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Tu y tu casa_ Una promesa para - Mario Barrientos

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Mario Alberto Barrientos Citalán
TÚ Y TU CASA
Una promesa para el corazón
“Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo,
y serás salvo, tú y tu casa.”
Hechos 16.31
Nombre del libro: Tú y tu casa. Una promesa para el corazón.
Autor: Mario Alberto Barrientos Citalán
Diseño de portada: Rodrigo Pedroza/Comunicación Global Design.
Edición y coedición gráfica: Issa Alvarado, Diana A. Pérez, Aziyadé Uriarte/Comunicación Global Design.
© Del texto, 2022, (Mario Alberto Barrientos Citalán)
Primera edición: diciembre 2022
© Reservados todos los derechos.
Queda rigurosamente prohibida, sin autorización del autor ©, bajo las sanciones establecidas por la ley, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, comprendido la reprografía, el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo públicos. El autor es totalmente
responsable por la información en texto e imágenes del contenido de esta obra.
Reg.: 03-2022-102509374600-01
ISBN: En trámite
 
 
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autopublicatulibro.com
 
http://www.comunicaciongd.com/
“Si dejaren sus hijos mi ley, y no anduvieren en mis
juicios, si profanaren mis estatutos, y no guardaren mis
mandamientos, entonces castigaré con vara su
rebelión, y con azotes sus iniquidades. Mas no quitaré
de él mi misericordia, ni falsearé mi verdad.” Salmos
89.30-33
“Os daré las misericordias fieles de David”.
Hechos 13.34b
A mis hijos Rodrigo, Gerardo y Mario André; y a todos
los de mi casa, para quienes Dios me regaló esta promesa
de amor por medio de la fe.
Doy gracias a Dios:
Por haberme creado, por haberme perdonado y por
permitirme creer en Él;
Por haberme dado una descendencia, y por
mostrarme en Su palabra la infinita misericordia que
tiene por todas las familias de la tierra;
Por haberme permitido comprender, y compartir en
este libro con certeza y seguridad, el enorme amor de
Padre que hay en Su corazón por toda la humanidad.
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN 
1 CRISTO VIVE Y TE AMA
En busca de protección y de amor
2 UNA PORCIÓN DE ESE PAN
Su palabra me traspasó el alma
3 ESCUCHA SU VOZ
Dios nos habla al corazón
4 ES NECESARIO NACER DE NUEVO
Con base en la verdad del evangelio
5 SERÁS SALVO TÚ Y TU CASA
La familia tiene un lugar privilegiado en el corazón de
Dios
6 LA PALABRA DADA A TU SIERVO
Dios contestó al clamor de mis lágrimas
7 CONFÍA EN SU DICHO
Dios no es hombre, para que mienta
8 TÓMALE LA PALABRA
El pacto celebrado con David está vigente
9 HAZ UN PACTO ETERNO
Al que cree todo le es posible
10 DISPUESTO A OBEDECER
Guardando Su palabra en el corazón
11 CREYÓ Y OBEDECIÓ
Una breve historia de amor
12 LA PROMESA Y EL JURAMENTO
Para que nunca vuelvas a dudar
13 EL NUEVO PACTO
La consumación de Su obra redentora
14 LOS HIJOS DE JOB
El ejemplo imprescindible
15 EL SEÑOR VIENE
Hagamos que cada día cuente
16 AL MONTE DE LOS OLIVOS
He aquí, el Cordero de Dios
INTRODUCCIÓN
Muchos cristianos viven con temor sobre el destino
eterno que tendrán sus seres queridos que no han nacido de
nuevo; viven con esa duda, porque no han recibido la
promesa de salvación para los de su casa escrita en
Hechos (16.31), que dice: “Ellos dijeron: Cree en el Señor
Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa”. Han creído en una
enseñanza generalizada en la comunidad cristiana, que les
impide recibirla.
Esta enseñanza generalizada asegura que, no es
suficiente la fe del padre o de la madre para que los hijos
alcancen la salvación. Muchos eruditos en teología y
estudiosos de la Biblia sostienen que, este versículo sólo
contiene un mensaje particular dado a una sola persona y en
un contexto determinado; reconocen que la promesa existe,
pero que fue dada de manera exclusiva al carcelero de
Filipos cuando los apóstoles Pablo y Silas iban a su casa.
Los estudiosos dicen que es un error entender este
mensaje como una promesa que puedan recibir otros
creyentes; que debe limitarse al contexto en el que fue dado.
Sin embargo, es común que se dé una controversia entre
los creyentes que leen el versículo por primera vez y los
maestros de su congregación, quienes se encargan de
explicar el supuesto error de interpretación, mostrando
ejemplos de la Biblia y argumentos lógicos que llevan a la
siguiente conclusión: Dios no podría hacer esa promesa a
otros creyentes porque sería una contradicción.
Es verdad que la salvación es individual, y que cada ser
humano debe arrepentirse para recibir el perdón de sus
propios pecados; también es verdad que el nuevo
nacimiento es personal y que cada individuo debe recibir en
su corazón el regalo de la vida eterna; asimismo, es verdad
que nadie llega al cielo por accidente sino de manera
voluntaria y por una decisión propia. Esto nadie lo duda;
todos los cristianos lo sabemos y lo damos por hecho. Es
indiscutible que sólo quien nace de nuevo recibe el perdón,
lo entiende y lo vive de inmediato con mucha claridad; y
experimenta por primera vez un gozo y una paz
desconocidos hasta ese momento.
Sin embargo, más allá de nuestra capacidad para
entender la letra escrita en la palabra de Dios, está el poder
del Espíritu Santo y nuestra fe en el Señor Jesús; está la
soberanía del Todopoderoso y el infinito amor que tiene por
todos los seres humanos; amor divino que jamás podremos
alcanzar a comprender con nuestro intelecto. Dios dice:
Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa, y
debemos creerle, porque hay fundamentos bíblicos que
sustentan y confirman esta promesa de salvación.
Dios ha puesto en mi corazón la necesidad de compartir
mi experiencia personal sobre la forma en que recibí de Él la
promesa de salvación para los de mi casa. Mi único
propósito es que, con la guía del Espíritu Santo, tú puedas
discernir las porciones de la Biblia que sustentan mi fe en
esta promesa y la puedas recibir tú también, si es que aún
no lo has hecho. Sólo necesitas abrir tu corazón y escuchar
la voz de Dios.
Lo peor que puede pasar es que sigas creyendo en lo
mismo que hasta ahora; que sigas validando la enseñanza
generalizada que hay entre los creyentes, pero también es
probable que al considerar mi punto de vista decidas buscar
a Dios en la intimidad para corroborarlo. En tal caso, quizá
fortalezcas tu convicción al consultar los fundamentos
bíblicos, pero también es probable que termines pidiéndole a
Dios que haga realidad en tu vida esta promesa de
salvación para ti y tu casa; promesa que sólo Él puede darte
y confirmarte a través de Su palabra.
Dios te ama; y ama también a tus hijos y a todos los de tu
casa; Dios ama a tus seres queridos más de lo que tú
puedes hacerlo, y los bendice y los guarda tanto como a ti;
tus oraciones por ellos son prioritarias para Él; por favor
nunca dejes de hacerlo. Desde el Edén, Dios creó a un
hombre y a una mujer, e instituyó la familia para que
aprendamos a amar a nuestros hijos; para que apreciemos
el gran amor de Padre que Dios tiene por toda la humanidad.
Todos sabemos que Dios es un Dios de pactos y que Él
no hace acepción de personas; que nos busca a todos y se
acerca para tener una relación personal con cada uno de
nosotros; que nos ofrece Su vida, Su Espíritu y Su palabra
con el fin de que lo conozcamos, lo busquemos y
aprendamos a amarlo con el corazón. El gran propósito de
Dios es que los seres humanos podamos pasar la eternidad
a Su lado cuando dejemos esta tierra.
Dios nos ha dado absolutamente todo lo necesario para
ser salvos y lo único que nos pide es el corazón: nos creó a
Su imagen y semejanza con libre albedrío; nos dio a Su Hijo
Jesucristo para ser perdonados en una cruz; nos dio Su
Espíritu Santo al nacer de nuevo y el don de la fe para creer
en Él y en Su palabra. Y para la salvación de nuestra familia
nos ha dado una promesa y un pacto eterno para su
confirmación; el pacto que hizo con el rey David hace tres
mil años, y que hoy lo sigue haciendo con todo aquel que se
acerca y escucha Su voz. No lo desestimes;es Dios quien
está deseoso de hacer este pacto contigo:
“Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá
vuestra alma; y haré con vosotros pacto eterno, las
misericordias firmes a David.” Isaías 55.3
Es indispensable escuchar la voz de Dios a través de Su
palabra; y creerle a Él, sin dar crédito a las múltiples
interpretaciones que los hombres han hecho a través del
tiempo, por razonables y lógicas que parezcan. Por esa
razón comparto mi testimonio de vida citando los versículos
de la Biblia con los que Dios ha hablado a mi corazón; todos
ellos han sido transcritos de la Biblia Reina-Valera 1960.
No soy pastor ni maestro de la Biblia, vivo de mi
profesión gracias a Dios; no tengo una religión sino una
relación personal con Jesucristo. Nací de nuevo en
septiembre de 1994, cuando tenía 34 años de edad; y desde
entonces, he compartido mi fe pidiéndole a Dios que me
guíe con Su Espíritu Santo. Por esa razón, y por tratarse de
un tema tan controvertido, te comparto, paso a paso, la
forma en que recibí durante un período de doce años, la
promesa de salvación para los de mi casa, y su respectiva
confirmación mediante Las Misericordias fieles de David.
Estamos viviendo los últimos tiempos conforme a la
palabra de Dios; tiempos peligrosos y de mucha confusión
debido a falsas doctrinas en torno a la fe cristiana, y debido
también a diferencias importantes entre muchas iglesias de
sana doctrina, que no pueden ponerse de acuerdo en temas
difíciles y controversiales como el que trata este libro, toda
vez que sus metodologías de análisis difieren entre una
doctrina y otra; en consecuencia, llegan a conclusiones
teológicas distintas y enseñan doctrinas diferentes basadas
en la misma letra escrita en la Biblia, convencidos de que
tienen la razón.
Con modestia, yo sólo comparto mi experiencia de vida;
no me atrevo a hablar de teología bíblica ni de hermenéutica
o exégesis, mucho menos de lo escrito en el idioma original.
Gracias a Dios, sólo sé y puedo asegurar que la palabra de
Dios tiene vida y poder. Con el paso del tiempo he podido
comprobar que la Biblia se explica a sí misma; que Dios
responde a todas nuestras preguntas, y aclara todas
nuestras dudas con base en lo escrito en la misma Biblia.
Sólo necesitamos abrir ante Dios el corazón.
Esta es la razón por la cual este libro contiene muchos
versículos; y he tratado de compartirlos de manera
cronológica, conforme Dios me fue revelando, poco a poco,
la promesa de salvación para los de mi casa y su respectiva
confirmación. Dios nos enseña que debemos acudir a la
Biblia pidiendo la guía del Espíritu Santo porque ninguna
profecía está sujeta a la interpretación humana:
“Tenemos también la palabra profética más segura,
a la cual hacéis bien en estar atentos como una
antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día
esclarezca y el lucero de la mañana salga en nuestros
corazones; entendiendo primero esto, que ninguna
profecía de la Escritura es de interpretación privada,
porque nunca la profecía fue traída por voluntad
humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron
siendo inspirados por el Espíritu Santo.” 2 Pedro 1.19-
21
Escribí este libro con el apoyo de oración de muchos
hermanos en la fe, a quienes les agradezco profundamente;
lo hice con un sentido de urgencia porque creo en la
proximidad del Arrebatamiento, y porque considero que
deberíamos reflexionar y meditar sobre la manera en la que
estamos viviendo, toda vez que, existe la posibilidad de que
nuestros seres queridos se queden a la Gran Tribulación.
En la Gran Tribulación morirán casi tres cuartas partes
de los seres humanos que moran en la tierra, y será terrible
la destrucción y el sufrimiento que habrá en el mundo entero
cuando venga el juicio de Dios, que castigará con ira a los
hombres por su maldad. Cuando el séptimo ángel derrame la
última copa de la ira de Dios sobre la tierra, habrá un
terremoto de inmensa magnitud:
“Entonces hubo relámpagos y voces y truenos, y un
gran temblor de tierra, un terremoto tan grande, cual no
lo hubo jamás desde que los hombres han estado sobre
la tierra.” Apocalipsis 16.18
Pido a Dios en el nombre de Jesús que este libro sea de
aliento y bendición para ti y los tuyos; o bien, que pueda ser
de ayuda para alguien más; quizá para algún creyente que
conoces y ha estado en tus oraciones porque su familia se
mantiene ajena al evangelio; o bien, para alguien que no ha
nacido de nuevo y por quien estés orando por su salvación.
Así sea.
Con fundamentos bíblicos podrás asegurar que Las
Misericordias fieles de David están contenidas en un pacto
eterno que le garantizaron a David dos cosas
principalmente: la primera, que de su descendencia nacería
el Mesías, el Salvador del mundo; y la segunda, que lo
bendeciría a él y a su casa; específicamente, a sus hijos:
“Si dejaren sus hijos mi ley, y no anduvieren en mis
juicios, si profanaren mis estatutos, y no guardaren mis
mandamientos, entonces castigaré con vara su
rebelión, y con azotes sus iniquidades. Mas no quitaré
de él mi misericordia, ni falsearé mi verdad. No olvidaré
mi pacto, ni mudaré lo que ha salido de mis labios. Una
vez he jurado por mi santidad, y no mentiré a David. Su
descendencia será para siempre, y su trono como el sol
delante de mí.” Salmos 89.30-36
Dios no miente, y la expresión de que juró y no mentirá a
David es para garantizarnos la seguridad de Su promesa, la
cual incluye el castigo y la corrección de sus hijos para
bendecir a toda su casa. Esta promesa se extiende a
quienes hacen este pacto eterno con Dios y reciben Las
Misericordias fieles de David, las cuales bendicen al
creyente y a sus hijos; al creyente y a los de su casa:
“Se alegró por tanto mi corazón, y se gozó mi alma;
mi carne también reposará confiadamente: porque no
dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo
vea corrupción.” Salmos 16.9-10
David creía en la muerte y la resurrección de Jesucristo;
y profetizó del Señor Jesús estando consciente de que él
también sería resucitado, como lo seremos todos los que
hemos nacido de nuevo y creemos en el Señor Jesús. La
Biblia dice: Y en cuanto a que le levantó de los muertos
para nunca más volver a corrupción, lo dijo así: Os daré
las misericordias fieles de David. (Hechos 13.34):
“Por eso dice también en otro salmo: No permitirás
que tu santo vea corrupción. Porque a la verdad David,
habiendo servido a su propia generación según la
voluntad de Dios, durmió, y fue reunido con sus padres,
y vio corrupción. Mas aquel a quien Dios levantó, no vio
corrupción.” Hechos 13.35-37
Por un lado, Jesucristo no vio corrupción y fue
resucitado; por otro lado, David sí vio corrupción, pero
también será resucitado al igual que nosotros, los que
hemos recibido a Jesucristo como Señor y Salvador. La
bendición que David recibió para su casa con este pacto es
la promesa de salvación que yo recibí y pude comprender
con claridad a lo largo de doce años: Dios prometió corregir
a sus hijos para levantarlos de los muertos.
Esta promesa de salvación es para todos los seres
humanos que la quieran recibir y la puedan creer; de igual
manera, Las Misericordias fieles de David son para todos
los creyentes que las quieran recibir y las puedan creer.
Dios no hace acepción de personas; somos nosotros los
que supeditamos nuestra fe al razonamiento humano.
El único requisito para recibir esta promesa y su
confirmación es nuestra fe. Debemos acercarnos a Dios en
oración y creer en Su palabra al escuchar Su voz. Nuestro
Señor Jesucristo dice: Si puedes creer, al que cree todo le
es posible. (Marcos 9.23).
“¿Tienes tu fe? Tenla para contigo delante de Dios.
Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo
que aprueba.” Romanos 14.22
Que la gracia, la misericordia y la paz de Dios Padre y
del Señor Jesucristo sean contigo:
“Os daré las misericordias fieles de David”
Hechos 13.34b
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha
dado
a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en el
cree,
no se pierda, mas tenga vida eterna.”
Juan 3.16
-Cristo vive y te ama- me dijoun nuevo amigo y
compañero de trabajo mientras compartíamos los alimentos
cerca de la oficina; y sin darle importancia, yo pensé: -
¡Claro!, eso siempre lo he sabido, ¿qué tiene de nuevo?-, y
él continuó diciendo: -Cristo te ama sin condición, tanto que
no es posible entenderlo a menos de que nazcas de nuevo,
a menos de que lo recibas en tu corazón-.
Me habló del perdón y la vida eterna; de una vida nueva,
guiada por Dios a través de Su palabra: -Cristo quiere
establecer una relación personal contigo- me dijo; -quiere
que lo conozcas y aprendas a confiar en Él; quiere que
realmente creas en tu corazón que Él entregó su propia
vida por ti en una cruz, y que al tercer día resucitó-.
Antes de esta charla, mi amigo y yo habíamos coincidido
en un par de juntas de trabajo y nuestra comunicación había
sido escasa; pero ese día platicábamos de algo distinto y
muy personal; para mí fue algo tan especial, que recuerdo
haber escuchado con mucho interés todo lo que me dijo.
Aseguró que el regalo más grande que Dios le ha dado a los
hombres fue en una cruz: -Cristo quiere que recibas ese
maravilloso regalo que sólo Él puede darte: La salvación-.
Esta fue la primera vez que escuché sobre el nuevo
nacimiento escrito en la Biblia:
“Respondió Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te
digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el
reino de Dios.” Juan 3.3
Durante los tres meses siguientes, Dios hizo un milagro
en mi vida: se complicaron todos mis asuntos familiares y
laborales; se deterioraron mis relaciones y mi salud también
se afectó; en consecuencia, aumentó la cantidad de
problemas en casa y en el trabajo. Y como nunca, llegué a
sentirme agobiado y frágil; la tristeza, el temor y la
desesperación me permitieron ver con claridad que yo vivía
separado de Dios; distanciado de sus mandamientos.
Aunque profesaba una religión y trataba de seguir sus
ordenamientos, yo vivía lejos de cumplir lo poco que conocía
de la palabra de Dios; mentía con facilidad y encubría mis
pecados con un aparente buen comportamiento; a menudo
tenía pesadillas y sentía remordimientos y cargos de
conciencia. Fue en este período de tres meses que llegué a
reconocer que yo era un pecador, y pude darme cuenta de
que necesitaba la ayuda y el perdón de Dios.
Confieso que antes de esto, yo ya había comenzado a
identificar mi hipocresía; algunas veces, ya me había sentido
mal cuando escuchaba a mis amigos y familiares hablar bien
de mí. Me sentía incómodo porque, en realidad, yo no era la
buena persona que ellos decían, ni tenía las cualidades que
supuestamente veían en mí; salvo que, siendo sincero, yo
no vivía seguro de mí mismo, sino con mucha incertidumbre
e intranquilidad; yo no era fuerte ni valiente, sino débil y
temeroso; y tampoco era tan decente ni honesto como
aparentaba; de hecho, llegué a tener una crisis existencial.
Entonces recordé la conversación que había tenido con
mi nuevo amigo y me acerqué a él, porque me había
comentado sobre unas pláticas de la Biblia que daba un
predicador cada semana en su casa; me había dicho que
llegaban varias personas de la iglesia en la que él y su
familia se congregaban. Al preguntarle sobre esto, mi amigo
sin dudar me invitó con una alegre sonrisa; casualmente,
ese mismo día era la reunión, y lo acompañé al salir del
trabajo.
Manejamos a prisa de la oficina a su casa y llegamos
justo a tiempo; tomé asiento y escuché la predicación; al
terminar me despedí de inmediato para no llegar muy tarde a
casa; y, además, para meditar un poco en lo que había
sucedido. Sinceramente, me retiré de su casa pensando
que, con toda seguridad, mi amigo se había puesto de
acuerdo con el pastor para que el mensaje girara alrededor
de mi vida y de lo que yo sentía; toda la plática giró alrededor
de mis problemas.
En verdad, hubo tanta coincidencia que lo di por hecho;
aunque mi amigo no parecía ser de esas personas que
hacen trampas o engañan a otras, era imposible que hubiera
sido una casualidad. Fue la parábola del sembrador lo que
escuché esa noche; el pastor habló de la semilla y del fruto
que se cosecha según las características y condiciones de
la tierra en que se siembra.
Supe que el sembrador es Dios y que la semilla es Su
palabra; que la tierra es el corazón del hombre y que las
características y condiciones de la tierra corresponden, en
cada caso, a las diferentes actitudes del corazón que recibe
Su palabra. Sólo una tierra fértil produce un fruto abundante;
sólo un corazón dispuesto a obedecer a Dios recibe Su
palabra con gozo, la guarda y permite que dé fruto en el
reino de Dios.
Siendo sincero, me gustó todo lo que dijo el pastor; fue
tan claro y profundo que me sentí descubierto, pero a la vez
aceptado; me sentí apercibido, pero tranquilo y consolado.
La familia de mi amigo fue muy afectuosa y amable; todas
las personas que asistieron a esa reunión me parecieron
sinceras y amistosas. Esa noche llegué a casa sintiéndome
tranquilo; hubo paz en mi corazón.
Una semana después, asistí de nuevo a la predicación;
fui yo quien buscó otra vez a mi amigo y me aseguré de no
faltar, porque sentí que esa plática era lo que yo necesitaba.
En medio de todos los problemas por los que yo atravesaba
en ese momento, aquella experiencia me había hecho
descansar. A pesar de que dudé sobre una supuesta
predicación arreglada, el mensaje me había hecho sentir
muy bien; y coincidía con lo que mi amigo me había platicado
sobre el nuevo nacimiento:
“No te maravilles de que te dije: Os es necesario
nacer de nuevo.” Juan 3.7
Cuando asistí por segunda vez volvió a ocurrir lo mismo;
el pastor predicaba y se dirigía a todos los presentes, pero
el mensaje era sólo para mí. Sin embargo, esta vez entendí
que era Dios quien estaba tocando mi corazón con Su
palabra; que Dios me estaba diciendo lo mucho que me
amaba y que sólo esperaba mi decisión para reconciliarme
con Él. Después supe que mi amigo había orado por mí
desde varios meses antes; que no sólo pedía por mi salud y
mi bienestar, sino que, principalmente, pedía por mi
salvación.
“Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió
no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero.” Juan
6.44
Al terminar la reunión, mi amigo me pidió que
platicáramos cinco minutos sobre mis impresiones de la
predicación, y me recordó que yo necesitaba nacer de
nuevo; me compartió algunos versículos de la Biblia y me
invitó a hacer una oración. Entonces, con el corazón
quebrantado me dirigí al Creador, y como un niño que
necesita ser consolado, me acerqué a Él en busca de
protección y de amor.
Con el alma sedienta y necesitada, le pedí perdón a Dios
por todos mis pecados... Y recibí a Jesucristo como mi
Señor y Salvador.
¡No! No cayó un rayo del cielo ni hubo un temblor, tan
sólo nací de nuevo por la gracia y la misericordia de Dios.
¡No! No se acabaron mis problemas ni he vivido todos estos
años sin aflicción, tan sólo he aprendido a confiar cada día
más en el Señor. Desde ese día comprendí que Cristo vive y
me ama sin condición.
El día que tú lo decidas, si aún no has nacido de nuevo,
Dios puede hacer un milagro en tu vida como lo hizo en la
mía y lo ha hecho en millones de personas en todo el mundo.
Sólo pídele perdón y recíbelo en tu corazón para que puedas
creerlo y compartirlo con toda el alma: Cristo vive y te ama.
“Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros
corazones”
Hebreos 4.7b
“Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros
corazones”
Hebreos 4.7b
La coincidencia que había entre lo que yo estaba
leyendo y lo que necesitaba en ese momento era total; esa
noche, parecía que el autor del libro leía mis pensamientos,
como si interactuara conmigo, como si comprendiera mis
sentimientos y conociera a la perfección mi realidad. Era la
Biblia lo que tenía en mis manos y, de pronto, tuve miedo;
había algo distinto en la lectura de ese día; algo
sorprendente, sobrenatural.
Yo había nacido de nuevo tres días antes y, en ese
momento recordé que, recientemente, había visto por
televisión a unos soldados que entraban a un templo
cristiano en EstadosUnidos, para rescatar a varias
personas de un suicidio colectivo; también recordé, que
había visto el testimonio de unos cristianos en México,
quienes consentían que sus esposas se acostaran con el
pastor de la iglesia, con el absurdo pretexto de obedecer a
Dios. Esa noche tuve miedo, porque pensé que quizá estas
personas no actuaban sólo por ignorancia sino por alguna
razón muy poderosa y sobrenatural.
Tuve miedo porque no quería equivocarme leyendo la
Biblia y terminar haciéndome daño, o peor aún, perjudicando
a mi familia. Yo siempre había pensado que la brujería, los
muertos, los espíritus y todo lo sobrenatural era para la
gente ignorante; yo aseguraba que refugiarse en la Biblia, en
la Cruz y en las cosas de Dios era para quienes no sabían
valerse por sí mismos; que todo eso era para personas con
bajo coeficiente intelectual; para los ancianos o enfermos en
fase terminal; o bien, para quienes lo habían perdido todo o
simplemente, por alguna razón se encontraban en la
antesala de la muerte.
Recuerdo bien que, en ese momento, con la mirada fija
en la Biblia, le dije a Dios: -Estas hojas de papel salieron de
la corteza de un árbol; esta tinta fue estampada en una
imprenta; y estos hombres que escribieron los evangelios:
Mateo, Lucas, Marcos y Juan, tan sólo fueron hombres;
seres humanos como yo; por tanto, ¿cómo puedo saber si
esto es Tuyo? ¿Si esto es bueno? ¿Y si es para mí?-
Continué leyendo y las respuestas aparecieron en lo que
ocurrió el domingo de resurrección.
Dice la Biblia que, ese domingo, dos discípulos del Señor
iban de camino a una aldea llamada Emaús, un lugar que
está como a once kilómetros de Jerusalén; y que mientras
platicaban sobre lo ocurrido recientemente, Jesús se acercó
y caminaba con ellos; y sin permitir que le reconocieran Él
les preguntó: ¿Qué pláticas son estas que tenéis entre
vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?
(Lucas 24.17).
Uno de ellos contestó: ¿Eres el único forastero en
Jerusalén que no ha sabido las cosas que en ella han
ocurrido en estos días?, entonces Él les dijo: ¿Qué cosas?,
y ellos le platicaron de Jesús de Nazaret; le hablaron del
varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de
Dios y de los hombres; le dijeron de cómo los sacerdotes y
los gobernantes lo sentenciaron a muerte y lo crucificaron
injustamente.
Asimismo, ellos también le platicaron durante el camino,
que esperaban que ese varón crucificado era quien había
de redimir a Israel, y que ya habían transcurrido tres días
desde que todo esto había ocurrido; que ellos estaban
asombrados porque algunas mujeres habían dicho haberle
visto vivo, pero que no habían podido hallar su cuerpo; le
dijeron también que algunos de ellos fueron al sepulcro y no
lo vieron, y:
“Entonces él les dijo: ¡O insensatos, y tardos de
corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!
¿No era necesario que el Cristo padeciera estas
cosas, y que entrara en su gloria?” Lucas 24.25-26
Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los
profetas, Jesús les fue declarando lo que las Escrituras
decían de Él; y cuando llegaron a donde iban, ellos lo
invitaron a quedarse porque ya era tarde, y Él aceptó y entró
a quedarse con ellos:
“Y aconteció que, estando sentado con ellos a la
mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió y les dio.
Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron;
mas Él se desapareció de su vista.” Lucas 24.30-31
¡Aquí!, justo en este instante, cuando Él partió el pan y le
reconocieron, yo no era sólo un espectador de esta escena
como cuando lees un libro, o ves una película o una obra de
teatro. ¡No! No fue así; yo sentía lo que estaba ocurriendo
en ese lugar y en ese momento en que Jesús desapareció
de su vista; como si yo hubiera estado sentado a la mesa
con ellos; como si yo también hubiese recibido una porción
de ese pan:
“Y se decían uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón
en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y
cuando nos abría las Escrituras?” Lucas 24.32
Esta fue la primera vez que Su palabra me traspasó el
alma; la primera vez que en la intimidad escuché con
claridad Su voz; la primera vez que lloré de gozo con la Biblia
en mis manos. Y le pedí perdón por haber dudado; por haber
pensado que Su palabra podía hacerme daño. Con lágrimas
en los ojos, le agradecí con todo mi ser por haberme dado
esa maravillosa respuesta, ese regalo, esa bendición:
“Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más
cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta
partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos,
y discierne los pensamientos y las intenciones del
corazón.” Hebreos 4.12
Hoy doy gracias a Dios, porque desde entonces no he
vuelto a dudar de Su palabra; sé que Dios es amor, y que el
amor no hace daño al prójimo; Él jamás nos pide que
hagamos algo malo, ilícito o inmoral sino por el contrario, Su
palabra nos guía a la Luz y a la Verdad. El miedo que tuve
aquella noche fue producto de mi ignorancia en las cosas
del Espíritu de Dios; fue mi conciencia intranquila por haber
vivido siempre alejado de Sus mandamientos; sin conocerlo
y sin haber experimentado nunca Su presencia en la
intimidad; sin haber escuchado nunca Su voz.
“Toda palabra de Dios es limpia; Él es escudo a los
que en él esperan.” Proverbios 30.5
Desde entonces, no he dejado de leer la Biblia cada día;
no he dejado de compartir Su mensaje de amor y de paz.
Constantemente invito a quienes me rodean a que se
acerquen al Señor; que disfruten de Su presencia y se
alimenten de Su Palabra; que escuchen Su voz hasta que
sientan arder su corazón y reciban una porción de ese pan:
“Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida; el que a mí
viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no
tendrá sed jamás.” Juan 6.35
Aprendamos, pues, a buscar diariamente al Señor Jesús
en la intimidad y a pasar tiempo a solas con Él; a saciar
nuestra alma con el alimento espiritual de Su palabra, que
recibe nuestro corazón al escuchar Su voz:
“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me
siguen.”
Juan 10.27
“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me
siguen.”
Juan 10.27
-Pero ¿lo escuchaste?- me preguntó el esposo
de mi hermana, mientras yo le platicaba sobre mis
conversaciones con Dios; - ¿Llegaste a oír con tus oídos Su
voz?- me volvió a preguntar de manera específica y con
cierta preocupación; él es psiquiatra y le inquietó la firmeza
con que yo hablaba de Dios. Desde que nací de nuevo yo he
confesado mi fe en todo momento y en todo lugar; he
compartido sobre mi relación personal con Dios, y he
comunicado Su mensaje de salvación; pero, al principio yo
acostumbraba a decir con alegría y seguridad: -¡Dios me
dijo!-
Y yo decía esto cuando repetía en primera persona lo
que literalmente Jesús decía a una multitud; o bien, cuando
me refería a algún mensaje que parafraseaba para darle
continuidad a la plática y, a veces, cuando recordaba algún
pasaje o relato escrito en Su palabra que yo había
escuchado en el corazón. Desde entonces, aprendí a decir: 
-Dios me dijo en un pensamiento- para no confundir ni
distraer a nadie; y para evitar aclaraciones innecesarias
durante una conversación.
Gracias a Dios, desde que recibí a Jesucristo como mi
Señor y Salvador, recibí también el gran privilegio de
escuchar Su voz con el corazón; tal y como seguramente lo
recibiste tú y todos los que han nacido de nuevo. Dios nos
habla a través de la Biblia; nos habla a través de todo lo
escrito en Su bendita palabra. El apóstol Pablo nos aclara
que el Antiguo Testamento se escribió para nuestra
enseñanza:
“Porque las cosas que se escribieron antes, para
nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la
paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos
esperanza.” Romanos 15.4
El autor de Hebreos dice que: Dios habló muchas veces
y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por
medio de los profetas, pero, que en estos postreros días
nos habla por medio de Su Hijo (Hebreos 1.1-2). Y así es,
Dios nos habla al corazón; nos habla por medio del Verbo
hecho carne que habitó entre nosotros;por medio de Su
palabra que tiene vida y poder.
Y este gran privilegio de oír Su voz lo recibe todo aquel
que nace de nuevo; todo aquel que se arrepiente y
establece una relación personal con Dios; y lo puede
disfrutar con el alma todo aquel que lo busca en la intimidad
con el corazón. Gracias a Dios, este regalo se recibe a
partir del nuevo nacimiento una sola vez y para siempre; a
partir de ese momento y para la eternidad; por tanto, ningún
creyente debería desperdiciar este privilegio manteniéndose
a distancia de la Biblia; sin escuchar la voz del Señor:
“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me
siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás,
ni nadie las arrebatará de mi mano.” Juan 10.27-28
Desde hace dos mil años, Jesucristo nos ha dicho en Su
palabra que, si oímos Su voz y abrimos la puerta, entrará a
nosotros y cenará con nosotros y nosotros con Él; nos ha
hablado de una convivencia entrañable y profunda; nos ha
pedido mantener una comunicación estrecha con Él, basada
en un privilegio, no en una obligación. Jesucristo nunca
habló de religión sino de una relación personal; habló de una
comunión íntima del ser humano con Su Creador; en donde
Él se comunica con nosotros por medio de Su palabra, y
nosotros con Él, por medio de la oración:
“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye
mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él
conmigo.” Apocalipsis 3.20
Es necesario oír Su voz para recibirlo en el corazón; y
aún más, es necesario abrir la puerta y pedirle que entre a
morar como el Señor de nuestra vida y como el Salvador de
nuestra alma. Esa fue mi experiencia, yo respondí a Su
llamado cuando supe que Él me hablaba a través de la Biblia.
Así fue como inicié mi relación personal con Él; como pude
creer con el corazón en Su muerte y Su resurrección; como
nací de nuevo y recibí el Espíritu Santo; el perdón de mis
pecados; el inexplicable y maravilloso regalo de la Fe.
Así de grande e inexplicable es el amor de Dios para con
todos los seres humanos; nos busca insistentemente a
todos sin excepción. Y qué maravilloso es saber que Cristo
es quien se acerca a nosotros; que Él es quien llega a la
puerta de nuestro corazón y llama: He aquí, yo estoy a la
puerta y llamo (Apocalipsis 3.20):
“Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros
corazones” Hebreos 4.7
-Arrepiéntete y cree en el evangelio- (Marcos 1.15), ha
dicho y continúa diciendo hoy nuestro Señor Jesucristo.
Porque aún hay tiempo, porque aún puedes escucharlo si
todavía no lo has hecho. Jesucristo murió por nuestros
pecados, fue sepultado y resucitó al tercer día; literalmente
regresó de entre los muertos; Él vive.
Por tanto, si aún buscas tu felicidad en el mundo, si aún
no disfrutas de esa paz sobrenatural, si aún vives con temor
a la muerte y sin saber en dónde pasarás la eternidad,
arrepiéntete y conviértete, para que sean borrados tus
pecados (Hechos 3.19).
Si aún no escuchas Su voz ni sientes Su presencia en la
intimidad, si aún no te deleitas con Su palabra ni lo buscas a
diario para pasar tiempo a solas con Él, arrepiéntete y
tendrás vida eterna:
“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y
cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a
condenación, mas ha pasado de muerte a vida.”
Juan 5.24
Si aún no has nacido de nuevo, todavía puedes hacerlo;
sólo debes arrepentirte y recibir el Espíritu de Dios en tu
corazón. Si aún no te sientes aceptado, ni protegido, ni
perdonado por Dios; si aún piensas que debes hacer algo
para ganarte Su amor y recibir la llenura de Su Espíritu
Santo, arrepiéntete y cree en Su palabra, la cual dice:
Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero (1
Juan 4.19).
El nuevo nacimiento ocurre una sola vez y para siempre;
no se pierde por nada, es eterno y se recibe mediante el
arrepentimiento. Y como es en la historia de la humanidad,
así es en la vida del hombre: hay un antes y un después de
Cristo; existe un parteaguas en la vida de cada persona que
recibe a Jesucristo en su corazón. Quien nace de nuevo
recibe a partir de ese momento el Espíritu de Dios que
cambia todas las cosas en su vida:
“De modo que si alguno está en Cristo, nueva
criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son
hechas nuevas.” 2 Corintios 5.17
Dice la Biblia que: a Jesús de Nazaret, quien fue
crucificado, Dios le hizo Señor y Cristo (Hechos 2.36), para
que cada uno de los hombres pueda arrepentirse y
bautizarse en el nombre de Jesús: Arrepiéntete y bautízate
en el nombre de Jesucristo para el perdón de tus pecados,
y recibirás el don del Espíritu Santo (Hechos 2.37).
Nuestro Señor Jesús aún sigue buscando a todos los
seres humanos que aún no nacen de nuevo; a todos los que
viven sin disfrutar del gozo y la paz de Su reino; a todos los
que aún no escuchan Su voz. Y aún sigue pidiéndoles que
se arrepientan y crean en el evangelio.
Si te arrepientes de tus pecados, aprenderás a escuchar
la voz de Dios y le dirás al mundo entero, sin duda y sin
miedo: -Dios me dijo en un pensamiento- cada que
compartas lo que Él te hable al corazón.
“Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros
hijos, y para todos los que están lejos, para
cuantos el Señor nuestro Dios llamare.”
Hechos 2.39
“Porque para vosotros es la promesa, y para
vuestros
hijos, y para todos los que están lejos, para
cuantos el Señor nuestro Dios llamare.”
Hechos 2.39
Si aún no has nacido de nuevo, este capítulo es
para ti; es una invitación para que lo hagas mediante el
arrepentimiento conforme a la palabra de Dios. Dice la biblia
que: Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino
predicando el evangelio de Dios (Marcos 1.14):
“Diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de
Dios se ha acercado; arrepentíos y creed en el
evangelio.” Marcos 1.15
Es necesario nacer de nuevo con base en la verdad del
evangelio: Que Cristo murió por nuestros pecados,
conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que
resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras (1 Corintios
15.3-4).
Si te arrepientes de tus pecados, recibirás el Espíritu
Santo y vivirás con la certeza de pasar la eternidad en el
cielo; vivirás con la convicción de la presencia de Dios en la
tierra… recibirás el don de la fe:
“Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la
convicción de lo que no se ve.” Hebreos 11.1
El nuevo nacimiento no es algo terrenal sino un milagro
del cielo; no es un concepto intelectual ni un ritual religioso,
sino un hecho espiritual que sobrepasa nuestro
entendimiento. Es un don de Dios; es un regalo de amor que
se necesita recibir por fe para ser salvo; es un obsequio que
se recibe por medio del arrepentimiento al escuchar Su voz:
“Porque la paga del pecado es muerte, mas la
dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor
Nuestro.” Romanos 6.23
Al nacer de nuevo aprendemos que todo lo escrito en la
Biblia es verdad; que el que no naciere de nuevo no puede
entrar al reino de Dios y no puede verlo siquiera; que Su
reino no es de este mundo sino celestial. El apóstol Pablo
dice: Su reino no es comida ni bebida, sino justicia, paz y
gozo en el Espíritu Santo. (Romanos 14.17); y aclara
después: Porque el reino de Dios no consiste en palabras,
sino en poder (1 Corintios 4.20).
El reino de Dios se comunica únicamente con Su
palabra, no se puede explicar con palabras humanas; y se
expande con las manifestaciones de Su poder; con la locura
de la predicación del evangelio dice el apóstol Pablo (1
Corintios 1.21). Y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio! (1
Corintios 9.16).
Si naces de nuevo, comprenderás por qué dice el apóstol
Pablo: Que el hombre natural, no percibe las cosas que
son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no
las puede entender, porque se han de discernir
espiritualmente (1 Corintios 2.14). Todo creyente ha
recibido la salvación por la gracia de Dios, sin merecerlo;
tan sólo por arrepentirse, y creer con el corazón en la
muerte y la resurrección de Jesucristo.
Si naces de nuevo, comprobarás que el que no nace del
Espíritu, no puede experimentar lapresencia de Dios ni
disfrutar Su gozo y Su paz; no puede escuchar Su voz ni
sentir la llenura de Su Espíritu. En otras palabras, no puede
ver las riquezas del reino de Dios; no puede ser libre del
pecado ni tener la seguridad de ir al cielo; no puede confiar
en la palabra de Dios ni puede vivir en paz; no puede
siquiera descansar:
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y
cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo
sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras
almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.” Mateo
11.28-30
Quien nace de nuevo vive en una nueva dimensión del
amor; disfruta del gozo y de la paz del reino celestial; se
siente amado, comprendido, aceptado, perdonado y
bendecido por Dios. Todo creyente busca a Dios en la
intimidad y pasa tiempo a solas con Él, no como algo
opcional sino como algo necesario; es Dios quien produce
ese deseo en su corazón:
“Porque Dios es el que en vosotros produce así el
querer como el hacer, por su buena voluntad.”
Filipenses 2.13
Quien nace de nuevo escucha la voz de Dios al leer Su
palabra, y disfruta cada momento con la Biblia en sus
manos; en cada encuentro descubre que esa reunión es lo
más importante en la vida; que no es algo aburrido ni pesado
sino todo lo contrario, porque ahí recibe su mejor alimento.
Es el evento más valioso del día y pasa muy apresurado; se
regocija en el Señor, y puedo asegurarte que lamenta no
haberlo conocido antes.
Quien nace de nuevo, comprueba que el privilegio más
grande que puede tener un ser humano es vivir en una
comunión íntima con Dios; con el Creador del cielo y de la
tierra; con el Dios vivo; el Cristo resucitado.
El nuevo nacimiento escrito en la Biblia es la mayor
bendición que puede recibir el ser humano. Dios nos lo
ofrece a todos; y lo recibe todo aquel que escucha Su voz y
abre la puerta de su corazón.
Si tienes alguna duda sobre tu salvación, o nunca has
tomado la decisión de arrepentirte, por favor escúchame: Sé
que tienes oídos para oír porque has leído los párrafos que
están entre comillas, y has oído en tu corazón la voz de
Dios; pues, es Él, quien nos habla a través de Su palabra, y
quien ahora te dice:
“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye
mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él
conmigo.” Apocalipsis 3.20
Dios te ama y está deseoso de que nazcas de nuevo,
para que vivas en comunión con Él y estés completamente
seguro de que, al dejar esta tierra, vivirás junto a Él en el
cielo. Dios está dispuesto a darte Su Espíritu, para que
creas en el Señor Jesucristo con el corazón:
“Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno
de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de
los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo.”
Hechos 2.38
Arrepiéntete ahora y creerás en el evangelio para
siempre; vivirás creyendo con el corazón, no sólo con la
mente; vivirás creyendo con el alma, no sólo con el
entendimiento y la razón. Arrepiéntete y tendrás el derecho
de ser hecho hijo de Dios:
“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen
en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de
Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de
voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de
Dios.”
Juan 1.12-13
Arrepiéntete ahora y serás una nueva criatura nacida del
Espíritu de Dios; un nuevo ser espiritual que tendrá
comunión con el Creador:
“Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es
nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que
te dije: Os es necesario nacer de nuevo.” Juan 3.6-7
Arrepiéntete, y vivirás convencido de que nada ocurre sin
la voluntad de Dios; que todo lo que Él permite tiene una
razón y un propósito; que todo lo tiene bajo Su control y
siempre tiene la última palabra. Y que por trágica y dolorosa
que pueda ser una situación adversa en tu vida, Dios la
usará para bendecirte, aunque no lo entiendas en ese
momento sino después: Y sabemos que los que aman a
Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que
conforme a su propósito son llamados (Romanos 2.28).
Poco a poco crecerá tu fe e irás siendo transformado;
irás aprendiendo a obedecer y a confiar en Su palabra;
descansarás en Su poder y te deleitarás en Su presencia;
disfrutarás de Su compañía, tanto, que puedo asegurarte
que muy pronto anhelarás vivir en la hermosura de la
santidad para la que fuimos creados.
Si tuvieras alguna duda sobre tu salvación, no esperes
más; ponte a cuentas con Dios en este momento. Dios te
ama; Él te creó y sabe todo de ti; Él te formó en el vientre de
tu madre y te conoce a la perfección; comprende tus
defectos y tus virtudes, tus aciertos y tus errores; te acepta
tal y como eres, y quiere darte Su Espíritu Santo para que
vivas en la tierra con la certeza de pasar la eternidad en el
cielo.
Dios escucha tus pensamientos y conoce las intenciones
de tu corazón; ante Sus ojos no hay nada oculto; Dios sabe
que deseas reconciliarte con Él y Él lo desea aún más que
tú. Lo único que debes hacer es tomar la decisión de
arrepentirte ahora; Él está contigo, ahí en donde estás; Él
está viéndote y esperando escuchar tu voz:
“Porque dice: En tiempo aceptable te he oído, y en
día de salvación te he socorrido. He aquí ahora el
tiempo aceptable, he aquí ahora el día de salvación.”
2 Corintios 6.2
No esperes más; con tus propias palabras dile a Dios
que te arrepientes de todos tus pecados y pídele perdón; dile
que aceptas el pago que Jesucristo hizo por ti hace dos mil
años en la cruz. Con el pensamiento, acércate a ese
madero y atrévete a buscar Su mirada; a ver su rostro y su
cuerpo ensangrentado; Sus manos y Sus pies crucificados.
Y pídele que entre a morar en tu corazón porque Él resucitó;
recíbelo como el Señor de tu vida y acéptalo como el
Salvador de tu alma; pídele que gobierne a partir de ahora
en tu mente y en tu corazón. En el nombre de Jesús. Amén.
“Porque de él, y por él, y para él, son todas las
cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén.”
Romanos 11.36
A manera de una pausa en la lectura, déjame decirte que
has tomado la decisión más importante en tu vida. Todas las
personas que toman esta decisión de manera sincera,
genuina y auténtica, nacen de nuevo; se reconcilian con
Dios y comienzan una vida nueva; una relación personal con
el Creador del cielo y de la tierra; una relación de amor que
nunca termina; que es para siempre.
Si has orado con el corazón, no tienes por qué dudar de
que has tomado la decisión de mayor trascendencia en toda
tu vida. Cristo vive y te ama; Él te ha escuchado y te ha
respondido; Él ha entrado a tu corazón como lo ha prometido
y ahora debes conocerlo a través de Su palabra, porque
muy pronto se manifestará a ti:
“El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése
es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi
Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él.” Juan 14.21
“Le dijo Judas (no el Iscariote): Señor, ¿cómo es
que te manifestarás a nosotros, y no al mundo?” Juan
14.22
“Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi
palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a
él, y haremos morada con él.” Juan 14.23
De ahora en adelante, no dejes de orar y de leer tu Biblia;
busca a Dios en la intimidad y pasa tiempo a solas con Él.
Recuerda que Dios no nos habla al entendimiento sino al
corazón; y nunca olvides que la fe es por el oír, y el oír por
la palabra de Dios (Romanos 10.17):
“Hijo mío, está atento a mis palabras; inclina tu oído
a mis razones. No se aparten de tus ojos; guárdalas en
medio de tu corazón. Porque son vida a los que las
hallan, y medicina a todo su cuerpo. Sobre toda cosa
guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la
vida.” Proverbios 4.20-23
Muy pronto comprenderás con mayor claridad la decisión
que has tomado; y valorarás y agradecerás cada vez más el
sacrificio que Jesucristo hizo por ti en la cruz. No te
sorprenda que quieras compartir de inmediato esta
experiencia con quienes te rodean; es normal en todos los
que nacemos de nuevo.
En la medida en que aprecies el valoreterno de tu
salvación, sentirás la necesidad de que tus seres queridos
también puedan vivir esta misma experiencia del perdón de
Dios. Puedo asegurarte de que, en breve, Dios pondrá un
cargo especial en tu corazón por la salvación de los de tu
casa:
“Ellos dijeron:
Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa”
Hechos 16.31
"Ellos dijeron:
Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu
casa"
Hechos 16.31
En una fría tarde de invierno, tres meses después
de haber nacido de nuevo, mi corazón se llenó de gozo
cuando leí en la Biblia el versículo que dice: -Cree en el
Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa (Hechos
16.31), porque mi esposa y mis hijos estaban ajenos al
nuevo nacimiento escrito en la Biblia. Ellos no asistían
conmigo a las reuniones de la iglesia y mis esfuerzos por
acercarlos habían sido en vano.
Mi esposa no quería escuchar predicaciones ni convivir
con mis nuevos amigos de la iglesia; le molestaba el gran
interés que yo tenía en leer la Biblia, y le preocupaba mucho
ver la emoción con la que yo compartía mi fe. Y yo hablaba
de Jesucristo sin parar; platicaba sobre lo que estaba
aprendiendo en la palabra de Dios y sobre mis nuevas
experiencias; compartía sobre las múltiples bendiciones y
respuestas de oración que recibía del Señor. Coincidencias
para el mundo, “Dioscidencias” para mí, como les llamó
alguien por ahí.
Me preocupaba la salvación de mi familia, pues yo
entendía muy bien que cada persona debía escuchar el
evangelio y arrepentirse de sus pecados, para recibir el
perdón y pasar la eternidad en el cielo. Por esa razón, esa
tarde, al escuchar “Serás salvo tú y tu casa”, de mis ojos
brotaron lágrimas de gratitud. Fue un momento de intimidad
con Dios; yo sentía Su presencia y fue Su voz lo que
escuchó mi corazón. Los de mi casa eran mi esposa y mis
dos hijos; por tanto, ellos llegarían a ser salvos algún día.
Esa tarde sentí gozo y gratitud al leer este versículo,
porque supe con certeza que Dios me estaba dando una
promesa de salvación para mi familia; fue Él quien me dijo:
“Serás salvo, tú y tu casa”. Para mí, no hubo ninguna duda;
di por hecho que esto ocurriría de una u otra manera, quizá
en el último instante de su vida, pero, que finalmente llegaría
el momento en que ellos se arrepentirían y nacerían de
nuevo.
Esa tarde, tuve la seguridad de que algún día ellos
también creerían en el Señor Jesucristo; y con lágrimas en
los ojos, le di gracias a Dios. Mi corazón se llenó de paz;
desapareció la preocupación que yo tenía ante la posibilidad
de no verlos conmigo en la eternidad.
Con gran emoción lo compartí de inmediato con los
líderes de mi iglesia; y con firmeza, ellos me aseguraron que
yo estaba en un error; que esa promesa no era para mí y
que tampoco podía extenderse a mi familia sólo por mi fe;
que ese versículo contenía un mensaje particular, dado al
carcelero de Filipos cuando los apóstoles Pablo y Silas iban
para su casa. El argumento más sólido que me dieron para
evidenciar mi error fue que la salvación era individual; y, por
tanto, Dios no podría hacerme esa promesa porque habría
una contradicción al sacar de contexto ese mensaje.
Sinceramente, yo no sabía cómo explicarlo; yo había
escuchado a Dios, y mi convicción era tal que seguía
dándole gracias por haberme hablado esa tarde; por
haberme hecho sentir gozo y paz al escuchar que serían
salvos los de mi casa. Yo estaba seguro, porque para
entonces ya había aprendido a escuchar Su voz con la Biblia
en mis manos; y estaba convencido de que el Señor Jesús
me había dado esa promesa de manera personal y directa;
sin intérprete ni intermediario.
Mi fundamento estaba en la palabra de Dios; y varias
veces, Él ya me había hablado en la intimidad con mucha
claridad; ya había vivido esa experiencia de gozo y de paz;
no era la primera vez que, al leer la Biblia a solas, Su palabra
me había traspasado el alma. Antes de nacer de nuevo,
nunca me había pasado lo mismo con ningún otro libro; no
recuerdo haber tenido alguna sensación parecida siquiera.
Gracias a Dios, yo ya había aprendido a disfrutar el gran
privilegio de escuchar con el corazón la voz del Autor de la
Biblia; había aprendido que debo orar antes de leer, para
pedirle a Dios que me hable y me deje oír Su voz.
¡Y bueno!, después de compartirlo con un par de
creyentes más, decidí no seguir insistiendo para no quedar
como un necio ni caer en rebeldía; todos coincidían y lo
mejor fue guardar silencio y conservar esto en mi corazón.
Pasaron como seis meses y, poco a poco, en mi
convivencia con los líderes de la iglesia, en las
predicaciones y en los estudios de la Biblia me convencí por
completo de que ellos conocían mucho de Dios, y que tenían
un gran amor por Él. Por esa razón, en mis pensamientos
crecía una duda respecto a lo que Dios me había dicho.
Había una discrepancia muy importante para mí y no
sabía cómo resolverla; por un lado, estaba lo que dice Dios
en Su palabra y, por otro, la interpretación de los líderes de
mi iglesia. La duda me impulsó a platicar de nuevo con el
Señor sobre esta promesa en particular. Yo tenía poco
tiempo de estar leyendo la Biblia y era posible que estuviera
equivocado; era posible que mi corazón fuera sincero pero
que estuviera confundido; quizá influenciado por lo mucho
que yo deseaba la salvación de mi familia.
Así que, una mañana del siguiente verano, busqué al
Señor en oración y le pedí, específicamente, que me
confirmara si yo estaba en lo correcto o no; que me ayudara
a entender lo que Él me había dicho al corazón seis meses
antes. Recuerdo bien que, después de orar, seguí pensando
con tristeza en esta discrepancia mientras me preparaba
para un día normal de trabajo.
Me bañé, desayuné y salí de casa; comencé a conducir
mi automóvil y, exactamente en una esquina, a pocas
cuadras de distancia, me detuve por un semáforo en rojo; y
de pronto, un joven adolescente se acercó y me regaló un
folleto, diciendo: -Cree en el Señor Jesucristo, y serás
salvo, tú y tu casa-. Fue todo lo que dijo y se apartó; y con
una amplia sonrisa en el rostro se alejó rápidamente hacia
los automóviles de atrás.
No puedo explicar la enorme gratitud e inmensa alegría
que sintió mi corazón en ese momento; tuve ganas de llorar.
Había nubes blancas en el cielo y la luz del sol iluminaba
todo a mi alrededor; el clima en la ciudad era muy agradable,
y sentí la compañía del Señor durante todo el trayecto a mi
trabajo. Dios me había respondido a través de este joven.
Lo ocurrido no podía haber sido una simple coincidencia.
Lleno de emoción, compartí de inmediato esta
experiencia con los líderes de mi iglesia, porque para mí
había sido algo maravilloso y sorprendente; pero,
lamentablemente todo volvió a quedar igual; para ellos sólo
era un hecho aislado. Nadie podía asegurar que lo ocurrido
en el semáforo tuviera una relación directa con mi oración
de esa mañana; sólo era una conjetura mía; una
interpretación de algo que no tenía sustento en la palabra de
Dios.
Por tanto, decidí no preocuparme más por esa
discrepancia; guardé en mi corazón la promesa de Dios y
las palabras de aquel joven que esa mañana habían
disipado mis dudas; y habían contestado a mi oración. Para
mí, Dios había fortalecido mi convicción sobre esa promesa
y, calladamente, comencé a vivir sin duda y sin miedo, con la
certeza de que, algún día, los de mi casa llegarían a ser
salvos. Había paz en mi alma y gratitud en mi corazón.
Desde luego que nunca he dejado de orar por la pronta
salvación, por la salud y el bienestar de todos los de mi
casa; y tampoco he dejado de agradecer por todas las
bendiciones que recibimos en la familia. Desde que nací de
nuevo, Dios puso en mi corazón un cargo por la salvación
de sus almas y todas las mañanas se lo pido; oro para que
ellos aprendan a caminar de la mano del Señor con fe y con
seguridad; con la certeza y la convicción que sólo puede
darnos el Espíritu Santo al nacer de nuevo.
Con el paso del tiempo, en la Biblia fui confirmando que
Dios bendice y salva al creyente y a su familia; y hoy creofirmemente que así lo diseñó desde el principio de la
Creación.
La Biblia dice que, cuando Dios creó al hombre a Su
imagen y semejanza, varón y hembra los creó (Génesis
1.27), el Creador formó primero al hombre del polvo de la
tierra y lo puso en el huerto que plantó en el Edén. Después
hizo a la mujer tomando una de sus costillas y separó Sus
virtudes entre el varón y la hembra; separó la fuerza y la
fragilidad, la rudeza y la ternura entre otras cualidades; y
preparó las condiciones necesarias para su reproducción,
conforme a la bendición que les había dado el día en que los
creó; pues Dios les había dicho: Fructifíquense y
multiplíquense (Génesis 1.28).
Dios creó a un varón y a una hembra y los llamó Adán a
los dos; a ambos les dio el mismo nombre el día en que los
creó: Varón y hembra los creó y los bendijo, y llamó el
nombre de ellos Adán, el día en que fueron creados
(Génesis 5.2). Cuando hizo a la mujer en el Edén no fue una
ocurrencia posterior sino parte de Su plan; la ayuda idónea
estaba en Adán, sólo había que tomarla de una de sus
costillas para que pudiera hacerle compañía.
Cuando Dios dijo: No es bueno que el hombre esté sólo;
le haré ayuda idónea para él (Génesis 2.18), ya había
creado a todos los animales según su género y los había
bendecido de igual manera para que pudieran reproducirse.
Antes de crear a Adán, Dios les había dicho a los animales:
Fructifíquense y multiplíquense (Génesis 1.22). Y esto lo
sabía Adán desde que les puso nombre a todos ellos porque
los observó; sin embargo, en todo lo creado no halló ayuda
idónea para él (Génesis 2.20), porque aún estaba en su
costilla.
El plan de Dios era que Adán tuviera descendencia; que
el varón y la hembra, que había creado en uno solo,
pudieran procrear hijos. Por eso, desde el día en que los
creó, los bendijo y les dijo: que se multiplicaran sobre la
tierra para llenarla y sojuzgarla (Génesis 1.28); y se los dijo
cuando aún estaban los dos en uno; cuando Adán aún no
había sido puesto en el huerto del Edén. Así instituyó Dios la
familia porque Su diseño original había contemplado una
descendencia para Él:
“¿No hizo él uno, habiendo en él abundancia de
espíritu? ¿Y por qué uno? Porque buscaba una
descendencia para Dios. Guardaos, pues, en vuestro
espíritu, y no seáis desleales para con la mujer de
vuestra juventud.” Malaquías 2.15
Adán tuvo ese nombre desde el principio y lo conservó
como varón; pero, a la mujer que Dios hizo de una de sus
costillas, Adán la llamó: “Varona”, diciendo: Esto es ahora
hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será
llamada Varona, porque del varón fue tomada (Génesis
2.23). Y Adán comprendió que el propósito de Dios era unir
en una sola carne al hombre y a la mujer, cuando se juntaran
al dejar la casa de sus padres. Así nació el matrimonio allí
en el Edén:
“Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su
madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.”
Génesis 2.24
Posteriormente, llamó Adán el nombre de su mujer Eva,
por cuanto ella era madre de todos los vivientes (Génesis
3.20). Pero esto fue después de que desobedecieron a
Dios; después de que ella fue sentenciada a estar sujeta a
su marido y a sufrir dolores de parto al dar a luz los hijos
(Génesis 3.16); y también, fue después de que él fue
sentenciado a comer de la tierra con dolor, y a comer el
pan con el sudor de su rostro (Génesis 3.17-19).
Dios instituyó la familia desde el día en que los creó;
preparó las condiciones para el matrimonio en el huerto del
Edén; y, por haber desobedecido, les permitió unirse en una
sola carne y tener hijos hasta después de haberlos
expulsado de allí. Pero Dios siempre consideró al hombre y
a su mujer como uno solo, como el hombre que había
creado:
“Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente
querubines, y una espada encendida que se revolvía
por todos lados, para guardar el camino del árbol de la
vida.” Génesis 3.24
En los hijos de Adán y Eva, Dios encontraría la
descendencia que buscaba para Él. Así se formó la primera
familia por la voluntad de Dios; integrada por el hombre, la
mujer y el hijo que nació conforme al diseño original del
divino Creador:
“Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio
a luz a Caín, y dijo: Por voluntad de Jehová he adquirido
varón.” Génesis 4.1
La familia siempre ha sido fundamental para nuestro
Creador; quienes hemos tenido la bendición de procrear
hijos, hemos conocido una nueva dimensión del amor,
sublime y maravillosa. Cada vez que medito en la cruz del
calvario, agradezco de rodillas el sacrificio de nuestro Señor
Jesús, y valoro el incomparable amor de nuestro Padre
Celestial que envió a Su propio Hijo a morir por mí.
Cuando Dios bendice a un creyente, por la fe de éste,
bendice también a su familia; bendice a todos sus seres
queridos. En la Biblia existen varios ejemplos de creyentes
que fueron protegidos, rescatados y salvados junto con sus
familiares; junto con todos los de su casa.
Así lo hizo Dios en el diluvio, cuando salvó a Noé y a
toda su casa, durante el juicio que ejecutó sobre la tierra por
la excesiva maldad que había en el corazón del hombre.
Dios destruyó a la humanidad entera excepto a Noé, a su
esposa, a sus hijos y a sus nueras, porque Noé halló gracia
ante Sus ojos (Génesis 6.8); de hecho, por la fe de Noé,
Dios hizo un pacto perpetuo con él, con sus hijos y con sus
descendientes después de ellos (Génesis 9.8-9):
“Dijo luego Jehová a Noé: Entra tú y toda tu casa en
el arca; porque a ti te he visto justo delante de mí en
esta generación.” Génesis 7.1
Asimismo lo hizo Dios en la Pascua; cuando guardó a
todas las familias que, por la fe de Moisés y de sus
seguidores, se encerraron en una casa señalada con la
sangre de un cordero, el día en que rescató a los israelitas
de Egipto. Aquella noche Dios hirió a todo primogénito de los
egipcios y ejecutó un juicio sobre sus dioses:
“Porque Jehová pasará hiriendo a los egipcios; y
cuando vea la sangre en el dintel y en los dos postes,
pasará Jehová aquella puerta, y no dejará entrar al
heridor en vuestras casas para herir.” Éxodo 12.23
Así también lo hizo Dios en Sodoma y Gomorra; cuando
rescató a la familia de Lot, por la fe y la intercesión de
Abraham, el día en que fueron destruidas estas ciudades
con fuego y azufre que cayó del cielo. Dios salvó a Lot, a su
esposa y a sus hijas; la Biblia dice que sus futuros yernos no
fueron rescatados porque no le creyeron, sino que les
pareció como que él se burlaba de ellos (Génesis 19.14).
“Y al rayar el alba, los ángeles daban prisa a Lot,
diciendo: Levántate, toma tu mujer, y tus dos hijas que
se hallan aquí, para que no perezcas en el castigo de la
ciudad” Génesis 19.15
Y así lo hizo Dios después en Jericó; cuando protegió a
Rahab y a toda su familia, por la fe de ella, el día en que los
israelitas consumieron con fuego esa ciudad. Porque
anteriormente, Rahab había escondido en su casa a los
espías enviados por Moisés para protegerlos. Y en este
caso, Dios también guardó a toda su parentela y todo lo que
era suyo. La Biblia dice que: Josué salvó la vida a Rahab, y
a la casa de su padre, y a todo lo que ella tenía (Josué
6.25):
“Y los espías entraron y sacaron a Rahab, a su
padre, a su madre, a sus hermanos y todo lo que era
suyo; y también sacaron a toda su parentela, y los
pusieron fuera del campamento de Israel.” Josué 6.23
Con base en estos ejemplos, crecía mi confianza en
aquella promesa y mi gratitud a Dios también. Hoy sé que la
familia tiene un lugar privilegiado en el corazón de Dios; que
Su amor por nuestros seres queridos ha sido el mismo
siempre. Y creo firmemente, que las razones y los
propósitos de Dios para bendecirnos y salvarnos no han
cambiado; que fueron concebidos desde el principio de la
creación.
Hoy sé también que Dios premia la fe y extiende Su
misericordia; que Él bendice a un creyente y también a su
familia; que privilegia la fe de una sola persona protegiendo
a todos los de su casa. En estos ejemplos no veo que se
limite el concepto de casa únicamente a los padres y a los
hijos; ni que selimite el concepto de familia únicamente a los
hermanos y a los dependientes económicos; más bien, veo
que Dios guarda y bendice a todos los seres queridos de un
creyente, no sólo a sus descendientes.
Cuando Dios le prometió a Abraham que haría de él una
gran nación y que bendeciría y engrandecería su nombre, le
dijo también, que todas las naciones de la tierra serían
benditas en él. Dios bendijo no sólo al hombre sino a su
familia, al pueblo de Israel y a toda la humanidad. La
bendición de Abraham, mediante el evangelio de Jesucristo,
es para todas las familias de la tierra.
“Serán benditas en ti todas las familias de la tierra.”
Génesis 12.3b
“Serán benditas en ti todas las familias de la tierra.”
Génesis 12.3b
Pasaron seis años desde que nací de nuevo, y mi
confianza en aquella promesa de salvación para los de mi
casa crecía cada vez más. Yo había comprendido que la
promesa dada al patriarca Abraham era la promesa del
Espíritu; y que era de bendición no sólo para los individuos
sino para todas las familias de la tierra.
Había comprendido también que la promesa del Espíritu
viene desde la antigüedad; que Dios le dijo a Abraham que
en él serían benditas todas las naciones de la tierra; que en
su simiente serían benditos todos los pueblos por medio de
la fe. Y que hoy, nosotros lo único que debíamos hacer es
creerle a Dios y obedecer como lo hizo Abraham, para
recibir la bendición de esta promesa:
“En tu simiente serán benditas todas las naciones de
la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz.” Génesis
22.18
Dios le dio esta promesa a Abraham, cuatro siglos antes
de que le diera a Moisés la ley de los mandamientos
escritos; y es sorprendente que hoy, la promesa nos alcanza
a ti y a mí, sin importar la religión en que hayamos sido
educados. La Biblia dice: serán benditas en ti todas las
familias de la tierra (Génesis 12.3); y esta promesa de
bendición alcanza hoy a todos los que creen en Jesucristo,
porque Él es la simiente de Abraham, a quien también le
fueron hechas las promesas:
“Ahora bien, a Abraham fueron hechas las
promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes,
como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu
simiente, la cual es Cristo.” Gálatas 3.16
La promesa del Espíritu es para toda la humanidad y se
recibe por la fe en la muerte y la resurrección de Jesucristo.
No pertenece a ninguna religión, ni está condicionada a
reglas que los hombres hayan establecido a lo largo de los
siglos; fue dada a Abraham únicamente por la fe, y desde
entonces, toda la humanidad tiene la posibilidad de recibirla,
también sólo por la fe: Porque por gracia sois salvos por
medio de la fe (Efesios 2.8).
La promesa dada a Abraham está escrita en la palabra
de Dios, y Él es quien nos la revela por el poder de Su
Espíritu; le fue dada a Abraham y confirmada mediante un
pacto que incluye un juramento, del cual hablaremos en un
capítulo posterior de este libro.
“Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin
de que la promesa sea firme para toda su
descendencia; no solamente para la que es de la ley,
sino también para la que es de la fe de Abraham, el cual
es padre de todos nosotros.” Romanos 4.16
Sin embargo, aunque mi fe crecía, en mi casa el único
creyente seguía siendo yo; mi familia continuaba ajena al
evangelio, y las dificultades con mi esposa iban en aumento.
Mi forma de ser había cambiado y mi trato hacia ella
también; y nuestra comunicación disminuía con el tiempo
porque nuestros gustos e intereses eran cada vez más
distintos.
La persistencia con que yo leía diariamente la palabra de
Dios; la puntualidad con que asistía cada semana a las
predicaciones y a los estudios de la Biblia; y el empeño con
el que compartía en todo momento mi fe, llegaron a hacer
crisis en mi relación matrimonial. Con gran tristeza
reconozco que, lamentablemente, durante este período
cometí muchos errores por mi falta de amor y de madurez
espiritual; fui orgulloso y arrogante en mi postura; duro e
imprudente muchas veces con la Biblia en la mano; y, sin que
fuera mi intención, dejé que se complicaran al máximo los
problemas en casa.
Confieso que, de manera irresponsable, dejé todo en
manos de Dios y no supe cuidar el corazón de mi familia. En
verdad lo siento mucho, porque fueron años valiosos que
desperdicié, sin permitirle a Dios que usara mi vida para
atraerlos a Él; a Su reino de paz y de amor. Sinceramente fui
muy torpe y egoísta; el conocimiento de la letra escrita me
envaneció y llegó a ensoberbecer mi alma; dejé que me
cegara tanta luz y me confundiera tanta paz. Quizá por
rebeldía o necedad, no lo sé, mi corazón se confió de más,
sabiendo que ellos serían salvos algún día.
Este exceso de confianza en la promesa de salvación
para los de mi casa fue lo que me apartó de mi familia sin
darme cuenta. Me ocupé en mi crecimiento espiritual, tanto,
que un día, ese distanciamiento me arrinconó en un callejón
sin salida y tuve que afrontar la más terrible consecuencia:
en mi matrimonio se habían deteriorado las cosas, tanto que
ya no pude revertir todo el daño que yo había causado.
Alguien me dijo que durante ese tiempo yo mismo había
vacunado a mi esposa y a mis hijos contra el evangelio… y
creo que tenía razón.
El daño estaba hecho; no puedo culpar a nadie de mis
errores. Fui yo quien se equivocó; quien no tuvo amor para
acercarlos al Señor; quien no supo mostrarles la bondad y la
misericordia de Dios. Aprendí muy tarde y a un costo muy
alto la enseñanza del apóstol Pablo, que dice: de nada me
sirve el conocimiento y la fe si no tengo amor; porque sin
amor nada soy (1 Corintios 13.2).
El caos comenzó una mañana de invierno, cuando
explotó en mis manos, como una bomba de tiempo, el gran
conflicto en mi relación de pareja; pues tuve que salirme de
casa y dejar atrás diecisiete años de matrimonio. Me
separaba de mis dos pequeños hijos, dos varones de once y
nueve años de edad, a quienes aprendí a querer desde que
fueron concebidos; a quienes amé desde antes de
conocerlos; desde antes de que pudieran decirme papá.
Con mi salida, prácticamente estaba dejando mi vida en
esa casa; lo estaba perdiendo todo porque ellos eran las
personas que más quería; ellos eran mi familia, los de “mi
casa”, conforme a la Biblia. Mi esposa y mis hijos eran lo
más valioso que yo tenía en este mundo a mis 41 años de
edad.
Mi esposa tramitaría el divorcio, y yo comenzaría a
visitar a mis hijos cada 15 días durante el fin de semana.
Regresar a casa era sólo una esperanza, pero, la salvación
de ellos era una promesa escrita en la palabra de Dios; una
promesa grabada en mi mente y en mi corazón.
Para ser honesto, este desenlace no fue una sorpresa
para mí, porque mi esposa ya me había advertido de la
separación desde un año antes, o más quizá; pero yo no me
había preparado mentalmente para este momento, porque
vivía con la esperanza de que esta separación no iba a
ocurrir; pensaba que Dios haría algo para impedirlo. Así que,
simplemente, ese día con mi salida se estaba concretando
una sentencia hecha por mi esposa, quien en repetidas
ocasiones me había dicho: -si no renuncias a tu nueva fe,
ni regresas a la religión en la cual nos casamos,
firmaremos el divorcio-.
Debo confesar que, antes de nacer de nuevo, era yo
quien amenazaba a mi esposa con el divorcio cada que
peleábamos. Para detener una discusión, yo acostumbraba
a decirle que dejara de llorar; que si no llegábamos a un
acuerdo nos podríamos divorciar con facilidad, porque no
estábamos juntos a la fuerza; que me saldría de casa sin
ningún problema y que los niños se quedarían con ella. Y
ahora, sencillamente, ella sólo exigía que cumpliera mi
palabra, porque no quería seguir viviendo conmigo; no
quería como esposo a un fanático religioso según sus
propias palabras.
-Si no te vas tú, me iré yo de la casa con los niños- fue
la última sentencia que me obligó a tomar la decisión de irme
al día siguiente. No soporté siquiera la idea de ver a mis
hijos empacando su ropa y saliendo de casa con sus cosas.
Por esa razón, a la mañana siguiente, salí decasa con
una maleta de ropa y la metí en mi coche; manejé rumbo al
trabajo porque no se me ocurrió otra cosa en ese momento.
Me detuve a la mitad del camino y renté una recámara
amueblada para guardar mis cosas y tener un lugar en
donde pudiera pasar la noche. Necesitaba ordenar mis
ideas y reflexionar sobre lo que estaba pasando. El divorcio
había comenzado y yo no sabía qué hacer ni a dónde ir.
A mediodía ya estaba en mi nueva habitación; ya había
acomodado mis cosas y me sentía muy triste y
desconcertado. No tenía sueño, a pesar de no haber
dormido la noche anterior; tampoco tenía hambre, pero salí
a caminar buscando un lugar en dónde comer algo, porque
no había desayunado siquiera. Distraído y desanimado,
caminé muchas cuadras dando vueltas sin poner atención a
la gente ni a los restaurantes del lugar; era un domingo y
caminaban familias completas por la ciudad, pero la
sensación que yo tenía era como si aquellas calles
estuvieran en silencio y vacías; abandonadas, en una
palabra.
Sin darme cuenta, avanzó el reloj y llegó la tarde; me lo
dijeron las sombras de los edificios y el aire fresco de aquel
invierno. Y aquella tarde lloré mucho; como nunca lo había
hecho; con el alma desgarrada y el corazón destrozado. En
silencio y sin prejuicio alguno, lloré sentado a la mesa de un
restaurante con gente a mi alrededor; lloré con la mirada
perdida y los oídos ensordecidos, sin tener noción del
tiempo. Sentía una gran tristeza, un enorme vacío y una
asfixiante soledad; de mis ojos brotaban lágrimas que no
podía contener; las gotas escurrían por mis mejillas y caían
en el plato con sopa que me habían servido; aquel alimento
con un intenso sabor salado me permitía saber que aún
estaba vivo; que aún podía ser un sueño y estar dormido... 
me sentía tan confundido que sólo quería despertar.
Lloré realmente como un niño; con un nudo en la
garganta y con un dolor en el pecho que nunca había
sentido; con la mente en blanco y sin observar lo que ocurría
a mi alrededor; todo para mí había perdido sentido y sólo
una voz en el pensamiento me decía: -Estoy contigo-. Eso
era lo único que había en mi mente; una voz firme y serena,
un dicho apacible que me dio fuerza y aliento para seguir
adelante y caminar de nuevo por esas calles sin saber qué
hacer.
Esa voz me acompañó toda la tarde hasta que
desapareció la luz del sol. Al llegar la noche, esa voz me
llevó a buscar al Señor Jesús y me hizo caer de rodillas en
aquella habitación.
Y estando ahí, arrodillado frente a mi nueva cama, esa
noche comprendí que lo más importante y delicado no era mi
tristeza por la separación, sino el destino eterno de mi
familia; la situación de ellos con respecto a la promesa de
salvación que Dios me había dado seis años antes. Aquella
promesa que había recibido una tarde de invierno para los
de “mi casa” atrapó mis pensamientos, y a partir de ese
instante tuve duda y miedo; porque ya no estaba en casa;
porque ya no estaba con ellos y no sabía si podían ser
considerados todavía como “los de mi casa”; si aún podían
ser alcanzados por esa promesa escrita en mi corazón.
La duda y el miedo superaron la enorme tristeza que yo
tenía; de pronto llegué a sentirme aterrorizado; tuve pánico
al pensar en una eternidad sin ellos; y mi angustia fue tan
grande que en ese momento caí en la desesperación. Como
nunca, allí me sentí derrotado y rendido; allí me devastó
aquella discrepancia conceptual que yo tenía con mi iglesia y
me sentí muy confundido; continuaba de rodillas sin poder
pensar con claridad... lo único que oía era esa voz: -Estoy
contigo-.
Y gracias a Dios, de repente hubo una luz en mis
pensamientos; vi en la Cruz un propósito entre tanta
confusión, y pude entender que necesitaba orar por la
salvación de mi familia; que necesitaba tener claro el
alcance de aquella promesa. Y en el silencio de aquella
habitación, arrodillado junto a la cama, y con el rostro
bañado en llanto, le pregunté a Dios: -Señor, ¿aún puedo
considerarlos como los de mi casa?; ¿Aún están incluidos
en tu promesa de salvación?-.
Sólo de algo estaba seguro en ese momento,
únicamente Dios podía responderme, nadie más; sólo Él,
porque los líderes de mi iglesia estaban convencidos de que
yo estaba en un error; de que yo entendía esa promesa de
manera equivocada. Y desconsolado, lloré más todavía,
como nadie lo puede imaginar; ese día fue el más triste y
desolado de mi vida; no he vuelto a vivir algo igual.
La palabra de Dios no coincidía con la interpretación de
quienes me habían compartido el evangelio, y yo me sentía
totalmente solo; por eso únicamente quería escuchar la voz
de Dios; quería una respuesta de Él en la Biblia. Es
necesario obedecer a Dios antes que a los hombres
(Hechos 5.29), dijeron Pedro y los apóstoles; y eso era lo
que yo había pretendido todo el tiempo y lo único que yo
deseaba en ese momento… -¡Háblame Señor!- era mi
súplica; mi gran clamor.
Yo sabía que Dios me hablaría por medio de Su palabra;
sabía que Dios me respondería de nuevo como antes lo
había hecho, porque Él ya me había contestado varias
veces leyendo la Biblia; es más, yo sabía que al abrir mi
corazón en la intimidad, Él atendería mi súplica y yo
escucharía Su voz.
Yo estaba decidido a esperar incluso hasta el amanecer;
pero esta vez, gracias a Dios, llegó Su respuesta casi de
inmediato en aquella habitación triste y sombría; Dios
contestó al clamor de mis lágrimas como lo ha prometido en
Su palabra. Yo clamé a Él, y Él me respondió.
Aún de rodillas y con la Biblia en mis manos, apareció
ante mis ojos algo que escuché con el corazón: La plegaria
de un hombre atribulado que, como yo, necesitaba consuelo
y aliento de Dios:
“Acuérdate de la palabra dada a tu siervo,
en la cual me has hecho esperar.
Ella es mi consuelo en mi aflicción,
porque tu dicho me ha vivificado.”
Salmos 119:49-50
"Acuérdate de la palabra dada a tu siervo,
en la cual me has hecho esperar.
Ella es mi consuelo en mi aflicción,
porque tu dicho me ha vivificado.”
Salmos 119:49-50
El día en que salí de casa y leí en la Biblia:
Acuérdate de la palabra dada a tu siervo, en la cual me has
hecho esperar, de mis ojos brotaron lágrimas de gratitud
porque oí la voz de Dios; porque fue la respuesta a mi
oración; fue la confirmación sobre la promesa de salvación
para “los de mi casa”. ¿Cuándo y cómo será? No lo sé;
quizá ellos se arrepientan y reciban al Señor Jesús en el
último instante de su vida, y quizá, ya no esté yo aquí para
verlo; pero desde ese día hasta hoy, doy gracias a Dios
porque jamás lo he vuelto a dudar. Ellos serán salvos algún
día.
Los que escuchan la voz de Dios en su corazón saben
que no hay poder humano que nos haga dudar sobre lo
escrito en la Biblia; más aún, cuando Él responde de manera
inmediata y precisa a una súplica de nuestra alma
desesperada. Y cuando Dios nos habla así, no hay quien
pueda hacernos cambiar de opinión sobre lo que Él dice en
Su palabra; sobre todo cuando nos aclara o confirma lo que
ya nos había dicho antes en otra porción de la Biblia. Ya no
hay nada que analizar o poner en consideración; no hay
razón para buscar alguna interpretación o un punto de vista
diferente; todo es claro y transparente, la contundencia y
solidez de Su voz queda grabada en el alma.
Esa noche, de rodillas en aquella habitación, fue como si
Dios me hubiera dicho: -Sí hijo, me acuerdo de que te dije:
Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa-
(Hechos 16.31). Sin entender el contexto de ese Salmo y sin
tener más información, se conectaron en ese momento dos
porciones de la Biblia con un significado muy especial para
mí. Dios me había contestado y era todo lo que me
importaba; el gozo y la paz de aquella promesa volvieron a
mi corazón.
Esta experiencia de mi comunión íntima con Dios,
también la compartí con los líderes de mi iglesia sabiendo de
antemano que me contestarían lo mismo: que yo estaba en
un error y así fue. Ellos me reiteraron que yo estaba
equivocado y, sinceramente, por el cariño y el respeto que
les tengo, no quise dedicarle más tiempo a esta
discrepancia,

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