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No se trata de mi - Max Lucado

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RECONOCIMIENTOS 
 
Un día de verano a finales de los años noventa, me encontré con un amigo en el vestíbulo de un hotel. La última vez que 
habíamos pasado tiempo juntos había sido un año antes. Él tenía un rato libre y yo un estómago vacío. Compramos, pues, 
unos bocadillos, buscamos una mesa libre y nos sentamos. — ¿Qué has aprendido desde el año pasado?—. Mi pregunta 
estaba “libre de expectativas”, pero su respuesta me proporcionó algo más que un pedazo de bocadillo para masticar. 
— ¿Qué he aprendido en este último año?—reflexionó él. 
—Esto es lo que he aprendido: No se trata de mí. No se trata del ahora. 
Esa frase provocó la reflexión suficiente como para convertirse en una serie de mensajes y, finalmente, en este libro. 
Para mí, pues, es correcto que haga una pausa y salude a Sealy Yates. Gracias por compartir la frase y, lo que es más 
importante, gracias por ser ejemplo de ella. 
Sealy no es la única persona que ha hecho posible esta obra. Estas son algunas otras: 
Liz Heaney y Karen Hill — Ustedes, con mucha destreza y delicadeza, clarifican y vuelven a dar forma. Gracias a 
ustedes, este libro y también su autor están en mejor forma. 
Steve y Cerril Green — Gracias por supervisar mi vida y ser nuestros amigos. Su compañerismo significa para mí 
mucho más de lo que soy capaz de expresar. 
El equipo de Integrity y Casa Creación —Felicidades por el lanzamiento. Me siento honrado de estar a bordo. 
Mi familia en Peak of the Week — Me permitieron usar este material como conejillo de Indias con ustedes. Cuán 
amables fueron al permanecer despiertos. 
Carol Bartley — Nadie lo hace mejor. Tu predilección por la gramática nos deja a todos asombrados. 
Dwight Edwards — Revolutionary Within conectó todos los puntos para mí. 
John Piper — Leer The Supremacy of God in Preaching fue como ver un mapa del sistema solar por primera vez. 
Gracias por recordarme cuál es mi lugar. 
Dean Merrill — Gracias por cuadrar y ajustar los hechos con tanta gentileza. 
Rick Atchley — Gracias por los estupendos mensajes, por ser un gran amigo. 
Charles Prince — Gracias por desenredar los nudos teológicos y compartir toda una vida de conocimiento. 
Jenna, Andrea y Sara — mis hijas, mis tesoros. 
Denalyn, mi esposa — Viena tuvo a Mozart, y yo te tengo a ti. Cuánta música haces entrar en mi vida. 
Y sobre todo a ti, Autor de la vida. Qué Dios tan grande eres. Todo se trata de ti. Punto. 
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Por tanto, nosotros todos... reflejamos 
como en un espejo la gloria del Señor. 
2 Corintios 3:18 NVI 
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Contenido 
 
Capítulo Uno: Matar el egoísmo de la vida. ....................................................................................................................... 9 
Capítulo Dos: Muéstrame tu gloria. ................................................................................................................................. 12 
Capítulo Tres: Autopromoción Divina. ............................................................................................................................ 15 
Capítulo Cuatro: Santamente Distinto .............................................................................................................................. 18 
Capítulo Cinco: Sólo un Momento. .................................................................................................................................. 21 
Capítulo Seis: Su inmutable mano.................................................................................................................................... 23 
Capítulo Siete: El Gran Amor de Dios. ............................................................................................................................ 26 
Capítulo Ocho: Los espejos de Dios................................................................................................................................. 28 
Capítulo Nueve: Mi Mensaje trata de Él. ......................................................................................................................... 30 
Capítulo Diez: Mi Salvación se trata de Él....................................................................................................................... 32 
Capítulo Once: Mi Cuerpo se trata de Él.......................................................................................................................... 34 
Capítulo Doce: Mis Luchas se tratan de Él. ..................................................................................................................... 36 
Capítulo Trece: Mi éxito se trata de Él. ............................................................................................................................ 39 
Capítulo Catorce: Eleve su pensamiento al Altísimo. ...................................................................................................... 42 
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PREFACIO 
 
Los equipos del campeonato de la NBA tienen algo en común: juegan con un objetivo en mente. Cada jugador aporta 
sus propios talentos y esfuerzos para que pueda alcanzarse el mayor objetivo: ganar. Pero los jugadores que buscan su propia 
gloria a costa del sacrificio de la gloria del equipo, alejan al equipo de poder lograr el éxito. Así ocurre con la vida. El 
objetivo no es nuestra propia gloria; de hecho, intentar hacer que la vida “se trate solo de nosotros” empuja la felicidad más 
lejos de nuestro alcance. 
Nuestra sociedad no está preparada o predispuesta para pensar de esa manera. Ahí fuera hay un mundo “centrado en el 
yo”, que destruye mucho de lo que debería ser bueno. Los matrimonios se destruyen porque una o ambas partes están 
centradas en su propia felicidad. Los hombres y las mujeres exitosos son arruinados por su propio éxito, creyendo que no 
necesitan la aportación de nadie más. Y para algunos, los problemas de la vida se ven magnificados porque creen que la vida 
se trata de ellos. 
La Biblia está llena de hombres y mujeres que lucharon contra el pensamiento “centrado en el yo”, así que nuestra 
generación no está sola. Si aprendiésemos de ellos, podríamos vivir en libertad; seríamos capaces de disfrutar de nuestros 
éxitos sin llevarnos el mérito, como el rey David. Podríamos llevar bien los problemas confiando en Dios, como Job. Al dejar 
a un lado nuestras propias agendas, horarios y planes —como Moisés hizo finalmente—, descubriríamos que los planes de 
Dios son increíbles. Al final, un estilo de vida “centrado en Dios” ¡nos liberaría para vivir la vida al máximo! 
Mi amigo Max Lucado tiene años de experiencia en seguir a Dios, y esa es la razón de que yo me siento tan feliz de 
recomendar este libro. Si usted quiere una gran comida, le enviaré a un gran chef de cocina; pero si quiere aprender acerca de 
los caminos de Dios, le enviaré a alguien que haya caminado con Él durante mucho tiempo. 
Max es ese hombre; el Señor lo ha preparado para este mismo propósito. Le animo a que lea con un corazón abierto a 
medida que Max comparte el gozo de una vida centrada en Dios. 
Quiera Dios liberarnos a todos nosotros de vivir una vida “centrada en el yo”. ¡Toda la gloria es de Él! 
David Robinson 
Ex jugador de la NBA 
 
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Capítulo Uno: Matar el egoísmo de la vida. 
 
Hay que culpar a Copérnico del topetazo. 
Hasta que llegó Copérnico en el año 1543, nosotros —los terrícolas— disfrutábamos del centro de la escena. Los padres 
podían poner su brazo sobre los hombros de sus hijos, señalar hacia el cielo nocturno y proclamar: “El universo gira 
alrededor de nosotros”. 
Ah, el eje de la rueda planetaria, el ombligo del cuerpo celeste, el 1600 de la Avenida Pennsylvania del cosmos. El 
hallazgo de Ptolomeo en el siglo II nos convenció. Clava un alfiler en el centro del mapa estelar y habrás hallado la tierra. 
Justo en el centro mismo. 
Y, además, ¡completamente inmóvil! Que los demás planetas se muevan como vagabundos por los cielos. Perono 
nosotros; no señor. Nosotros no nos movemos. Tan predecible como la Navidad. No orbitamos. No rotamos. Algunos 
planetas inconstantes y volubles giran 180 grados de un día a otro. Pero el nuestro no. Tan inconmovible como el Peñón de 
Gibraltar. 
Oigamos un gran aplauso para la tierra, el ancla del universo. 
Pero entonces llegó Nicolás. Nicolás Copérnico con sus mapas, sus dibujos, su huesuda nariz. Con acento polaco y 
fastidiando con preguntas. Oh, aquellas preguntas que él hacía. 
—Um, ¿Puede alguien decirme qué es lo que hace que cambien las estaciones? 
— ¿Por qué algunas estrellas aparecen durante el día y otras durante la noche? 
— ¿Sabe alguien con exactitud hasta dónde pueden navegar los barcos antes de caerse por el borde de la tierra? 
— ¡Trivialidades!—se mofaba la gente. — ¿Quién tiene tiempo para tales problemas? Que todo el mundo sonría y 
salude. La reina de la fiesta de antiguos alumnos del cielo tiene asuntos más apremiantes que atender. 
Pero Copérnico persistió. Siguió dando golpecitos en nuestros hombros colectivos y se aclaró la garganta. 
—Perdonen mi proclamación, pero—y señalando con un solo dedo hacia el sol, anunció—contemplen el centro del 
sistema solar. 
La gente negó los hechos durante más de medio siglo. Cuando llegó Galileo con un pensamiento similar, el trono lo 
encerró, y la Iglesia lo echó a patadas. Puede que usted haya pensado que él llamó hijastro al rey o que llamó bautista al Papa. 
La gente no se tomaba bien los descensos de categoría por aquel entonces. 
Y nosotros seguimos igual. 
Lo que Copérnico hizo por la tierra, Dios lo hace por nuestras almas. Dando golpecitos en los hombros colectivos de la 
humanidad, Él señala al Hijo —su Hijo— y dice: “Contemplen el centro de todo”. 
“La cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra, en los lugares celestiales, sobre todo 
principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el 
venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia” (Ef. 1:20-22). 
Cuando Dios mira al centro del universo, Él no lo mira a usted. Cuando los tramoyistas de los cielos dirigen el foco 
hacia la estrella del show, yo no necesito ponerme gafas de sol. Ninguna luz recae sobre mí. 
Órbitas menores, eso es lo que nosotros somos. Apreciados. Valorados. Profundamente amados. ¿Pero centrales? 
¿Esenciales? ¿Fundamentales? No; lo siento. Contrariamente al Ptolomeo que hay en nuestro interior, el mundo no gira 
alrededor de nosotros. Nuestro confort y comodidad no es la prioridad de Dios y, silo es, hay algo que ha salido mal. Si 
nosotros somos el acontecimiento sobre el que está la marquesina, ¿cómo explicamos los desafíos rotundamente terrenales 
como la muerte, la enfermedad, las crisis de las economías o los estruendosos terremotos? Si Dios existe para agradarnos a 
nosotros, entonces ¿no deberíamos estar siempre contentos y satisfechos? 
¿Podría funcionar un cambio copernicano? Quizá nuestro lugar no esté en el centro del universo. Dios no existe para 
darnos demasiada importancia a nosotros; somos nosotros quienes existimos para darle demasiada importancia a Él. No se 
trata de usted. No se trata de mí. Todo se trata de Él. 
La luna es un ejemplo del papel que nos pertenece. 
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¿Qué hace la luna? Ella no genera luz. En contra de lo que dice la letra de la canción, esta luna llena no puede seguir 
brillando. Separada del sol, la luna no es otra cosa sino una roca oscura como la boca de un lobo y acribillada de hoyos; pero 
adecuadamente situada, la luna brilla. Dejémosla que haga aquello para lo que fue creada, y un gran terrón de tierra se 
convierte en una fuente de inspiración, sí, en verdad, en romance. La luna refleja la luz mayor. 
¡Y ella es feliz de hacer precisamente eso! Nunca escuchará a la luna quejarse. Ella no causa problemas sobre causar 
sensación. Que la vaca salte por encima de ella o que los astronautas caminen sobre ella; ella nunca pone objeciones. Incluso 
aunque asolearse sea aceptado mientras que contemplar la luna como mirando a las musarañas sea el blanco de los chistes 
malos, uno nunca escuchará a la vieja “Cara de queso” quejarse. La luna está en paz en su lugar. Y debido a que lo está, la luz 
suave y tenue toca la superficie de una oscura tierra. 
¿Qué ocurriría si nosotros aceptásemos nuestro lugar como reflectores del Hijo? 
Sin embargo, un cambio tal llega de manera muy obstinada. Hemos estado demandando nuestra propia forma de hacer 
las cosas y pataleando contra el piso desde nuestra infancia. ¿Acaso no hemos nacido todos nosotros con un instinto asignado 
por defecto al egoísmo? Quiero una pareja que me haga feliz y compañeros de trabajo que siempre pidan mi opinión. Quiero 
que el clima me venga bien y que el tráfico me ayude, y un gobierno que me sirva. ¡Todo se trata de mí! 
Nos identificamos con el anuncio publicitario con el siguiente titular: “Para el hombre que piensa que el mundo gira 
alrededor de él”. Una destacada actriz Justificó su aparición en una revista pornográfica diciendo: “Quería expresarme a mí 
misma”. 
Autopromoción. Auto preservación. Egocentrismo. ¡Todo se trata de mí! 
Todo el mundo nos dijo que así era, ¿no es cierto? ¿Acaso no fuimos impulsados a procurar y buscar ser el número uno? 
¿A encontrar nuestro lugar en el sol? ¿A hacernos famosos? Creímos que celebrarnos a nosotros mismos nos haría felices... 
Pero esta filosofía crea un tremendo caos. ¿Y si este planteamiento fuese seguido por una sinfonía? ¿Se imagina una 
orquesta con la actitud de: “todo se trata de mí”? Cada artista pidiendo a voces la expresión propia. Las tubas tocando sin 
pausa; los percusionistas golpeando para atraer la atención. El violonchelista apartando al flautista de la silla en el centro del 
escenario; el trompetista de pie en lo alto de la tarima del director haciendo sonar su trompeta. Haciendo caso omiso de la 
partitura e ignorando al director. ¡Qué otra cosa tenemos sino una sesión de afinación sin fin! 
¿Armonía? Apenas. 
¿Felicidad? ¿Están felices los músicos de estar en el grupo? Desde luego que no. ¿Quién disfruta de colaborar en una 
cacofonía? 
Usted no. Nosotros no. No fuimos creados para vivir de esa manera. ¿Pero acaso no somos culpables de hacer 
precisamente eso? 
No es extraño que nuestros hogares sean tan ruidosos, que los negocios estén llenos de tanto estrés, que los gobiernos 
sean tan feroces y que la armonía sea algo tan poco común. Si usted piensa que todo se trata de usted, y yo pienso que todo se 
trata de mí, no tenemos esperanza de lograr una melodía. Hemos estado persiguiendo tantos sueños falsos, que hemos dejado 
escapar la realidad: la vida centrada en Dios. 
¿Qué ocurriría si tomásemos nuestros lugares y tocásemos nuestra parte? ¿Si tocásemos la música que el Maestro nos 
entregó para que la tocáramos? ¿Si hiciésemos de la canción de Él nuestra mayor prioridad? 
¿Veríamos un cambio en las familias? Ciertamente escucharíamos un cambio. Menos: “¡Esto es lo que yo quiero!”. 
Más: 
“¿Qué crees que Dios quiere?”. 
¿Qué ocurriría si un hombre de negocios tomase ese punto de vista? Daría carpetazo a sus metas de ganar mucho dinero 
y ser famoso, y ser un reflejo de Dios sería el punto dominante. 
¿Y el cuerpo? La manera ptolemaica de pensar dice: “Es mío; voy a disfrutar de él”. La manera de pensar centrada en 
Dios reconoce: “Es de Dios; tengo que respetarlo”. 
Hemos considerado nuestro sufrimiento de manera diferente. “Mi dolor demuestra la ausencia de Dios” quedaría 
sustituido por: “Mi dolor amplía el propósito de Dios”. 
Eso sí que es un cambio copernicano. Eso sí que es un cambio saludable. 
La vida tiene sentido cuando aceptamos nuestro lugar. El regalo de los placeres, el propósito de los problemas: todo 
para Él. La vida centrada en Dios funciona; y nos rescata de una vida que no funciona. 
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¿Pero cómo realizamos el cambio? ¿Cómopodemos matar en nosotros el egocentrismo? ¿Asistiendo a un seminario, 
aullando a la luna, leyendo un libro de Lucado? Con ninguna de esas cosas —aunque el autor agradece la última idea. 
Pasamos del enfoque en mí al enfoque en Dios reflexionando y considerándolo a Él; viéndolo a Él; siguiendo el consejo del 
apóstol Pablo: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos 
transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Co 3:18). 
Contemplarlo a Él nos cambia. ¿Acaso no podríamos usar una transformación? Intentémoslo. ¿Quién sabe? Podría 
suceder que descubriésemos nuestro lugar en el universo. 
 
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 Parte Primera: Meditar en Dios 
 
Capítulo Dos: Muéstrame tu gloria. 
 
Un ansioso Moisés suplica ayuda. “[Dios], tú me dices a mí: Saca este pueblo; y tú no me has declarado a quién 
enviarás conmigo (Éx33:12). 
Uno apenas puede poner pegas a sus temores. Cercado en primer lugar por israelitas que añoran Egipto y en segundo 
lugar por un desierto de vientos calientes y cantos ardientes, el ex-pastor necesita seguridad. Su Creador la ofrece. “Mi 
presencia irá contigo... Haré esto que has dicho, por cuanto has hallado gracia en mis ojos, y te he conocido por tu nombre” 
(vv. 14, 17). 
Usted pensaría que eso hubo de ser suficiente para Moisés, pero él persiste. Pensando, quizá, en la última frase: “Haré 
esto que has dicho...”. Quizá Dios consentirá una petición más. Así pues, él traga, da un suspiro, y pide... 
¿Qué piensa usted que pedirá? Sabe que ha captado la atención de Dios, y Dios parece dispuesto a escuchar su oración. 
“Y hablaba Jehová a Moisés cara a cara, como habla cualquiera a su compañero” (y. 11). 
El patriarca percibe una oportunidad para pedir cualquier cosa. ¿Qué petición hará? 
Podría hacer muchísimas peticiones. ¿Qué tal un millón peticiones? Esa es la cantidad de adultos que están en el espejo 
retrovisor de Moisés (Éx. 12:37). Un millón de ex esclavos te cos, desagradecidos y adoradores de becerros que se quejan 
cada paso. Si Moisés hubiera orado: “¿Podrías convertir a esta gente en ovejas?”, ¿quién le habría echado la culpa? 
Ovejas. Solo unos cuantos meses antes, Moisés había estado en ese mismo desierto, cerca de esa misma montaña, 
vigilando un rebaño. Pero cuán diferente era ahora. Las ovejas no demandan nada en un desierto ni transforman las 
bendiciones en un desastre. Y sin duda alguna, ellas no hacen becerros de oro ni piden regresar a Egipto. 
¿Y los enemigos de Israel? Les esperan batallas más adelante. Combate contra los heteos, los jebuseos... termitas y 
celulitas. Todos ellos plagan la tierra. ¿Puede Moisés formar un ejército con hebreos constructores de pirámides? 
Haré esto que has dicho... 
— ¿Podrías simplemente enviarnos a Canaán? 
Moisés sabía lo que Dios podía hacer. Todo el Antiguo Oriente lo sabía. Todos ellos continuaban hablando acerca de la 
vara de Aarón que se había convertido en serpiente y del Nilo que se había vuelto sangre. De aire tan plagado de mosquitos 
que se respiraban. De tierra cubierta de tantas capas de langostas que las hacías crujir. De oscuridad a mediodía. De cosechas 
golpeadas por el granizo. De carne con un paisaje de úlceras sobre ella. De funerales por los primogénitos. 
Dios convirtió el mar Rojo en una alfombra roja. Cayó maná. Llovieron codornices. Brotó agua de una roca. Dios puede 
mover montañas. 
De hecho, Él movió la mismísima montaña de Sinaí sobre la que Moisés estaba. Cuando Dios habló, el Sinaí tembló, y 
lo mismo hicieron las rodillas de Moisés. Moisés sabía lo que Dios podía hacer. 
Peor aún, él sabía lo que aquel pueblo era propenso a hacer. 
Moisés los halló bailando alrededor de un becerro de oro, con sus recuerdos de Dios tan rancios como el maná del día 
anterior. Él llevaba consigo la escritura de Dios sobre una tabla de piedra, y los israelitas estaban adorando a un animal de 
granja sin corazón. 
Para Moisés, aquello fue más de lo que pudo soportar. Fundió la vaca de metal, golpeó el oro hasta convertirlo en polvo, 
y obligó a los adoradores a que lo bebieran. 
Dios estaba listo para terminar con ellos y volver a comenzar con Moisés, tal como había hecho con Noé. Pero por dos 
veces rogó Moisés misericordia, y por dos veces esa misericordia es concedida (Éx. 32:11—14, 31—32). 
Y Dios, tocado por el corazón de Moisés, escucha la oración de Moisés. “Mi presencia irá contigo, y te daré descanso” 
(Éx. 33:14). 
Pero Moisés necesita algo más. Una petición más. Gloria “Te ruego que me muestres tu gloria” (y. 18). 
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Traspasamos una línea cuando hacemos una petición tal Cuando nuestro deseo más profundo no son las cosas de Dios o 
el favor de Dios, sino Dios mismo, cruzamos un umbral. Menos enfoque en el yo; más enfoque en Dios. Menos acerca de mí; 
más acerca de Él. 
—Muéstrame tu resplandor—está orando Moisés. —Flexiona tus bíceps. Permíteme ver la 5 sobre tu pecho. Tu 
preeminencia. Tu gran espectacularidad que detiene los latidos del corazón y hace temblar la tierra. Olvida el dinero y el 
poder. Pasa por alto la juventud. Yo puedo vivir con un cuerpo que envejece, pero no puedo vivir sin ti. Quiero más de Dios, 
por favor. Desearía ver más de tu gloria. 
¿Por qué quería Moisés ver la grandeza de Dios? 
Hágase a usted mismo una pregunta similar. ¿Por qué nos quedamos contemplando el atardecer y consideramos el cielo 
de una noche de verano? ¿Por qué buscamos un arco iris entre las nubes o contemplamos el Gran Cañón? ¿Por qué dejamos 
que el oleaje del Pacífico nos fascine y el Niágara nos hipnotice? ¿Cómo explicamos nuestra fascinación por tales vistas y 
paisajes? 
¿Belleza? Sí. ¿Pero acaso no apunta la belleza a un Alguien bello? ¿Acaso no sugiere la inmensidad del océano un 
Creador inmenso? ¿Acaso el ritmo de las grullas migratorias y las ballenas no nos dan a entender una mente brillante? ¿Y no 
es eso lo que deseamos? ¿Un Creador bello? ¿Un Creador inmenso? ¿Un Dios tan poderoso que puede comisionar a los 
pájaros y dar órdenes a los peces? 
—Muéstrame tu gloria, Dios—suplica Moisés—. Olvídese de un banco; él quiere ver Fort Knox; él necesita dar un 
paseo por la cámara acorazada de la riqueza de Dios. ¿Me dejarás aturdido con tu fuerza? ¿Me dejarás paralizado con tu 
sabiduría? ¿Me dejarás sin aliento con un roce del tuyo? Un momento en la espuma de la catarata de la gracia, un destello de 
tu gloria, Dios. Esta es la oración de Moisés. 
Y Dios la responde. Él sitúa a su siervo en la hendidura de una roca, diciendo a Moisés: “No podrás ver mi rostro; 
porque no me verá hombre, y vivirá..., y cuando pase mi gloria..., yo te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después 
apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro” (Éx. 33:20, 22—23). 
Y Moisés, pues, encogiéndose de miedo bajo el paraguas de la mano de Dios, espera, seguramente con su rostro 
inclinado, los ojos cubiertos y el pulso acelerado, hasta que Dios dé la señal. Cuando la mano se levanta, los ojos de Moisés 
hacen lo mismo y alcanzan a vislumbrar las espaldas de Dios, distantes y que van desapareciendo. El corazón y el centro del 
Creador es demasiado para que Moisés pueda soportarlo. Un destello que se desvanece tendrá que bastar. Yo estoy viendo el 
cabello largo y gris de Moisés azotado hacia delante por el viento y su curtida mano agarrada a una roca saliente de la pared 
para no caerse. Y a medida que la ráfaga se calma y se apacigua, y sus mechones de cabello vuelven a reposar sobre sus 
hombros, nosotros vemos el impacto. Su rostro. Resplandeciendo. Tan brillante como si estuviera iluminado por mil 
antorchas. Desconocida para Moisés, pero innegable para los hebreos, es su reluciente cara. Cuando él descendió de la 
montaña, “los hijos de Israel no pudieron fijar la vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro” (2 Co 3:7). 
Los testigos no vieron ira en su boca ni preocupación en sus ojos, o sus labios fruncidos; ellos vieron lagloria de Dios 
en su cara. 
¿Tenía él motivos para la ira? ¿Causa por la que preocuparse? Claro que sí. Le esperan desafíos. Un desierto y cuarenta 
años de grandes desafíos. Pero en aquel momento, habiendo visto el rostro de Dios, él puede enfrentarse a ellos. 
Perdón por mi descaro, pero ¿no debería ser de usted la petición de Moisés? Usted tiene problemas. Mírese. Vive en un 
cuerpo que va muriendo, camina sobre un planeta en decadencia, rodeado por una sociedad egoísta. Algunos salvos por 
gracia; otros alimentados de narcisismo. Muchos de nosotros, ambas cosas. Cáncer. Guerra. Enfermedad. 
Estas no son cuestiones de poca importancia. ¿Un dios pequeño? No, gracias. Usted y yo necesitamos lo que Moisés 
necesitaba: un destello de la gloria de Dios. Una vista así puede cambiarlo a usted para siempre. 
En las primeras páginas de mis recuerdos de infancia, veo este cuadro. Mi papá y yo sentados uno al lado del otro en 
una capilla. Los dos llevamos puestos los únicos trajes que tenemos. 
El cuello de la camisa me roza el cuello; el banco se siente muy duro bajo mi trasero; la vista de mi tío muerto nos deja 
a todos en silencio. Este es mi primer funeral. Mis nueve años de vida no me han preparado para la muerte. Lo que veo me 
desconcierta. Tías, normalmente joviales y habladoras, lloran en voz alta. Tíos, comúnmente rápidos para decir una palabra o 
una broma, contemplan el ataúd con los ojos muy abiertos. Y Buck, mi tío grandote de rollizas manos, un gran estómago y 
resonante voz, yace blanquecino y ceroso en el ataúd. 
Recuerdo las palmas de mis manos sudorosas y mi corazón dando saltos en mi pecho como zapatillas de deporte que 
rebotan dentro de la secadora de ropa. El miedo me tenía en sus garras. ¿Qué otra emoción podía yo sentir? ¿Dónde miro? 
Las mujeres que lloran me asustan. Los hombres con ojos vidriosos me desconciertan. Mi tío muerto me asusta. Pero 
entonces miro hacia arriba. Veo a mi papá. 
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Él vuelve su cara hacia mí y me sonríe suavemente. —Todo está bien, hijo—me asegura, poniendo una gran mano sobre 
mi pierna. De alguna manera, yo sé que así es. El porqué, no lo sé. Mi familia continúa llorando, y el tío Buck sigue estando 
muerto. Pero si papá, en medio de todo ello, dice que está bien, entonces eso es suficiente. 
En aquel momento comprendí algo. Puedo mirar a mí alrededor y encontrar temor y miedo o mirar a mi papá y 
encontrar fe. 
Yo escogí la cara de mi papá. 
Lo mismo hizo Moisés. 
Lo mismo puede hacer usted. 
 
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Capítulo Tres: Autopromoción Divina. 
 
Moisés pidió verla en el Sinaí. 
Ondeaba en el Templo, dejando a los sacerdotes demasiado aturdidos para ministrar. 
Cuando Ezequiel la vio, tuvo que postrarse. 
Rodeaba a los ángeles, y dejó anonadados a los pastores en los prados de Belén. 
Jesús la irradia. 
Juan la contempló. 
Pedro fue testigo de ella en el monte de la Transfiguración. 
Cristo regresará entronado en ella. 
El cielo será iluminado por ella. 
Es la corriente en el océano Atlántico de las Escrituras, y toca a cada persona con el potencial de cambiar cada una de 
las vidas. Incluyendo la de usted. Un destello, una idea, una muestra, y su fe nunca será la misma... 
Gloria. 
La gloria de Dios. 
Buscar la gloria de Dios es orar: “Haz más espeso el aire con tu presencia; empáñalo con tu majestad. Abre las cortinas 
de los cielos y deja que tu naturaleza se derrame. Dios, muéstranos a Dios”. 
Lo que la palabra Alpes significa para las montañas de Europa, significa la palabra gloria para la naturaleza de Dios. 
Alpes abarca una multitud de cosas bellas: riachuelos, picos, hojas caídas y alces que corren. Pedir ver los Alpes es pedir 
verlo todo. Pedir ver la gloria de Dios es pedir ver todo de Dios. La gloria de Dios con- lleva todo el peso de sus atributos: su 
amor, su carácter, su fuerza, etcétera, etcétera. 
David celebró la gloria de Dios. 
 Tributen al Señor, seres celestiales, 
 Tributen al Señor la gloria y el poder. 
 Tributen al Señor la gloria que merece su nombre; 
 Póstrense ante el Señor en su santuario majestuoso. 
 La voz del Señor está sobre las aguas; 
 Resuena el trueno del Dios de la gloria; 
 el Señor está sobre las aguas impetuosas. 
 La voz del Señor resuena potente; 
 la voz del Señor resuena majestuosa. 
 la voz del Señor desgaja los cedros, 
 desgaja el Señor los cedros del Líbano; 
 hace que el Líbano salte como becerro, 
 y que el Hermón salte cual toro salvaje. 
 La voz del Señor lanza ráfagas de fuego; 
 la voz del Señor sacude al desierto; 
 el Señor sacude al desierto de Cades. 
 La voz del Señor retuerce los robles 
 y deja desnudos los bosques; 
 en su templo todos gritan: “¡Gloria!” 
 (Sal 29:1—9 NVI) 
La palabra señala un alto honor. El término hebreo para la palabra gloria viene de una raíz que significa pesado, grueso 
o importante. La gloria de Dios, entonces, celebra su importancia, su singularidad, su bondad sin igual. Como Moisés oró: 
“¿Quién, Señor, se te compara entre los dioses? ¿Quién se te compara en grandeza y santidad? Tú, hacedor de 
maravillas, nos impresionas con tus portentos” (Éx. 15:11 NVI). 
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Cuando piense en “la gloria de Dios”, piense en “preeminencia”. Y cuando piense en “preeminencia”, piense en 
“prioridad”. Porque la gloria de Dios es la prioridad de Dios. 
Las reuniones de personal de Dios —como si Él las tuviera— se centrarían en una pregunta: “¿Cómo podemos revelar 
mi gloria hoy?”. La lista de quehaceres de Dios está compuesta de un solo punto: “Revelar mi gloria”. La declaración de 
propósito del cielo cuelga enmarcada en el cuarto de descanso de los ángeles, justo encima del pastel de ángel. Dice: 
“Declarar la gloria de Dios”. 
Dios existe para exhibir de manera atractiva a Dios. 
Él le dijo a Moisés: “En los que a mí se acercan me santificaré, yen presencia de todo el pueblo seré glorificado” (Lv. 
10:3). 
¿Por qué endureció Él el corazón de Faraón? “Yo, por mi parte, endureceré el corazón del faraón para que él los persiga 
[a los israelitas]. Voy a cubrirme de gloria, a costa del faraón y de todo su ejército. ¡Y los egipcios sabrán que yo soy el 
SEÑOR!” (Éx. 14:4 NVI). 
¿Por qué existen los cielos? Los cielos existen para “declarar la gloria de Dios” (Sal 19:1). 
¿Por qué escogió Dios a los israelitas? A través de Isaías, Él llamó a “todos los llamados de mi nombre; para gloria mía 
los he creado” (Is. 43:7). 
¿Por qué atraviesa luchas la gente? Dios responde: “Te he escogido en horno de aflicción. Por mí, por amor de mí 
mismo lo haré” (Is. 48:1011). “Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás” (Sal 50:15). 
Él habló de “este pueblo he creado para mí; mis alabanzas publicará” (Is. 43:21). 
El profeta Isaías proclamó: “Así pastoreaste a tu pueblo, para hacerte nombre glorioso” (Is. 63:14). 
Cristo nos enseñó a hacer de la reputación de Dios nuestra prioridad en la oración: “Padre nuestro que estás en los 
cielos, santificado sea tu nombre” (Mt 6:9). 
Cada acto del cielo revela la gloria de Dios. Cada acto de Jesús hizo eso mismo. De hecho: el Hijo es “el resplandor de 
su gloria” (Heb. 1:3). La noche anterior a su crucifixión, Jesús declaró: “Ahora todo mi ser está angustiado, ¿y acaso voy a 
decir: “Padre, sálvame de esta hora difícil”? ¡Si precisamente para afrontarla he venido! ¿Padre, glorifica tu nombre!” (Jn 
12:27—28 NVI. Pablo explica que “Cristo se hizo servidor de los judíos... para que los gentiles glorifiquen a Dios por su 
compasión” (Ro. 15:8—9 NVI). 
Y Jesús declaró su misión como un éxito diciendo: “Yo te he glorificado en la tierra, y he llevado a cabo la obra que me 
encomendaste” (Jn 17:4 NVI). 
Dios tiene una meta: “¡No cederé mi gloria a ningún otro!” (Is. 48:11 NVI). 
¿Sorprendido? ¿No es egoísta —nos atrevemos a preguntar— una actitud así? ¿No consideramos este comportamiento 
como “promoción propia”? ¿Por qué se transmite y emite Dios a sí mismo? 
Por la misma razón que lo hace el piloto de una barcasalvavidas. Piense en ello de esta manera. Usted se está 
debatiendo hundido hasta el cuello en un mar oscuro y frío. El barco se hunde. El chaleco salvavidas se desinfla. Las fuerzas 
disminuyen. 
A través de la oscura noche llega la voz de un piloto de salvamento, pero usted no puede verlo. ¿Qué quiere que haga 
quien conduce la barca salvavidas? 
¿Que se quede callado? ¿Que no diga nada? ¿Que se abra camino sigilosamente por entre los pasajeros que se hunden? 
¡Desde luego que no! ¡Usted necesita volumen! ¡Amplificación, compañero! En la jerga bíblica, usted quiere que muestre su 
gloria. Usted necesita oírlo decir: “Estoy aquí. Yo soy fuerte. Tengo lugar para usted. ¡Puedo salvarlo!”. Los pasajeros que se 
hunden quieren que el piloto revele su preeminencia. 
¿Acaso no queremos que Dios haga lo mismo? Mire a su alrededor. La gente se revuelca en mares de culpabilidad, ira y 
desesperación. La vida no funciona, y pronto vamos a ahogarnos. Pero Dios puede rescatamos, y sólo un mensaje importa: 
¡El de Él! Necesitamos ver la gloria de Dios. 
Que no quepa la menor duda. Dios no tiene un problema de ego. Él no revela su gloria para su bien. Nosotros 
necesitamos ser testigos de ella para nuestro bien. Necesitamos una mano fuerte que nos empuje al interior de una barca 
segura. Y, una vez a bordo, ¿qué es lo que se convierte en nuestra prioridad? 
Sencillo. Promocionar a Dios. Declaramos su preeminencia. “Eh! ¡Una barca fuerte aquí! ¡Un piloto capaz! ¡Él puede 
sacarte!”. 
 17 
Los pasajeros promocionan al piloto. “No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria” (Sal 115:1). 
Si nos gloriamos de alguna cosa, nos gloriamos “en el Señor” (2 Co 10:17). 
El aire que usted respiró a la vez que leía esa última frase le fue dado por una razón: que usted pudiera, por un momento 
más, “reflejar la gloria del Señor” (2 Co 3:18 NVI). Dios nos despertó a usted y a mí esta mañana con un propósito: 
“Anuncien su gloria entre las naciones, y sus maravillas a todos los pueblos” (1 Cr. 16:24 NVI). 
“Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos” (Ro 11:36, énfasis del autor). 
“Sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él” (1 Co 8:6, énfasis del autor). 
¿Por qué rota la tierra? Para Él. 
¿Por qué tiene usted talentos y capacidades? Para Él. 
¿Por qué tiene usted dinero o pobreza? Para Él. 
¿Fortaleza o luchas? Para Él. 
Todas las cosas y todas las personas existen para revelar su gloria. 
Incluyéndolo a usted. 
 18 
Capítulo Cuatro: Santamente Distinto 
 
John Hanning Speke está parado a la orilla del río mirando fijamente la pared de agua. Ha dedicado la mejor parte del 
año 1858 a llegar hasta allí. Él y su grupo pasaron semanas abriéndose paso con sus machetes a través de la maleza africana y 
vadeando profundos ríos. Indígenas con lanzas con puntas de hierro los persiguieron; cocodrilos y golondrinas de mar los 
vigilaron. Pero finalmente, después de kilómetros y kilómetros de marcha por la jungla y de pesada hierba, encontraron las 
cataratas. 
Solamente un británico podría quitar importancia a aquella vista de manera tan clara. “Fuimos bien recompensados”, 
escribió en su diario. 
El rugido de las aguas, los miles de peces pasajeros saltando a las cataratas con toda su fuerza, los pescadores de las 
tribus wasoga y waganda saliendo en botes y ocupando sus puestos en todas las rocas con cañas y anzuelos, hipopótamos y 
cocodrilos tendidos soñolientos sobre el agua... hacía de todo ello un cuadro tan interesante como el que uno querría ver.1 
Speke no pudo irse. Esbozó aquel espectáculo una y otra vez; dedicó un día entero simplemente a quedarse mirando 
fijamente la majestad de las cataratas situadas en el alto Nilo. No es difícil comprender el porqué. Ninguna región de 
Inglaterra alardeaba de tener unas vistas como esas. Rara vez unos ojos se posaron sobre una imagen desconocida hasta 
entonces; los de Speke lo hicieron, y él quedó asombrado por lo que vio. 
Catorce años más tarde, en la otra mitad del planeta, Frederick Dellenbaugh quedó igualmente impresionado. Tenía 
solamente dieciocho años cuando se unió al Mayor Powell en sus viajes pioneros por el río a través del Gran Cañón. 
Dirigidos por el manco PoweIl, los exploradores flotaban sobre barcas que hacían agua y se enfrentaban al crecido río. Es un 
milagro que sobrevivieran; y es igualmente asombroso lo que vieron. Dellenbaugh describió la escena: 
Al estar de espaldas a la cascada, no podía verla... El furioso tumulto se acercaba cada vez más; el Mayor gritó: — 
¡Agua por detrás!—. Hubo una repentina disminución de todo apoyo y entonces, las enormes olas nos golpearon. El bote 
ascendió a ellas bien, pero íbamos volando a 25 millas —38 kilómetros) por hora, y en cada salto las olas rompían y rodaban 
sobre nosotros. — ¡Achiquen agua!—gritó el Mayor—, 
¡Achiquen como si les fuera la vida en ello!—y soltamos los remos para achicar, aunque hacerlo era casi inútil... El bote 
rodaba y se inclinaba como si fuera un barco en medio de un tornado..., mantos de espuma caían a raudales por las 
gigantescas piedras negras, primero de un lado, y después del otro... Si uno agarrara un reloj y contase noventa segundos, 
probablemente tendríamos aproximadamente el tiempo que estuvimos en aquel caos, aunque a mí se me hizo mucho más 
largo. Entonces, los habíamos atravesado.2 
El joven Dellenbaugh conocía lo que eran los rápidos. Los ríos y las aguas agitadas y turbulentas no eran algo nuevo 
para él; pero hubo algo en aquel río que sí que lo fue. La repentina inmensidad, la cruda intensidad; algo había dejado al 
remero sin aliento. Él conocía los rápidos; pero ninguno como ese. 
Speke, sin habla. Dellenbaugh, empapado y pasmado. 
E Isaías, postrado sobre su rostro en el piso del Templo; con sus brazos cruzados por encima de la cabeza, clamando 
misericordia con velada voz. Al igual que los exploradores, él acaba de ver lo no visto. Pero a diferencia de los exploradores, 
él ha visto algo más que la creación: ha visto al creador. Ha visto a Dios. 
Siete siglos y medio antes de Cristo, Isaías fue la antigua versión israelita de un capellán del Senado o un sacerdote del 
juzgado. Su familia, de la aristocracia; su hebreo, impecable. Culto, profesional y exitoso. Pero el día en que él vio a Dios 
solo una respuesta parecía la apropiada: “¡Ay de mí! que soy muerto”. ¿Cuál fue la causa de tal confesión? ¿Qué provocó tal 
contestación? La respuesta se encuentra en las tres veces repetidas palabras de los serafines: “Santo, santo, santo”. 
Por encima de Él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con 
dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: 
“Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. 
Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. 
Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo 
que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Is 6:2—5). 
En la única ocasión en que aparecen serafines en la Escritura, ellos hacen una trilogía de la misma palabra. “Santo, 
santo, santo es el Señor Todopoderoso” (NVI). En hebreo, la repetición hace las veces de nuestra pluma para subrayar: una 
 19 
herramienta para dar énfasis. Dios —proclaman los ángeles de seis alas— no es santo. Él no es santo, santo. Él es santo, 
santo, santo. 
¿Qué otro atributo recibe tal aplicación? Ningún versículo describe a Dios como “sabio, sabio, sabio” o “fuerte, fuerte, 
fuerte”. Sólo como “santo, santo, santo”. La santidad de Dios exige atención de primera plana. El adjetivo califica su nombre 
más que la combinación de todos los demás.3 El primero y el último canto de la Biblia magnifica la santidad de Dios. 
Después de haber cruzado el mar Rojo, Moisés y losisraelitas cantaron: 
“¿Quién, SEÑOR, se te compara entre los dioses? ¿Quién se te compara en grandeza y santidad? Tú, hacedor de 
maravillas, nos impresionas con tus portentos” (Éx. 15:11 NVI). En el libro de Apocalipsis, aquellos que habían vencido a la 
bestia cantaban: 
“¿Quién no te temerá, oh Señor? ¿Quién no glorificará tu nombre? Sólo tú eres santo” (v. 4 NVI) 
La palabra hebrea para santo es qadosh, que significa cortado o separado. La santidad, entonces, habla de la “alteridad” 
[o condición de ser otro, N.T.] de Dios. De su total singularidad. Todo lo referente a Dios es diferente del mundo que Él ha 
hecho. 
Lo que usted es a un avión de papel, lo es Dios a usted. Tome una hoja de papel y haga uno, y compárese con su 
creación. Desafíelo a un concurso de deletrear palabras; ¿quién ganará? Rételo a que le eche una carrera alrededor del bloque; 
¿quién es más rápido? Invite al avión a un juego de baloncesto entre dos; ¿acaso no dominará usted la cancha? 
Y bien que debería. La cosa no tiene ondas cerebrales ni tampoco pulso; existe solamente porque usted lo formó, y 
vuela solamente cuando alguien lo lanza. Multiplique el contraste entre usted y el avión de papel por el infinito y comenzará 
a vislumbrar la disparidad existente entre Dios y usted. 
¿A qué podemos comparar a Dios? “¿Quién en los cielos se igualará a Jehová? ¿Quién será semejante a Jehová entre los 
hijos de los potentados? (Sal 89:6). “¿Ea qué, pues, haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis?” (Is 40:18). 
Aun Dios pregunta: “¿A qué, pues, me haréis semejante o me compararéis?” (Is 40:25). Como si la pregunta necesitase 
una respuesta, Él da una: 
“Yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la 
antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero; que llamo desde el oriente 
al ave, y de tierra lejana al varón de mi consejo. Yo hablé, y lo haré venir; lo he pensado, y también lo haré” (Is 46:9—11). 
Cualquier persecución de un equivalente a Dios es yana. Cualquier búsqueda de una persona o posición en la tierra 
semejante a Dios es fútil. Nada ni nadie puede compararse a Él. Nadie lo aconseja. Nadie lo ayuda. Es Él quien “es el juez; a 
éste humilla, y a aquél enaltece” (Sal 75:7). 
Usted y yo puede que tengamos poder, pero Dios es poder. Nosotros puede que seamos un insecto relámpago, pero Él es 
el relámpago mismo. “Suyos son la sabiduría y el poder” (Dn. 2:20 NVI). 
Considere el universo que nos rodea. A diferencia del alfarero que toma algo y lo vuelve a modelar, de la nada Dios 
tomó y creó algo. Dios creó todo lo que existe por autorización divina ex nihilo (de la nada). Él no contaba con material que 
era preexistente o coeterno. Antes de la creación, el universo no era un espacio oscuro; el universo no existía. Dios incluso 
creó la oscuridad. “Que formo la luz y creo las tinieblas” (Is 45:7). Juan proclamó: “Tú creaste todas las cosas, y por tu 
voluntad existen y fueron creadas” (Ap 4:11). 
Siga la pista del universo hasta llegar al poder de Dios, y siga su poder río arriba hasta su sabiduría. La omnisciencia de 
Dios gobierna su omnipotencia. El conocimiento infinito rige la fuerza infinita. “El es sabio de corazón, y poderoso en 
fuerzas” (Job 9:4). “Con Dios está la sabiduría y el poder” (Job 12:13). “Es poderoso en fuerza de sabiduría” (Job 36:5). 
Su poder no es caprichoso ni descuidado. Todo lo contrario. Su sabiduría dirige e iguala su fuerza. Pablo anunció: “¡Oh, 
profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus 
caminos!” (Ro 11:33). 
Su conocimiento acerca de usted es tan completo como su conocimiento acerca del universo. “Pues aún no está la 
palabra en mi lengua, y he aquí, oh Jehová, tú la sabes toda... Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas 
aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas” (Sal 139:4, 16). 
El velo que obstruye su visión y la mía no obstruye la de Dios. Las palabras no dichas son como si se hubieran 
pronunciado; los pensamientos no revelados son como si se hubieran proclamado; los momentos que no sucedieron son como 
si fueran ya historia. Él conoce el futuro, el pasado, lo escondido y lo no revelado. Nada está oculto de Dios. Él todo lo 
puede, todo lo conoce y está en todo lugar. 
 20 
El rey David se maravillaba: “¿adónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?” (Sal 139:7). Dios nos 
recuerda: “¿Soy yo Dios de cerca solamente, dice Jehová, y no Dios desde muy lejos? 
¿Se ocultará alguno, dice Jehová, en escondrijos que yo no lo vea? ¿No lleno yo, dice Jehová, el cielo y la tierra?” (Jer. 
23:23—24). 
¿Ve la “santa alteridad” de Dios? En el encuentro de Isaías, aquellos que lo ven a Él de manera más clara lo tienen en la 
mayor estima. ¡Él es tan santo que los serafines sin pecado no pueden soportar mirarlo! Ellos también, de forma extraña, 
cubren sus pies. ¿Por qué? En hebreo, la palabra para pies y la palabra para genitales es la misma.4 Perdone la idea, pero la 
confesión de los ángeles es que ellos son totalmente impotentes en la presencia de Dios. 
Isaías podía identificarse. Cuando ve la santidad de Dios, Isaías no alardea ni se pavonea. Él no toma notas, no planea 
una serie de sermones ni tampoco lanza visitas turísticas al seminario. En lugar de ello, se postra sobre su rostro y suplica 
misericordia. “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que 
tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Is 6:5). 
La visión dada por Dios no se trataba de Isaías, sino de Dios y de su gloria. Isaías lo entiende: “No se trata de mí; se 
trata de Él”. Él halla la humildad no por medio de buscarla, sino por medio de buscarlo a Él. Un destello y el profeta declara 
su ciudadanía entre los infectados y los enfermos: los “inmundos”, un término utilizado para describir a quienes tenían lepra. 
La santidad de Dios silencia la vanagloria humana. 
Y la misericordia de Dios nos hace santos. Vea lo que ocurre después. 
“Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y 
tocando con él sobre mi boca, dijo: 
He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado” (Is 6:6—7). 
Isaías no hace ninguna petición; no pide gracia. De hecho, lo más probable es que asumiera que la misericordia era 
imposible. Pero Dios, que está presto a perdonar y lleno de misericordia, limpia a Isaías de su pecado y dirige su vida por otra 
ruta. 
Dios solicita un vocero. “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?” (v. 8). 
El corazón y la mano de Isaías se lanzan en dirección al cielo. “Heme aquí, envíame a mí” (v. 8). Un destello de la 
santidad de Dios e Isaías tuvo que hablar. Como si hubiera encontrado el nacimiento del río, como si hubiera surcado la furia 
del cañón. Como si hubiera visto lo que Moisés vio: a Dios mismo. Aunque solo un destello, fue nada menos que un destello 
de Dios. 
Y él fue distinto como resultado. 
Santamente distinto. 
 21 
Capítulo Cinco: Sólo un Momento. 
 
Los padres jóvenes, por regla general, se alegran cuando sus hijos aprenden nuevas frases. 
—Cariño, ¡el pequeño Bobby acaba de decir adiós! 
—Mamá, no vas a creer lo que tu nieta acaba de hacer. Ha contado hasta cinco. 
O: —Ernie, dile a tu tío cómo hace el pajarito. 
Todos aplaudimos momentos como esos. Yo también lo hice. 
Con una sola excepción. 
Una frase que mi hija aprendió me hizo vacilar. Jenna tenía casi o apenas dos años de edad, y estaba aprendiendo a 
hablar correctamente. Con su pequeña manita perdida en mi gran mano, caminábamos por el corredor de nuestro edificio de 
apartamentos. De repente, ella se detuvo. Divisando una pelota, levantó su cabeza hacia mí y demandó: —Sólo un 
momento—. Deslizando su mano y soltandola mía, se alejó. 
¿Un momento? ¿Quién le había hablado de momentos? 
Hasta aquel entonces, su existencia había estado libre del concepto de tiempo. Los niños pequeños no conocen los 
conceptos de principio o fin, ni de aprisa o despacio, ni de tarde o temprano. El pequeño mundo de un niño amplifica el 
tiempo presente y disminuye el futuro y el pasado. Pero la frase de Jenna: “Sólo un momento”, anunciaba que el tiempo había 
hecho entrada en su mundo. 
En su autobiografía The Sacred Journey (El viaje sagrado), Frederick Buechner divide su vida en tres partes: “antes del 
tiempo”, “encima del tiempo” y “más allá del tiempo”. Los años de la infancia —dice él— se viven “antes del tiempo... ¿Qué 
niño, mientras es verano, se molesta en pensar que el verano llegará a su fin? ¿Qué niño, cuando la tierra está cubierta de 
nieve, se detiene a recordar que no mucho tiempo antes esa tierra no tenía nieve?”. 
¿Es la infancia para nosotros lo que la vida en el Jardín era para Adán y Eva? Antes de que la pareja se tragase el cuento 
chino de Satanás y el fruto del árbol, nadie imprimía calendarios, llevaba relojes ni necesitaba cementerios. Ellos vivían en un 
mundo sin tiempo. Los minutos pasaban igualmente sin ninguna medida en el mundo de dos años de la pequeña Jenna. No se 
le ocurría pensar que la vida fuese otra cosa sino paseos y siestas diarias, música, y papá y mamá. Pero “sólo un momento” 
fue el disfraz de la intrusión de piratas en su inocente isla: el tiempo había invadido su mundo. 
La vida —estaba descubriendo ella— es un alijo de momentos: incrementos mensurables y contables, como el cambio 
que se tiene en un bolsillo o los botones que hay dentro de una lata. Puede que el bolsillo de usted esté lleno de décadas y que 
el mío contenga unos pocos años, pero todo el mundo tiene un número concreto de momentos. 
Todo el mundo, así es, excepto Dios. Cuando enumeremos las afirmaciones de Cristo —ciertamente desafiantes para la 
mente—, incluyamos la siguiente cerca de las primeras: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Jn 8:58). Si la multitud no 
quiso matar a Jesús antes de haber pronunciado esa frase, sí que quiso hacerlo después. Jesús afirmaba ser Dios, el Ser 
Eterno. El se identificaba a sí mismo como “el Alto y Sublime, el que habita la eternidad” (Is.57:15). 
La Escritura emite este atributo con sonido de efecto “surround”. Dios es “eternamente” (Sal 93:2) y el “Rey eterno” 
(Jer. 10:10), “incorruptible” (Ro 1:23), “el único que tiene inmortalidad” (1 Tim. 6:16). Los cielos y la tierra perecerán, “pero 
tú eres el mismo, y tus años no se acabarán” (Sal 102:27). Será más fácil para usted medir la sal del océano que medir la 
existencia de Dios, porque “no se puede seguir la huella de sus años” (Job 36:26). 
Siga el rastro del árbol hasta llegar a la semilla. Siga el rastro del vestido hasta llegar a la fábrica. Siga el rastro del bebé 
hasta llegar a la mamá. Siga el rastro de Dios hasta llegar a... a... 
Nadie. Ni siquiera Dios creó a Dios. “Aun antes que hubiera día, yo era” (Is 43:13). Por esa razón tenemos a Jesús 
haciendo declaraciones como: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Jn 8:58). Él no dijo: “Antes que Abraham fuese, yo era”. 
Dios nunca dice: “Yo era” porque Él ya es. Él está —en este mismo instante— en los días de Abraham y en el final del 
tiempo. Él es eterno. Él no vive momentos secuenciales, trazados en una línea de tiempo y dispuestos uno tras otro. Su 
mundo es un solo momento, o mejor dicho, carece de momentos. 
Él no ve la historia como una progresión de siglos, sino como una sola fotografía. El capta la vida de usted —su vida 
entera— con una sola mirada. El ve en un solo fotograma el nacimiento y la muerte de usted. Él conoce su principio y su 
final, porque Él no tiene ni lo uno ni lo otro. 
 22 
No tiene sentido, ¿verdad? La eternidad no tiene sentido para nosotros, quienes estamos atados por el tiempo. A usted 
bien podrían darle un libro escrito en kanji —a menos, desde luego, que usted fuese japonés; usted mira los caracteres y lo 
único que ve son líneas en zigzag. Usted menea la cabeza, pues ese idioma no encuentra lugar en su cerebro. 
¿Pero que ocurriría si alguien le enseñase a leer y escribir en ese idioma? Suponga que alguien con esa lengua materna 
tuviese el tiempo y usted tuviese la voluntad, de manera que día tras día los símbolos que no significaban nada para usted 
comenzasen a significar algo. 
Con la ayuda de Dios, lo mismo nos está ocurriendo a usted ya mí con relación a la eternidad. Él nos está enseñando el 
idioma. “Ha puesto eternidad en el corazón de ellos” (Ecl 3:11). Escondidos dentro de cada uno de nosotros están el 
presentimiento de que fuimos hechos para la eternidad y la esperanza de que ese presentimiento sea verdadero. 
¿Recuerda la historia del águila que fue criada por las gallinas? Desde el piso del gallinero divisa otra águila volando en 
las nubes, y su corazón se emociona. “¡Yo puedo hacer eso!”, susurra. Las otras gallinas se ríen, pero el águila lo sabe. Ha 
nacido diferente. Ha nacido con una creencia. 
Y usted también. Su mundo se extiende más allá del gallinero del tiempo. Un para siempre le corteja. Su vida celestial 
se levanta como el Everest por encima de los guijarros de su vida terrenal. Silos granos de arena midieran las dos, ¿cómo se 
apilarían? El cielo sería cada grano de arena que hay en cada playa de la tierra, y aún más. La vida terrenal, como contraste, 
sería la centésima parte de un solo grano de arena. ¿Necesita una frase que resuma la duración de su vida sobre la tierra? 
Inténtelo con la de Jenna. “Sólo un momento”. 
¿Acaso no fue esa la frase que Pablo escogió? “Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada 
vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Co 4:17, énfasis del autor). 
¿Y si pudiéramos vislumbrar al apóstol cuando escribió esas palabras? Llegado a aquel momento él había estado “en 
azotes, sin número; en cárceles más; en peligros de muerte muchas veces. De los judíos —escribe— cinco veces he recibido 
cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una 
noche y un día he estado como náufrago en alta mar” (2 Co 11:23—25). Después continúa refiriéndose a peligros de ríos, 
peligros en el desierto, a haber estado expuesto al frío, a ataques, al hambre y a la sed. Esas —en palabras de Pablo— son 
ligeras aflicciones que hay que soportar durante sólo un momento. 
¿Y si nosotros adoptásemos la misma actitud hacia la vida? ¿Y si considerásemos nuestros momentos difíciles como un 
grano de arena que apenas es digno de contrastar con las dunas eternas? 
¿Y si la mujer que me detuvo el otro día hiciera eso? Ella me habló de diecisiete años de un mal matrimonio. Los 
errores de él, los de ella; lo que él bebía, la impaciencia de ella. Y ahora ella quiere dejarlo. Si va a tener una vida, ¡es mejor 
ponerse manos a la obra! Además, ¿quién puede asegurarle que el matrimonio funcionará? ¿Cómo sabe ella que no le esperan 
otras dos décadas de duros momentos? No lo sabe. 
“Se trata de mí”, dice el consejo. “La vida es corta; sal de eso”. La sabiduría de Dios, sin embargo, dice: “La vida es 
corta; quédate y permanece”. 
La brevedad de la vida concede poder para permanecer, y no una excusa para salir bajo fianza. Los fugaces días no 
justifican problemas que se den a la fuga. Los fugaces días nos fortalecen para soportar los problemas. ¿Se pasarán los 
problemas de usted? No hay garantía de que lo harán. ¿Cesará su dolor? Quizá; quizá no. Pero el cielo hace esta promesa: 
“Esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Co 4:17). 
Las palabras “peso de gloria” evocan imágenes de la antigua balanza: dos platos, uno a cada lado de la aguja. El peso de 
una compra quedaba determinado al poner pesas en uno de los lados y la compra en el otro. 
Dios hace lo mismo con las luchas de usted. En un lado Él apila todas suscargas: hambres, despidos, padres que se 
olvidaron de usted, jefes que lo ignoraron; amargas rupturas, mala salud, días malos. Todos apilados; después observe cómo 
un lado de la balanza baja en picado. 
Ahora vea cuál es la respuesta de Dios. ¿Las quita todas? ¿Elimina las cargas? No; en lugar de quitarlas, las contrapesa: 
Él pone un eterno peso de gloria en el otro lado. Gozo sin fin; paz sin medida; una eternidad de Él. Observe lo que ocurre 
cuando Él pone eternidad en la balanza de usted. ¡Todo cambia! Las cargas se alzan. Lo pesado se vuelve ligero cuando es 
contrapesado por la eternidad. Si la vida es “sólo un momento”, ¿no podremos soportar cualquier desafío durante un 
momento? 
Podemos estar enfermos durante sólo un momento. Podemos sentirnos solos durante sólo un momento. Podemos ser 
perseguidos durante sólo un momento. Podernos luchar durante sólo un momento. 
¿No es así? 
¿No podemos esperar nuestra paz? De todas formas, no se trata de nosotros. Y ciertamente no se trata del ahora. 
 23 
Capítulo Seis: Su inmutable mano. 
 
Era el año 1966. Lyndon B. Johnson era presidente. Las voces de Goldwater y Dirksen dominaban el Senado. Watergate 
era un edificio de apartamentos en el Distrito Federal, y el Bush mejor conocido era aquel que habló a Moisés [en inglés, 
“bush” significa zarza. N.T.]. Vietnam retumbaba. Los hippies se mecían. Woodstock era una granja de productos lácteos, y 
los Lucado se trasladaban a un nuevo hogar. 
Johnson pronto volvió a Texas, y el escándalo Watergate fue una mordedura de serpiente para Nixon. Goldwater y 
Dirksen dimitieron, y los Bush ascendieron. Vietnam, los hippies y Woodstock se desvanecieron como camisetas teñidas, 
pero la familia Lucado se quedó en aquella casa de ladrillo amarillo. Nos quedamos durante treinta y cinco años. 
Los Beatles llegaron y pasaron. La economía prosperó, cayó y volvió a prosperar. Muchas cosas cambiaron, pero 
siempre hubo un Lucado viviendo en la casa de tres habitaciones justo a la salida de la Avenida G. 
Hasta el día de hoy. A medida que escribo, camiones de mudanza cargan tres décadas de vida familiar dentro de ellos. 
El cartero está quitando el nombre “Lucado” del buzón del correo y sustituyéndolo por el de “Hernández”. 
Era seguro que el desalojo tenía que llegar. Tenía que ocurrir. Pero es duro ver cómo se produce. El cambio, al igual que 
los impuestos, es necesario pero desagradable. 
¿Cambio?, está pensando alguno. ¿Quiere hablar sobre el cambio? Permítame contarle algo acerca del cambio... 
Permítame hablarle de cambiante cuerpo: Los quimioterapeutas tratan mi cuerpo como una almohadilla para alfileres. 
Mi cambiante familia: Estamos “¡Sorpresa! ¡Embarazados!”. Llevaré un vestido de maternidad a la graduación de mi 
primogénito. 
La cambiante economía: Si mis inversiones no mejoran, me pasaré mi jubilación comiendo macarrones con queso. 
Nuestro cambiante negocio: No tengo trabajo. Echar el currículum vitae al correo no permite pagar las facturas. 
Cambio. ¿Tuvo más de lo que le correspondía? ¿Desearía poder congelar la imagen del vídeo de su mundo? ¿Ayudaría 
pararse en la Plaza San Pedro y decirle al compañero en la galería: “Basta ya! ¡No más cambios!”? 
Guárdese la voz, pues él no puede ayudar. Si está usted buscando un lugar en el que no haya cambios, pruebe con una 
máquina de refrescos. El cambio viene juntamente con la vida. 
Junto con el cambio viene el temor, la inseguridad, la tristeza, el estrés. Entonces, ¿qué hace usted? ¿Invernar? ¿No 
correr riesgos por temor a fracasar? ¿No dar amor por temor a perderlo? Algunos optan por hacer eso, y se contienen. 
Una idea mejor es mirar hacia arriba. Oriéntese por la única Estrella Polar del universo: Dios. Porque aunque la vida 
cambia, Él nunca lo hace. La Escritura hace explosivas afirmaciones acerca de la permanencia de Él. 
Considere su fuerza: sin fin. Según Pablo, el poder de Dios permanece para siempre (Ro 1:20). Su fuerza nunca 
disminuye, pero la de usted y la mía ya lo ha hecho y lo hará. Nuestra energía decrece y crece más que el río Támesis. Usted 
no está tan alerta y despierto en la noche como en la mañana; no puede correr tan rápidamente a la edad de ochenta años 
como lo hace cuando tiene veinte. Aun los más fuertes entre nosotros, al final tienen que descansar. Lance Armstrong es 
capaz de mantener una bicicleta a una velocidad de treinta dos millas (50 kilómetros) por hora durante una hora completa. 
Los varones universitarios con buena salud aguantan cuarenta y cinco segundos a ese ritmo, y yo aguantaría unos treinta 
antes de sentir ganas de vomitar. Armstrong cumple con la última parte de su apellido: es fuerte. Pero llega un punto en el 
que tiene que descansar. Su cabeza busca la almohada, y su cuerpo busca el sueño.1 
Llamemos fuerte a Jim Eubank. Nadar setenta vueltas diarias y tener media docena de récords en natación de resistencia 
sería prueba de ello. ¿Pero seguir recorriendo una milla diaria en la piscina y ganando carreras a los ochenta y cinco años de 
edad?2 Póngase su Speedo y doble esos tiempos, Sr. Eubank. 
Usted es fuerte, pero no será fuerte para siempre. 
Dios sí. Él nunca ha pronunciado las palabras: “Hoy me siento fuerte”. Él se siente igualmente fuerte cada día. 
Daniel lo llama “el Dios viviente y permanece por todos los siglos” (Dn. 6:26). El salmista le dice: “Yo cantaré de tu 
poder... Porque has sido mi amparo y refugio en el día de mi angustia. Fortaleza mía, a ti cantaré; porque eres, oh Dios, mi 
refugio, el Dios de mi misericordia” (Sal 59:16—17). 
 24 
Piense en eso. Dios nunca hace una pausa para comer ni les pide a los ángeles que lo cubran mientras Él se echa la 
siesta. Él nunca señala un “tiempo muerto” ni pone las peticiones de oración por Rusia en espera mientras se ocupa de 
Sudáfrica. Él “nunca se adormecerá ni dormirá” (Sal 121:4). ¿Necesita una mano fuerte que agarrar? 
Siempre encontrará una en la de Él. Su fuerza nunca cambia. 
¿Necesita una verdad inmutable en la que confiar? Pruebe con la de Dios. Su verdad nunca vacila. 
Me gustaría que pudiéramos decir lo mismo. Nosotros hemos aprendido a sazonar nuestras palabras con sal, y nos las 
tragamos muy a menudo. Nuestras opiniones cambian como las tendencias de moda de Hollywood. (Acaso no eran sus 
convicciones acerca de la educación de los niños más fuertes antes de tener a sus hijos? ¿Conoce a algún republicano que 
antes fuese demócrata y viceversa?). Nuestras convicciones tienden a cambiar. 
Es bueno saber que las de Dios no lo hacen. Su opinión acerca del bien y del mal es con usted y conmigo la misma que 
era con Adán y Eva. “La palabra del Dios nuestro permanece para siempre” (Is 40:8). “Para siempre, oh Jehová, permanece 
tu palabra en los cielos... Todos tus mandamientos son verdad.., para siempre ¡os has establecido” (Sal 119:89, 15 1—152). 
La perspectiva que usted tiene puede cambiar. Mis convicciones puede que oscilen, pero “la Escritura no puede ser 
quebrantada” (Jn 10:35). Y como no puede, como su verdad no vacilará, los caminos de Dios nunca cambiarán. 
Él siempre odiará el pecado y amará a los pecadores, despreciará a ¡os soberbios y exaltará a los humildes. Él siempre 
condenará al malvado y consolará a los que están cargados. Él nunca cambia de dirección a mitad de camino, vuelve a 
calibrar el curso a mitad de camino a casa, o pone enmiendas a la constitución celestial. Dios siempre será el mismo. 
Nadie más lo será. Los amantes te llaman hoy y te desprecian mañana. Las empresas dan aumentos de sueldo seguidos 
por notificaciones de despido. Los amigos te aplauden cuando conduces un auto clásico y te menosprecian cuando conduces 
uno que está estropeado. Dios no lo hace. Dios es siempre “el mismo” (Sal 102:27). En Él “no hay mudanza, ni sombra de 
variación” (Stg. 1:17). 
¿Agarrar a Dios de mal humor? Eso no ocurrirá. ¿Temor de agotar su gracia? Antes una sardina se tragaría el Atlántico. 
¿Pensar que Él haya perdido el tiempo con usted? Incorrecto.¿Acaso no le hizo a usted una promesa? “Dios no es hombre, 
para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta. El dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?” (Nm. 23:19). Él 
nunca es hosco o huraño, ni está enojado o con estrés. Su fuerza, su verdad, sus caminos y su amor nunca cambian. Él es “el 
mismo ayer, y hoy y por los siglos” (Hech. 13:8). Y porque lo es, “reinarán en tus tiempos la sabiduría y la ciencia” (Is 33:6). 
¿Y es que no podríamos hacer uso de algo de estabilidad? Durante veintisiete años, los ciudadanos de South Padre 
confiaron en la estabilidad del Queen Isabella Causeway, el puente más largo de Texas. Cada día diecinueve mil motoristas lo 
utilizaban para viajar entre Port Isabel y South Padre Island. Firme y sólido debido a toneladas de cemento, el puente de dos 
millas y cuarto (unos 3 kilómetros) de longitud era la única conexión existente entre el continente y la isla. Sostenido por 
profundos postes y aprobado por los mejores ingenieros; nadie cuestionaba al Queen Isabella. 
Hasta que llegó el día 15 de septiembre de 2001. A las dos en punto de la madrugada, cuatro barcazas y un remolcador 
chocaron contra el sistema de apoyo e hicieron que el puente se viniese abajo, provocando que vehículos y personas se 
desplomasen y cayesen a la Laguna Madre, que estaba a ochenta y cinco pies (unos 150 metros) por debajo. Ocho personas 
murieron cuando 240 pies (más de un kilómetro) del puente se hundieron.3 
Usted nunca debe tener temor de que ocurra lo mismo con el plan de Dios. Su plan —nacido en la eternidad— soportará 
cualquier ataque de la humanidad. Ateos, antagonistas, escépticos y expertos: todos ellos se han estrellado con el puente, pero 
éste nunca se ha movido. Los ingenieros tejanos se lamentan de su trabajo, pero Dios nunca se lamentará del suyo. “El que es 
la Gloria de Israel no mentirá ni se arrepentirá —declaró Samuel—, porque no es hombre para que se arrepienta” (1S 15:29). 
Los planes de Dios nunca cambiarán, porque Él hace sus planes en un conocimiento pleno. Olvídese de las previsiones 
esperanzadoras, pues Él declara “lo por venir desde el principio” (Is 46:10). Nada lo agarra a Él por sorpresa. “Los planes del 
SEÑOR quedan firmes para siempre” (Sal 33:11 NVI). 
La cruz no perderá su poder. La sangre de Cristo nunca disminuirá su fuerza. El cielo nunca anunciará el hundimiento 
del puente. Dios nunca volverá a comenzar de nuevo. “Lo que Él hace en el tiempo, lo planeó desde la eternidad. Y todo lo 
que Él planeó en la eternidad, lo lleva a cabo en el tiempo”.4 
“Si lo ha determinado el Señor Todopoderoso, ¿quién podrá impedirlo? Si él ha extendido su mano, ¿quién podrá 
detenerla” (Is 14:27 NVI). Dios nunca cambia. Todas las demás personas cambian, y todas las demás cosas cambiarán. 
Durante las horas en que preparé este mensaje, los camiones casi vaciaron la casa de los Lucado. Comidas de Navidad, 
risas en torno a la mesa, abrazos de buenas noches para mi clan debajo de aquel tejado: todo en tiempo pasado. Y otra 
constante se convierte en algo transitorio y pasajero. ¿Qué cambios está usted enfrentando? 
Los cementerios interrumpen las más exquisitas familias. 
 25 
La jubilación halla a los mejores empleados. 
La edad marchita los cuerpos más fuertes. 
El cambio viene juntamente con la vida. 
Pero junto con el cambio viene la tranquilizadora y alentadora comprensión de la permanencia del cielo. “El 
fundamento de Dios está firme” (2 Tim. 2:19). Su casa permanecerá para siempre. 
 
 26 
Capítulo Siete: El Gran Amor de Dios. 
 
Varios cientos de pies por debajo de mi silla hay un lago, una caverna subterránea de agua cristalina conocida como el 
Acuífero Edwards. Nosotros, los del sur de Texas, sabemos mucho sobre este acuífero. Conocemos su longitud: 175 millas 
(263 kilómetros) y conocemos su trazado: de oeste a este, excepto bajo San Antonio donde discurre de norte a sur. Sabemos 
que el agua es pura; fresca. Riega granjas y pastos, llena albercas y apaga la sed. Sabemos muchas cosas sobre el acuífero. 
Pero a pesar de todos los hechos que sí conocemos, hay un hecho esencial que no conocemos: no conocemos su tamaño. 
¿La profundidad de la caverna? Es un misterio. ¿El número de litros de agua? Sin medida. Nadie sabe la cantidad de agua que 
contiene el acuífero. 
Si ve el informe meteorológico, usted pensaría otra cosa, pues los meteorólogos dan regularmente informes actualizados 
sobre el nivel del acuífero. Uno tiene la impresión de que se calcula la cantidad de agua. “La verdad es que —me dijo un 
amigo— nadie sabe cuánta agua hay allí abajo”. 
¿Podría ser eso cierto? Decidí descubrirlo, y llamé a un ecologista. “Es correcto —afirmó él—; nosotros calculamos, 
intentamos medir. ¿Pero la cantidad exacta? Nadie la sabe”. Extraordinario. Nosotros utilizamos esa agua, dependemos de 
ella y moriríamos sin ella... ¿pero medirla? No podemos. 
¿Le trae a la mente otro pozo sin medida? Podría ser. No un pozo o una alberca de agua, sino un pozo de amor: el amor 
de Dios. Un acuífero fresco; puro como la nieve de abril. Un trago suaviza la garganta sedienta y ablanda e1 corazón duro. 
Sumerja una vida en el amor de Dios, y véala salir limpia y cambiada. Conocemos el impacto del amor de Dios. 
¿Pero el volumen? Ninguna persona lo ha medido jamás. 
Los meteorólogos de la moral, preocupados de que podamos agotar las reservas, hacen una sugerencia diferente. 
Advierten: “No beban demasiado”, recomendando porciones racionadas. Algunas personas, después de todo, beben más de lo 
que les corresponde. Los terroristas, traidores o los hombres que maltratan a sus mujeres: dejemos beber a sinvergüenzas 
como esos, y puede que tomen demasiado. 
¿Pero quién ha penetrado en las profundidades del amor de Dios? Solamente Dios lo ha hecho. “Quieren ver el tamaño 
de mi amor? —Nos invita Él— Suban por el tortuoso camino fuera de Jerusalén. Sigan las gotas de barro sangriento hasta 
que alcancen la cima de la colina. Antes de levantar la mirada, deténganse y escúchenme susurrar: Esto es lo mucho que los 
amo”. 
Músculos desgarrados por el látigo cubren su espalda. Riachuelos de sangre sobre su rostro. Sus ojos y sus labios están 
cerrados por la hinchazón. El dolor se propaga con furia con la intensidad de un reguero de pólvora. A medida que se hunde 
para aliviar el horroroso dolor de sus piernas, sus vías respiratorias se cierran. Al borde de la asfixia, empuja sus agujereados 
músculos contra el madero y sube un poco en la cruz. Hace esto durante horas. Dolorosamente arriba y abajo hasta que su 
fuerza y nuestras dudas se terminan. 
¿Le ama Dios a usted? Contemple la cruz y contemple su respuesta. 
Dios el Hijo murió por usted. ¿Quién podría haber imaginado un regalo como ese? En los tiempos en que Martín Lutero 
estaba imprimiendo su Biblia en Alemania, la hija de un impresor tuvo un encuentro con el amor de Dios. Ninguna persona le 
había hablado de Jesús. Hacia Dios, ella no sentía ninguna otra emoción sino temor. Un día, recogió pedazos de Escritura 
caídos al piso. En uno de los papeles, halló las palabras: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que dio . El resto del 
versículo todavía no había sido impreso pero, aun así, lo que leyó fue suficiente para conmoverla. La idea de que Dios diera 
algo le hizo pasar del temor al gozo. Su mamá notó el cambio de actitud, y cuando le preguntó cuál era la causa de su 
felicidad, la hija sacó de su bolsillo el arrugado pedazo de parte del versículo. La mamá lo leyó y preguntó: 
—Qué dio Él?—. La muchacha se quedó perpleja por un momento, y después respondió: 
—No lo sé. Pero si Él nos amó lo bastante como para darnos algo, no deberíamos tener miedo de Él. 
Dios podría haber dado a sus hijos una gran idea, o un mensaje lírico, o una interminable canción.., pero Él se dio a sí 
mismo. “[Cristo] nos amó y se entregó por nosotros como ofrenda y sacrificio fragante para Dios” (Ef. 5:2 NVI) ¿Qué 
especie de devoción es ésta? Puede encontrar la respuesta bajo la categoríade: “inagotable”. La santidad de Dios demandaba 
un sacrificio sin pecado, y el único sacrificio sin pecado era Dios el Hijo. Y como el amor de Dios nunca deja de pagar el 
precio, Él lo hizo. Dios le ama a usted con un amor inagotable. 
Inglaterra vio un destello de un amor así en el año 1878. La segunda hija de la reina Victoria era la princesa Alicia. Su 
hijo menor estaba infestado de una horrible enfermedad conocida como difteria negra. Los doctores pusieron en cuarentena al 
muchacho y le dijeron a la madre que no se acercase. 
 27 
Pero ella no pudo hacerlo. Un día, lo escuchó susurrar a la enfermera: “Por qué mi mamá ya no me da besos?”. Aquellas 
palabras derritieron su corazón. Corrió hasta su hijo y le cubrió de besos. Tras un periodo de unos días, ella fue enterrada.2 
¿Qué impulsaría a una madre a hacer tal cosa? ¿Qué conduciría a Dios a hacer algo aún más grande? El amor. Siga la 
pista al mayor acto de Dios hasta llegar al mayor atributo de Dios: su amor. 
¿Pero cuadra el amor de Dios con el tema de este libro? Después de todo, “no se trata de mí”. Si no se trata de mí, ¿se 
interesa Dios por mí? La prioridad de Dios es su gloria. Él ocupa el centro del escenario; yo soy quien carga el atrezo. Él es el 
mensaje; yo no soy sino una palabra. ¿Es esto amor? Sin duda alguna. ¿Realmente quiere que el mundo gire alrededor de 
usted mismo? Si todo se trata de usted, entonces todo depende de usted. Su Padre lo rescata de una carga así. Aunque usted es 
valioso, no es imprescindible. Usted es importante pero no indispensable. 
¿Sigue sin pensar que eso es una buena noticia? 
Quizá una historia sea de ayuda. Mi papá, mecánico en un yacimiento petrolífero, nunca se encontró con un auto que no 
fuese capaz de arreglar. Nada de palos de golf o de raquetas de tenis, pues los juguetes de mi papá eran las tuercas y las llaves 
inglesas. Él saboreaba un motor hecho pedazos. Una vez, mientras conducía para llevarnos a visitar a su hermana en Nuevo 
México, al auto se le rompió una biela. La mayoría de los hombres se habrían ido quejando durante todo el camino hasta el 
mecánico, pero mi papá no. Él llamó a una grúa y fue sonriendo el resto del viaje hasta la casa de mi tía. Hasta el día de hoy 
sospecho que aquello fue sabotaje paternal. Una semana de habladurías de familia era algo él rechazaba. ¿Pero una semana 
bajo el capó del auto? Nada de café y galletas. Pásenme el colector de escape. Mi papá hacía con un motor V-8 lo que Patton 
hacía con un pelotón: lograba que marchase. 
Ojala se pudiera decir lo mismo de su hijo menor; pero no se puede. Mi problema con la mecánica comienza con los 
lados del auto. No soy capaz de recordar cuál de ellos lleva el motor. Cualquiera que confunda la rueda de repuesto con la 
cinta del ventilador es probable que no esté dotado para la reparación de autos. 
Mi ignorancia dejaba a mi papá en una posición precaria. ¿Qué hace un mecánico capaz y dotado con un hijo que es 
cualquier cosa menos eso? Antes de que comience a formular una respuesta, permítame hacerle esta pregunta: ¿Qué hace 
Dios con nosotros? Bajo su cuidado, el universo funciona como una maquinaria Rolex. ¿Pero sus hijos? La mayoría de 
nosotros tenernos dificultades para cuadrar un talonario de cheques. ¿Qué hace Él entonces? 
Yo sé lo que mi papá hacía. Debo decir en su favor que él me permitía que lo ayudara. Me daba trabajos: sujetar tuercas 
o frotar bujías. Y él conocía mis límites. Ni una sola vez me dijo: 
“Max, desmonta esa transmisión, ¿quieres? Una de las velocidades está rota”. Nunca me lo dijo. Porque, por una parte, 
le gustaba su transmisión y, por otra, me quería. Él me quería demasiado como para poner en mis manos demasiado. 
Y así es con Dios. Él conoce las limitaciones que usted tiene, y está bien al tanto de sus debilidades. Usted no tiene más 
posibilidades de morir por sus propios pecados de las que tiene de resolver el problema del hambre en el mundo. Y, según Él, 
eso está bien. El mundo no depende de usted. Dios lo ama a usted demasiado como para decir que todo se trata de usted. Él es 
quien mantiene al mundo funcionando. Usted y yo echamos aserrín sobre las manchas de grasa y le damos las gracias a Él 
por el privilegio. 
Nosotros hemos echado una ojeada bajo el capó; no sabemos lo que es necesario para dirigir el mundo, y somos sabios 
quienes hemos dejado ese trabajo en manos de Él. 
Decir: “no se trata de usted” no es decir que usted no sea amado; más bien lo contrario. Debido a que Dios le ama, no se 
trata de usted. 
Y, oh, qué amor es ese. Es un amor que “excede a todo conocimiento” (Ef. 3:19). Pero aunque no podamos medirlo, 
¿puedo instarlo a que confíe en él? Algunos de ustedes están hambrientos de esa clase de amor. Aquellos que deberían 
haberlo amado, no lo hicieron. A usted lo abandonaron en el hospital. Lo abandonaron ante el altar. Lo abandonaron 
dejándolo con una cama vacía. Lo abandonaron con el corazón roto. Lo abandonaron con su pregunta: “¿Es que hay alguien 
que me ame?”. 
Por favor, escuche la respuesta del cielo. A medida que medita usted en Él sobre la cruz, escuche a Dios asegurarle: “Yo 
te amo”. 
Algún día alguien probablemente descubrirá los límites del acuífero de Texas; quizá un robot submarino, o incluso un 
buzo. Descenderá por el agua hasta llegar a tierra firme. 
“Hemos sondeado las profundidades”, anunciarán los periódicos. ¿Acaso alguien dirá lo mismo del amor de Dios? No. 
Cuando se trata del agua, descubriremos el límite. Pero cuando se trata del amor de Él, nunca lo descubriremos. 
 
 28 
Parte Segunda: Anunciar a Dios. 
 
Capítulo Ocho: Los espejos de Dios. 
 
G.R.Tweed miró a través de las aguas del Pacífico al barco estadounidense que se divisaba en el horizonte. Quitándose 
el sudor de la jungla de sus ojos, el joven oficial de marina tragó saliva y tomó su decisión. Aquella podría ser su única 
posibilidad de escape. 
Tweed había estado escondido en UAM durante casi tres años. Cuando los japoneses ocuparon la isla en el año 1941, él 
se sumergió en la espesa maleza tropical. La supervivencia no había sido fácil, pero él prefería el pantano en lugar de un 
campo de prisioneros de guerra. 
Bien avanzado el 10 de julio de 1944, divisó la embarcación amiga. Se apresuró a subir una colina y se situó en un 
precipicio. Metiendo la mano en su mochila, sacó un pequeño espejo. A las 6:20 de la tarde, comenzó a enviar señales. 
Sujetando el extremo del espejo con sus dedos, lo inclinó hacia delante y hacia atrás, haciendo rebotar los rayos del sol en 
dirección al barco. Tres destellos cortos. Tres largos. De nuevo tres cortos. 
Punto-punto-punto. Raya-raya-raya. Punto-punto-punto. SOS. 
La señal captó la mirada de un marinero a bordo del McCall, de los Estados Unidos. Un grupo de rescate subió a bordo 
de una lancha a motor y llegó sigilosamente a la ensenada, dejando atrás las pistolas situadas en la costa. Tweed fue 
rescatado.1 
Él se alegró de tener ese espejo, se alegró de saber cómo usarlo, y se alegró de que el espejo cooperase. Supongamos 
que no lo hubiera hecho (prepárese para una idea disparatada). Supongamos que el espejo se hubiera resistido, imponiendo 
sus propios planes. En lugar de reflejar un mensaje del sol, supongamos que hubiera optado por enviar el suyo propio. 
Después de todo, tres años de aislamiento habrían dejado a cualquiera muriéndose por recibir atención. En lugar de enviar un 
SOS, el espejo podría haber enviado un MAM: “Mírame a mí”. 
¿Un espejo egoísta? 
La única idea más disparatada aún sería la de un espejo inseguro. ¿Y silo echo todo a perder? ¿Y si envío una raya 
cuando se supone que debo enviar un punto? Además, ¿has visto las manchas de mi superficie? La desconfianza en sí mismo 
podría paralizar a un espejo. 
Y lo mismo podría hacer la autocompasión. Haber estado metido en esa mochila, arrastrado por la jungla, y ahora de 
repente, se espera que me enfrente al brillante sol y realice un servicio crucial. De ninguna manera. Mejor quedarse

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