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La fuente de toda santidad - J Brian Bransfield

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LA FUENTE DE TODA SANTIDAD
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J. Brian Bransfield
LA FUENTE
DE TODA SANTIDAD
EDICIONES RIALP, S.A.
MADRID
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© 2011 by J. Brian Bransfield
EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290.
28027 Madrid
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma
o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por
escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si
necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-321-4238-3
ePub producido por Anzos, S. L.
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INTRODUCCIÓN
Creer es algo natural para el niño. Como también la fantasía. Pero ciertamente creer
y dejar volar la fantasía son cosas muy diversas. La fantasía pretende que lo real sea algo
que no es. Así hacen los niños cuando se sirven de la imaginación en sus juegos. El niño
no ha de esforzarse mucho para que un palo en forma de L se convierta en una pistola, o
él mismo en un gangster de los de antes. Un grupo de niños jugando en la piscina de la
urbanización una tarde de verano, fácilmente se imagina que su balsa inflable es un
deslumbrante barco pirata a toda vela. La imaginación es la magia de la niñez, que puede
convertir el patio trasero de la casa en uno de los más famosos campos de batalla de la
historia, o una muñeca en un bebé cada vez que una niña juega a ser ama de casa.
Creer, por otro lado, es lo contrario de la fantasía. Creer hace que se entre en
relación con lo real. Un niño o una niña que tiene fe en su padres crece con la sencilla
confianza de que sus necesidades básicas estarán cubiertas. Unos padres entregados a sus
hijos se encargarán de que no les falte el sustento, una cama confortable en la que
dormir, y el apoyo incondicional y consolador en los momentos de sufrimiento. El niño
sabe que siempre tendrá alguien cerca, que mañana al amanecer alguien le sonreirá y se
preocupará de él. Cuando un niño tiene fe en sus profesores, educadores, compañeros y
amigos, se inicia una relación natural. El aprendizaje, la formación de la personalidad, la
camaradería y la amistad surgen de la fe.
El niño es un experto en creer. Incluso las presiones, los problemas y los temores de
la vida se convierten para él en una oportunidad para creer. El ruido de un relámpago
abre la posibilidad de tener fe en el hogar como refugio. Las pesadillas e incluso los
monstruos ficticios abren nuevas posibilidades a la fe en los ángeles de la guarda, en el
calor del padre y la madre y en la seguridad de la familia. El sentido de la familia y el
hogar es el de convertirse en ese lugar encantado donde el niño puede creer.
La Iglesia también es para el niño un lugar fascinante donde ejercer la fe. Las
pupilas del niño se dilatan al contemplar las imágenes de las vidrieras que representan
santos con espadas que vencen a enormes dragones. Al entrar en la capilla de una
Iglesia, los niños examinan detalladamente las representaciones de los santos en las
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hornacinas porque expresan con fuerza la fe en que Dios guía y sana a su pueblo. Esas
estatuas con los brazos bien abiertos le parecen al niño aún más grandes que cualquier
peligro que pueda afrontar y las historias de la Biblia le dan la deliciosa seguridad de que
Dios dirige la marcha de las cosas y al final nos salvará. El niño puede sentir la férrea
determinación que tuvieron los Reyes Magos, la valentía de David frente a Goliat, la
humilde docilidad de la Virgen María, y sobre todo la dulzura de Jesús. Los niños
absorben cada detalle de las narraciones de las vidas de los santos. Los niños tienen fe en
la promesa de que Dios nos guía y protege en medio de cualquier peligro. Los niños
examinan cada detalle de una estampa piadosa para conocer los atributos de los
campeones de la fe. El niño percibe que el mismo Dios que condujo a Abraham y estuvo
al lado de Moisés, acudirá también en su ayuda.
Crecer puede entorpecer nuestra capacidad de creer. El misterio de la fe estaba a
nuestro alcance cuando éramos niños: lo creíamos, y creíamos que Dios nos protegería,
que estaría cerca y nos guiaría. Creíamos que Dios estaba a nuestro lado. También que
era bueno ser bueno. Notábamos una conexión entre nuestro templo y la gente que lo
llenaba, y los apóstoles y Jesús. Sentíamos el vínculo entre la Iglesia y el resto del
mundo. El Dios al que rezábamos en el templo continuaría guiándonos a la salida.
Pero entonces algo pasó. Mientras crecíamos, el mundo se volvía complejo y a
menudo doloroso. Pasábamos con prisa ante las vidrieras y dejábamos que las
hornacinas se llenaran de polvo. Ya no nos deteníamos frente a las capillas y las estatuas.
Experimentábamos pruebas y pasos angostos. Aprendíamos lo que significaba la palabra
‘cáncer’. Los éxitos de Hollywood comenzaron a sustituir a las historias bíblicas.
Actores y actrices muy cotizados dominaban nuestro mundo de fantasía. La gente que
pensábamos que viviría por siempre, como nuestros padres y amigos cercanos, se moría.
El mundo en el que una vez tuvimos fe nos hacía daño. El mundo desafiaba todo lo que
nuestra primera fe nos había enseñado, y parecía ofrecernos una rápida evasión con sus
fantasías.
En vez de tormentas nocturnas que siempre ocurrían afuera, ahora las notábamos
desatándose en nuestro interior. Sentíamos un hambre que iba más allá de la comida.
Notábamos una oscuridad peculiar, incluso si las luces estaban encendidas. Parecía que
los ángeles se retiraban volando al mundo de las historias sagradas. Los monstruos
empezaron a aparecer como algo habitual, empeñados en aposentarse en nuestra vida y
dirigirla. El demonio, cuyo atuendo habitual de trabajo es el disfraz (cfr. 2 Co 11:14),
parecía estar más a sus anchas sentado tras un escritorio, pulcramente trajeado, que no
con cuernos, rabo y tridente. El agua bendita se nos mostraba incapaz de lavar las
manchas más oscuras que el mal había dejado en el alma. Las estampas piadosas se
volvieron tristes recordatorios de la última vigilia o funeral al que habíamos asistido.
Ahora era más difícil conectar los mundos de dentro y de fuera de la Iglesia. Parecía que
ya no encajaban entre sí y que cada uno seguía su propio camino. Mucha gente dejó de
ser ingenua para volverse, simplemente, pesimista. El éxito ya no tenía que ver con hacer
lo correcto, sino con la búsqueda del propio interés. Se había roto la conexión entre la
Iglesia y el resto del mundo.
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Este libro trata de la recuperación de esas conexiones. Es para católicos fieles y para
católicos que quieren ser fieles. Para el que una vez fue fiel, y para el que fue menos que
fiel. Este libro trata del modo en que esos mundos pueden volver a encajar. De cómo
transformar nuestro conocimiento de la fe en una imagen viva y accesible que restituya
nuestra capacidad de creer y pueda afianzarse en nuestra memoria. Los adultos añoramos
volver a esa fe espontánea y siempre dispuesta de la niñez que todavía está esperándonos
en nuestro interior. Experimentamos diariamente la sed de una relación viva y una
conexión coherente entre la gracia y la vida cotidiana. Ya hemos visto bastante del
mundo para saber que el pecado existe. Queremos saber no simplemente cómo ser buena
gente, sino cómo ser buenos. Incluso si nos hemos apartado de la práctica de la fe
durante años, seguimos percibiendo el sentido de los sacramentos en la vida cotidiana.
Sin embargo, como adultos, a menudo no encontramos un modo de infundir nuevo vigor
a las creencias de nuestra infancia y de asumirlas en nuestra fe adulta. Tenemos sed de
que el actuar de Dios sea relevante para los interrogantes más profundos de nuestra vida.
La herramienta primordial para juntar los dos mundos de nuevo es la imagen
antigua y tan familiar de la fuente, que el mismo Jesucristo nuestro Señor utilizó para
describir la acción de Dios en la vida del creyente: «Si alguno tiene sed, venga a mí; y
beba quien cree en mí. Como dice la Escritura,de sus entrañas brotarán ríos de agua
viva» (Jn 7:37-38). Esta fuente está más cerca de lo que pensamos. Se supone que
escuchamos su rumor cada domingo. Después de que los fieles han proclamado: «Santo,
santo, santo» el sacerdote reza las palabras de la plegaria eucarística. La primera
traducción que se hizo de la segunda plegaria eucarística para el Misal Romano en USA
comenzaba: «Señor, eres en verdad santo, la fuente de toda santidad»[1]. En la nueva
traducción, la plegaría comienza así: «Verdaderamente eres Santo, Oh Señor, la fuente
de toda santidad»[2]. Estas palabras remiten al siglo ii del Cristianismo, al autor
eclesiástico san Hipólito. Estas antiguas palabras han superado la prueba del tiempo.
Sencillas y familiares, continúan con nosotros hoy, y sin embargo son únicas e
irremplazables para la realidad que describen. La gracia, el amor de Dios por nosotros, es
una fuente vigorosa y constante que fluye hasta nuestras almas y se muestra en nuestras
acciones.
Sin embargo, muchos han olvidado el camino hasta esta fuente. Para muchos, los
espinos de la vergüenza han enmarañado el camino a la felicidad y a la relación pacífica
con Dios. Años de miedo y una fijación exclusiva en el fuego y el azufre han bloqueado
ese camino. Y en una dirección totalmente contraria, el camino ha sido sustituido por el
triste derrotero de una espiritualidad light, hasta reducir la vida espiritual a una vaga
emocionalidad y una sentimentalidad superficial. Las promesas traicionadas y una
hipocresía demasiado frecuente han erosionado el camino hacia Dios. Hemos olvidado
los mapas que conducen a esta fuente que da la vida. El propósito de este libro es
mostrarnos el camino de vuelta a la fuente, podar las excrecencias para limpiar de
escombros la senda, quitar los pedruscos de en medio e invitar al lector a la fuente de
toda santidad.
Una figura familiar del Evangelio puede ayudarnos en este empeño. Un día Jesús se
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encontró con alguien como nosotros. Era una mujer samaritana que se hallaba en medio
de sus quehaceres cotidianos. La mujer fue capaz de recordar la grandeza de la fe de su
infancia y se refirió a ella como el recuerdo de «Nuestro padre Jacob» (Jn 4:12). La reina
Esther, en el Antiguo Testamento, también recordó la fe de su infancia en el momento de
la desolación íntima: «Yo aprendí desde mi infancia, en mi familia paterna, que tú,
Señor, elegiste a Israel entre todos los pueblos, y a nuestros padres entre todos sus
antepasados, para que fueran tu herencia eternamente» (Est 4:16). El Espíritu Santo
revive la fe de nuestra infancia en tiempos de temor y dolor, y nos fortalece con las
palabras del salmista: «Deja tus cuidados con el Señor, que te sostendrá» (Sal 55:23). La
samaritana vivía con el dolor cotidiano que causan el temor, el daño y el pecado. Jesús
conocía el historial de su pasado pecador: «porque has tenido cinco y el que tienes ahora
no es tu marido» (Jn 4:18). Siendo Jesucristo nuestro Señor nuestro guía definitivo,
tomaremos como ayudante a esta mujer que encontró a Jesús[3]. Se le conoce
simplemente como «la samaritana». Nunca supimos su nombre. Para nosotros es
anónima, pero en muchos aspectos la conocemos muy bien. Es como nosotros en el
fondo. Conoce el mundo de las promesas olvidadas y del pecado. También conoce el
mundo de la esperanza y de la gracia recordadas. Y extiende su mano hacia nosotros.
Método
Este libro presenta a la samaritana como una imagen de los cristianos de hoy. Ella,
en su sed, encuentra al Señor Jesús en la propia sed de Él.
El primer Capítulo describe el profundo significado del encuentro de la samaritana
con Jesús. Conoce a Jesús mientras andaba entre sus tareas cotidianas y su dolor diario.
Del mismo modo, nuestras ocupaciones habituales y las heridas abiertas encierran una
dimensión más profunda. Este Capítulo revela que la invitación de Jesús nos llega a
diario desde distintos lugares, especialmente desde nuestras heridas más profundas. Su
invitación no es un ultimátum, sino una llamada personal que se dirige a nuestro yo más
íntimo. Jesús se va presentando gradualmente a la mujer. Para que este hacerse presente
llegue a ser completo, ella debe dejar que Jesús deshaga sus ideas erróneas y sus
apegamientos desordenados. Como nosotros. La samaritana puede representar tanto a los
que practican la fe regularmente, como a los que se han apartado. Jesús aleja a la
samaritana de sus miedos y excusas para llevarla a la aceptación del don que le ofrece.
Jesús utiliza la imagen de la fuente para describir este don. El don que Jesús ofrece tiene
el sentido de convertirse en una fuente dentro del creyente. La imagen de la fuente se
convertirá en la imagen central de los siguientes capítulos. Esta imagen se desarrollará
para ayudar al creyente a comprender el trabajo que el Espíritu Santo lleva a cabo en las
profundidades del alma del cristiano.
El Capítulo 2 nos lleva más adentro en la comprensión de nuestra propia identidad.
Al ir dejando nuestros miedos, descubrimos que el miedo, a pesar de su poder, lleva
consigo un don escondido. Este capítulo examina la extendida opinión de que la
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identidad personal es como un progreso, opinión que tan a menudo seca la fuente de
nuestras vidas y conduce a la vaciedad y el caos. El verdadero significado de la identidad
se encuentra a una profundidad mucho mayor de lo que nuestras nociones preconcebidas
nos quieren hacer creer. Para alcanzar esa identidad más profunda, debemos pasar por la
experiencia común del miedo. Solo aquí descubrimos el camino para comprender la
gracia y la virtud, no como antiguos términos teológicos, sino como nuestra energía y
nuestra dirección cotidianas. Una vez atravesados nuestros miedos podremos comenzar a
extender la mano hacia el don de la fuente de la gracia de Dios.
El Capítulo 3 nos invita a considerar imágenes de la vida espiritual y a reflexionar
sobre la imagen de la fuente, especialmente la fuente de la gracia que fluye de Jesús
desde la cruz, como una imagen efectiva y dramática de la vida espiritual. Este capítulo
comienza comparando nuestro mundo interior a una cinta de correr de pensamientos y
preocupaciones que tan a menudo socavan nuestro acercamiento a la vida auténtica y a la
espiritualidad. Dios interrumpe nuestras preocupaciones y nos dirige hacia la rica fuente
de la gracia. Más que como una cinta de correr, los grandes santos muestran la vida
espiritual como una escalera por la que el creyente es guiado a través de las dificultades
de la vida. La imagen de la escalera es similar a la de la fuente. El mismo Jesús utiliza
esta imagen con la samaritana (vid. Jn 4:14). En las páginas siguientes, esta imagen será
central para expresar la vida de Dios dentro de nosotros. Las fuentes son un surtidor de
generosidad natural que procede de las profundidades interiores y que transforma en
belleza la presión con la que surge. Las fuentes rebosan hasta refrescar, limpiar y
sostenernos. El don-de-sí de Jesús en la cruz es la fuente de la vida eterna.
El Capítulo 4 repasa los misterios de la Trinidad, el pecado humano, la cruz y la
llamada a la santidad, sirviéndose de la imagen de la fuente. Este capítulo confronta la
popular imagen mental de Dios con el misterio de la Trinidad. La unidad del Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo es un eterno don-de-sí, que va de una a otra Persona. El don-de-
sí eterno y Tri-Uno se presenta como la base para el don temporal de uno mismo en el
ámbito de la identidad de la persona humana. Este capítulo explica cómo el pecado
sabotea este don-de-sí mismo y reduce el flujo de la fuente bajo la insistente presión del
querer tomar-para-sí. La persona humana lucha por vivir una vida de donación de sí,
pero continuamente se enfrenta a la tendencia al pecado, en particular a través de los
siete pecados capitales. Los efectos del pecado se enconan en nosotros, inclinándonos a
pecar. El cristiano no puede derrotar el pecado y sus efectos por sus propios esfuerzos.
Este capítulo presenta el misterio de la cruz como respuesta de Dios al pecado. Dios
ofrecesu propio don-de-sí en su Hijo, como la fuente de gracia por la que podemos
recibir su misericordia. Ya solo este don de Dios vence el pecado humano. La vida del
cristiano es, por lo tanto, una respuesta a la llamada a la santidad que se ofrece en la
gracia de Dios a través de los sacramentos. Esto no ocurre de una manera exótica,
automática o mágica. Los siete dones del Espíritu Santo (cfr. Is 11:2) edifican las siete
virtudes (cfr. 1 Co 13:13; Sab 8:7) en el creyente. Las virtudes, por tanto, hacen que el
creyente viva las bienaventuranzas (cfr. Mt 5:3-12). El Catecismo de la Iglesia Católica
enseña que «Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad»[4]. La
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relación entre los siete dones, las siete virtudes y las bienaventuranzas es el modo en que
cada cristiano queda transformado para vivir una vida santa y responder al deseo natural
de felicidad. Este capítulo prepara para una próxima segunda parte, pues explica lo que
la tradición enseña sobre la influencia de los siete dones del Espíritu Santo en el
afianzamiento interior de la vida virtuosa, de modo que podamos vivir las
bienaventuranzas.
Así pues, nos dirigimos ahora al Espíritu Santo, y le pedimos que nos acompañe en
el camino y nos lleve a Jesús. Divisamos una misteriosa figura junto al pozo. Alza su
mirada hasta nosotros, y comienza a hablarnos. Nos hace una sencilla pregunta.
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1 Segunda plegaria eucarística del Misal romano, revisado de acuerdo con la segunda edición típica del Missale
Romanum (1975), del 1 de marzo de 1985, para uso en las diócesis de los Estados Unidos de América.
2 Segunda plegaria eucarística de El misal romano, ibid.
3 Hans Urs von Balthasar muestra el especial significado de cada detalle del relato evangélico en el que Jesús se
encuentra con la pecadora. Vid. Gloria. Una estética teológica. Vol. 1: La percepción de la forma. Encuentro,
1985.
4 Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), nº 1718.
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CAPÍTULO I
LA SAMARITANA, ENTONCES Y AHORA
Llegar a tiempo lo es todo
Un día en apariencia de lo más ordinario, Jesús hacía el camino de Judea a Galilea.
El Evangelio de san Juan nos dice que para ir de Judea a Galilea, «tenía que pasar por
Samaría» (Jn 4:4). La palabra griega utilizada para tenía es edei (e,dei), que significa «era
necesario»[1]. ¿Por qué enfatiza el Evangelio que era necesario que Jesús atravesara
Samaría en su camino desde Judea a Galilea? Podía haber tomado otra ruta. No era una
necesidad geográfica que Jesús viajase a Galilea por Samaría. Entonces, ¿por qué
escogió aquella ruta? La primera frase de este pasaje evangélico sugiere que hay un
cometido de urgente necesidad, que apunta al significado del viaje de Jesús: tenía una
misión en aquel viaje. Para encontrar el sentido de esta misión debemos seguir a Jesús en
el pasaje evangélico y examinarlo con atención.
El pasaje continúa con Jesús que entra en Samaría: «Jesús, fatigado del viaje, se
había sentado en el pozo. Era más o menos la hora sexta» (Jn 4:6b). La ruta que Jesús ha
escogido le ha fatigado claramente. El evangelista subraya que Jesús está cansado del
camino y también indica que era mediodía. Jesús ha recorrido un largo camino y ahora
siente los efectos del calor a esa hora. De hecho, Jesús está tan cansado que cuando llega
al pozo se sienta. Los hechos resultan ser totalmente ordinarios: en medio de un largo
viaje, en la hora más calurosa del día, Jesús se detiene junto a un pozo para descansar y
refrescarse. Esto ocurre a diario. Ese desvío de la ruta nos parece algo de lo más
ordinario. Pero eso que parece ordinario, cuando es visto a la luz del misterio de Jesús,
se vuelve extraordinario.
Un pozo no es un lugar ordinario. Visto superficialmente, un pozo es una fuente de
agua y alivio. Pero un pozo en el Antiguo Testamento es más que una parada para el
descanso. Isaac y Rebeca (cfr. Gn 24), Jacob y Lea, Jacob y Raquel (cfr. Gn 29), Moisés
y Séfora (cfr. Ex 2) y Tobías y Sara (cfr. Tb 8) se desposan después de encontrarse junto
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a un pozo. El pozo es el lugar central para la comunión interpersonal en el mundo
bíblico. En el Antiguo Testamento el pozo es un lugar de desposorio, el lugar de
encuentro del amor esponsal[2]. Desde un punto de vista, el pozo es simplemente un
lugar de pausa para beber agua. Pero desde otro más profundo, el pozo es el lugar del
amor esponsal casto. Jesús siempre transita por el plano más profundo. Así, llega al lugar
del amor esponsal.
El mediodía no es un tiempo ordinario para la acción de la mujer. La notación
temporal parece ser, de entrada, un detalle incidental para fijar la escena en el pasaje
evangélico. Pero el detalle tiene mucho que decirnos. A mediodía el calor del sol alcanza
su mayor intensidad. El sol cae como una brasa directamente sobre la cabeza,
deshaciendo cualquier sombra natural bajo la que esconderse o donde buscar refugio. La
gente se retira. Es el tiempo de la soledad. El mediodía es también el tiempo en que,
apenas unos cuantos breves capítulos más adelante en el Evangelio de san Juan, Jesús
entrará en el solitario sufrimiento de la cruz. Justo cuando el sol alcanza su cenit, el Hijo
alcanzará el suyo. Jesús se detiene en medio de este necesario viaje, en el lugar del amor
esponsal casto, a la misma hora en que ascenderá a la cruz en su definitivo acto de amor.
A continuación tendrá lugar un suceso aparentemente común: «Vino una mujer de
Samaría a sacar agua» (Jn 4:7). El agua es una de nuestras necesidades más básicas y
comunes. Sin embargo, aquí ocurre algo poco común. La mayor parte de la gente viene
al pozo en las horas frescas de la mañana o de la tarde para realizar la tarea ardua de
sacar esta agua que se encuentra a una gran profundidad, y cargar con ella toda la larga
distancia de vuelta a casa. Esta mujer solitaria llega a mediodía cuando el calor es más
sofocante. ¿Por qué se acerca a un lugar ordinario para una tarea ordinaria en esta hora
irregular y tan poco ordinaria?
Una razón puede ser su doloroso pasado, que más tarde Jesús le referirá: «porque
has tenido cinco y el que tienes ahora no es tu marido» (Jn 4:18). Se casó y se divorció
cinco veces. En este momento, está marcada y abochornada por una reputación que está
a la vista de todos. La gente habla de ella y la llaman de malas maneras. La señalan unos
a otros. Quizás por ello se acerca al pozo en una hora inusual, mientras la muchedumbre
viene al frescor de la mañana o al crepúsculo. Si ella viniese a esas horas, la
murmuración sería verdaderamente insoportable. La gente miraría. Advertiría a sus
hijos: «No hagas como ella; mira lo que le pasó… escucha a tus padres o, si no, acabarás
como ella». A mediodía, la muchedumbre se aleja de allí por el intenso calor. La opinión
pública y la murmuración la han obligado a ir en el peor y más arduo momento del día
para sacar agua del profundo pozo. Ella prefiere soportar el calor sofocante a las miradas
burlonas de quienes conocen su pasado pecador. Viene al pozo a por el sostenimiento
básico vital, pero debe hacerlo con el dolor de su exilio cotidiano. Puede lamentarse con
el grito del Antiguo Testamento: «A Egipto tendemos la mano, y a Asiria para
proveernos de pan» (Lm 5:6). Ella llega, al principio, para sacar agua natural con la que
apagar una sed natural. Tras escuchar la palabra de Jesús, exclamará: «Señor, dame de
esa agua…» (Jn 4:15). Su sed física es un signo de su sed espiritual. Y en el proceso de
reconocimiento de la divinidad de Jesús, vemos que las palabras del salmista se vuelven
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también suyas: «¡Oh Dios, tú eres mi Dios, a ti te anhelo! Por ti mi carne pena; por ti
tiene mi alma sed, como una tierra cuarteada, sin vida, y sin agua» (Sal 63:2). En este
nivel profundo, ella hace que se cumplan las palabras del salmista: «En su desazón
clamaron al Señor, que les rescató en su peligro, los guió por el camino recto de modo
que alcanzaran una ciudad en la que vivir» (Sal 107: 6-7). El profeta Isaías ya lo había
profetizado: «Los afligidos y los necesitados buscan agua en vano, sus lenguas están
cuarteadaspor la sed. Yo, el Señor, les contestaré… No los abandonaré. Yo abriré ríos
en las desnudas altitudes, y fuentes en los amplios valles» (Is 41: 17-18). Isaías repite su
profecía: «Así dice el Señor… Voy a abrir camino en el desierto y ríos en las estepas…
para dar de beber a mi pueblo elegido» (Is 43:16a, 19, 20b).
La samaritana hacía una tarea cotidiana habitual, seguía su pauta de
comportamiento acostumbrada. Quizás se estaba aburriendo, o le estaba dando vueltas a
quimeras en su cabeza, cuando de repente, en ese exilio suyo, se encuentra con alguien.
Este alguien tiene una petición que hacerle, en apariencia ordinaria: «Dame de beber»
(Jn 4:7). La sed es una experiencia habitual y totalmente esperable. Sin embargo, la
secuencia de acciones que de este modo tan ordinario ha aparecido en la narración
evangélica, realmente encierra un significado mucho más profundo. También en la
petición de Jesús. Declarará esa misma petición, cerca de la misma hora del mediodía en
el Viernes Santo, cuando grite desde la cruz: «Tengo sed» (Jn 19:28). Su auténtica sed es
de salvación de los hombres a través del perdón de los pecados. La sed de ella está
envuelta en el miedo de lo que otros piensen sobre su situación pública, sobre su pasado
y su futuro. La sed de Jesús tiene que ver con los hombres; la de ella, consigo misma.
Una y otra sed se encuentran. Él le va a hacer una invitación, con las palabras del
profeta: «Todos vosotros que estáis sedientos, venid a las aguas» (Is 55:1).
Todo parece bastante ordinario, pero justo debajo de la superficie se están
constelando eventos extraordinarios. Ella llega con su soledad y su dolor a Él, que siente
la profunda sed de su misión; ella llega para satisfacer su sed, y Él le pide de beber; Él
está de camino y ella se encuentra en su exilio personal; es mediodía, Él tiene sed y hace
un alto en este viaje necesario. Esta serie aparentemente común de sucesos a primera
vista fortuitos realmente está construyendo la continuidad de un acontecimiento
dramático. Es un ensayo del Viernes Santo, una guía de lo que será el culmen de su
misión salvadora.
Continuamos con el pasaje y vemos que prosigue la conversación entre Jesús y esta
mujer anónima. Ella le hace saber de un modo un tanto rudo y abrupto que Él no tiene
cubo y que el pozo es profundo. Además, le indica que Él es judío y ella samaritana.
Identifica todos los obstáculos que tiene en relación a Jesús, todas las razones por las que
no puede creer en Él. Sus excusas van desde cuestiones prácticas hasta prejuicios.
Consideremos de nuevo la frase que abre el pasaje evangélico, la que decía que era
necesario que Jesús atravesara Samaría. No era una necesidad geográfica; más bien era
necesario que Jesús atravesara a causa de esta mujer y su salvación. Se encuentra
exiliada dentro de los eventos diarios de su propia vida. Ha sufrido mucho a manos de
muchos hombres. Pero solo hay un hombre que puede salvarla. Como hace notar el
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salmista, su sed natural es un signo de su anhelo sobrenatural: «Mi ser tiene sed de Dios,
del Dios vivo» (Sal 42:3). Jesús hace llegar su misión hasta la vida cotidiana de la mujer.
Él va donde ella está. Necesariamente pasa por el pozo, el lugar del amor esponsal casto,
en su camino. Se sienta junto al pozo, con una terquedad deliberada, como si dijera:
«Ahora le enseñaré el origen del verdadero amor… haré que el significado de este pozo
surja y se desborde». Solo el amor encierra el secreto de la verdad sobre la vida. Es la
misión y la sed del Hijo de Dios de conducir al pecador a las profundidades de su propia
misericordia y amor. La misión sobrenatural de Jesús queda expresada en su sed natural.
La samaritana representa a todo pecador en la Iglesia, en cualquier tiempo y lugar.
Encuentra a su Señor en esta intersección estratégica de lo ordinario y lo extraordinario,
lo doloroso y lo común. La invita a una unión esponsal con Él en un amor casto. Es
como si comenzase a escuchar su confesión[3].
Nuestra vida también tiene un pozo. Se encuentra justo en medio de nuestros
quehaceres cotidianos, en los lugares acostumbrados y entre nuestras tareas habituales.
Nuestras vidas pueden incluso tener un lugar de exilio, al que vamos para olvidarnos de
otras personas y del dolor. Sin embargo, el dolor es una provocación. La sed nos cala
profundamente, una sed que no solo está en nuestra garganta sino a lo largo de toda
nuestra vida[4]. Si miramos con cuidado y nos acercamos a escuchar en medio de
nuestro exilio, de nuestras evasiones y olvidos, podremos ver la figura de un hombre que
llega perfectamente a tiempo, que se sienta y sigue con sed. Levanta la vista y se dirige a
nosotros con esta petición: «Dame de beber, estoy sediento».
Samaría no está tan lejos
La puerta del coche se cierra de un portazo. Un adolescente mete concienzudamente
ambas manos en el bolsillo delantero de su sudadera con capucha. Da la espalda al coche
y camina despacio por el parking hacia la iglesia mientras la aguja del campanario va
elevándose sobre él. Sucesivamente, se escuchan otros dos sordos portazos, los de su
hermanita y su padre que salen del coche. Siguen la oscilante estela del muchacho. Vista
la escena que se está desarrollando en el parking de asfalto, se percibe la patente
elocuencia de la distancia entre ellos. Suben los peldaños hasta la puerta de la iglesia,
como parte de este ritual que ocurre cada domingo por la mañana. Acababan de terminar
la discusión ya demasiado habitual que antecede a la Misa, sobre si «ir» o «no ir» a la
iglesia. Los ultimátums del padre han llenado la atmósfera como respuesta a las quejas
de su hijo. Tras el pesado y silencioso trayecto en coche, solo queda esta marcha forzada
hasta la iglesia.
Por supuesto, mantienen en secreto sus gritos y discusiones. Excepto ellos, nadie
sabe nada de todo esto. Piensan que son la única familia que se pelea y se grita. El padre
sube los últimos escalones hasta la pesada puerta y se pregunta cómo es que las cosas
han acabado así de mal. ¿Por qué nos peleamos? ¿Por qué tiene que ser todo tan tenso?
¿No es ya bastante que yo esté pluriempleado, y que mi mujer trabaje los fines de
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semana para poder llegar a fin de mes? ¿Por qué mi familia no puede ser como tantas
otras, que sonríen y parece que todo les va bien? Volveremos a tener portazos en el
coche, en menos de una hora… si tenemos suerte.
¿Qué mantiene vivo este desencuentro casi semanal? ¿Qué hace que se repita una y
otra vez? ¿Hay un brazo largo e invisible que apunta imperativamente en dirección a la
iglesia? ¿O van allí porque lo tienen marcado a fuego en algún lugar de su cuerpo o de su
alma? ¿Es un sentimiento de culpa lo que pavimenta el camino hasta la puerta de la
iglesia, un cierto remordimiento de que otros en el vecindario y en el trabajo vivan de
acuerdo con su religión, mientras que ellos se quedan en casa? ¿Es la convención social
lo que mantiene en pie esa costumbre? ¿O creen, casi supersticiosamente, que si no
fueran a la iglesia las cosas irían peor? ¿Es el miedo lo que les empuja?
¿Y nosotros, qué? ¿Esperamos que la religión arregle algo en nuestras vidas?
¿Sentimos que necesitamos curación y encontramos algo que nos atrae en la fe? El modo
moderno de entender la fe y la religión es que sirven para arreglar mi vida o la vida de
los otros. Tal comprensión de la fe dirige a la persona a intentar sacar algo de la
religión. La mayor parte de las veces se busca un alivio emocional con el que mantener
un equilibrio de vida y navegar a través de las incoherencias de la existencia diaria. La
gente que quiere vivir la religión quiere ser buena, pero buena significa cosas diferentes
para gente diferente.
Culpa, costumbres arraigadas, miedo, dolor, mejora personal… Curiosamente, las
razones que mueven a algunas personas a ir a la iglesia son las mismas razones que otras
dan para no ir. La samaritana tiene mucho conocimiento de la culpa, de las costumbres
arraigadas, del miedo y del dolor. Nuestras excusas le resultan familiares porque las ha
usado todas.
Las razones llegana lo profundo, desde luego. ¿Cuáles son nuestras razones para
asistir a Misa? Quizás queremos dar un buen ejemplo a nuestros hijos. Quizás hemos
notado que nos sentimos más tranquilos e incluso más centrados después de Misa,
aunque solo sea durante un rato. Quizás en la iglesia nos vemos más cerca de obtener
algo que nos falta en nuestras vidas. Venimos siguiendo el buen ejemplo de nuestros
padres, o quizá hemos hecho una larga búsqueda e intuimos que es aquí donde debemos
estar. Quizás las oraciones de nuestros padres nos han arrastrado cada semana hasta la
iglesia, o la intercesión de algún santo. Y, posiblemente, bajo tantos motivos aparentes y
superficiales, escuchamos un eco distante de «algo más», como si alguien hablara al otro
lado de la puerta.
Todas las preguntas sobre la práctica de la fe tienen que ver con la identidad
católica. ¿Qué contenido le damos? ¿Se trata de que todos hagamos lo mismo? ¿De
imitar los mismos gestos, de creer las mismas cosas básicas, o de reunirnos porque
vivimos en la misma demarcación parroquial? ¿Por qué asistimos a Misa los domingos?
¿Cómo mantenemos nuestra identidad católica durante la semana? Y además no dejamos
de ser conscientes de la parte dolorosa. La identidad católica es para algunos un modo de
congregarse con más gente, mientras que para otros es algo prescindible, convicción a la
que llegan tras un frío análisis. Al preguntarnos por ella no podemos partir simplemente
17
de nuestra opinión o de las de los demás. Debemos dirigirnos al Espíritu Santo. Actúa en
nosotros de modo similar a un fisioterapeuta cuando le reajusta la columna vertebral al
paciente. El Espíritu Santo examina todas las facetas de las posturas católicas a las que
nos hemos acostumbrado sin darnos cuenta, detecta los puntos en que ha de aplicar su
fuerza y así genera alivio y endereza de nuevo las costumbres que habíamos adoptado de
modo rutinario.
Hoy, muchos somos como la samaritana. Ella vino a sacar agua del pozo y nosotros
venimos también a sacar agua de nuestras vidas de fe. En medio de las actividades
cotidianas mantenemos una creencia general en Dios. Hemos participado de una manera
más o menos constante en ceremonias religiosas. Sin embargo, con frecuencia vemos la
religión como un ceremonial que concierne a la vida privada, sin relación directa con el
transcurrir de nuestras vidas durante el resto de la semana. Hemos metido la religión en
un compartimento estanco, y hemos acabado entendiendo la fe como un asunto
puramente privado.
Como en el pasaje de la samaritana, Jesús aparece en el momento más duro, cuando
el calor se ha hecho más intenso y abrasador en nuestras vidas. Y aún así, a veces ni nos
damos cuenta de que Él está ahí. Podemos haber pasado junto a Él docenas de veces, o
haberlo ignorado directamente, o habernos dejado llevar en otra dirección por el fracaso,
la autocompasión, las drogas, el alcohol o la indiferencia. Pero Jesús espera. Y un día
levanta la vista y pide que le demos de beber.
Más heridos que escépticos
¿Cuántos católicos ya no cruzan despacio el parking de la iglesia los domingos por
la mañana? ¿Cuántos ya no caminan al paso de la fe? ¿Cuántos simplemente recuerdan,
con cautela, aquel hábito que una vez cultivaron con esmero?
En abril de 2008, el Centro de Investigación Aplicada al Apostolado (CARA)
publicó Los sacramentos hoy: creencia y práctica entre los católicos de USA, un estudio
sobre católicos adultos en los Estados Unidos, encargado por la Conferencia Episcopal
Norteamericana[5]. Más del 76% de los católicos adultos que así se identificaban decían
sentirse orgullosos de ser católicos, pero solo el 23% asistían a Misa al menos una vez a
la semana. Para este 53% cuya práctica de la fe no comprende la asistencia a la Misa
dominical, existe una notable disfunción entre su identidad y su práctica católicas.
¿Cuál es la causa? ¿Podría ser que un exceso de acostumbramiento a las prácticas
acabó sofocando las mismas prácticas? ¿Podría ser que durante demasiado tiempo se
estuvo dando una y otra vez respuestas predecibles y superficiales a corazones que
tenían preguntas desgarradoras? ¿Podría ser que las explicaciones bienintencionadas,
pero poco imaginativas, que se ofrecían a los problemas de la vida diaria, simplemente
no estaban a la altura de las expectativas de los que asistían a Misa los domingos por la
mañana? ¿Quizás han resultado heridos muchas veces, como la samaritana, en sus
encontronazos con el mundo? ¿Se han rendido? ¿Viven en el exilio? ¿Los que
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regularmente asistimos a Misa, miramos con recelo a los que no lo hacen? ¿Los
consideramos superficiales o escépticos? ¿Acusamos a los que no están allí los domingos
de ser vagos… o los echamos de menos?
La percepción errónea consiste en considerar a los que no practican habitualmente
como vagos, desorganizados, gente que vive según lo que les conviene, que van solo a
sus asuntos o que tienen «carta blanca» para lo que les apetece. O peor, los juzgamos
como escépticos, incrédulos o, si las cosas les van bien, gandules «vivelavida». Etiquetar
a los demás es solidificar la distancia creada por el miedo. Cuando etiquetamos a los
otros no les ayudamos; solo nos protegemos nosotros. El miedo solo sirve para condenar
o para que escurramos el bulto. Sin embargo, el amor llama y crea. ¿Cómo llegamos a
ese 53% de católicos adultos que están orgullosos de ser católicos y no tienen necesidad
de asistir regularmente a Misa? Tenemos más oportunidades de las que pensamos. Nos
encontramos con ese 53% bastante a menudo. Algunos asisten a Misa una o dos veces al
mes. Otros vienen a los cursillos prematrimoniales, a celebrar la boda y al banquete
preparatorio[6]. Vienen a llorar en los funerales; los visitamos cuando están en el
hospital; asisten a clases de formación para padres cuando sus hijos van a ser bautizados.
Si sus hijos se preparan para la primera confesión y para la confirmación, acuden a
encuentros vespertinos similares o a retiros de fin de semana. También asisten a clases
nocturnas de formación para adultos.
Y están heridos. Heridos por la falta de información, por la carencia de
conocimiento y por los efectos de una cultura individualista, materialista, consumista,
utilitarista y narcisista en la que el único pecado es la intolerancia. Hoy muchos tienen
una percepción devaluada de la religión y descartan la obediencia como algo
esencialmente poco realista. La sociedad rechaza las reglas y la afiliación religiosa como
amenazas externas a la autonomía personal y a la vida privada. En esta atmósfera, la
gente carece de puntos de apoyo bien afincados en las enseñanzas católicas. También
encuentran una desconexión entre identificarse como católico y practicar como un
católico. Esta es la realidad cultural que debemos afrontar y responder con una estrategia
verdaderamente original.
La estrategia debe comenzar por el domingo. Algunos vienen a la Misa dominical
de punta en blanco, y otros en shorts veraniegos. Algunos llevan corbatas, y otros
camisetas hippies. Algunos vienen en familia, y otros permanecen solos. Si hemos
llegado pronto a Misa, nos encontraremos sumidos en unos instantes de silencio
colectivo. Escogeremos nuestro banco, nos sentaremos y esperaremos. Hojearemos el
pequeño misal mientras otros van pasando lentamente hacia sus bancos. Los que no leen
el misalito o el boletín parroquial se dedicarán a mirarse los zapatos, o levantarán la
cabeza para mirar el desfile intermitente de quienes van ocupando los bancos. Esos
escasos momentos antes de Misa son probablemente los únicos en toda la semana en que
estamos callados en medio de una muchedumbre.
A lo largo de la semana hemos esperado muchas veces: en la cola de la cajera en la
verdulería, en la parada del autobús, antes de que suene el timbre en la escuela, frente al
semáforo. Pero en cada una de aquellas pausas siempre teníamos un canal al que
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cambiar, un dial que mover, o un botón que apretar que nos rescatara del silencio. El
banco de la iglesia no tiene diales, botones o canales para hacer que elsilencio se
evapore: no hay radio, ni televisión, ni móvil, ni reproductor de música, ni ordenador.
Nos sentimos perdidos e inútiles sin un control remoto en la mano o una pantalla delante.
¿Qué llena nuestros pensamientos en estos tiempos de espera? ¿Hemos olvidado la
vieja y saludable costumbre de convertir los simples ratos de espera en momentos de
preparación? ¿O tomamos la ensoñación como el recurso más a mano, incluso con los
ojos abiertos, y ponemos la mente en piloto automático mientras el cuerpo se deja llevar?
No es difícil permanecer donde se está mientras nuestra mente se desentiende y se evade
silenciosamente. El incienso de la ceremonia parece una anestesia en la que los
pensamientos del adolescente se apresuran a figurarse la libertad futura de la vida en la
universidad, cuando las discusiones del domingo por la mañana habrán quedado ya atrás
y podrá dormitar como si la mañana del sábado durase todo el fin de semana. El padre
vuelve a traer a su memoria los roces de esa semana en la oficina, mientras se sienta y
espera a que la Misa comience. Piensa en lo que verdaderamente quiso decir, y ensaya
con precisión su discurso de despedida para aquel día feliz en que, contra todo
pronóstico, le toque la lotería.
Allí sentados, ya sabemos lo que va a ocurrir. Un sacerdote entrará con algunos
otros ministros en procesión. La congregación se pondrá de pie, algunos cantarán. El
sacerdote continuará por el pasillo central de la iglesia hasta el altar. Una vez llegue, se
girará y empezará con las palabras y gestos habituales. Nuestras mentes puede que se
despisten de nuevo y vuelvan a la oficina, a la playa o al campo de deporte. Puede que le
demos vueltas a cómo la vida nos ha agraviado mientras ha recompensado a otros. Cada
poco, un lector, un sacerdote o alguien encargado de la música se apresura a hacer lo que
tenga que hacer, y sus palabras o sus sonidos perturban el continuo mental en que nos
encontramos. El sacristán puede que nos devuelva abruptamente al momento presente al
pasar demasiado cerca de nosotros mientras acompaña a alguien que ha llegado tarde
hasta los bancos vacíos frente al altar. Cuando se nos acaban las ensoñaciones, podemos
echar un vistazo para ver quién está y quién no. Tras inspeccionar, uno se puede dedicar
a las últimas modas de indumentaria.
Seguimos sentados en el banco ese domingo por la mañana, y en vez de considerar
que Dios nos creó y nos llamó a la vida en su Iglesia, nuestras mentes vuelven con gran
facilidad a aquel desencuentro hosco en el trabajo, a aquel distanciamiento con los
vecinos, a las semanas que quedan antes de las vacaciones o al resto de gente que hay
aquí en la iglesia. Y para finalizar, nos juzgaremos duramente por pensar en estas
distracciones durante la Misa.
O quizás somos de los que llegan tarde. Tenemos previsto asistir a la Misa de las
10:30 de la mañana. Hemos arreglado a los niños, los hemos metido en el coche y nos
damos cuenta de que nos hemos olvidado del sobre de la aportación para la colecta
dominical. Volvemos corriendo a casa, nos hacemos con el sobre, conducimos hasta la
iglesia, no encontramos un lugar para aparcar, finalmente localizamos uno a cierta
distancia y atravesamos la puerta del templo durante el Gloria. Hemos llegado tarde.
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Apretamos los dientes y nos juzgamos de nuevo. Mientras nos apretujamos en el banco
nos vamos preocupando por el ejemplo que damos a nuestros hijos y por lo que otros
piensen. Ya solo queremos quedarnos quietos y escuchar al sacerdote.
Los niños comienzan a agitarse y a darse empujones en el banco. Les decimos que
se estén quietos. Continúan. Los separamos, juzgándonos de nuevo, echándonos la culpa
por su comportamiento. Deberían comportarse mejor en la iglesia. ¿Qué estoy haciendo
mal? Intentamos concentrarnos de nuevo.
Justo a unos centímetros de nosotros, en medio de estos acontecimientos ya tan
habituales, se ha sentado Alguien más. En su amor ha decidido que es necesario para Él
venir hasta nuestras distracciones, resistencias, quejas, costumbres y excusas. Nuestra
ruta de escapada es un territorio que conoce muy bien. Ha estado allí muchas veces.
Conoce perfectamente los caminos por los que transitamos, y quiere encontrarnos ahí.
Quiere convertir nuestras ensoñaciones en imaginación, nuestras distracciones en
orientación, nuestra resistencia en fuerza y nuestros acostumbramientos en virtudes.
Habitualmente comienza pidiéndonos que le demos de beber.
Invitación, no ultimátum
¿Si Jesús está tan cerca de nosotros, por qué parece tan difícil de encontrar? ¿Qué es
lo que está entorpeciendo el camino? Muy a menudo nos encontramos demasiado
ocupados con distracciones y miedos como para ver a Jesús. La samaritana ha sufrido
tantos atropellos que instintivamente empuja a la gente fuera de su camino. Cuando
Jesús le pidió de beber, ella respondió: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí,
que soy una mujer samaritana?» (Jn 4:9). Como nos ocurre también hoy a nosotros, las
reglas sociales rígidas generan pensamientos inmediatos e inflexibles. Ella responde con
el prejuicio y la falsa seguridad típicos del rencor. Jesús, a su vez, le responde: «Si
conocieras…» La mujer se queda clavada en sus raíles. Aquí hay algo nuevo. Ella, que
había retomado sus viejas defensas, recibe una invitación nueva, al don. No puede
recordar el último regalo que recibió. Cuando ella esgrimió sus viejas defensas frente a
otros hombres, se encontró con ultimátums que la empujaron al exilio. La habían
maldecido, insultado y utilizado como un objeto. Sin embargo, este hombre es diferente.
Habla de darle un don. Revela la profundidad de su propia sed, que no es de algo para
beber, sino del don que espera de la persona, para que la persona reciba el don. Ella es la
habitante más sedienta de la ciudad. Jesús ha comenzado a transformar su sed de cosas
que caducan, en sed de justicia (cfr. Mt 5:6). La eucaristía es el don por excelencia en el
que recibimos el alivio y alimento de nuestro Señor Jesús. Como subraya el Papa
Benedicto XVI: «Precisamente porque Cristo se ha hecho por nosotros alimento de la
Verdad, la Iglesia se dirige al hombre, invitándolo a acoger libremente el don de
Dios»[7].
Cuando Jesús comienza a hablar del don, ella nota algo más profundo en las
palabras: su sed no tiene que ver consigo mismo. Su sed tiene que ver con los otros. No
21
se había encontrado con esta clase de hombre. Ya ha comenzado a cambiar. Su
conversión se está iniciando. Tan pronto como Él dice la palabra «don», los prejuicios de
la samaritana comienzan a desvanecerse. La palabra de Jesús es la base de su conversión
y transformación. Su palabra de vida perfora todas las cicatrices profundas y los dolores
que yacían sepultados. Como dice el profeta Ezequiel: «Mientras [el Señor] hablaba,
entró en mí un espíritu» (Ez 2:2). El salmista dice que el Señor «envió la palabra para
sanarlos» (Sal 107:20). El Papa Benedicto XVI nos enseña que la Palabra que
escuchamos proclamada en Misa nos conduce a la plenitud espiritual que deseamos y a
la presencia de Cristo en la Eucaristía: «la Palabra de Dios y la Eucaristía están
intrínsecamente unidas. Escuchando la Palabra de Dios nace o se fortalece la fe (cfr. Rm
10,17); en la Eucaristía, el Verbo hecho carne se nos da como alimento espiritual»[8].
Transformada por esta palabra, la samaritana se dirige ahora a Él, pero no con el «tú, un
judío» que había empleado solo unos momentos antes. Empieza a reconocer la presencia
de Jesús. Se dirige a Él: «Señor, no tienes nada con qué sacar agua, y el pozo es hondo,
¿de dónde vas a sacar el agua viva? ¿O es que eres tú mayor que nuestro padre Jacob,
que nos dio este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?» (Jn 4:11-12). Ha
pasado de las palabras ásperas del prejuicio, a la protección práctica de las excusas.
Nosotros nos excusamos también. Las excusas son lo opuesto a nuestros actos de
entrega a los demás. Nuestras excusas endurecen nuestras quejas. Jesús nos habla del
don de muchos modos cada día, pero nuestras defensasnos disuaden: tenemos
demasiadas cosas que hacer, en nuestra agenda no cabe nada más, el horario de Misas no
cuadra con el nuestro, el sacerdote solo habla de dinero, no estamos de acuerdo con él o
no entendemos esta enseñanza o aquella, estamos hartos de hipócritas, todo es aburrido y
no sacamos nada útil.
Entonces Jesús declara su mensaje: «Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de
nuevo —respondió Jesús—, pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed
nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la
vida eterna» (Jn 4:13-14). Las excusas no apagan nuestra sed. Todo el que beba el agua
del prejuicio o de las excusas tendrá sed de nuevo. Pero Jesús ofrece otro tipo de agua; el
agua del don que rebosa y apaga nuestra sed.
El griego original de las Sagradas Escrituras permite captar un significado más
profundo en la conversación que el que pueda alcanzar el idioma de cualquier
traducción. Cuando habla del agua, Jesús utiliza la palabra griega pege (πηγη) (Jn 4:14),
que significa fuente, salto de agua o manantial. Este agua está viva, es fresca y limpia.
Cuando ella habla del agua, el texto utiliza la palabra griega phrear (ϕρεαρ) (Jn 4:11),
que significa una cisterna en la que el agua se detiene quieta e inactiva[9]. Un agua en
esta situación rápidamente se convierte en agua estancada. La narración del Antiguo
Testamento de José y sus hermanos nos dice que un día los hermanos de José estaban
cuidando los rebaños de su padre en Siquem (cfr. Gn 37:12-13a). Estaban cerca del
mismo pozo en el que la Samaritana ha encontrado a Jesús. De hecho, los hermanos,
llevados de su envidia hacia José, planean: «matémoslo y arrojémoslo a un pozo» (Gn
37:20). Se servían de planes malvados y cisternas de agua estancada para solucionar sus
22
problemas.
La samaritana considera el agua como una necesidad, e ir a por ella como una tarea.
Sin embargo, irá consiguiendo un conocimiento gradual de la identidad de Jesús hasta
llegar a la revelación final. Como hemos visto, primero se dirige a Él groseramente con
un «tú»; luego, llevada por el prejuicio, con un «tú, judío»; a continuación, tras un poco
de conversación, respetuosamente con un «Señor»; y finalmente se dirige a Él como
«Mesías». A menudo tomamos erróneamente el pozo de nuestro interior por una pura
necesidad: el bautismo es una mera ceremonia en la que participamos porque es lo que la
gente hace cuando tiene un hijo. Vemos la confirmación como una ceremonia
importante, un paso adelante que nuestros hijos dan en la vida junto con sus compañeros
de escuela. ¿Pero vemos estos momentos como Jesús los ve, como fuentes que brotan de
nuestro interior?
Mucha gente en nuestro mundo entra en el interior de su persona para encontrar una
cisterna en vez de una fuente. Este modo de ver las cosas hace que el agua de nuestra
vida espiritual no corra. De hecho, esa cisterna que se fabrica la persona se encuentra
siempre en peligro de agrietarse y de que el agua se contamine. Este agua no puede
alimentar ni proporcionar una nueva infusión de vida.
La samaritana vivía de una cisterna así: comenzaba cada día sometida a un miedo
mundano. Su dieta diaria de temor, dolor y visión negativa era tal que vivía a la
defensiva, deprimida y sola. Las aguas de la depresión nunca corren. Solo se vuelven
más oscuras. Jesús entra en la oscuridad del miedo y ofrece el don. Sentado junto al
pozo, declara que Él es el cumplimiento de todo lo que las anteriores generaciones
vinieron a buscar a aquel lugar. El propio Jesús es la fuente de la nueva vida. Jesús dice
que el agua que da se transformará en una fuente en el interior de quien la beba
(genesetai en auto pege; γενησεται εν αντω πηγη). El salmista proclama que Dios puede
hacer brotar «fuentes y torrentes» (Sal 74:15). El agua que Dios da es el Espíritu Santo.
El don de Jesús del Espíritu Santo se convierte en una fuente dentro del propio creyente.
El Espíritu Santo no queda aislado como una posesión particular de la persona. Al
contrario, desde los inicios de la Iglesia la presencia del Espíritu Santo en el creyente es
algo visible por los demás (cfr. Hch 6:5; 9:17; 11:24; 13:52). El Catecismo de la Iglesia
Católica describe al Espíritu Santo como «artífice de las obras de Dios»[10]. Es la voz
que habla incluso en medio de nuestros sufrimientos. Incluso cuando no notamos más
que los primeros síntomas. Una vez transformado por el Espíritu Santo, el cristiano se
adentra por los lugares dolorosos del mundo para ser un signo de la gracia de Dios:
«Cuando pasen por el valle de Baca, encontrarán agua de fuente para beber» (Sal 84:7).
El Espíritu Santo entra en el cristiano de tal modo que la fuente del don pasa a hallarse
en el interior de la persona, del mismo modo que el aprendiz interioriza el oficio a partir
de las acciones del maestro artesano[11].
Para encontrar las profundidades de nuestra identidad
hemos de trascender el miedo.
23
1 Para el significado de este término, vid. Hans Urs von Balthasar, Gloria. Una estética teológica. VII, Teología:
la nueva alianza (Encuentro, 1885) y Teodramática. I. La acción (Encuentro, 1990). También Larry Paul Jones,
The Symbol of Water in the Gospel of John (Sheffield, England: Sheffield Academic Press, 1997), 95.
2 Vid. Warwick Neville «Old Testament Spousal Narratives: A Contribution to the ‘Nuptial Mystery’», en
Dialoghi Sul Mistero Nuziale, eds. G. Marengo y B. Ognibeni, Roma, Lateran University Press, 2003, pp. 185-
204. También, Larry Paul Jones, The Symbol of Water in the Gospel of John, Salem, WI, Sheffield, 1999, pp. 91-
2.
3 Vid. Balthasar, Gloria. Una estética teológica VI y Teodramática IV.
4 Vid. Yves Congar, The Revelation of God (New York: Herder and Herder, 1968), 37.
5 Center for Applied Research in the Apostolate, Sacraments Today: Belief and Practice Among U. S. Catholics,
Georgetown University, Washington, DC, April 2008.
6 El banquete preparatorio (rehearsal dinner) es una cena que sirve de ensayo para el convite de bodas. Se
celebra la noche anterior a la boda, después del ensayo de la ceremonia religiosa. Reúne a los familiares más
directos de los novios y facilita que se conozcan entre sí, y también sirve para expresar diversos agradecimientos a
los asistentes. (N. del T.).
7 Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, 2.
8 Ibid., 44.
9 Vid. Jones, The Symbol of Water in the Gospel of John, 99.
10 CIC, no. 741.
11 Vid. Jean-Pierre Torrell, O.P., Saint Thomas Aquinas: Spiritual Master, vol. 2 (Washington, DC: Catholic
University of America Press, 2003), 19-20.
24
 
CAPÍTULO II
IDENTIDAD, MIEDO Y EL PROBLEMA DEL
PROGRESO
Identidad: capas y etiquetas
Cuando consideramos nuestro mundo interior se inicia una reflexión sobre nuestra
propia identidad. Piensa por un momento en la tuya. ¿Quién eres? ¿Qué te viene a la
mente al pensarlo? Algunas cosas típicas, como nuestra nacionalidad. Soy italiano. Soy
irlandés. Soy polaco. Soy hispano. Soy asiático. Soy afroamericano. O nuestro trabajo.
Soy banquero, profesor, taxista. Soy obrero manual o administrativo. Trabajo en una
oficina. Trabajo en casa. Mi trabajo me obliga a viajar mucho. O lo bueno que nos ha
deparado la vida. Soy esposo y padre. Soy esposa y madre. O, como la samaritana,
podemos pensar también en nuestros sufrimientos y penas. Mis padres están
divorciados. Mi hijo está en la cárcel. Mi hija tiene una adicción. Mis hijos no van a
Misa. Mis padres están enfermos.
Pero para dar con nuestra identidad, hemos de ir más al fondo. Al despojarnos de
esas capas iniciales de quiénes somos también podemos pensar en nuestras actitudes y
hábitos. Soy una persona responsable. Me gusta que las cosas sean predecibles y claras.
Soy una persona de esas que todo lo hacen en el último momento. Soy extrovertido o
introvertido. Soy laborioso. La reflexión sobre nuestra identidad también puede incluir
nuestras aficiones. Soy artista o atleta. Me gusta leer, ver películas o escuchar música.
Del mismo modo podemos vincular nuestra identidad a nuestro aspecto físico, que suelepreocuparnos. Soy alto. Soy bajo. Tengo el pelo oscuro, rubio, pelirrojo. Soy ordenado,
descuidado, meticuloso o vago. Tengo el tabique nasal desviado. Esto hace que a
menudo comparemos nuestro aspecto con el de los demás. De modo inevitable, siempre
vamos a encontrar alguien que nos parecerá más atractivo y encantador que nosotros. Si
seguimos, también podemos vincular nuestra identidad a nuestros estados de ánimo.
Habitualmente estoy contento, triste, soy sensible, exigente, irascible o paciente. Hay
25
quienes relacionan la identidad con el salario. A menudo la confundimos con una cifra:
nuestra deuda, nuestros ahorros, nuestro crédito, nuestro código postal, nuestro peso o el
número de cosas que tenemos. La popularidad y la liquidez bancaria son las cosas que
más rápido consideramos como señas de identidad.
Nuestra identidad es más que los elementos que nos distinguen de los demás. Si
vamos más allá de las apariencias y nos desprendemos de más capas, podemos
reflexionar mejor. Puede ser que nos identifiquemos con lo peor que nos ha pasado, con
nuestras heridas, nuestros sufrimientos, nuestra confusión, las faltas de nuestros padres,
las traiciones de antiguas amistades a quienes hicimos confidencias o los muchos reveses
del amor. Esos momentos de nuestra vida en que hemos querido hundirnos, escondernos
o ser invisibles pueden haber dejado una huella dolorosa. Los acontecimientos negativos
pasados tienden a quedarse suspendidos en la memoria. Los sufrimientos pasados
fácilmente pueden ponerse a ladrar a nuestra vida presente y perseguirnos de nuevo. A
menudo confundimos la autoestima con la identidad. Muchos confunden el modo en que
se perciben con el yo interior. Así le ocurría a la samaritana. Prefería soportar el trabajo
duro a pleno sol, a las miradas desdeñosas y mortificantes de sus vecinos. Por esta razón
arremete contra Jesús. Sus experiencias pasadas le han enseñado que las relaciones
humanas solo traen sufrimiento.
Es fácil que nos sintamos vacíos si, consciente o inconscientemente, vamos
deteniéndonos en una u otra de las muchas capas de nuestra personalidad, pensando que
en ellas está la clave de quiénes somos. Muchos aún tenemos esta sensación de vacío.
Rara vez los demás ven el dolor, la ambigüedad y la soledad. En su lugar, mucha gente
finge ser feliz. Hacen todas las cosas «correctas» en el exterior, mientras por dentro
continúa esa espiral descendente. Algunos puede que sientan que están siendo
succionados por arenas movedizas, en vez de ser conducidos a la fuente refrescante de la
que habla Jesús. Muchos se sienten totalmente secos, sin optimismo alguno. En su
sequedad, se conforman con sentimientos de satisfacción, más que con una auténtica
plenitud. Algunos acuden a los libros de autoayuda, a terapias en programas televisivos y
a talleres de personalidad. Algunos intentan llenar el vacío interior con un sinfín de
actividades, sustancias, planes o placeres. Estas cosas, que funcionan como un falso
refugio, fácil y rápidamente se convierten en pautas, hábitos e incluso adicciones. La
espiral descendente continúa y muchos comienzan a creer que están atrapados por lo que
otras personas les hicieron.
En algún momento de su vida, algunas personas pueden empezar a desear ser otras
personas, o a pensar que podrían comenzar de nuevo con una vida diferente. Quienes
experimentan el dolor pueden caer a menudo en la trampa de idealizar a otras personas.
En los primeros e inmaduros años de la vida, frecuentemente la gente sueña poder
cambiarse por un compañero de clase o un amigo que parece tenerlo todo: una buena
pinta impecable, gran inteligencia, la «familia perfecta», dinero, talento, popularidad,
juguetes caros, la casa más bonita y habilidades deportivas. Pero antes de llegar a desear
estas cosas, la gente a menudo se culpa o culpa a los otros. Es muy fácil culpabilizar a
los demás de nuestros problemas y contratiempos dolorosos, de quiénes somos nosotros,
26
en vez de asumir la responsabilidad de en quiénes nos vamos a convertir. Aunque
parezca mentira, muchos que tienen un sentido negativo de sí mismos rechazan
tercamente la auténtica salida de este dolor. En su lugar, culpabilizan, fingen, se
anestesian, fantasean y buscan atajos que algunas veces parecen funcionar a corto plazo.
Parece más fácil anhelar lo que deseamos que esforzarnos por conseguirlo.
Muchas de estas vías de escape nos seducen mientras vamos recorriendo nuestro vía
crucis personal. Nos sentimos tentados de romper con todo y huir de nuestra propia
impotencia. Sin embargo, en el camino cristiano de la vida, escapar de nuestra
impotencia es renunciar a nuestra herencia. Jesús nos invita no simplemente a soportar
nuestra cruz, sino a llevarla a diario (cfr. Lc 9:23). San Pablo nos enseña a estar
contentos con las debilidades, los insultos y las persecuciones por Jesús (cfr. 2 Co
12:10). En la hora de la debilidad y de la rendición de uno mismo, descubrimos el
momento del don.
La identidad: recordar lo que olvidamos
¿Cómo habríamos sido los seres humanos en aquel estado original que nos
correspondía antes de la caída? ¿Quiénes seríamos si todas las cosas difíciles y dolorosas
no hubiesen ocurrido? ¿Qué serían el mundo y la naturaleza humana si hubiesen
progresado del modo que Dios había previsto, sin la influencia del pecado?
Si hubiésemos permanecido en un estado de armonía y perfección, nuestras mentes
conocerían sin defecto la verdad. No cederíamos tan fácilmente a la tentación de
engañar, mentir o murmurar. Nuestra voluntad buscaría bienes auténticos directamente y
sin trabas. No nos sentiríamos, una y otra vez, tentados a vivir a expensas de los demás,
a utilizarlos o a manipularlos. Nuestros apetitos y pasiones se ordenarían a lo
verdaderamente bello. Las personas no se harían daño unas a otras, sino que
verdaderamente harían de sí mismas un don para el otro por amor.
Nuestra experiencia se encuentra muy lejos de esto. La vida se complica
rápidamente. El orden y la armonía para las que fuimos creados han quedado sujetas al
mal, el dolor, las patologías, los desequilibrios, las penalidades y la malicia. El obstáculo
es que el mal nos parece ser bueno. Las verdades y bienes aparentes nos engatusan. Una
joven pareja de enamorados quiere vivir juntos. No ven los peligros y el dolor a los que
se van a exponer. No quieren esperar a alcanzar la necesaria madurez de la que ni
siquiera el amor puede prescindir u obviar. Ceden ante el miedo antes de obsequiarse el
uno al otro como don en el amor. Es solo al retroceder un paso para tomar perspectiva y
mirar con hondura la vida, cuando vemos esos actos sutiles, casi imperceptibles, en los
que podemos experimentar lo auténticamente verdadero y bueno. Desde la posición
aventajada que da la experiencia madura podemos detectar nuestras heridas interiores,
porque nos resulta difícil saber lo que es realmente verdadero, y hacer lo que es
verdaderamente bueno. Nuestra inteligencia y nuestra voluntad se encuentran heridas y
debilitadas. Una fractura en la raíz de nuestra identidad nos ha causado estas heridas.
27
Esta fractura se la conoce como pecado. El pecado es una ofensa que nos opone a
Dios por la desobediencia. Cuando pecamos, consciente y deliberadamente rechazamos a
Dios y sus modos de actuar. Desobedecemos y olvidamos a Dios. El pecado nos separa
de Dios y nos entrega al caos, al desorden y al vacío. Sin embargo, el caos del pecado
nunca le parecerá tal caos a quien no sabe mirar. A primera vista, el caos del pecado no
tiene apariencia de desbarajuste o confusión. Este caos parece algo bueno y verdadero.
Incluso él se esmera con esfuerzo por guardar las apariencias. Todo es pulcro y
agradable, todo parece en su sitio, pero es profunda y perniciosamente malo. El pecado
ha avanzado como un gusano por nuestro interior y ha herido nuestra inteligencia,
voluntad y pasiones. Como dice el profeta Isaías, nos aflige la «herida y el cardenal y el
corte abierto, ni drenado, ni vendado ni suavizado con aceite» (Is 1:6b). Anhelamos un
refrigerio y una cura, peromuy a menudo nuestra actividad en el mundo solo empeora la
herida. El refrigerio solo procede de una fuente: Dios y la vida de la gracia que Él nos
concede. El beato Juan Pablo II enseñaba que la pureza de corazón y la vida de la gracia
son como una «fuente escondida» que debemos vigilar si no queremos que nuestro
acceso a ella se cierre[1]. El Santo Padre indica que debemos guardar esta «fuente
escondida» como lo hace un «guarda». El pecado y sus efectos nos amenazan con
obstruir nuestro acceso a la fuente, para que perdamos el camino a las frescas aguas de la
gracia y la virtud.
La siguiente imagen puede sernos útil. Cuando era más joven, nuestra casa familiar
ocupaba dos parcelas de tierra. En el límite de la segunda teníamos un frondoso macizo
de cicuta (una variedad de árboles frondosos de hoja perenne y acicular) de unos diez
metros de largo por dos y medio de alto. Con el paso de los años dobló su altura. Las
ramas crecieron hasta compactarse en un todo. Pero varias hierbas surgieron del suelo
justo por detrás de aquel bello macizo siempre verde. Esta maleza que era una mezcla de
parra, hiedra y malas hierbas creció más rápida que los mismos árboles. Con el paso de
las estaciones la maleza fue ascendiendo por la cicuta, entrelazándose fuertemente con
los troncos y ahogando las ramas. Los brotes de parra incluso alcanzaron la parte más
alta de la cicuta y al amustiarse se quedaban podridos allí sin caer. Si ya era algo penoso
de ver, lo peor era que la maleza ahogaba la vida de la cicuta. En medio de la densidad
del macizo, era imposible desarraigar la hiedra, los hierbajos y las parras. Solo podíamos
podarlos.
Muchas personas descubren que el pecado entra sigilosamente en sus vidas de
modo parecido. Saben que han asumido pautas de pecado y vicio que están ahogando su
matrimonio, su familia y su vida personal. Sin embargo, no son capaces de encontrar un
modo de quitar esas raíces. Pueden «podar» sus conductas de vez en cuando. Pueden
hacerse propósitos, renovar las buenas intenciones o buscar ayuda. Pero nunca se ven
capaces de arrancar las raíces. Las costumbres, los vicios, los pecados y el dolor siempre
vuelven y algunas veces se propagan rápidamente.
Llegó un momento en que tuvimos que cortar y arrancar la cicuta de cuajo. Para dar
nueva vida a aquel terreno decidimos plantar semillas de césped. Pero primero tuvimos
que preparar el suelo. Cuando intenté removerlo con una pala grande perdí el equilibrio.
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Aquel amasijo de porquería no se movió ni dos centímetros. Lo intenté de nuevo. El
mismo resultado. Me encaré con otra zona, pero aquí ni siquiera pude hacer que la pala
penetrase algo más de un centímetro. Las raíces de los hierbajos, las parras y la hiedra
habían crecido de modo tan compacto en la porquería durante aquellos años, que ahora
formaban una capa casi impenetrable que impedía cualquier acceso a la buena tierra que
se encontraba más abajo. Si simplemente esparcía las semillas de césped en medio de
aquel caos, las raíces de la hiedra y las parras producirían hierbajos que dominarían y
ahogarían la nueva vida. Para la preparación del suelo que había de recibir la semilla de
hierba tuve que utilizar una herramienta pequeña con la que fui escarbando despacio
cada centímetro de la tierra para liberarla de la masa de raíces entrelazadas. Solo
entonces aquello volvió a ser auténtica tierra, verdaderamente libre para recibir la nueva
semilla y permitir que el agua penetrase e hiciese que la semilla se abriera y creciera.
La maraña de raíces simboliza lo que el pecado, el vicio y sus efectos producen en
nuestras vidas. Del mismo modo que las raíces de la maleza, las del pecado tejen una red
de desorden que se extiende por la tierra de nuestras vidas. Durante años mi familia vio
los hierbajos entrelazados con la cicuta. Incluso los podamos, pero nunca llegamos a
captar la profundidad de su penetración. No solo ahogaban la vida de la cicuta, sino que
igulamente impedían que ninguna nueva vida echara raíces allí.
La anécdota de la cicuta es una imagen de la vía purgativa en la vida espiritual. Del
mismo modo que fue necesario cavar para arrancar las raíces, en nuestras vidas
necesitamos arrancar y echar toda la esterilidad y todo el dolor. En la vida espiritual lo
hacemos mediante la purificación, o lo que se llama purgación: la primera fase de la vida
espiritual. Cuando Dios purga el pecado de nuestra vida y somos dóciles a esta gran
acción, empezamos a ser capaces de plantar vida nueva.
Dios es como un jardinero que en la Persona del Espíritu Santo trabaja
pacientemente en cada centímetro de nuestra alma y de nuestra vida para liberarnos del
pecado, del vicio y de sus efectos. Leemos en el Evangelio de San Juan que Santa María
Magdalena ve a Jesús como un jardinero después de la resurrección (cfr. Jn 20:15). La
Biblia habla de tres grandes jardines: el jardín del Edén, el huerto de Getsemaní y el
huerto de la resurrección. Nosotros, como el suelo de un jardín o de un huerto, debemos
ser dóciles al Jardinero que desea derrochar gustosamente sus semillas de vida nueva en
la profundidad de nuestro corazón y regarlo con su gracia, para que crezcamos en virtud.
Todo el dolor que conlleva la purgación —en la que debemos ser sinceros con nosotros
mismos y con Dios— nos prepara para una nueva vida y un nuevo crecimiento. La
purgación puede llevar años. Nuestras mejores armas en esta fase son la paciencia y la
humildad. El momento en que comencemos a codiciar el progreso en la vida espiritual,
solo añadiremos más raíces a la soberbia. Con esa limpieza de la tierra que es la vía
purgativa, la nueva vida puede acceder a lo profundo de nuestros corazones. Este es el
inicio de la vía iluminativa, que sigue a la purgativa. La vía iluminativa es la fase en la
que, purificados del apegamiento al vicio y al pecado, Dios muestra la honda belleza de
sus misterios. Después viene la vía unitiva, donde nos unimos a Dios, y crecemos con
profundidad en su amor.
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Como la samaritana, podemos sentirnos marcados de algún modo por las
costumbres aparentemente invencibles de nuestra vida, por el dolor por un lado y la
indulgencia por el otro. El peso y la dificultad de nuestras pobres decisiones nunca
parecen hallarse muy lejos de nosotros. Pero no fue esto, ciertamente, lo que
experimentó la samaritana.
Se encontraba particularmente lastrada por el pecado y sus efectos. Jesús le hace
notar que había tenido cinco maridos. Aduce esto, no para incomodarla, sino para
mantener un diálogo donde la mujer pudiera reconocer su caos personal y verlo en sus
justas luces… o sombras. Se lo muestra por su misericordia y en atención a su dolor.
Como dice el salmista: «Tú llevas la cuenta de mi vida errante» (Sal 56:9).
Los números son importantes en las Sagradas Escrituras, y a menudo son algo más
que una simple medida cuantitativa. El número cinco, como en los cinco maridos de la
samaritana, puede significar también otras realidades. San Buenaventura enseñó que el
número cinco en el pasaje de la samaritana estaba conectado con el número cinco en el
relato del rico y el pobre mendigo Lázaro en el Evangelio de San Lucas (cfr. Lc 16:28).
En esa parábola, Jesús cuenta la historia del hombre rico que se encuentra en el Hades
tras haber ido de banquete en banquete durante toda su vida, y de haberse desentendido
del pobre Lázaro que mendigaba a su puerta. En medio de su suplicio en el Hades, el
hombre rico levanta la vista y ve a Lázaro feliz en el cielo. El rico teme que sus cinco
hermanos, que todavía viven, acaben del mismo modo que él, así que le pide a Abraham
que envíe a Lázaro a sus cinco hermanos y que les diga que se arrepientan mientras aún
están a tiempo. San Buenaventura dice: «Por el número cinco se entiende que aquellos se
habían entregado a los cinco sentidos corporales, según lo que se le dijo a la samaritana
en Juan 4:18: ‘Has tenido cinco maridos…’»[2]. Los hermanos representan los cinco
sentidos que el rico había estado satisfaciendo durante su vida. La referencia a los cinco
maridos de la samaritananos ayuda a recordar la trampa de entregarse a la satisfacción
de los cinco sentidos, una satisfacción que le causaba a la samaritana mucho sufrimiento
y que le impedía la relación con los demás. Sin embargo, en un momento determinado
de aquel modo de vida, lo que era doloroso e hiriente resultó ser bueno y verdadero.
Cuando notamos dolor en nuestro interior, qué fácilmente recurrimos a los sentidos
y al cuerpo para intentar sentirnos bien de nuevo. Pero Jesús ya lo sabe, y desvía su
camino para hacer de su encuentro con la samaritana una parte necesaria y central de su
ruta. Del mismo modo, Jesús quiere tener un encuentro con nosotros.
Para responder adecuadamente a la cuestión de nuestra identidad, debemos caer en
la cuenta de que las descripciones de nuestros hábitos, historias personales o lo que nos
pasa, no dejan de ser algo superficial en nuestro modo de ser, y no explica quiénes
somos como personas. Nuestro peso específico espiritual nos pide que nos adentremos
con profundidad, hasta la sustancia de nuestra identidad y de nuestro sentido. Con
independencia de cualquier dato de otro tipo, bajo todos los atributos que puedan
describirnos yace un núcleo consistente. Este núcleo puede revelar la autenticidad y la
originalidad de nuestra identidad. ¿Quiénes somos? ¿Qué identidad aparece en nuestro
yo más profundo?
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Admitir el miedo
La comprensión de la propia vida y de la propia fe como un don, no es un punto de
vista idealista, ciego al mundo real, o un mecanismo ingenuo de responder a los
acontecimientos dolorosos de la vida cotidiana. Vivir del don nos libera de actitudes
centradas en nosotros mismos que pueden hundir nuestra vida espiritual. Vivir del don
nos ayuda a ascender, liberados de la mole de negatividad, impulsividad y rutina que
nuestro egocentrismo ha ido alimentando. Vivir del don convierte nuestras reacciones
automáticas en respuestas auténticamente humanas.
Cada hombre o mujer se encuentra en algún momento solo frente a la cuestión de la
dirección que ha de tomar el camino de su fe. Quizás hemos dado un rodeo o hemos ido
vagando hasta llegar a un callejón sin aparente salida. Quizás hemos seguido una ruta
circular que nos ha conducido a consecuencias que nunca hubiésemos imaginado. Los
callejones sin salida, las calles cortadas y las carreteras de único sentido que hacen que
nos sintamos acorralados tan rápidamente pueden ser el verdadero inicio de una nueva
ruta. Nuestros caminos de fe pueden comenzar de nuevo, en un segundo[3].
¿Pero qué ocurre cuando la gente, en vez de eso, se rinde? El abandono de la
práctica de la fe se produce por varias causas. Algunas personas simplemente se han
entibiado. Algunas se apartan porque están condicionadas por los valores mundanos, las
actitudes y las conductas de una cultura secular[4]. Sin embargo, la idea de que el
hombre con una visión secularizada debe dudar de la fe es en sí misma una creencia de
ese mismo hombre. La indiferencia se solidifica con el tiempo y al final es vista como
una cosa buena. Algunos discrepan de alguna enseñanza de la Iglesia, mientras que otros
se apartan porque recibieron un mal trato en algún momento de sus vidas. La adrenalina
en estos asuntos y experiencias hace pasar del desacuerdo a la discrepancia abierta.
Algunos se alejan de la práctica de la fe por las dolorosas heridas del pasado. Otros
tienen una crisis de fe porque no encuentran en ella mucha orientación para sus vidas.
Un avance que sea artificial o demasiado intenso puede convertir la confusión en
algo permanente, más que sanarla. Incluso con respecto a un asunto determinado, el
intento de identificar un suelo común con otras personas como punto de partida a
menudo acaba provocando temerosas sospechas y posicionamientos a la defensiva. Si el
suelo común no es suelo sagrado, nos encontramos fuera de nuestro elemento. El bien
común es el único suelo verdaderamente común.
Para encontrarlo, debemos dar con una experiencia que sea común. Para reavivar de
nuevo el fervor debemos encontrar un lugar estratégico desde el que comenzar a
construir puentes sobre las barreras que ya hace tiempo construimos. No es de extrañar
que la experiencia más compartida sea el miedo. Al mundo moderno le obsesiona el
miedo.
Este miedo no es ese tan dramático, al estilo de Halloween, representado por la
silueta de un intruso enmascarado que esgrime un cuchillo. La trepidación de ese miedo-
suspense realmente nos entretiene, porque sabemos que se disipará una vez que los
créditos de la película de terror empiecen a bajar por la pantalla. Sin embargo es otro
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miedo mucho más omnipresente el que debemos afrontar. Este tipo de miedo nos saca de
la cama a las 3:15 am, se sienta a nuestro lado en el desayuno y se esconde tras nuestras
tensiones y manías. Nos produce ansiedad y úlceras, subidas en la presión arterial,
migrañas y ataques de pánico. Todas estas aflicciones son el resultado de querer
controlar el miedo encerrándolo en nuestro interior. Ese control es una fuerza que
ejercemos bajo diferentes formas: arrogancia, exigencia de derechos, frustración,
testarudez, rivalidades enconadas y resentimiento. Y todo está basado en el miedo. ¿Por
qué nos aterra que los demás vean nuestros miedos? ¿Tememos dar la impresión de que
hemos perdido los papeles? Irónicamente, ‘caos’ es realmente sinónimo de ‘control’,
porque lo contrario del control es la creatividad. A menudo son los miedos los que nos
llevan a rechazar el reto de la creatividad. Nuestros miedos suben con nosotros las
escaleras de la iglesia cada domingo, se sientan en el banco entre los miembros de la
familia y viven en los sueños más que en la vida. El miedo seca la fuente hasta
convertirla en una charca.
Para dar con el fondo de nuestra identidad debemos atravesar el miedo. Para
muchas personas, el miedo puede determinar fácilmente su experiencia religiosa.
Desafortunadamente, a menudo se malinterpreta la religión y se la confunde con un
medio de control, coerción y enjuiciamiento siempre negativo, en vez de captar que es
curación y orientación. En tales circunstancias, los malentendidos sobre la religión
pueden ser motivo de debate. Pero no el debate entendido como experiencia formativa,
sino el que se convierte rápidamente en una acalorada y confusa disputa, y que
fácilmente conduce a un enfado que trae a la memoria sufrimientos o traumas del
pasado: peleas entre cónyuges que trabajaban demasiado o bebían demasiado,
competiciones de gritos por cuestiones de dinero, una madre que chillaba, un padre
ausente, un profesor que ridiculizaba o un entrenador que ponía ejemplos de lo que era
un jugador, en vez de ser un ejemplo para los muchachos que entrenaba. Disputas,
control y ultimátums no sirven más que para reforzar el miedo mundano.
El miedo mundano procede del sufrimiento del pecado. San Juan habla del miedo
mundano cuando dice: «En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera
el temor, porque el temor supone castigo, y el que teme no es perfecto en el amor» (1 Jn
4:18). El amor se nos da a todos en el generoso acto por el que Dios crea el mundo
primero, y luego lo salva. Ni tú ni yo creamos el amor. Participamos en él. El amor es
increado y, como tal, llena el universo. Para dar amor, primero hemos de recibirlo. Lo
recibimos de dos maneras. La primera, en forma de caridad: un amor de auténtica
donación de sí que se ejerce sin restricciones por el verdadero bien de la otra persona. A
este amor se refería el Papa Juan Pablo II cuando decía: «El hombre no puede vivir sin
amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido
si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace
propio, si no participa en él vivamente»[5]. La segunda manera de encontrar el amor es
trágica, y tiene la forma del miedo: es el amor herido. Este tipo de amor posesivo es
individualista y daña el verdadero bien del otro, haciendo que el otro asocie el deseo con
el miedo mundano, y no con el auténtico amor.
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La experiencia del daño,

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