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Mario Alberto Barrientos Citalán TÚ Y TU CASA Una promesa para el corazón “Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa.” Hechos 16.31 Nombre del libro: Tú y tu casa. Una promesa para el corazón. Autor: Mario Alberto Barrientos Citalán Diseño de portada: Rodrigo Pedroza/Comunicación Global Design. Edición y coedición gráfica: Issa Alvarado, Diana A. Pérez, Aziyadé Uriarte/Comunicación Global Design. © Del texto, 2022, (Mario Alberto Barrientos Citalán) Primera edición: diciembre 2022 © Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin autorización del autor ©, bajo las sanciones establecidas por la ley, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendido la reprografía, el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo públicos. El autor es totalmente responsable por la información en texto e imágenes del contenido de esta obra. Reg.: 03-2022-102509374600-01 ISBN: En trámite www.comunicaciongd.com/ autopublicatulibro.com http://www.comunicaciongd.com/ “Si dejaren sus hijos mi ley, y no anduvieren en mis juicios, si profanaren mis estatutos, y no guardaren mis mandamientos, entonces castigaré con vara su rebelión, y con azotes sus iniquidades. Mas no quitaré de él mi misericordia, ni falsearé mi verdad.” Salmos 89.30-33 “Os daré las misericordias fieles de David”. Hechos 13.34b A mis hijos Rodrigo, Gerardo y Mario André; y a todos los de mi casa, para quienes Dios me regaló esta promesa de amor por medio de la fe. Doy gracias a Dios: Por haberme creado, por haberme perdonado y por permitirme creer en Él; Por haberme dado una descendencia, y por mostrarme en Su palabra la infinita misericordia que tiene por todas las familias de la tierra; Por haberme permitido comprender, y compartir en este libro con certeza y seguridad, el enorme amor de Padre que hay en Su corazón por toda la humanidad. ÍNDICE INTRODUCCIÓN 1 CRISTO VIVE Y TE AMA En busca de protección y de amor 2 UNA PORCIÓN DE ESE PAN Su palabra me traspasó el alma 3 ESCUCHA SU VOZ Dios nos habla al corazón 4 ES NECESARIO NACER DE NUEVO Con base en la verdad del evangelio 5 SERÁS SALVO TÚ Y TU CASA La familia tiene un lugar privilegiado en el corazón de Dios 6 LA PALABRA DADA A TU SIERVO Dios contestó al clamor de mis lágrimas 7 CONFÍA EN SU DICHO Dios no es hombre, para que mienta 8 TÓMALE LA PALABRA El pacto celebrado con David está vigente 9 HAZ UN PACTO ETERNO Al que cree todo le es posible 10 DISPUESTO A OBEDECER Guardando Su palabra en el corazón 11 CREYÓ Y OBEDECIÓ Una breve historia de amor 12 LA PROMESA Y EL JURAMENTO Para que nunca vuelvas a dudar 13 EL NUEVO PACTO La consumación de Su obra redentora 14 LOS HIJOS DE JOB El ejemplo imprescindible 15 EL SEÑOR VIENE Hagamos que cada día cuente 16 AL MONTE DE LOS OLIVOS He aquí, el Cordero de Dios INTRODUCCIÓN Muchos cristianos viven con temor sobre el destino eterno que tendrán sus seres queridos que no han nacido de nuevo; viven con esa duda, porque no han recibido la promesa de salvación para los de su casa escrita en Hechos (16.31), que dice: “Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa”. Han creído en una enseñanza generalizada en la comunidad cristiana, que les impide recibirla. Esta enseñanza generalizada asegura que, no es suficiente la fe del padre o de la madre para que los hijos alcancen la salvación. Muchos eruditos en teología y estudiosos de la Biblia sostienen que, este versículo sólo contiene un mensaje particular dado a una sola persona y en un contexto determinado; reconocen que la promesa existe, pero que fue dada de manera exclusiva al carcelero de Filipos cuando los apóstoles Pablo y Silas iban a su casa. Los estudiosos dicen que es un error entender este mensaje como una promesa que puedan recibir otros creyentes; que debe limitarse al contexto en el que fue dado. Sin embargo, es común que se dé una controversia entre los creyentes que leen el versículo por primera vez y los maestros de su congregación, quienes se encargan de explicar el supuesto error de interpretación, mostrando ejemplos de la Biblia y argumentos lógicos que llevan a la siguiente conclusión: Dios no podría hacer esa promesa a otros creyentes porque sería una contradicción. Es verdad que la salvación es individual, y que cada ser humano debe arrepentirse para recibir el perdón de sus propios pecados; también es verdad que el nuevo nacimiento es personal y que cada individuo debe recibir en su corazón el regalo de la vida eterna; asimismo, es verdad que nadie llega al cielo por accidente sino de manera voluntaria y por una decisión propia. Esto nadie lo duda; todos los cristianos lo sabemos y lo damos por hecho. Es indiscutible que sólo quien nace de nuevo recibe el perdón, lo entiende y lo vive de inmediato con mucha claridad; y experimenta por primera vez un gozo y una paz desconocidos hasta ese momento. Sin embargo, más allá de nuestra capacidad para entender la letra escrita en la palabra de Dios, está el poder del Espíritu Santo y nuestra fe en el Señor Jesús; está la soberanía del Todopoderoso y el infinito amor que tiene por todos los seres humanos; amor divino que jamás podremos alcanzar a comprender con nuestro intelecto. Dios dice: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa, y debemos creerle, porque hay fundamentos bíblicos que sustentan y confirman esta promesa de salvación. Dios ha puesto en mi corazón la necesidad de compartir mi experiencia personal sobre la forma en que recibí de Él la promesa de salvación para los de mi casa. Mi único propósito es que, con la guía del Espíritu Santo, tú puedas discernir las porciones de la Biblia que sustentan mi fe en esta promesa y la puedas recibir tú también, si es que aún no lo has hecho. Sólo necesitas abrir tu corazón y escuchar la voz de Dios. Lo peor que puede pasar es que sigas creyendo en lo mismo que hasta ahora; que sigas validando la enseñanza generalizada que hay entre los creyentes, pero también es probable que al considerar mi punto de vista decidas buscar a Dios en la intimidad para corroborarlo. En tal caso, quizá fortalezcas tu convicción al consultar los fundamentos bíblicos, pero también es probable que termines pidiéndole a Dios que haga realidad en tu vida esta promesa de salvación para ti y tu casa; promesa que sólo Él puede darte y confirmarte a través de Su palabra. Dios te ama; y ama también a tus hijos y a todos los de tu casa; Dios ama a tus seres queridos más de lo que tú puedes hacerlo, y los bendice y los guarda tanto como a ti; tus oraciones por ellos son prioritarias para Él; por favor nunca dejes de hacerlo. Desde el Edén, Dios creó a un hombre y a una mujer, e instituyó la familia para que aprendamos a amar a nuestros hijos; para que apreciemos el gran amor de Padre que Dios tiene por toda la humanidad. Todos sabemos que Dios es un Dios de pactos y que Él no hace acepción de personas; que nos busca a todos y se acerca para tener una relación personal con cada uno de nosotros; que nos ofrece Su vida, Su Espíritu y Su palabra con el fin de que lo conozcamos, lo busquemos y aprendamos a amarlo con el corazón. El gran propósito de Dios es que los seres humanos podamos pasar la eternidad a Su lado cuando dejemos esta tierra. Dios nos ha dado absolutamente todo lo necesario para ser salvos y lo único que nos pide es el corazón: nos creó a Su imagen y semejanza con libre albedrío; nos dio a Su Hijo Jesucristo para ser perdonados en una cruz; nos dio Su Espíritu Santo al nacer de nuevo y el don de la fe para creer en Él y en Su palabra. Y para la salvación de nuestra familia nos ha dado una promesa y un pacto eterno para su confirmación; el pacto que hizo con el rey David hace tres mil años, y que hoy lo sigue haciendo con todo aquel que se acerca y escucha Su voz. No lo desestimes;es Dios quien está deseoso de hacer este pacto contigo: “Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma; y haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David.” Isaías 55.3 Es indispensable escuchar la voz de Dios a través de Su palabra; y creerle a Él, sin dar crédito a las múltiples interpretaciones que los hombres han hecho a través del tiempo, por razonables y lógicas que parezcan. Por esa razón comparto mi testimonio de vida citando los versículos de la Biblia con los que Dios ha hablado a mi corazón; todos ellos han sido transcritos de la Biblia Reina-Valera 1960. No soy pastor ni maestro de la Biblia, vivo de mi profesión gracias a Dios; no tengo una religión sino una relación personal con Jesucristo. Nací de nuevo en septiembre de 1994, cuando tenía 34 años de edad; y desde entonces, he compartido mi fe pidiéndole a Dios que me guíe con Su Espíritu Santo. Por esa razón, y por tratarse de un tema tan controvertido, te comparto, paso a paso, la forma en que recibí durante un período de doce años, la promesa de salvación para los de mi casa, y su respectiva confirmación mediante Las Misericordias fieles de David. Estamos viviendo los últimos tiempos conforme a la palabra de Dios; tiempos peligrosos y de mucha confusión debido a falsas doctrinas en torno a la fe cristiana, y debido también a diferencias importantes entre muchas iglesias de sana doctrina, que no pueden ponerse de acuerdo en temas difíciles y controversiales como el que trata este libro, toda vez que sus metodologías de análisis difieren entre una doctrina y otra; en consecuencia, llegan a conclusiones teológicas distintas y enseñan doctrinas diferentes basadas en la misma letra escrita en la Biblia, convencidos de que tienen la razón. Con modestia, yo sólo comparto mi experiencia de vida; no me atrevo a hablar de teología bíblica ni de hermenéutica o exégesis, mucho menos de lo escrito en el idioma original. Gracias a Dios, sólo sé y puedo asegurar que la palabra de Dios tiene vida y poder. Con el paso del tiempo he podido comprobar que la Biblia se explica a sí misma; que Dios responde a todas nuestras preguntas, y aclara todas nuestras dudas con base en lo escrito en la misma Biblia. Sólo necesitamos abrir ante Dios el corazón. Esta es la razón por la cual este libro contiene muchos versículos; y he tratado de compartirlos de manera cronológica, conforme Dios me fue revelando, poco a poco, la promesa de salvación para los de mi casa y su respectiva confirmación. Dios nos enseña que debemos acudir a la Biblia pidiendo la guía del Espíritu Santo porque ninguna profecía está sujeta a la interpretación humana: “Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en nuestros corazones; entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo.” 2 Pedro 1.19- 21 Escribí este libro con el apoyo de oración de muchos hermanos en la fe, a quienes les agradezco profundamente; lo hice con un sentido de urgencia porque creo en la proximidad del Arrebatamiento, y porque considero que deberíamos reflexionar y meditar sobre la manera en la que estamos viviendo, toda vez que, existe la posibilidad de que nuestros seres queridos se queden a la Gran Tribulación. En la Gran Tribulación morirán casi tres cuartas partes de los seres humanos que moran en la tierra, y será terrible la destrucción y el sufrimiento que habrá en el mundo entero cuando venga el juicio de Dios, que castigará con ira a los hombres por su maldad. Cuando el séptimo ángel derrame la última copa de la ira de Dios sobre la tierra, habrá un terremoto de inmensa magnitud: “Entonces hubo relámpagos y voces y truenos, y un gran temblor de tierra, un terremoto tan grande, cual no lo hubo jamás desde que los hombres han estado sobre la tierra.” Apocalipsis 16.18 Pido a Dios en el nombre de Jesús que este libro sea de aliento y bendición para ti y los tuyos; o bien, que pueda ser de ayuda para alguien más; quizá para algún creyente que conoces y ha estado en tus oraciones porque su familia se mantiene ajena al evangelio; o bien, para alguien que no ha nacido de nuevo y por quien estés orando por su salvación. Así sea. Con fundamentos bíblicos podrás asegurar que Las Misericordias fieles de David están contenidas en un pacto eterno que le garantizaron a David dos cosas principalmente: la primera, que de su descendencia nacería el Mesías, el Salvador del mundo; y la segunda, que lo bendeciría a él y a su casa; específicamente, a sus hijos: “Si dejaren sus hijos mi ley, y no anduvieren en mis juicios, si profanaren mis estatutos, y no guardaren mis mandamientos, entonces castigaré con vara su rebelión, y con azotes sus iniquidades. Mas no quitaré de él mi misericordia, ni falsearé mi verdad. No olvidaré mi pacto, ni mudaré lo que ha salido de mis labios. Una vez he jurado por mi santidad, y no mentiré a David. Su descendencia será para siempre, y su trono como el sol delante de mí.” Salmos 89.30-36 Dios no miente, y la expresión de que juró y no mentirá a David es para garantizarnos la seguridad de Su promesa, la cual incluye el castigo y la corrección de sus hijos para bendecir a toda su casa. Esta promesa se extiende a quienes hacen este pacto eterno con Dios y reciben Las Misericordias fieles de David, las cuales bendicen al creyente y a sus hijos; al creyente y a los de su casa: “Se alegró por tanto mi corazón, y se gozó mi alma; mi carne también reposará confiadamente: porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción.” Salmos 16.9-10 David creía en la muerte y la resurrección de Jesucristo; y profetizó del Señor Jesús estando consciente de que él también sería resucitado, como lo seremos todos los que hemos nacido de nuevo y creemos en el Señor Jesús. La Biblia dice: Y en cuanto a que le levantó de los muertos para nunca más volver a corrupción, lo dijo así: Os daré las misericordias fieles de David. (Hechos 13.34): “Por eso dice también en otro salmo: No permitirás que tu santo vea corrupción. Porque a la verdad David, habiendo servido a su propia generación según la voluntad de Dios, durmió, y fue reunido con sus padres, y vio corrupción. Mas aquel a quien Dios levantó, no vio corrupción.” Hechos 13.35-37 Por un lado, Jesucristo no vio corrupción y fue resucitado; por otro lado, David sí vio corrupción, pero también será resucitado al igual que nosotros, los que hemos recibido a Jesucristo como Señor y Salvador. La bendición que David recibió para su casa con este pacto es la promesa de salvación que yo recibí y pude comprender con claridad a lo largo de doce años: Dios prometió corregir a sus hijos para levantarlos de los muertos. Esta promesa de salvación es para todos los seres humanos que la quieran recibir y la puedan creer; de igual manera, Las Misericordias fieles de David son para todos los creyentes que las quieran recibir y las puedan creer. Dios no hace acepción de personas; somos nosotros los que supeditamos nuestra fe al razonamiento humano. El único requisito para recibir esta promesa y su confirmación es nuestra fe. Debemos acercarnos a Dios en oración y creer en Su palabra al escuchar Su voz. Nuestro Señor Jesucristo dice: Si puedes creer, al que cree todo le es posible. (Marcos 9.23). “¿Tienes tu fe? Tenla para contigo delante de Dios. Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo que aprueba.” Romanos 14.22 Que la gracia, la misericordia y la paz de Dios Padre y del Señor Jesucristo sean contigo: “Os daré las misericordias fieles de David” Hechos 13.34b “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en el cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” Juan 3.16 -Cristo vive y te ama- me dijoun nuevo amigo y compañero de trabajo mientras compartíamos los alimentos cerca de la oficina; y sin darle importancia, yo pensé: - ¡Claro!, eso siempre lo he sabido, ¿qué tiene de nuevo?-, y él continuó diciendo: -Cristo te ama sin condición, tanto que no es posible entenderlo a menos de que nazcas de nuevo, a menos de que lo recibas en tu corazón-. Me habló del perdón y la vida eterna; de una vida nueva, guiada por Dios a través de Su palabra: -Cristo quiere establecer una relación personal contigo- me dijo; -quiere que lo conozcas y aprendas a confiar en Él; quiere que realmente creas en tu corazón que Él entregó su propia vida por ti en una cruz, y que al tercer día resucitó-. Antes de esta charla, mi amigo y yo habíamos coincidido en un par de juntas de trabajo y nuestra comunicación había sido escasa; pero ese día platicábamos de algo distinto y muy personal; para mí fue algo tan especial, que recuerdo haber escuchado con mucho interés todo lo que me dijo. Aseguró que el regalo más grande que Dios le ha dado a los hombres fue en una cruz: -Cristo quiere que recibas ese maravilloso regalo que sólo Él puede darte: La salvación-. Esta fue la primera vez que escuché sobre el nuevo nacimiento escrito en la Biblia: “Respondió Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.” Juan 3.3 Durante los tres meses siguientes, Dios hizo un milagro en mi vida: se complicaron todos mis asuntos familiares y laborales; se deterioraron mis relaciones y mi salud también se afectó; en consecuencia, aumentó la cantidad de problemas en casa y en el trabajo. Y como nunca, llegué a sentirme agobiado y frágil; la tristeza, el temor y la desesperación me permitieron ver con claridad que yo vivía separado de Dios; distanciado de sus mandamientos. Aunque profesaba una religión y trataba de seguir sus ordenamientos, yo vivía lejos de cumplir lo poco que conocía de la palabra de Dios; mentía con facilidad y encubría mis pecados con un aparente buen comportamiento; a menudo tenía pesadillas y sentía remordimientos y cargos de conciencia. Fue en este período de tres meses que llegué a reconocer que yo era un pecador, y pude darme cuenta de que necesitaba la ayuda y el perdón de Dios. Confieso que antes de esto, yo ya había comenzado a identificar mi hipocresía; algunas veces, ya me había sentido mal cuando escuchaba a mis amigos y familiares hablar bien de mí. Me sentía incómodo porque, en realidad, yo no era la buena persona que ellos decían, ni tenía las cualidades que supuestamente veían en mí; salvo que, siendo sincero, yo no vivía seguro de mí mismo, sino con mucha incertidumbre e intranquilidad; yo no era fuerte ni valiente, sino débil y temeroso; y tampoco era tan decente ni honesto como aparentaba; de hecho, llegué a tener una crisis existencial. Entonces recordé la conversación que había tenido con mi nuevo amigo y me acerqué a él, porque me había comentado sobre unas pláticas de la Biblia que daba un predicador cada semana en su casa; me había dicho que llegaban varias personas de la iglesia en la que él y su familia se congregaban. Al preguntarle sobre esto, mi amigo sin dudar me invitó con una alegre sonrisa; casualmente, ese mismo día era la reunión, y lo acompañé al salir del trabajo. Manejamos a prisa de la oficina a su casa y llegamos justo a tiempo; tomé asiento y escuché la predicación; al terminar me despedí de inmediato para no llegar muy tarde a casa; y, además, para meditar un poco en lo que había sucedido. Sinceramente, me retiré de su casa pensando que, con toda seguridad, mi amigo se había puesto de acuerdo con el pastor para que el mensaje girara alrededor de mi vida y de lo que yo sentía; toda la plática giró alrededor de mis problemas. En verdad, hubo tanta coincidencia que lo di por hecho; aunque mi amigo no parecía ser de esas personas que hacen trampas o engañan a otras, era imposible que hubiera sido una casualidad. Fue la parábola del sembrador lo que escuché esa noche; el pastor habló de la semilla y del fruto que se cosecha según las características y condiciones de la tierra en que se siembra. Supe que el sembrador es Dios y que la semilla es Su palabra; que la tierra es el corazón del hombre y que las características y condiciones de la tierra corresponden, en cada caso, a las diferentes actitudes del corazón que recibe Su palabra. Sólo una tierra fértil produce un fruto abundante; sólo un corazón dispuesto a obedecer a Dios recibe Su palabra con gozo, la guarda y permite que dé fruto en el reino de Dios. Siendo sincero, me gustó todo lo que dijo el pastor; fue tan claro y profundo que me sentí descubierto, pero a la vez aceptado; me sentí apercibido, pero tranquilo y consolado. La familia de mi amigo fue muy afectuosa y amable; todas las personas que asistieron a esa reunión me parecieron sinceras y amistosas. Esa noche llegué a casa sintiéndome tranquilo; hubo paz en mi corazón. Una semana después, asistí de nuevo a la predicación; fui yo quien buscó otra vez a mi amigo y me aseguré de no faltar, porque sentí que esa plática era lo que yo necesitaba. En medio de todos los problemas por los que yo atravesaba en ese momento, aquella experiencia me había hecho descansar. A pesar de que dudé sobre una supuesta predicación arreglada, el mensaje me había hecho sentir muy bien; y coincidía con lo que mi amigo me había platicado sobre el nuevo nacimiento: “No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo.” Juan 3.7 Cuando asistí por segunda vez volvió a ocurrir lo mismo; el pastor predicaba y se dirigía a todos los presentes, pero el mensaje era sólo para mí. Sin embargo, esta vez entendí que era Dios quien estaba tocando mi corazón con Su palabra; que Dios me estaba diciendo lo mucho que me amaba y que sólo esperaba mi decisión para reconciliarme con Él. Después supe que mi amigo había orado por mí desde varios meses antes; que no sólo pedía por mi salud y mi bienestar, sino que, principalmente, pedía por mi salvación. “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero.” Juan 6.44 Al terminar la reunión, mi amigo me pidió que platicáramos cinco minutos sobre mis impresiones de la predicación, y me recordó que yo necesitaba nacer de nuevo; me compartió algunos versículos de la Biblia y me invitó a hacer una oración. Entonces, con el corazón quebrantado me dirigí al Creador, y como un niño que necesita ser consolado, me acerqué a Él en busca de protección y de amor. Con el alma sedienta y necesitada, le pedí perdón a Dios por todos mis pecados... Y recibí a Jesucristo como mi Señor y Salvador. ¡No! No cayó un rayo del cielo ni hubo un temblor, tan sólo nací de nuevo por la gracia y la misericordia de Dios. ¡No! No se acabaron mis problemas ni he vivido todos estos años sin aflicción, tan sólo he aprendido a confiar cada día más en el Señor. Desde ese día comprendí que Cristo vive y me ama sin condición. El día que tú lo decidas, si aún no has nacido de nuevo, Dios puede hacer un milagro en tu vida como lo hizo en la mía y lo ha hecho en millones de personas en todo el mundo. Sólo pídele perdón y recíbelo en tu corazón para que puedas creerlo y compartirlo con toda el alma: Cristo vive y te ama. “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” Hebreos 4.7b “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” Hebreos 4.7b La coincidencia que había entre lo que yo estaba leyendo y lo que necesitaba en ese momento era total; esa noche, parecía que el autor del libro leía mis pensamientos, como si interactuara conmigo, como si comprendiera mis sentimientos y conociera a la perfección mi realidad. Era la Biblia lo que tenía en mis manos y, de pronto, tuve miedo; había algo distinto en la lectura de ese día; algo sorprendente, sobrenatural. Yo había nacido de nuevo tres días antes y, en ese momento recordé que, recientemente, había visto por televisión a unos soldados que entraban a un templo cristiano en EstadosUnidos, para rescatar a varias personas de un suicidio colectivo; también recordé, que había visto el testimonio de unos cristianos en México, quienes consentían que sus esposas se acostaran con el pastor de la iglesia, con el absurdo pretexto de obedecer a Dios. Esa noche tuve miedo, porque pensé que quizá estas personas no actuaban sólo por ignorancia sino por alguna razón muy poderosa y sobrenatural. Tuve miedo porque no quería equivocarme leyendo la Biblia y terminar haciéndome daño, o peor aún, perjudicando a mi familia. Yo siempre había pensado que la brujería, los muertos, los espíritus y todo lo sobrenatural era para la gente ignorante; yo aseguraba que refugiarse en la Biblia, en la Cruz y en las cosas de Dios era para quienes no sabían valerse por sí mismos; que todo eso era para personas con bajo coeficiente intelectual; para los ancianos o enfermos en fase terminal; o bien, para quienes lo habían perdido todo o simplemente, por alguna razón se encontraban en la antesala de la muerte. Recuerdo bien que, en ese momento, con la mirada fija en la Biblia, le dije a Dios: -Estas hojas de papel salieron de la corteza de un árbol; esta tinta fue estampada en una imprenta; y estos hombres que escribieron los evangelios: Mateo, Lucas, Marcos y Juan, tan sólo fueron hombres; seres humanos como yo; por tanto, ¿cómo puedo saber si esto es Tuyo? ¿Si esto es bueno? ¿Y si es para mí?- Continué leyendo y las respuestas aparecieron en lo que ocurrió el domingo de resurrección. Dice la Biblia que, ese domingo, dos discípulos del Señor iban de camino a una aldea llamada Emaús, un lugar que está como a once kilómetros de Jerusalén; y que mientras platicaban sobre lo ocurrido recientemente, Jesús se acercó y caminaba con ellos; y sin permitir que le reconocieran Él les preguntó: ¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes? (Lucas 24.17). Uno de ellos contestó: ¿Eres el único forastero en Jerusalén que no ha sabido las cosas que en ella han ocurrido en estos días?, entonces Él les dijo: ¿Qué cosas?, y ellos le platicaron de Jesús de Nazaret; le hablaron del varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de los hombres; le dijeron de cómo los sacerdotes y los gobernantes lo sentenciaron a muerte y lo crucificaron injustamente. Asimismo, ellos también le platicaron durante el camino, que esperaban que ese varón crucificado era quien había de redimir a Israel, y que ya habían transcurrido tres días desde que todo esto había ocurrido; que ellos estaban asombrados porque algunas mujeres habían dicho haberle visto vivo, pero que no habían podido hallar su cuerpo; le dijeron también que algunos de ellos fueron al sepulcro y no lo vieron, y: “Entonces él les dijo: ¡O insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?” Lucas 24.25-26 Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, Jesús les fue declarando lo que las Escrituras decían de Él; y cuando llegaron a donde iban, ellos lo invitaron a quedarse porque ya era tarde, y Él aceptó y entró a quedarse con ellos: “Y aconteció que, estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron; mas Él se desapareció de su vista.” Lucas 24.30-31 ¡Aquí!, justo en este instante, cuando Él partió el pan y le reconocieron, yo no era sólo un espectador de esta escena como cuando lees un libro, o ves una película o una obra de teatro. ¡No! No fue así; yo sentía lo que estaba ocurriendo en ese lugar y en ese momento en que Jesús desapareció de su vista; como si yo hubiera estado sentado a la mesa con ellos; como si yo también hubiese recibido una porción de ese pan: “Y se decían uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” Lucas 24.32 Esta fue la primera vez que Su palabra me traspasó el alma; la primera vez que en la intimidad escuché con claridad Su voz; la primera vez que lloré de gozo con la Biblia en mis manos. Y le pedí perdón por haber dudado; por haber pensado que Su palabra podía hacerme daño. Con lágrimas en los ojos, le agradecí con todo mi ser por haberme dado esa maravillosa respuesta, ese regalo, esa bendición: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.” Hebreos 4.12 Hoy doy gracias a Dios, porque desde entonces no he vuelto a dudar de Su palabra; sé que Dios es amor, y que el amor no hace daño al prójimo; Él jamás nos pide que hagamos algo malo, ilícito o inmoral sino por el contrario, Su palabra nos guía a la Luz y a la Verdad. El miedo que tuve aquella noche fue producto de mi ignorancia en las cosas del Espíritu de Dios; fue mi conciencia intranquila por haber vivido siempre alejado de Sus mandamientos; sin conocerlo y sin haber experimentado nunca Su presencia en la intimidad; sin haber escuchado nunca Su voz. “Toda palabra de Dios es limpia; Él es escudo a los que en él esperan.” Proverbios 30.5 Desde entonces, no he dejado de leer la Biblia cada día; no he dejado de compartir Su mensaje de amor y de paz. Constantemente invito a quienes me rodean a que se acerquen al Señor; que disfruten de Su presencia y se alimenten de Su Palabra; que escuchen Su voz hasta que sientan arder su corazón y reciban una porción de ese pan: “Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás.” Juan 6.35 Aprendamos, pues, a buscar diariamente al Señor Jesús en la intimidad y a pasar tiempo a solas con Él; a saciar nuestra alma con el alimento espiritual de Su palabra, que recibe nuestro corazón al escuchar Su voz: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen.” Juan 10.27 “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen.” Juan 10.27 -Pero ¿lo escuchaste?- me preguntó el esposo de mi hermana, mientras yo le platicaba sobre mis conversaciones con Dios; - ¿Llegaste a oír con tus oídos Su voz?- me volvió a preguntar de manera específica y con cierta preocupación; él es psiquiatra y le inquietó la firmeza con que yo hablaba de Dios. Desde que nací de nuevo yo he confesado mi fe en todo momento y en todo lugar; he compartido sobre mi relación personal con Dios, y he comunicado Su mensaje de salvación; pero, al principio yo acostumbraba a decir con alegría y seguridad: -¡Dios me dijo!- Y yo decía esto cuando repetía en primera persona lo que literalmente Jesús decía a una multitud; o bien, cuando me refería a algún mensaje que parafraseaba para darle continuidad a la plática y, a veces, cuando recordaba algún pasaje o relato escrito en Su palabra que yo había escuchado en el corazón. Desde entonces, aprendí a decir: -Dios me dijo en un pensamiento- para no confundir ni distraer a nadie; y para evitar aclaraciones innecesarias durante una conversación. Gracias a Dios, desde que recibí a Jesucristo como mi Señor y Salvador, recibí también el gran privilegio de escuchar Su voz con el corazón; tal y como seguramente lo recibiste tú y todos los que han nacido de nuevo. Dios nos habla a través de la Biblia; nos habla a través de todo lo escrito en Su bendita palabra. El apóstol Pablo nos aclara que el Antiguo Testamento se escribió para nuestra enseñanza: “Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza.” Romanos 15.4 El autor de Hebreos dice que: Dios habló muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por medio de los profetas, pero, que en estos postreros días nos habla por medio de Su Hijo (Hebreos 1.1-2). Y así es, Dios nos habla al corazón; nos habla por medio del Verbo hecho carne que habitó entre nosotros;por medio de Su palabra que tiene vida y poder. Y este gran privilegio de oír Su voz lo recibe todo aquel que nace de nuevo; todo aquel que se arrepiente y establece una relación personal con Dios; y lo puede disfrutar con el alma todo aquel que lo busca en la intimidad con el corazón. Gracias a Dios, este regalo se recibe a partir del nuevo nacimiento una sola vez y para siempre; a partir de ese momento y para la eternidad; por tanto, ningún creyente debería desperdiciar este privilegio manteniéndose a distancia de la Biblia; sin escuchar la voz del Señor: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.” Juan 10.27-28 Desde hace dos mil años, Jesucristo nos ha dicho en Su palabra que, si oímos Su voz y abrimos la puerta, entrará a nosotros y cenará con nosotros y nosotros con Él; nos ha hablado de una convivencia entrañable y profunda; nos ha pedido mantener una comunicación estrecha con Él, basada en un privilegio, no en una obligación. Jesucristo nunca habló de religión sino de una relación personal; habló de una comunión íntima del ser humano con Su Creador; en donde Él se comunica con nosotros por medio de Su palabra, y nosotros con Él, por medio de la oración: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.” Apocalipsis 3.20 Es necesario oír Su voz para recibirlo en el corazón; y aún más, es necesario abrir la puerta y pedirle que entre a morar como el Señor de nuestra vida y como el Salvador de nuestra alma. Esa fue mi experiencia, yo respondí a Su llamado cuando supe que Él me hablaba a través de la Biblia. Así fue como inicié mi relación personal con Él; como pude creer con el corazón en Su muerte y Su resurrección; como nací de nuevo y recibí el Espíritu Santo; el perdón de mis pecados; el inexplicable y maravilloso regalo de la Fe. Así de grande e inexplicable es el amor de Dios para con todos los seres humanos; nos busca insistentemente a todos sin excepción. Y qué maravilloso es saber que Cristo es quien se acerca a nosotros; que Él es quien llega a la puerta de nuestro corazón y llama: He aquí, yo estoy a la puerta y llamo (Apocalipsis 3.20): “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” Hebreos 4.7 -Arrepiéntete y cree en el evangelio- (Marcos 1.15), ha dicho y continúa diciendo hoy nuestro Señor Jesucristo. Porque aún hay tiempo, porque aún puedes escucharlo si todavía no lo has hecho. Jesucristo murió por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó al tercer día; literalmente regresó de entre los muertos; Él vive. Por tanto, si aún buscas tu felicidad en el mundo, si aún no disfrutas de esa paz sobrenatural, si aún vives con temor a la muerte y sin saber en dónde pasarás la eternidad, arrepiéntete y conviértete, para que sean borrados tus pecados (Hechos 3.19). Si aún no escuchas Su voz ni sientes Su presencia en la intimidad, si aún no te deleitas con Su palabra ni lo buscas a diario para pasar tiempo a solas con Él, arrepiéntete y tendrás vida eterna: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida.” Juan 5.24 Si aún no has nacido de nuevo, todavía puedes hacerlo; sólo debes arrepentirte y recibir el Espíritu de Dios en tu corazón. Si aún no te sientes aceptado, ni protegido, ni perdonado por Dios; si aún piensas que debes hacer algo para ganarte Su amor y recibir la llenura de Su Espíritu Santo, arrepiéntete y cree en Su palabra, la cual dice: Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero (1 Juan 4.19). El nuevo nacimiento ocurre una sola vez y para siempre; no se pierde por nada, es eterno y se recibe mediante el arrepentimiento. Y como es en la historia de la humanidad, así es en la vida del hombre: hay un antes y un después de Cristo; existe un parteaguas en la vida de cada persona que recibe a Jesucristo en su corazón. Quien nace de nuevo recibe a partir de ese momento el Espíritu de Dios que cambia todas las cosas en su vida: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” 2 Corintios 5.17 Dice la Biblia que: a Jesús de Nazaret, quien fue crucificado, Dios le hizo Señor y Cristo (Hechos 2.36), para que cada uno de los hombres pueda arrepentirse y bautizarse en el nombre de Jesús: Arrepiéntete y bautízate en el nombre de Jesucristo para el perdón de tus pecados, y recibirás el don del Espíritu Santo (Hechos 2.37). Nuestro Señor Jesús aún sigue buscando a todos los seres humanos que aún no nacen de nuevo; a todos los que viven sin disfrutar del gozo y la paz de Su reino; a todos los que aún no escuchan Su voz. Y aún sigue pidiéndoles que se arrepientan y crean en el evangelio. Si te arrepientes de tus pecados, aprenderás a escuchar la voz de Dios y le dirás al mundo entero, sin duda y sin miedo: -Dios me dijo en un pensamiento- cada que compartas lo que Él te hable al corazón. “Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos el Señor nuestro Dios llamare.” Hechos 2.39 “Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos el Señor nuestro Dios llamare.” Hechos 2.39 Si aún no has nacido de nuevo, este capítulo es para ti; es una invitación para que lo hagas mediante el arrepentimiento conforme a la palabra de Dios. Dice la biblia que: Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino predicando el evangelio de Dios (Marcos 1.14): “Diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos y creed en el evangelio.” Marcos 1.15 Es necesario nacer de nuevo con base en la verdad del evangelio: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras (1 Corintios 15.3-4). Si te arrepientes de tus pecados, recibirás el Espíritu Santo y vivirás con la certeza de pasar la eternidad en el cielo; vivirás con la convicción de la presencia de Dios en la tierra… recibirás el don de la fe: “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.” Hebreos 11.1 El nuevo nacimiento no es algo terrenal sino un milagro del cielo; no es un concepto intelectual ni un ritual religioso, sino un hecho espiritual que sobrepasa nuestro entendimiento. Es un don de Dios; es un regalo de amor que se necesita recibir por fe para ser salvo; es un obsequio que se recibe por medio del arrepentimiento al escuchar Su voz: “Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor Nuestro.” Romanos 6.23 Al nacer de nuevo aprendemos que todo lo escrito en la Biblia es verdad; que el que no naciere de nuevo no puede entrar al reino de Dios y no puede verlo siquiera; que Su reino no es de este mundo sino celestial. El apóstol Pablo dice: Su reino no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. (Romanos 14.17); y aclara después: Porque el reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder (1 Corintios 4.20). El reino de Dios se comunica únicamente con Su palabra, no se puede explicar con palabras humanas; y se expande con las manifestaciones de Su poder; con la locura de la predicación del evangelio dice el apóstol Pablo (1 Corintios 1.21). Y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio! (1 Corintios 9.16). Si naces de nuevo, comprenderás por qué dice el apóstol Pablo: Que el hombre natural, no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente (1 Corintios 2.14). Todo creyente ha recibido la salvación por la gracia de Dios, sin merecerlo; tan sólo por arrepentirse, y creer con el corazón en la muerte y la resurrección de Jesucristo. Si naces de nuevo, comprobarás que el que no nace del Espíritu, no puede experimentar lapresencia de Dios ni disfrutar Su gozo y Su paz; no puede escuchar Su voz ni sentir la llenura de Su Espíritu. En otras palabras, no puede ver las riquezas del reino de Dios; no puede ser libre del pecado ni tener la seguridad de ir al cielo; no puede confiar en la palabra de Dios ni puede vivir en paz; no puede siquiera descansar: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.” Mateo 11.28-30 Quien nace de nuevo vive en una nueva dimensión del amor; disfruta del gozo y de la paz del reino celestial; se siente amado, comprendido, aceptado, perdonado y bendecido por Dios. Todo creyente busca a Dios en la intimidad y pasa tiempo a solas con Él, no como algo opcional sino como algo necesario; es Dios quien produce ese deseo en su corazón: “Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad.” Filipenses 2.13 Quien nace de nuevo escucha la voz de Dios al leer Su palabra, y disfruta cada momento con la Biblia en sus manos; en cada encuentro descubre que esa reunión es lo más importante en la vida; que no es algo aburrido ni pesado sino todo lo contrario, porque ahí recibe su mejor alimento. Es el evento más valioso del día y pasa muy apresurado; se regocija en el Señor, y puedo asegurarte que lamenta no haberlo conocido antes. Quien nace de nuevo, comprueba que el privilegio más grande que puede tener un ser humano es vivir en una comunión íntima con Dios; con el Creador del cielo y de la tierra; con el Dios vivo; el Cristo resucitado. El nuevo nacimiento escrito en la Biblia es la mayor bendición que puede recibir el ser humano. Dios nos lo ofrece a todos; y lo recibe todo aquel que escucha Su voz y abre la puerta de su corazón. Si tienes alguna duda sobre tu salvación, o nunca has tomado la decisión de arrepentirte, por favor escúchame: Sé que tienes oídos para oír porque has leído los párrafos que están entre comillas, y has oído en tu corazón la voz de Dios; pues, es Él, quien nos habla a través de Su palabra, y quien ahora te dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.” Apocalipsis 3.20 Dios te ama y está deseoso de que nazcas de nuevo, para que vivas en comunión con Él y estés completamente seguro de que, al dejar esta tierra, vivirás junto a Él en el cielo. Dios está dispuesto a darte Su Espíritu, para que creas en el Señor Jesucristo con el corazón: “Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo.” Hechos 2.38 Arrepiéntete ahora y creerás en el evangelio para siempre; vivirás creyendo con el corazón, no sólo con la mente; vivirás creyendo con el alma, no sólo con el entendimiento y la razón. Arrepiéntete y tendrás el derecho de ser hecho hijo de Dios: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.” Juan 1.12-13 Arrepiéntete ahora y serás una nueva criatura nacida del Espíritu de Dios; un nuevo ser espiritual que tendrá comunión con el Creador: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo.” Juan 3.6-7 Arrepiéntete, y vivirás convencido de que nada ocurre sin la voluntad de Dios; que todo lo que Él permite tiene una razón y un propósito; que todo lo tiene bajo Su control y siempre tiene la última palabra. Y que por trágica y dolorosa que pueda ser una situación adversa en tu vida, Dios la usará para bendecirte, aunque no lo entiendas en ese momento sino después: Y sabemos que los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados (Romanos 2.28). Poco a poco crecerá tu fe e irás siendo transformado; irás aprendiendo a obedecer y a confiar en Su palabra; descansarás en Su poder y te deleitarás en Su presencia; disfrutarás de Su compañía, tanto, que puedo asegurarte que muy pronto anhelarás vivir en la hermosura de la santidad para la que fuimos creados. Si tuvieras alguna duda sobre tu salvación, no esperes más; ponte a cuentas con Dios en este momento. Dios te ama; Él te creó y sabe todo de ti; Él te formó en el vientre de tu madre y te conoce a la perfección; comprende tus defectos y tus virtudes, tus aciertos y tus errores; te acepta tal y como eres, y quiere darte Su Espíritu Santo para que vivas en la tierra con la certeza de pasar la eternidad en el cielo. Dios escucha tus pensamientos y conoce las intenciones de tu corazón; ante Sus ojos no hay nada oculto; Dios sabe que deseas reconciliarte con Él y Él lo desea aún más que tú. Lo único que debes hacer es tomar la decisión de arrepentirte ahora; Él está contigo, ahí en donde estás; Él está viéndote y esperando escuchar tu voz: “Porque dice: En tiempo aceptable te he oído, y en día de salvación te he socorrido. He aquí ahora el tiempo aceptable, he aquí ahora el día de salvación.” 2 Corintios 6.2 No esperes más; con tus propias palabras dile a Dios que te arrepientes de todos tus pecados y pídele perdón; dile que aceptas el pago que Jesucristo hizo por ti hace dos mil años en la cruz. Con el pensamiento, acércate a ese madero y atrévete a buscar Su mirada; a ver su rostro y su cuerpo ensangrentado; Sus manos y Sus pies crucificados. Y pídele que entre a morar en tu corazón porque Él resucitó; recíbelo como el Señor de tu vida y acéptalo como el Salvador de tu alma; pídele que gobierne a partir de ahora en tu mente y en tu corazón. En el nombre de Jesús. Amén. “Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén.” Romanos 11.36 A manera de una pausa en la lectura, déjame decirte que has tomado la decisión más importante en tu vida. Todas las personas que toman esta decisión de manera sincera, genuina y auténtica, nacen de nuevo; se reconcilian con Dios y comienzan una vida nueva; una relación personal con el Creador del cielo y de la tierra; una relación de amor que nunca termina; que es para siempre. Si has orado con el corazón, no tienes por qué dudar de que has tomado la decisión de mayor trascendencia en toda tu vida. Cristo vive y te ama; Él te ha escuchado y te ha respondido; Él ha entrado a tu corazón como lo ha prometido y ahora debes conocerlo a través de Su palabra, porque muy pronto se manifestará a ti: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él.” Juan 14.21 “Le dijo Judas (no el Iscariote): Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo?” Juan 14.22 “Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él.” Juan 14.23 De ahora en adelante, no dejes de orar y de leer tu Biblia; busca a Dios en la intimidad y pasa tiempo a solas con Él. Recuerda que Dios no nos habla al entendimiento sino al corazón; y nunca olvides que la fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios (Romanos 10.17): “Hijo mío, está atento a mis palabras; inclina tu oído a mis razones. No se aparten de tus ojos; guárdalas en medio de tu corazón. Porque son vida a los que las hallan, y medicina a todo su cuerpo. Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida.” Proverbios 4.20-23 Muy pronto comprenderás con mayor claridad la decisión que has tomado; y valorarás y agradecerás cada vez más el sacrificio que Jesucristo hizo por ti en la cruz. No te sorprenda que quieras compartir de inmediato esta experiencia con quienes te rodean; es normal en todos los que nacemos de nuevo. En la medida en que aprecies el valoreterno de tu salvación, sentirás la necesidad de que tus seres queridos también puedan vivir esta misma experiencia del perdón de Dios. Puedo asegurarte de que, en breve, Dios pondrá un cargo especial en tu corazón por la salvación de los de tu casa: “Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” Hechos 16.31 "Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa" Hechos 16.31 En una fría tarde de invierno, tres meses después de haber nacido de nuevo, mi corazón se llenó de gozo cuando leí en la Biblia el versículo que dice: -Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa (Hechos 16.31), porque mi esposa y mis hijos estaban ajenos al nuevo nacimiento escrito en la Biblia. Ellos no asistían conmigo a las reuniones de la iglesia y mis esfuerzos por acercarlos habían sido en vano. Mi esposa no quería escuchar predicaciones ni convivir con mis nuevos amigos de la iglesia; le molestaba el gran interés que yo tenía en leer la Biblia, y le preocupaba mucho ver la emoción con la que yo compartía mi fe. Y yo hablaba de Jesucristo sin parar; platicaba sobre lo que estaba aprendiendo en la palabra de Dios y sobre mis nuevas experiencias; compartía sobre las múltiples bendiciones y respuestas de oración que recibía del Señor. Coincidencias para el mundo, “Dioscidencias” para mí, como les llamó alguien por ahí. Me preocupaba la salvación de mi familia, pues yo entendía muy bien que cada persona debía escuchar el evangelio y arrepentirse de sus pecados, para recibir el perdón y pasar la eternidad en el cielo. Por esa razón, esa tarde, al escuchar “Serás salvo tú y tu casa”, de mis ojos brotaron lágrimas de gratitud. Fue un momento de intimidad con Dios; yo sentía Su presencia y fue Su voz lo que escuchó mi corazón. Los de mi casa eran mi esposa y mis dos hijos; por tanto, ellos llegarían a ser salvos algún día. Esa tarde sentí gozo y gratitud al leer este versículo, porque supe con certeza que Dios me estaba dando una promesa de salvación para mi familia; fue Él quien me dijo: “Serás salvo, tú y tu casa”. Para mí, no hubo ninguna duda; di por hecho que esto ocurriría de una u otra manera, quizá en el último instante de su vida, pero, que finalmente llegaría el momento en que ellos se arrepentirían y nacerían de nuevo. Esa tarde, tuve la seguridad de que algún día ellos también creerían en el Señor Jesucristo; y con lágrimas en los ojos, le di gracias a Dios. Mi corazón se llenó de paz; desapareció la preocupación que yo tenía ante la posibilidad de no verlos conmigo en la eternidad. Con gran emoción lo compartí de inmediato con los líderes de mi iglesia; y con firmeza, ellos me aseguraron que yo estaba en un error; que esa promesa no era para mí y que tampoco podía extenderse a mi familia sólo por mi fe; que ese versículo contenía un mensaje particular, dado al carcelero de Filipos cuando los apóstoles Pablo y Silas iban para su casa. El argumento más sólido que me dieron para evidenciar mi error fue que la salvación era individual; y, por tanto, Dios no podría hacerme esa promesa porque habría una contradicción al sacar de contexto ese mensaje. Sinceramente, yo no sabía cómo explicarlo; yo había escuchado a Dios, y mi convicción era tal que seguía dándole gracias por haberme hablado esa tarde; por haberme hecho sentir gozo y paz al escuchar que serían salvos los de mi casa. Yo estaba seguro, porque para entonces ya había aprendido a escuchar Su voz con la Biblia en mis manos; y estaba convencido de que el Señor Jesús me había dado esa promesa de manera personal y directa; sin intérprete ni intermediario. Mi fundamento estaba en la palabra de Dios; y varias veces, Él ya me había hablado en la intimidad con mucha claridad; ya había vivido esa experiencia de gozo y de paz; no era la primera vez que, al leer la Biblia a solas, Su palabra me había traspasado el alma. Antes de nacer de nuevo, nunca me había pasado lo mismo con ningún otro libro; no recuerdo haber tenido alguna sensación parecida siquiera. Gracias a Dios, yo ya había aprendido a disfrutar el gran privilegio de escuchar con el corazón la voz del Autor de la Biblia; había aprendido que debo orar antes de leer, para pedirle a Dios que me hable y me deje oír Su voz. ¡Y bueno!, después de compartirlo con un par de creyentes más, decidí no seguir insistiendo para no quedar como un necio ni caer en rebeldía; todos coincidían y lo mejor fue guardar silencio y conservar esto en mi corazón. Pasaron como seis meses y, poco a poco, en mi convivencia con los líderes de la iglesia, en las predicaciones y en los estudios de la Biblia me convencí por completo de que ellos conocían mucho de Dios, y que tenían un gran amor por Él. Por esa razón, en mis pensamientos crecía una duda respecto a lo que Dios me había dicho. Había una discrepancia muy importante para mí y no sabía cómo resolverla; por un lado, estaba lo que dice Dios en Su palabra y, por otro, la interpretación de los líderes de mi iglesia. La duda me impulsó a platicar de nuevo con el Señor sobre esta promesa en particular. Yo tenía poco tiempo de estar leyendo la Biblia y era posible que estuviera equivocado; era posible que mi corazón fuera sincero pero que estuviera confundido; quizá influenciado por lo mucho que yo deseaba la salvación de mi familia. Así que, una mañana del siguiente verano, busqué al Señor en oración y le pedí, específicamente, que me confirmara si yo estaba en lo correcto o no; que me ayudara a entender lo que Él me había dicho al corazón seis meses antes. Recuerdo bien que, después de orar, seguí pensando con tristeza en esta discrepancia mientras me preparaba para un día normal de trabajo. Me bañé, desayuné y salí de casa; comencé a conducir mi automóvil y, exactamente en una esquina, a pocas cuadras de distancia, me detuve por un semáforo en rojo; y de pronto, un joven adolescente se acercó y me regaló un folleto, diciendo: -Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa-. Fue todo lo que dijo y se apartó; y con una amplia sonrisa en el rostro se alejó rápidamente hacia los automóviles de atrás. No puedo explicar la enorme gratitud e inmensa alegría que sintió mi corazón en ese momento; tuve ganas de llorar. Había nubes blancas en el cielo y la luz del sol iluminaba todo a mi alrededor; el clima en la ciudad era muy agradable, y sentí la compañía del Señor durante todo el trayecto a mi trabajo. Dios me había respondido a través de este joven. Lo ocurrido no podía haber sido una simple coincidencia. Lleno de emoción, compartí de inmediato esta experiencia con los líderes de mi iglesia, porque para mí había sido algo maravilloso y sorprendente; pero, lamentablemente todo volvió a quedar igual; para ellos sólo era un hecho aislado. Nadie podía asegurar que lo ocurrido en el semáforo tuviera una relación directa con mi oración de esa mañana; sólo era una conjetura mía; una interpretación de algo que no tenía sustento en la palabra de Dios. Por tanto, decidí no preocuparme más por esa discrepancia; guardé en mi corazón la promesa de Dios y las palabras de aquel joven que esa mañana habían disipado mis dudas; y habían contestado a mi oración. Para mí, Dios había fortalecido mi convicción sobre esa promesa y, calladamente, comencé a vivir sin duda y sin miedo, con la certeza de que, algún día, los de mi casa llegarían a ser salvos. Había paz en mi alma y gratitud en mi corazón. Desde luego que nunca he dejado de orar por la pronta salvación, por la salud y el bienestar de todos los de mi casa; y tampoco he dejado de agradecer por todas las bendiciones que recibimos en la familia. Desde que nací de nuevo, Dios puso en mi corazón un cargo por la salvación de sus almas y todas las mañanas se lo pido; oro para que ellos aprendan a caminar de la mano del Señor con fe y con seguridad; con la certeza y la convicción que sólo puede darnos el Espíritu Santo al nacer de nuevo. Con el paso del tiempo, en la Biblia fui confirmando que Dios bendice y salva al creyente y a su familia; y hoy creofirmemente que así lo diseñó desde el principio de la Creación. La Biblia dice que, cuando Dios creó al hombre a Su imagen y semejanza, varón y hembra los creó (Génesis 1.27), el Creador formó primero al hombre del polvo de la tierra y lo puso en el huerto que plantó en el Edén. Después hizo a la mujer tomando una de sus costillas y separó Sus virtudes entre el varón y la hembra; separó la fuerza y la fragilidad, la rudeza y la ternura entre otras cualidades; y preparó las condiciones necesarias para su reproducción, conforme a la bendición que les había dado el día en que los creó; pues Dios les había dicho: Fructifíquense y multiplíquense (Génesis 1.28). Dios creó a un varón y a una hembra y los llamó Adán a los dos; a ambos les dio el mismo nombre el día en que los creó: Varón y hembra los creó y los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán, el día en que fueron creados (Génesis 5.2). Cuando hizo a la mujer en el Edén no fue una ocurrencia posterior sino parte de Su plan; la ayuda idónea estaba en Adán, sólo había que tomarla de una de sus costillas para que pudiera hacerle compañía. Cuando Dios dijo: No es bueno que el hombre esté sólo; le haré ayuda idónea para él (Génesis 2.18), ya había creado a todos los animales según su género y los había bendecido de igual manera para que pudieran reproducirse. Antes de crear a Adán, Dios les había dicho a los animales: Fructifíquense y multiplíquense (Génesis 1.22). Y esto lo sabía Adán desde que les puso nombre a todos ellos porque los observó; sin embargo, en todo lo creado no halló ayuda idónea para él (Génesis 2.20), porque aún estaba en su costilla. El plan de Dios era que Adán tuviera descendencia; que el varón y la hembra, que había creado en uno solo, pudieran procrear hijos. Por eso, desde el día en que los creó, los bendijo y les dijo: que se multiplicaran sobre la tierra para llenarla y sojuzgarla (Génesis 1.28); y se los dijo cuando aún estaban los dos en uno; cuando Adán aún no había sido puesto en el huerto del Edén. Así instituyó Dios la familia porque Su diseño original había contemplado una descendencia para Él: “¿No hizo él uno, habiendo en él abundancia de espíritu? ¿Y por qué uno? Porque buscaba una descendencia para Dios. Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seáis desleales para con la mujer de vuestra juventud.” Malaquías 2.15 Adán tuvo ese nombre desde el principio y lo conservó como varón; pero, a la mujer que Dios hizo de una de sus costillas, Adán la llamó: “Varona”, diciendo: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada (Génesis 2.23). Y Adán comprendió que el propósito de Dios era unir en una sola carne al hombre y a la mujer, cuando se juntaran al dejar la casa de sus padres. Así nació el matrimonio allí en el Edén: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.” Génesis 2.24 Posteriormente, llamó Adán el nombre de su mujer Eva, por cuanto ella era madre de todos los vivientes (Génesis 3.20). Pero esto fue después de que desobedecieron a Dios; después de que ella fue sentenciada a estar sujeta a su marido y a sufrir dolores de parto al dar a luz los hijos (Génesis 3.16); y también, fue después de que él fue sentenciado a comer de la tierra con dolor, y a comer el pan con el sudor de su rostro (Génesis 3.17-19). Dios instituyó la familia desde el día en que los creó; preparó las condiciones para el matrimonio en el huerto del Edén; y, por haber desobedecido, les permitió unirse en una sola carne y tener hijos hasta después de haberlos expulsado de allí. Pero Dios siempre consideró al hombre y a su mujer como uno solo, como el hombre que había creado: “Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida.” Génesis 3.24 En los hijos de Adán y Eva, Dios encontraría la descendencia que buscaba para Él. Así se formó la primera familia por la voluntad de Dios; integrada por el hombre, la mujer y el hijo que nació conforme al diseño original del divino Creador: “Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo: Por voluntad de Jehová he adquirido varón.” Génesis 4.1 La familia siempre ha sido fundamental para nuestro Creador; quienes hemos tenido la bendición de procrear hijos, hemos conocido una nueva dimensión del amor, sublime y maravillosa. Cada vez que medito en la cruz del calvario, agradezco de rodillas el sacrificio de nuestro Señor Jesús, y valoro el incomparable amor de nuestro Padre Celestial que envió a Su propio Hijo a morir por mí. Cuando Dios bendice a un creyente, por la fe de éste, bendice también a su familia; bendice a todos sus seres queridos. En la Biblia existen varios ejemplos de creyentes que fueron protegidos, rescatados y salvados junto con sus familiares; junto con todos los de su casa. Así lo hizo Dios en el diluvio, cuando salvó a Noé y a toda su casa, durante el juicio que ejecutó sobre la tierra por la excesiva maldad que había en el corazón del hombre. Dios destruyó a la humanidad entera excepto a Noé, a su esposa, a sus hijos y a sus nueras, porque Noé halló gracia ante Sus ojos (Génesis 6.8); de hecho, por la fe de Noé, Dios hizo un pacto perpetuo con él, con sus hijos y con sus descendientes después de ellos (Génesis 9.8-9): “Dijo luego Jehová a Noé: Entra tú y toda tu casa en el arca; porque a ti te he visto justo delante de mí en esta generación.” Génesis 7.1 Asimismo lo hizo Dios en la Pascua; cuando guardó a todas las familias que, por la fe de Moisés y de sus seguidores, se encerraron en una casa señalada con la sangre de un cordero, el día en que rescató a los israelitas de Egipto. Aquella noche Dios hirió a todo primogénito de los egipcios y ejecutó un juicio sobre sus dioses: “Porque Jehová pasará hiriendo a los egipcios; y cuando vea la sangre en el dintel y en los dos postes, pasará Jehová aquella puerta, y no dejará entrar al heridor en vuestras casas para herir.” Éxodo 12.23 Así también lo hizo Dios en Sodoma y Gomorra; cuando rescató a la familia de Lot, por la fe y la intercesión de Abraham, el día en que fueron destruidas estas ciudades con fuego y azufre que cayó del cielo. Dios salvó a Lot, a su esposa y a sus hijas; la Biblia dice que sus futuros yernos no fueron rescatados porque no le creyeron, sino que les pareció como que él se burlaba de ellos (Génesis 19.14). “Y al rayar el alba, los ángeles daban prisa a Lot, diciendo: Levántate, toma tu mujer, y tus dos hijas que se hallan aquí, para que no perezcas en el castigo de la ciudad” Génesis 19.15 Y así lo hizo Dios después en Jericó; cuando protegió a Rahab y a toda su familia, por la fe de ella, el día en que los israelitas consumieron con fuego esa ciudad. Porque anteriormente, Rahab había escondido en su casa a los espías enviados por Moisés para protegerlos. Y en este caso, Dios también guardó a toda su parentela y todo lo que era suyo. La Biblia dice que: Josué salvó la vida a Rahab, y a la casa de su padre, y a todo lo que ella tenía (Josué 6.25): “Y los espías entraron y sacaron a Rahab, a su padre, a su madre, a sus hermanos y todo lo que era suyo; y también sacaron a toda su parentela, y los pusieron fuera del campamento de Israel.” Josué 6.23 Con base en estos ejemplos, crecía mi confianza en aquella promesa y mi gratitud a Dios también. Hoy sé que la familia tiene un lugar privilegiado en el corazón de Dios; que Su amor por nuestros seres queridos ha sido el mismo siempre. Y creo firmemente, que las razones y los propósitos de Dios para bendecirnos y salvarnos no han cambiado; que fueron concebidos desde el principio de la creación. Hoy sé también que Dios premia la fe y extiende Su misericordia; que Él bendice a un creyente y también a su familia; que privilegia la fe de una sola persona protegiendo a todos los de su casa. En estos ejemplos no veo que se limite el concepto de casa únicamente a los padres y a los hijos; ni que selimite el concepto de familia únicamente a los hermanos y a los dependientes económicos; más bien, veo que Dios guarda y bendice a todos los seres queridos de un creyente, no sólo a sus descendientes. Cuando Dios le prometió a Abraham que haría de él una gran nación y que bendeciría y engrandecería su nombre, le dijo también, que todas las naciones de la tierra serían benditas en él. Dios bendijo no sólo al hombre sino a su familia, al pueblo de Israel y a toda la humanidad. La bendición de Abraham, mediante el evangelio de Jesucristo, es para todas las familias de la tierra. “Serán benditas en ti todas las familias de la tierra.” Génesis 12.3b “Serán benditas en ti todas las familias de la tierra.” Génesis 12.3b Pasaron seis años desde que nací de nuevo, y mi confianza en aquella promesa de salvación para los de mi casa crecía cada vez más. Yo había comprendido que la promesa dada al patriarca Abraham era la promesa del Espíritu; y que era de bendición no sólo para los individuos sino para todas las familias de la tierra. Había comprendido también que la promesa del Espíritu viene desde la antigüedad; que Dios le dijo a Abraham que en él serían benditas todas las naciones de la tierra; que en su simiente serían benditos todos los pueblos por medio de la fe. Y que hoy, nosotros lo único que debíamos hacer es creerle a Dios y obedecer como lo hizo Abraham, para recibir la bendición de esta promesa: “En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz.” Génesis 22.18 Dios le dio esta promesa a Abraham, cuatro siglos antes de que le diera a Moisés la ley de los mandamientos escritos; y es sorprendente que hoy, la promesa nos alcanza a ti y a mí, sin importar la religión en que hayamos sido educados. La Biblia dice: serán benditas en ti todas las familias de la tierra (Génesis 12.3); y esta promesa de bendición alcanza hoy a todos los que creen en Jesucristo, porque Él es la simiente de Abraham, a quien también le fueron hechas las promesas: “Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo.” Gálatas 3.16 La promesa del Espíritu es para toda la humanidad y se recibe por la fe en la muerte y la resurrección de Jesucristo. No pertenece a ninguna religión, ni está condicionada a reglas que los hombres hayan establecido a lo largo de los siglos; fue dada a Abraham únicamente por la fe, y desde entonces, toda la humanidad tiene la posibilidad de recibirla, también sólo por la fe: Porque por gracia sois salvos por medio de la fe (Efesios 2.8). La promesa dada a Abraham está escrita en la palabra de Dios, y Él es quien nos la revela por el poder de Su Espíritu; le fue dada a Abraham y confirmada mediante un pacto que incluye un juramento, del cual hablaremos en un capítulo posterior de este libro. “Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda su descendencia; no solamente para la que es de la ley, sino también para la que es de la fe de Abraham, el cual es padre de todos nosotros.” Romanos 4.16 Sin embargo, aunque mi fe crecía, en mi casa el único creyente seguía siendo yo; mi familia continuaba ajena al evangelio, y las dificultades con mi esposa iban en aumento. Mi forma de ser había cambiado y mi trato hacia ella también; y nuestra comunicación disminuía con el tiempo porque nuestros gustos e intereses eran cada vez más distintos. La persistencia con que yo leía diariamente la palabra de Dios; la puntualidad con que asistía cada semana a las predicaciones y a los estudios de la Biblia; y el empeño con el que compartía en todo momento mi fe, llegaron a hacer crisis en mi relación matrimonial. Con gran tristeza reconozco que, lamentablemente, durante este período cometí muchos errores por mi falta de amor y de madurez espiritual; fui orgulloso y arrogante en mi postura; duro e imprudente muchas veces con la Biblia en la mano; y, sin que fuera mi intención, dejé que se complicaran al máximo los problemas en casa. Confieso que, de manera irresponsable, dejé todo en manos de Dios y no supe cuidar el corazón de mi familia. En verdad lo siento mucho, porque fueron años valiosos que desperdicié, sin permitirle a Dios que usara mi vida para atraerlos a Él; a Su reino de paz y de amor. Sinceramente fui muy torpe y egoísta; el conocimiento de la letra escrita me envaneció y llegó a ensoberbecer mi alma; dejé que me cegara tanta luz y me confundiera tanta paz. Quizá por rebeldía o necedad, no lo sé, mi corazón se confió de más, sabiendo que ellos serían salvos algún día. Este exceso de confianza en la promesa de salvación para los de mi casa fue lo que me apartó de mi familia sin darme cuenta. Me ocupé en mi crecimiento espiritual, tanto, que un día, ese distanciamiento me arrinconó en un callejón sin salida y tuve que afrontar la más terrible consecuencia: en mi matrimonio se habían deteriorado las cosas, tanto que ya no pude revertir todo el daño que yo había causado. Alguien me dijo que durante ese tiempo yo mismo había vacunado a mi esposa y a mis hijos contra el evangelio… y creo que tenía razón. El daño estaba hecho; no puedo culpar a nadie de mis errores. Fui yo quien se equivocó; quien no tuvo amor para acercarlos al Señor; quien no supo mostrarles la bondad y la misericordia de Dios. Aprendí muy tarde y a un costo muy alto la enseñanza del apóstol Pablo, que dice: de nada me sirve el conocimiento y la fe si no tengo amor; porque sin amor nada soy (1 Corintios 13.2). El caos comenzó una mañana de invierno, cuando explotó en mis manos, como una bomba de tiempo, el gran conflicto en mi relación de pareja; pues tuve que salirme de casa y dejar atrás diecisiete años de matrimonio. Me separaba de mis dos pequeños hijos, dos varones de once y nueve años de edad, a quienes aprendí a querer desde que fueron concebidos; a quienes amé desde antes de conocerlos; desde antes de que pudieran decirme papá. Con mi salida, prácticamente estaba dejando mi vida en esa casa; lo estaba perdiendo todo porque ellos eran las personas que más quería; ellos eran mi familia, los de “mi casa”, conforme a la Biblia. Mi esposa y mis hijos eran lo más valioso que yo tenía en este mundo a mis 41 años de edad. Mi esposa tramitaría el divorcio, y yo comenzaría a visitar a mis hijos cada 15 días durante el fin de semana. Regresar a casa era sólo una esperanza, pero, la salvación de ellos era una promesa escrita en la palabra de Dios; una promesa grabada en mi mente y en mi corazón. Para ser honesto, este desenlace no fue una sorpresa para mí, porque mi esposa ya me había advertido de la separación desde un año antes, o más quizá; pero yo no me había preparado mentalmente para este momento, porque vivía con la esperanza de que esta separación no iba a ocurrir; pensaba que Dios haría algo para impedirlo. Así que, simplemente, ese día con mi salida se estaba concretando una sentencia hecha por mi esposa, quien en repetidas ocasiones me había dicho: -si no renuncias a tu nueva fe, ni regresas a la religión en la cual nos casamos, firmaremos el divorcio-. Debo confesar que, antes de nacer de nuevo, era yo quien amenazaba a mi esposa con el divorcio cada que peleábamos. Para detener una discusión, yo acostumbraba a decirle que dejara de llorar; que si no llegábamos a un acuerdo nos podríamos divorciar con facilidad, porque no estábamos juntos a la fuerza; que me saldría de casa sin ningún problema y que los niños se quedarían con ella. Y ahora, sencillamente, ella sólo exigía que cumpliera mi palabra, porque no quería seguir viviendo conmigo; no quería como esposo a un fanático religioso según sus propias palabras. -Si no te vas tú, me iré yo de la casa con los niños- fue la última sentencia que me obligó a tomar la decisión de irme al día siguiente. No soporté siquiera la idea de ver a mis hijos empacando su ropa y saliendo de casa con sus cosas. Por esa razón, a la mañana siguiente, salí decasa con una maleta de ropa y la metí en mi coche; manejé rumbo al trabajo porque no se me ocurrió otra cosa en ese momento. Me detuve a la mitad del camino y renté una recámara amueblada para guardar mis cosas y tener un lugar en donde pudiera pasar la noche. Necesitaba ordenar mis ideas y reflexionar sobre lo que estaba pasando. El divorcio había comenzado y yo no sabía qué hacer ni a dónde ir. A mediodía ya estaba en mi nueva habitación; ya había acomodado mis cosas y me sentía muy triste y desconcertado. No tenía sueño, a pesar de no haber dormido la noche anterior; tampoco tenía hambre, pero salí a caminar buscando un lugar en dónde comer algo, porque no había desayunado siquiera. Distraído y desanimado, caminé muchas cuadras dando vueltas sin poner atención a la gente ni a los restaurantes del lugar; era un domingo y caminaban familias completas por la ciudad, pero la sensación que yo tenía era como si aquellas calles estuvieran en silencio y vacías; abandonadas, en una palabra. Sin darme cuenta, avanzó el reloj y llegó la tarde; me lo dijeron las sombras de los edificios y el aire fresco de aquel invierno. Y aquella tarde lloré mucho; como nunca lo había hecho; con el alma desgarrada y el corazón destrozado. En silencio y sin prejuicio alguno, lloré sentado a la mesa de un restaurante con gente a mi alrededor; lloré con la mirada perdida y los oídos ensordecidos, sin tener noción del tiempo. Sentía una gran tristeza, un enorme vacío y una asfixiante soledad; de mis ojos brotaban lágrimas que no podía contener; las gotas escurrían por mis mejillas y caían en el plato con sopa que me habían servido; aquel alimento con un intenso sabor salado me permitía saber que aún estaba vivo; que aún podía ser un sueño y estar dormido... me sentía tan confundido que sólo quería despertar. Lloré realmente como un niño; con un nudo en la garganta y con un dolor en el pecho que nunca había sentido; con la mente en blanco y sin observar lo que ocurría a mi alrededor; todo para mí había perdido sentido y sólo una voz en el pensamiento me decía: -Estoy contigo-. Eso era lo único que había en mi mente; una voz firme y serena, un dicho apacible que me dio fuerza y aliento para seguir adelante y caminar de nuevo por esas calles sin saber qué hacer. Esa voz me acompañó toda la tarde hasta que desapareció la luz del sol. Al llegar la noche, esa voz me llevó a buscar al Señor Jesús y me hizo caer de rodillas en aquella habitación. Y estando ahí, arrodillado frente a mi nueva cama, esa noche comprendí que lo más importante y delicado no era mi tristeza por la separación, sino el destino eterno de mi familia; la situación de ellos con respecto a la promesa de salvación que Dios me había dado seis años antes. Aquella promesa que había recibido una tarde de invierno para los de “mi casa” atrapó mis pensamientos, y a partir de ese instante tuve duda y miedo; porque ya no estaba en casa; porque ya no estaba con ellos y no sabía si podían ser considerados todavía como “los de mi casa”; si aún podían ser alcanzados por esa promesa escrita en mi corazón. La duda y el miedo superaron la enorme tristeza que yo tenía; de pronto llegué a sentirme aterrorizado; tuve pánico al pensar en una eternidad sin ellos; y mi angustia fue tan grande que en ese momento caí en la desesperación. Como nunca, allí me sentí derrotado y rendido; allí me devastó aquella discrepancia conceptual que yo tenía con mi iglesia y me sentí muy confundido; continuaba de rodillas sin poder pensar con claridad... lo único que oía era esa voz: -Estoy contigo-. Y gracias a Dios, de repente hubo una luz en mis pensamientos; vi en la Cruz un propósito entre tanta confusión, y pude entender que necesitaba orar por la salvación de mi familia; que necesitaba tener claro el alcance de aquella promesa. Y en el silencio de aquella habitación, arrodillado junto a la cama, y con el rostro bañado en llanto, le pregunté a Dios: -Señor, ¿aún puedo considerarlos como los de mi casa?; ¿Aún están incluidos en tu promesa de salvación?-. Sólo de algo estaba seguro en ese momento, únicamente Dios podía responderme, nadie más; sólo Él, porque los líderes de mi iglesia estaban convencidos de que yo estaba en un error; de que yo entendía esa promesa de manera equivocada. Y desconsolado, lloré más todavía, como nadie lo puede imaginar; ese día fue el más triste y desolado de mi vida; no he vuelto a vivir algo igual. La palabra de Dios no coincidía con la interpretación de quienes me habían compartido el evangelio, y yo me sentía totalmente solo; por eso únicamente quería escuchar la voz de Dios; quería una respuesta de Él en la Biblia. Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos 5.29), dijeron Pedro y los apóstoles; y eso era lo que yo había pretendido todo el tiempo y lo único que yo deseaba en ese momento… -¡Háblame Señor!- era mi súplica; mi gran clamor. Yo sabía que Dios me hablaría por medio de Su palabra; sabía que Dios me respondería de nuevo como antes lo había hecho, porque Él ya me había contestado varias veces leyendo la Biblia; es más, yo sabía que al abrir mi corazón en la intimidad, Él atendería mi súplica y yo escucharía Su voz. Yo estaba decidido a esperar incluso hasta el amanecer; pero esta vez, gracias a Dios, llegó Su respuesta casi de inmediato en aquella habitación triste y sombría; Dios contestó al clamor de mis lágrimas como lo ha prometido en Su palabra. Yo clamé a Él, y Él me respondió. Aún de rodillas y con la Biblia en mis manos, apareció ante mis ojos algo que escuché con el corazón: La plegaria de un hombre atribulado que, como yo, necesitaba consuelo y aliento de Dios: “Acuérdate de la palabra dada a tu siervo, en la cual me has hecho esperar. Ella es mi consuelo en mi aflicción, porque tu dicho me ha vivificado.” Salmos 119:49-50 "Acuérdate de la palabra dada a tu siervo, en la cual me has hecho esperar. Ella es mi consuelo en mi aflicción, porque tu dicho me ha vivificado.” Salmos 119:49-50 El día en que salí de casa y leí en la Biblia: Acuérdate de la palabra dada a tu siervo, en la cual me has hecho esperar, de mis ojos brotaron lágrimas de gratitud porque oí la voz de Dios; porque fue la respuesta a mi oración; fue la confirmación sobre la promesa de salvación para “los de mi casa”. ¿Cuándo y cómo será? No lo sé; quizá ellos se arrepientan y reciban al Señor Jesús en el último instante de su vida, y quizá, ya no esté yo aquí para verlo; pero desde ese día hasta hoy, doy gracias a Dios porque jamás lo he vuelto a dudar. Ellos serán salvos algún día. Los que escuchan la voz de Dios en su corazón saben que no hay poder humano que nos haga dudar sobre lo escrito en la Biblia; más aún, cuando Él responde de manera inmediata y precisa a una súplica de nuestra alma desesperada. Y cuando Dios nos habla así, no hay quien pueda hacernos cambiar de opinión sobre lo que Él dice en Su palabra; sobre todo cuando nos aclara o confirma lo que ya nos había dicho antes en otra porción de la Biblia. Ya no hay nada que analizar o poner en consideración; no hay razón para buscar alguna interpretación o un punto de vista diferente; todo es claro y transparente, la contundencia y solidez de Su voz queda grabada en el alma. Esa noche, de rodillas en aquella habitación, fue como si Dios me hubiera dicho: -Sí hijo, me acuerdo de que te dije: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa- (Hechos 16.31). Sin entender el contexto de ese Salmo y sin tener más información, se conectaron en ese momento dos porciones de la Biblia con un significado muy especial para mí. Dios me había contestado y era todo lo que me importaba; el gozo y la paz de aquella promesa volvieron a mi corazón. Esta experiencia de mi comunión íntima con Dios, también la compartí con los líderes de mi iglesia sabiendo de antemano que me contestarían lo mismo: que yo estaba en un error y así fue. Ellos me reiteraron que yo estaba equivocado y, sinceramente, por el cariño y el respeto que les tengo, no quise dedicarle más tiempo a esta discrepancia,
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