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YO CREO EN LOS MILAGROS Kathryn Kuhlman Editorial CLIE C/ Ferrocarril, 8 08232 VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA E-mail: clie@clie.es Internet: http://www.clie.es YO CREO EN LOS MILAGROS Kathryn Kuhlman © 1977 por Editorial Clie para esta edición en español ISBN: 978-84-7228-028-1 eISBN: 978-84-8267-792-7 Clasifíquese: 11 BIOGRAFIAS: Varias C.T.C. 02-11-0895-04 mailto:clie@clie.es http://www.clie.es/ INDICE Prólogo editorial Prefacio. ¡El amor es algo que usted hace! I Yo creo en milagros II Carey Reams. (El inválido de guerra en Filipinas) III Stella Turner. (La enferma, deshauciada, de cáncer hepático) IV Jorge Orr. (El ojo quemado en la fundición de Grove City) V Eugenio Usechek. (El muchacho cojo de la enfermedad de Perth) VI Bruce Baker. (El enfermo de enfisema por silicosis) VII Betty Fox. (La inválida camarera de un restaurante de Rochester) VIII La familia Erskine (“Muriendo de cáncer en el hospital”) IX La niña de la señora Fischer. (Hidrocefalia congénita) X Rosa. (Un problema de drogas) XI María Schmidt. (Un caso de bocio y afección cardíaca) XII Bill Conneway. (El lesionado de guerra en Francia) XIII Amelia. (La fe victoriosa de una niña católica) XIV Elisabeth Gettin. (El testimonio de una enfermera) XV Amelia Holmquit. (Curada de artritis deformante) XVI Pablo Gunn. (Cáncer del pulmón) XVII Ricardo Kichline. (Paralítico por mielitis aguda) XVIIILos Dolan. (La tragedia de un hogar de alcohólicos) XIX Jaime McCutcheon. (Un caso insólito de seis operaciones) XX El caso de los Crider. (Un niño lisiado) XXI Harry Stephenson. (Cáncer en los intestinos) XXII Jorge Speedy. (Un caso grave de “delirium tremens”) XXIII¿Cuál es la clave? PROLOGO EDITORIAL Creemos que como editores de este libro, ciertamente extraordinario por su contenido, debemos una explicación a ¡as librerías evangélicas de diversas denominaciones que distribuyen nuestra literatura, y a los lectores en general. Un tema discutido El tema de la Sanidad divina y los dones del Espíritu Santo, ha sido objeto de mucha discusión en estos últimos años. Se han publicado libros en pro y en contra, y muchos extremismos han sido denunciados. No nos hemos negado a publicar libros que contenían tales advertencias ya que con ello pensamos hacer, no un daño, sino un favor a estimados hermanos nuestros, cuya labor admiramos y respetamos, aunque no compartimos enteramente todos sus puntos de vista. Sin embargo ponemos ahora en manos de nuestros lectores un libro que refiere casos extraordinarios de Sanidad divina. ¿Es ello una contradicción? De ningún modo. Estamos seguros de que todo verdadero cristiano evangélico, de cualquier denominación que sea, cree en el poder de Dios y en la eficacia de la oración. Lo que se reprueba, por lo general, son los métodos espectaculares, y las tajantes promesas propagandísticas de Sanidad que, si quedan incumplidas, suelen perjudicar más que beneficiar, a los oyentes que asisten a esta clase de servicios evangelístico-curativos, endureciendo sus corazones en lo que respecta al mensaje del Evangelio. También hay gran diversidad de criterios acerca de los procedimientos ruidosos en los cultos, ya que son métodos que, si por un lado se adaptan bien a algunos caracteres particulares o raciales, haciendo más atractivo y grato el culto divino a ciertos asistentes, al permitirles tomar en él mismo una parte activa y excitante, resulta ingrato y hasta escandaloso para otros caracteres más sosegados, que prefieren encontrar a Dios en el silencio, la meditación y la exhortación de la Palabra. Pero ninguno de tales excesos tiene lugar, hasta donde tenemos entendido y este mismo libro expresa, en el ministerio de Sanidad de la señorita Catalina Kuhlman, en el cual tampoco se hace mención del don de lenguas. Sabemos que algunos de nuestros lectores lo encontrarán a faltar, pero a otros no lo extrañarán al observar la filiación religiosa de la autora de este libro, que no es pentecostal, sino de origen bautista. Por consiguiente, la publicacion de estos relatos no tiene por objeto fomentar los puntos de vista de una denominación cristiana evangélica en detrimento de otras, sino enfatizar el valor de la oración y el poder de Dios, de un modo actual y efectivo, en medio de un mundo materialista que lo está negando. Desconocemos los recursos de Dios También es necesario ese énfasis para muchos cristianos que no rehusan creer en el poder de Dios, pero hacen poco uso de la oración, porque consideran a Dios enteramente atado a sus propias leyes. Pero, ¿a cuáles leyes si los mismos científicos no cesan de decirnos que las que la Ciencia ha descubierto hasta ahora no son sino una parte muy pequeña de lo que queda por descubrir? Ante tales reconocimientos ¿por qué hemos de oponernos a la idea de que Dios puede llevar a cabo, aún en nuestro siglo, cosas que ni nosotros ni la Ciencia pueden explicar? Lo que importa es cerciorarse concienzudamente sobre la autenticidad de tales hechos extraordinarios ocurridos en respuesta a la oración. A tal respecto la autora menciona, no solamente los nombres de las personas beneficiadas con la Sanidad divina, sino también los hospitales en cuyos archivos se conservan los informes clínicos anteriores y posteriores a los casos que se narran. Datos que inspiran confianza Uno de los detalles que nos impresiona favorablemente, es que las curaciones referidas en este libro no tienen siempre lugar en reuniones públicas, ni de un modo repentino y espectacular, sino que en muchos casos se produce, en respuesta a la oración, una mejora inexplicable clínicamente, que se convierte en un breve tiempo en curación absoluta, la cual (y este es el mejor indicio) permanece y perdura aún después de muchos años de ocurrido el extraordinario fenómeno. La señorita Kuhlman no viaja de un país a otro exhibiendo sus habilidades curativas. Muchos pacientes de países lejanos lo lamentarán, pero ella dice que prefiere quedar en un solo lugar porque así se hace más fácil la comprobación científica de todos los casos. A tal efecto, cada vez que se produce algún milagro de sanidad de un modo público y repentino, suele invitar inmediatamente a todos los médicos presentes en el auditorio, no sólo a que acudan a la plataforma a cerciorarse de la realidad del caso, sino a que tomen nota en sus agendas de los hospitales donde el enfermo ha sido tratado, para comprobación de los respectivos historiales clínicos. Pero aún cuando la señorita Kuhlman no viaje de un país a otro tiene marcado interés en que sea fomentado, no sólo en Estados Unidos, sino también en otros países, la fe en el poder de Dios y la eficacia de la oración; pues como indica repetidamente en este mismo libro, no cree que su persona física sea indispensable para la operación de verdaderos milagros. ¿Por qué no ocurren más prodigios? Posiblemente muchos lectores se preguntarán: ¿Por qué tienen lugar estos casos extraordinarios precisamente en Pittsburgh (Pensilvania) en relación con el ministerio de la señorita Kuhlman? Hay millones de cristianos en el mundo que oran a Dios por sus enfermos. ¿Por qué no ocurren milagros con más frecuencia en otras partes? ¿Es que no hay otros cristianos dignos de que el poder de Dios actúe de un modo actual y directo en su favor? Los lectores observarán en la introducción, y en todo el curso de este libro, que la señorita Kuhlman es la primera en declarar que sus oraciones no son mejores que las de otras personas; que lo que ocurre en relación con su ministerio no es algo que dependa de su propia persona, sino que Dios es el mismo para todos los que le invocan. Sin embargo, leyendo con atención estos relatos, observamos en las personas favorecidas, o en sus intercesores, unas cualidades de fe práctica que quizá no hemos alcanzado nosotros. Nos cabe la duda de si no es nuestro orgulloso temor de caer en ridículo lo que nos impide creer a Dios en toda la extensión de sus promesas. Por nada en el mundo queremos ser tildados de extravagantes o fanáticos. Y aunque estoes justo para honrar la fe que profesamos, llegamos al extremo opuesto de poner toda clase de cortapisas al ejercicio práctico de la fe en un mundo cada vez más necesitado de ella. Un mundo tal como Cristo y sus apóstoles lo describieron en el tiempo inmediato a su Segunda Venida (Lucas 18:8, 2.ª Tim. 3:1 y 2.° Pedro 3: 3-14 y Judas 18). Un mundo que necesita ser desafiado como nunca por una fe sincera y robusta, por más que escasa. Cada vez es más indispensable intensificar el espíritu de oración, de dedicación al Señor y a nuestros prójimos, de consagración y de fe práctica y eficaz, entre los verdaderos hijos de Dios, de cualquier Iglesia o Denominación cristiana. Con tal propósito ha sido publicado el presente libro, para que su lectura estimule a los cristianos a orar más eficazmente y con perseverancia hasta mover montañas de dificultad y de dolor por medio de la oración de fe. Sin embargo, quisiéramos también recomendar con insistencia que nadie se desaliente si la respuesta tarda, o no llegase a venir. La autora enfatiza el hecho de que la misma fe es un don de la soberana gracia de Dios, por lo tanto lo que importa no es un esfuerzo desesperado para sacar fe de donde sea. Tampoco debe juzgarse que la dilacion o ausencia de milagro es siempre resultado de alguna culpable falta de fe. De ningún modo. Dios es soberano y obra como y cuando quiere. (1) Sabemos que El se complace en responder a las súplicas de sus hijos, pero no olvidemos que para Dios el tiempo presente es solamente el primer acto del drama eterno de cada vida humana. No en vano escribió el apóstol Pablo: “No mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; porque las que se ven son temporales, mas las que no se ven son eternas”. Y que una mayor bienaventuranza que el creer ante la evidencia del milagro, es creer en la bondad y el poder de Dios, sin el milagro (Juan 20:29). El mismo Señor nos enseñó a decir en Getsemaní: “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Mateo 26:39) (2). Acatamiento o falta de fe Sin embargo, tales pasajes bíblicos nunca deben servir de excusa para la indolencia en la oración y la falta de fe. Un creyente que se conforma de un modo fatalista a la voluntad de Dios, menospreciando el glorioso privilegio de la oración, está muy lejos en altura espiritual del cristiano que después de haber orado con fervor, quizá con ayuno, a solas o en grupo, y no obteniendo respuesta, sabe decir dignamente, con toda sinceridad y sin sombra de amargura o resentimiento: “No se haga, Señor, lo que yo quiero, sino lo que tú”. En ocasiones, es entonces solamente cuando la voluntad de Dios se junta a la del fervoroso y tenaz demandante para darle lo que desea. ¡Cuántas veces ha ocurrido esto a los grandes servidores de Dios! Creemos que todo lo que se haga es poco para fomentar la fe de los cristianos y del mundo en estos tiempos de amarga incrédulidad, con tal que sea hecho por medios legítimos. Y de ello no cabe duda en cuanto al presente libro, que nos complacemos en poner en manos de nuestros apreciados lectores de habla española. ¡Quiera Dios usarlo para promover en nuestros días un acrecimiento de la fe, y del espíritu de oración, para que grandes bendiciones de lo alto puedan ser otorgadas, tanto a los cuerpos como a las almas! Tarrasa, diciembre de 1969 S. Vila (1) Quizá alguien argüirá que los discípulos pidieron a Cristo: “Auméntanos la fe”; pero observemos que el Señor no les dijo: “Porque lo habéis pedido con gran esfuerzo, aquí lo tenéis”; sino que siguió hablando del poder de la fe sin aparentemente hacer caso de su petición. Sin embargo, en varias ocasiones declaró: “Conforme a tu fe te sea hecho”. Y para nosotros, la interesante pregunta es: ¿Cómo se originó aquella fe? ¿Qué parte de ella era conocimiento de Cristo, y hasta qué punto la confianza plena de tales personas en el poder y el amor del Señor debe ser considerada como un don de Dios? La respuesta permanece en misterio. No olvidemos que hubo quienes tuvieron grandes conocimientos de Cristo en los días de su carne, pero no llegaron nunca a creer en El (Juan 7:5) y (Mateo 26:24 y 65) (2) Recordamos de nuestra juventud el caso de un venerado servidor de Dios, muy conocido en las iglesias evangélicas de Barcelona, llamado don Pedro Rubio; quien padeció por muchos años una dolorosísima neuralgia facial, por cuyo alivio y curación habíamos orado muchas veces. Al encontrarnos cierto día en el consultorio del Director del Hospital Evangélico de Barcelona, se apresuró a preguntarme, con su característica solicitud, si me encontraba allí por alguna dolencia propia, o de algún miembro de mi iglesia. Al contestarle que ni lo uno ni lo otro, sino tan solamente por cuestiones relacionadas con mi cargo en la Junta del Hospital, añadí — mirándole en el rostro, con la compasión que siempre nos inspiraba su aflictivo estado: —A esta casa es mejor venir para ayudar a otros que para uno mismo, ¿verdad, don Pedro? El venerable varón de Dios, con la franqueza que le permitía el haberme dado lecciones en griego, inglés y otras disciplinas útiles para el ministerio cristiano, se apresuró a corregirme una vez más. —Debemos decir, más agradable; no mejor. Solamente allá arriba sabremos lo que es mejor. Ha pasado casi medio siglo; pero nunca he podido olvidar la preciosa enseñanza espiritual de tan expontánea como oportuna corrección. Mi mejor esperanza es de encontrarme de nuevo con este amado hermano y maestro “allá arriba”; para recordarla y comentarla juntos, a la luz de la Eternidad. PREFACIO ¡EL AMOR ES ALGO QUE USTED HACE! Semblanza de la señorita Kuhlman La señorita Catalina Kuhlman no es simplemente una persona, sino también una institución. Aún cuando está ordenada para el ministerio evangélico, no se considera ni pastor ni evangelista. No obstante, centenares de personas la consideran su pastor, y muy pocos evangelistas tienen la ardiente pasión de esta mujer, de ver a las almas salir de la oscuridad. Hace más de catorce años que vino a Pittsburgh, Pensilvania, en un caluroso 4 de julio, después de alquilado el auditorio de la Biblioteca Carnegie, propiedad de la ciudad (el primer edificio edificado por Andrés Carnegie). Y ha estado allí desde aquel entonces. Durante los catorce años pasados, miles han llenado el auditorio, no meramente buscando la salud de sus cuerpos, sino la liberación del pecado y la solución a sus problemas. Catalina Kuhlman desaprueba fuertemente la idea de que su ministerio está dedicado solamente, o primordialmente, a la sanidad del cuerpo. Subraya claramente este punto en cada servicio porque cree sinceramente que la salvación del alma es el más importante de todos los milagros. No hay fanatismo en estos cultos: frecuentemente reina tal quietud que el más mínimo rozar de un papel podría ser oído. La señorita Kuhlman atribuye esto, al hecho de que la Palabra de Dios es el fundamento sobre el cual ha edificado su ministerio, y ella está firme en su creencia de que si uno se ciñe a la Palabra de Dios encontrará poder sin necesidad de fanatismo. No tiene edificio propio; constantemente exhorta a aquellos que encuentran la salvación en sus reuniones, a que regresen a sus iglesias y sirvan al Señor con todo su corazón. A los que no tienen una iglesia, les sirve de instrumento para edificar su carácter cristiano. Cuando estos convertidos se unen a una iglesia, llevan a ella, por la eficacia de un testimonio lleno del Espíritu, un nuevo dinamismo. Su Fundación, caritativa y misionera Catalina Kuhlman es la Presidenta de la Fundación Kathryn Kuhlman, una organización religiosa caritativa. Su única remuneración es su sueldo estipulado por el Comité de la Fundación. Hay diecisiete nacionalidades representadas en el Coro Varonil de cuatrocientas voces; y el Orfeón Catalina Kuhlman de cien voces masculinas y femeninas, es considerado uno de los mejores de la nación, habiendo tenido contratos con las grabaciones R. C. A. Víctor. La organización juvenil que coopera con la empresa evangelista de Catalina Kuhlmanpuede compararse con la mejor Sociedad Cristiana Juvenil de la presente generación. La Fundación mantiene un Fondo para Becas y Préstamos en Wheaton College, Illinois, donde los estudiantes que están en necesidad de ayuda financiera son auxiliados para proseguir su educación. Las becas no se limitan solamente a los estudiantes de Teología, sino que pueden ser disfrutadas por jóvenes que persiguen una carrera secular en dicha institución educativa. La Fundación proporciona ayuda financiera a estudiantes de la Universidad del Estado de Pensilvania, de la Universidad de Pittsburgh, del Instituto Tecnológico Carnegie, del Geneva College, en Beaver Ralls, Pensilvania; del Instituto Tocoa Falls, en Georgia, y del Conservatorio de Música en Cincinati, Ohio. La Fundación Catalina Kuhlman ha contribuido con más de cuarenta mil dólares a la Escuela para Niños Ciegos de Western, Pensilvania. Observando un grupo de niños ciegos que jugaban, luchando con los patines, Catalina Kuhlman quedó tan impresionada, sintiendo tan profundo agradecimiento por sus propios ojos, que decidió, por la gracia de Dios, hacer todo lo humanamente posible para estos niños. El Dr. Alton G. Kloss, Superintendente de la Escuela para Niños Ciegos de Western, Pensilvania, al expresar su agradecimiento, escribió: “Cada día, al andar por los edificios de la escuela primaria, la secundaria y el jardín de niños, yo veo su mano. Brillantes escritorios nuevos y otro mobiliario confortable, platos, cortinas, patinets, vagones, todo atestigua el hecho de que Catalina Kuhlman ha recogido a nuestros niños ciegos en sus brazos. Su generosidad ha sido una bendición a todos nosotros en la Escuela de Niños Ciegos, y su bondad es una verdadera fuente de inspiración”. La Fundación Kathryn Kuhlman ha levantado y está sosteniendo un extenso proyecto misionero en Corn Island, a unas cuarenta millas de la costa de Bluefield, Nicaragua, en Centro América. Después de construir la iglesia principal en la isla, se están haciendo planes para una ampliación a otros varios centros, los cuales serán pastoreados por diversos nativos, educados por otros misioneros en Nicaragùa y en los Estados Unidos. La visión de Catalina Kuhlman no ha ido tan lejos que olvidara a los necesitados de su propia tierra natal; un avicultor recibió un cheque de más de mil novecientos dólares para ser dedicados a la compra de pollos durante un mes, los cuales fueron entregados a familias necesitadas de alimento. Dichas aves de corral representan solamente una pequeña parte de su ayuda benéfica. Las patatas se reciben por toneladas y los enlatados por cajas. Hay un centro bien repleto, cuyos estantes son constantemente abastecidos con comida para personas y familias que se encuentran en situación precaria. Ninguna publicidad se da jamás a la distribución de alimentos, ropa y asistencia a los necesitados. Es en contra de los principios de la señorita Kuhlman. El lema, que forma parte de su teología, se concreta en esta frase: ¡El amor es algo que usted hace! No es simplemente, lo que usted dice, o siente. Usted no siente verdaderamente amor si no lo pone en práctica. Labor radiofónica Pocos son los hombres que trabajan tantas horas y tienen el vigor y la vitalidad de esta mujer. Además de su oficina, la Fundación Catalina Kuhlman mantiene un estudio completo de radio en donde se trabaja constantemente, supliendo a una cadena de estaciones con programas evangélicos que cubren semanalmente dos terceras partes de la nación estadounidense. La señorita Kuhlman es oída cada noche a través de la Estación de Radio WWVA, de 50.000 watts, en Wheeling, Virginia Occidental, cuya recepción alcanza hasta Inglaterra; ella no es extraña ante un gran número de radioyentes en Europa. Dos veces al día puede ser oída en la WADC, Akron, Ohío, mediante cuyos programas recibe una tremenda correspondencia del Canadá. El número de cartas recibidas semanalmente de sus oyentes en los Estados Unidos y otros países alcanza varios millares. A pesar de su recargado horario, la señorita Kuhlman da a cada carta su atención personal, y es su firme convicción de que si no fuera capaz de dar esta parte de sí misma a aquellos que se dirigen a ella con sus cargas y pesares, habría fracasado en su propósito. Es su creencia que no hay situaciones irremediables, sino que sencillamente hay personas que han perdido la esperanza acerca de ellas! En las propias palabras de Catalina Kuhlman: “¡Yo no soy una mujer de gran fe; soy una mujer con un poquito de fe en el Gran Dios!” Nació en Concordia, Missouri, pequeña población a unos cien kilómetros de la ciudad de Kansas, y por varios años fue su padre el alcalde del lugar. Recordando los días de su temprana juventud, Catalina dice: “Papá era el alcalde, pero de una manera quieta, reservada y modesta, mamá le ayudaba a tomar muchas decisiones importantes, cuando se sentaban juntos en el anticuado sofá del corredor”. En cuanto a religión, su madre era Metodista, ya que el abuelo Walkenhorst fue uno de los primeros fundadores de la Iglesia Metodista de Concordia; su padre era Bautista, pero nunca fue un miembro muy activo de la iglesia. Ninguno de ellos vive; su padre murió en un accidente; su madre falleció hace poco. Desde el comienzo de su carrera evangelística, la misión de Catalina Kuhlman ha sido ayudar a aquellos que tienen verdadero deseo de encontrar a Cristo; y desde el principio, el tema de todos sus sermones ha sido la fe. Origen del Movimiento de milagros en respuesta a la oración Fue hace quince años, en Franklin, Pensilvania, que los miembros de su congregación repentinamente empezaron a declarar sanidades espontáneas durante sus servicios. Al aumentar el número de estas curaciones por la fe y la oración, esta ministro ordenada Bautista comenzó a enfatizar en sus mensajes la posibilidad de ser las personas curadas por el poder de Dios. Así se originaron los ahora llamados Servicios de “Milagros” y el singular ministerio que ha servido para influenciar a millares de personas. El año siguiente la señorita Kuhlman se trasladó a Pittsburgh. El hecho de que haya permanecido en un mismo local por catorce años y que su ministerio ha sobrevivido con éxito ante la crítica de que son objeto todos los evangelistas, es un tributo a su integridad. Cuando se le pregunta por qué no extiende su radio de influencia viajando, ella responde: “Mi propósito es ganar las almas, pero mi llamamiento especial es el de ofrecer a las gentes una prueba fehaciente del poder de Dios. Y esto yo pienso que puedo llevarlo a cabo más efectivamente permaneciendo en un solo lugar para tener la oportunidad de estar en contacto con mi gente, y para comprobar que los que declaran haber sido sanados procuren la verificación médica”. La insistencia en la comprobación científica, no solamente ha contribuido a dar solidez a su ministerio, sino a la sanidad espiritual, en todas partes donde han llegado noticias de esta obra. SAMUEL A. WEISS Ex-miembro del Congreso de los Estados Unidos. Juez de la Audiencia del Condado de Allegheny I Yo creo en milagros Si usted va a leer este libro esperando que le convenza de algo que no quiere creer, mejor será que no lo lea. ¡No vale la pena! Pues no tengo ni la esperanza ni el propósito de convencer a un escéptico simplemente con milagros. Si intenta leer este libro con un espíritu crítico, irreverente e incrédulo, favor de darlo a otro lector. Porque el contenido de estas páginas, es muy sagrado para quienes les sucedieron estas cosas. Sus experiencias son demasiado preciosas para compartirlas con aquellos que han de leerlas solamente para mofarse y burlarse. Estas experiencias están guardadas en el corazón de los protagonistas de tales hechos con admiración, acción de gracias y profunda gratitud. Estas experiencias siguen siendo tan reales y maravillosas a estas personas, como en el momento que sucedieron. Dios cura mediante la ciencia médica Si usted piensa que yo me opongo a la profesión médica, a los doctores, al uso de medicinas, solamenteporque creo en el poder de la oración y en el poder de Dios para sanar, ¡está usted en un error! Si hubiera escogido una profesión, probablemente, mi preferencia hubiera sido la medicina o leyes. Pero no tuve alternativa: fui llamada por Dios a predicar el Evangelio. El siguiente artículo fue publicado por el Dr. Elmer Hess, presidente de la Asociación Médica Americana. “Todo médico a quien le falte la fe en el Ser Supremo, no tiene derecho a practicar la medicina” —afirma el famoso especialista en Urología, de Erie, Pensilvania—. “Un médico que entra en el cuarto de su paciente no va solo. El puede asistir al enfermo con los instrumentos materiales de la medicina científica; su fe en un Poder más alto cumple el resto. Mostradme un médico que niega la existencia de Dios, y os diré que no tiene derecho a practicar el arte sanador.” El Dr. Hess hizo estas declaraciones en una publicación dispuesta para la inauguración de la 48.ª reunión anual de la Asociación Médica del Sur. La A.M.E., con un total de diez mil médicos asociados, ocupa el segundo lugar, después de la A.M.A., como la más grande organización general médica de los Estados Unidos. “Nuestras escuelas médicas están haciendo una obra magnífica, enseñando los fundamentos de la medicina científica” —continúa el Dr. Hess—, “sin embargo, me temo que se pone tanta atención en las ciencias básicas, que la enseñanza de los valores espirituales ha quedado casi totalmente olvidada.” Que toda sanidad es Divina, es lo que el Dr. Hess enfatiza fuertemente. Un médico puede diagnosticar, dar medicamentos; atender a su paciente con lo mejor que la ciencia médica le ha dado a él y al mundo; pero en última instancia, es el Poder Divino latente en la Naturaleza lo que sana al enfermo. Un médico tiene el poder y la habilidad de encajar un hueso roto, pero tiene que esperar que el Poder Divino haga el resto. Un cirujano puede ejecutar con habilidad la más difícil de las operaciones; puede ser un maestro del bisturí, usando las mayores habilidades de su bien entrenado intelecto. Pero tiene que esperar que un poder superior haga la curación, ¡porque a ninguna persona humana le ha sido dado el poder de sanar! Cualquier verdad, por cierta que sea, si es acentuada excluyendo otras verdades de igual importancia, se convierte en un error práctico. Mi fe en el poder de Dios es igual a la ejercitada por cualquier médico o cirujano que cree en la sanidad de su paciente mediante remedios. El espera que la naturaleza cure gradualmente, mientras yo creo que Dios tiene la habilidad de sanar, no solamente por un proceso gradual, sino que, si El así lo quiere, puede hacerlo en un instante. El es Omnipotente, Omnipresente y Omnisciente, por eso no está limitado por el tiempo, ni por las ideologías, la teología u otras ideas preconcebidas por los hombres. ¡Si usted cree que yo pienso que es un pecado ir al médico, tomar medicina o practicar una operación cuando se necesite, me juzga injustamente! Para aclarar, yo creo que Dios tiene poder para sanar instantáneamente, sin hacer uso de los instrumentos de la medicina científica, ¡pero también creo que Dios nos dio el cerebro para que lo usemos! El concedió a los hombres el don de la inteligencia, y espera que hagamos un buen uso de él. Si usted está enfermo y todavía no ha recibido el don de creer en los milagros, entonces busque la mejor asistencia médica posible, y ore que Dios obre a través del instrumento humano. Ore que le dé a su médico, dirección Divina al tratarle, y luego, esperen ambos que Dios haga la sanidad por los medios naturales. El poder sanador de Dios es un hecho irrefutable, con o sin la asistencia facultativa. Nada personal Si usted cree que yo, como persona humana, tengo algún poder sanador, está en un error. Yo no tengo ningún mérito en los milagros indicados en este libro, ni he tenido ninguna parte directa con ninguna sanidad que ha sucedido en algún cuerpo físico. Yo no tengo ningún poder sanador. La única cosa que yo puedo hacer para usted es indicarle el Camino. Puedo guiarle al Gran Médico y puedo orar; pero el resto queda entre usted y Dios. Yo sé lo que El ha hecho por mí, y he visto lo que ha hecho por innumerables personas. Lo que El haga por usted, depende de usted mismo. ¡El único límite al poder de Dios está dentro del individuo! El apóstol Pablo nos habla de “la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos” (Efesios 1:19-20). Cuando la Sagrada Escritura habla de la grandeza de Su poder, no se refiere al poder que dio existencia al universo, a pesar de ser tan grande, sino más bien al poder que fue manifestado al levantar a Jesús de los muertos. La resurrección de Cristo fue, y nuestra resurrección con El será, la demostración de poder más grandiosa, el milagro más estupendo que el mundo jamás ha conocido y conocerá. El apóstol Pablo escribió: “Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe... Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos..." (I Corintios 15:14, 20). El Cristianismo se basa en milagros La validez de la fe Cristiana se apoya en un Milagro supremo: la piedra angular sobre la cual toda la superestructura del Cristianismo se eleva o cae, depende de la verdad de este milagro —la resurrección de Jesucristo. Si ésta fuere falsa, confiesa el apóstol Pablo, toda la estructura cae— y es entonces, seguramente, como dice: “vana nuestra predicación, vana también nuestra fe”. Ninguna otra religión se ha atrevido jamás a proponer este desafío; ninguna se ha arriesgado a apelar a los milagros y a basarse en un milagro. Porque Cristo vive, nuestra fe no es vana, nuestras predicaciones no son en vano. Y la maravilla de las maravillas es que esta grandeza abundante de poder está a nuestra disposición. No hay ningún poder en nosotros, todo poder le pertenece a El. El milagro de la resurrección de Jesucristo, el Hijo de Dios es una realidad. Dios ha prometido también en el futuro el milagro de la resurrección de nuestros cuerpos mortales; por lo tanto es bien lógico creerle a El en lo que se refiere a los milagros de menor importancia relacionados con la sanidad actual de nuestros cuerpos. Dios no tiene personas ni medios exclusivos Si usted cree que yo no reconozco los métodos sagrados de sanidad usados en diferentes iglesias, se equivoca. El poder del Espíritu Santo no está confinado a ningún lugar o sistema. No nos atrevemos a hacernos tan dogmáticos en nuestro pensamiento, en nuestra enseñanza y en nuestros métodos, que excluyamos toda verdad de igual importancia. Por ejemplo: Reconocemos que Dios dio el don del Espíritu Santo el Día de Pentecostés y en la casa de Cornelio, sin hacer uso del rito de la “imposición de manos”; pero en el avivamiento de Samaria (Hechos 8:17) y en el avivamiento de Efeso (Hechos 19:6), los creyentes fueron llenos con el Espíritu mediante la “imposición de manos”. El ser dogmático en uno u otro sentido, y hacer de ello un tema de disputa, es un gran error. Jesús vio a un hombre que había nacido ciego, según se refiere en el noveno capítulo del Evangelio de Juan. En este caso particular, el Señor escupió en tierra, hizo lodo con la saliva y ungió los ojos del ciego con el lodo, diciéndole: “Ve a lavarte en el estanque de Siloé... Fue entonces, se lavó, y regresó viendo”. Sin embargo en otra ocasión, cuando Jesús llegaba a Jericó (Lucas 18:35) curó a un ciego que estaba al lado del camino mendigando. En este caso no se refiere que el Señor le tocara la cara, y estamos seguros que tampoco le puso lodo en los ojos. Jesús le habló y le dijo: “Recibe la vista, tu fe te ha salvado” e inmediatamente fue curado. Ambos eran ciegos, ambos recibieron la vista, pero un método diferente fue usado en cada caso. Santiago, bajo la inspiración del Espíritu Santo, escribió: “¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite enel nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiese cometido pecados, le serán perdonados” (Santiago 5:14-15). Pero también leemos que en la iglesia primitiva, el Espíritu Santo obraba con un poder tan grande, “...que sacaban los enfermos a las calles, en colchones y esteras, para que al pasar Pedro, a lo menos su sombra cayese sobre alguno de ellos. Y aun de las ciudades vecinas muchos venían a Jerusalén, trayendo enfermos y atormentados de espíritus inmundos; y todos eran sanados” (Hechos 5:15-16). Esto es una prueba concluyente de que el poder del Espíritu Santo no se limita a un solo lugar o sistema. Si usted cree que yo dudo de la espiritualidad de algún ministro del evangelio, porque no esté de acuerdo conmigo con respecto a los milagros, de nuevo se equivoca; no ha comprendido que la razón de nuestro compañerismo es más profunda que la verdad tocante a la sanidad del cuerpo humano. Está basada en algo más importante: La salvación por medio del arrepentimiento y la fe en la sangre derramada de Jesucristo. “Un cuerpo, y un Espíritu, como fuistéis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos” (Efesios 4:4-6). Toda sanidad es divina, sea física o espiritual; pero de las dos, es un hecho innegable, que la sanidad espiritual es la más importante, y muy superior a lo material. Nicodemo se sentía impresionado por lo que Jesús le dijo acerca de este milagro espiritual y preguntó: “¿Cómo puede hacerse esto?” Este es el misterio que nuestra pequeña mente tiene que dejar en las manos de Dios. Pero ésta no es la única cosa que usted no puede entender, y que pertenece a la sabiduría y poder de Dios. Milagros en la Naturaleza Explique la electricidad; no podrá; pero ¿querrá usted sentarse en la oscuridad hasta que pueda hacerlo? Nadie sabe exactamente lo qué es la electricidad, pero nadie se priva de usarla, solamente porque no entiende los misterios electrónicos. Dígame cómo se convierte la comida en energía dentro del organismo. Si usted no lo sabe, ¿se negaría a comer? Dígame cómo Dios toca un puñado de tierra limpia en medio de una arboleda, y de pronto salen las violetas a perfumar el ambiente. Usted paga diez centavos por un sobrecito de semillas. ¡Por diez centavos usted compró un milagro! Usted tiene en su posesión diez centavos de algo conocido sólo por Dios. En esta agitada Era moderna, con frecuencia hemos pasado por alto, o dado por supuestos, los milagros que suceden cada día en nuestra vida. ¿Quién le da “cuerda al cerebro” para que funcione? —los grandes especialistas de la neurología quisieran saberlo—. ¡Oh sí! Ellos saben exactamente cual porción del cerebro controla el movimiento de cada músculo, pero no saben por qué opera el cerebro, cómo lo hace; qué lo estimula para que entre en acción y pueda controlar las varias partes de nuestro cuerpo. El Dr. Charles Joseph Barone, Vicepresidente del Departamento de Obstetricia y Ginecología del Colegio Internacional de Cirujanos, y decano del Hospital Magee de Pensilvania, el hospital de maternidad más grande del Estado, que ha asistido unos 25.000 alumbramientos, dice: “El nacimiento de un niño es el mayor de los milagros. La esmerada preparación, habilidad y dedicación de este médico a su profesión médica le han dado fama nacional. Con todo, él es el primero en admitir que el nacimiento humano está más allá de la comprensión humana: que es uno de los misterios más sagrados, que excitan la curiosidad y admiración del hombre, pero que sigue siendo un secreto impenetrable. “Los estudios embriológicos de la célula humana, —dice el Dr. Barone — muestran por anticipado las características del futuro ser, mediante los cromosomas y genes, que determinarán los ojos, el corazón, las piernas la nariz o los labios. Si esto no es Divino, entonces no se qué es”. Vea al niño recién nacido. Hacía nueve meses no existía. Ahora tiene oídos y ojos, nariz y boca, manos y pies, y llora fuertemente cuando tiene hambre. Unas horas después de nacido, se alimenta alegremente del pecho de la madre. ¿Le dio la ciencia una hoja mineografiada de instrucciones, indicándole dónde estaba su alimento y exactamente cómo se lo podía procurar? ¿Quién le enseñó cómo debía mover los labios y la lengua para obtenerlo del seno de la madre? ¿Se le dijo cómo cerrar los ojos y dormir una vez comido y satisfecho? ¿Se le dijo, cuando aún era incapaz de darse vuelta, cómo patalear y batir los bracitos para crecer fuerte? No, ningún libro de instrucciones se ha dado jamás a un infante, al momento de nacer; con todo, cada precioso niñito sabe exactamente qué hacer para satisfacer sus necesidades y deseos. El milagro primordial del Nuevo Nacimiento Dios nunca le ha explicado al hombre el misterio del nacimiento físico; entonces ¿por qué debemos negarnos a aceptar el nacimiento espiritual? Ambos vienen de Dios. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:6-7). El nacimiento espiritual le da al hombre una nueva naturaleza y nuevos deseos. Las cosas que en un tiempo amaba, ahora las repudia; y las cosas que antes odiaba, las ama ahora; porque es una nueva criatura en Cristo Jesús. ¿Cómo puede hacerse esto? Cuando usted tenga la solución a los simples misterios que hemos discutido y mucho más, quizás Dios le dé la solución a este último. Hasta entonces, siga plantando semillas en su jardín; siga usando la electricidad en su casa; y no se olvide de que los niños continúan naciendo cada hora. Con todo mi corazón y mi ser, yo oro que usted pruebe el gran milagro del Nuevo Nacimiento. ¡La Biblia misma es un milagro grandioso, y el Hijo de Dios es más maravilloso que todos los milagros que confirman Sus atributos! Los relatos que siguen, son hechos reales; son experiencias auténticas de personas que han creído que Dios es poderoso para obrar un milagro, y Dios ha honrado esta fe en la autoridad de Su Palabra. Esto le ayudará a comprender por que creo yo en los milagros. Si usted persevera en la lectura de este libro, mi oración es la de Pablo, cuando rogaba: “que el Dios de nuestro Señor Jesucristo... os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de El, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento...” (Efesios 1:17-18). II Carey Reams “LA SE ÑORITA KUHLMAN, EVANGELISTA, PRESENTA SERVICIOS DE SANIDAD. ¡UN CONVERTIDO TIRA SUS MULETAS! El clímax del programa fue cuando a un hombre con muletas, que dijo no había podido andar sin ayuda, desde 1945, le fue aconsejado que tirara sus muletas; así lo hizo y caminó enérgicamente por los pasillos varias veces, cruzando la plataforma de un lado a otro, estirando los músculos de las piernas como le sugerían. Radiante, la señorita Kuhlman tomó las muletas, para luego tirarlas a un rincón. El hombre declaró por un altavoz, que había oído de la señorita Kuhlman en Florida, mediante un artículo en una revista, y había viajado solo en autobús, a Butler, para asistir a sus servicios de sanidad”. Estas palabras sobresalieron en la primera página del periódico Eagle, de Butler (Pensilvania), el 1.° de enero de 1951. No era un relato de segunda mano. Evidentemente, el editor o uno de sus reporteros, se había sentado entre la muchedumbre en el Teatro Pensilvania el día anterior, observando ávidamente las maravillosas manifestaciones del poder sanador de Dios. La tragedia de un padre inválido Carey Reams, el hombre que había tirado sus muletas, tenía tres niños. Solamente la niña mayor que tenía cuatro años de edad cuando él se fue a la guerra, podía recordar cómo era su papá, antes de ser casi fatalmente herido en Luzón (Filipinas) durante la Segunda Guerra Mundial. Los niños menores no recordaban haber visto jamás a su padre sin muletas. Según ellos, siempre había estado paralizado de la cintura abajo y sufriendo intensos dolores. Escuchabanpensativos a otros niños hablar de cómo sus padres les llevaban a paseos y caminatas por la montaña, y a nadar. Sabían que por cierta razón que no comprendían, su padre era diferente. Con sus piernas inmóviles, él jamás podría llevarlos a alguna actividad campestre ¿Cómo sería posible, si no podía caminar? Una odisea en Filipinas Carey Reams era un ingeniero químico militar durante la Segunda Guerra Mundial. En 1.° de enero de 1945 las fuerzas Aliadas se establecieron en Luzón. Su compañía fue enviada a Manila a liberar a los soldados que habían sido capturados por los japoneses hacía cuatro años. Era una misión difícil. Aterrizaron en un lugar pantanoso. Como dice el propio Carey: “Había mucha agua, y cada vez que tratábamos de salir a la carretera, nuestras siluetas se reflejaban y los francotiradores escondidos en las montañas podían disparar contra nosotros. Tuvimos que quedarnos en el agua todo el primer día”. El segundo día comenzó un tifón, y los cielos parecieron abrirse dejando caer copiosa lluvia. En el cuarto día, el capitán de la compañía fue muerto a unos seis pies de donde estaba Carey. El oficial que lo reemplazó tenía su propio ingeniero, y Carey fue trasladado a otra compañía a unas seis millas de distancia. En el camino hacia la otra compañía ocurrió el desastre. El puente había sido derribado, y el camión tuvo que ir alrededor sobre un terraplén. “Fue en este terraplen —dice Carey— que pisamos una mina explosiva. El camión fue demolido por la explosión”. Pero nada de esto supo Carey por mucho tiempo. Treinta y un días más tarde, recobró el conocimiento en una mesa de operaciones a dos mil quinientas millas de donde había sido herido. No sabía dónde estaba ni que le había sucedido; pero al recobrarse, recuerda que murmuró, no sabiendo aún lo que quiso decir: “¡Qué suave caí!” Inmediatamente después de estas palabras le anestesiaron para la siguiente operación del cerebro. Seis semanas después de la operación fue enviado a casa, más muerto que vivo. Era uno de los cinco sobrevivientes de la compañía entera, y dice él, con lágrimas en los ojos: “Ahora ya serían sólo cuatro, si no hubiera ido a ese servicio en el ‘Auditorio Pensilvania’, en Butler, aquel 31 de diciembre de 1950”. La observación de Carey que “había caído suavemente”, hecha al recobrar el sentido, no podía ser más equivocada. Estaba molido desde la cintura, a través de la pelvis; había perdido el ojo derecho y todos los dientes; quebrada la mandíbula y también dos vértebras de la espina dorsal. La parte inferior del cuerpo estaba completamente paralizada. Las piernas le colgaban como muertas sin ninguna sensación, pero en las partes del cuerpo donde todavía podía sentir, el dolor era increíblemente intenso. “Cualquier movimiento —recuerda Carey— me causaba casi una agonía mortal. Y si, por ejemplo, se me enfriaban los pies, y la sangre comenzaba a subir, parecía atacar los nervios, y el dolor era casi intolerable. Sin control de mi cuerpo, y el terrible dolor, la vida parecía no tener valor alguno para mí, excepto por mis hijos. Por amor a ellos realmente no deseaba morir, y no me desanimaba”. Al mismo tiempo Carey sufría de continuas hemorragias y había perdido 30 kilos de peso. 41 intervenciones quirúrgicas Antes de su curación total en Butler, había sido operado cuarenta y una vez. Conocía bien los interiores de muchos hospitales: Dos hospitales del extranjero; luego el Hospital General Letterman de California y un hospital en Georgia. En los cinco años antes de su curación instantánea había sido hospitalizado varias veces en el hospital del Departamento de Veteranos de Florida. Aunque el cuerpo de Carey estaba en tan espantosa condición, su mente permanecía clara como cristal, y como dice él: “Veo ahora que Dios me cuidaba siempre”. Pues mucha gente sabía que Carey era un buen ingeniero y no pudiendo salir a trabajar le consultaban sus problemas de ingeniería, sometiéndole los planos heliográficos. De este modo, aunque no podía dar ni un paso, y, por muchos meses no pudo ni bajar de la cama, obtuvo distracción y pudo ayudar a su familia. Sin embargo, para diciembre de 1950, su condición física era desesperante. Estaba virtualmente imposibilitado para comer ninguna clase de comida, sufría de repetidas hemorragias, y la vida se le escapaba lenta pero seguramente. “Algunas veces tenemos que asirnos a algo, aunque no haya nada de qué asirse —decía él—, y yo había llegado a este estado, estaba sobreviviendo como por un hilo”. Faltaban unos pocos días para la Navidad cuando el médico del Departamento de Veteranos mandó a Carey otra vez a Bay Pines, un hospital de la misma Administración, cerca de St. Petersburgo. “Estos médicos del Departamento de Veteranos son magníficos —dice Carey—, yo no sé cómo expresar mi gratitud a ellos y a todo el personal de estos hospitales del Gobierno. Ellos dan al paciente lo mejor que la ciencia puede ofrecer. Pero esta vez me negué a ir. Recuerdo que dije: ’No doctor: si me he de morir, quiero pasar esta última Navidad con mi familia. Después de la Navidad, usted puede hacer lo que quiera conmigo’. Fue durante estos días —continúa Carey— que por casualidad leí un artículo sobre Catalina Kuhlman en una revista. Al mismo tiempo, recibí cartas de tres amigos diferentes, hablándome de los servicios de Sanidad en Pittsburgh. Los tres me habían escrito preguntándome por qué no trataba de ir a Pittsburgh a uno de tales cultos religiosos. La ciudad de Pittsburgh, Pensilvania, me era familiar, porque mi esposa era de allí y también conocía a Clyde Hill, un empleado de la compañía de taxis, de aquella población. Pensé que tal vez podría quedarme con mi amigo, si decidía hacer el viaje. Cuanto más pensaba en ello, más comprendía que ir a un servicio de milagros era mi: Ultima y única esperanza El gran problema era cómo llegar allá. No solamente estaba Carey paralizado, sino también tan débil, después de perder tanta sangre por las hemorragias, que casi no podía mantener derecha su espalda estando sentado. No se sentía físicamente capaz de viajar bajo ninguna circunstancia. De atreverse a hacer el viaje, sabía que una de dos cosas le ocurriría: o bien moriría antes de volver a Florida, o bien sanaría. “Pero — como dice él— al fin decidí que no en vano Dios había tenido mi vida pendiendo de un hilo. Yo creía firmemente que El me sanaría si tan sólo podía llegar a Pittsburgh; y en cuando estuviera bien, me daría algo que hacer para El”. El 28 de diciembre, jueves, temprano por la mañana, Carey, dolorosa y lentamente subió a un autobús para ir a Pittsburgh. Unas 36 horas más tarde, llegó al Auditorio de Carnegie, para asistir al “Servicio de Milagros” del viernes. En la puerta recibió un duro golpe: El culto había terminado hacía una hora. ¡El no se imaginó que daba comienzo a las nueve de la mañana! Completamente exhausto, al borde de un colapso por la debilidad, tanto que ni aún con la ayuda de sus muletas podía pararse, y con un dolor casi intolerable, pensó si podría tan sólo durar dos días más para que su amigo taxista, pudiera llevarlo al servicio del domingo en Butler, Pensilvania. En las 48 horas siguientes, tuvo un solo pensamiento en la mente, vivir hasta poder llegar al servicio en Butler. Esta fue su determinación, creyendo que Dios en su misericordia le daría fuerzas para vivir y estar presente en el Teatro Pensilvania de Butler, el 31 de diciembre de 1950. Por poco no llega. Cuando ya faltaban menos de 24 horas sufrió otra hemorragia extraordinariamente fuerte, que lo dejo tan débil que no podía levantarse o andar sin la ayuda de dos hombres fuertes. Sostenido por ellos llegó al Teatro Pensilvania. A la puerta, casí perdió las esperanzas, porque se le dijo que no había asientos desocupados; ni más lugar adentro. Así que se quedó apoyado en sus muletas. y protegido por sus ayudantes, en la fría temperatura de afuera. ¡Tan cerca, y sin embargo tan lejos! ¡Tan débil que cada minuto le parecia una hora! Pronto a abandonar su último vestigio de esperanza,alguien adentro noto su situación, y le ofreció su asiento. “Yo he sido sanada” le dijo la amable señora. Más que agradecido entró Carey en el teatro. ¿Sintió la gloria de Dios al momento de entrar? “Al principio no”. Se sonríe al recordarlo: “Tenía tanto dolor cuando entré que en los primeros minutos no podía ni pensar en otra cosa, pero más tarde conocí al Señor como nunca le había conocido antes”. “Cuando me sentaron —recuerda Carey— la señorita Kuhlman comenzó a predicar. La primera cosa que dijo fue: ’El servicio de esta tarde es un servicio de Salvación y no de Sanidad’.” Si el Sr. Carey Reams pensaba antes que sus esperanzas estaban fallidas, ahora tuvo que bajar un escalón más en su desesperanza. ¡Allí sentado, casi congelado, tan débil que tenía que usar las muletas para poder erguir su espalda! ¡y oye decir que aquel culto no era de Sanidad! “Pensé que moría físicamente —dice Carey— pero ahora sé que solamente moría al yo”. “Fue un sermón maravilloso —continúa recordando—, de bendición a todos menos a mí. Había viajado mucho más de mil kilómetros para ser sanado; el servicio ya se terminaba, y yo no había sido curado”. Pregunta providencial Muchas almas habían sido salvas ese día. Más de cincuenta hombres habían respondido al llamamiento de aceptar a Cristo, y muchas sanidades maravillosas habían ocurrido, de un modo espontáneo, pero Carey Reams no se hallaba entre ellos. Estaba decepcionado y totalmente desesperado. La melodía del último himno acababa de desvanecerse y el lugar estaba tan quieto que se podía oír la caída de un alfiler. Con las propias palabras de Carey: “La señorita Kuhlman levantó la mano para despedir, pero no dijo ni una palabra de invitación a los enfermos y mi corazón se abatió. En ese momento se me acabó toda esperanza. Pero entonces, lentamente bajó la mano, me miró directamente, y señalándome dijo: “¿Es usted de Florida? Mis esperanzas se renovaron y repliqué: ’Sí’. Entonces, ella me pidió que me levantara. Yo le dije que no podía y ella replicó firmemente: ’¡EN EL NOMBRE DE JESÚS, LEVÁNTATE Y MIRA HACIA ARRIBA Y ANDA!’” Carey comenzó a levantarse con la ayuda de las muletas. Los pasillos eran estrechos, y llevaba un sobretodo grueso y pesado. La temperatura ese día en Butler era de diez grados bajo cero, y viniendo de Florida, no estaba acostumbrado al frío. Tratando de andar por el pasillo, con un sobretodo pesado, paralizado y manipulando las muletas en un piso inclinado, procurando no pisar los pies de la gente: no fue cosa simple mirar para arriba, pero logró hacerlo. El prodigio “De pronto —relata Carey—, la señorita Kuhlman dijo: ‘Suelte la muleta derecha’. Lo hice y la pierna aguantó mi peso. Recuerdo que me asombró que la señorita Kuhlman supiera cuál era mi caso y de dónde venía”. En ese instante el dolor de su cuerpo desapareció. “Fue como cuando se desvanece una luz —describe Carey—, o como la tinta cuando es absorbida por el papel secante”. Notando que la pierna sostenía su peso con éxito, Carey dejó caer la otra muleta y se paró solo y sin ayuda. “La señorita Kuhlman me dijo entonces que subiera a la plataforma. Los escalones eran muy estrechos y empinados, unos doce en total. Dos señores grandes y fuertes se acercaron para ayudarme, pero no necesité ayuda. Pasé a la plataforma ligero como un pájaro. Parecía que ni tocaba al suelo, y no caminé hacia ella, sino que corrí”. ¿Se asombró usted de su sanidad? —le preguntaron más tarde—. “No, no me asombré, —replicó en un tono firme—. Para eso vine”. ¿Se sorprendió al verse andado sin muletas? “No —responde—. Esperaba andar sin ellas”. Y esta es la respuesta. “Aquel primer día, la Señorita Kuhlman me dijo que mirara hacia arriba —explica Carey Reams con una sonrisa—, y he mirado hacia arriba desde entonces, alabando y dando gracias a Dios”. Un “muerto” manejando un camión El día después de su sanidad, Carey pidió prestados más de cien dólares a su amigo, el taxista Clyde. La mayor parte de esta suma la usó para comprar un camión usado. Lo necesitaba para llevar a Florida algunos muebles que su esposa tenía en Pittsburgh. ¡Esa tarde él ayudó a cargar el camión con los muebles y lo manejó hasta Florida! Aquel hombre desvalido, paralizado y muriéndose, había sido tocado por el Gran Médico, y sanado instantáneamente. No de otro modo se explica que el día siguiente pudiera cargar un camión con muebles y manejarlo todo el camino de Pittsburgh (Pensilvania) a Florida, más de mil kilómetros de distancia. Esto sólo puede hacerlo Dios, y Carey Reams es un testimonio viviente de Su poder. Tres días más tarde entraba en su propio garaje de Florida, sin previo aviso. En la sala jugaban sus tres hijos. Los tres niños alzaron la vista anonadados al verlo entrar. Se quedaron inmóviles por unos segundos, no podían creer lo que miraban con sus propios ojos, porque ésta era la primera vez que los dos menores veían a su padre andar sin muletas. Entonces, de repente, se percataron de lo que había pasado: su papá podía andar, su papá estaba sano, y como dice Carey: “comenzaron a gorjear. Solamente los niños llenos de alegría pueden hacer ese sonido peculiar, como alegres avecillas.” En medio de risas y llanto, saltaban y batían las manos, y luego se quedaron viéndolo solamente. “Yo estaba tan alegre que no podía hacer nada más que verlos regocijarse —continúa Carey—. Quisiera tener una fotografía de la alegría y el asombro de sus rostros, cuando me miraban frente a ellos sin las muletas, caminando hacia ellos en el cuarto.” Un nuevo hogar Desde entonces, y van ya más de once años, Carey ha gozado de una salud perfecta y vigorosa. Puede andar, correr y subir escaleras. No le queda ni un vestigio siquiera de aquella parálisis. Con los diecisiete dólares que le quedaron del dinero que había tomado prestado del taxista, emprendió un pequeño negocio el cual prosperó desde el principio. Carey es un Ingeniero Consultivo de Agricultura, y recientemente fue candidato de la Comisión de Agricultura de Florida. Es dueño de su propia casa, y da infinitamente más del diezmo bíblico para la obra religiosa. Cada centavo que le queda después de sus gastos absolutamente esenciales para una vida simple, lo da para ayudar a preparar a la juventud con una Educación Cristiana. ¿Por qué da incansablemente de su tiempo y esfuerzo, en pro de la educación cristiana de la juventud? “Porque —dice él— las estadísticas muestras que el setenta y cinco por ciento de los niños educados en escuelas cristianas, llegan a ser adultos activos en la obra de la iglesia, mientras que solamente el veinticinco por ciento de los que no han tenido tal educación, van a la iglesia. Cuando nos damos cuenta que tres de cada cuatro jóvenes educados en las escuelas cristianas son creyentes, permanecen como creyentes y forman hogares cristianos, comprendemos que lo más importante en el mundo y para el mundo, es que los jóvenes reciban este tipo de educación.” Había algunos en el auditorio el día que Carey Reams fue sanado, que no podían dar crédito a sus ojos, tan espectacularmente dramático fue este hecho. Yo misma, nunca había visto al señor Reams antes. El había venido de larga distancia y yo no sabía nada de él. Para apaciguar alguna duda sobre la veracidad de su sanidad, investigué cuidadosamente los antecedentes de su vida. Todos los que le conocían, le atribuyeron un carácter excelente, incluyendo varios jueces. Su condición anterior se halló ser exactamente como él dijo; y sus antecedentes clínicos se pueden encontrar en los hospitales, tal como él declaró. Su sanidad es un milagro indiscutible, hecho por un Dios poderoso y misericordioso. El único hijo varón de Carey Reams, se halla ahora en su último año de la escuela superior. Tiene una hija que está estudiando para ser enfermera, y la menor tiene ahora trece años. Estos son los niños que “gorjearon” aquella noche de enero, hace once años. “Cada noche tenemos nuestra hora familiar. Mis hijos le aman a usted y nunca la olvidarán. Nunca dejan de hablar de la señorita Kuhlman.”Jamás he visto en el rostro de un hombre, reconocimiento más grande, que el que fue expresado en el rostro del señor Reams cuando dijo esas palabras. Repliqué rápidamente, mi convicción: Que esto es simplemente porque ellos están agradecidos a Jesús, por lo que El hizo por su papá. Le rogué otra vez, que aclarara a sus hijos que yo no tuve nada que ver con su curación. Tales milagros siempre se deben al poder del Espíritu Santo y a Su poder solamente. Hay una cosa que Dios no comparte con ningún ser humano, y es “Su gloria”. “Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén.” (Mateo 6:13.) III Stella Turner Herbert Turner no era de temperamento emocional, pero cualquier hombre se pone nervioso estando su esposa en la mesa de operaciones, y Herbert no era ninguna excepción. Mientras esperaba el informe de los médicos, la tensión se hacía más notoria. La noticia fatídica Había mirado el reloj mil veces, pensando en cuánto tiempo se necesitaría para sacar la vesícula biliar, cuando al fin vio acercarse a los dos cirujanos. Una mirada al rostro trémulo de los médicos le llenó de temor. Antes de que él pudiera hacer alguna pregunta, uno de ellos dijo: “Siento muchísimo tener que decirle esto, señor Turner, pero su esposa tiene cáncer.” Asombrado por un momento, Herbert quedó en silencio, preguntando luego: “¿Dónde, dónde tiene el cáncer? ¿Lo sacaron todo?” El cirujano movió la cabeza y con voz conmovida explicó: “Está por todo el cuerpo, el hígado, el estómago, la vesícula y el páncreas. El cáncer está tan esparcido, y el estado de ella tan grave, que no pudimos operarla.” “¿Cuánto tiempo le queda?” —dijo Herbert en una voz que no parecía la suya. “Seis a ocho semanas —fue la respuesta—. Podrá salir del hospital en nueve o diez días. La única cosa que puede hacer por ella, es mantenerla cómoda hasta que llegue el fin.” A Herbert le pareció que el mundo se derrumbaba. Herbert Turner, que trabajaba para el Departamento de Rentas Públicas en Massillon, Ohío, había estado preocupado por su esposa durante algunos meses. Había notado su pérdida de peso, de 61 a 47 kilos. Había observado su incapacidad para comer, hasta que finalmente no retenía ni un caldo en el estómago; y la había visto sufrir períodos frecuentes de un dolor indecible. Al ingresar en el hospital, el día 25 de enero de 1952, él pensaba que sería alguna deficiencia de la vesícula la causante de todos sus trastornos. Y ahora el cirujano, uno de los cinco médicos presentes en la operación, confirmaba el peor de sus temores. Stella, de 49 años de edad, era enviada a su casa para esperar la muerte. Herbert preguntó: “¿Le van a decir la verdad?” El doctor movió la cabeza. “No le diremos nada inmediatamente —dijo el médico—. Cuando tengamos el informe completo del patólogo, le explicaremos que tiene un tumor maligno que no pudimos extraer en esta ocasión.” Cuando le explicaron esto, unos días más tarde, la paciente no se engañó ni por un instante. Entendía completamente las complicaciones de un tumor inoperable. Stella estaba para volver a casa el domingo, después de nueve días en el hospital. La noche del miércoles anterior a su llegada, Herbert, su hija y su cuñada, se hallaban sentados en casa, después de su visita al hospital. Estaban en silencio, embargados de tristeza por la inevitable muerte de Stella. De repente, la hermana de Stella dijo: “Escribamos una petición de oración por Stella, a Catalina Kuhlman.” Ante la perplejidad de Herbert, su cuñada le explicó que una amiga le había mencionado los servicios y los programas de radio. Un “quizás” salvador “La medicina nada puede hacer ahora —recordó su cuñada—. Quizás esto pueda.” Herbert asistía a la iglesia con regularidad y ambos creían en la oración; pero ninguno de los dos, había oído jamás acerca de la Sanidad Divina. “Creíamos que esto ocurría solamente en los tiempo bíblicos — dice él—. No sabíamos que estaba sucediendo ahora.” Al escuchar a su cuñada hablar de los servicios de Sanidad Divina de los viernes, Herbert exclamó: “¿Qué esperamos entonces? Si enviamos la petición de oración esta misma noche, llegará a tiempo para el culto del viernes.” Así fue que escribieron la petición, y a las tres de la mañana, Herbert fue a la estación del ferrocarril a poner la carta en el buzón. “Yo estaba desesperado —dice el señor Turner—. Sabía que en lo único que podíamos poner nuestra fe, era en Dios. Yo creía en el poder de la oración; si era cierto que Dios obraba milagros en la actualidad, y si todos los creyentes que se reunían en el auditorio Carnegie oraban por Stella, algo podía suceder.” Cuando Stella salió del hospital, dos días después del servicio de Sanidad Divina, no sabía de la petición que habíamos enviado por ella. Ahora cree, en vista de lo que sucedió, que su curación comenzó propiamente el domingo, al amanecer, porque desde entonces, y a intervalos de diez minutos, durante treinta y seis horas, “comenzaron mis intestinos a expulsar todo el veneno de mi cuerpo” —dice ella. Empeorando para que crezca la fe Una vez en casa la condición de Stella parecía estar de acuerdo con lo predicho por los médicos. Pero su esposo, su hija, y ella misma, después de haber estado escuchando acerca de la Sanidad Divina y de los programas de radio, se mantuvieron firmes, a pesar de los síntomas adversos que ella tenía. Retuvieron la fe en que nada podía derrotarles y que ella sanaría. Estaba casi postrada, tan débil y enferma que no podía levantarse de la cama excepto por muy poco tiempo. Sin las drogas calmantes que los doctores le habían dado, el dolor era intolerable. “Cuando se le termine — le dijeron en el hospital dándole un papel,—, mande a su esposo a obtener esta receta otra vez.” Stella no supo, hasta más tarde, que su hermana y dos sobrinos iban regularmente a los cultos para orar por ella. Ella misma fue llevada allá, unas seis semanas después de haber salido del hospital. Tan enferma se encontraba, que ella dudaba si sobreviviría en el viaje a Youngstown. Vomitó durante todo el camino, y demasiado débil para caminar, su esposo y su yerno la llevaron prácticamente en brazos para entrar en el Auditorio de Stambaugh, ya que apenas pesaba 45 kilos. “Yo sentí la presencia de Dios en esa primera reunión, y experimenté Su Poder” —dice ella misma refiriéndose a este día. Después de eso, cada domingo, no importa cuán enferma se encontrara, hacían el viaje a Youngstown. Aunque no fue sanada instantáneamente, su condición comenzó a mejorar lentamente. No había podido comer más que unas cuantas cucharadas de caldo por algunos meses, pero al regreso a casa el tercer domingo, pidió a su esposo detenerse y comprar algunas legumbres frescas. El protestó: “¡Tú no puedes comer nada de eso!” “Sí puedo —dijo ella—, yo sé que puedo.” Y esa tarde se comió un buen plato de legumbres sin hacerle daño. La siguiente semana, le pidió a su esposo detenerse para comer en un restaurante de Youngstown; allí cenó por primera vez, como no había podido hacerlo desde el principio de su enfermedad. No cabía duda de que mejoraba definitivamente, pero el dolor continuaba. Una noche, a principios de mayo, se le terminó la droga que le habían dado en el hospital, y le pidió a su esposo ir a la farmacia a comprar la receta. “Caminé hacia la farmacia —dice Herbert— y de pronto me pareció escuchar una voz que me decía: ’Stella no va a necesitar más esas pastillas.’ Di media vuelta y regresé con la receta en mis manos.” Esa receta nunca se compró. Desde aquel día en adelante, Stella nunca más necesitó un analgésico. En un período de meses, había recobrado sus fuerzas completamente, y, como dice su esposo: “Desde ese tiempo, ella ha podido trabajar más que lo que jamás he visto hacer a dos mujeres; limpiando paredes, cortando el césped. ¡Al principio casi no podía detenerla de trabajar!” Sí, dirá el escéptico, pero el cáncer es una enfermedad que a veces presenta períodos latentes. ¿Cómo sabe que no es esto lo que le ha sucedido a ella? ¿Cómo asegura ustedque ya no hay cáncer en el cuerpo de esta mujer? He aquí las razones: El primero de junio de 1955, tres años y medio después de la sanidad anteriormente expuesta, se puso enferma, y el médico diagnosticó otra vez trastornos vesiculares. Ella no se preocupó, porque sabía que los que Dios sana, permanecen sanos. Y su esposo e hija compartían su fe. Volvió al mismo hospital y fue visitada por la misma junta de médicos que la habían atendido antes, los cuales recomendaron una operación urgente. Aunque ella creía que estaba curada y que se trataba de una indisposición pasajera, consintió en la operación “para la gloria de Dios” —según explicó después. Pero esta vez, las cosas fueron muy distintas cuando dos médicos salieron de la sala de cirujía, para hablar con el esposo. Una vez más les vio acercarse, eran los mismos doctores de antes. Al aproximarse, observó su expresión, para adivinar lo que dirían. Pero esta vez el rostro de los médicos no estaba deprimido ni severo, sino que mostraba una curiosa mezcla de júbilo y asombro. “¿Qué hay?” —preguntó Herbert. “No hay cáncer” —fue la respuesta. “¿Cómo explican ustedes esto? —preguntó Herbert, ansioso de escucharles. “Hay solamente un modo de explicarlo —contestaron: Alguien superior a nosotros ha tratado a su esposa Nada, excepto huellas cicatrizadas, quedaba donde había estado el cáncer. Los órganos que antes habían estado dañados, ahora estaban completamente sanos y en perfecta condición. No había ninguna indicación física de actividad cancerosa en el cuerpo de Stella Turner. Tal como antes, le hicieron exámenes en el laboratorio del hospital de Massillon, para confirmar su diagnóstico, pero esta vez, en vista de las circunstancias, mandaron también muestras a un laboratorio de Colombus, Ohío. Los resultados fueron negativos. ¿Se habrían equivocado en el primer diagnóstico? No, ninguno de los médicos aceptó esta posibilidad, porque cinco cirujanos habían asistido a la primera operación, y habían visto con sus propios ojos la condición del cuerpo de la señora Turner. Alguien podría preguntar por qué tuvo que sufrir esta segunda operación, tres años y medio después de la sanidad del cáncer. Yo estoy segura que Dios permitió su nueva indisposición para probar positivamente, que el cáncer había desaparecido. Solamente la cirujía podía demostrarlo a aquellos que tuvieran dudas. Stella se recuperó de la operación de la vesícula con una rapidez que asombró más a los médicos. Cuando volvió al médico de la familia, después de un mes, para un examen, éste la abrazó diciendo: “Comparto de veras su alegría. Usted y su familia son vivos ejemplos para todos nosotros, de lo que la fe puede hacer.” La vida de los Turner ha sido muy distinta desde la sanidad de Stella. Constituyen una familia mucho más unida que antes, y cada uno de ellos vive más cerca del Señor. Asisten con regularidad a los servicios religiosos de la señorita Kuhlman, así como a los de su propia iglesia. Stella nunca pierde uno de nuestros programas de radio, y mientras que por muchos años, Herbert solamente podía escuchar el programa en los días libres; ahora está jubilado y juntos escuchan cada día los programas; de rodillas, en oración y con hacimiento de gracias. Leen su Biblia diariamente, y testifican ampliamente del poder de Dios en sus vidas. El esposo, la esposa, los médicos, la predicadora: ninguno de nosotros sabe lo que sucedió, ni cómo sucedió. Solamente sabemos que Dios lo hizo, y esto es todo lo que necesitamos saber. ¡Oh, Cristo Jesús! ¡Nos quedamos asombrados delante de Tu presencia! No podemos contar cómo se han hecho estas cosas. No podemos analizar las obras del Espíritu Santo. Solamente sabemos que por Tu poder, estos milagros se han verificado; y por el resto de nuestra vida, te daremos a Ti la alabanza, la honra y la gloria, de la cual eres digno para siempre jamás! IV Jorge Orr Era un domingo por la mañana. Para miles de personas era solamente otro domingo, pero para Jorge Orr sería uno de los días más significativos y emocionantes de su vida. Veintiún años y cinco meses antes de este día, Jorge había sufrido un accidente en la fundición donde trabajaba, en Grove City, Pensilvania. Accidente en los altos hornos de fundición Incontables veces durante los años que Jorge había trabajado en los altos hornos había repetido la misma rutina sin contratiempos. Llenaba un vertedor relativamente pequeño, del hierro fundido del tanque al lado del horno de fundición, y él y dos hombres más, lo llevaban al lugar dispuesto para verter el hierro en los moldes que debían hacerse ese día. La mañana del 10 de diciembre de 1925, se les llenó el vertedor más allá de lo acostumbrado. De regreso al horno, vieron que había quedado una pequeña cantidad de metal en el vertedor. Se apresuraron entonces, antes que se solidificara, a devolverlo al gran depósito que estaba casi rebosando con metal recién fundido. Al verter el hierro éste salpicó. “Lo vi venir —dice Jorge—, e instintivamente cerré mis ojos.” Pero un párpado no es protección contra el hierro fundido candente. “Me quemó a través del párpado y penetró, cociendo el ojo’ —como dice él. Soportando el tremendo dolor, Jorge fue llevado inmediatamente a la Enfermería. La enfermera de la Compañía, removió sin demora la ya endurecida astilla de metal, que había penetrado a través del párpado, del tamaño algo mayor que un grano de trigo. Jorge fue enviado urgentemente a un oculista, quien le suministró un analgésico, y meneando la cabeza dijo: “Lo siento Orr, pero usted no podrá ver jamás con ese ojo.” Seis meses de sufrimiento le esperaban. El hierro es venenoso, y el ojo pronto resultó infectado a pesar de las precauciones del tratamiento suministrado. Era tan intenso el sufrimiento que no podía ni acostarse. Por seis meses durmió, lo poco que podía, en la sala de estar para no perturbar al resto de la familia. El año siguiente Jorge consultó una serie de doctores, incluyendo uno muy famoso de Butler, Pensilvania. Este último, después de examinar el ojo afectado, le internó en el hospital, en donde después de detenidos exámenes, se dio el veredicto final: Fue que no vería jamás con el ojo derecho. Por consiguiente, en 1927, el Estado de Pensilvania le otorgó una compensación por la pérdida de un ojo en horas laborales. Hacia la ceguera total Era suficiente haber perdido un ojo; pero, para su peor calamidad, comenzó a notar que gradualmente el otro ojo se ponía mal. Se le hacía más difícil leer, y “mucho antes de que oscureciera —refiere él mismo—, tenía que dejar lo que estaba haciendo, simplemente porque no podía ver. Nunca dije nada a mi familia, pero ellos sabían, como yo, que estaba perdiendo la vista.” Jorge fue entonces a un oculista en Franklin, Pensilvania, uno de los más famosos de la nación en aquel entonces. El especialista le explicó lo que sucedía: la ceguera de su ojo derecho, había puesto demasiado trabajo en su ojo “bueno”. A pesar de los anteojos, se había recargado irremediablemente por la necesidad de complementar la visión. Jorge investigó de nuevo si era posible que la cirujía pudiera hacer algo en favor del ojo dañado, pero de nuevo la respuesta fue negativa: Las lesiones habían sido demasiado profundas. Jorge iba a ser víctima segura de la ceguera total. Fue a principios de 1947 que la hija mayor de Orr, que vivía en Butler, informó a su padre de unos programas que había escuchado por la radio, y sugirió que él y su mamá fueran a uno de estos servicios religiosos. En marzo asistían al primer culto de evangelización y sanidad corporal. “No me convencí la primera vez —dice Jorge—. Yo sabía que había muchos predicadores de Sanidad Divina que no eran lo que debían ser, y me puse en guardia. Tenía que estar seguro de este ministerio antes de poder merecer de lleno mi confianza.” Esa noche, él y su esposa discutieron largamente sobre el servicio. Jorge reflexionó mucho mientras hablaban, y finalmente dijo: “Sabes, estoy seguro que Catalina Kuhlman tiene algo. Quiero asistir de nuevo;y la próxima vez entraré de lleno en el servicio, prestando toda mi atención.” Durante los dos meses siguientes, acudieron varias veces, y Jorge dice: “Mis dudas desaparecieron cuando vi el alcance y la seriedad de aquel ministerio. Yo supe que era algo real.” El día 4 de mayo era domingo, y los Orr tenían visitas. Dos de sus hijos casados vinieron con sus familias, y habían planeado una comida especial de domingo para la una en punto. Una visita providencial Hacia las 12, unos amigos de ellos se detuvieron; eran una pareja joven que iban rumbo al servicio. “Pensamos que tal vez ustedes quisieran venir con nosotros, Jorge. ¿Por qué no?” —les preguntaron. “No —dijo Jorge—, tenemos visitas y no hemos comido todavía. Además, es muy tarde; no hallaríamos asientos.” Pero sus hijos, sabiendo que de no estar ellos allí su padre hubiera asistido a la reunión, insistieron en que sus padres fueran, y ellos finalmente consintieron. Subieron en el automóvil de sus amigos. Llegaron tarde y el culto había dado comienzo. La sala estaba llena y ya se habían resignado a quedarse de pie por las tres y media o cuatro horas que solían durar aquellos cultos especiales del domingo, cuando vieron en la cuarta fila de la sección del centro, cuatro asientos exactos. “Parecía que esos asientos nos habían estado esperando —dice Jorge —. Entramos y nos sentamos”. Muchos fueron los sanados ese día, pero Jorge no se encontraba entre ellos. “Entonces —dice él— la señorita Kuhlman dijo algo que yo no había oído nunca antes. Dijo que la sanidad era para todos exactamente igual como la salvación del alma, mediante la fe.” Una oración concisa “Si es así —pensé y dije— ‘Dios, sana mi ojo por favor’. Yo no pedí por ambos ojos”. Eso fue todo para Jorge Orr. Inmediatamente el ojo ciego le comenzó a arder intensamente. Aunque tenía fe de que Dios le sanaría ese ojo, Jorge no se percató de inmediato de lo que estaba sucediendo. Su párpado quemado en aquel accidente, tenía la forma de una letra V. Frecuentemente al bajar las pestañas, se le enterraba en el ojo causándole dolor y ardor. Jorge pensaba que lo mismo le estaba ocurriendo ahora, pero luego notó que una señora estaba a su lado, le miraba insistentemente la pechera del abrigo. El bajó la vista para ver qué veía allí, y se dio cuenta de que estaba completamente mojada con las lágrimas que salían copiosas de su ojo ciego. “Recuerdo cuán avergonzado me sentí —dice Jorge sonriendo— y cuán rápidamente saqué el pañuelo y limpié el abrigo”. La reunión fue despedida y Jorge se levantó y trató de andar por el pasillo, pero notó que no podía caminar derecho. Se volvió al joven con quien había venido y le dijo: “Siento algo sobremanera extraño. No lo puedo explicar, pero algo ha venido sobre mí que no comprendo”. Por supuesto que era el Poder de Dios, el cual nunca había experimentado antes. Las dos parejas salieron de regreso a Grove City. “Cuando doblamos para tomar nuestra ruta —relata Jorge— noté las señales de la carretera: Rutas 8 y 62. Nunca antes había visto estas señales, pero aun así no me di cuenta de lo que pasaba”. “Subimos sobre la montaña —continúa Jorge— y de pronto, me pareció como si una nube oscura que cubría el sol, se hubiera apartado dejando pasar sus fuertes y brillantes rayos. Miré hacia el cielo, pero no encontré nube en ningún lado”. Viendo con un ojo “quemado” Jorge supo que algo tremendo había sucedido. Pasaban en ese momento, por una parte de la montaña, desde donde se divisaba otra parte de la carretera más abajo. Jorge cerró su ojo “bueno” y con el otro —ciego por más de veintidós años— pudo ver los automóviles subiendo la otra colina. “Me quedé enmudecido —dice recordando el suceso—. No podía creerlo, y no dije nada por algún tiempo. Me sentía totalmente asombrado por tal maravilla”. Finalmente se volvió a su esposa y exclamó: “¡Puedo ver! ¡Puedo verlo todo!”. Cuando llegaron a la casa, Jorge entró en su hogar de una manera no acostumbrada. La casa está hecha de tal modo que se entra por el pasillo hacia la cocina. Pero este día, Jorge se fue por la sala, a través del comedor, a la puerta trasera. “Al fondo de la cocina —dice él— había un pequeño reloj que yo había comprado, uno de esos relojes de pared de esfera pequeña. Antes de acercarme al reloj, mi esposa dijo: ’¿Qué hora es en ese reloj? ¿De veras puedes ver con ese ojo?’ ” Jorge se cubrió el otro ojo, y dijo sin tituberar: “Un cuarto para las seis”. Su esposa sonrió llena de gozo, y dijo: “¡Oh, gracias a Dios, es cierto. Tú puedes ver!”. Notará usted, apreciado lector, que yo no oré por Jorge Orr; ni le toqué. Su sanidad le llegó sin saberlo yo, cuando se hallaba sentado en el auditorio, esa tarde de mayo de 1947. Jorge regresó a la clínica del optometrista que hacía más de veintiún años le había hecho los anteojos para el ojo “bueno”. Se encontró con que el doctor que conoció entonces había muerto, y otro le había sucedido en el puesto. Jorge le pidió que examinará su ojo, pero antes dijo: “Este ojo tiene una gran historia”. “Bueno, pues escuchémosla” —fue la respuesta del doctor. Pero antes de narrar su experiencia, Jorge le preguntó: ¿Cree usted en la sanidad Divina?” “Sí, —fue la respuesta—, sí creo.” Entonces Jorge supo que tenía libertad de hablar, y relató lo que había ocurrido. El optometrista le hizo un examen minucioso, en medio del cual preguntó: “¿Dónde le hicieron sus últimos anteojos?” Cuando Jorge respondió: “Aquí, en esta clínica”, el oculista dijo: “Entonces sus registros deben estar aquí. Espere un momento.” Fue a la oficina de adentro, y regresó con el dosier del antiguo cliente. Leyó y releyó los informes, a la vez que miraba a Jorge muy intrigado. Volvió los documentos a su lugar y completó el examen, al final del cual dijo: “Señor Orr, la cicatriz de su ojo derecho ha desaparecido completamente.” Pasando a preguntar: “¿Sabía usted cuán extremadamente mala era la condición de su otro ojo la última vez que fue examinado?” Jorge, recordando su gran temor de quedar completamente ciego afirmó con un movimiento de cabeza. “Bien —dijo el optometrista—, usted ha sido sanado maravillosamente no sólo de un ojo, sino de ambos ojos.” Feliz jugarreta Unas dos semanas después de su sanidad, Jorge decidió hacerle una broma al médico que lo había atendido en Butler cuando estaba en el hospital, o sea el doctor, que había dado su informe a la Mutua del Seguro Social mediante el cual obtuvo la compensación del Estado por la pérdida total de su ojo. “Sabía que no se acordaría de mí después de tantos años, —dice Jorge — así que llevé a mi esposa y puse en mi bolsillo el certificado de compensación. Entré en la oficina del doctor como un mero cliente y le pedí que examinara mi ojo!” Después del examen, Jorge preguntó: “Bien, ¿cómo me encuentra?” “En perfecto estado —dijo el médico—. Un ojo supera un poco al otro, pero es una insignificancia. Mis propios ojos —explicó el doctor— están en ese mismo estado. Su ojo izquierdo es perfecto: el derecho tiene una visión 85% normal.” Con esto, Jorge sacó de su bolsillo el carnet de pensionado por la pérdida total de un ojo. El doctor leyó el documento maravillado, diciendo repentinamente, “Esto es grandioso, esto es realmente grandioso.” No intentó negar la sanidad; no podía, porque el historial médico estaba allí, frente a él. Un milagro fue hecho por Dios en la vida de Jorge Orr. “¡Señor, que reciba la vista!”, había sido su súplica. Y tal como al ciego Bartimeo, hace cerca de dos mil años, la respuesta vino: “Vete, tu fe te ha salvado.” (Marcos 10:52.) V Eugenio Usechek El apuesto joven entró orgullosamente en el Hospital Infantil de Pittsburgh. Tenía allí una cita para ver a un bien conocido doctor. Esta era una ocasión especial en su vida, porque iba a ser examinado para ingresar en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Tenía que ver al mismo doctor que lo trató cuando tuvo la enfermedad de Perth, a la edad de nueve años. La familia Usechek jamás olvidaría el año que Eugenio, el mayor de
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