¿No sería mejor si fuera una idea? Dicho deseo, sin embargo, pierde de vista la naturaleza misma de la realidad al no ver la faceta física de la realidad espiritual que Dios nos señala. Hace unos años tuve una serie de reuniones en Escocia, acompañado de mi esposa, mi hijo, mi colega Stuart y su esposa. Stuart es de ese país, y solemos bromear juntos sobre la necesidad de tener un intérprete cuando habla inglés. Una vez viajamos por diferentes lugares del país y le pregunté si podríamos visitar Glencoe. Quienes no conozcan la historia de ese lugar, se preguntarán qué atractivo turístico podrá tener. Pues bien, hasta el día de hoy, la región carga con el espantoso recuerdo del asesinato del clan de los MacDonald, el 13 de febrero de 1692, a manos de los Campbells. Estos últimos se presentaron en Glencoe y fingieron ser amistosos. El clan MacDonald los recibió con gran hospitalidad sin saber que llegarían a cumplir la misión encomendada por el rey de Inglaterra de exterminarlos. Durante la noche, mientras sus anfitriones dormían, estos pusieron en marcha su macabro plan. La historia quedó inmortalizada en una balada: «La masacre de Glencoe»: Estribillo: Cruel es la nieve que cubre Glencoe y cubre las tumbas de los Donald. Cruel fue el enemigo que violó a Glencoe y asesinó a la familia de los MacDonald. Llegaron durante una tormenta, y le ofrecimos abrigo, un techo donde guarecerse, calzados secos para sus pies. Les servimos vino, los invitamos a cenar, comieron nuestra carne y durmieron en el hogar de los MacDonald. Estribillo: Llegaron del fuerte William con el asesinato en mente. Los Campbells tenían órdenes firmadas por el rey William. «Mátenlos a todos a espada», decían las palabras, y no dejen con vida a nadie llamado MacDonald. Estribillo: Llegaron en la noche mientras los hombres dormían. Esta banda de Argyles, en sigilo sobre la nieve suave y profunda, como zorros agazapados entre el rebaño indefenso, mataron a la familia de los MacDonald. Estribillo: Algunos murieron en sus camas a manos del enemigo. Otros huyeron en la noche y se perdieron en la nieve. Otros vivieron para acusar al que asestó el primer golpe, pero ese fue el fin de la familia de los MacDonald. Estribillo.5 Trescientos años después de este suceso, este infame incidente todavía se recuerda como si hubiera sido ayer. Al entrar en Glencoe, un gaitero solitario va y viene mientras toca esta melodía melancólica. La historia trágica y la lúgubre balada siempre me entristecen. Aun así, me di cuenta de algo: cuando Stuart hablaba sobre la masacre de Glencoe, con el sonido de la gaita de fondo, su acento escocés y los lamentos de ese instrumento nativo tan característico en medio de las ruinas del lugar donde sucedieron los hechos, casi me hizo sentir que lo había vivido. Desarrollemos un poco más esta idea. ¿Qué sucedería si una de las víctimas de la masacre de Glencoe hubiera dejado una grabación para que nosotros pudiéramos escuchar la historia como realmente sucedió, y no solo referirnos a la memoria de los hechos? Pues bien, justo así es como debemos ver la realidad. Si no la podemos vivir, debemos verla a través de los ojos de uno que lleve el sonido y los acordes de lo que sucedió. Si un acento grave, la localidad histórica exacta y una melodía lúgubre pueden hacer casi tangible la realidad, aunque nos separen tres siglos, ¿cuánto más podremos comprender el sufrimiento cuando lo consideramos a través de los ojos de aquel que define el bien y el mal, el consuelo y el sufrimiento, y que fue a la cruz para acabar con el dolor? ¿No es acaso la única manera de entender y soportar nuestro propio sufrimiento? Por eso, debemos observar el dolor del mundo a través de los ojos de Jesús, el que mejor comprende que no es solo un mundo de dolor sino de quebranto y separación. En la soledad de la reflexión, el corazón y la mente se unen para pensar en la cruz. Es aquí donde creo que el autor del himno tiene algo muy práctico para decirnos: Cuando pienso en la cruz, cierro mis ojos e intento ver los crueles clavos y la corona de espinas, y a Jesús crucificado por mí. Pero aun cuando pudiera contemplarlo morir, solo vería una pequeña parte de ese gran amor, el cual, como un fuego, siempre arde en su corazón.6 Malcolm Muggeridge lo expresa poderosamente a su manera: De vez en cuando, vislumbraba una cruz, no necesariamente un crucifijo. Podían ser dos piezas de maderas clavadas de forma accidental sobre el poste del telégrafo, por ejemplo, y de pronto mi corazón se detenía. De una manera inconsciente, por instinto, comprendía que algo más importante, más tumultuoso, más apasionado que nuestras causas estaba en juego, a pesar de lo admirables que estas pudieran ser. Era un interés obsesivo … este símbolo que en mi casa se consideraba irrisorio, era también un centro de esperanzas y anhelos impensables. Al recordar esto, siento todo el peso de mi propia torpeza. Tendría que haberla llevado sobre mi corazón como si fuera un precioso estandarte que nadie me la pudiera quitar de las manos; aunque cayera, que siguiera en alto. Debería haber sido mi culto, mi uniforme, mi lenguaje, mi vida. No tengo excusa; no puedo decir que no sabía. Lo supe desde el principio, y le di la espalda.7 El
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