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EL DESAFÍO DE JESÚS N. T. Wright 2003 - Desclée De Brouwer ÍNDICE PRÓLOGO I. EL DESAFÍO DEL ESTUDIO SOBRE JESÚS Introducción La necesidad de la investigación Nuevas oportunidades en la investigación Pistas falsas en la investigación II. EL DESAFÍO DEL REINO Introducción Dentro del judaísmo del siglo I El plan de Dios desvelado El fin del destierro La llamada al pueblo renovado Desastre y justificación Conclusión III. EL DESAFÍO DE LOS SÍMBOLOS Introducción Jesús y los símbolos del judaísmo Sábado Alimento Nación y tierra Templo Símbolos jesuanos del reino Tierra y pueblo Familia Torá Templo Conclusión IV. EL MESÍAS CRUCIFICADO Introducción Jesús y el mesianismo La crucifixión del Mesías Conclusión V. JESÚS Y DIOS Introducción «Dios» en el judaísmo del siglo I Visiones cristianas primitivas de Jesús y Dios La vocación y autocomprensión de Jesús Conclusión VI. EL DESAFÍO DE LA PASCUA Introducción El surgimiento del cristianismo primitivo Como movimiento del reino de Dios Como movimiento de resurrección Como movimiento mesiánico Conclusión Pablo: 1 Corintios 15 Conclusión: las tradiciones evangélicas y la resurrección VII. CAMINAR HACIA EMAÚS EN UN MUNDO POSMODERNO Introducción: la misión en un mundo posmoderno Salmos 42 y 43 El camino de Emaús Emaús en el conjunto del Evangelio de Lucas De Emaús a «Dover Beach» VIII. LA LUZ DEL MUNDO NOTAS PROLOGO Tres son las preocupaciones que me motivan a lo largo del presente trabajo. La primera es la de la integridad histórica al hablar sobre Jesús. Francamente, muchos cristianos han sido descuidados al pensar y hablar sobre Jesús y, por tanto, tristemente, en su oración y en su práctica del seguimiento. No podemos suponer que por pronunciar la palabra «Jesús», y menos aún la palabra «Cristo», estamos de manera automática en contacto con el Jesús real que caminó y habló en la Palestina del siglo I, el Jesús que, según la Carta a los Hebreos, es el mismo ayer, hoy y para siempre. No estamos autorizados para manufacturar un Jesús diferente. Tampoco es legítimo sugerir que, debido a que tenemos los Evangelios de nuestro Nuevo Testamento, sabemos todo lo que necesitamos saber sobre Jesús. Como mostrará el material que aquí se presenta, y como revelarán con muchos más detalles obras más amplias, a menudo las tradiciones cristianas han interpretado de forma radicalmente errónea la imagen de Jesús en los Evangelios, y sólo gracias a un esforzado trabajo histórico podemos llegar a una comprensión más plena de lo que los Evangelios trataban de decir. La segunda preocupación es la del discipulado cristiano que profesa seguir al verdadero Jesús. Las disciplinas de la oración y el estudio bíblico tienen que estar arraigadas siempre en el propio Jesús si no queremos que se vuelvan idolátricas o estén al servicio de nuestros intereses. Con frecuencia hemos silenciado el duro desafío de Jesús, rehaciéndolo a nuestra imagen y preguntándonos después por qué nuestras formas de espiritualidad personal han dejado de ser estimulantes y han perdido la capacidad de cambiar la vida. En este libro espero abordar esta cuestión, al menos de manera implícita. Como me dijo un oyente después de escuchar una de mis conferencias, el Jesús que yo describo es un ser humano atractivo y profundamente interesante —algo que no siempre se puede decir de la imagen devota de Cristo de gran parte de la imaginación cristiana, ya sea de la tradición católica, protestante, ortodoxa o evangélica. En tercer lugar, me interesa en particular poner en la mente, el corazón y las manos de la siguiente generación de pensadores cristianos el modelo, configurado por Jesús, de una misión que transformará nuestro mundo en el poder del Evangelio de Jesús —y la motivación para tal misión—. Quienes en las universidades y profesiones de nuestro mundo desean ser cristianos leales tienen que reflexionar en serio de nuevo sobre lo que significa la adhesión a Jesús en la práctica. No basta con recitar las oraciones personales en privado, mantener una alta moralidad personal, y después ir al trabajo para volver a construir la torre de Babel. Es preciso poner en cuestión la sustancia y la estructura de los diferentes aspectos de nuestro mundo a la luz del logro único de Jesús y de la misión que hemos recibido de ser para el mundo lo que él fue para el Israel de su tiempo. Esta preocupación final explica por qué, en los dos últimos capítulos en particular, me he esforzado por abordar, aunque brevemente, la cuestión del clima cultural actual en nuestro mundo occidental. La genérica y a veces engañosa etiqueta de «posmodernidad» sirve como un poste indicador para muchas características que son al mismo tiempo inquietantes y desafiantes. Algunos cristianos piensan que esto es profundamente amenazador. Creo que el mensaje de Jesucristo nos capacita para afrontar directamente estas cuestiones, reconociendo las formas en que la posmodernidad tiene un mensaje que no nos atrevemos a ignorar, pero insistiendo en que ahora tenemos que pasar por él hacia la otra cara de las nuevas tareas y posibilidades. De la misma manera que la integridad exige que pensemos clara y rigurosamente sobre Jesús, también pide que reflexionemos con claridad y rigor sobre el mundo en el que lo seguimos hoy, el mundo que somos llamados a modelar con el mensaje amoroso y transformador del Evangelio. N. T. Wright I EL DESAFÍO DEL ESTUDIO SOBRE JESÚS Introducción En una clase impartida en un instituto de teología en Kenia, un amigo mío presentó a sus alumnos «La investigación sobre el Jesús histórico». Esta— les dijo—fue un movimiento de pensamiento y estudios científicos que, en sus formas más primitivas, se desarrolló en gran medida en Alemania durante los siglos XVIII y XIX. Aún no había profundizado en su explicación de la investigación sobre Jesús, cuando uno de los alumnos le interrumpió «Profesor», dijo («Supe que tenía un problema», comentó mi amigo, «en cuanto me llamó “Profesor”»), «si los alemanes han perdido a Jesús, ése es su problema. Nosotros no lo hemos perdido. Nosotros lo conocemos y lo amamos». La investigación sobre Jesús ha sido polémica desde hace mucho tiempo, aún entre los cristianos devotos. No son pocos los cristianos que se preguntan si hay algo nuevo que decir sobre Jesús, y si el intento de decir algo nuevo no constituye una negación de la enseñanza tradicional de la Iglesia o de la suficiencia de la Escritura. Quiero afrontar este espinoso tema desde el principio y explicar por qué considero no sólo permisible, sino también vitalmente necesario, que nos esforcemos por responder de nuevo a la cuestión de quién fue Jesús y, por ende, quién es. Al hacerlo no quiero en modo alguno negar o socavar el conocimiento de Jesús al que se refirió el estudiante de Kenia, y que es la experiencia común de la Iglesia a lo largo de los siglos y en culturas muy diferentes. Más bien el trabajo histórico es, a mi juicio, parte de la apropiada actividad de conocimiento y amor, que tiene como objetivo conocer aún mejor a aquel a quien decimos que conocemos y seguimos. Si hasta en las relaciones de conocimiento y amor entre los seres humanos puede haber malentendidos, falsas impresiones y suposiciones equivocadas que deben ser identificadas y afrontadas, todo esto se produce en mayor medida cuando nos relacionamos con el propio Jesús. De hecho, creo que la investigación histórica sobre Jesús es un aspecto necesario y no negociable del seguimiento cristiano y que nuestra generación tiene la posibilidad de renovarse en el discipulado y la misión precisamente por medio de esta investigación. Quiero explicar y justificar estas convicciones desde el principio. No obstante, dentro de la investigación hay enormes problemas e incluso peligros—como es de esperar de todo lo que está cargado con la potencialidad del reino de Dios— y también tendré que abordar brevemente estas cuestiones. Hay escollos bien conocidos en el mero hecho de afrontar este tema, y debemos exponerlos con claridad. Es muyfácil que los amigos que tienen ideas afines sean complacientes. Oímos hablar de nuevas teorías extrañas sobre Jesús. Cada mes o cada dos meses algún editor publica un bestseller declarando que Jesús fue un gurú de la Nueva Era, un masón egipcio o un revolucionario hippy. Cada uno o dos años algún estudioso o grupo de estudiosos publica un nuevo libro, lleno de cientos de notas a pie de página, para decirnos que Jesús fue un filósofo cínico campesino, un poeta itinerante o el predicador de valores liberales nacido en una época equivocada. El día en que estaba revisando este capítulo para su publicación, apareció en un periódico un artículo sobre una nueva controversia, suscitada por activistas defensores de los derechos de los animales, acerca de si Jesús fue vegetariano. Podríamos reaccionar frente a este tipo de cosas diciendo que todo ello es una pérdida de tiempo, que nosotros sabemos todo lo que necesitamos saber sobre Jesús y que no hay nada más que decir. Muchos cristianos devotos que adoptan esta actitud se contentan con una superioridad sin esfuerzo: nosotros conocemos la verdad, esos necios liberales se han equivocado por completo y nosotros no tenemos nada nuevo que aprender. A veces personas como yo intervenimos para demostrar, supuestamente, la verdad del «cristianismo tradicional» con el corolario implícito de que ahora podemos dejar de plantear esas desagradables cuestiones históricas y en vez de ello continuar con otra cosa, quizás más provechosa. No obstante, algunos reaccionan proponiendo estereotipos alternativos igualmente equívocos. La defensa de un supuesto Jesús «sobrenatural» puede fácilmente degenerar en una imagen del Superhombre en versión del siglo I —sin advertir que el mito del Superhombre es en último término una corrupción dualista del relato cristiano—. Hay disponibles varias imágenes de Jesús que parecen muy devotas, pero que ignoran lo que de hecho dice el Nuevo Testamento sobre el ser humano Jesús de Nazaret o lo que significó su mensaje en su contexto original. Yo no quiero alentar ninguna de estas actitudes. Lo repito: a mi juicio, la investigación histórica continuada sobre Jesús es una parte necesaria del permanente seguimiento cristiano. Dudo mucho que, en la era presente, podamos llegar al punto donde conozcamos todo lo que hay que conocer, y comprendamos todo lo que hay que comprender, sobre el propio Jesús, quién fue, qué dijo y qué hizo, y qué quiso decir con todo ello. Pero habida cuenta de que el cristianismo ortodoxo ha mantenido siempre firmemente la creencia fundamental según la cual sólo mirando a Jesús descubrimos quién es Dios, me parece indiscutible que deberíamos esperar siempre que se continuara investigando sobre Jesús, precisamente como parte —quizás el aspecto más incisivo— de nuestra exploración de Dios mismo. Esto, naturalmente, tiene algunas consecuencias. Si bien es cierto que la fe cristiana no puede apropiarse exclusivamente de las cuestiones históricas sobre Jesús, también es cierto que el estudio histórico no se puede llevar a cabo en el vacío. La Ilustración nos ha enseñado a suponer que la historia y la fe son antitéticas, de modo que apelar a una es prescindir de la otra. Como consecuencia, los historiadores han sido ordinariamente objeto de sospecha en la comunidad de fe, al igual que los creyentes han sido siempre objeto de sospecha en la comunidad de la historiografía secular. Con todo, cuando el cristianismo es más fiel a sí mismo, niega precisamente esta dicotomía —tan incómoda para los que tratamos de vivir en ambas comunidades al mismo tiempo, e intentamos hablar desde ellas y para ellas —. De hecho, creo que esta incomodidad es un aspecto de la vocación cristiana contemporánea: ahora que nuestro mundo experimenta el profundo dolor de la agonía de la Ilustración, el cristiano no es llamado a mantenerse al margen de este dolor, sino a compartirlo. En el último capítulo del presente libro diré algo más sobre esto. Yo no soy ni un historiador secular que, entre otras cosas, cree en Jesús, ni un cristiano que, entre otras cosas, está interesado en la historia, sino una persona que cree que ser cristiano implica necesariamente el interés por la historia, y que el estudio concienzudo de la historia pondrá en tela de juicio las falsas versiones del cristianismo —incluidas muchas que se consideran ortodoxas—, pero sostendrá y regenerará una profunda y verdadera ortodoxia, por muy sorprendente y desafiante que esto sea siempre1. Desearía pasar ahora al aspecto positivo. ¿Cuáles son las razones que nos imponen hoy el estudio sobre Jesús? La necesidad de la investigación La razón más fundamental para esforzarse por responder a la cuestión histórica sobre Jesús es que hemos sido hechos para Dios: para la gloria de Dios, para adorar a Dios y reflejar su semejanza. Este es el deseo más hondo de nuestro corazón, la fuente de nuestra vocación más profunda. Ahora bien, el cristianismo ha dicho siempre, con Juan 1,18, que nadie ha visto nunca a Dios, pero que Jesús nos lo ha revelado. Sólo descubriremos quién es realmente el Dios vivo y verdadero si corremos el riesgo de mirar a Jesús. Esta es la razón por la que los debates contemporáneos sobre Jesús son tan importantes; en último término, son debates sobre Dios. La segunda razón por la que emprendo el estudio histórico riguroso sobre Jesús es la fidelidad a la Escritura. Esto les podría parecer profundamente irónico a algunas personas situadas a ambos lados de la vieja línea divisoria liberal/conservador. Como es sabido, muchos estudiosos de Jesús de los dos últimos siglos han arrojado la Escritura por la ventana y han reconstruido un Jesús muy diferente del que encontramos en el Nuevo Testamento. Pero la respuesta adecuada a este enfoque no consiste simplemente en reafirmar que, dado que creemos en la Biblia, no necesitamos preguntar nuevas cuestiones sobre Jesús. Lo que vale para Dios, vale también para la Biblia; el mero hecho de que nuestra tradición nos diga que la Biblia dice y quiere decir una cosa u otra no nos excusa del duro trabajo de estudiarla de nuevo, a la luz del mejor conocimiento que tenemos sobre su mundo y su contexto, para ver si estas cosas son efectivamente así. Para mí, la dinámica de un compromiso con la Escritura no es: «Nosotros creemos en la Biblia y, por tanto, no hay nada más que aprender», sino más bien: «Nosotros creemos en la Biblia y, por tanto, tenemos que descubrir en ella todas las cosas que no nos han dejado ver nuestras tradiciones, incluidas nuestras tradiciones “protestantes” o “evangélicas” que se consideran “bíblicas” pero en ocasiones se puede demostrar que no lo son». Y este proceso de replanteamiento incluirá la difícil y a menudo amenazadora cuestión: ¿habrá algunas cosas que nuestras tradiciones han interpretado «al pie de la letra» y deberían ser tenidas por «metafóricas» —y quizás también viceversa—? Y, si la respuesta es afirmativa, ¿cuáles son? Esto nos lleva a la tercera razón, que es el imperativo cristiano de verdad. Los cristianos no deben temer la verdad. Naturalmente, esto es lo que han dicho muchos reduccionistas, cuando con evidente audacia han reducido el significado del Evangelio a unos pocos clichés, dejando muy atrás el duro y tajante mensaje de Jesús. Este no es mi programa. Mi objetivo es profundizar en el significado más que hasta ahora y volver a una reafirmación del Evangelio que fundamente las cosas que hemos creído sobre Jesús, sobre la cruz, sobre la resurrección, sobre la encarnación, de una manera más profunda dentro de su contexto original. Cuando recito los grandes credos cristianos, como hago día tras día en la liturgia, los digo de corazón, pero descubro que después de veinte años de estudios históricos entiendo algo mucho más profundo, mucho más exigente que lo que entendía cuando los recité por primera vez. No puedo obligar a mis lectores a seguirme en esta peregrinación personal, pero si puedo, y de hecho lo hago, dirigir una invitación a contemplar a Jesús, los Evangelios, nosotrosmismos, el mundo y sobre todo a Dios, bajo lo que podría ser una nueva y quizás perturbadora luz. La cuarta razón para emprender el estudio sobre Jesús es el compromiso cristiano de la misión. La misión de la mayor parte de los cristianos que probablemente leerán este libro se desarrolla en un mundo en el que Jesús es un tema candente desde hace varios años. En Norteamérica, en particular, Jesús —y la investigación sobre él— ha sido presentado en la revista Time, en la televisión y en otros medios de comunicación. Y los medios de comunicación, basándose en algún libro reciente, han dicho una y otra vez a las personas con las que los cristianos comunes se encuentran, a las que tienen que anunciar el evangelio, que el Jesús de los Evangelios no es históricamente creíble y que, por tanto, el cristianismo se basa en un error. No es aceptable declarar que esta cuestión esté fuera de los límites ni decir que la enseñanza de la Iglesia responderá por nosotros, de modo que no tenemos que plantear cuestiones históricas. No podemos decir esto a una persona seria y en proceso de búsqueda que entabla con nosotros una conversación en un tren ni a alguien que va a una iglesia un domingo y pregunta qué significa todo aquello. Si el cristianismo no hunde sus raíces en cosas que de hecho sucedieron en la Palestina del siglo I, podríamos ser budistas, marxistas o casi cualquier otra cosa. Y si Jesús no existió nunca, o si fue muy diferente de lo que los Evangelios y la liturgia de la Iglesia afirman que fue, entonces de hecho estamos en Babia. Es posible responder a los escépticos y hay que hacerlo; y cuando lo hagamos, no nos limitaremos a reafirmar las tradiciones de la Iglesia —sean protestantes, católicas, evangélicas o de otro tipo—, sino que nos veremos empujados a reinterpretarlas, descubriendo dentro de ellas profundidades de significado que nunca habíamos imaginado. Una de las razones por las que no hemos imaginado algunas de las profundidades que, a mi juicio, hay que descubrir radica en nuestro propio contexto histórico y cultural. Yo soy un historiador del siglo I, no un especialista en la Reforma o en el siglo XVIII. Sin embargo, basándome en el reducido conocimiento que poseo de los últimos quinientos años de la historia europea y norteamericana, creo que podemos formular el desafío de la Ilustración del siglo XVIII al cristianismo histórico con estas palabras: hizo una pregunta necesaria de forma errónea. La línea divisoria en el cristianismo contemporáneo entre liberales y conservadores ha tendido a ser una división entre los que ven la necesidad de plantear la cuestión histórica y suponen que debe ser hecha a la manera de la Ilustración y, por otra parte, los que ven el carácter engañoso de la forma ilustrada de hacer la pregunta y suponen que la cuestión histórica no es necesaria. Desearía abordar en primer lugar la necesidad de la cuestión planteada por la Ilustración y después la manera errónea en que se ha tratado. Para entender por qué la cuestión histórica de la Ilustración fue necesaria tenemos que dar un paso más hacia atrás, hasta la Reforma protestante del siglo XVI. La protesta de la Reforma contra la Iglesia medieval no fue en último término una protesta en favor de una lectura histórica y escatológica del cristianismo contra un sistema eterno. Los reformadores recalcaban que se debía llegar a descubrir el significado histórico literal de los textos y que en esto consistía la lectura histórica; la cuestión de lo que Jesús o Pablo realmente quisieron decir, frente a lo que la Iglesia muy posterior dijo que ellos quisieron decir, se hizo extraordinariamente importante. Remóntate al principio, decían, y descubrirás que el desarrollado sistema del catolicismo romano se basa en un error. Esto sirvió de apoyo al énfasis escatológico de los reformadores: la cruz era el triunfo de Dios de una vez para siempre, que nunca tenía que repetirse, como hacían los adversarios católicos en la misa, a juicio de los reformadores. Pero éstos nunca permitieron que esta intuición fundamental los llevara más allá de medio camino cuando se trataba del propio Jesús. Los Evangelios eran tratados todavía como el depósito de la doctrina y la ética verdaderas. En la medida en que eran historia, eran la historia del momento en que la verdad eterna de Dios echó raíces en el espacio y el tiempo, esto es, el momento en que tuvo lugar la acción que realizó la expiación eterna. Soy consciente de que esto es una simplificación excesiva, pero creo que se ve confirmada por lo que siguió. La teología posterior a la Reforma entendió las intuiciones de los reformadores como una nueva serie de verdades eternas y las usó para establecer nuevos sistemas de dogma, ética y ordenamiento de la Iglesia en los que, una vez más, se servía a los intereses creados y se sofocaba el pensamiento nuevo. La Ilustración fue, entre otras muchas cosas, una protesta contra un sistema que, como se basaba en una protesta, no pudo ver que a su vez necesitaba una reforma posterior. (La medida en que la Ilustración fue una versión secularizada de la Reforma es una cuestión fascinante, digna de estudio por parte de brillantes candidatos al doctorado, pero no es el tema de un libro como éste. Con todo, si queremos captar de dónde venimos y, por tanto, adónde podríamos estar llamados a ir, al menos tenemos que tratar estas posibilidades.) De manera particular la Ilustración, en la persona de Hermann Samuel Reimarus (1694-1768), puso en tela de juicio el irreflexivo dogma pseudo-cristiano sobre el hijo eterno de Dios y su establecimiento del sistema opresor llamado «cristianismo». Reimarus lo puso en entredicho en nombre de la historia, la misma arma que los reformadores habían usado contra el catolicismo. Vuelvan a los orígenes, dijo, y descubrirán que el cristianismo se basa en un error. Después de todo, Jesús fue uno más en la larga serie de revolucionarios judíos fracasados. El cristianismo tal como lo conocemos fue la invención de los primeros discípulos2. Creo que la cuestión planteada por Reimarus era necesaria. Necesaria para sacudir del dogmatismo al cristianismo europeo, y para afrontar un nuevo desafío: aumentar la comprensión de quién fue Jesús realmente y qué fue lo que logró de verdad. Necesaria para cuestionar el insulso dogma con una realidad viva; necesaria para poner en cuestión las distorsiones idólatras de quién fue Jesús de verdad y, por ende, quién fue y quién es Dios realmente, con una nueva comprensión de la verdad. El hecho de que Reimarus diera a su pregunta una respuesta que no es históricamente sostenible no significa que no planteara la pregunta correcta. ¿Quién fue Jesús y qué fue lo que logró? Esta necesidad se puso de relieve en el siglo XX, tal y como Ernst Kasemann vio con toda claridad. Miren lo que sucede, dijo en una famosa conferencia en 1953, cuando la Iglesia abandona la investigación sobre Jesús. Los años que mediaron entre las dos guerras mundiales, en los que no hubo investigaciones sobre Jesús, crearon un vacío en el que se ofrecieron imágenes de Jesús no históricas, las cuales legitimaron la ideología nazi. Estoy convencido de poder sugerir que cada vez que la Iglesia olvida su misión de embarcarse en la tarea de comprender de una forma cada vez más plena quién fue Jesús realmente, la idolatría y la ideología se aproximan. Renunciar a la investigación porque no nos gusta lo que los historiadores han descubierto hasta ahora no es una solución. Pero la manera en que la Ilustración planteó la cuestión de Jesús fue radicalmente errónea y sigue teniendo profundos efectos en la investigación actual. Es obvio que la Ilustración insistió en la separación entre historia y fe, hechos y valores, religión y política, natural y sobrenatural, de una manera cuyas consecuencias han quedado consignadas en la historia de los dos últimos siglos: en efecto, una de las consecuencias es que cada una de las categorías de los pares mencionados comporta ahora, en las mentes de millones de personas de todo el mundo, unaimplícita oposición a la otra categoría del par, de manera que incluso nos resulta muy difícil concebir un mundo en el que las dos categorías de cada par se relacionen entre sí como mitades de un único todo indivisible. Gran parte del debate entre «liberales» y «conservadores» ha tenido lugar por debajo de esta línea de falla (historia o fe, religión o política, etcétera), mientras que ni siquiera se ha intentado librar la batalla real —el desafío de articular de nuevo una cosmovisión reintegrada—. Ahora bien, en la Ilustración hay un problema más profundo que el de la cosmovisión radicalmente dividida. El verdadero problema es que ofreció una escatología contraria a la cristiana. Esto requiere una breve explicación. El cristianismo, como veremos, tuvo su origen en la creencia totalmente judía en que la historia del mundo tenía su centro en un único lugar geográfico y un único momento temporal. Los judíos suponían que su país —y su capital— era el lugar en cuestión, y que el tiempo, aunque ellos no sabían exactamente cuándo iba a suceder, estaba a punto de llegar. El Dios vivo derrotaría el mal de una vez para siempre y crearía un mundo nuevo de paz y justicia. Los primeros cristianos creían que esto había sucedido ya en y a través de Jesús de Nazaret; como veremos, lo creían (a) porque el mismo Jesús lo había creído y (b) porque había sido justificado por Dios después de su ejecución. El contenido de la escatología cristiana primitiva no era la expectativa del fin literal del universo espacio-temporal, sino el sentido de que la historia del mundo se estaba acercando al momento culminante previsto por Dios —o de hecho ya había alcanzado. Como acabamos de ver, esto lo captaron en principio los reformadores. Es verdad que Martín Lutero usó la cautividad y el destierro de Israel en Babilonia como una metáfora dominante en su comprensión de la historia eclesiástica, en la que la Iglesia, como Israel, había sufrido una «cautividad babilónica» durante muchos siglos hasta los días del reformador. Pero la acentuada concentración de Lutero en Jesús impidió que esto se convirtiera en una nueva escatología contraria, divorciada de sus raíces en el siglo I. Aunque él vio su propia era como un tiempo especial en el que Dios iba a hacer algo nuevo, esto siguió siendo para él un fenómeno estrictamente secundario: el verdadero día nuevo había amanecido, de una vez para siempre, con el propio Jesús. Su nueva «gran luz» no eclipsaba a la Luz del mundo. Sin embargo, con la Ilustración se dio este último paso. Todo lo que había precedido era una forma de cautividad, de oscuridad; en el siglo de las Luces, por fin, habían alboreado la luz y la libertad. La historia del mundo había alcanzado finalmente su momento culminante, su verdadero y nuevo comienzo, no en Jerusalén, sino en Europa occidental y en Norteamérica; no en el siglo I, sino en el XVIII (tal vez podamos permitirnos sonreír con ironía por la forma en que, hasta hoy, los pensadores posilustrados se han burlado de la idea aparentemente ridícula de que la historia del mundo alcanzó su momento culminante en Jerusalén hace dos mil años, mientras ellos mantienen una perspectiva que, como hoy ya sabemos, es al menos igualmente ridícula). Así, mientras la necesaria cuestión planteada por la Ilustración (la cuestión del Jesús histórico) era abordada dentro de la perspectiva propia de la Ilustración, resultaba inevitable no sólo que la cristología se derrumbara en facciones enfrentadas de naturalistas y sobrenaturalistas —en otras palabras, que se produjeran imágenes de Jesús en las que el personaje central era un judío no excepcional del siglo I o una figura de Superhombre inhumana e improbable—, sino que también a liberales y conservadores por igual les resultaba enormemente difícil concebir de nuevo el mundo escatológico judío del siglo I, que es el único al que de verdad pertenece el Jesús histórico. Jesús estaba casi obligado a aparecer como el maestro de las verdades eternas liberales o de las verdades eternas conservadoras. La idea de que él pudo ser la persona que cambió radicalmente la historia era, para muchos de los que se encontraban a ambos lados de la línea divisoria, casi literalmente impensable. Incluso Albert Schweitzer, que introdujo de improviso la perspectiva escatológica en los estudios sobre Jesús, la interpretó de una manera radicalmente errónea. Pero Schweitzer puso sobre aviso a los pensadores cristianos acerca de algo que se ha tardado en asimilar casi un siglo: que el mundo en que Jesús vivió, y al que se dirigió con su mensaje sobre el reino, era un mundo en el que la expectativa judía de la acción culminante y decisiva de Dios dentro de la historia constituía el elemento principal. A mi juicio, esto es lo que ha dado un nuevo ímpetu al estudio de Jesús y lo que nos obliga a embarcarnos en este estudio. Si se concibe correctamente, la respuesta de Schweitzer a la pregunta hecha por Reimarus —a saber, que Jesús pertenece al mundo de esta expectativa judía del siglo I— nos permite ver que dedicándonos a la investigación sobre Jesús podemos entender mucho mejor, mejor incluso que los reformadores, lo que significaba dentro del mundo de Jesús que Dios iba a actuar de una manera única y excepcional, provocando una respuesta que no sería una repetición de ese acto inicial sino más bien su apropiación y realización. Creo, por tanto, que dentro de las múltiples tareas a las que Dios llama a la Iglesia de nuestra generación se encuentra la imprescindible misión de abordar la cuestión planteada por la Ilustración, a saber, quién fue exactamente Jesús y qué fue exactamente lo que hizo. Y estoy convencido de que hay formas de abordar esta cuestión que no caen en la trampa de limitarse a una nueva ordenación de las categorías de la Ilustración. Nuestra generación tiene una nueva oportunidad de avanzar en lo relativo a nuestra forma de pensar y orar, y a la vida cristiana como un todo, con muchos medios; y dichos medios incluyen poder abordar la cuestión del Jesús histórico de formas nuevas y creativas. Todo esto me lleva a explorar el marco y el significado humano, histórico, cultural y político de lo que los Evangelios dicen sobre Jesús. Los cristianos ortodoxos no deberían ver esto como una amenaza. Es cierto que la tradición cristiana ortodoxa contemporánea de la que muchos de mis lectores y yo mismo somos herederos fue concebida y formulada en un trasfondo de reduccionismo modernista y laicista. En aquel contexto era vital afirmar —como han hecho regularmente los cristianos ortodoxos por aproximadamente dos siglos— el origen divino de la Escritura, la divinidad de Jesús, etcétera. Pero nuestros antepasados en la fe fueron perfectamente conscientes de que hubo errores también en la dirección contraria: patrones de creencia y conducta que veían a Jesús como un semidiós, en modo alguno realmente humano, que pasó por el mundo como una figura divina y heroica, no afectado por las vicisitudes humanas, que nunca dudó de su vocación, que tenía conciencia de provenir del exterior de todo el sistema, que decía a las gentes cómo podían escapar del mundo malvado y vivir para siempre en un ámbito totalmente diferente. Ésta es la cosmovisión de la que surgió, y aún sigue surgiendo, el gnosticismo, ese polifacético sistema de pensamiento y espiritualidad en el que se puede alcanzar un conocimiento («gnosis») secreto que permitirá a los humanos redescubrir su identidad secreta perdida y, de ese modo, escapando del mundo presente, gozar de la felicidad en una esfera de realidad completamente diferente. El gnosticismo, en una u otra de sus múltiples formas, se ha restablecido con fuerza en nuestros días. A veces de forma explícita, como, por ejemplo, en los movimientos Nueva Era y espiritualidades similares que animan a las personas a descubrir quiénes son «realmente». No obstante, con la misma frecuencia se ha propuesto un gnosticismo de un género diferente dentro de lo que pretende ser la corriente principal de la ortodoxia tradicional, cuando muchoscristianos se han adherido a un Jesús que sólo parecía ser humano, han leído una Biblia que sólo parecía tener autores humanos, han buscado una salvación en la que el orden creado por Dios se hacía bastante irrelevante, una salvación pensada de una manera casi totalmente dualista. Ay de nosotros si, en nuestro empeño por vencer las batallas de ayer contra las versiones reduccionistas del cristianismo, dejamos de entablar las batallas de mañana, que podrían ser muy diferentes. Nuevas oportunidades en la investigación Pero, ¿por qué deberíamos suponer que hay algo nuevo que decir sobre Jesús? Ésta es una pregunta que me hacen con frecuencia, entre otros, los periodistas, por un lado, y los cristianos perplejos no interesados por los estudios académicos, por otro. De hecho, la respuesta es a la vez positiva y negativa. La mera novedad está abocada casi necesariamente al error: si tratamos de decir que Jesús no anunció el reino de Dios, o que de hecho fue un pensador del siglo XX nacido antes de tiempo, seremos rechazados con razón. Ahora bien, ¿qué quiso decir Jesús con el reino de Dios? Ésta, y otras mil cuestiones afines, son mucho más difíciles de responder de lo que con frecuencia se ha supuesto y el lugar adonde hay que ir para encontrar nueva luz es la historia de los tiempos de Jesús. Es decir, el judaísmo del siglo I, con toda su complejidad y con todas las ambigüedades de nuestros intentos de reconstruirlo. Tenemos, naturalmente, toda suerte de nuevas herramientas disponibles que nos ayudarán en esta tarea. Tenemos los manuscritos del Mar Muerto, y todos ellos están por fin al alcance de todos. Tenemos buenas y nuevas ediciones de numerosos textos judíos hasta ahora difíciles de encontrar y una floreciente bibliografía secundaria sobre ellos. Tenemos toda clase de hallazgos arqueológicos, aunque su interpretación resulte compleja. Por supuesto, siempre existe el peligro de la simplificación y la complicación excesivas. Nuestras fuentes no nos permiten trazar un mapa sociológico completo de Galilea y Judea en tiempos de Jesús. Pero sabemos lo suficiente para poder decir muchas cosas, por ejemplo, sobre las metas prioritarias de los fariseos; otras muchas sobre el género de aspiraciones que quedaron consignadas en lo que llamamos literatura apocalíptica, y por qué; y otras muchas sobre las prioridades romanas en Palestina y los objetivos preferentes de los sumos sacerdotes y la dinastía herodiana en sus inseguras luchas por un poder comprometido. En otras palabras, podemos decir muchas cosas sobre los contextos necesarios para entender a Jesús. Quizá podamos decir también algo sobre los campesinos galileos. Pero pienso que no todo lo que a algunos escritores actuales les gustaría. Hay algunos que ven la cultura campesina de la antigua sociedad mediterránea como la influencia dominante en la Galilea de los tiempos de Jesús, con lo que se reduce decididamente el influjo apocalíptico judío, de modo que el anuncio del reino por Jesús tiene menos que ver con las aspiraciones específicamente judías y más con la clase de protesta social que podría brotar en cualquier cultura3. Permítaseme subrayar que esto no solo es un error, sino que mostrarlo como tal no disminuye el elemento de protesta social que aún hay que encontrar dentro del anuncio del reino —de muy amplia extensión y muy fundado teológicamente— que podemos atribuir correctamente a Jesús. Así mismo, insisto en que una de las cosas que podemos conocer sobre las sociedades campesinas como la de Jesús es que en gran medida dependían de tradiciones orales, y no en último término de tradiciones basadas en narraciones inmediatas. Cuando captamos esto correctamente, evitamos de golpe parte del extraordinario reduccionismo que ha caracterizado al llamado Jesus Seminar [Seminario sobre Jesús], con su intento de excluir la autenticidad de muchos de los relatos sobre Jesús basándose en que las gentes sólo recordarían dichos aislados y no relatos completos4. Pero mi idea general es sencillamente la siguiente: hay una gran cantidad de estudios históricos que están esperando manos que quieran ponerse a la obra y realizarlos, y tenemos más herramientas para ello de las que la mayoría de nosotros podemos manejar. Si de verdad creemos, en algún sentido, en la encarnación de la Palabra estamos obligados a tomar en serio la carne en la que se convirtió la Palabra. Y, habida cuenta de que aquella carne fue carne judía del siglo I, deberíamos regocijarnos en todos y cada uno de los avances en nuestra comprensión del judaísmo del siglo I y tratar de aplicar esos conocimientos a nuestra lectura de los Evangelios. Y lo hacemos, tenemos que insistir en ello, no para socavar lo que los Evangelios dicen, ni para reemplazar sus relatos por otros muy distintos inventados por nosotros, sino para comprender qué es lo que dicen realmente. Hay una objeción común a la investigación sobre el Jesús histórico que consiste en afirmar que Dios nos ha dado los Evangelios y no podemos ni debemos poner en su lugar una construcción nuestra. Pero esto es una interpretación errónea de la naturaleza de la tarea. Precisamente porque esos textos han sido leídos y predicados como Sagrada Escritura durante dos mil años, se han ido introduciendo sigilosamente toda clase de malentendidos, que han quedado después incorporados en la tradición eclesial. Los historiadores verán con frecuencia, no necesariamente que los Evangelios tienen que ser rechazados o remplazados, sino que de hecho no significaron lo que la tradición cristiana posterior pensó. Permítaseme poner un ejemplo evidente, que tendrá mayor interés en el posterior desarrollo de este tema. Martín Lutero reaccionó con razón contra la traducción medieval de metanoeite como penitentiam agere («hagan penitencia») e insistió en que la palabra se refería originalmente a la «conversión» que tiene lugar en lo profundo del corazón humano, no en las acciones exteriores prescritas casi como un castigo. No podía saber que su lectura sería usada, a su vez, para sostener una interpretación individualista y pietista del mandato jesuano de conversión, lo cual no hace justicia en modo alguno al significado de la palabra en el siglo I. Jesús estaba exhortando a sus oyentes a renunciar por entero a su modo de vida, sus proyectos nacionales y sociales, y a confiar en él adoptando un programa diferente, una serie de objetivos diferentes. Esto, naturalmente, incluía un cambio del corazón, pero iba mucho más allá5. Esto ilustra una idea que se podría repetir docenas de veces. La investigación histórica, como he tratado de poner de manifiesto en varios lugares, no nos indica de ninguna manera que arrojemos por la borda los Evangelios y los sustituyamos por un relato completamente distinto inventado por nosotros. No obstante, nos advierte que nuestras interpretaciones familiares de esos relatos evangélicos podrían ser objeto de rigurosos cuestionamientos y objeciones, y que podríamos terminar leyendo nuestros textos preferidos de formas que jamás habíamos imaginado. Dado que esta perspectiva es de verdad protestante, de verdad católica, de verdad evangélica y de verdad liberal, por no decir también potencialmente carismática, los miembros de todas las corrientes de la Iglesia deberían ser capaces de abrazarla como propia. Naturalmente, es preciso tener un cierto valor para estar dispuestos a leer de forma nueva textos familiares. Pero sin duda merece la pena. Lo que perdemos de nuestras lecturas ordinarias es muy poco en comparación con lo que vamos a ganar. Pistas falsas en la investigación A fin de comprender dónde nos encontramos respecto a las confusas opciones en la investigación actual, es útil ver el estado de la cuestión hace cien años6. Destacan tres figuras. William Wrede sostuvo el escepticismo coherente: no podemos conocer mucho sobre Jesús, que ciertamente no pensó que era el Mesías o el Hijo de Dios, y los Evangelios son fundamentalmente ficción teológica. Albert Schweitzer argumentó a favor de la escatología consistente:Jesús compartió la expectativa apocalíptica del fin de todas las cosas propia del siglo I y, aunque murió sin verla realizada, inició el movimiento escatológico que daría origen al cristianismo. Más aún, Mateo, Marcos y Lucas le dieron la razón en mayor o menor medida. Frente a ambas posiciones, Martin Kahler defendió que la investigación sobre un Jesús puramente histórico se basaba en un error, ya que la verdadera figura que estaba en el corazón del cristianismo era el Cristo predicado y creído por la fe de la Iglesia, no un producto de la imaginación del historiador. Estas tres posiciones siguen bien vivas a principios del siglo XXI. El Jesus Seminar y algunos escritores de parecido talante se encuentran en la línea de Wrede. Sanders, Meyer, Harvey y otros, incluido yo mismo, seguimos los pasos de Schweitzer. Luke Timothy Johnson es nuestro Kahler contemporáneo, que pide que caiga una plaga sobre todas las casas7. Dado que he sido criticado, a veces con mucha dureza, por haber ofrecido esta suerte de análisis del estado actual de la cuestión, quiero dar alguna explicación e incluso una justificación. La interpretación que Schweitzer hizo de Jesús, como es bien sabido, fue tan mal recibida por los teólogos que durante medio siglo se realizaron pocas investigaciones serias sobre Jesús. Con la llamada «nueva investigación» [New Quest] de las décadas de 1950 y 1960 se hicieron algunos progresos porque se reemprendió la investigación, pero nunca se recuperó un auténtico vigor histórico. En libros y artículos se dedicaba más espacio a argumentar sobre los criterios de autenticidad que a ofrecer hipótesis importantes sobre Jesús. A mediados de la década de 1970 se tenía la impresión de que la investigación había llegado a un punto muerto. Fue entonces cuando empezó a surgir un nuevo estilo de historiografía sobre Jesús, que se distinguía explícitamente de la llamada «nueva investigación». A mi juicio, el mejor libro de aquel periodo fue The Aims of Jesus8, de Ben Meyer, al que se prestó menos atención de la que merecía, precisamente porque rompió el molde normal —y quizá porque planteaba exigencias muy fuertes a los estudiosos del Nuevo Testamento, poco acostumbrados a reflexionar sobre sus propios presupuestos y métodos con un elevado rigor filosófico—. Seis años después se publicó Jesus and Judaism9, de Ed Sanders, que continuó esa tendencia. Ambos libros rechazaron los métodos de la «nueva investigación»; ambos ofrecieron reconstrucciones de Jesús que recurrían, de manera amplia y profunda, a la escatología apocalíptica judía; ambos ofrecieron hipótesis plenamente desarrolladas que tenían mucho sentido dentro del judaísmo del siglo I, en lugar de la reconstrucción «a retazos», basada en una pequeña colección de dichos supuestamente auténticos pero aislados, característica de la «nueva investigación». Bajo esta luz, a principios de la década de 1980 sugerí que estábamos siendo testigos de lo que entonces denominé la «tercera investigación» [Third Quest] sobre Jesús. A pesar de la manera en que algunos han usado esta expresión desde entonces, no pretendía designar toda la investigación sobre Jesús de las décadas de 1980 y 1990. Era una forma de establecer una distinción entre la nueva ola que acabo de describir y la continuación de la «nueva investigación». Creo que los acontecimientos de los últimos veinte años han confirmado mi juicio ampliamente. Lo que Meyer, Sanders y otros estaban haciendo era significativamente diferente —de varias maneras que se pueden exponer sin ambigüedad y de un modo razonablemente no polémico— de la «vieja investigación» [Old Quest] de los años anteriores a Schweitzer, y de la «nueva investigación» iniciada por Ernst Kasemann y descrita particularmente por James M. Robinson10. Bajo esta luz, cuando el Jesus Seminar, después John Dominic Crossan, y luego particularmente Robert Funk, fundador y director del Jesus Seminar; continuaron explícitamente el trabajo de la «nueva investigación» —en el caso de Funk, insistiendo en el deber de hacerlo—11, creo que estoy justificado para seguir distinguiendo estos movimientos de esta manera. Naturalmente, la historia contemporánea se niega a permanecer inmóvil y dejarse dividir en fragmentos bien delimitados. Algunos escritores cruzan las fronteras hacia uno u otro lado. Pero yo sigo manteniendo la distinción entre el camino de Wrede y el de Schweitzer y, al mismo tiempo, sosteniendo que éste ofrece la mejor esperanza para una reconstrucción histórica seria. He argumentado de manera detallada en contra del Jesus Seminar, y Crossan en particular, en varios lugares, y resultaría tedioso repetir aquí mis argumentos, pero quiero dejar claro que, si estoy en desacuerdo con Crossan, Funk y el Jesus Seminar, y de otro modo con Marcus Borg, no es porque pienso que se equivocan al hacer las preguntas que hacen, sino porque pienso que sus presuposiciones, métodos, argumentos y conclusiones pueden ser cuestionados con éxito basándose en razones históricas de peso, sin apelar a a priori teológicos. No es suficiente, ni sería correcto, rechazar a tales escritores como un puñado de desafectos liberales o no creyentes. Es preciso que afrontemos argumentos reales sobre cuestiones reales. Ahora bien, uno de los mejores argumentos consiste en ofrecer una hipótesis alternativa que de hecho cumpla la función propia de una hipótesis exitosa: dar sentido a los datos, hacerlo con una sencillez esencial y arrojar luz sobre otras áreas12. A esta tarea nos vamos a dedicar a continuación. Pero desearía concluir este capítulo con un llamado para que otros no se limiten a leer, como observadores externos interesados, escritos sobre esta tarea, sino que de hecho se embarquen en ella ellos mismos. He sostenido que la investigación histórica sobre Jesús es necesaria para la salud de la Iglesia. Me aflige observar que en la Iglesia, tanto en Inglaterra como en Norteamérica, parece que hay muy pocas personas —en una Iglesia que por lo demás está muy cultivada en otras muchas esferas, con más recursos y ayudas educacionales que en ningún otro momento— que estén preparadas para dedicar a estas cuestiones el tiempo y la atención que merecen. Espero con ansiedad el día en que los estudiantes de teología se complazcan de nuevo en el estudio detallado y entusiasta del siglo I. Si este siglo no fue el momento en que la historia alcanzó su punto culminante, entonces la Iglesia simplemente está perdiendo el tiempo. Ésta no es una tarea sólo para unos pocos especialistas cuyos trabajos son casi desconocidos. Si las autoridades de la Iglesia dedicaran más tiempo a estudiar y enseñar sobre Jesús y los Evangelios, una buena parte de las otras cosas que nos preocupan en la vida eclesiástica y cotidiana serían vistas bajo la luz que les corresponde. Con demasiada frecuencia se ha supuesto que las autoridades de la Iglesia están por encima de los aspectos esenciales del estudio bíblico y teológico. Implícitamente suponemos que eso ya lo hicieron antes de ser nombrados para sus cargos, y que ahora sencillamente tienen que trabajar las «implicaciones». Después resulta que pasan innumerables horas en sus despachos dirigiendo la Iglesia como un negocio, haciendo dinero o trabajando en docenas de tareas diferentes, en lugar de estudiar detenidamente sus documentos fundacionales e investigar aún más de cerca sobre el Jesús a quien se supone que siguen y enseñan a otros a seguir. Creo, por el contrario, que cada generación tiene que afrontar de nuevo la cuestión de Jesús —y no en último término sus raíces bíblicas— si quiere ser de verdad la Iglesia. No se trata de que nos dediquemos a elaborar una dogmática abstracta en detrimento de nuestro compromiso con el mundo, sino de que descubramos cada vez más quién fue y quién es Jesús, precisamente a fin de estar equipados para comprometernos con el mundo que él vino a salvar. Y ésta es una tarea de toda la Iglesia, especialmente de los nombrados para desempeñar los papeles de dirección y enseñanza dentro de ella. Así pues, tenemosque hacer todo nuestro estudio histórico para infundir energía a la Iglesia en su misión para el mundo. Esto no quiere decir que no estemos abiertos a seguir el argumento donde nos lleve, o que no estemos abiertos a leer todos los textos, tanto canónicos como no canónicos, que puedan ayudarnos a seguir la pista histórica. Todo lo contrario. Justamente porque creemos que somos llamados a ser el pueblo de Dios para el mundo, debemos asumir toda la tarea histórica con la máxima seriedad. Es preciso estudiar todos los documentos y reflexionar sobre todos los argumentos. Yo estoy orgulloso de formar parte de una particular tradición eclesial, la de la Iglesia anglicana o episcopaliana, que tiene una larga y noble historia a este respecto (aunque en los últimos años esta tradición se ha visto en cierto modo silenciada). Uno de los mejores elementos de esta tradición es que ha estado preparada para pensar concienzudamente las cosas de nuevo —algo que otras tradiciones, y en particular las que se consideran «protestantes» o «evangélicas», harían bien en emular. Pero al hacer esto debemos recordarnos una y otra vez —como hacen de tantas maneras las liturgias de las iglesias tradicionales— que cuando contamos el relato de Jesús lo hacemos como parte de la comunidad que es llamada a modelar este relato para el mundo. Cuanto más participo en la investigación sobre Jesús, mayor es el reto que me plantea como persona y como hombre de Iglesia. Y no porque lo que yo descubro socave la ortodoxia tradicional, sino precisamente porque la rica y vigorosa ortodoxia que rebosa de las páginas de la historia me reta a mí personalmente y a todas las comunidades que conozco. Estos desafíos son en extremo exigentes, precisamente porque son desafíos evangélicos, desafíos del reino. Así las cosas, ser un investigador sobre Jesús es lo mismo que ser un discípulo. Significa tomar la cruz y seguir a Jesús dondequiera que vaya. Y la buena y la mala noticia es que sólo cuando hacemos esto mostramos que hemos comprendido de verdad la historia. Sólo cuando lo hacemos, la gente toma en serio nuestros argumentos, ya sean históricos o teológicos. Sólo cuando lo hacemos, nos convertimos en los medios por los cuales la investigación, que empezó de una manera tan ambigua como parte del programa de la Ilustración, realiza el extraño propósito que, según creo, por voluntad de Dios, vino a realizar. No hay que tener miedo de la investigación. Puede formar parte de los medios por los que a la Iglesia de nuestros días se le conceda una nueva visión, no sólo de Jesús, sino de Dios. Valga lo expuesto por lo que respecta a nuestro tema. Como parte de nuestra investigación general para seguir a Jesucristo, y para configurar nuestro mundo de acuerdo con la voluntad de Dios, abordamos una serie de cuestiones. Podemos resumirlas en cinco, que examinaremos a continuación: 1. ¿Dónde se sitúa Jesús dentro del mundo judío de su tiempo? 2. En particular, ¿en qué consistió su predicación de reino? ¿Cuál era su objetivo? 3. ¿Por qué murió Jesús? En particular, ¿cuál fue su intención al subir a Jerusalén en aquella última ocasión fatídica? 4. ¿Por qué empezó a existir la Iglesia primitiva y por qué adoptó aquella primera forma? En concreto, ¿qué sucedió en la Pascua? 5. ¿Qué relación guarda todo esto con la tarea y la visión cristianas actuales? En otras palabras, esta aproximación histórica y también profundamente teológica ¿enciende nuestro corazón y da fuerza a nuestras manos en nuestra tarea de dar forma a nuestro mundo? Es difícil abordar todas estas cuestiones simultáneamente. Hay un sentido en el que el lector sólo entenderá el significado de todas las partes cuando tenga en mente todo el conjunto. Si la madurez humana se pone de manifiesto por la capacidad de demorar la gratificación, un signo de madurez cristiana podría ser la disposición a leer la argumentación hasta el final, en lugar de desbaratarla debido a las prisas por encontrar a toda prisa una espiritualidad o una misionología. La paciencia es una virtud en la historia y en la teología, como en todo lo demás. II EL DESAFÍO DEL REINO Introducción ¿Qué quiso decir Jesús cuando afirmó que el reino de Dios estaba cerca? O, dicho de otra manera, ¿qué escuchó el aldeano galileo común cuando un joven profeta se presentó de improviso en su pueblo y anunció que el Dios de Israel se iba a convertir por fin en Rey? La gran mayoría de los estudiosos a lo largo de los años han estado de acuerdo en que el reino de Dios fue el mensaje central de Jesús; pero no ha habido consenso a la hora de establecer el significado exacto de esta expresión y de las ideas afines a ella. Por ello, en este capítulo esbozaremos en primer lugar el núcleo central de significado que la expresión debió tener para un judío del siglo I, y después analizaremos el anuncio de Jesús desde tres ángulos diferentes. Dentro del judaísmo del siglo I Para responder a nuestra pregunta, tenemos que recorrer un camino tan difícil para nosotros en el mundo occidental contemporáneo como el emprendido por los Sabios de Oriente cuando fueron a Belén. Tenemos que considerar el camino que hemos de recorrer para remontarnos al mundo de otro; de manera específica, el mundo del Antiguo Testamento como fue percibido y vivido por los judíos del siglo I. Este es el mundo al que Jesús se dirigió, el mundo cuyas preocupaciones él hizo suyas. Hasta que no sepamos cómo pensaban los contemporáneos de Jesús, no sólo será difícil entender lo que él quiso decir con la expresión «el reino de Dios», sino que será totalmente imposible —como, lamentablemente, han demostrado generaciones de lectores cristianos bien intencionados pero mal informados. Al mismo tiempo siento que algunos pueden pensar, con cierta reticencia: «De acuerdo, supongo que tenemos que sumergirnos en ese material judío del siglo I; pero solo servirá para que, una vez que hayamos visto cómo Jesús se dirigió a su cultura, podamos aprender a dirigirnos a la nuestra de la misma manera». En ello hay una minúscula parte de verdad y una cantidad mucho mayor de interpretación equivocada. La verdad más importante se encuentra en un lugar mucho más profundo. Antes de poder pasar a la aplicación a nuestros días, hemos de examinar por entero la unicidad de la situación y la posición de Jesús. Porque él, después de todo, no fue solo un ejemplo de alguien que «daba en el blanco». Jesús creyó en —y actuó de acuerdo con— dos puntos vitales sin los cuales nosotros ni siquiera hubiéramos empezado a entender cuál fue su proyecto. Estos dos puntos son fundamentales para toda la exposición siguiente. En primer lugar, Jesús creía que el Dios creador había previsto desde el principio abordar y afrontar los problemas dentro de su creación a través de Israel. Este no tenía que ser solo un «ejemplo» de una nación bajo Dios, sino que debía ser el medio a través del cual el mundo se salvaría. En segundo lugar, Jesús creía, como la mayoría —pero no la totalidad— de sus contemporáneos, que esta vocación se cumpliría cuando la historia de Israel alcanzara un gran momento culminante, en el que Israel sería salvado de sus enemigos, y a través del cual el Dios creador, el Dios de la alianza, haría que finalmente su amor y su justicia, su misericordia y su verdad, se realizaran en todo el mundo, renovando y sanando toda la creación. Los términos técnicos que expresan lo que acabo de exponer son elección y escatología: la elección divina de Israel para que fuera el medio de la salvación del mundo, la conducción divina de la historia de Israel a su momento culminante, en el que la justicia y la misericordia alcanzarían no sólo a Israel sino a todo el mundo. Situemos estas dos creencias en el contexto del siglo I y observemos lo que sucede. Como es bien conocido, los judíos del tiempo de Jesús vivían desde hacía varios siglos bajo dominio extranjero. Lo peor a este respecto no eran los elevados impuestos, las leyes extranjeras, la brutalidad de la opresión, etcétera, por muy horrible que estofuera a menudo. Lo peor estaba en que los extranjeros fueran paganos. Si Israel era de verdad el pueblo de Dios, ¿cómo se explicaba que los paganos dominaran sobre él? Si Israel había sido llamado a ser la verdadera humanidad de Dios, ¿acaso esas naciones extranjeras no eran como los animales a los que Adán y Eva tenían que dominar? Entonces ¿por qué se estaban convirtiendo en monstruos y amenazaban con pisotear al indefenso pueblo elegido de Dios? Este estado de cosas se había mantenido desde que los babilonios habían destruido Jerusalén en 597 a.C., llevando a los habitantes de Judea cautivos al destierro. Así, aunque algunos de ellos habían vuelto del destierro geográfico, la mayoría creía que el estado de destierro teológico aún seguía existiendo. Vivían un drama multisecular, esperando todavía el giro histórico que los situara por fin en la cima13. Los políticos locales no eran en modo alguno mejores. Hacía mucho tiempo que los judíos celosos veían a sus gobernantes locales como contemporizadores, y los jefes judíos en tiempos de Jesús encajaban exactamente en esta categoría. Los poderosos sumos sacerdotes eran ricos pseudo-aristócratas que mantenían en funcionamiento el sistema y obtenían de él lo que podían. Herodes Antipas (el Herodes contemporáneo del ministerio público de Jesús, mencionado en el cuerpo principal de los Evangelios, al que no debemos confundir con su padre, Herodes el Grande) era un tirano-marioneta interesado sólo en la riqueza y el engrandecimiento personal. Y la insatisfacción popular respecto al dominio general de Roma y al gobierno local de los sacerdotes y de Herodes reunió aquello que nunca debemos separar si queremos ser fieles al testimonio bíblico: religión y política, cuestiones de Dios y relativas al ordenamiento de la sociedad. Cuando esperaban el reino de Dios, no pensaban en cómo asegurarse un puesto en el cielo después de la muerte. La expresión reino de los cielos, usada con frecuencia en el Evangelio de Mateo donde los otros Evangelios emplean “reino de Dios”, no se refiere a un lugar, llamado «cielo», donde el pueblo de Dios irá después de la muerte. Se refiere al reinado de los cielos, es decir, de Dios, hecho realidad en el mundo presente. Venga tu reino, decía Jesús, hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo. Los contemporáneos de Jesús sabían que el Dios creador quería implantar la justicia y la paz en su mundo aquí y ahora. La cuestión era cómo, cuándo y a través de quién. Con una simplificación excesiva podemos ofrecer un esquema de las tres opciones que tenían los judíos en tiempos de Jesús. Bajando el valle del Jordán, desde Jericó hasta Masada, podemos ver testimonios de todas ellas. Primero, la opción quietista y a fin de cuentas dualista, adoptada por los autores de los manuscritos del Mar Muerto en Qumrán: aléjense del mundo malvado y esperen que Dios haga lo que tiene previsto hacer. Segundo, la opción contemporizadora, adoptada por Herodes: construyan fortalezas y palacios, entiéndanse con sus jefes políticos lo mejor que puedan, aprovéchense de la situación todo lo que puedan y esperen que de un modo u otro Dios lo dé por bueno. Tercero, la opción zelota, la de los sicarios que conquistaron el viejo palacio/fortaleza de Herodes en Masada durante la guerra judeo-romana: reciten sus oraciones, afilen sus espadas, santifíquense para combatir una guerra santa y Dios les concederá una victoria militar que será también la victoria teológica del bien sobre el mal, de Dios sobre las hordas de las tinieblas, del Hijo del hombre sobre los monstruos. Solo cuando se pone a Jesús en este contexto, percibimos cuán notable y dramática fue su vocación y su programa. Él no era ni un quietista, ni un contemporizador ni un zelota. A partir de su profunda conciencia —en amorosa fe y oración— de aquel al que llamaba «Abbá, Padre», examinó las Escrituras de Israel y encontró en ellas otro modelo del reino, tan judío como los otros, si no más. Este es el modelo que vamos a examinar ahora. El reino de Dios, decía él, está a las puertas. En otras palabras, Dios estaba desvelando su plan antiquísimo, realizando su soberanía sobre Israel y el mundo como siempre había querido, llevando la justicia y la misericordia a Israel y al mundo. Y, al parecer, lo estaba haciendo a través de Jesús. ¿Qué significaba esto? El plan de Dios desvelado Durante toda su breve actividad pública, Jesús habló y actuó como si el plan de salvación y justicia de Dios para Israel y el mundo se estuviera desvelando mediante su presencia, su obra, su destino. La idea del desvelamiento del plan es, también, típicamente judía, y los contemporáneos de Jesús habían desarrollado una compleja manera de hablar de ello. Usaban imágenes, a menudo misteriosas y espectaculares, tomadas de las Escrituras, para hablar de cosas que sucedían en el mundo público, el mundo de la política y de la sociedad, y para dar a esos acontecimientos su significado teológico. Así pues, en lugar de decir «Babilonia está destinada a caer y será como una catástrofe cósmica», Isaías dijo: «El sol se oscurecerá, la luna no dará su luz y las estrellas caerán del cielo»14. La Biblia judía está llena de expresiones semejantes, con frecuencia calificadas como «apocalípticas», y nos equivocaríamos por completo si pensáramos que hay que entenderlas al pie de la letra. Era una manera —insistamos en ello— de describir lo que podríamos llamar acontecimientos espacio-temporales e investirlos con su significación teológica o cósmica. En general, los judíos en tiempos de Jesús no esperaban que el universo espacio-temporal estuviera a punto de detenerse. Esperaban que Dios actuara de un modo tan dramático dentro del universo espacio-temporal —como había hecho antes en momentos clave como el éxodo— que el único lenguaje apropiado sería el de un mundo devastado y regenerado15. Jesús heredó esta tradición y la hizo suya de un modo en particular. Contó relatos cuyas numerosas dimensiones destruían la cosmovisión de sus oyentes y les obligaban a adaptarse a la realidad de Dios que irrumpía en medio de ellos, haciendo lo que siempre habían anhelado, pero de modos tan sorprendentes que resultaban difícilmente reconocibles. Las parábolas son el comentario de Jesús sobre una crisis, la crisis afrontada por Israel y, de manera más específica, la crisis producida por la presencia y la obra de Jesús. Jesús no fue primariamente un «maestro» en el sentido que solemos dar a esta palabra. Jesús hacía las cosas y después las comentaba, las explicaba y exhortaba a las gentes a que entendieran lo que significaban. Actuaba práctica y simbólicamente, no sólo a través de sus notables obras de sanación —obras que, hoy, todos excepto los escépticos más radicales se ven obligados a considerar, en principio, históricas—. En particular, actuaba y hablaba de tal modo que las gentes muy pronto empezaron a considerarlo un profeta. Aun cuando, como veremos, Jesús se vio como mucho más que un profeta, éste fue el papel que adoptó al comienzo de su actividad pública, continuando la obra profética de Juan el Bautista. Quería ser percibido, y de hecho lo fue, como un profeta que anunciaba el reino de Dios. Ahora bien, al igual que muchos de los antiguos profetas de Israel, al hacerlo se enfrentó a otros sueños del reino y otras visiones del reino. Si su modo de traer el reino era el camino correcto, entonces el de Herodes no lo era, el de Qumrán no lo era y el de los zelotas no lo era. Y los fariseos, que en tiempos de Jesús eran los más inclinados al extremo zelota del espectro, de seguro lo consideraron un contemporizador peligroso16. En el capítulo siguiente veremos los resultados de esta realidad. Desarrollemos ahora brevemente las claves principales del mensaje del reino de Jesús, bajo tres encabezamientos: el fin del destierro, la llamada al pueblo renovado y la advertencia del desastre y la justificación venideros. El fin del destierro Jesús se embarcó en la actividad pública de iniciación al reino. Su movimiento comenzó conel bautismo de Juan, que debió ser interpretado como una dramatización codificada del éxodo, con fuertes alusiones al hecho de que el nuevo éxodo, el retorno del destierro, estaba a punto de realizarse. Pero pronto Jesús se hizo más conocido por las sanaciones que por los bautismos. Y es casi seguro que fueron sus extraordinarias sanaciones las que le dieron fama. No era un maestro que también sanaba; era un profeta del reino que primero realizaba y después explicaba ese reino. Así pues, tomo las sanaciones tal como se leen y paso de inmediato a las explicaciones. Las parábolas de Jesús no eran únicamente inteligentes relatos sobre la vida y la motivación humanas. Tampoco eran simplemente ilustraciones infantiles, relatos terrenales con significados celestiales. Estaban, recordémoslo, arraigadas en las Escrituras judías, en las narraciones judías contadas una y otra vez en medios oficiales y no oficiales. Podríamos analizarlas detalladamente, pero aquí sólo tenemos espacio para examinar de pasada dos de las mejor conocidas, y para sugerir dimensiones que podrían resultar menos familiares. Empiezo con la parábola del sembrador, en Marcos 4:1-20 y paralelos17. Esta parábola no es simplemente un irónico comentario sobre la manera en que muchos escuchan el mensaje del evangelio pero no responden a él de modo adecuado. Tampoco es sólo una sencilla ilustración tomada de las prácticas agrícolas de Galilea. Es un relato típicamente judío sobre la manera en el que el reino de Dios está llegando. En particular tiene dos raíces, que nos ayudan a explicar qué quiso decir Jesús. Primero, está arraigada en el lenguaje profético de la vuelta del destierro. Jeremías y otros profetas hablaban del Dios que «sembraba» de nuevo a su pueblo en su tierra. En el mismo momento en que celebraban la vuelta del destierro y oraban para que fuera llevado a término, los salmos cantaban a «los que sembraban con lágrimas [que ahora] cosechan entre cantares». Pero, por encima de todo, el libro de Isaías usó la imagen de la siembra y la cosecha como metáfora dominante para la gran obra de la nueva creación que Dios realizaría después del destierro. «La hierba se seca, la flor se marchita, mas la palabra de nuestro Dios permanece por siempre». «Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos [...] empapan la tierra, [...] así será mi palabra, [...] no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo». Nuevas plantas, nuevos arbustos brotarán ante ustedes cuando retornen del destierro18. Todo esto se remonta al relato de la vocación de Isaías en el capítulo 6, donde el profeta ve a Israel como un árbol cortado en el juicio y después como el tocón que se quema; pero la semilla santa es el tocón y de él brotarán nuevos retoños19. Es este último pasaje —Isaías 6:9-10— el que Jesús cita en Mateo 13:14- 15, Marcos 4:12 y Lucas 8:10 como explicación de la parábola del sembrador20. La parábola se refiere a lo que Dios hizo en el ministerio de Jesús. En él Dios no se limitó a reforzar a Israel tal como era; no respaldó sus ambiciones nacionales, su orgullo étnico. Hizo lo que los profetas siempre habían advertido: juzgó a Israel por su idolatría y, al mismo tiempo, llamó a la existencia a un nuevo pueblo, un Israel renovado, el pueblo de Dios que había vuelto del destierro. La segunda raíz veterotestamentaria de la parábola del sembrador es la tradición de la narrativa apocalíptica que encontramos en el libro de Daniel, por ejemplo. En Daniel 2, Nabucodonosor sueña con una gran estatua compuesta por cuatro metales diferentes: oro en la cabeza y una mezcla de hierro y barro en los pies. De pronto «una piedra se desprendió sin intervención de mano alguna, golpeó los pies de hierro y barro de la estatua y los hizo pedazos» (2:34). «Pero la piedra que había golpeado la estatua se convirtió en una gran montaña que llenó toda la tierra» (2:35). Así mismo, en Daniel 7, las cuatro bestias hacen la guerra a una figura humana, parecida a un ser humano, hasta que Dios se sienta y el hijo de hombre es exaltado sobre las bestias. Aun así, dice Jesús, el relato del pueblo de Dios es resumido, recapitulado, en su propia obra. Algunas semillas caen en el camino; otras en la roca, otras entre las espinas. Pero algunas caen en tierra buena y dan fruto, una treinta, otra sesenta, otra ciento. El reino de Dios, el retorno del destierro, el gran momento culminante de la historia de Israel, está aquí —dice Jesús—, aunque no se parezca a lo que el pueblo haya podido pensar. La parábola misma es una parábola sobre las parábolas y su efecto: esta es la única manera en que se puede contar la espectacular verdad y ha de tener necesariamente el efecto por el que algunos mirarán sin ver, mientras que otros encontrarán el misterio desvelado de repente y verán lo que Dios está haciendo. La segunda parábola que abre una espectacular ventana al reino de Dios es la conocida como el hijo pródigo, en Lucas 1521. Entre las docenas de cosas que se suelen decir por lo general, y a menudo correctamente, sobre esta parábola, hay una cosa que casi todos olvidan, aunque en mi opinión era absolutamente obvia para la mayor parte de los oyentes judíos del siglo I. Un relato sobre un pícaro hijo menor que se marcha a un lejano país pagano y recibe después una asombrosa bienvenida al volver a casa es — ¡naturalmente!— el relato del destierro y la restauración. Era el relato que los contemporáneos de Jesús querían escuchar. Y Jesús lo contó para mostrar que el retorno del destierro estaba sucediendo en y a través de su propia obra. La parábola no era una ilustración general de la verdad eterna del perdón de Dios para el pecador, aunque —por supuesto— se puede interpretar de esta manera. Era un mensaje incisivo, relativo al contexto, sobre lo que estaba sucediendo en el ministerio de Jesús. De manera más específica, se refería a lo que estaba sucediendo gracias a la acogida de Jesús a los marginados, a sus comidas con los pecadores. Este relato tiene también su lado oscuro. El hermano mayor del relato representa a los que se oponían al regreso del destierro tal como estaba sucediendo realmente: en este caso, los fariseos y maestros de la ley que ven lo que hace Jesús y piensan que es escandaloso. La afirmación de Jesús es que en y a través de su ministerio está sucediendo de verdad el largamente esperado retorno, aun cuando no tiene el aspecto que las gentes se habían imaginado. El retorno sucede a la vista de los que se han nombrado a sí mismos guardianes de las tradiciones ancestrales de Israel y siguen ciegos porque no se adecua a sus expectativas. En estas dos parábolas, y de otros muchos modos, Jesús anunciaba, de manera críptica, que había llegado el momento durante tanto tiempo esperado. Esta era la buena nueva, el euangelion. No debería sorprendernos que Jesús, al anunciarlo, estuviese siempre en camino, yendo de un pueblo a otro y, por lo que sabemos, manteniéndose lejos de Séforis y Tiberíades, las dos ciudades mayores de Galilea. No era tanto un predicador itinerante que pronunciaba sermones, ni un filósofo itinerante que ofrecía máximas, como un político que buscaba apoyos para un movimiento nuevo y muy peligroso. Esta es la razón por la que eligió explicar sus acciones con la cita de Isaías: algunos seguirán mirando sin ver; de lo contrario, la policía secreta se habría alertado. Una vez más, no debemos imaginar que aquí la política se pueda separar de la teología. Jesús hacía lo que hacía, persuadido de que de esta manera el Dios de Israel se convertía de verdad en Rey. En toda su obra Jesús trataba de encontrar apoyo para su movimiento por el reino. Estaba llamando a un pueblo renovado. Este es el segundo aspecto del anuncio del reino que debemos estudiar. La llamada al pueblo renovado Cuando Jesús anunció el reino, los relatos que contó cumplieron la función de representaciones dramáticas en busca de actores. Sus oyentes eran invitados a desempeñar papeles en el reino. Habían deseado con ansia que se representara el drama de Dios y esperabandescubrir lo que tenían que hacer cuando él actuara. Ahora estaban a punto de descubrirlo. Iban a convertirse en el pueblo del reino. Jesús, siguiendo a Juan el Bautista, llamaba a la existencia aquello que él creía que sería el verdadero y renovado pueblo de Dios. El desafío inicial de Jesús, tal como se narra en los evangelios, era que el pueblo tenía que «arrepentirse y creer». Este es un ejemplo clásico, que he mencionado en el capítulo anterior, de una frase cuyo significado ha cambiado a lo largo de los años. Si yo saliera a la calle en la ciudad en la que vivo y proclamara que las gentes tenían que «arrepentirse y creer», lo que la gente entendería sería un llamamiento a abandonar los pecados privados (es de sospechar que en nuestra cultura pensaríamos enseguida en los vicios sexuales y en el abuso del alcohol) y «ser religiosos» de alguna manera o en algún sentido —experimentando un nuevo sentido interior de la presencia de Dios, creyendo en un nuevo cuerpo de dogmas o uniéndose a la Iglesia o a algún subgrupo de ella—. Pero no es en modo alguno exactamente lo que la expresión «convertíos y creed» significaba en la Galilea del siglo I. ¿Cómo podemos olvidar los significados que damos a esta expresión y escucharla con los oídos del siglo I? Sería útil encontrar otro autor que la usara en un tiempo y lugar próximo al de Jesús. Consideremos, por ejemplo, al aristócrata e historiador judío Josefo, que nació unos años después de la crucifixión de Jesús y fue enviado, en el año 66 d.C., en calidad de joven comandante de un ejército, a sofocar algunos movimientos rebeldes en Galilea. Su misión, tal como la describe en su autobiografía22, era persuadir a los extremistas galileos para que pusieran fin a su insensato ataque —que había degenerado en una revuelta contra Roma— y confiaran en que él y los otros aristócratas de Jerusalén conseguirían un mejor modus vivendi. Y afirma que, al encontrarse frente al jefe de los rebeldes, le dijo que renunciara a sus objetivos y se fiara de él (Josefo). Y las palabras que emplea les resultan muy familiares a los lectores de los evangelios, pues dijo al jefe de los bandidos que «se arrepintiera y estuviera dispuesto a serle fiel en adelante» (metanoesein kaipztos emoigenesesthaz). Naturalmente, esto no significa que Josefo invitara al jefe de los bandidos (que, para mayor confusión, se llamaba «Jesús») a que renunciara al pecado y tuviera una experiencia de conversión religiosa. Tiene un significado mucho más específico y, en efecto, político. Cuando estudiamos a Jesús de Nazaret que, cuarenta años antes, recorre Galilea diciendo a las gentes que se arrepientan y crean en él o en el evangelio, sugiero que no nos arriesguemos a excluir tales significados. Aunque al final lleguemos a la conclusión de que Jesús quería decir algo más que Josefo —que, de hecho, había dimensiones religiosas y teológicas en su invitación—, no podemos suponer que él entendiese menos. Él decía a sus oyentes que renunciaran a sus planes y confiaran en él y en su modo de ser Israel, su modo de introducir el reino, su programa del reino. En particular, Jesús les exhortaba, como hizo Josefo, a abandonar sus insensatos sueños de revolución nacionalista. Pero, mientras que Josefo se oponía a la revolución armada porque era un aristócrata con un nido que cuidar, Jesús se oponía a ella porque, paradójicamente, la veía como una manera de ser profundamente desleales al Dios de Israel y a su objetivo de hacer de Israel la luz del mundo. Y, mientras Josefo proponía un contra-programa que debió ser visto como un compromiso, una débil solución política prendida con alfileres, Jesús ofrecía como contra-programa una manera absolutamente arriesgada de ser Israel, consistente en ofrecer la otra mejilla y andar una segunda milla, en perder la propia vida para ganarla. Esta era la invitación del reino que él difundía. Esta era la representación que atraía la atención de los oyentes. Junto con esta radical invitación había una radical bienvenida. Dondequiera que Jesús se presentaba, parecía que allí había una fiesta; la tradición de comidas festivas, en las que Jesús acogía a todos y cada uno, es una de las características establecidas con mayor seguridad por los eruditos en casi todos los estudios recientes. Y la razón por la que algunos contemporáneos de Jesús la consideraban ofensiva no es difícil de captar (aunque no siempre se entienda). No era solo porque, como individuo, se asociara con gentes de dudosa reputación; esto no habría sido una gran ofensa. Era porque lo hacía como un profeta del reino, y porque hacía realmente de esas comidas y de su bienvenida concedida a todos una característica central de su programa. Las comidas expresaban con fuerza la visión jesuana del reino; lo que decían era subversivo de otros programas del reino. La bienvenida de Jesús simbolizaba la aceptación y el perdón radicales de Dios; aun cuando sus contemporáneos pudieron ver el perdón y el nuevo comienzo concedido por Dios en función del Templo y de su culto, Jesús lo ofrecía desde su propia autoridad y sin necesidad de ninguna interacción oficial con Jerusalén. (La excepción confirma la regla: cuando Jesús cura a un leproso y le dice que vaya al sacerdote y presente la ofrenda exigida, el mensaje es, desde luego, que un ex leproso necesita el certificado sanitario oficial para ser readmitido en su comunidad)23. Los que escuchaban la llamada de Jesús a acudir a la representación del reino que Dios ponía en escena por medio de él, se encontraron frente a un desafío. Muy pronto en la vida de la Iglesia los cristianos se permitieron ver tal desafío como un nuevo reglamento, como si la intención de Jesús hubiese sido simplemente la de ofrecer un nuevo código de moralidad. Esto se hizo después problemático, en particular dentro de la tradición de la Reforma, en la que los creyentes percibieron el peligro de poner las «buenas obras» humanas por delante de la fe por la que el creyente es justificado. Pero la cuestión no era ésta. Los contemporáneos de Jesús tenían ya un criterio de moralidad que rivalizaba con cualquier otro y superaba a la mayor parte de ellos. Nunca supusieron, ni tampoco lo hizo Jesús, que era su conducta lo que los hacía gratos a Dios; para ellos, y para Jesús, la conducta era lo que debía seguir a la iniciativa y la alianza de Dios. Tales discusiones teológicas agitadas no captan el punto principal. El elemento clave era que el reino inminente que Jesús anunciaba creaba un nuevo mundo, un nuevo contexto y él desafiaba a sus oyentes a convertirse en el nuevo pueblo que este nuevo contexto exigía, en los ciudadanos de este nuevo mundo. A sus contemporáneos les planteaba un desafío respecto a un modo de vivir, un modo de perdonar y orar, una manera de vivir el jubileo, que podían poner en práctica en sus aldeas, justo donde se encontraban. Sugiero que éste es el contexto dentro del cual debemos comprender lo que llamamos el Sermón del Monte (Mateo 5-7), aunque no tenemos espacio para analizarlo más detalladamente. El sermón —tanto si Jesús lo pronunció seguido como si no fue éste el caso, ciertamente representa de manera sustancial el desafío que planteó a sus contemporáneos— no es, por encima de todo, un mensaje privado para que los individuos encuentren la salvación en Jesús, si bien naturalmente incluye también esto en su ámbito más amplio. Tampoco es simplemente un gran código moral (aunque, por supuesto, contiene algunos ejemplos brillantes de grandes preceptos morales). Tiene el sentido que lo caracteriza porque depende, del principio al final, del anuncio jesuano del reino y del hecho de que es Jesús mismo quien, a través de este anuncio, llama al pueblo a seguirlo en el nuevo modo de vivir, el del reino. En particular, el sermón plantea el desafío de encontrar una manera de ser Israel diferente del normal modo revolucionario. «No resistas al mal»; «Ofrece la otra mejilla»; «Acompaña otra milla»; éstas no son invitaciones que Jesús hace a los oyentes para que se dejen pisar, sino que
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